Especial II Aniversario Pandora Magazine

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Dirección Beatriz Ibán Diezhandino

Diezhandino, Juan Pablo PérezPadial, Carlos González Santos. Colaboradores habituales

Webmaster Julián Ibán Pérez Redactores Mariona Rivas Vives (Oriental y Eventos Zona Barcelona), María José Díaz-Maroto (Cine), Lourdes Caiminagua (Música), Beatriz Ibán Diezhandino (Ciencia, Literatura, Viajes), Elia Berné (Arte), Lydia Alfaro (Terror y Fantasía, Deportes), María Jesús Diezhandino (Parapsicología, Recetas de cocina, Hogar y Belleza), Aitziber López (Actualidad). Fotografía

Alberto Ibán Diezhandino, Fernando López Guisado, José Luis Morante, Jero Romero, Juan Pablo Pérez-Padial, Covadonga del Toro, Jennifer Mosquera, Antonio Garrido, Esmeralda Cuevas, Mariana Esciam, Jerónimo Fernández Duarte, Alberto R. Polanco, José Antonio García Santos, Paqui Guzmán. Contacto Pandora Magazine Apartado de correos 4015 León, 24010 (España) Teléfono: 676706126 info@pandora-magazine.com ISSN: 2254-2663

Elisabet de Loreto, Aurora Franquet, Elia Berné, Lou Caimi, Beatriz Ibán

Coordinación y creación de portada del Especial II Aniversario Pandora Magazine Beatriz Ibán Diezhandino

Colaboradores del Especial II Aniversario Pandora Magazine Miguel Rodríguez Bollon, José Antonio García Santos, Francisco Javier Bravo Minguez, Marian Guerrero Juan, Fernando Bar Quitáns, Sandra Monteverde Ghuisolfi, Rubén Guallar, Esther Galán Recuero, Tomás Sánchez Hidalgo, Gustavo Adolfo Abril Peláez, Alfredo Castro Fernández.

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INDICE - Pandora Insight . Beatriz Ibán Diezhandino (Editorial) ……………………………………….. . Lydia Alfaro ………………………………………………………………… . Elia Berné …………………………………………………………………... . Lourdes Caiminagua ………………………………………………………... . María José Díaz-Maroto García …………………………………………….. . María Jesús Diezhandino …………………………………………………… . Aitziber López Marín ……………………………………………………….. . Mariona Rivas Vives ………………………………………………………...

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- Entrevistas . Cine: “Para mí el cine es casi como respirar”. Conocemos más de cerca a nuestro colaborador y especialista en cine Juan Pablo Pérez-Padial, por María José Díaz-Maroto García ………………………………………….. 15 . Música: “Nos gusta que, para bien o para mal, el directo sea espontáneo”. Cavadants, un grupo de música que está sorprendiendo, por Jero Romero …. 20 . Literatura: “No es fácil ser editora, mujer y joven, y conseguir que te respeten”. Hablamos con Lidia López, editora de Lastura, por Beatriz Ibán Diezhandino ………………………………………………… 22

- Relatos colaboradores . El bosque de antenas, de José Luis Morante ………………………………… 26 . El coleccionista de juguetes, de Alberto R. Polanco ………………………… 31 . Relojes de arena, de Mariana Esciam ……………………………………….. 35

- Relatos Certamen (2013) . Primer Ganador: Bancos en el parque, de Miguel Rodríguez Bollon …….. . Segundo Ganador: Soñé, de Marian Guerrero Juan ……………………….. . Primer Finalista: La superstición del mujeriego, de José Antonio García Santos …………………………………………………………………. . Segundo Finalista: Mi oportunidad, de Francisco Javier Bravo Minguez ………………………………………………………… . Tercer Finalista: Preferiti, de Fernando Bar Quitáns ………………………

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- Relatos Certamen (2014) Clasificación general . Ganador: Gallos modificados genéticamente, de Tomás Sánchez Hidalgo ……………………………………………………………… 44 . Primer Finalista: Las aventuras de la Lata Ágata y de su amigo el Corazón Tristón, de Rubén Guallar ……………………………………….. 47 . Segundo Finalista: Por la vida y el sustento, de Gustavo Adolfo Abril Peláez ………………………………………………… 51 Clasificación específica (palabra pandora) . Ganador: El loco, de Sandra Monteverde Ghuisolfi ………………………. 52 . Primer Finalista: Punta Barrales, de Alfredo Castro Fernández …………. 56 . Segundo Finalista: La caja, de Esther Galán Recuero ……………………. 61

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Pero lo que hace que sigamos con esta gran motivación todos los días, es que hay una retroalimentación entre lectores y equipo. Nos ha sorprendido desde el primer día la buena acogida que tuvimos. Nuestros lectores son los mejores que un medio puede tener. Comunicativos, comprensivos y fieles. Lógicamente, sin ellos no habríamos estado en las redes ni dos días. Pandora Magazine ha querido hacerse eco de la actualidad cultural desde el primer día. Tenemos muy presente en todo momento lo que importa de verdad. Hay arte y cultura en los nuevos talentos, no solo en los ya reconocidos. Y por eso uno de nuestros pilares ha sido dar voz a quien estaba empezando como todos hemos tenido que hacer alguna vez. La gente suele olvidarse cuando llega a ser conocido que una vez fue alguien a quien no conocía nadie. Nosotros esperamos no olvidarnos nunca, y seguimos apostando por artistas de todo tipo que contactan con nosotros para pedirnos un hueco en nuestro medio. Queremos agradecer, cómo no, a todos aquellos que nos hacen más fácil nuestro trabajo, y que nos lo reconocen de distintas formas. Nos encanta el trato que recibimos de agencias de comunicación, oficinas de turismo, organizadores de eventos, editoriales, escritores, músicos y artistas, distribuidoras de cine, y tantos y tantos profesionales que confían en nosotros, y hacen que cada día tengamos más motivos para agradecerles todo ese apoyo que necesita cualquier medio que empieza. Muchas cosas han sucedido desde ese primer día que publicamos nuestro primer artículo. Por supuesto que ha habido de todo. Los momentos de euforia y alegría se han ido alternando con alguna que otra pena. Por suerte, en Pandora estamos solo los que queremos estar, es nuestro lema personal. Y puede que ése sea uno de los motivos principales por los que seguimos aquí, incluso con más entusiasmo que al principio. Porque Pandora Magazine ha sido desde el principio más que un medio de comunicación, más que una revista cultural. Ha sido y queremos que siga siendo el medio cercano en donde sepamos que nadie nos engaña, donde no hay censura posible, donde el respeto hacia la gente es lo principal y en donde la gente pueda expresarse siempre libremente, sea el tema que sea. Esperamos seguir siendo un medio en el que confiéis, y poder celebrar juntos muchos más aniversarios. No hay cosa que más ilusión nos hiciera. A todos los que habéis hecho posible que estemos todavía aquí, gracias. Mil gracias.

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Lydia Alfaro – Sección Terror y Fantasía / Deportes

na idea. Una ilusión por comenzar algo diferente. Una nueva etapa literaria. Un aprendizaje en campos antes jamás cultivados. Un descubrimiento de buenos amigos. Una diversión mientras hago algo que me encanta. Una responsabilidad de ofrecer lo mejor de mí. Un proyecto cada vez más consolidado.

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Pandora Magazine ha supuesto para mí, en estos dos años de vida, todo esto y mucho más que no puedo expresar con palabras. He descubierto lo interesante y gratificante que resulta, por ejemplo, entrevistar a autores que escriben libros que me encantan (para mi recuerdo personal, siempre tendré atesorada la entrevista que realicé a una de mis favoritas: Lena Valenti), conocer y reseñar libros geniales de autores que luchan por hacerse un hueco en el mercado. Pero, sobre todo, Pandora Magazine, ha sido y es para mí como una segunda casa. Siempre me han dado libertad para escribir relatos y publicar lo que saliese de mi pluma. Me han animado, me han motivado… Y eso es algo que siempre llevaré en el corazón. Porque Pandora Magazine es un equipo humano con mucha calidad a todos los niveles donde hay compañerismo, buen rollo y muchas ganas de hacer bien el trabajo, para seguir mejorando cada día y ofrecer a los lectores lo mejor de lo mejor. Cuando esta revista llevaba poquitos meses, recuerdo como la directora, Bea, me animó a publicar un relato por capítulos… Yo me sentía algo reacia porque no sabía si el público lo vería interesante y lo seguiría. Pero, afortunadamente, le hice caso, comencé a escribir y de ahí nació mi libro “La Vecina Perfecta”, hoy en día a la venta. Semana a semana, tenía sus seguidores y recuerdo aquella etapa con mucho cariño porque disfruté muchísimo escribiéndola y viendo como ocupaba las páginas de mi querida revista. Sin esos ánimos, no hubiese nacido esa idea y hoy en día no tendría esta fuente de alegría e ilusión. Por ello, siempre agradeceré a Bea su empeño y su decisión, su tesón para llevar esto adelante y que ahora sea lo que es, en cuanto a mi novela y en cuanto a la revista en general. Al resto de mis compañeras, decirles que admiro la labor que llevan a cabo, sus aciertos y su constancia. Y a todos los compañeros que han ido cerrando esta etapa para vivir otras, decirles que ha sido un placer compartir redacción con ellos y que siempre les desearé lo mejor. Hoy toca celebrar que hace dos años que comenzó todo. Alegría. Satisfacción.

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Lourdes Caiminagua – Sección Música

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esde hace más de un año mi vida está vinculada a esta revista, y a esa maravillosa sección que llena de música mis días. Desde entonces los momentos de más felicidad que recuerdo giran en torno a ella. La música aporta más de lo que podemos imaginar en nuestras vidas, se convierte en la B.S.O de cada instante que podamos vivir o recordar. No me puedo permitir vivir sin ella, cada día mi trabajo consiste en disfrutar de lo que hago, bendita tortura. Pandora ha llenado mi vida de vivencias únicas, me ha puesto en el camino a personas maravillosas, y he podido comprobar que el trabajo en equipo acorta las distancias. En definitiva, la música me hace feliz y no cambio por nada a este gran equipo. Feliz segundo aniversario, Pandora.

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María José Díaz-Maroto García – Sección Cine

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uando la jefa nos propuso decir en unas cuantas palabras que supone Pandora Magazine para mí fue un poco extraño. Lo primero no soy persona de expresar lo que siento a menos que sea meramente necesario. Y segundo, ¿qué puedo decir sin caer en los tópicos? La verdad es que pensándolo detenidamente lo primero que siento hacia la revista es gratitud y eso que sólo llevo medio año. Mucha gratitud, un sentimiento, emoción o actitud de reconocimiento de un beneficio que se ha recibido o recibirá, la RAE tiene palabras para todos. Lo segundo amistad hacia mis compañeras y lo tercero más gratitud hacía todo aquel que confía en nosotros leyéndonos. Me siento realizada escribiendo, investigando, publicando y dando opinión sobre temas de Cine (y televisión). Pero si además le añades un buen rollo impresionante y confianza esto puede ser magnífico, ¿qué más se podría añadir? Que cobráramos… pero eso poco a poco. Yo me encargo de los pases de prensa, colaboradores, cosas mías propias y además como no me puedo ver quieta, siempre estoy añadiendo cosas o metiéndome en otras secciones a aportar mi granito de arena, puede que sea más de lo que deba abarcar, pero creo que al final todo se agradece. Y esto puede llegar a ser un poquito cansino… pero en realidad todas me acogen y me dejan aportar cosas, son gente maravillosa… que aunque les preguntes mil veces algo te lo vuelven a decir… cuando a lo mejor sería necesario que me mandaran a la mierda. Empecé en blogs hablando de literatura y he acabado descubriendo una verdadera pasión. La verdad es que no está nada mal, no me lo esperaba. La revista, los miembros y sobre todo Beatriz nos aporta a todas mucho, cualquier problema que te surja siempre están ahí para ayudarte, lo mismo puede ser una fotografía mal colocada o consejos personales. Somos una familia, con sus rarezas pero una gran familia. Y por mucho que te cabrees vuelves, pides perdón y sigues. Ley de vida. Ley Pandora.

Es difícil no hablar bien de todas ellas, son gente maravillosa, que hace un trabajo excelente, que día a día está dando el callo a pesar de tener un trabajo para mantenerse, a ellas o a sus hijos y a pesar de todo ello, están publicando diariamente, entrevistando y pendientes de cualquier cosa que necesites, si eso no es de agradecer no sé yo cuándo tendría que hacerse. La verdad que esta gratitud también es extensible a mis colaboradores, he tenido, como todos, algún piradillo y ha tenido que actuar el magnífico departamento legal, pero aun así eso ha sido una gran experiencia. Me siento genial con mis chicas y mis chicos, son estupendos y siempre están dispuestos a cubrir un pase de prensa o cualquier cosa. Y si tengo que añadir un círculo más a la gratitud es a ti que estás leyendo esto y que haces posible que siga haciendo lo que me gusta: escribir. Es difícil llegar a soñar algo que puedas ver hecho realidad y yo por ahora, gracias a mis compañeras y amigas de Pandora Magazine, lo estoy consiguiendo. Muchas gracias chicas, sin vosotras esto no sería lo mismo. Gracias mamá, sin ti tampoco lo sería, a pesar de muchas cosas, si tú me lees yo soy feliz. Gracias. 11



Aitziber López Marín – Sección Noticias

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ace más de un año comenzó mi pequeña colaboración, fruto de una amistad con Beatriz, la directora, forjada en una de nuestras aventuras académicas por las tierras de Castilla. Me encontraba convaleciente tras una intervención quirúrgica, y en uno de esos eternos y aburridos días, a través de su página de Facebook, descubrí que se había lanzado a la aventura periodística y había creado una revista digital que buscaba colaboradores. Desde pequeña he cultivado poco a poco mi afición por la escritura, así que me animé y comencé redactando artículos de diversos temas. Finalmente acabaron otorgándome el “cargo” de redactora jefe de la sección de actualidad. Por diversos motivos no puedo participar todo lo que me gustaría, ya que es complicado conciliar algunas facetas de mi vida, ésta se ha convertido en mi pequeña espinita. Por ello, agradezco enormemente que sigan contando conmigo pese a no poder aportar todo lo que desearía. Lo que más me gusta de mi sección, aparte de poder expresar libremente mis opiniones sobre los temas de la actualidad, o sacar a la luz asuntos que es necesario que la sociedad conozca y que de lo contrario permanecerían en el anonimato, es la posibilidad de tener una visión de las personas que entrevisto que más allá de lo periodístico. He entrevistado a políticos, músicos, asociaciones que defienden diversos intereses, ONG’s… pero sin duda hay una que me ha aportado mucho como persona. Tan sólo he mantenido una conversación con la protagonista, pero espero que en un plazo breve de tiempo, podáis estar leyendo esa entrevista y comprobéis por vosotros mismos a lo que me refiero. En este año que llevo formando parte del equipo he sido testigo de la ilusión, el trabajo y la dedicación de todos mis compañeros para que este proyecto continúe. Recuerdo con simpatía la alegría que nos inundaba al principio, al comprobar en cada conexión a internet cómo aumentaba el número de seguidores en las redes sociales, síntoma que nuestro trabajo estaba cobrando sus frutos. Espero que nuestras palabras puedan formar parte de este gran proyecto muchos años más. ¡Feliz Aniversario, Pandora Magazine!

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Mariona Rivas Vives – Sección Oriental / Eventos zona Barcelona

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arece mentira cómo pasa el tiempo. Ya han transcurrido dos años desde que empezamos a escribir en Pandora. Dos años plagados de experiencias, de conocer gente, de cubrir presentaciones literarias y otros eventos, de intentar que el nombre de nuestra querida revista se haga cada vez más grande con el tiempo. Y aquí estamos, organizando y preparando, con orgullo y entusiasmo, varios especiales que irán saliendo a lo largo del año. Aún recuerdo como si fuera ayer el día en que Beatriz, nuestra directora jefe y amiga, me explicó, en una de sus múltiples visitas a Barcelona, el proyecto de crear una revista. Ella, tan segura de sí misma, me comentó todas las ideas que tenía en mente y sus planes para llevarlo a cabo en un futuro: cómo sería la revista, qué secciones contendría, las personas con las que iba a contar para el equipo… Recuerdo que me lo explicaba todo con esa ilusión y esa emoción típicas de alguien que desea algo y está dispuesto a seguir adelante con su proyecto. Lógicamente a mí también me contagió su emoción y sus ansias por preparar algo tan grande como es una revista. Ya desde un principio, ella contaba conmigo para una de las muchas secciones que contendría la futura revista. En mi caso, el trocito que me tocaría, mi rinconcito, sería el de Oriental. Halagada e ilusionada por formar parte del equipo antes de empezar, acepté sin dudar el embarcarme en esta aventura de escribir en un medio serio. “Esto no se trata de un blog”, recuerdo que me decía Beatriz.

Confieso que a medida que pasaban los días y las semanas, esa ilusión y motivación de las que al principio me contagió Beatriz, poco a poco se fueron desvaneciendo. En su lugar me invadieron pensamientos negativos que surgían de darle vueltas al asunto desde el punto de vista práctico y realista. Obviamente una revista no nace así de la nada. Se requiere esfuerzo y tiempo. No es como un blog que con sólo rellenar un formulario con cuatro datos ya puedes empezar a escribir. Así que pensé que el proyecto se realizaría de aquí a un tiempo más lejano que cercano. Pero cuál fue mi sorpresa que al cabo de unos meses Beatriz me comunicó emocionada que ya estaba todo en marcha y que empezara a preparar artículos para ir publicándolos en la web. ¡Qué ilusión me hicieron sus palabras! ¡Y cuánto me alegré de haberme equivocado en mis estúpidas y negativas predicciones! Dicho y hecho: enseguida me organicé y empecé a publicar artículos. Al principio éramos pocos en el equipo de Pandora y, puesto que los comienzos siempre son duros, todos y cada uno de nosotros íbamos haciendo lo que podíamos, pero lo hacíamos con mucha ilusión y con motivación porque sabíamos que lo que estábamos haciendo era algo que nos gustaba. Ahora que han pasado dos años podemos echar una mirada atrás y comprobar que nuestros esfuerzos están teniendo recompensa: cada vez son más las personas que leen Pandora y que nos siguen por las distintas redes sociales, muchos son los que nos llaman para cubrir eventos, muchos quieren colaborar en la revista y muchos otros quieren participar en los concursos que organizamos. En fin, que Pandora está creciendo y yo, al formar parte de esta aventura, me siento muy orgullosa de pertenecer al equipo y de tener compañeros tan estupendos que se toman las cosas tan en serio y que disfrutan haciendo su trabajo. Gracias a todos. 14


“Para mí el cine es casi como respirar”. Conocemos más de cerca a nuestro colaborador y especialista en cine Juan Pablo Pérez-Padial

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n este segundo aniversario de Pandora Magazine, hemos querido realizar una entrevista a uno de los colaboradores más veteranos que tenemos. Ya colaboraba antes de que yo misma llegase, pero a pesar de mis exigencias y demás embrollos en los que le he metido para ir a entrevistas y cubrir eventos, él ha seguido dando el callo.

Juan Pablo nació el primer día del año 1977 y su pasión es el cine, cosa que nos demuestra semanalmente en sus reseñas sobre trilogías y sagas. Como buen trekkie comenzó el proyecto en junio por Star Trek y desde entonces hemos ido repasando grandes sagas y autores como

En los momentos más penosos, ver películas como “Lo que el viento se llevó” me anima Sergio Leone, Superman o lo último con Robocop. Por si todo esto fuera poco, además de dirigir cortos, escribe guiones para películas, series, obras teatrales y he de decir que no lo hace nada mal, ya que he sido testigo de algún que otro proyecto que tiene entre manos. Para nosotros no es un simple colaborador, en nuestra revista todo el que colabora acaba convirtiéndose en un gran amigo, como en este caso sin ninguna duda. Es por ello por lo que no queríamos dejar pasar esta ocasión y le hemos

entrevistado para que le conozcáis un poco más.

Pandora Magazine: La primera pregunta es obvia, ¿qué es para ti el cine? Juan Pablo Pérez-Padial: ¿Van a ser así todas las preguntas?, porque empezamos fuerte. Esto es como preguntar, ¿qué es para ti respirar? porque para mí es casi como respirar. Yo necesito mi dosis de cine. Incluso en los momentos más penosos, ver películas como Lo que el viento se llevó me anima.

PM: ¿Cuándo supiste que querías que tu vida estuviera ligada al cine? JP: Pues, curiosamente, no me di cuenta yo. Desde niño yo veía películas como un poseso. De hecho mi abuela decía que me iba a quedar tonto de tanto ver la tele, aunque realmente eran películas y series lo único que veía. Y no sólo las veía, ya que recordaba los cambios de dobladores, los nombres de los actores, cuando repetían las películas… todo eso con 6 o 7 años, ojo. Para que os hagáis una idea: Pusieron en la misma semana Lo que el viento se llevó y San Francisco, y yo pregunté si había un ciclo de Clark Gable en la tele. Repelente, vamos. Pero volviendo a la pregunta sin dispersase mucho más, mis amigos sabían esto, y fueron mis compañeros de instituto los que propusieron hacer un corto, que al final no hicimos, y yo empecé a pensar en el 15


guión, los planos etc. Mis amigos se habían dado cuenta ya, pero ahí fue cuando yo me di cuenta que quería dedicarme a ello. ¡Y sigo intentándolo!

PM: Sé que esto para ti es difícil, porque sé en qué tesitura te pongo, yo tampoco sería capaz de decidirme, pero si tuvieras que elegir una película ¿cuál sería? ¿Y un director y banda sonora? JP: Está claro qué película sería: Masters del Universo (1987). Bueno, a ver, evidentemente es coña, aunque reconozco que esta película es un gulity pleasure, ya que sé que no es un peliculón, pero la disfruto cada vez que la veo. Hay una serie de películas que puedo ver miles de veces y que aún le descubro algo en cada nuevo visionado. Eso sí, yo soy del cine como experiencia competa, no sólo como ejercicio de guión o interpretación, así que me apasiona el cine muy visual. Cada uno tiene sus gustos y así me gustan Metrópolis, King Kong, La soga, Centauros del desierto, El hombre tranquilo, Con la muerte en los talones, Doctor Zhivago, El padrino, Apocalypse Now, Blade Runner, Drácula de Bram Stoker, El reino de los cielos, La maldición de la flor dorada… no digo que todas tengan grandes guiones, alguna de ellas no lo tiene, pero en su conjunto me seducen por completo. Pero hay una película que siempre me aporta, que siempre me llena de satisfacción y que para mí es el punto máximo del 7º arte y esa es Lo que el viento se llevó. En cuanto a directores he puesto arriba a gente como Fritz Lang, Alfred Hitchcok, John Ford, David Lean, Ridley Scott, Francis Ford Coppola o Zhan Yimou, que no estoy diciendo poco, a los que podría añadir Sergio Leone, Brian De Palma, Martin Scorsese o a Almodóvar, porque todos tienen un fuerte sentido estético y visual en su concepción del cine, pero hay

un director que lleva cuarenta años dirigiendo y a estas alturas no tiene nada que demostrar a nadie, aunque todavía muchos le vean como un simple vendepalomitas y ese es Steven Spielberg. Sé que habré perdido el respeto de mucha gente que lee la revista con estos gustos, pero a mí por ejemplo Lars Von Trier me parece un esclavo de su propio estatus de autor y Michael Haneke se cree que está intelectualmente por encima del espectador y ésas son actitudes que no soporto. Y bandas sonoras… el Superman de John Williams por ejemplo, algo de la épica de Max Steiner, Henry Mancini y su elegancia, Nino Rota, Jerry Godsmith… Es aún más complicado que lo de director, pero creo que me quedo con Hasta que llegó su hora de Ennio Morricone. Soberbia. Pero todo esto es a día de hoy. Yo sigo viendo cine y quizá mañana todos mis

Era el típico niño repelente que sabía demasiado del tema siendo un renacuajo gustos hayan cambiado porque he descubierto a toda una nueva generación de jóvenes talentos o quizá en el pasado entre todo el cine que me queda por ver, que es mucho.

PM: Hoy en día la industria del cine en España no está en un momento muy boyante, es difícil conseguir financiación o que simplemente apuesten por ti porque no eres Amenábar o Almodóvar, ¿qué opinas tú de todo esto que está ocurriendo? JP: Por un lado me alegro de que esté surgiendo una nueva forma de hacer cine, que es el low cost, no porque este cine de “Voy a hipotecar la casa de mi abuela para conseguir financiar mi película” me guste, 16


Entrevista ya que significa que hay mucha gente sacrificándose y hasta trabajando sin cobrar por sacar adelante un proyecto, sino porque una nueva camada de cineastas con auténticas ganas de contar historias está partiéndose el culo para llegar a ser el futuro del cine. Por otro lado me jode, claro, porque yo ahora no tengo a nadie que me apoye para mis ideas, aunque todo el mundo me dice que son buenas. Y es que en la situación en la que estamos, nadie quiere arriesgarse. No me voy a meter en comentar las razones del por qué de este cine low cost al que me refería antes y al no financiar buenas ideas por miedo a perderlo todo. Prefiero luchar por el futuro y no llorar por lo perdido. Ya sabemos las circunstancias en las que estamos y es mejor mirar encarándose al porvenir

En la situación en la que estamos, nadie quiere arriesgarse teniendo una vaga esperanza que vivir regodeándose en la mierda que nos ha tocado, ya que eso no nos hará salir del pozo.

PM: ¿Cine internacional?

nacional

o

cine

JP: Cine y punto. No hago distinciones. Siempre y cuando sea disfrutable.

PM: El cine es una pasión pero sé que eres un erudito, cuéntanos ¿cuáles son tus otras aficiones? JP: ¿El sexo cuenta? (risas). A ver, soy friki, me gustan los cómics y aunque los tengo un poco de lado, aún retomo algunos de los que leía cuando era niño y me compro los cómics de Blacksad dibujados por un paisano mío afincado en París, Juanjo Guarnido y que son

simplemente excepcionales. Aparte de eso me gusta la música, viajar y todas esas cosas que queda muy bien decirlas, pero que son ciertas, aunque realmente nunca le dedico tanto tiempo como al cine, al que le dedico tiempo casi obsesivo. Se nota en que hago críticas y reportajes sobre cine kilométricos.

PM: Sé que tienes entre manos como cincuenta mil proyectos, desde guiones, obras teatrales, cortos y quién sabe si una película. ¿Podrías contarnos un poquito en qué estás trabajando actualmente?

JP: A ver, que si antes he dado una respuesta más larga que un día sin pan, ésta puede serlo más. Pues ahora mismo estoy terminando un corto para el ‘Notodofilmfest’ y que es idea de mi amigo David Torres “Mos”. Se titula Habemus Taxi y en un par de días estará colgado en la página del concurso. Lo hemos hecho por divertirnos, así que no esperamos ganar, pero si al jurado le gusta, recibiremos los premios que sean necesarios muy agradecidos. También estoy empezando a llevar por festivales mi cortometraje La guerra de los mundos de Georges Méliés, homenaje al director de Viaje a la luna que aunque grabé antes de verano, por diversas circunstancias estoy empezando a moverlo ahora. Eso en cuanto a lo ya realizado. En cuanto a lo no realizado no voy a comentar mucho, porque tal y como he expuesto antes, no hay mucho apoyo y es complicadísimo sacar un proyecto, pero ahora mismo tengo dos guiones de largometrajes terminados y pendientes de que alguien se quede fascinado por ellos, una obra de teatro al más puro estilo vodevil y alejada de lo profundo de los dos guiones antes comentados y otros dos 17


guiones que estoy escribiendo ahora mismo, uno de tema social y otro de corte histórico. Parafraseando a Calderón “La vida es un sueño y los sueños… sueños son”. Pues a ver si estos sueño se materializan ya de una puñetera vez.

PM: Una de las grandes referencias y de las que me has hablado muy bien es José Ramón Larraz, un gran amigo tuyo, ¿qué podrías decirnos sobre lo que te ha aportado a ti? JP: ¿Qué me aportó? Muchísimo. José Ramón llegó a mi vida en un momento en que creía que ya no encontraría la forma de dedicarme al cine, porque había sufrido dos grandes reveses en mi intención de dedicarme a ello. Pero por azares del

Prefiero luchar por el futuro y no llorar por lo perdido destino en un viaje de vuelta de Londres le conocí e hicimos una gran amistad. Pasé varios años transcribiendo sus guiones a ordenador, enviándolos a productoras y buscando gente dispuesta a ayudarle. Yo no era el único, sé de otra gente que quería ayudarle a regresar a la dirección, pero finalmente esto no se consiguió. Aunque de forma muy tangencial, estaba trabajando para algo relacionado con el cine, así que lo hice de muy buena gana. Como pago tenía el aprendizaje en cuanto a narrativa en guión y miles de historias sobre cine y cómic, ya que él se dedicó a ambos mundos. Pero lo que realmente me ayudó de él fue cuando le presenté un par de guiones míos para cortometrajes, que aún no he podido realizar, y los tildó de excepcionales. Que un hombre nominado a la Palma de Oro del festival de Cannes y admirado por Tarantino y Coppola – aunque aquí en España fuera absolutamente ninguneado– te diga que

tienes talento y que si pudiera, ponía el dinero para que los hiciera, pues oye, te sube el ego. Y no tenía pelos en la lengua, le presenté un tercer guión y me dijo sin tapujos que era una mierda, así que no era porque yo le cayera más o menos bien, sino porque realmente apreciaba mi trabajo. Otros directores después han corroborado esas impresiones con esos mismos guiones, así que a ver si encuentro ya quien los financie, leñe. El pasado mes de Septiembre murió y sentí como si otro abuelo mío hubiera muerto, así que no sólo puedo decir que me aportó como cineasta y como mentor, sino también como persona. Eso sí, me dijo que iba a mencionar nuestro encuentro en sus memorias y al final no lo hizo. No se lo puedo reprochar, claro, pero hubiera sido un puntazo.

PM: Esta pregunta es un poco más hacia el terreno pandoriano, ¿por qué decidiste colaborar con nosotros? ¿Te tratamos bien? JP: Hombre, tratarme bien… no llegué a un artículo a tiempo y tengo el quinto metacarpiano roto, no digo más… No, no, es broma, ¡si me tenéis en palmitas! Estoy encantado. No me da tiempo a escribir todo lo que querría para Pandora. En cuanto a por qué me decidí a colaborar en la revista, pues fue por una amiga con la que escribí un guión a medias y supo que buscaban a alguien para colaborar y yo que soy un poco como Garci (pero sin dirigir ningún golpe de estado) me gustó eso de poder compartir con todo el mundo lo que sé de cine y no martirizar así a mis amigos.

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Os dejamos su email para contactar con Juan Pablo: gordaohio@gmail.com

PM: Cuéntanos un sueño que tengas por realizar en este fantástico y difícil mundo de la cinematografía y no vale decir ser rico para producirme yo mismo… yo si fuera rica te produciría… pero por ahora hay que pensar más allá.

Redacción: María José Díaz-Maroto García

JP: Pues ser rico no. Yo no sueño con ser rico. Lo único que quiero es dedicarme a esto y vivir con comodidad. Llevo años tratando de meterme en el mundillo y aunque he hecho cosillas, todavía tengo que buscarme las habichuelas trabajando de todo lo que puedo, así que con vivir de ello me conformo. Ahora, que si llegan un montón de millones, Goyas, Oscars o Palmas de Oro tampoco me quejaré.

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“Nos gusta que, para bien o para mal, el directo sea espontáneo”. Cavadants, un grupo de música que está sorprendiendo

n nuestra misión de apoyar nuevos talentos y bandas emergentes les conocimos. Desde entonces les hemos visto evolucionar como grupo, llenar salas y crecer musicalmente. Es por eso que no podían faltar en nuestro segundo aniversario. Los hermanos Cavada nos conceden una sincera entrevista en la que nos cuentan sus planes y nos adelantan en primicia la grabación de su primer EP. Unas cuantas preguntas y os desvelamos más detalles.

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Cavadants - Foto de Jero Romero

PM: Personalmente recuerdo un concierto muy especial en “La Cocina” y el último en la sala Independance ¿Qué cambios hay en la banda? ¿Qué formato es el mejor?

Pandora Magazine: Desde que empezasteis a interesaros por la música, ¿qué etapas os han marcado? Cavadants: Pues la verdad es que al estar empezando, cada paso que damos es importante. Pero si tenemos que destacar alguno, serían el primer concierto, el primer acústico, y el concierto de la sala Costello, del que nos llevamos grandes sensaciones.

C: El concierto en “La Cocina” fue muy bonito, pero sin duda en Independance ya teníamos otra madurez, tanto musical como en cuanto a la confianza, y eso se nota. Los cambios de formación siempre son difíciles, pero han resultado ser para bien. En cuanto al formato, conciertos con toda la banda en salas con aforo medio, es donde más cómodos nos sentimos y donde vamos a poner más fuerza en los próximos meses. Si bien no dejaremos de hacer acústicos siempre que tengamos oportunidad.

PM: Poco a poco estáis consiguiendo hitos en la música ¿Algún directo que os pareciese más especial?

Al estar empezando, cada paso que damos es importante

C: El concierto de la sala Costello en Noviembre del año pasado. Las sensaciones que tuvimos y la interacción con el público fueron muy buenas. Nunca sabes cuándo vas a conseguir conectar de esa forma, y es algo que para un grupo tiene mucha importancia.

PM: Los fans quieren disco, ¿cuándo lo tendremos? C: Nosotros también lo queremos, y mucho. Si todo va bien, esperamos tener nuestro primer EP en Mayo o Junio de este año, aunque ya sabes que estas cosas se pueden retrasar. 20


PM: Me han contado que la banda tendrá cambios, ¿en qué consistirán? C: Sí, tiene que haberlos. Como anunciamos en Independance, Guillermo (teclados) se nos ha ido a Reino Unido. Esto hace que tengamos que meter a una nueva persona, que os presentaremos en cuanto esté con nosotros.

Si todo va bien, esperamos tener nuestro primer EP en Mayo o Junio PM: Siendo sinceros, ¿qué esperáis del 2014? C: La idea es seguir tocando y demostrando que queremos estar ahí. Darnos a conocer es la prioridad, y EP en mano llamaremos a todas las puertas a las que haya que llamar para que nos escuchen, que sepan que existimos y que vamos a por todas.

del setlist, nunca llevamos nada preparado. Nos gusta que, para bien o para mal, el directo sea espontáneo al cien por cien. Sin trampa ni cartón.

PM: Cuando pensáis en la carrera musical, ¿os sale algún nombre a quien agradecer? C: Sin duda esta revista, Pandora Magazine, ha estado siempre pendiente de nuestra evolución. A Lourdes, nuestra representante, sin la cual no estaríamos avanzando a este ritmo. A blogs como el tuyo, que hacéis eco no ya sólo de nuestros conciertos, sino de todo el movimiento musical y cultural que hay en Madrid y resto de España. Y por supuesto a toda la gente que viene a ver nuestros conciertos, que nos sigue en las redes, que nos manda mensajes, etc. Tanto a los nuevos como a los que llevan desde el día cero con nosotros, que son muchos. Os queremos a todos y os lo agradecemos cada día.

PM: ¿Tenéis alguna inquietud musical oculta? C: Sí, siempre hay inquietudes musicales. Pero vamos tocando, aprendiendo y saciando la inquietud. PM: ¿En qué redes sociales estáis? C: Las típicas, Twitter, Facebook, Soundcloud, etc… animamos a la gente que aprecie nuestra música a que nos siga y nos ayude a crecer.

Salimos siempre a dar todo lo que tenemos dentro y a pasarlo bien PM: Un saludo chicos, y mucho rock C: Un saludo, gracias a vosotros y felicidades por vuestro segundo aniversario.

PM: Cada vez que os veo en directo pienso en vuestra fuerza. ¿Cómo planteáis los directos? C: Salimos siempre a dar todo lo que tenemos dentro y a pasarlo bien. Aparte

Si queréis escucharles, os dejamos este vídeo que grabaron expresamente para felicitarnos nuestro segundo aniversario.

Redacción: Jero Romero 21


“No es fácil ser editora, mujer y joven, y conseguir que te respeten”. Hablamos con Lidia López, editora de Lastura No, no es fácil ser una persona emprendedora en este país, más aún a día de hoy. Nos encontramos trabas a cada paso que damos, y no todo el mundo vale para vivir sin un sueldo fijo a fin de mes que dé seguridad y estabilice tu vida de alguna forma. Si a eso añadimos el hecho de que el tema cultural no es una de las prioridades que nuestras autoridades tienen en estos momentos, podemos decir que no hay muchas personas que se atrevan a dar el salto e intentar algo en este sentido. Y es cuando nos encontramos con Lastura, una nueva editorial española, nacida en plena crisis, sin miedo a la misma y con unos valores culturales envidiables. Hemos querido traeros una entrevista que hemos hecho a una de sus editoras, Lidia López Miguel, que nos habla de cómo es eso de ser emprendedora en el mundo de la cultura en la España actual.

me hubiese lanzado. Fue él el que me propuso hace ahora un año publicar algunos cuadernos de poesía de cara a la celebración de la semana de las Letras Gallegas. Desde la publicación de aquellos cuadernos comenzaron a llegarnos nuevos proyectos y todo surgió de manera muy natural. Sin ser plenamente conscientes, en dos meses ya teníamos publicados 15 títulos. A partir de ahí tomé la decisión de dedicarme a la editorial de forma exclusiva y desde entonces esto ha sido un no parar. Cada vez nos llegan más proyectos y más interesantes. La verdad es que ninguno de los dos pensábamos que esto iba a tener la repercusión que está teniendo. Queríamos ofrecer algo nuevo y, visto lo visto, todo parece indicar que está funcionando.

Pandora Magazine: Abrir tu propia editorial en tiempos de crisis no es algo a lo que se atreva mucha gente, ¿cómo surgió la idea?

PM: Lleváis poco tiempo en el mercado y ya os habéis hecho un hueco, ¿cuál es vuestra fórmula?

Lidia López Miguel: El mundo editorial es algo que siempre me ha fascinado pero he de decir que sin el impulso de mi socio, Xavier Frías, no

LLM: Desde el principio teníamos claras dos premisas diferenciadoras: ofrecer literatura multilingüe desde La Mancha y establecer unos precios de 22


venta justos que permitiesen a la gente comprar nuestros libros en los tiempos que corren. Parece que ambas fórmulas están funcionando, unidas, por supuesto, a un trabajo sin descanso, todos los días y a todas horas. Estamos esforzándonos mucho y afortunadamente ya comenzamos a notar la recompensa.

PM: ¿Cómo es el día a día de una joven editora? LLM: Corto. El día es tremendamente corto. La mayoría de los días cuando me quiero dar cuenta llevo 14 o 15 horas trabajando. Son tantas las cosas que quiero hacer que pierdo completamente la noción del tiempo. La parte positiva es que es un trabajo que me apasiona.

Desde el principio teníamos claras dos premisas diferenciadoras: ofrecer literatura multilingüe desde La Mancha y establecer unos precios de venta justos

PM: ¿El mundo editorial es competitivo o hay buen ambiente entre distintas editoriales? LLM: En general tengo bastante buena relación con todos los editores que he conocido, incluso con algunos he llegado a crear lazos de amistad y nos echamos una mano siempre que podemos. Ellos, como yo, son conscientes de la amplitud del mercado y de que no existe competencia entre nosotros. También hemos levantado alguna ampolla pero procuro no darle importancia, supongo que es normal.

PM: ¿Qué es lo más difícil de tu trabajo? LLM: No es fácil ser editora, mujer y joven, y conseguir que te respeten. Tienes que estar continuamente demostrando tu valía y mostrando tu bagaje. No tengo un apellido que me avale, pero sí mi trabajo, y gracias a él, al apoyo de mi socio y de mi familia estoy empezando a conseguir cosas que jamás pensé que podría lograr.

PM: El mundo de la cultura está viéndose resentido sobre todo desde hace unos años, ¿cómo se está notando esto en el mundo editorial? LLM: Como Lastura nació en plena crisis lo cierto es que nosotros no hemos notado grandes cambios. Supongo que no será así en otras editoriales de mayor tamaño y trayectoria.

PM: ¿Puedes contarnos un adelanto de lo que serán vuestras novedades de este año? LLM: Seguiremos publicando bastante poesía. Esta semana han visto la luz tres nuevos títulos: Sátiras feministas de Stella Manaut, A contraluz de embargo de Graciela Zárate y Calendarios dispares y otros poemas de Juan José Alcolea y Ana Garrido. En breve tendremos también en nuestras manos los poemarios de Fernando Sarría, Begoña Montes, Alberto Caride y Laura Gómez Recas. En la colección de narrativa tenemos preparados títulos de Silvia Cuevas Morales, Vicente Araguas, Xavier Frías y Àngels Antiga, estos dos últimos en catalán. También seguiremos apostando por el gallego y el portugués, impulsaremos la colección O Roibén con poetas como Montserrat Villar 23


y llevaremos a cabo proyectos muy interesantes en el país vecino. Y por supuesto no dejaremos de lado nuestras colecciones de teatro y de LIJ, donde nacerán nuevos e interesantes títulos sobre todo de cara al otoño. A lo largo de este año también continuaremos con la promoción de otros títulos que vieron la luz en 2013. En fin, tenemos muchísimo trabajo por delante y muchas ilusiones puestas en este 2014.

PM: Una ronda de preguntas rápidas: . ¿Primer libro que recuerdas que leíste? LLM: No sé si fue el primero, pero de mi infancia recuerdo con cariño Marcelo Crecepelos de Fernando Almena. También era una adicta a las colecciones de “Pesadillas” y “El pequeño vampiro”. Luego llegaron Momo, La historia interminable… y el

resto de clásicos. Lo que sí recuerdo a la perfección es el primer poema que me aprendí. De camino a la guardería mi madre siempre me entretenía recitándome “Margarita, está linda la mar” de Rubén Darío y debía tener poco más de dos años cuando ya lo recitaba de memoria… creo que no se me olvidará en la vida.

. ¿Alguno de tus escritores favoritos? LLM: En lo literario son muchos y lo cierto es que bastante recurrentes, en esto supongo que no soy muy original: Saramago, Orwell, Brontë, Tabucchi, Capote, Pizarnik… Si he de decantarme por algún contemporáneo no me voy muy lejos, me quedo con el novelista Eduardo Mendicutti y la poeta Elvira Daudet. Como periodista sí que soy bastante “friki” con los clásicos de la comunicación 24


Entrevista social y el Periodismo: Lippmann, Noelle-Neumann o Kapuściński son fijos en mi mesilla de noche. . ¿Café o té? LLM: Café, con más leche que café, en vaso, con la leche fría y con sacarina. Soy la pesadilla de los camareros. . Poesía, relato, ensayo, teatro, novela… ¿podrías elegir tu favorito? LLM: ¡Qué difícil! Supongo que cada género tiene su momento. Últimamente la falta de tiempo me lleva más a la poesía y al relato pero estoy deseando “hincarle el diente” a un par de novelas que tengo pendientes.

. ¿Estación del año preferida? LLM: Invierno . Un lugar para vivir. LLM: Madrid, pese a todo.

(Si queréis contactar con Lastura, podéis hacerlo a través de su web: http://www.lastura .org o escribiéndoles a info@lastura.org)

Redacción: Beatriz Ibán Diezhandino

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El bosque de antenas

Para Beatriz Ibán, entrañable distancia.

Apágame los ojos: puedo verte; Rainer María Rilke

nrique y Pedro nacieron en el mismo pueblo, un municipio dormido bajo el peñascal de Gredos, en el cauce bajo del Alberche. Pronto compartieron la monotonía del invierno castellano, el frío pupitre de una escuela y el tedio interminable de los calendarios que ellos anulaban alumbrando senderos frente a la torre antigua de musgo y granito de la Tripa de Ituero. La altura culmina una agreste ladera, cuajada de juncales y piornos.

E

Su vida discurrió uniforme y gris. Al reclamo del sueño cada noche fue larga, daba paso a una conspiración de ruidos y sombras habitadas. Casi nunca encontraron en aquel primer tramo de existencia esos tonos felices de mágica acuarela que la literatura incluye en toda infancia. Como un trasto viejo, fue su niñez futuro agazapado, la sorpresa prevista, un deambular asiduo por calles solitarias, aledaños del templo parroquial y sendas silvestres. Caminaban entre vides adustas y resecas, colindantes con un extenso mar de campos de cultivos. Rellenaron también domingos luminosos de misa perdida, jugando al fútbol en la mullida arena de los pinos, o persiguiendo, con insondable afán, insectos, lagartijas sin rabo de antiguas cacerías, pájaros, renacuajos y otros esquilmados ejemplares de una fauna desprevenida.

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De vez en cuando formaban parte del equipo local que regresaba de otros pueblos con una buena tunda de goles a las espaldas. Eran partidos que fortalecían la paciencia del perdedor y el sentido épico, comentando la miopía del árbitro o las malas artes de la defensa contraria, como daban pruebas la hinchazón desmedida de un tobillo o algún desgarro en el pantalón. A oscuras escalaron los desvelos de una pubertad desconcertante, poblando aquel trayecto de afectuosas estaciones y una amistad creciente como la luna grande del verano. No toleraban otras compañías; silencios y palabras se alternaban en una travesía de descubrimientos que les llevaba hasta la umbría de la pinada. El recurso predilecto para pasar las horas era empuñar un lápiz y aventurar algún boceto del paisaje natural. Apreciaban la plástica. Las anotaciones capturaban mensajes coloristas, no tenían un desarrollo temporal concreto ni eran testigos de un paisaje real; a veces ganaba la verosimilitud de lo imaginario y los bocetos hablaban de otro pueblo y de otras gentes. Al regreso perdían los dibujos en cualquier lindero o los transformaban con habilidad en frágiles barcos, llamados al naufragio en charcas cenagosas. Cuando iniciaron el bachillerato, aparcó ante sus ojos la ciudad, un paisaje convulso y novedoso que prometía un futuro estimable y atractivo. La capital está cerca, apenas veinticinco kilómetros la separan del pueblo pero el ambiente es otro y otra la orografía de rincones de la zona monumental. Ávila es un núcleo cerrado en torno a la muralla que libera las construcciones más recientes en una periferia de cemento, cristal y ladrillo que se confunde con las afueras de cualquier población urbana. Pero la ciudad interior es singular: lo es el sosiego porticado del Mercado Grande y las formas románicas de San Pedro con la pupila gigante del rosetón, los contrafuertes y el ábside; el itinerario amurallado del Rastro dando acogida al palacio arzobispal y esa subida a la muralla para contemplar la abierta explanada del Valle Amblés y el indeciso paso de las estaciones con su peculiar vestimenta vegetal. Otro itinerario prolongaba pasos por el parque de San Antonio, sobre todo cuando el viento descargaba los erizos de los plátanos silvestres o el sol desaparecía con abstraída levedad. Fueron años de internado en Santo Tomás, un monasterio hospitalario que acogía la residencia de estudiantes, pequeñas tierras de labranza, zonas deportivas y edificios históricos. Los altos muros pétreos alojan un espacio claustral de recogimiento y magia, donde es bueno sentarse cuando cae la tarde y el crepúsculo llama a un silencio que habla con rumor de otro tiempo, como si los objetos acumulados en el museo oriental –cruces nacaradas, jarrones, astrolabios, esculturas de marfil, sedas, abalorios…- cobraran vida y hablaran de lejanas misiones o del lejano exotismo de sus lugares de origen. Uno tras otro, como frutos en sazón, se acumularon los años del bachillerato, entre evaluaciones, solidarias promociones de estudiantes que nunca desaparecían del todo, una plantilla de profesores que apenas se renovaba en cada curso escolar y una concisa galería de recuerdos, que se imponía a lo transitorio y se hacía sitio en algún rincón de la memoria para alumbrar de nuevo, cuando algún fin de semana regresaban al pueblo y una vez más ascendían hasta la vanidad de la Tripa de Ituero, o se sentaban en el dintel de la ermita. En los meses de estío las lecturas con palabras cercanas les permitían ensanchar sus vidas. Envidiaban la sabiduría doméstica y el pragmatismo de Robinson Crusoe, el aliento trágico

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de los personajes de Dostoievski, y soltaban estruendosas carcajadas cuando releían algunos capítulos protagonizados por un caballero de triste figura y rústico escudero empeñado en una torpeza cómplice para hacer un mundo más habitable. También la poesía liberaba sentimientos y ahondaba los sentidos; era obligatorio aprendizaje los primeros poemas de Pablo Neruda o Blas de Otero. Después se sumergían en la transparencia del arroyo y miraban con los mismos ojos porque la amistad es esa confianza de prestar nuestra imagen a otro espejo, tomar sorbos de agua fría o construir un horizonte donde depositar ilusiones y confidencias. Se sentían dos mitades de un todo. Era el último tramo del plan de estudios. Abundaban las meditaciones y los diálogos llenos de interrogaciones sobre la partida a Salamanca, destino natural de la mayoría de los bachilleres, o sobre la inevitable marcha a alguna universidad lejana para los que eligieran una formación más específica Dos o tres veces viajaron a la ciudad salmantina, admiraron la arquitectura de su plaza mayor y se perdieron por la amplias naves de la catedral vieja y escucharon los nombres de Fray Luis de León, San Juan de la Cruz o Miguel de Unamuno que los convocaban a un próximo futuro de lecturas y versos. Entonces llegó Beatriz. Tenía largo pelo y un cuerpo delgado; tenía una amplia frente, ojos de miel y una boca roja y fresca, bajo una nariz recta, de estatuaria clásica. Sus labios parecían condenados a sonrisa perpetua y obligaban a contemplar el grana de sus labios sin urgencia. Enrique y Pedro se convirtieron en aprendices. Descubrieron en aquella cara el más preciso molde de lo bello y lo deletrearon hasta la extenuación, hasta conocerlo con la minuciosa precisión del orfebre. Los ojos de Beatriz despedían un fulgor que imantaba y eran el ideal salvoconducto que abría cualquier puerta de par en par. Los muchachos franquearon sus puertas de inmediato. Fueron días felices. Era asunto secundario que llenaran sus horas tomando apuntes sin sentido en las aulas, aclamando con júbilo a un cantautor en el discreto ámbito de un pub, o lanzando consignas en la calle, reclamando el estado perfecto de la imaginación al poder. A veces bostezaban, también por triplicado en los ocasos de los arrabales, en la sesión continua de los cines en los barrios antiguos y entre las avenidas flanqueadas de semáforos grises. Iban coleccionando esas historias que, al cabo de los años, se restauran con mucho maquillaje, e incluso se reescriben, prácticas y efectistas, para argumentar con seria inquina frente al tiempo presente. Eran tres y eran dos, porque las matemáticas no es esa asignatura de la exactitud que proclaman los dogmáticos. Eran Enrique y Pedro. Eran Beatriz y Pedro. Eran Beatriz y Enrique, combinatorias múltiples de un tiempo que iba culminando en una duplicidad de afectos limpios, aireados al viento de los días. Juntos vieron exposiciones celtas y las esculturas de Martín Chirino y las acuarelas de Kandinsky y el lenguaje sonoro de la música de Chopin, Liszt o Beethoven. Entonces sucedió lo inexplicable. Silencios, gestos hoscos, vigilias, miradas de ojos bajos... Enrique y Pedro contemplaban, perplejos, como su confortable habitáculo para dos amenazaba ruina. Y Beatriz, cada vez más lejana, sumergida en un terco mutismo.

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Un invierno feroz colgó de los cristales despojos de una mala postal. El cielo se hizo lluvia interminable, puso un charol brillante sobre las avenidas y desnudó las ramas de los chopos, dejándolas inermes, tumefactas. Beatriz musitó, casi en silencio: "Me voy, Enrique...". Y éste permaneció absorto en el cristal. Vagaba en los tejados. Contemplaba tejas llenas de musgo y un prolífico bosque de antenas donde, convaleciente, un sol de invierno prodigaba destellos. Se imaginó un ejército vencido, una imperfecta formación de picas, viajando hacia el exilio, un cuadro de los perdedores que algún pintor figurativo hubiera dibujado sobre las azoteas. “Me voy, Enrique" y el mínimo siseo había cancelado por ensalmo el fulgor en los ojos y se dispersaba, exhausto, por el aire maltrecho de aquel cuarto, como si hubiera recorrido una larga distancia. Enrique se recrea en el mundo de fuera. No sabe si ha callado o responde. Imagina, tal vez, que el paisaje herrumbroso que cuelga en los cristales parece un barco anclado siempre en los mismos días. Querría preguntar "Dónde", pero su voz no obedece y sólo mira a Pedro que recoge sus cosas, con el temblor de manos del culpable. Calcula, con precisión estúpida, el enorme volumen de la maleta negra que vorazmente engulle libros, discos, ropa, ceniceros, recortes de prensa amarillentos. "Me llevo los cartones... he dejado aquel póster de París, el que compramos juntos, bajo la Torre Eiffel". Y asiente Enrique y recomienda: "No olvides tu paleta y los pinceles, y recoge los botes; realmente…". Pronuncia las palabras con una exasperante parsimonia. Agradece Pedro que no grite, que no pregunte, que no diga nada. No hay respuestas. Beatriz tose, fuma y tose, fuma y se queja del tabaco asqueroso que dejará algún día. Luego arroja el cigarrillo sobre el cenicero. Y un instante después enciende otro y sacude con grandes aspavientos la ondulante ascensión del humo. Recuerda Enrique como Beatriz estalló en un llanto convulso y acudió hasta su abrazo con avidez de náufrago, dejándole en la lengua un reguero de sal. Y la puerta entreabierta, desembocando en una empinada escalera, con frío pasamanos de metal. Desde el portal, a oscuras, ve como dos siluetas se van difuminando en la distancia bajo el mínimo círculo de un paraguas negro. Gotas de lluvia sobre el cristal reescriben horas de soledad, ocultan con sus grises aquel bosque de antenas, las oxidadas picas que alzó sobre el tejado un paciente pintor. Pero muere el invierno y crecen los años. Nuevas paredes trazan calles y avenidas. Asoma en la ventana una fronda de amable primavera. Enrique se examina ante el espejo, ve su cara curtida, sus días del pasado salpicados de olvido. Sus facciones se ocultan por la poblada barba; hoy es sábado y nada le reclama. Las vacaciones son merecidas, las primeras después de tantos años de denodado esfuerzo. Enrique despliega, con gesto aburrido, el diario local: "...en la galería Maresme, la exposición pictórica de Pedro Ceba, tras unos años de estancia en Italia. Vuelve el artista, precedido de un clamoroso éxito de crítica y venta. Sus cuadros cuelgan en las más prestigiosas galerías de arte contemporáneo. Su ciudad natal, con legítimo orgullo, ofrecerá, hoy a las veinte horas, al matrimonio Ceba una multitudinaria recepción. La fotografía muestra su reciente exposición en Venecia...".

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Vuelven. Cruza el parque con una placidez desconocida, con un ánimo nuevo. Hasta parece lógico pensar que todos estos años no han sido sino humo, un forzoso paréntesis, una liviana espera. Vuelve Beatriz con el fulgor extinto de sus ojos que disimula el blanco y negro de la fotografía del diario. Consume impaciencia, recorriendo el pasado por la ciudad de siempre. El recuerdo envejece las paredes del cine de verano, los desconchones de las tapias del colegio, la calle interminable que todavía vigila la ventana del ático y los tejados de picas. La Galería Maresme se ubica en la parte nueva de la ciudad. Es un local aséptico, de fachada neoclásica y grandes ventanales. En la puerta se amontona la gente. Aguarda. Un murmullo continuo va revelando datos sobre el pintor hasta convertirlo en un personaje casi íntimo y familiar. Muchos datos proceden de una señora gorda que habla con timbre agudo y que se abanica con el catálogo de la exposición. De cuando en cuando, lo hojea febrilmente. Luego sigue: "y resulta elogioso que nuestra ciudad sea su permanente musa, sus plazas y sus calles, sus tejados infectados de antenas". Por fin, accede al interior de la Galería. Esta vez es un uniformado conserje quien corta el paso: "Su invitación, por favor". Titubea un instante; palpa los bolsillos, consternado. Un gesto inútil, no tiene invitación. “Por favor ", repite con un gesto de infinita paciencia. " No la encuentro, debo haberla dejado en algún sitio". El paciente bedel se atrinchera impertérrito en sus funciones: "Bueno, no importa, dígame su nombre, y comprobaré su inclusión en la lista de invitados". Habla en voz baja: "Enrique, Enrique Mesa…". Un ligero temblor, ansiedad e impaciencia. “Verá. Seguramente no estoy. Me encuentro aquí porque tengo que estar. Debo estar, quiero estar...”. El conserje parece divertirse, gesticula, cierra un poco los ojos. Después, mira serio y teatral y en un instante exclama: "Pase, usted sabrá... pero procure que la próxima vez le inviten los demás". El asunto no tiene vuelta de hoja: "Claro, claro". A esa hora el local es un marasmo de voces, un sincronizado ejercicio de baile, con diminutos tiempos de observación ante los cuadros. El sonido de fondo acrecienta, si cabe, mis latidos. Imaginaba un espacio vacío, una larga distancia desde donde acudir a los brazos de Beatriz, despaciosamente. La galería deja asomarse a los cuadros. Hay retratos, resquicios del paisaje del ático, incluso Enrique se reconoce en algún interior, entre otros rostros. Inicia el recorrido ante los cuadros y encuentra a Beatriz. No se ha sorprendido. Observa desde hace rato. "Sabía que vendrías", dice. Está delgada. El silencio atenaza los labios. Después, un abrazo interminable, que apaga los murmullos de la sala y aparta las pupilas de los cuadros. Beatriz tiene los mismos ojos: sus labios saben a sal porque está llorando. Todos miran. El grupo cercano abre una angosta brecha por donde aparece Pedro Ceba, el pintor, más viejo, más alto, elegante con su impecable traje gris. Él también sabía que vendría y calla. Luego se aparta y permanece de espaldas ante los ventanales de la Galería y contempla la lluvia que, misteriosamente, ha empezado a caer, primero con un fragor suave y luego con firmeza. La mujer se acerca a Pedro. Le deja en la mejilla un beso desangelado como si fuera el único rastro de lo vivido, la línea divisoria con el pasado. Mientras dice: "Nos vamos". Salen abrazados Enrique y Beatriz, silenciosos, autómatas. Tantos días de ausencia fueron sólo una excusa para empezar de nuevo. Buscan una estación de cercanías. José Luis Morante 30


El coleccionista de juguetes

Dedicado a Félix García Sesma, maquinista de mercancías y coleccionista de juguetes.

C

amina hacia la estación con la mirada perdida y las manos escondidas dentro de los deshilachados bolsillos de una gabardina gris. Las pisadas automáticas, los pasos programados de quien ha recorrido este vestíbulo una y mil veces. Sus manos acarician el interior de los bolsillos y juguetean con sus queridos amuletos. Al llegar al andén se parapeta con indiferencia tras una de las columnas del tejadillo para evitar encontrarse con sus antiguos compañeros. De soslayo observa a algunos ferroviarios trabajando entre los cuatro o cinco viajeros que pueblan un andén frío de mañana de invierno. El tren llega puntual a su estacionamiento y sube en el último coche justo antes de emprender la marcha. Es el único pasajero de su vagón y sabe que el interventor no pasará a pedirle su carnet. Nunca lo hacen. Como siempre se entretiene comprobando los desperfectos de la unidad: algunos butacones con agujeros en el tapizado, los ceniceros inutilizados con un cordón de soldadura, las juntas de las ventanas despedazadas aquí y allá... Se pregunta por milésima vez cuando darán de baja estos automotores tan viejos y si su rutina de jubilado resistirá el viaje en uno de esas nuevas unidades tan modernas y tan vacías de historia. Mientras tanto el paisaje vuela a través del vidrio aunque no le concede ninguna atención. Los amuletos siguen bailando entre sus manos durante el breve trayecto e incluso se permite cabecear un par de veces antes de escuchar el anuncio de la próxima parada. El tren comienza a reducir su marcha al llegar a la estación y se estaciona en el andén principal. Espera un minuto antes de apearse con calma y rodear la salida principal de viajeros. Cruza el aparcamiento de empleados y callejea un par de minutos antes de salir a la calle peatonal. Las persianas de los establecimientos son testigos mudos de su paseo y tan sólo los trasnochados clientes de alguna cafetería rompen el gélido silencio de un domingo cualquiera. Sin prisa llega a la plaza y recorre un tramo de los soportales antes de llegar a los puestos. Allí un leve movimiento de cabeza es el tácito saludo entre buhoneros. Apenas tres mesas de castigada madera muestran la mercancía del día, amontonada sin demasiado interés. Aun así, el ojo entrenado distingue con inmediatez el tesoro y sin premura alguna se acerca 31


hasta la tercera mesa. Los socios se hacen a un lado fingiendo charlar mientras dejan espacio para que el coleccionista realice su ritual. Antes de tocar el juguete, las manos ya han abandonado su guarida y se preparan para su cometido. La mano diestra sujeta una pequeña linterna que ayuda al coleccionista a evaluar el estado del coche de bomberos. Cubierto de un rojo mate, el vehículo no parece presentar restos de óxido. Además, y con un esbozo de sonrisa en la comisura, ya que no es habitual, comprueba que el interior también está en perfecto estado. El salpicadero consta de todos los detalles y, lo que es más importante, el tapizado de los asientos parece haber perdurado milagrosamente. En su mano izquierda, la navaja suiza está abierta y con ayuda de la cabeza de un destornillador de estrella examina los bajos del coche así como el mecanismo de las ruedas. Es una auténtica preciosidad. El foco delantero colgando de su muelle merece una última inspección antes de valorar el desembolso. El destornillador deambula dentro del hueco del faro con delicadeza hasta que el coleccionista se siente satisfecho. Los amuletos vuelven a su refugio y la mano derecha se dirige presta al bolsillo interior de la gabardina. Tres billetes caen sobre la mesa en el lugar que antes ocupaba el coche de bomberos y es motivo suficiente para que el más anciano de los buhoneros se acerque y le ofrezca una bolsa de plástico al coleccionista. Tras envolver el vehículo y despedirse con otro leve cabeceo, el coleccionista se entretiene un segundo en una niña que corretea por el medio de la plaza, ajena a los soportales. No tendrá más de tres años y enseguida aparece en escena una mujer morena que la aúpa para llevársela lejos de la mirada del coleccionista, quien recobra el ánimo para alejarse de los puestos y abandonar la plaza con la bolsa bajo el brazo. El camino de regreso a la estación es amenizado por los quiosqueros que exhiben su mercancía junto a los escaparates en tanto que desatan los fardos de prensa del día. La ciudad se despereza poco a poco mientras el coleccionista espolea su paso para pasar desapercibido ante el nacimiento de una nueva jornada. Con cortas y rápidas zancadas vuelve a callejear para esperar en una esquina del aparcamiento de la estación los diez minutos de rigor. Sus manos gastan el tiempo manoseando los viejos amuletos en tanto observa cómo la mañana cobra vida en el brillo metálico de las vías. Bajo un cielo abierto, el tren llega al apeadero dejando atrás una a una la hilera de farolas durmientes. Con la experiencia de los años en el oficio el coleccionista rodea la cabina de la unidad y cruza las vías para acceder al andén. El balasto rechina bajo sus zapatos trayéndole recuerdos de otros tiempos. Esos recuerdos ya han sido apartados de su mente cuando el coleccionista sube al primer coche del automotor y se sienta al final del mismo. Las puertas se cierran y el tren reanuda su marcha en el tiempo establecido para ello. La bolsa descansa en su regazo y a través del cristal su mirada se pierde entre las agujas de las vías secundarias. El interventor abandona la cabina de conducción para comenzar su labor y saluda con discreción a su antiguo compañero antes de comenzar su rutinaria patrulla. La ventana proyecta las habituales imágenes de paisaje en 32


movimiento y el viaje continúa sin más contratiempos salvo un insustancial bufido del interventor en su regreso a la cabina de la unidad. Por fin el automotor llega a la estación y en esta ocasión ya está de pie junto a la puerta para apearse con prisa y dirigirse hacia la salida sin mirar a nada ni a nadie. Una vez fuera de la estación, acomoda el paso y se desvía hacia los edificios colindantes. El paseo es breve hasta llegar a su domicilio de toda la vida. No encuentra a ningún vecino en su ascenso hasta el segundo izquierda y una vez dentro de su piso cuelga la gabardina en el perchero de la entrada para, con los amuletos en una mano y la bolsa en la otra dirigirse hacia el salón. Con todas las persianas casi bajadas por completo, las sombras se hacen fuertes en el minúsculo pasillo antes de llegar a una mesa de comedor repleta de ferretería y papeles revueltos. Los minutos pasan rápidos mientras el coleccionista trabaja inclinado sobre su mesa de trabajo y sus dedos se mueven con precisión y calma sobre el coche de bomberos. Haciendo uso de su navaja suiza y con ayuda de la pequeña linterna, consigue desmontar el capó del vehículo sin dañarlo siquiera. Rebusca entre los tornillos, arandelas y tuercas hasta encontrar un pequeño muelle de las dimensiones apropiadas. Manos entrenadas por el tiempo y la práctica consiguen sustituir la frágil pieza de metal para poder encajar el foco en su posición original. Una vez concluido el trabajo el coleccionista repasa con un paño húmedo cada centímetro del coche para eliminar cualquier rastro de polvo u otros residuos hasta dejarlo reluciente. Terminada su tarea se dirige a una alacena del salón de donde recoge una lata de conservas y con ella en la mano se acomoda en el desvencijado sillón situado frente a una apagada televisión de otros tiempos. Sobre la mesilla de madera descansa una bandeja con restos de comidas anteriores: algún cubierto usado, un plato con los bordes manchados de comida, un paquete de pan de molde tumbado y abierto, y una botella de agua de dos litros a medio llenar. La anilla de metal salta entre los dedos del coleccionista y con un desagradable murmullo destapa el plato del día. Las albóndigas descienden en tropel sobre la cerámica tatuada con mil sabores y conforman una montaña de rocas de carne fría. Con ayuda del pan de plástico y un tenedor rescatado de entre sus compañeros, el coleccionista come hasta terminar con su ración. Al finalizar su refrigerio, da cuenta de la botella de agua y elimina cualquier rastro de salsa de su boca, pasándose una servilleta por los labios repetidas veces mientras siente cómo el sueño le amenaza. Se recompone con un repentino espasmo que derriba la lata vacía sobre el suelo de piedra y el sonido reverbera por todo el mortecino salón sin un agujero por el cual escapar. Tras recoger el envase y dejarlo sobre la bandeja se dirige al cuarto de aseo donde se ayuda del agua helada para despejar su cabeza, domando sus cenicientos cabellos hacía atrás con ayuda de un peine negro de bolsillo. La pastilla de jabón baila de una mano a otra hasta quedar inerte sobre el amarillento lavabo donde es testigo de los esfuerzos del coleccionista por conseguir una imagen limpia y aseada. Después de lavarse los dientes y hacer aguas menores sale del cuarto de baño para recoger su gabardina del perchero y disponerse a abandonar su domicilio.

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Menos mal que antes de cruzar la puerta cae en la cuenta y regresa al salón para recoger la bolsa y envolver con ella el coche de bomberos. Los amuletos vuelven a los bolsillos de la gabardina y con el juguete bajo el brazo ahora sí que abandona su piso. Baja los escalones como un fantasma y sale del portal para sentir el frío del mediodía sobre su cara recién lavada. Sus pasos son ahora más rápidos y sus dedos se mueven con mayor ligereza dentro de su escondite. En su ciudad de nacimiento todas las distancias son cortas así que no tarda mucho en llegar hasta la residencia privada. Mientras se acerca hasta la escalinata de entrada, un hálito de esperanza le embriaga de improviso pero como siempre. Sube los nueve escalones con energía renovada y saluda con cierta efusividad al personal de recepción que le devuelven sendas sonrisas huecas y miradas de lástima sin disimular. Utiliza las escaleras interiores para subir hasta la segunda planta donde un silencio sepulcral inunda los blancos pasillos sin enfermeras ni acompañantes. Allí sus pasos le conducen hasta la habitación 203 pero antes de entrar se queda un momento frente a la puerta cerrada para musitar su inocente letanía. Como todos los días. Pasados unos segundos entra en la habitación con la más sincera de las sonrisas. Sobre la cama los cables y viales dibujan extrañas formas alrededor de la chiquilla. Es una cría muy joven y la mascarilla de oxígeno cubre la mayor parte de su rostro permitiendo apreciar sus ojos cerrados y enmarcados por una melena rubia y lacia. Los aparatos que la mantienen agarrada a la vida sin vida emiten agudos e intermitentes sonidos metálicos y en una esquina la bomba de oxígeno suplanta la función de sus pulmones con profundos y artificiales resoplidos. El coleccionista permanece unos minutos en silencio contemplando a la niña. Al cabo de lo que parece un siglo extrae el coche de bomberos de la bolsa y se dirige a la ventana de la habitación. Desde allí busca el lugar adecuado. Todas y cada una de las paredes de la habitación rebosan de estanterías de diferentes materiales y formas, y todas y cada una de ellas están repletas de juguetes antiguos. Los hay de todas las formas y colores. De todos los tamaños y funciones. Desde una marioneta de una princesa con expresión soñadora hasta un bondadoso osito de peluche con pijama y orinal. Hay un cohete de metal pintado de amarillo con el morro colorado y una gran pelota de goma con los colores del arco iris. Hay también un globo terráqueo luminoso que parpadea a su antojo y hasta una muñeca de trapo con la cara llena de pecas. En tanto los artilugios medicinales siguen repicando su eterno soniquete, el coleccionista se dirige a una de las baldas para depositar allí con sumo cuidado el flamante coche de juguete junto a una foto de familia en la que aparece él con algunos años menos abrazado a una mujer que sonríe con su bebé en los brazos. El coleccionista se toma su tiempo para dibujar la más falsa de las sonrisas y retorna junto a la ventana para tomar asiento a un costado de la cama. Así, con voz forzada, comienza a inventar un cuento para su hija mientras las manos manosean con profunda desesperación sus amuletos, escondidos en el fondo de los bolsillos de la gabardina. Con ellos el coleccionista se siente capaz de repararlo todo. Alberto R. Polanco 34


Relojes de Arena

N

iña y madre caminaban muy rápido por la acera porque la pequeña, que había llegado a cumplir los esperados cuatro años, trataba de correr de tanto entusiasmo que sentía.

—Espera, cariño. Hay que mirar a ambos lados antes de cruzar la calle —la paró su madre, pero con voz que escondía una risa. La pequeña no vio el carruaje propulsado por aire que pasaba en la calle, si no la relojería de la acera del frente, a la que iba tan ansiosamente. Apenas su madre dejó de hacer fuerza para que no caminara, la niña salió disparada a la calle empedrada y, de ella, hasta la puerta de la relojería. «Cu-cu… Cu-cu», se oyó cuando la niña abrió intempestivamente la puerta. El afable relojero estaba atendiendo a un joven interesado en un alto mueble con péndulo. —… Entonces, se va a concentrar en el recorrido de la relación de esas dos personas, desde el puro principio hasta… —¡Hola, don Gafas! —le interrumpió la pequeña, sin importarle el cliente y abrazando con fuerza el costado del anciano. Éste se rio con la sorpresiva llegada y se acuclilló con alguna dificultad para darle un abrazo, soltarla y preguntarle mientras le tocaba con un dedo su naricita. —Hola, doña damita, ¿cómo estás hoy? —¡Tengo cuatro! —gritó ella, y le enseñó sus años con los deditos de ambas manos a centímetros del rostro. El relojero se sonrió, la alzó en brazos y le hizo un ademán a su sobrina y dependienta para que se hiciera cargo del otro cliente, antes de darle los buenos días a la madre de la niña. —Siento llegar antes de la cita —decía ella. —No se preocupe, ¡yo también me emociono con los cuatro años! Vengan, ya lo tengo listo. —y, con la niña dando fuertes aplausos y risas, fueron hacia la trastienda. 35


Ahí había una larga mesa de madera, sobre la cual descansaban varios relojes. Los cucú, que servían como recordatorios de rutinas; los de péndulo, que se centraban en la historia de una relación; los cronómetros, que eran los responsables de seguir los acontecimientos en retrospectiva; los relojes de luz lunar y solar, que predecían y almacenaban la información climática, etc. Todos eran hermosos, en sus diferentes tamaños, formas, de metal o madera, y siempre circulares. Pero el más importante de todos estaba al fondo de la estancia. Era aún más alto que la relojería y estaba justo en el centro de la pared, literalmente, pues su mitad posterior se encontraba en la calle y era muy común que hubiera un corro de gente ahí, para hacer uso del reloj de arena del pueblo. —¡Ahí está! —gritó la niña al verle, consiguió bajarse de los brazos de don Gafas y corrió hacia el reloj de arena. Solo se podía ver la mitad inferior del mismo y, al otro lado del cristal, una pareja en la acera tenían las manos puestas en el reloj, sonriendo. La arena que caía era tan ínfima, que había que hacer un gran esfuerzo para percibirla. La niña no lo podía hacer, porque era muy pequeña y frente a sus ojos solo se veía el montón de arena. Pero estaba bien, la arena siempre había sido lo que le llamaba más la atención del gran reloj. Era muy extraña. Límpida, blanca, brillante… Pero cuando se acercaba y miraba más y más específicamente, hasta fijarse en solo un granito, se daba cuenta de que realmente no era blanca. Ninguno de los granos era igual, y nunca se le podía ver su color real hasta que se veía solo uno. La niña estaba mirando la arena blanca, concentrándose en poder ver granitos de colores, mientras el relojero le daba una cajita de madera a la madre. Ella sacó de la misma un pequeño reloj de arena con adornos y cadena de oro, pero totalmente vacío. Ella se acercó a su hija para ponérselo, como sorpresa, en el cuello. Pero la pequeña solo lo miró con algo de interés. No tanto como el que le puso al relojero cuando lo vio en el escalón que, por un sistema de poleas, empezó a subir al hombre hacia el techo, en donde había una trampilla. —¿¡Puedo ir, puedo ir!? —gritaba la niña al relojero, corriendo frente al escalón, y viendo hacia arriba, donde él abría la trampilla, hacía caer una escalera de madera hasta la base del escalón donde estaba, y subía al techo. Su rostro volvió a aparecer desde el hueco de la trampilla, mirando sonriente a la pequeña. —Claro que sí, los de cuatro siempre suben —exclamó, y metió las manos con el fin de hacer caer el escalón hasta el suelo, y dar vueltas a las poleas para que sus mecanismos volvieran a bajar también. Mientras la niña brincaba y gritaba de emoción, la madre enganchó de nuevo el escalón a las poleas, se subieron en él y le pidió que le diera la mano y se quedara quieta mientras subían. El relojero les dio la mano cuando llegaron al techo, con toda caballerosidad, y luego les presentó con un gesto de manos y tono de voz entusiasta: —¡El reloj del pueblo!

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La niña aplaudió, mirando hacia la parte superior del reloj de arena. La madre se sonrió, y le abrazó antes de comentar: —¡A que es precioso! —¡Brilla mucho! —contestó ella. Cogió la mano de su madre y corrió hacia el vidrio. Miraba la arena con embeleso y, cuando descubrió que sus granos también eran blancos, tuvo que preguntar—: ¿Por qué no tiene colores? —Es usted muy observadora, doña damita —dijo el relojero, que las miraba desde una escalera curva y dorada, con barandal y pegada a un lado del reloj—. Es blanca porque es arena que no ha vivido. La tuya va a brillar tanto como ésa y, cuando la hagas vivir, tendrá colores y memorias para poder bajar. A pesar de que solo tenía cuatro años, la niña entendió. Todos en ese pueblo entienden, desde muy pequeños, qué hacen los relojes de arena y, sobre todo, los granos en ellos. —¿Y mi arena? —acusó la niña, enseñándole el pequeño reloj que tenía al cuello. Él le pidió que se acercara con una mano, y la pequeña lo hizo. —¿Quieres ayudarme a sacarla del reloj? ¡Por supuesto que la niña quería! El relojero le dio una cucharilla de muy largo mango, le tendió la mano para que se la tomara y los dos subieron hasta la cúspide del reloj, seguidos por la madre. Estaban rodeados por un barandal unos centímetros más alto que la niña, y del lado arriba de la calle. Pero la niña no temía, porque su madre y don Gafas estaban ahí, y ella solo miraba hacia la tapa de oro en que estaba subida y caminaba. —¡Soy una enana! —rio. —¡Una enana guapa! —contestó su madre. —¡Sí! Cuando llegaron al centro de la tapa del reloj de arena, se encontraron con un hueco de pocos centímetros. Sin que don Gafas tuviera que decirle algo, la niña entendió que tenía que meter la cucharilla por ese hueco y dar con su arena, más abajo. —¿Qué es eso? —se sorprendió la niña, cuando sintió una corriente de aire caliente justo en el huequito. —Memorias —explicó el relojero. La niña se dio por enterada. Bajó la cucharilla, cogió arena y la sacó lentamente. Ésta se mantuvo dentro, el viento en el hueco no la movió. La niña miró en seguida hacia ella, ¡su arena! Era muy poca, pero ni su sombra hacía que dejara de brillar. —¿Y ahora? —preguntó, temblando de expectación, sin poder dejar de sonreír. —Y ahora —dijo don Gafas, tomando el pequeño reloj de arena que colgaba de su cuello. Lo abrió con presteza— yo meto la arena, —así lo hizo, todo granito cayó en éste—, y el reloj estará terminado… —cerró de nuevo la tapita— ¡Listo! Ella lo miraba, muy fijamente y embelesada. Tanto, que vio como un granito, el primero de ellos y amarillo, cayó a la base inferior.

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—¿¡Cómo sirve!? —gritó la pequeña. —Sólo tómalo con fuerza entre las manos, cierra los ojos y podrás rememorarlo mejor que con la mente… —le explicó su mamá, casi tan emocionada como ella. La niña así lo hizo y pudo sentir, pensar y emocionarse desde el momento en que caminaba de la mano con su madre hasta ese en que rememoró por primera vez. Dejó de tomar con fuerza su reloj de arena y se miró al espejo. Frente a ella estaba su segundo hijo, con sus cuatro años recién cumplidos, peinándose con más energía que tino. —¿Emocionado? —le preguntó ella, tomando el cepillo mientras el niñito giraba sobre el taburete para tomar el reloj de arena de su madre, ese con algo de arena blanca, e incontables granos de colores. —¡Sí! La mujer sonrió y le dio un beso. —No dejes ir ningún detalle, amor. Será el primer recuerdo que tendrás guardado en el reloj. Mariana Esciam

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Relato ganador del I Certamen Literario "Pandora Magazine" Bancos en el parque

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a mujer caminaba por la calle, el taconeo de sus zapatos se oía por toda la barriada, ya no era tan bella como a los veinte, ni tan interesante como a los cuarenta pero a sus cincuenta y tantos aún había hombres que venían a verla. El paseaba asustadizo, como la primera vez que fue, sus ojos arrugados se fijaron de nuevo en ella, siempre era ella, se conocían desde hacía más de treinta años y siempre le empezaba a hablar acobardado. Ponen un precio, él pagó obediente, ella guarda los billetes en una vieja cartera, él no quiere subir aún, prefiere sentarse en el banco del parque, ella lo acompaña. Allí el viejo comienza a hablar, de sus nietos, de sus hijos, de su difunta. Recuerda el día que nació el primero, cuánto lloró Almudena, incluso le enseña algunas fotos, el color sepia lo recorre todo. La vieja Magdalena, escucha atenta, su mano recorre la fina pierna de Ernesto y su mirada se clava en esos ojos llenos de cataratas. Él sigue hablando, no para de hablar de todo y de nada, ella como desde hace años solo escucha, asiente y sonríe, se entristece cuando tiene que hacerlo y suelta una risotada cuando él también lo hace. Hoy no subirán a la habitación, a decir verdad nunca han subido, él ya está vacío ya no tiene nada que expulsar. Se dan dos suaves besos en las mejillas y se despiden, ella vuelve a su esquina y él prosigue su torpe caminar por las viejas calles de la ciudad.

Miguel Rodríguez Bollon

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Segundo ganador del I Certamen Literario "Pandora Magazine" Soñé

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oñé que habían pasado diez años. Tú seguías tan guapo como siempre. Moreno, con esa cara de niño pillo de ojos rasgados, con las mejillas encendidas no por vergüenza sino porque tu piel se sonroja con facilidad, y esa boca… Esa boca que era mi debilidad, enmarcada por esa mandíbula cuadrada tan varonil, tan sexy, tan tuya y que fue tan mía durante un breve tiempo. Como aquella noche de Diciembre en la que jugábamos a darnos besos en la cara y yo deslizaba mis labios sobre ella, muy cerca de tu boca y con el corazón disparado. Pasaron diez años y tú seguías igual de elegante. Con tu americana, tu camisa blanca, un cinturón rodeando esos pantalones de cuadros sutiles y con ese caminar de lobo alfa. Seguías con esa voz tan ruda pero a la vez tan dulce, tan de pueblo, tan manchega y que me volvía tan pero que tan completamente loca. Jamás me hubiera cansado de escucharla porque para mí tu voz era como para Ulises el canto de las sirenas. Con solo escucharte mi corazón golpeaba con fuerza mi pecho, como si quisiera salir a tu encuentro por ser tú el dueño. Porque tu voz era una especie de maldita flauta del Flautista de Hamelín, y tú eras una especie de encantador de serpientes. Porque tu voz, tu maldita preciosa voz, era mi perdición. Pasaron diez años… y todo y nada seguía igual. Cada uno con su vida pero sin habernos olvidado en todo ese tiempo, dejando claro que lo nuestro había sido verdadero. Soñé… pero entonces me desperté. Por un instante creí sentir lo mismo pero luego todo empezó a desvanecerse, empañado por los recuerdos que me hicieron olvidarte. Todo lo que había sentido por ti durante ese breve momento, se esfumó de nuevo y dejó paso al olvido. No al olvido de no acordarme de ti, sino al olvido de no sentirte. Y entonces sentí envidia de aquellos dos enamorados del sueño, de su historia verdadera y de sus corazones revolucionados… Marian Guerrero Juan

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Finalista del I Certamen Literario “Pandora Magazine” La superstición del mujeriego

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a superstición era, junto con su pasión por las mujeres, la única herencia que Quintín había recibido de su familia. Al haberse criado con sus abuelos, y no haber gozado de demasiadas posesiones materiales, parecía que la providencia le había obligado a elegir como legado una cualidad de cada uno de ellos. De su abuelo Néstor, había adquirido el hábito de quedarse embobado con la figura femenina en cualquiera de sus versiones, ya fueran jóvenes o maduritas, altas o bajas, rubias o morenas, gordas o flacas…, daba igual. Todas y cada una de las veces que se cruzaba con una mujer su cuello realizaba un movimiento digno de un contorsionista, con el fin último de deleitarse el mayor tiempo posible con las curvas de la dama objeto de deseo en ese momento. De su abuela, por otro lado, había heredado todas las supersticiones que uno pudiera llegar a acumular. De hecho, cualquier truco que el vidente televisivo de turno ofreciese como remedio, contra el mal que fuese, Quintín lo ponía en práctica. No contento con eso, por añadidura, se prestaba a buscar el significado más retorcido y mágico que los sueños pudieran tener, no fuera a soñar con algo que no interpretara bien y tuviera algún problema. Por eso, aquella mañana, de camino al trabajo, no hacía más que pensar en el sueño que había tenido la noche anterior. Había soñado que se le caía un diente, y eso, según decía su abuela Francisca y corroboraba Paco Porras, significaba que alguien iba a morir. Con el miedo en el cuerpo, intentaba justificarlo de alguna manera. Había visto recientemente la película 1.984, después de años de haber leído tan magnífica novela de George Orwell, y, la escena en que a Winston le arrancan un diente, aún martilleaba en su cabeza. Además, un amigo le había insistido en que se quitara el piercing que, a su edad, todavía adornaba su labio. Acabará por hacerte perder el diente, decía. Igualmente, creía recordar que, en el sueño, despertaba habiendo soñado que perdía la paleta derecha, lo que significaba que era un sueño dentro de otro. ¿Sería esa la versión onírica de la ecuación matemática negativo por negativo igual a positivo? No podía saberlo y, por tanto, no podía quedarse tranquilo. Así, con tales dudas en la cabeza, vislumbró, a través del triángulo que formaba la escalera de un electricista contra la pared de un edificio, las curvas de una apetecible moza. Acercándose cada uno por un lado de la escala, Quintín pudo ver como la lozanía de aquella señorita eclipsaba con su esplendor la luz del día que se filtraba entre los edificios. De esa manera, sin perder detalle alguno del monumento femenino que sus ojos escrutaban, bajó de la acera para esquivar el demoníaco artilugio que el electricista se había obstinado en poner en su camino. Y fue entonces, sólo entonces, cuando el automóvil lo embistió y pudo cumplirse la predicción de que, aquel día, alguien iba a morir. José Antonio García Santos 41


Segundo Finalista del I Certamen Literario "Pandora Magazine" Mi oportunidad

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5:45 y allí seguía sentado, en aquel café que olía a rancio, esperando, hacia una hora que me habían citado, veía caminar a la gente con sus paraguas, apresuradamente bajo la torrencial lluvia, en los cristales, se formaban cataratas por las gotas que contra ellos se agolpaban. Miré mi café, le había dado vueltas y más vueltas, pensando y apenas si lo había probado. Sonó la puerta, observé, nada, entró un caballero envuelto en su gabardina empapada; ¡vaya! tocaba seguir esperando. Entonces rememoré mis recuerdos de una vida pasada, todo brillaba, era libre, reía y disfrutaba. No había problemas, ni preocupaciones, había gente que ya se encargaba de esas cosas, simplemente vivía ajeno a la realidad, en mi mundo, pensando que lo más difícil y los mayores problemas eran aprobar asignaturas y tener novia, ilusionado con tener coche y soñando con un trabajo que me diera mucha pasta y un ático donde vivir a mi aire libremente. Sonreí para mis adentros y una mueca de risa amarga se dibujó en mi cara, cuánto había cambiado el cuento, ahora sabía lo que era la vida, hacerse mayor, ver cómo era de distinta la realidad de lo soñado. Los que habían sido mis mayores problemas, hoy día eran anécdotas. Descubrí que ni eran problemas, ni tenían tanta importancia. Al final comprendí que eran alegrías y penas pasajeras. Pensaba en mi vida gris y anodina… ¡mi vida! volví a sonreír amargamente, recordando la máxima de ¡trabaja para vivir, no vivas para trabajar! y estaba abocado a esta segunda, tenía un trabajo que al fin y al cabo me gustaba, pero que consumía cada minuto de mi vida, apenas si tenía un día o dos al mes para poder hacer algo distinto a mal dormir, trabajar, comer, trabajar, mal dormir. Y encima tenía que estar agradecido, tal y como estaba el mercado y los verdaderos problemas que acechaban a la gente. Intentaba ser positivo, diciéndome a mí mismo, convenciéndome de que podía estar peor; pero… qué carajo, ¡también podía estar mejor! me había convertido en un conformista, en una tabla empujada por el río hacia el mar… como estoy mejor que los demás, estoy bien, ¡vaya farsa! Suspiré, di un trago a mi café, miré mi móvil, 16:30 esta cita era importante, era una oportunidad para cambiar mi vida, una oportunidad para coger un pedacito de mis sueños, para que un rayo de luz iluminase mi apagado día a día. Ya no pensaba en ganar más dinero, ni en lujos, ni comodidades, solo quería algo tan simple como poder tener tiempo, aumentar mi autoestima, poder sacar mi lado más positivo y ayudar a la gente y a mí mismo. Oía la máquina de café echando vapor, el tic tac del reloj de pared y el suave sonido de jazz que ponían en la radio, acabé mi café y me predispuse a coger mi abrigo y mi sombrero cuando de repente sonó la puerta y… allí estaba, había llegado mi oportunidad. Francisco Javier Bravo Minguez 42


Tercer Finalista del I Certamen Literario "Pandora Magazine" Preferiti

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os hombres de rojo, aquellos que eran guardia y custodia de la tradición de la institución a la que representaba caminaban entonando un himno ancestral. Entre ellos, uno, cuyo porte era principesco, pastor de una de la diócesis más importantes del mundo, tenía su pensamiento puesto en otro lugar. Había dejado su casa bien niño por una vocación que poco a poco fue descubriendo. Hijo único, sus padres había visto marchar al fruto de sus entrañas con cierto dolor. Poco a poco se acostumbraron a la soledad. Y él fue escalando puestos en la jerarquía. Siempre por méritos propios. Había sido el alma mater de todo este proceso, la púrpura le llegó en el momento justo, al igual que su designación como pastor de la gran ciudad, una de las mejores del mundo. Su don de gentes y su don de lenguas le hacían el candidato idóneo que salía constantemente en las quinielas de los “preferiti”. Pero él pensaba en su secreto, su gran secreto, aquel que se llevaría a la tumba, una historia de amor fruto de la cual, había nacido una hija. Todo se complicó… él estaba enamorado, ella también. A punto de colgar sus hábitos, al final logró convencerle el hombre de blanco que, hacía unas semanas había anunciado su renuncia al solio pontificio. -“Te necesito. No te vayas, aunque hayas hecho lo que sea, te necesito a mi lado”. Y él se había dejado convencer. Como premio a su servicio, la púrpura le llegó. Su mentor, con el tiempo cambió su vestimenta, de rojo a blanco y le dijo: “Te quiero a mi lado”. Nuevamente abandonó su puesto y fue llamado a la Urbe. A un puesto de confianza. Hacía unos meses le había comunicado su decisión: “Quiero renunciar. No me encuentro bien. Soy viejo”. Sabía que, por su cercanía al solio, era uno de los grandes candidatos. Así llegó el momento de la llegada a la capilla. Después del juramento de silencio y del “extra omnes” se cerraron las puertas con un candado. El Conclave estaba constituido. Tardaron tres días en deliberar, todos los purpurados pasaron por el altar varias veces al día pronunciando la misma letanía “Pongo por testigo a Cristo Señor, el cual me juzgará, que doy mi voto a quien, en presencia de Dios, creo que debe ser elegido”. Pero no fue hasta el tercer día en el que la estufa sacó humo blanco. Cuando el protodiácono salió y solemnemente anuncio: “Annuntio vobis gaudium magnumHabemus Papam: Eminentissimum ac reverendissimum Dominum, Dominum…” él respiró. No había salido elegido. Dios le había amparado. En el encuentro con Su Santidad le dijo al oído que tenía que arreglar cierto asunto privado. El Papa le dio la bendición y le dijo, “Vete, pero Nos te esperamos acá, te necesitamos”. “Sí, Santidad” había sido su respuesta. Y disculpándose ante el Papa, salió por el portone di bronzo con una sotana negra mientras la multitud aclamaba al nuevo Romano Pontífice. Laus Deo. Fernando Bar Quitáns 43



colocar cuencos de maíz en la barra con los que obsequiar a los gallos lazarillo, junto – por aquello de crear simbiosis, así como economías de escala- a los cuencos de palomitas para sus propietarios. Se trata asimismo de crear una determinada atmósfera en el establecimiento de turno, de un innegable envés cómico para el que se encuentra con una situación del estilo por primera vez a la entrada de un garito de copas. Útil igualmente el gallo para ligoteo: compartir afición por el mismo tipo de mascota es una forma tan buena como cualquier otra a la hora de romper el hielo. Y, por supuesto, sirve a modo de despertador por el método tradicional -si hay tempranas obligaciones que cumplir a la jornada siguiente-. Otras utilidades sobrevenidas de manera un tanto colateral a la reciente mascota de laboratorio: te dan un cierto toque chic, de diferenciación, en caso de llevar un gallo con pedigrí certificado. Como en todo siempre habrá clases, y es vox populi la tácita norma que en Madrid te impide la entrada a sitios como Bangaloo, Gabana o Vanitas con un vulgar gallo callejero. No digamos ya si vas al Cock, en la calle Reina. Ha llegado a ser igualmente de gran ayuda para, llegado el caso, poder aliviar verbalmente las tensiones del día a día sin tener que llegar a las manos. <<Pa´ chulo yo y pa´ pegarse el gallo>>, ha sido, por lo que parece, el leitmotiv de algunos de sus propietarios en las últimas fechas. Otra vertiente práctica de estos recientes gallos de laboratorio, descartadas opciones tales como las de los gallos albañiles, u operarios del sector del automóvil, por un lado, u otras tales como los gallos de caza o de pelea, por otro –por inviabilidad económica los dos primeros, por cuestiones legales los dos siguientes- ha sido la consistente en adiestrarlos como gallos policía, continúa el publirreportaje. Utilizados por los diversos cuerpos de seguridad del Estado como gallos detectores, de intervención, de salvamento o de policía científica, se les dotó genéticamente de características tales como una privilegiadísima capacidad para el olfateo y rastreo –de cadáveres, de explosivos o de narcóticos, por ejemplo-, así como para la protección antidisturbios o el socorrismo, entre otros, afirma a modo de colofón el citado espacio televisivo. Tras el mismo, un programa de marcado carácter revival en La 1, con entrevistas a célebres inventores españoles: el del futbolín, el del Chupa-Chups, o el de la fregona. En La 2, continúa el documental Salidas profesionales en España, I. Ambas variedades ya expuestas del gallo, lazarillo y policía –en este caso más bien guardia civil-, se cruzaron por primera vez el viernes de la semana pasada en una redada de la benemérita en el Xanadú en un local de la cadena El Trébol -Franquicia líder de puticlubs desde 1999, por lo que aseguran diversos paneles del nevado bajo techo centro comercial de la Carretera de Extremadura-. En la citada redada fue incautado un alijo de droga. También fueron confiscados varios gallos lazarillo a diversos clientes de El Trébol: ya sea por estar desprovistos de chip, ser procedentes de algún laboratorio ilegal o por pertenecer a alguna especie protegida; algunos de esos gallos estaban ciertamente resacosos unas horas después; fueron requisadas igualmente en el local algunas gallinas llamémoslas-ponedoras. Todas las aves fueron clasificadas en el cuartelillo como apátridas. <<Qué curioso, apátridas, nunca había oído una palabra o expresión tan triste>>, le da por pensar en alto al sargento encargado de encerrarlas –así como del mantenimiento en general de la granja del cuartelillo-. Sólo encuentra equiparable a la misma en términos de ausencia de identidad, notaría comprometida del desastre y desesperación en bruto, en 45


estado puro y duro, sin pulir, al He never gave me a name con el que el monstruo de Frankenstein lamentaba derrotado sin vuelta atrás referirse a su creador. A la mañana siguiente, en el apartamento del citado sargento de la Guardia Civil. Éste prepara el desayuno: huevos pasados por agua en la bandejas de su jefe –también una rosa: aniversario de la primera cena, en la cafetería Galaxia- y Corn Flakes en la suya propia; café para ambos. En el televisor de la cocina, un documental de La 2: Salidas profesionales en España, II. Mientras, su capitán termina de coserle un botón de la cazadora reglamentaria, al tiempo que le ultima los detalles del próximo viaje juntos al sudeste asiático. La noche anterior quedó suelto –en realidad fueron varios botones- al forcejear con el sargento dos de las prostitutas de El Trébol. Aparece, para sorpresa mayúscula de ambos, en la cocina, un gallo policía. Estupor y temblores. No es causa de poco sobresalto, al fin y al cabo, encontrarte de manera imprevista con un gallo mirándote fijamente a los ojos, y después a las dos bandejas de desayuno, y de nuevo a los ojos, y entonces a las manos derechas de ambos –que se acarician, entrelazadas-, y de nuevo a los ojos, con marcado gesto reprobatorio in crescendo. Mas no repararon por mucho tiempo en él. Una repentina y estruendosa sinfonía avícola puso en definitiva alerta al sargento y al capitán. El ruido procedía del salón, al que los dos llegaron con sus armas reglamentarias. Allí se encontraron con un equipo de treinta gallos policía rodeado de decenas de fardos de cocaína: abiertos en canal a base de picotazos. A quince kilómetros entonces de la granja del cuartelillo, tal era el desmesurado desarrollo de sus capacidades de rastreo. El contenido de las bolsas estaba esparcido por toda la estancia: brindaba así a la misma de una cierta estética de granja aviar; el psicotrópico ejercía de improvisado pienso compuesto. Incluso alguna de las aves adquirió un algo-así-como-cierto-toque-espectral, al impregnarse su plumaje casi por completo del color blanco pared fondo: los gallos estaban, por lo que parece, bastante hambrientos. O eso, o el pienso era significativamente adictivo. El sargento y el capitán se miraron entonces circunspectos, boquiabiertos, extrañados. Los gallos seguían alimentándose. Además cacareaban. Algunos pocos veneraban la bandera preconstitucional del salón y entonaban el Cara al sol. Otros, los menos, recitaban a Pessoa.

Tomás Sánchez Hidalgo

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Primer finalista del II Certamen Literario “Pandora Magazine” - Categoría General Las aventuras de la Lata Ágata y de su amigo el Corazón Tristón gata no era una lata común, pues en su interior contenía guisantes de la mejor calidad. Esa circunstancia le daba un status especial en el aparador del supermercado. Ágata estaba acostumbrada a que el resto de productos la miraran y eran ya más que habituales los piropos groseros de las cajas de galletas y las envidias de los yogures de fresa.

Á

Un día Corazón Tristón se dejó caer por el supermercado. Como de costumbre compró tres kilos de fantasía, dos botellas de esperanza y unas infusiones de realidad. Al pasar por las conservas se detuvo curioso de ver una lata tan brillante. Ágata también se fijó en el extraño personaje y cuando Corazón Tristón estaba a punto de seguir su camino hacia la caja registradora, Ágata habló: -

¡Eh, tú, corazón! ¿Por qué no me llevas contigo? ¿Y para qué querría yo una lata de guisantes? Los corazones no comen guisantes. Pero yo no soy una lata corriente. Soy una lata con superpoderes. ¿Y qué poderes tienes?- preguntó curioso Corazón Tristón. Tengo el poder de hacer feliz a quien está conmigo.

Ágata sabía que estaba mintiendo respecto a sus poderes. Ella podría ser una lata muy exquisita, pero no era más que hojalata y guisantes. Hacía tiempo que a Ágata le rondaba por la cabeza abandonar el supermercado y recorrer el mundo que había más allá de las estanterías. Ella, muy pilla, sabía también que a un corazón tan triste como aquel le sería muy difícil negarse a un poquito de felicidad. Corazón Tristón torció la boca y con resignación metió la lata en su carrito y se fue a la caja a pagar. La cajera Margarita metió los productos en una bolsa y se los entregó a Corazón Tristón. -

¡Guisantes! Muy buena elección, Tristón. Sí. Me han prometido la felicidad.

Orgulloso con su compra, Corazón Tristón, llegó a su casa y puso sobre la mesa a Ágata. Estaba nervioso, como acelerado, latiendo muy rápido. Pensaba “ahora voy a ser feliz”. La lata y el corazón se pasaron toda la tarde charlando. La lata le contó su sueño de conocer el mundo y el corazón le prometió que en cuanto conociese la felicidad la dejaría libre para conseguir su deseo. Se hicieron amigos. Aquella noche Tristón se fue a dormir muy contento, seguro de que las cosas iban a mejorar a partir de ahora. Ágata, en cambio, 47


no pudo pegar ojo, pues sabía que había mentido. -

Pero yo no tengo poderes- se lamentaba la pobre lata.

Después de pensar durante largo rato, Ágata llegó a la conclusión de que sola no podía hacer nada por su nuevo amiguito. Así que se fue con la convicción de encontrar la felicidad y traérsela a Corazón Tristón y ser libre al fin para conocer el mundo. Dejó una nota y se marchó. En busca de la felicidad, la lata Ágata se puso a recorrer la ciudad. Dio vueltas y más vueltas, pero no tuvo demasiada fortuna en su empeño. Cansada, se sentó en una acera y cuando levantó la vista vio un cartel colgado de un taller abandonado de colchones que le dio la respuesta: El buen descanso le dará la felicidad. Ágata, emocionada, salió rodando todo lo deprisa que pudo y se coló en el taller. Allí se puso a buscar el tal descanso que tenía la felicidad. Como no lo vio por ninguna parte, le preguntó a un muelle que estaba tumbado en el suelo: -

¡Hola! Soy la lata Ágata y estoy buscando el descanso que da la felicidad. Pues seguro que aquí ya no está. Aquí no queda casi nadie. ¿Y tú quién eres? Yo soy el Muelle Fuelle. ¿Y sabes dónde puedo encontrar el descanso? Sí, claro. El descanso está en un buen colchón. Yo conozco algunos muy buenos, pero como te dije ya no están aquí. ¿Y me puedes llevar ante ellos?

Hacía mucho tiempo que el Muelle Fuelle no hablaba con nadie, ya que el taller llevaba abandonado varios años. Así que sin apenas pensárselo, brincó del suelo y dijo: -

Yo te llevaré donde están los mejores colchones del mundo.

Mientras, Corazón Tristón ya se había despertado y había comenzado a buscar a su amiga por toda la casa. Cuando encontró la nota no pudo evitar empezar a llorar: “Siento haberte mentido. No tengo superpoderes. He salido a buscar la felicidad. Volveré.” La lata Ágata y el muelle Fuelle salieron del taller abandonado en busca de un buen colchón que diese la felicidad. La lata iba rodando y al muelle, que iba dando brincos, le costaba un poco seguirla. -

Espera, latita, vas muy rápido para un pobre muelle como yo. Perdona, Fuelle, es que es muy importante encontrar la felicidad- contestó la lata Ágata.

Pero como el muelle Fuelle hacía tanto tiempo que no salía al mundo exterior, había olvidado los caminos y se acabaron perdiendo. Cuando la lata estaba a punto de empezar a quejarse, pues de todos es sabido que las latas llenas de guisantes pueden ser muy impacientes, divisaron un viejo colchón apoyado en un cubo de basura. -

Mira, ahí hay un colchón- gritó el muelle aliviado por haber cumplido su promesa. 48


Se acercaron y empezaron a arrastrarlo. Entonces una voz salió de dentro del cubo. -

¡Ey, dejad ese colchón en su sitio! ¿Dónde voy a dormir yo si os lo lleváis?

Era un viejo dragón de peluche el que hablaba. Su voz era fuerte. Daba casi miedo. Pero su aspecto, aunque un poco desaliñado, era angelical. -

Perdona, dragón, es que Corazón Tristón lo necesita para conseguir la felicidad- dijo temblando la lata Ágata. Pero la felicidad no está en los colchones- sentenció sabio el dragón. ¿Y dónde está?

El dragón, que se llamaba Popotitos, se puso a pensar. -

Ya lo sé- dijo emocionado- la felicidad está en las tiendas de juguetes.

Como la lata no conocía el mundo exterior y el muelle había olvidado los caminos, el dragón Popotitos se ofreció a llevarles y visitar así a algunos juguetes que había conocido de niño. Enseguida dieron con la tienda y aprovechando un descuido del dueño, se colaron los tres amiguitos. La verdad es que la tienda parecía un buen sitio para encontrar la felicidad. Todos los juguetes aparecían limpios y sonrientes, lindos guardados en sus cajitas de plástico. -

Perdona, ¿sabes dónde está la felicidad?- preguntó la lata Ágata a una peonza que bailaba distraída.

La peonza se detuvo en sus giros y miró extrañada a los tres visitantes. De pronto, empezó a gritar: -

¡Socorro, socorro, han llegado los piratas!

Los camiones, las muñecas, los balones, los guerreros, los disfraces... todos empezaron a gritar. La lata Ágata, confundida, le preguntó de nuevo a la peonza: -

¿Por qué gritáis? Nosotros no somos piratas. ¿Cómo que no? Entráis sucios, oliendo mal y sin llamar a la puerta. Vosotros sois piratas y no queremos piratas aquí.

Seguidos de la peonza, todos los juguetes comenzaron a corear “fuera, fuera”. Entonces, Ágata, recordando su vida en el supermercado y lo mal que ella se había comportado con otros productos por el simple hecho de creerse más exquisita, les dijo a sus amigos: -

Vámonos. La felicidad no se puede encontrar en un sitio como éste.

Entre protestas y abucheos, Ágata, Fuelle y Popotitos salieron de la tienda de juguetes. Cuando estaban ya en la calle, lejos de tan desagradables personajes, una goma gastada les cortó el paso y habló: -

He oído que estáis buscando la felicidad. ¿Puedo ir con vosotros? Yo en la 49


juguetería no me siento a gusto. Las muñecas son muy engreídas y las pistolas muy violentas y el dueño ya no me necesita. Dejadme acompañaros, por favor. Los tres buscadores, después de escuchar la historia de la pobre gomita de borrar, aceptaron muy gustosos que se fuera con ellos en busca de la felicidad. La gomita, a la que bautizaron como Nube pues nunca antes había necesitado un nombre, se puso muy contenta, aunque no pudo aportar ninguna idea, ya que se le habían gastado todas. Después de caminar y caminar sin encontrar, Ágata se dio por vencida y tomó una decisión: -

Lo siento, amiguitos, creo que nunca encontraré la felicidad. Es hora de volver a casa de Corazón Tristón y darle la mala noticia- dijo comenzando a sollozar.

En este tiempo de búsqueda se habían hecho muy amigos los cuatro compañeros, por lo que todos aplaudieron ante la gran idea que tuvo el muelle Fuelle: -

Ágata, nosotros te acompañaremos y entre todos le explicaremos lo sucedido a Corazón Tristón. Ya verás cómo lo entiende y te deja libre para que cumplas tu sueño de conocer el mundo.

Unos rodando y otros saltando, llegaron hasta la casa donde esperaba desconsolado Corazón Tristón. Al ver entrar a la lata por la puerta, el corazón corrió hacia ella y la abrazó muy fuerte. -

¡Qué feliz me hace verte de nuevo, querida amiga! Me tenías preocupado. ¡Ay, Corazón Tristón, te he fallado! No he podido traerte la felicidad. Sí que la has traído. La has traído contigo.

La lata Ágata y sus compañeros de viaje entendieron que la felicidad no estaba en los colchones ni en las tiendas de juguetes, sino en la compañía de los verdaderos amigos. Y decidieron que todos juntos cumplirían el sueño de Ágata de conocer el mundo y se pusieron en marcha... pero, claro, esa ya es otra historia.

Rubén Guallar

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Segundo Finalista del II Certamen Literario "Pandora Magazine" - Categoría General Por la vida y el sustento

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ué frío más hijoeputa, pensó mientras se abrazaba a sí mismo, sin sacar las manos de las bolsas de una chaqueta de alpinista que había robado, el día anterior, a un pobre desgraciado. Aún no terminaba de amanecer; los colores del alba -tristes o alegres según el ojo de quien los vieraparecían no tener nada que decirle a “Cadejo” esa mañana: un turquesa desteñido y un rosado amanerado se entremezclaban muy bajo, al filo del Oriente, y se convertían, poco a poco, en un celeste transparente, color más adecuado para matizar ese viento helado que se había olvidado de que ya no era diciembre. Una oronda vendedora sacaba y metía de su delantal monedas y billetes; su hija, abrigada hasta las orejas, repetía como Cristo el milagro de los panes y los peces, pero con tamales, pollo frito, carne asada, huevos, frijoles, chorizos y molletes, partiendo y repartiendo, apostólicamente, en platos desechables a los clientes. A “Cadejo” un pan dulce de a peso y una taza de arroz con leche tendrían que serle suficientes. El estómago le sonaba como feria de pueblo a medida que lo despertaban los bocados que le llegan de prisa. El extraurbano no podía irse sin él, y aún tenía que caminar cierto trecho. Preguntó cuánto era, pago la cuenta e inició la marcha sin perder más tiempo. No se tomó la molestia de confirmar si era el bus correcto -todos los de esa línea eran del mismo dueño-, apenas leyó un rótulo en el vidrio delantero, se trepó, se agarró como pudo de un tubo y no quiso ocupar ningún asiento. Unos minutos después, “Cadejo” se abrió paso entre los pasajeros, esperó a que el bus llegara a la siguiente parada, sacó de la chaqueta un revólver y, sin decir agua va, le acertó al chofer un disparo en la cabeza y otro en mitad del cuerpo, luego bajó del bus como si nada hubiera hecho, atravesó el boulevard y caminó derecho hasta la parroquia San José Obrero, allí se persigno sobre la marcha, agradeció a la Virgen por la vida y el sustento y desapareció en las calles de la barriada, orgulloso de haber ganado otra marca para su entintado cuerpo.

Gustavo Adolfo Abril Peláez

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Relato ganador del II Certamen Literario "Pandora Magazine" – Categoría Especial El loco

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odo pueblo que se precie de tal, tiene uno por lo menos. El nuestro no podía ser menos. Teníamos un loco oficial y varios que se hacían los locos, pero esos pertenecen a otro cuento. Nuestro Pepín era un chico simple, último vástago de una acaudalada y aristocrática dinastía, dueña de numerosos viñedos y bodegas. Nació con “problemas”, como se decía antes y la familia lo mantuvo más o menos oculto, hasta que hubo que enviarlo a la escuela. Era un chiquillo delgado, casi esmirriado, con el cabello negro tan lacio que parecía que lo llevara permanentemente mojado y la mirada de sus enormes ojos oscuros, siempre huidiza. El mote de loco se lo endilgaron por incomprensión y por verlo hacer cosas fuera de la normalidad. Siempre fue una persona inofensiva, más bien tirando a tonto que a orate, según el parecer popular. A los maestros de primero y segundo les dio pereza pasarse otro año de explicaciones inútiles y de vanos intentos de que en esa cabecita cupiera algo más que pelo. Sin pensárselo dos veces, lo pasaron de grado. El niño prestaba atención de vez en cuando a sus palabras y a veces, casi como por hacerles un regalo, los miraba serio y las repetía. Una vez. Al instante volvía a ensimismarse en sus cosas y se olvidaba del resto del mundo. En cambio, Josefina la maestra de tercero, mujer de infinita y vocacional paciencia, lo tuvo sentado en un banco en primera fila durante cinco años, hasta que se dio por vencida y lo dejó por imposible. A los catorce se vio libre de las ataduras de la educación. Con todo el tiempo para él, se dedicó de lleno a su afición predilecta: juntar cosas. Vagaba por el pueblo y los alrededores que conocía al dedillo, con una gran bolsa de arpillera en la que guardaba cada uno de los tesoros que iba encontrando por los caminos. Que un tornillo, que un trozo de alambre, que una canica. Todo lo que le parecía remotamente interesante, lo recogía y atesoraba amorosamente en la saca. Jamás le permitió a nadie, atisbar siquiera el contenido de la misma; la guardaba y vigilaba como Epimeteo a la caja de Pandora. Un día hallé abierta la puerta de su escondrijo y no voy a negar que me pudo la curiosidad y le eché una ojeada al sitio. Jamás hubiera imaginado que Pepín guardara tan 52


prolija y ordenadamente, todos y cada uno de sus hallazgos. Su hermano mayor, que era el que cuidaba de los intereses de la bodega familiar a la muerte del padre, le había cedido una casucha situada en los terrenos del viñedo. El loco la acondicionó con estantes hechos de trozos de madera cortados y pulidos y colocó en envases todos sus tesoros. Los separaba por tipo, tamaño y material, de tal suerte que en infinidad de frasquitos, se podía encontrar más cosas y más rápido, que en cualquier quincallería. Los alambras los colgaba de sendos clavos y en una pared lucía la que al parecer, era su colección más preciada: la de las arandelas. También separadas por tamaño, color grosor, material y uso, estaban ensartadas en cordeles como collares y acomodadas cual una ofrenda a algún dios mecánico. Todas las mañanas se veía a Pepín con su bolsa al hombro, puntual como un inglés, haciendo su recorrido mientras se contaba a sí mismo una porción de cosas muy bajito, en una voz que quienes le oían, suponían ininteligible hasta para sí mismo. Era muy atento y cada vez que se cruzaba con algún vecino, le saludaba inclinando la cabeza y a las damas las obsequiaba llevándose la diestra al sombrero, un elemento chafado y sucio, del que era imposible imaginar el color o la forma original. Al cumplir los dieciséis años, dio un estirón y se le ensanchó el tórax. Fue algo muy rápido. De ser un alfeñique, en pocos meses se nos convirtió en un mocetón. Lo recuerdo perfectamente porque fue justo cuando estalló la Guerra Civil. Nuestro pueblo está al muy cerca de una pequeña ciudad costera, de hecho no es un pueblo, sino un barrio de la misma, con un puerto natural de innegable valor estratégico sobre el Mediterráneo y que “oficialmente” se había convertido en un nido de rojos. Nosotros, un grupo de familias temerosas de Dios y sin interés en la política, nos vimos inmersos en un lío que para que contároslo. Y todo ello sin comerla ni beberla. Resulta que en cuanto el enfrentamiento se hizo patente, fuimos bombardeados sin piedad. Hubo munición para la casi totalidad de los pobladores: los rojos, los franquistas y los que no nos casábamos con nadie y solo queríamos vivir en paz. Noventa y cuatro veces nos tiraron bombazos; como para que no quedaran dudas de la calaña de gente que se creía poblaba estos lares. Supuesta y “oficialmente”, los aviones apuntaban al puerto y a los castillos que rodean la bahía, que estaban fuertemente armados e impedían el acceso a la ciudad por mar. Pero parece que los del aire tenían la puntería de un bizco o estaban afinándola a costa de los pueblos cercanos. Porque más de diez veces cayeron sus proyectiles por aquí, casi a veinte kilómetros de la costa. El primero de esos “yerros”, se llevó consigo la vida de dos vecinos y dejó un agujero de más de tres metros de profundidad, donde antes había cuatro casas de familia. Cuando se apagaron los ecos de la aviación, corrimos como locos a intentar salvar de entre los escombros a los que hubieran sobrevivido. Recuerdo que por el camino, me crucé con Pepín, con su sempiterna bolsa, pero mi atención estaba centrada en otra cosa y no le di ninguna importancia a sus andanzas. A los pocos días, se lo vio arrastrando con porfía una viga retorcida hasta su cubil y a la semana siguiente, además de la bolsa, llevaba una vieja carretilla que desde tiempos inmemoriales, se oxidaba lentamente en un campo lindero al de su familia. La recompuso a martillazos y la ató con alambres por los sitios más insólitos. Se paseaba muy orondo llevándola como si se tratara de una carreta y él un animal de tiro. Todos los trozos de metal que se desechaban, él los recogía y se los llevaba, sin que nadie supiera jamás para que lo hacía. Tampoco era que nos importara mucho, por algo era el loco del pueblo. En 53


el instante en el que se oía el rumor de los aviones y sonaban las sirenas, todos corríamos a refugiarnos donde podíamos, excepto Pepín, que cogía su carretilla y su saca y muy entusiasmado se dirigía hasta los sitios donde hubieran caído las cargas. Una tarde después de un bombazo cercano, no volvió. La familia por poco enloquece. Se hicieron las denuncias pertinentes, pero en esos tiempos, era muy difícil pensar siquiera en que la policía buscara a un chico desequilibrado mental. Ya bastantes quebraderos de cabeza tenían con los ladrones oportunistas y los problemas ocasionados por disensiones políticas que muchas veces terminaban en hechos de sangre, además de la rutina de siempre. Dos semanas más tarde, así como se fue, Pepín regresó; con la bolsa al hombro, aseado y feliz. Nadie logró sacarle ni media palabra de donde había estado. La familia se conformó con tenerlo de nuevo a su lado, sano y salvo. A partir de ese momento las desapariciones del loco se hicieron asiduas. Siempre se iba tras un zambombazo medianamente cercano y unos días después regresaba sonriente como si nada hubiera pasado. Al final nos acostumbramos todos, su familia incluida, a la conducta errática del chico. En cuanto se dio por finalizada la contienda, primero festejamos la llegada de la paz y de inmediato pusimos manos a la obra para reconstruir nuestro pueblo, que parecía la obra de un topo alucinado. En medio de la algarabía, los bailes y las fiestas, Pepín vació la casucha de sus tesoros, hizo una maleta y anunció a su familia que se iba a recorrer el mundo. Ante la estupefacción de éstos, les explicó que en sus correrías tuvo oportunidad de salvar a un hombre que había quedado atrapado bajo unos escombros. Increíblemente la víctima había resultado ser un especialista en enfermedades mentales, que por una mezcla de agradecimiento e interés profesional, puso especial empeño en ayudarle a superar su trastorno. Sus escapadas, eran para que lo trataran de su mal y ahora, si bien no estaba curado, tomaba una medicación que le permitía hacer uso de sus facultades y ser dueño de sus actos. Por lo tanto, se iba. Era la primera vez en su vida que el chico decía más de tres monosílabos seguidos. Su madre emocionada le pidió que se quedara a su lado, pero su decisión era irrevocable. Prometió escribirles, porque ahora que podía concentrar su atención, sostenía que con práctica y lo que aprendiera con la maestra Josefina, estaba seguro de poder hilvanar unas cuantas líneas coherentes para darles noticias de su paradero. Su hermano mayor, asustado por las perspectivas, le dijo que sin dinero no llegaría muy lejos y que él no pensaba darle un duro para locuras. Pepín le sostuvo la mirada unos segundos y luego le contestó que no necesitaba dinero. Tenía de sobra para dar varias vueltas al globo terráqueo. Cuando su hermano inquirió acerca del origen de su capital, se limitó a decirle que eran cosas suyas. Pero a sus hermanas sí que les contó el porqué de su buena fortuna. Había ido vendiendo parte de los metales que juntaba desde siempre y con ese dinero les compró las casas a precios irrisorios, a varias familias que huían de la ciudad. Era poseedor de doce inmuebles y todos estaban llenos hasta los topes de metales, esos que él juntaba mientras el resto corría a esconderse y lo llamaba loco. Ahora que ya no estaban en guerra, los precios de los metales estaban por las nubes, por lo que su capital era enorme. Mandó postales desde todas partes del mundo. Su madre las mostraba a todo el pueblo y luego las ponía entre dos cristales y las colgaba en la casucha del chico, que había hecho remodelar y acondicionar para tal fin. También les enviaba regalos muy raros, acompañados de una explicación minuciosa de donde los había conseguido, su historia o 54


leyenda y para que servían. Esfinges y tótems delicadamente tallados, cajitas primorosas, telas y perfumes exóticos y cientos de objetos, a cual más extraño, se fueron acumulando en la casucha, que su madre amplió y transformó casi en un museo. Nunca volvió al pueblo, pero sabemos que es una persona de bien. Su nombre y apellido se hicieron célebres por sus famosas crónicas de viajes; sus libros se han traducido a varios idiomas. La madre y las hermanas han viajado a verle y siempre vuelven cargadas de novedades para su pequeña exposición en el antiguo cuchitril. Cuentan que vive en una gran casa, llena de cachivaches. Cada uno de nosotros, sus vecinos, que le vimos nacer y vagabundear por el pueblo y los campos aledaños, se siente algo culpable de haberle ignorado durante tantos años, llamándole loco. Por eso nadie lo juzga por el hecho de que en lo posible evite mencionar sus orígenes. Por otra parte, hay un acuerdo tácito, nunca pactado pero respetado por todos, de no hablar de él a los periodistas; esos que más de una vez se han aventurado por estos parajes, micrófono y cámara en mano, buscando “trapos sucios” de nuestro “famoso”, con los cuales alimentar a la fiera mediática, que cada día exige más víctimas para sacrificarlas en el altar de la popularidad.

Sandra Monteverde Ghuisolfi

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Primer finalista del II Certamen Literario “Pandora Magazine” – Categoría Especial Punta Barrales

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na ínfima playa en medio de unos rocosos y muy escarpados acantilados, tan poco divisable aquella como accesible, donde el sol parecía estar prohibido, dado lo umbrío de tal paisaje ubicado justo al final de un espeso y vasto bosque que arrancaba de las últimas casas del poblado, resumía en sí lo recóndito, desapacible y olvidado de aquel pobremente habitado lugar. No era difícil, si habías vivido en la región de Aranoca y a poco que fueras buen observador, reconocer con poca probabilidad de error a un habitante u oriundo (todos lo eran en realidad) de Chacoteva, pequeño pueblo al sureste de dicha región, entre profundos bosques escondido, cuya única comunicación con la civilización anexa más cercana era una línea de ferrocarril, más de mercancías que de pasajeros. Unas pocas sagas familiares, con más endogamia que combinación, dejaba una muy poco variada tipología de físicos, a lo que se sumaba la palidez casi cetrina y única de los rostros, pues unos cielos obesamente grises eran la norma casi diaria, a diferencia del resto de la extensión de aquella demarcación del país que se hallaba como rutina soleada en una geografía llana y pelada que no invitaba a detenerse a ninguna despistada nube que por allí asomara. El único habitante de origen foráneo que había vivido en Chacoteva era el cura. Era porque dejó de haber. Tras tres intentos fallidos, entre presbíteros conservador, integrador y de alto perfil ecuménico sucesivamente, el consejo episcopal de Aranoca 56


decidió renunciar a la evangelización de unos paganos que se negaban a aceptar cualquier culto que les desvinculara de su politeísta visión en la que unos seres superiores gobernaban la naturaleza indómita como único objeto de su divinidad, mientras odiaban a los hombres que les eran ajenos, de manera que lo mejor era ignorarlos pues, en su creencia, así se propiciaba lo que ellos denominaban olvido mutuo, o sea, ignorancia recíproca, manera en que podían evitar esa Caja de Pandora en que habría de devenir ineluctablemente cualquier atención detenida de tales dioses sobre ellos. No era extraña su singular visión de lo divino, dadas las características de la zona y el olvido en que vivían sumidos con respecto al resto de la región, lo uno ineluctablemente ligado a lo otro. Lo cierto es que tal creencia mal podía casar con lo que ofertaban los pretendientes pastores: un solo dios, que los había creado, que era bondadoso, con el que había que relacionarse (religión) y había de salvarlos al morir. Por más estrategias de sincretismo que diseñó el último y ecuménico intento de pastor, todo propósito de religión estaba abocado al fracaso frente a su ancestral idea del olvido mutuo. Un sanitario encargado, lugareño y a su vez siempre aprendiz del anterior, que asistía con el médico que una vez al mes llegaba con el ferrocarril y un embalaje de material y productos, para quedar luego al tanto de las necesidades de sus convecinos, era todo lo que hacía de Chacoteva, junto con el ferrocarril, un pequeño pueblo prácticamente incomunicado y autosuficiente, si bien su economía de subsistencia por su propio abastecimiento se veía algo mejorada por la importante exportación de pasto para el resto de la región, dado lo exuberante de la vegetación y, así, de abundantes pastizales en sus terrenos que no agotaba su modesta ganadería. Ésta era principalmente la misión de la línea ferroviaria, el transporte de esos pastos del que de vez en cuando tomaba provecho el médico para desplazarse hasta allí.

II Aquella tarde en que Leocadio Barrales se adentró precisamente en el bosque del este, al objeto de recolectar setas comestibles para su pequeño negocio de tendero, no podía imaginar que a poca distancia ya de la costa, o sea, en lo más profundo de la arboleda y en un pequeño amasijo de sotobosque que se dispuso a retirar, se iba a encontrar con aquella espeluznante visión. Agazapado, pero también enredado, dados sus estériles intentos de moverse, la cosa, denominación que se le antojó nada más que ver aquello, se le había quedado mirando con la quietud alerta de quien espera un mal desenlace para su integridad física y nada puede hacer para evitarlo. Esos ojos fijos anunciaban un rostro humano, pero esta apreciación se disolvía al seguir el resto de la cara desde cualquier contorno ocular. La frente simia, estrecha y rugosa, apergaminada, junto con una nariz hocicada con un perfil caprino y unas mejillas hundidas que confluían delante en una pequeña boca que la cosa abría intermitente emitiendo un chirrido tan agudo como disonante. El tronco se adivinaba humano, aunque de recién nacido, si bien las extremidades inferiores se hallaban indefectiblemente flexionadas con una fuerte prominencia en sus rodillas y mucho vello, en realidad pelaje abundante, desde éstas a los pies. Pies y manos que, aún insinuándose de raíz antropomorfos, terminaban en respectivas sindactilias donde la fusión de los dedos finalizaba en una especie de pezuña parda y hendida.

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Resultaba evidente que el hallazgo era animal y en parte humano, que se trataba de un algo recién nacido o así se presentaba. También que estaba recostado de un lado con su cabeza ladeada atenta a cualquier movimiento de Leocadio quien, por su parte, se hallaba como paralizado, fijo a su vez en su inesperado encuentro. Soplaba un viento moderadamente fuerte proveniente de los acantilados, que mezclaba entorno a Leocadio un penetrante olor marino junto con otro que, quizás por un lógico desbalance sensitivo que premiaba a la vista en detrimento del olfato ante la aparición, hasta ahora no había percibido con claridad, pero no había dudas de que olía a algo así como a boñiga. Raro, pensó, pues no era aquel paraje punto habitual de hacer pastar a los ganados, de los cuales, entre bovinos, ovinos y caprinos, unos pocos había en el pueblo. Moviendo suavemente el cuerpo de la cosa detectó excrementos en el suelo que despedían tal olor, aún frescos y húmedos. Quizá despeñó el animal al notar su presencia o era una forma de insinuar el rechazo a su presencia. En cualquier caso, no era tiempo de discurrir sobre la suelta fecal del bicho. Hacía frío, cada vez más, y la noche empezó a cernirse a su alrededor, por lo que pronto la visión sería nula, aunque conocía bien el camino, pero de pequeño ya le enseñaron que la oscuridad del bosque libera fantasmas que el día mantiene a raya. La perplejidad fue dando paso a un sentimiento a media distancia entre lo curioso y lo compasivo. Lo tuvo claro. No podía dejar eso allí. Se lo llevaría a su casa y lo pondría en el pequeño pajar aledaño bien cubierto, pues el frío era duro allí en los inviernos. Un par de vacas suyas que guarecía allí durante la noche ayudarían a dar más calor. Por la mañana, bien temprano, avisaría a Paredes, que era como conocían todos al sanitario actual. Ni corto ni perezoso, tomó al pequeño engendro por su abdomen con sus dos manos, lo desenredó de un grupo de rebeldes jaramagos, lo cubrió parcialmente con su capa y se dirigió hacia el poblado.

III No hizo falta avisar a Paredes, el cual vivía en una pequeña cabaña de madera no a mucha distancia de la pequeña propiedad de la familia Barrales que ahora habitaba solo Leocadio, pues sus padres, ya fallecidos, no habían tenido más descendencia y él regentaba tanto la casa, como las vacas y la pequeña tienda de comestibles y utensilios varios como herencia indivisible. Aún no se había insinuado el alba, cuando entre el ulular del fuerte viento y las frecuentes tronadas que acompañaban a una persistente lluvia, el sanitario, de costumbre insomne escuchó unos agudos e insoportables chirridos provenientes de la hacienda Barrales, que en absoluto le eran familiares y, finalmente, se vistió bien pertrechado para la lluvia tomando camino en dirección a esa casa. Pasando la pequeña verja de madera a la entrada, no había hecho más que entrar cuando observó que hacía ya unos minutos el chirrido había desaparecido. Se percató a la vez de que las puertas del establo, entreabiertas, no dejaban de aletear sobre sus bisagras, dando continuos y sonoros golpes. Le extrañó que su amigo Leocadio no hubiese cerrado esas puertas y se dirigió hacia ellas. Al llegar sintió un fuerte escalofrío y unas tremendas ganas de vomitar. Abriendo las puertas se topó con un enorme charco de sangre y avistó trozos de vísceras y piel de las vacas desparramadas por suelo, paredes y techo. A un lado yacían los restos, prácticamente de esqueleto, de los dos bóvidos, con señales de 58


haber sido salvajemente despedazados y con inequívocos signos de desgarros, algunos en forma de amplios bocados que sólo unas enormes mandíbulas podrían haber ocasionado. Horrorizado corrió hacia la casa, encontró la puerta y una ventana adjunta derribadas, como de un solo golpe o patada demoledora, lo que de inmediato le frenó. Era cosa de practicar cierta prudencia llegado este momento. Penetró en la casa sin hacer ruido alguno, bien vigilante y camino del dormitorio. Se asomó y se echó las manos a la cara, tapando sus ojos, mientras contenía un impulso mezcla de náusea y grito desgarrador. Respiró profundo y retiró sus manos. Leocadio Barrales yacía caído sobre el borde de la cama y el suelo, con su escopeta en la mano y con un tremendo agujero en medio de su pecho. Se acercó para confirmar que era ya cadáver y, además, que la muerte había sido causada por un objeto en forma de enorme punzón, algo así como una pezuña de ungulado por la forma (como sanitario, tanto lo era de humanos como de bestias) que había dejado. Había señales en las paredes de disparos, pero estaba claro que todo había sido inútil. Quién o lo que fuera había huido tras matar certeramente a su amigo.

IV Ya había amanecido cuando Paredes se dirigió a la casa del alguacil a quien dio cuenta de lo que había vivido esa noche. Éste, junto con dos guardias y el propio Paredes se dirigieron a la propiedad de los Barrales, siendo testigos de la atrocidad criminal que el sanitario había relatado, aún presa de un terror difícil de disimular. Confirmando el fallecimiento de Leocadio, examinaron el perímetro más próximo en busca de alguna huella o signo que les dijera por dónde podían haber huido el o los criminales. El preciso golpe que había atravesado limpia y mortalmente al finado no les permitía ninguna conjetura en torno a algo conocido como objeto letal, aunque Paredes insistía en la forma de una pezuña de animal ungulado, si bien no se conocía digitígrado alguno que pudiera poseer una de tan inmenso tamaño. Aun así, vieron un reguero de huellas, bien distanciadas unas de otras, ya fuera de la casa y en dirección al bosque del este. Y tales fóveas coincidían efectivamente en la silueta con las dejadas por los ganados caprinos, como atestiguó ya sin duda alguna el propio Paredes. Asegurándose el alguacil y los dos guardias de llevar sus fusiles bien cargados y balas de reserva, salieron junto con Paredes, que no quiso quedarse atrás, en pos de lo que quiera que fuera aquella cosa. En el interior del bosque pudieron sin mucho problema ir consignando la ruta de lo que ahora denominaban alimaña o bestia. Jaramagos y hierbajos por enormes pisotadas aplastados, árboles derribados, alguno arrancado de cuajo, indicaban con alta precisión el camino de fuga. Aunque el temor se iba apresando de todos ellos, eran conscientes de su misión, incluyendo a Paredes. Debían encontrar, averiguar qué era ese mayúsculo ungulado y darle muerte. Una impresionante y lejana tronada, seguida de un chirrido intenso, horrible y muy agudo, casi agonizante, les paralizó momentáneamente, a la par que les dio una clave más de localización: Hacia la playa, el animal debía hallarse en esa parte, salido apenas de la espesura del bosque y enfrentado al abierto mar de los impracticables acantilados. Corrieron hacia allá, decidiendo no dividirse por el enorme peligro que representaba todo lo ya visto y dejado atrás. Llegados al final del bosque, permanecieron en él, escondidos

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pero con suficiente apertura frontal para divisar convenientemente el terreno costero. Nada, ni a derecha ni a izquierda. ¿Dónde se había metido? Uno de los guardias llamó la atención de los demás. Adelantó su brazo y señaló con su índice hacia el punto donde debería verse o al menos perfilarse la minúscula playa que interrumpía brevemente a los endiablados acantilados. Todos asintieron en que efectivamente no parecía verse. Se dirigieron ya con sigilo hacia esa zona, confirmando más y más a cada paso que ese ínfimo arenal se hallaba inundado por montones de rocas caídas de los laterales. Paredes hizo de altavoz del pensamiento común: Un desprendimiento. Llegados al desprendimiento que ahora ahogaba la playa, se percataron de que mirando hacia ellos asomaban dos formaciones que carecían de aspecto rocoso o pétreo. Se aproximaron y pudieron verificar la presencia de dos enormes pezuñas hendidas de una bestia ungulada, con una altura ambas que alcanzaba a sobrepasarlos de pie. Subidos a las enormes rocas a ambos márgenes de las pezuñas, deambularon camino de la orilla, ahora inexistente, anotando verbalmente Paredes los hallazgos sucesivos: Miembros inferiores peludos con signos de aplastamiento, tronco de aspecto humano reventado en abdomen por afiladas y pesadas rocas, y ya tórax con miembros superiores no visibles pues cubiertos, debido a un hundimiento en el seno de la playa que habría provocado el atronador alud que terminó con la vida de la insana bestia, cuya cabeza se perdía en el fondo de la petrosa montaña sobrevenida contra él por su propio peso.

V Chacoteva es un pequeño poblado situado al sureste de la región de Aranoca, rodeada por espesos bosques, uno de los cuales se abre al mar a través de unos impracticables acantilados, y en el que dicen los lugareños existió una pequeña playa difícilmente accesible (hoy Punta de Barrales), destacada en su antigua geografía porque era el único motivo topográfico a todo lo largo de la costa, que dividía a aquellos acantilados que parecían haber forjado las manos de un dios del mar en un ataque de ira. Cuentan los más conocedores de su historia y leyendas, esos que como predicadores autóctonos transmiten oralmente los hechos y costumbres de la villa, con base real o no, a sus pobladores convecinos, que precisamente fue un dios del mar con forma mitad humana, mitad animal, el que una vez desató su odio en el seno del pueblo y en su carrera de nuevo hacia el mar, provocó al pisar la playa un alud que lo enterró con ella. Porque en Chacoteva creen que los dioses odian a los hombres y, por ello, sostienen la creencia del olvido mutuo, una forma de irreligiosidad, presumiendo que si ellos ignoran a los dioses, estos los ignorarán a ellos. Y que aquello ocurrió de hecho porque un ancestro suyo, último de una antigua familia hoy extinguida, llevado por la malsana curiosidad y la siempre acechante estupidez, principales raíces del tropiezo humano, quiso domesticar a un dios. Alfredo Castro Fernández

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Segundo Finalista del II Certamen Literario "Pandora Magazine" – Categoría Especial La caja

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ientras servía cafés en el bar en el que trabajaba daba vueltas en mi cabeza a lo que mi novio Marius me había dicho la noche de antes. ―¿Me prometes que si te pido algo, me dirás que sí? ―había dicho él. Yo me podía hacer una vaga idea de por dónde iban los tiros, llevábamos más de cinco años saliendo y compartíamos piso dese hacía tres. Era hora de dar el siguiente paso y creo que lo que Marius intentaba era asegurar el terreno para no llevarse un chasco después. No sería la primera mujer que en el momento de la pedida, entre flores y músicos contratados, dice que no; arruinando toda la preparación y su propia relación. Estaba nerviosa, no sabía cuándo me lo pediría y, a menos que me diera una pista tan grande como preguntarme si accedería a alguna petición, eso me hacía sentirme descolocada. No estaba acostumbrada a las sorpresas, a ninguna. Desde niña todos los que me rodeaban me contaban sus planes acerca de qué comprarme, se aseguraban absolutamente de lo que me complacía; porque, desgraciadamente, tenía un pronto espontáneo terrible. Y si bien algo podía entusiasmarme e incluso sacarme unas lágrimas de emoción, casi seguro me desagradaría tanto como para que los demás se percataran de su error. Yo intentaba por todos los medios ocultar mi disgusto pero era inevitable, todo el mundo se sentía decepcionado no sólo por mi reacción, sino también por haber sido tan incautos de regalarme algo sin estar bien informados. Por eso no era de extrañar que Marius necesitara tener seguro un “si quiero” antes de preguntármelo realmente, y yo estaba completamente de acuerdo con él. A pesar de quererle con locura, si no fuera el momento idóneo tal vez tuviera una reacción inesperada y terminara chafándolo todo. Marius siempre fue una persona muy precavida, en todos los sentidos. Al principio me daba la sensación de que temía algo, parecía vivir con un miedo constante que me intrigaba sobremanera. Cuando empezamos a vivir juntos recuerdo que era muy insistente en lo de tener nuestro espacio. Ahora, después de tanto tiempo ya se ha acostumbrado a compartirlo todo; la ropa, las tazas, incluso el sofá. Puede que ya me haya acostumbrado a sus excentricidades o puede que las haya dejado de lado, de cualquier modo él y yo nos habíamos amoldado el uno al otro. Aparqué en la calle de enfrente de nuestro portal. Al cruzar la calle los nervios me traicionaron e hicieron que uno de mis tobillos fallara, torciéndomelo. Tuve que apoyarme en un coche cercano para no caer al asfalto mojado por la lluvia. Gemí, notando la punzada dolorosa que me atenazaba la unión hacia el pie. Un hombre que pasaba por allí y vio lo sucedido se acercó para prestarme ayuda. ―¿Se ha hecho daño? ―me preguntó. ―Creo que me he hecho un esguince. Apenas puedo apoyarlo.

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―Páseme el brazo sobre los hombros, la acompañaré a donde necesite. ―Vivo ahí en frente. Si me acerca al portal, se lo agradecería enormemente. El hombre me sujetó por las costillas y me ayudó a avanzar a través de la carretera, con paso firme y lento, cuidando de que no forzara para nada el tobillo dolorido. Llegué al portal y me despedí del señor. Insistió en ayudarme a entrar pero no acababa de fiarme de un desconocido, aunque fuera un hombre casi anciano y amable. El mundo estaba loco y en el momento menos esperado podía suceder algo extraño que cambiara tu vida, destrozándola. No, no pensaba arriesgarme ni siquiera por alguien de apariencia inofensiva. Metí la llave en la cerradura de la puerta y entré a portal cojeando. Después, lentamente y con la ayuda de la barandilla pude subir los peldaños hasta el ascensor. Mientras el ascensor descendía para recogerme yo enumeraba en mi cabeza lo que tendría que hacer nada más llegar a casa. Dejar el bolso y el abrigo en la entrada, ir a la cocina, coger la bolsa de guisantes congelados que llevaba dos semanas en el frigorífico, descalzarme, poner en alto el pie y plantarme la comida embolsada en la zona dolorida. Entré en el ascensor y cuando llegué a mi casa, abrí la puerta y solté las cosas, después ejecuté una a una las tareas que me había planificado. Tras media hora con los guisantes en la zona hinchada, tenía el pie y parte de la pantorrilla completamente dormidos por el frío. Aparté la bolsa y me sequé con un pañuelo las gotas de condensación que habían caído en mi piel. Y lentamente, con un cuidado similar al de manejar material químico, avancé por el pasillo hasta el dormitorio para cambiarme de ropa y ponerme cómoda. Me coloqué frente a la televisión y mientras veía una película romántica, que había empezado veinte minutos antes, apoyé un cojín sobre la mesa y mi pie sobre este. Así me encontró Marius al llegar a casa. ―¿Qué te ha pasado en el pie? ―me preguntó alarmado al ver la hinchazón y rojez de la zona. ―Me he torcido el tobillo. Creo que es un esguince ―hice amago de levantarme para besarle pero él se acercó rápidamente y me besó antes de que pudiera levantarme. ―No te muevas ―dijo acariciándome la frente―. Voy a darme una ducha y preparo la comida. ¿Necesitas algo? ―soltó titubeante al llegar al pasillo que conducía al baño y las habitaciones. ―No, nada. ―¿Un vaso de agua?, ¿algo ara picar? ―yo negué con la cabeza―. Vale pues me ducho y vuelvo. ―Vale ―contesté mientras se perdía en la oscuridad del pasillo. ―Por cierto, luego tengo que salir a una cosa ―gritó desde el baño. De nuevo mis nervios a flor de piel. No tenía la certeza de que se tratara de eso pero mi intuición femenina me decía que sí, que estaba ultimando los detalles para la pedida de matrimonio. Una cena romántica y casera con velas tal vez, ya que ahora con el pie así no podríamos ir a un restaurante. Intenté disimular mi ansia por descubrir lo que ocurría, necesitaba saber hasta el último detalle; como si de una espectadora se tratara. Quería saber lo que Marius había reparado, para darle el visto bueno en mi cabeza. Salió de la ducha y preparó la comida. Tardó un poco más pero al traerla me sorprendió con una de las preciosas rosas que teníamos plantadas en un tiesto, en la terraza. Junto a esta, un plato de pasta humeante con la salsa de tomate sobre los elásticos espaguetis y un vaso lleno de refresco. Comimos en el sofá, al contrario que el resto de los días, para que pudiera mantener el pie en alto. Se me hacía raro tener que sujetar el plato mientras 62


enrollaba en el tenedor la comida. Temía que se me cayera encima y ensuciarme la ropa o, peor aún, el sofá. Al terminar, Marius recogió los platos y se vistió para salir a hacer “una cosa”. ―Vendré para la hora de cenar ―me prometió, besándome tiernamente antes de marcharse. Estuve un largo rato pegada a la caja tonta, zapeando la mayor parte del tiempo y cuando me aburrí, me desplacé torpemente hasta la habitación y me quedé dormida una hora más. Al despertarme ya había anochecido. Encendí la luz de la mesilla de noche del lado de Marius y, como si se tratara de una corazonada, abrí el primer cajón y rebusqué en él algo que me diera la pista definitiva sobre la pedida. Pero allí no había más que ropa interior, un par de relojes parados y la crema de manos que se echaba justo antes de dormir. Lo cerré un poco defraudada, hasta que un impulso me hizo buscar en el cajón inferior de la mesilla. Tiré de él pero no lograba alcanzarlo bien. No quería moverme demasiado para no hacerme daño en el tobillo, así que estiré el brazo y arrastré el cajón, demasiado. El contenido de este cayó al suelo, esparciéndose por toda la alfombra. Sin poder quedarme más tiempo tumbada, me incorporé y me senté en el suelo para volver a colocar todas y cada una de las cosas que había tirado. Entonces, al ir a colocar el cajón en su hueco observé una pequeña caja de color grisácea, casi perlada. Extendí la mano y la cogí. No había duda, era la caja típica de un anillo de compromiso. Sin abrirla, cojeé hasta el teléfono móvil y llamé a Marius para colocar mis piezas sobre el tablero. Descolgó tras tres tonos. ―¿Sussan? ―preguntó. ―Hola amor ―dije sonriente, sin poder evitar contener la risa de la emoción―. Voy a recoger un poco la habitación. ―No deberías con el pie así. ¿Y si la dejas y mañana te ayudo a hacerlo? ―Me apetece hacerlo ahora, además, el tobillo está mejor ―mentí. ―Vale, pero no trastees demasiado. Que te conozco, lo revuelves todo y luego no sabes dónde iba cada cosa. ―Entendido. Por cierto, en el caso de que encontrara algo tuyo, una caja, un paquete o algo raro… ―No lo abras. Déjalo sobre la cama y luego veo qué es. ―Vale. ―Pero no lo abras. ¿Entendido? ―Claro. Te quiero. Y colgué. Llevaba largo rato observando la caja perlada que tenía frente a mí, sobre la cama. En breve llegaría Marius e imagino que diría algo así como «Me has pillado» o algo por el estilo. Después cogería la caja, se arrodillaría, me pediría que fuera su mujer tras decir que sí de forma casi histérica, haríamos el amor con cuidado de no golpearme la zona dolorida. Pero una parte de mí no podía esperar. Le había dicho que no abriría la caja y sin embargo, por primera vez en toda nuestra relación no me veía capaz de mantener mi palabra. Quería abrirla, tenía que hacerlo y comprobar que dentro había un anillo. Daba igual si tenía diamantes, otras piedras o si era liso cual alianza. Necesitaba verlo y confirmar la evidencia. Aparté la vista de ella, sintiendo que ejercía en mi un poder mayor que cualquier otro. Una fuerza oscura me gritara que ojeara el interior de la caja, 63


que no se enteraría Marius; podría fingir después sorprenderme al ver el anillo y él pensaría que no lo había visto hasta ese momento. Pero si no quería que yo lo viera todavía sería por algo. Tal vez formaba parte de una sorpresa mayor y el efecto menguaría de haber visto la joya. Una desesperación casi enfermiza fue tomando el control de mi cuerpo y de mi mente. La voz de mi conciencia, mi propia voz en mi cabeza, me daba mil motivos por los que abrirla mientras que la única cosa que me mantenía alejada de ella era la palabra que le había dado a Marius de no abrir ninguna caja que encontrara, está incluido. Pero lo cierto era que no lo había guardado en un lugar muy rebuscado ya que yo lo había encontrado y eso significaba que en parte él quería que yo viera el anillo antes de la pedida, puede que incluso lo hubiera hecho para que yo no me disgustara si el anillo no era todo lo que esperaba. Me intenté mantener firme, sentándome en una silla alejada de la caja que reposaba sobre el colchón de nuestra cama doble. No sería tan tonta, la curiosidad mató al gato y yo no iba a poner en peligro mi relación por ver el contenido de una caja que ya vería un rato más tarde. No, Pandora abrió su caja. O mejor dicho su tinaja, y desencadenó todos los males; yo no haría eso, aunque no estábamos hablando de un objeto entregado por los dioses, sino de una caja con un anillo de pedida en su interior. La incertidumbre me mataba y Marius parecía entretenerse más de lo necesario. Me estaba torturando, deseaba fervientemente ver lo que había allí dentro. Apreté los puños para no hacerlo noté como las uñas se clavaban en la piel del interior de mi mano, haciéndome marcas y después pequeñas heridas. La mandíbula me dolía de la presión que ejercían mis dientes al apretarse. Estaba sufriendo y todo por una cosa ínfima, diminuta, del tamaño de una caja de cerillas. Aguantaría hasta que mi novio llegara, aunque eso significara el destrozarme las palmas de las manos, los labios a mordiscos y terminar por hacerme daño en el tobillo al deambular por la habitación dando vueltas alrededor del pequeño objeto. Mi corazón palpitaba con fuerza, en mi pecho, en mis sienes, detrás de mis orejas. Necesitaba abrirla o e volvería loca. Y, repitiéndome las palabras “cuando vuelva Marius” aguanté unos minutos más. Entonces escuché la puerta principal abrirse y la voz de mi pareja saludarme desde la entrada. ―Cielito ―canturreó contento. Ya estaba ahí, iba a venir a buscarme y yo no habría visto el contenido de la caja. Había sido estúpida y no la abrí cuando pude, ahora él tendría que verme en un estado de nervios extremo en el que nunca me había visto antes. O tal vez no tendría por qué hacerlo. Me abalancé sobre la cama sin importarme el dolor punzante que me atravesó toda la parte inferior de la pierna y agarré la caja con ambas manos. Después, ansiosa, abrí la caja. Tenía que hacerlo antes de que él me encontrara con su sorpresa descubierta así que sin más dilación miré en el interior. Por dentro era de madera oscura y de ella salió una especie de niebla blanco azulada que se extendió por la habitación para, finalmente, salir hacia el pasillo. Un golpe se oyó en el comedor y después silencio. ―¿Marius? ―pregunté. Asustada, me levanté de la cama y con la caja aún entre mis manos cojeé a prisa por el pasillo hasta llegar al comedor. Allí, frente a mí se encontraba el cadáver de Marius, vestido de traje negro y rodeado de pétalos que se habían desprendido del ramo de rosas rojas que traía para mí. Esther Galán Recuero 64


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