C ARPE D IEM
Lady Cabra
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Š Lady Cabra
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Sol y Luna h
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E
ra un cálido atardecer de primavera. El cielo estaba casi despejado, salvo por algunas nubes despistadas que volaban, libres, por la inmensidad en la que se desplazaban. El sol, que ya se iba acercando al horizonte detrás de las montañas, destellaba con un tono anaranjado que dejaba en el olvido el azul del cielo que reinaba de día. Con admiración, el agua del lago reflejaba aquella hermosa luz, mientras la fresca brisa acariciaba su superficie y creaba leves ondas en ella. En una de las orillas que delimitaban el inmenso lago, se hallaba una muchacha de anaranjados y dorados cabellos que, al igual que el agua, parecían reflejar la luz y brillar por sí mismos, como si fueran llamas cayendo por sus hombros y espalda. Su piel, levemente bronceada, era lisa y suave, y los iris de sus ojos presentaban un color tan oscuro que parecía negro. Vestía con un sencillo vestido rojo, de tirantes y hasta las rodillas, con un pequeño lazo en su cintura. Estaba de pie, descalza, sobre la húmeda tierra que constantemente era bañada por las pequeñas ondas del agua, que avanzaban y retrocedían en un ritmo casi hipnótico, mientras mantenía una mano sobre la corteza de un pequeño árbol que había crecido en el límite del lago. ~7~
–Ahh… –suspiró, habiendo cogido aire profundamente antes, mientras en su rostro se dibujaba una expresión relajada y en perfecta armonía con todo aquello cuanto le rodeaba. Disfrutaba del suave aroma de las plantas, la delicada humedad del ambiente, el tacto de la tierra fresca bajo sus pies y el de la madera del árbol en sus manos. Era uno con la naturaleza, y aquello le encantaba. «¿Verás algún día lo que yo veo, Luna?» –pensó, con tristeza, y después esbozó una sonrisa cargada de melancolía. Pronto volvería de nuevo a su mundo. Los últimos rayos del sol acariciaban la superficie de las montañas, el agua del lago, y la suave piel de la muchacha. –Es hora… –dijo en voz baja, hablando para sí misma, y se separó del árbol. Su cuerpo se convirtió en llamas anaranjadas, y avanzó rápidamente a través de un rayo de sol que hasta ella llegaba. Después, el ígneo astro acabó completamente escondido detrás de las montañas. El cielo se tiñó de negro, y más tarde, una hermosa luz blanca comenzó a iluminar todo a su paso desde el lado contrario al que había desaparecido el sol. Primero fueron la orilla y el árbol, después la calmada superficie del agua, y por último, las montañas. En el lugar en el que había estado antes la joven, ahora se hallaba un hombre albino vestido con una túnica blanca. Su pelo, liso y plateado, caía como rayos de luz por su espalda. Su piel, blanca como la nieve, parecía reflejar la luz del satélite que ~8~