© José Luis Trujillo
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I.S.B.N.: 978-84-15649-84-7 Impreso en España Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación ni de su contenido puede ser reproducida, almacenada o transmitida en modo alguno sin permiso previo y por escrito del autor.
Para Pepa, José Luis, David y Carles, mis mejores historias. Y para Alejandro, Laia y Lucía, por aportarme nuevas energías.
1. HABLAR MUCHO
N
i siquiera recordaba a ciencia cierta cuando empezaron los síntomas que en la actualidad padecía. Desde siempre había sido una persona locuaz y extremadamente habladora, que disfrutaba de una buena conversación o tertulia, en las que le gustaba participar de manera decidida. Esta manera de ser, propició que buscara, primero con interés y después de manera obsesiva, oportunidades para seguir hablando de cualquier tema que se tocara. Y la verdad es que el tema se fue complicando. Cada vez que participaba en alguno de esos actos, una vez tomada la palabra, le era imposible dejar de hablar por lo que el resto de personas, en la medida en que se iban percatando, con excusas o sin ellas, dejaban el lugar y seguían en otra parte la discusión. Al principio no era del todo consciente de lo que le sucedía por lo que, no sólo se extrañaba, sino que consideraba de mala educación las personas que la abandonaban mientras ella seguía con sus exposiciones. Pero claro, al poco tiempo se dio cuenta de lo que realmente pasaba e intentó poner solución, aunque a pesar de sus intentos y buenas intenciones no podía controlar el exceso y consecuentemente era imposible para ella dejar de hablar. Cuando se quedaba sin interlocutores en directo, el teléfono era un buen sustitutivo ya que además le permitía que el discurso fuera aún más permanente y en forma de monólogo, muchas veces incluso a sabiendas que al otro lado, la persona fuera poco receptiva e incluso sabía, aunque jamás lo había confesado a nadie, que en ocasiones se-
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guía hablando aún después de notar el clic que delataba el abandono del receptor. La llegada de la noche no solucionaba la situación, ya que sólo cuando el sueño o el cansancio llegaban a dominar físicamente al organismo, finalizaba el monólogo que volvía a iniciarse de manera casi automática en el momento de despertar. Se dio perfecta cuenta que tenía un problema, que ya no podía controlar la situación. Visitó médicos que, desconocedores de la solución adecuada, le remitieron a famosos especialistas que tampoco fueron capaces, a pesar de intentarlo con tratamientos convencionales y alternativos, de curar la adicción. Cuando ya había abandonado, y totalmente recluida se dedicaba, sin dejar de hablar, a lamentar su suerte e intentar convivir como fuera con ella, alguien que había oído hablar del tema, preguntó si podía visitarla aduciendo que quizás tuviera una solución para su problema. Con cierto escepticismo, y sobre todo porque la visita le daba pie a seguir hablando con un nuevo interlocutor, lo recibió y en seguida notó que aquella persona era diferente, que parecía entender claramente su problema. “No es que hables mucho” –le dijo– “sino simplemente que piensas en voz alta. A mí me pasaba lo mismo, y es por eso que he reconocido tus síntomas”. Ciertamente, una de las pocas cosas que la persona no puede dominar completamente es la capacidad de pensar. Pensamos de manera permanente, expliquemos o no nuestros pensamientos, y hablamos cuando queremos darlos a conocer. Reconocido el problema, y a través de unos simples ejercicios de separación del pensamiento íntimo y del destinado a la exposición, la persona recuperó un nivel normal de locuacidad y con él, una vida y una relación más satisfactoria.
2. ME QUIERO SUICIDAR
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l salir esta mañana de casa no había previsto suicidarme. Por tanto no puedo decir que esa decisión respondiera a un cúmulo de reflexiones previas o de pensamientos más o menos ambiguos que hubieran desencadenado un deseo irrefrenable de acabar con mi vida. Sencillamente la idea me asaltó, de camino a la biblioteca, donde mi oficio de escritor me lleva de manera continuada, y así fue como pensé por primera vez en esa posibilidad. Lo primero que necesitaba era encontrar unas buenas razones para hacerlo, ya que una decisión de tal calibre, pensé, debe estar argumentada y basada en aspectos evaluables, de manera que a nadie le quede posteriormente la más mínima duda del por qué. No soportaría que después de mi muerte, el caso se cerrara con un vulgar “algo debe haberle fallado en su cabeza, no tenía ningún motivo...” Toda mi vida se ha movido dentro de los cánones de un relativo orden que, sin ser obsesivo, creo, he intentado mantener para que cada cosa tuviera su inicio, su camino y, en su caso, su justificado fin. Me parece peregrino contar con la improvisación de manera habitual o dejar las cosas a un falso libre albedrío que más sugiere un tratamiento poco afortunado de la vida. Según las estadísticas que recordé haber leído no hacía demasiado en algún artículo, el mayor número de suicidios se relacionan con la salud de la persona que lo realizaba. Hombres y mujeres, más mujeres por cierto, que también en esto demuestran su mayor grado de valentía, que se saben cerca de su final por alguna enfermedad irreversible y
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que asumen ser ellos los que tomarán la decisión final, otros aquejados de depresiones severas, u otras enfermedades mentales que, aún sin corresponder posiblemente a un acto cierto de la voluntad, escogen así mismo igual solución. Luego venían los desengaños, contemplados ampliamente claro, ya que sus razones finales ligaban con la familia, el trabajo, las amistades u otro tipo de relación que, de una manera u otra, producían los necesarios desencadenantes del hecho. El artículo en cuestión era mucho más profundo y su análisis riguroso profundizaba en estas causas y seguramente en otras, pero en esos momentos, sólo era capaz de recordar datos básicos, así que pensé que éstos eran ya suficientes como información complementaria para mi particular búsqueda de motivos sólidos. Llegué a la biblioteca y me dirigí a mi lugar habitual. Inicié mi ordenador para escenificar una sesión de trabajo más, pero lo cierto es que sin empezar a escribir una frase, continué con mis reflexiones ávido de encontrar los argumentos que, estaba seguro, existían y justificaban el importante acto que estaba dispuesto a realizar. En el apartado de la salud no encontraría una buena coartada. Para mi edad, cincuenta años, disponía de la ya consabida mala salud de hierro, con una constitución de ligero sobrepeso, alguna mala costumbre alimenticia, fumador impenitente y sin problemas de alcohol ni de ninguna otra droga o fármaco que provocaran dependencias enfermizas. No era seguramente una situación ideal, pero tampoco daba para más. En la última revisión médica efectuada, obligado como estaba a hacerla por el interés demostrado por mi editorial, especialmente a la hora de anticiparme emolumentos por cuenta de mi próxima obra, los resultados fueron considerados normales para una persona de mi edad, y se cerraban con las recomendaciones habituales que, año tras año, daban fin a dicho informe: rebajar o anular completamente el consumo de cigarrillos, controlar el nivel de colesterol y efectuar ejercicio suave, pero permanente, media hora diaria.
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Al principio, durante los dos o tres meses posteriores al reconocimiento, era capaz de sensibilizarme al respecto y cumplir seriamente las recomendaciones, para después cansarme de las mismas, relajarme y volver al tipo de vida habitual. En ocasiones había pensado que debería realizar la prueba médica cada tres meses en vez de cada año para así quizás conseguir periodificar mejor los resultados. En fin, me pareció claro que tocaba buscar en otra dirección. También estaba la familia. Quizás ahí, pensé. Una persona de mi edad, casado, con dos hijos y sus adyacentes problemas, puede encontrar razones suficientes para el suicidio en esta parcela. Me animé y me sentí interiormente gratificado. Empecé revisando mi status matrimonial. En mi opinión las relaciones de pareja atraviesan diversas etapas de las que ya en otras ocasiones he escrito o hablado. No presuponen una escala de valores, ni tampoco una significación de afectos o sentimientos, sino que se refieren a las actitudes vivenciales en las que, tanto el hombre como la mujer, acomodan sus intereses propios y comunes en pos de una relación armoniosa y basada en cada momento en aquellos que se suponen mejor para ambos. Estas etapas o fases no tienen que ver tanto con la edad de las personas, como con el número de años que lleven juntos, ya que dichas etapas se suceden unas a otras, y requieren experiencias y conocimientos compartidos para ir superándolas. Puedo asegurar que he observado parejas de muy diferente edad atravesando las mismas fases, en espera de, en el supuesto de continuar juntos, alcanzar la siguiente. Tampoco son, obviamente, fases con una duración exacta y determinada, ni que se puedan aplicar a todo el mundo. Estoy hablando en genérico, por supuesto. A la primera la llamo relación pasional. Sí, ya sé que no es una definición muy original, pero las definiciones deben ser claras ante todo y no creo que exista un adjetivo más claro para explicar esta situación. La pareja se conoce poco y se encuentra en un periodo previo de adaptación, y ese proceso está basado en la pasión. Es una relación intere-
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sante, ¡cuidado! no más que las demás, pero sí más intensa y emotiva, aunque generalmente más corta. Se prioriza el corazón y no la razón, el amor en su acepción más cercana a la dependencia física y psíquica de las partes, el sexo, el descontrol, la cercanía del uno con el otro, las horas juntos y en definitiva el tipo de relación más exigente y de mayor dedicación de todas las demás. Es una bonita etapa, aunque peligrosa. Es el peor momento para tomar decisiones importantes que puedan afectar a la vida posterior de la pareja, y sin embargo es el momento de tomarlas. Los errores en esta etapa son más difíciles de asumir, y las consecuencias de los mismos, especialmente cuando afectan más a una que a otra parte, pueden ser graves. También yo recuerdo haber vivido de manera gratificante esta etapa en mi relación, pero honestamente estoy seguro de no estar actualmente en ella. La siguiente, en mi opinión, es la que denomino relación matrimonial, usada de manera incorrecta para definir toda una situación contractual o legalista, pero que yo uso para concretar una etapa en la que el matrimonio, civil, religioso, inexistente o de cualquier otro modo, entendido como consolidación de un compromiso mutuo, forma el eje central de la relación en la pareja. Surgen los problemas de dependencia de terceras personas, generalmente hijos, de toma de decisiones relacionadas más con aspectos materiales, compra o alquiler de la casa, coche, estudios de los hijos, progresión en la propia actividad profesional, etc., que de otro tipo. No tiene por que haber terminado el amor, ni siquiera la pasión, debo suponer que en esos casos habría finalizado la relación, pero sí es cierto que dichos aspectos pasan a un discreto segundo plano, tendiendo la pareja a priorizar aquellas necesidades que les son más perentorias y que además les exigen el grado de responsabilidad que, como adultos y como pareja, estás obligados a demostrar y que requiere más el uso de la razón que del corazón. Etapa de relación muy importante y que marcará de manera evidente, el devenir de las siguientes en aquellas parejas que consigan superarla.
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Pasaríamos después a la que yo llamo relación mercantil. Debe entenderse este término desprovisto de cualquier carga peyorativa y utilizable solamente con carácter descriptivo en pos de la claridad de la definición como antes he citado. Ciertamente es una época más mercantilista, en donde el futuro tiende a priorizarse por encima del pasado, posiblemente porque ya se ha vivido más parte de éste que de aquel. La relación es más serena y pausada, aunque de sensaciones parecidas a lo hago por él porque él lo hace por mí, de búsqueda de compromisos a corto y de satisfacciones derivadas, más de lo que hasta entonces se ha conseguido, que de lo que se espera conseguir aún. La pasión, si existe, se limita a situaciones concretas, cuando no está en franco declive. El amor puede continuar, aunque para ello deberemos aceptar que el amor es un valor permanente en la vida, aunque de diferente definición en cada etapa. A la cuarta y última etapa la denomino relación de complicidad. Es aquella en la que cada uno lo sabe todo del otro y, sin embargo lo sigue queriendo y, consecuentemente, compartiendo su vida con él. Compartir recuerdos, alguna ilusión aún, achaques más o menos permanentes, reflexiones sobre lo vivido, depresiones leves o no tan leves, acuerdos y desacuerdos, compartir, en fin, como eje central de la relación. Es una etapa difícil, en donde se rompen más parejas de las que a priori puede parecer y en donde muchas otras se mantienen sólo en base a una inercia perversa o a algún interés inconfesable travestido de afecto. Es la última etapa y una vez superada, remata el ciclo de pareja al mismo tiempo que el ciclo biológico. Reflexioné durante un cierto periodo de tiempo, para intentar emplazar mi situación actual dentro de alguna de estas etapas, y concluí con seguridad que podía incluirme en la etapa de relación mercantil, pero no encontré deficiencias suficientes en la misma, incluso pensé que me sentía cómodo con la situación, aunque me asaltó la duda, que nunca antes me había planteado, respecto a si mi pareja pensaría lo mismo.
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En todo caso por esta vía tampoco encontré justificación suficiente para un suicidio. Encendí un cigarrillo a pesar de la prohibición conocida e indicada con un pequeño cartel con la leyenda “gracias por no fumar”, que por cierto me parecía un intento estúpido de prohibir amablemente siendo estos dos términos absolutamente antagónicos, situado a dos metros de mi silla, y la mirada inquisidora de un joven con aspecto de estudiante situado en la otra esquina de la mesa, que no obstante no hizo el menor comentario. Mientras lo consumía, continué mi reflexión sobre la búsqueda de argumentos que quizás pudiera hallar, pensé, en el análisis de la relación con mis hijos. No lo tienen fácil las personas jóvenes en estos tiempos. Son la generación con la mayor y mejor preparación académica y/o profesional de toda la historia. Estudian hasta los veintiocho o incluso más años, acaban carreras, consiguen titulación profesional, cumplimentan su formación con masters u otros conocimientos añadidos, hacen prácticas, becarías, etc., y, después de todo, les es dificilísimo, cuando no imposible, encontrar un trabajo acorde con sus conocimientos y remunerado razonablemente. Es posible que su capacidad de sacrificio sea menor que la de otras generaciones, al igual que sus ambiciones de futuro, pero… ¿Son realmente ellos los culpables? ¿No ha sido nuestra propia actuación, encaminada erróneamente a facilitarles lo que nosotros no tuvimos, lo que genera sus frustraciones? Es patético que a menudo tengan que reconocer que, con todos sus conocimientos, instalados en un nuevo siglo, y después de los esfuerzos realizados, su futuro económico, de calidad de vida, etc., será, sin duda inferior al conseguido por sus antecesores. Ciertamente no es una situación motivadora ni que genere energías positivas. Esa era la realidad con la que se enfrentaban mis hijos. Me sentí mal, me asaltó, y no era la primera vez, un sentimiento de culpabilidad y unas cuantas dudas sobre mi actuación como padre y mi relación con ellos. Siempre he pensado que, mientras que para cualquier actividad, incluso banal a veces, se requiere adquirir unos conocimientos, cuando
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no un título, y unas demostradas aptitudes, no existe ninguna exigencia legal previa para ser padre. Cualquier persona puede serlo a partir de un hecho puramente biológico y sus descendientes quedan a expensas de la preparación presunta y la buena fe supuesta de sus progenitores. Aunque quizás, pensé, no lo había hecho del todo mal. Puede que la parte de fortuna necesaria también me hubiera acompañado, pero lo cierto era que mis dos hijos no parecían demostrar una preocupación excesiva, y habían pasado, cuanto menos de momento, por encima de problemas más graves que podían haberles afectado, –drogas, desarraigo, frustraciones serias, etc.,– Creo que, sin caer en la parcialidad, podía afirmar que eran buenas personas, con una relación familiar correcta y un sistema de vida en general adecuado. Por tanto su situación me pareció cuanto menos normal y este pensamiento me tranquilizó e hizo que me sintiera más cómodo conmigo mismo. Me centré en el tema profesional. Recordaba casi con precisión fotográfica los inicios, los primeros escritos realmente mediocres, mis visitas sin éxito a las editoriales, mi trabajo como profesor de literatura en aquel instituto regentado por una institución eclesiástica que reafirmó mi escepticismo religioso y que incluso ayudó a que se convirtiera en beligerancia militante. Vino a mi memoria la dificultad extrema y el esfuerzo que supuso para mí escribir la primera novela de cierta calidad. No soy un escritor dotado de grandes cualidades y lo sé, mi principal valor, aún ahora, es la constancia, la dedicación y trabajo. Admiro a los pocos genios, para mí lo son, que son capaces de plasmar en un papel ideas, historias o reflexiones de corrido, con el único bagaje de sus conocimientos. No es mi caso. Recordé con cierta sensación gratificante, mi primera publicación amparada por un editor que confió en mí, y que ahora además de seguir siendo mi editor, es también un amigo. No siempre coincidimos, y me sigue poniendo de los nervios su visión mercantilista de la literatura, que el define como realista, y que me obli-
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ga en más ocasiones de las deseadas a variar estructuras narrativas, a modificar características de los personajes u otros matices que, siempre me dice, no alteran el contenido ni la calidad de la obra. Supongo que será así, los ejemplares vendidos después de tantos años y tantas obras, me obligan a darle la razón y a mantener con agrado una relación tan antigua como poco habitual entre el editor y el escritor. Por tanto estaba obligado a reconocer que con una retribución suficiente, un prestigio profesional adecuado, y trabajando en aquello que realmente estaba más cerca que lejos de mis aspiraciones de siempre, la situación era definible de manera muy próxima a persona privilegiada y que este camino no llevaba al destino final que yo pretendía encontrar. Me entró una cierta angustia. ¿Por qué no encontraba razón alguna suficiente? ¿Qué tipo de persona era yo? ¿Quizás el hecho de no encontrar razones, era una buena razón? Lo cierto es quería suicidarme y aún no sabía por qué. Quizás debía analizar otras razones, los amigos, la ciudad donde vivía, el miedo a la vejez decrépita,… No, no eran argumentos suficientes. En este punto mi mente se quedó en blanco, bloqueada. ¿Qué debía hacer? Me acomodé en mi silla, me relajé y permanecí en esa posición durante unos minutos. De repente vino a mi memoria una frase que había leído en algún sitio. Decía: “El objetivo de las danzas tribales para propiciar la lluvia, no es tanto que llueva como el de aprender a bailar mejor” Estaba claro, no me suicidaría, lo que iba a hacer es escribir un cuento con mis reflexiones.
3. LA MASCOTA
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iempre he tenido mal despertar después de una borrachera, pero aquel día fue especialmente duro. Al abrir los ojos me encontré de narices apoyada en la espalda de un maromo al que no podía identificar. Olía casi bien, levanté la sábana mecánicamente y contemplé un cuerpo molón y bien formado que me hizo suponer que me lo habría pasado bien con él la noche anterior. Lástima que no recordara nada en absoluto. No esperé a verle la cara, Me levanté torpemente con una sensación de inestabilidad como si aún me encontrara con residuos del coloque de las últimas pastillas, además de una especie de pinza que me atornillaba la zona desde el estómago hasta el chichi. Me bebí el último actimel que había en la nevera con la esperanza que los millones de bichos que lleva dentro fueran suficientes para reponerme. Al salir de la ducha, mi desconocido acompañante estaba sentado en pelotas en el borde de la cama con expresión entre contemplativa y gilipollas. Le eché una mirada y la verdad es que en aquella situación no me pareció en absoluto atractivo. Tomé nota mentalmente de cuidar mejor la selección en mis salidas nocturnas. Me preguntó como estaba, le dije que bien y que se largara. No pareció extrañarse demasiado, seguramente tenía perfectamente asumido su papel de aquí y ahora, o sea que, sin ducharse siquiera, se vistió y se marchó. No fue hasta el cabo de un rato que, mientras me ajustaba el tanga en el interior de mis jeans pensando en el palo que representaba tener que ir al trabajo, me fijé en un bote de cristal de los que algún día habrían
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contenido zumo natural sin azúcar, que se encontraba encima de la mesita de noche con una tapa de chapa agujereada y un bicho negro y asqueroso dentro. Intenté recordar cómo había llegado hasta allí pero me era imposible. Costaba creer que yo lo hubiera recogido, ya que no he tenido nunca sensaciones positivas hacia los animales y menos para los insectos que es lo que me pareció aquel cuando, acercándome, le eché el ojo. ¡Joder! Igual me había acostado con un naturista olvidadizo, pero lo cierto es que no recordaba ni su nombre ni, por supuesto, donde localizarlo. Mirando al bicho en cuestión, primero me pareció que estaba muerto, o sea que cogí el tarro y lo zarandeé vivamente para ver que pasaba, así que pude comprobar que el bicho se movía e intentaba subir por los bordes hasta que, hacia la mitad de la pared de cristal, resbalaba y caía de nuevo al fondo. En eso, me percaté que ya era aún más tarde lo habitual y que si no me daba prisa, batiría mi propio récord de retraso en el curro, por lo que de manera casi automática metí el tarro con el bicho en el bolso y salí cagando leches. Observé todo tipo de miradas cada vez que alguien pasaba por delante de mi mesa y reparaba en el bicho. Algunos intentaron efectuar algún comentario al respecto, hasta que se daban cuenta de mi nulo interés en escucharlos. Lo único que yo pretendía era dejar pasar el tiempo hasta la salida del curro para solucionar esa ridícula situación. Cuando ya parecía que no quedaba nadie por reparar en el bicho, mi jodido jefe se acercó por la mesa para cumplir con el odioso trámite diario de mirarme repetidamente las tetas, lo cual al principio me cabreaba y hacía que me sintiera incómoda, hasta que hace ya algún tiempo, me propuse pasar de él y ponerme los escotes aún más bajos y adoptar las posturas más adecuadas cuando llegaba, para que tuviera una visión total, por lo que daba un montón de risa ver como intentaba disimular la dirección de su mirada. Eso sí, a pesar de todo, cada día efectuaba el repaso correspondiente. Para mí que se ponía cachondo.
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Cuando vio el tarro lo miró con detenimiento y me dijo que si me gustaban los grillos, con lo cual me enteré que ese era el tipo de insecto que había encontrado. Sin esperar respuesta me soltó un discurso sobre estos insectos, lo que comían, el sonido que producen, su hábitat natural, etc. ¿Dónde coño habría aprendido el tío esas cosas? Además, yo no tenía el más mínimo interés en sus explicaciones, así que le dejé hablar sin más, y al cabo de unos minutos, después de una última y mal disimulada mirada a mis pezones, se largó. Mientras se acercaba la hora de la comida y yo iba realizando mi monótona tarea, tuve la sensación un par de veces que el grillo se paraba en el cristal de su jaula reciclada y me miraba. No presté demasiada atención la primera vez, pero su insistencia hizo que por un momento me fijara detenidamente en aquel animal huérfano de propietario al que yo, de manera obligada y temporal, había adoptado. Tenía un color negro café, largas antenas y unas grandes alas que le cubrían todo el abdomen. La verdad es que desde esa perspectiva no me parecía tan repulsivo, e incluso lo encontré ciertamente interesante. De repente me pareció absurdo y cruel que estuviera encerrado en un habitáculo como aquel en el que desde luego no podía estar muy cómodo y pensé en la posibilidad de dejarlo suelto al salir de la oficina. Claro que, por otra parte, igual era algo especial y valioso para la persona que lo había dejado en mi casa y yo le hacía una putada soltándolo. Y mientras tanto, me seguía mirando como si quisiera decirme algo. ¡Joder! Lo que pasaba es que no tenía comida, ¿Cómo no lo había pensado antes? ¿Cuánto tiempo llevaría sin comer? Afortunadamente me acordé de algo que había comentado mi jefe en su discurso respecto a que comían material de plantas, así que fui directamente a una de las jardineras que teóricamente, yo las encontraba sumamente horteras, embellecían nuestro lugar de curro, y cogiendo trozos de las hojas y resto del material que se encontraba en la base de las plantas, se las pasé desenroscando con cuidado la tapa del tarro. Seguí con mi tarea pensando que a la salida, debía dar solución definitiva al tema y encontrar al maromo naturista para devolverle su mascota.
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No estaba segura del recorrido de marcha que había efectuado la noche anterior, así que al salir de trabajar, empecé a buscar en aquellos locales en los que habitualmente me movía. Pensé preguntar a los camareros y a los colegas que encontrara en TANZANIA’S, en COLOCA-T, o en ENVIVO, si me habían visto y si conocían a mi acompañante. No tuve éxito en los dos primeros, aunque aproveché la visita para saludar a la peña y fundirme un par de cubatas que me sentaron de puta madre. Cuando llegué a la puerta de ENVIVO, observé unos carteles ya casi despegados, que anunciaban la actuación del grupo SACRED, en el fin de semana anterior. Este grupo me encantaba y los había seguido ya en muchas otras ocasiones, por lo que supuse primero y casi recordé después, que había estado también viéndolos el último día. Así que entré y me dirigí a la barra en la que, entre otras camareras, estaba Celia, una tía cojonuda con la que hace algún tiempo me lo hice en una noche de alcohol y dudas profundas sobre mis tendencias sexuales. No puedo decir que estuviera mal, la tía sabía lo que hacía, pero decidí que no era lo mío y no se repitió, aunque seguimos de buen rollo una relación amistosa. Le pregunté y, no sin esfuerzo, recordó haberme visto salir del local después de la actuación con un colgao, así le llamó, cuya descripción coincidía con el naturalista. Me comentó que a veces lo veía por el local, así que, sin decirle porqué lo buscaba, para evitar que se meara de la risa, le pedí que si lo volvía a ver le diera mi número de móvil y le dijera que me llamara. Asintió y después de intentar invitarme a una copa a la que me negué, me largué mientras oía a Celia que, por lo bajini, me decía que con ella lo pasaría mejor. Confieso que camino de casa me pregunté a mí misma el porqué estaba montando toda aquella historia por un bicho que a lo mejor era más feliz si lo abandonaba en cualquier esquina, tentación que tuve en algún momento. Pero ¡joder! Seguía pensando que quizás fuera una putada para el propietario, y además lo cierto es que empezaba a gustarme el puñetero grillo. Jamás había tenido una mascota y la idea de que-
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dármelo y cuidar de él me pareció atractiva. ¡Hostias! Igual me estaba haciendo mayor. Es acojonante lo de Internet. Al llegar me puse a buscar información en el google y por poco me convierto en una experta sobre los grillos. Resultaba que mi mascota era un artrópodo, insecto ortóptero y además, por sus características, macho. ¡Manda huevos! Su hábitat, alimentación, comportamiento, etc., todo explicado de manera que hasta yo entendía. Decididamente, por lo menos hasta que se presentara su propietario, me lo quedaría y cuidaría de él. Me gustó tomar esta decisión, me sentí bien y me emocionó notar que tomaba una responsabilidad, a lo que no estaba acostumbrada. Recordé que en algún sitio de aquel apartamento había visto una pecera perteneciente a un antiguo inquilino y que yo había reciclado como contenedor de objetos varios, así que una vez la encontré y después de limpiarla y hacerle sitio en una esquina del mueble cajonero y multiusos apoyado en la pared enfrente de mi cama, me dispuse a montar un habitáculo agradable para mi grillo siguiendo las instrucciones del google. En un par de jardines de una pequeña urbanización de casas pareadas que se encontraba dos calles más arriba, encontré todo lo necesario: piedras, pequeños troncos, plantas e incluso un pequeño contenedor para agua que posiblemente alguien colocó en una rama de árbol para uso de pájaros más o menos residentes. Seguro que ellos, los pájaros, lo entenderían. Una vez en casa de nuevo, y con todo dispuesto, saqué al grillo de su estrecha residencia y lo dejé caer en la nueva que aún olía a verde y a naturaleza húmeda. No sé, pero me pareció notar que le gustaba. Lo siguiente, pensé, era buscarle un nombre. No le iba a llamar grillo siempre, al fin y al cabo se trataba de MI mascota y por tanto debía tener su propio nombre. Nunca había pensado un nombre para nada ni nadie, así que no fue fácil, pero finalmente me decidí por ARTIE. Sin duda era un buen nombre para un Artrópodo.