Cuentos de un nefelibata

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XIMO TEJADO

CUENTOS DE UN NEFELIBATA



CUENTOS DE UN NEFELIBATA

XIMO TEJADO


Cuentos de un Nefelibata Autor: José Joaquín Tejado Diseño de cubierta: José Joaquín Tejado. Fotografía de cubierta: “La soledad” Jose Luis Fernández. Primera edición: Septiembre 2010. Editor: pasionporloslibros ISBN: 978–84–938190-9-5 Dep. Legal: V-3087-2010


A Jose y Cris, por empujar el carro en el que yo iba subido



Desdichados aquéllos que la vida maldijo, que no soñaron nunca ni supieron amar. Hay que sembrar un árbol, un ansia, un sueño, un hijo. Porque la vida es eso: sembrar, sembrar y sembrar. José Ángel Buesa.



ÍNDICE

Prólogo ...................................................

11

El amigo .................................................

15

El manzano ............................................

27

El marinero ............................................

31

El pintor .................................................

37

El poeta ..................................................

55

La justicia ...............................................

65

Mi padre .................................................

75

Les amants .............................................

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PRÓLOGO

Cuando me pidieron que escribiera el prólogo de este libro, rehusé hacerlo cortésmente. Y no por ningún tipo de animadversión hacia el libro, ni mucho menos hacia su autor. Era sólo que, llegado a ciertas edades, la cabeza me pide una merecida tranquilidad, más mirar y observar y un poco menos leer y pensar. Sin embargo ante la insistencia del escritor, con continuas llamadas telefónicas a las que me negaba a contestar, dicho sea de paso, mandando infinidad de cartas, una tras otra, rogando, suplicando que accediera a verle, diría, que me vi obligado, por educación, a recibirle. Le recibí en mi retiro, o más bien en la residencia de ancianos que cumple muy bien el papel de retiro. Era un joven inquieto, nervioso, distraído e incapaz de mirar a los ojos cuando te hablaba. Parecía como si estuviera más pendiente de lo que le rodeaba, que de lo que yo tenía que decirle o de lo que tenía que decirme él. Aún así, sus palabras sonaban convincentes, gesticulaba en demasía pero con gran pasión y sobre todo, lo que me hizo cambiar de opinión, dado que iba a mandarlo de un puntapié a la puerta de entrada de la residencia, fue que, no me hablaba de ideas o de proyectos o simplemente no intentaba convencerme de escribir el prólogo, sino que hablaba de sueños, de sus propios sueños y lo hacia como mucha gente hoy día ya ha olvidado. Hablaba con el corazón. Después de todo lo corrido, lo vivido o lo leído, pocas cosas pueden sorprender a un anciano de mi edad. Y sin-


ceramente, este libro, aunque lleno de buenos relatos, no lo consiguió. Lo que sí consiguió fue abrir una maleta, que estando como estoy, vivo, no tenía por qué estar cerrada. Despertó en mi interior un volcán que llevaba dormido muchísimo tiempo. Y de ese volcán, ya en erupción, corrieron ríos de imágenes y recuerdos, recuerdos de mi infancia, imágenes de mi juventud, de mi madurez. Y de esa maleta, recuperó los rostros de amigos ya perdidos en el tiempo o en la eternidad y liberó deseos y sueños olvidados entre mudas y trapos viejos. Pero por encima de todo, logró, y eso fue como volver a jugar lejos de las sombras, remover, allá en las calderas del corazón, unas cenizas por las que vislumbré una diminuta brasa encendida de aquel amor de mi juventud, de aquella niña de piernas largas, de aquella mujer que iluminó mi vida. Estuvimos hablando durante horas, toda una tarde nos la pasamos divagando sobre esto o aquello. La vida dentro de una residencia no la marcan los diversos relojes que hay colgados por las paredes de las salas. La marca la rutina. Uno no se despierta a una hora o a otra, uno ya tiene los ojos acostumbrados a despertarse cuando toca, justo momentos antes de que vengan a despertarlo. Se desayuna, se pasea, se lee un ratito y la comida. Y aunque marches distraído en el paseo o estés inmerso en una lectura apasionante, uno intuye cuando va a sonar el timbre de la comida. El cuerpo lo sabe y lo pide. Y las tardes no difieren mucho de lo que son las mañanas. Salvo por el hecho de que, en vez de paseo haya siesta y en lugar de la comida se sirva la cena. Aquella tarde fue distinta, no paseé, no disfruté de siesta y mis piernas no se durmieron por estar inmóviles tanto tiempo. No leí, ni siquiera vi la televisión, ni mi cuerpo protestó cuando mis oídos hicieron caso omiso del timbre


para la cena. Fue una tarde distinta. Porque, cuando no eres más que un viejo en el que apenas queda rastro del que era, cuando ya no llegan las visitas, cuando eres el último pétalo que falta por marchitarse y tu única esperanza es que te sobrevenga a la cabeza algún recuerdo lejano que te ate un poquito, apenas nada, con este mundo. Cuando en definitiva sólo esperas a la muerte, amigo poeta, porque el amor ya pasó, agradeces infinitamente que un joven venga a perturbar tu retiro con los mismos sueños y metas que tú tuviste hace, aseguro, cientos de años. Por eso, no me queda más que agradecer a estos relatos, que a continuación van a leer, el hecho de haberme devuelto ya no la vida, porque ésta a la altura que vuelo, anda ya algo fría, sino la suerte de saber que aunque muchas veces no lo recuerde, vivir, he vivido.

Bertrand Boufier 1920-2009



El amigo



–¡Hola familia, ya estamos aquí! –Hola hijo mío. ¿Como estáis? ¿Y mis nietos? Mi madre salió a recibirnos. Todas las navidades la sorprendíamos igual, retocando el árbol de navidad. No le gustaba que nadie lo tocara, pero mi padre, para hacerla rabiar, le cambiaba algunas figuritas de rama. Lo malo es que ella siempre le echaba las culpas a mi abuelo. –¿Y Papá? –¿Tu Padre?...Como siempre, en la cocina, peleando con el asado. Colgué mi abrigo en la percha del pasillo mientras mi mujer y mi madre les quitaban a mis hijos todas las capas de ropa que llevaban puestas. –¿Papá?– asomé la cabeza por la puerta de la cocina. –¡Hombre!, mi pinche, llegas tarde, ya tengo el pavo en horno. –Qué pena –irónico– entonces, llego justo para la cerveza –le di un abrazo. –Me alegro de verte hijo. –Yo también Papá. –¿Y el abuelo? –Creo que está en su habitación, leyendo, pero pregúntale a tu madre. – 17 –


–¿Quieres una?– le pregunté mientras sacaba una cerveza de la nevera. –No, acabo de abrir una botella de vino blanco. ¿Por qué no lo catas?, está espléndido. –No, prefiero una cerveza. –Pues, si vas a ver a tu abuelo llévale un poco de vino. Ya sabes cuanto le gusta. –¿Te echo una mano aquí? –No hijo, tranquilo. Lo tengo todo bajo control. –¡¡Abuelo!! Mis hijos asomaron sus cabezas por la puerta y se abalanzaron sobre mi padre. –Tened cuidado, el abuelo ya no está para muchos trotes. –¡Cómo que no estoy para muchos trotes! Aún puedo con estos renacuajos –y jugueteando, levantó a sus nietos, uno con cada brazo –Ten cuidado Papá. Voy a ver al abuelo. Y vosotros –me dirigí a mis hijos, aunque sabía que no me escuchaban– cuando dejéis machacadito al abuelo ir a darle un beso al bisa. La habitación de mi abuelo estaba apartada de todo el conglomerado de habitaciones. Hace años había sido un pequeño despacho que utilizaba mi padre, pero con la muerte de mi abuela, la habilitó para que fuera su dormitorio. Llamé suavemente a la puerta y la abrí despacio. –¿Abuelo? –¿Si? Pasa, pasa. ¡Vaya, qué sorpresa, mi nieto preferido! – 18 –


–No te levantes abuelo. Estaba sentado en un sillón con sus viejas gafas redondas hundidas en la nariz y con un libro entre las manos. –¿Cómo estás abuelo? –a duras penas se había levantado y nos obsequiamos mutuamente con un abrazo. –Bien, bien, hijo mío. Cada vez veo menos y me cuesta más leer. Aparte de eso, no estoy muy mal. –Abuelo, ¿no tienes frío en esta habitación? –A estas alturas mis huesos no notan tanto el frío. ¿Dónde están tus hijos? ¿Los has traído, verdad? –Sí, no te preocupes, ahora vendrán a saludarte. ¿Qué estás leyendo? –siempre tenía un libro entre las manos. Debe ser el hombre que más ha leído del mundo, o al menos uno de los que más. –De ratones y hombres, de John Steinbeck. ¿Lo has leído? –No abuelo, no lo he leído. –Deberías hacerlo. Un gran libro sobre la amistad y la soledad. Ya lo leí hace muchos años pero estas fechas son terribles para los recuerdos. Me han venido a la cabeza los rostros de mis amigos de la infancia, amigos que ya están muertos y he decidido releerlo. Este libro me lo regaló uno de ellos, hasta me escribió una dedicatoria. Mira. –No te levantes, ya lo cojo yo –estaba sentado frente a él y alargué mi brazo para coger el libro. Una lágrima en un río. Eso, eso amigo mío, Eso también es el vacío. Tu amigo. Khuakin Nubir. – 19 –


–Es una dedicatoria preciosa. Khuakin Nubir. ¿Quién es, abuelo? –Un gran amigo, mi hermano de sangre. –su voz se tornó débil y tenía la mirada perdida, no en la habitación sino en el tiempo. –¿Murió? –Creo que sí, hace tiempo que no tengo noticias de él. –¿Ocurrió algo entre vosotros? ¿Por qué os distanciasteis? –yo le hablaba sin mucho interés, sólo quería darle conversación. Pero él seguía perdido en el tiempo. –Khuakin fue un gran hombre. Le conocí cuando destinaron a mi padre al sur de Angola. Tendría yo siete u ocho años y él más o menos la misma. Enseguida de conocernos nos hicimos buenos amigos. Era un niño muy inteligente y despierto. Siempre estaba detrás de mi padre acribillándole a preguntas –hizo una pausa y sonrió– quería ser médico como él. Un día, lo recuerdo como si fuera ayer, andábamos los dos jugando fuera de los límites del campamento militar. Jugábamos a escondernos. Yo, como casi siempre, era el que buscaba y él, el que se escondía. ¡Qué marcado lo llevo en mi cabeza! Buscándolo entre matojos iba, cuando de repente, oí un grito. Me asusté y salí corriendo en dirección opuesta al grito. Sin duda era Khuakin el que gritaba. Tardé en reponerme, y una vez me serené, volví sobre mis pasos. Cuando lo encontré, estaba sentado en el suelo con el tobillo de su pierna izquierda agarrado fuertemente por sus manos. Me miró como si no pasara nada y de la manera más natural me dijo que una serpiente le había mordido. ¿Y piensas que estaba llorando? Qué va, ni una lágrima derramó. ¡Qué valiente era! Estaba chupando el veneno de la picadura, decía que se lo había oído decir a mi padre. Cuando te muerda una serpiente tienes que absorber rápidamente el veneno y hacerte un torniquete. – 20 –


Con esas palabras me lo dijo. Demonios, tengo tan vivo ese recuerdo en mi memoria. –¿Y qué ocurrió? Me miró y volvió a sonreír. –Nada, la serpiente seguramente no era venenosa. Pero los dos siempre creímos que sus conocimientos le habían salvado la vida. –¿Al final consiguió ser médico? –sin levantarse, acercó su cuerpo hacia mi, así que deduje que aquella conversación sería larga. –Lo consiguió, –susurró y volvió a su postura inicial –vaya si lo consiguió. Khuakin no tenía padres, ni tenía casa, vivía errante por los alrededores del campamento y subsistía gracias a la caridad de los soldados. Mi padre lo encontró un día detrás de unos barracones. Oía gritos de socorro, pero no sabía donde. El bueno de Khuakin, intentando beber agua, se había caído en el contenedor donde se guardaban las reservas de agua. Desde aquel día, vivió con nosotros. Los dos íbamos juntos al colegio, los dos comíamos juntos, ayudábamos a mi padre juntos. Pasábamos prácticamente todo el día juntos, hasta dormíamos juntos. Éramos inseparables. Volvió su mirada hacia la ventana y se perdió. –Con ayuda de mi padre y de algunos altos cargos del ejército –prosiguió con la historia como si yo no estuviera. No sé si me la contaba a mí o simplemente quería recordarla–. Le consiguieron una beca para estudiar en los Estados Unidos. Estudió medicina en la universidad de Harvard, nada menos. ¡Qué gran médico fue, sí señor! –por un momento su mente volvió a la habitación– ¿Sabes? –me miró fijamente y bajó su voz– él fue quien descubrió la vacuna para esa enfermedad tan letal en África. – 21 –


–¿Qué enfermedad? ¿Para el VIH? ¿Te refieres al sida? –le contesté perplejo– Abuelo, nadie ha descubierto la vacuna del sida. Hay muchos avances al respecto pero sigue siendo una enfermedad incurable. –¡Claro! –intentó gritar, como un pajarillo que quiere pero no puede–. Si no fuera por esos malditos burócratas del gobierno y las compañías farmacéuticas esa enfermedad ya estaría curada. Lo trataron de loco, echaron por tierra sus estudios, le desprestigiaron, incluso amenazaron con matarle. –bajó el tono de su voz– Pero Khuakin fue más listo que ellos y les atacó con sus mismas armas. Volvió a África siendo ya un hombre respetado y admirado por todos. Con la ayuda de algunos magnates africanos, se presentó a las elecciones para la presidencia de su país y las ganó, ¡vaya si ganó! –dio un golpe de satisfacción en el reposabrazos. –Después forzó a las compañías extranjeras que extraían petróleo y diamantes de Angola a que presionasen a sus gobiernos. Si no había vacuna, no había diamantes, no había petróleo. Eso fue lo que les dijo. –¿Y qué ocurrió Abuelo? –mis palabras tenían una entonación entusiasta pero escondían incredulidad. –¿Que, qué ocurrió? Lo que ocurre siempre, muchacho, –intentaba que su voz sonara poderosa pero no lo conseguía– que los hombres buenos no tienen cabida en este mundo. Son repudiados como una enfermedad, olvidados como a un viejo. Hay más malos que buenos, hijo mío. La oposición, seguro, con ayuda de alguna nación poderosa, dio un golpe de estado y lo derrocaron. Le acusaron de asesino y de enriquecerse mientras estaba en el poder, de aceptar sobornos, y de cosas aún peores. Pero no pudieron probar nada. ¿Cómo lo iban a hacer!? Khuakin era inocente. Khuakin era una buena persona –bajó su voz y su mirada– no merecía lo que le ocurrió. No lo – 22 –


merecía. –sus ojos, que miraban sus desgastadas manos, se encharcaron. –¿De veras le ocurrió todo eso? –la verdad, quería mucho a mi abuelo, pero no me creía aquella historia. –Claro y mucho más. ¿Sabías que recibió un premio Nobel de la paz? –seguía cabizbajo. –No, no lo sabía. –Pues sí. –recompuso su rostro y continuó.– Después de su paso por Angola, consiguió que le nombraron presidente de las naciones unidas y logró lo que nadie había logrado en años, la paz. –¿La paz?– Le pregunté con las palabras y con los ojos, abriéndolos de incredulidad. Sin levantarse, se acercó nuevamente a mí y como si fuera a desvelarme un gran secreto, susurró. –La paz entre los hombres creyentes. La paz entre católicos y protestantes, entre judíos y musulmanes. –Pero...Abuelo, ésos todavía siguen matándose entre ellos. –¡Claro! –Alzó su voz y se irguió– a los malditos gobiernos occidentales no les interesa la paz entre religiones. Da muchos más beneficios la guerra, la venta de armas, las enfermedades, el hambre, la miseria ¿Por qué iban a querer la paz? –se reclinó en el sillón, fatigado– A los que mueven los hilos del mundo no les interesa erradicar nada de eso. La armonía mundial no da dinero. Hubo un silencio. Giró su cara hacia la ventana y volvió a perderse en el tiempo. Yo le miraba, incrédulo, esa historia no podía ser cierta, pero la contaba con tal entusiasmo que una parte de mí quería creerle. – 23 –


Me levanté y lentamente me agaché frente a él, coloqué sus manos al cobijo de las mías. –¿Abuelo, te encuentras bien? Giró su rostro hacia mí, una lágrima surcaba el desierto que era su rostro. –Sí, tranquilo –suspiró– estoy bien. –¿No tienes hambre? Iré a preguntar si está preparada la comida –me levanté y le ofrecí mis manos– vamos, le echaremos una mano a papá con la comida, sino, comeremos pavo quemado. –Ve tú hijo –sus tiernos ojos seguían encharcados– yo voy enseguida. –Como quieras, pero no tardes, aquí hace frío. Antes de salir de la habitación me giré para verle. Estaba sentado en su sillón mirando por la ventana, era un día gris y la poca luz que dejaba entrar el cristal alumbraba a mi abuelo de una manera especial. Tal y como debe alumbrarte la vida el último día que peleas con ella. Entré en la cocina, donde mi padre continuaba vigilando la temperatura del pavo. –¿Sigue sin ayudarte nadie? –Ya ves. Tus hijos han preguntado por sus regalos, yo quería esperar hasta después de comer, que estuviéramos todos, pero ya conoces a tu madre. No ha podido resistirse. –¿Papá? –Me había puesto una copa de vino y la estaba mirando. –¿Ocurre algo? – 24 –


–¿Crees que el abuelo es feliz?...Me refiero a...¿Crees que se siente solo? –me bebí entera la copa de vino y me eché otra. –Pues...No lo sé, hijo. La pregunta me coje un poco descolocado. ¿Te ha contado algo, te ha dicho que se siente solo?...Ya sé –miró al techo sonriendo– ¿te ha contado alguna historieta de las suyas? –¿Conoces a Khuakin Nubir? –¡Ja! ¿Te ha contado ésa? –Ya sé que no existe, no me la he creído. –No te equivoques –llenó su copa de vino y miró por vigésima vez la temperatura del horno. –¿No me digas que ese hombre existió? –Ese hombre existió, no sé qué te habrá contado tu abuelo, pero Khuakin Nubir existió. Fue un niño que convivió con él cuando apenas tendría seis o siete años. Lo único que sé, es que murió cuando aún era un niño por la mordedura de una serpiente. Mi abuelo me contó que un día los dos estaban jugando por una zona donde había muchas serpientes. Tu abuelo se encontró con una y empezó a molestarla con un palo. Khaukin le advirtió que la dejara en paz, por lo visto era de las más venenosas. Tu abuelo sin darse cuenta tropezó con una piedra y cayó al suelo. Se quedó paralizado mientras la serpiente se acercaba hacia él. Entonces, justo en el momento que se disponía a morderle, Khuakin, se abalanzó sobre ella, con tan mala suerte que le mordió en el cuello. Mi abuelo me contó que peleó durante toda la noche por su vida, pero no lo superó, la serpiente había descargado demasiado veneno en su cuerpo y no pudieron hacer nada. Mi padre calló y en ese momento los dos vimos a través – 25 –


del cristal de la puerta de la cocina como mi abuelo arrastraba sus pies en dirección al comedor. –Entonces –hice una pausa– ¿le salvó la vida? Aunque ya había pasado, los dos continuábamos mirando el cristal. –Si esa historia es cierta...se puede decir que sí. Mi padre, apuró su copa, cogió unos platos y mientras salía de la cocina, gritó: –¡Vamos familia, la comida está lista! Aún seguía mirando a través del cristal por el que mi abuelo había arrastrado su vida. Deslicé por mi garganta el último sorbo de vino. Y por un momento, comprendí la tristeza y el sentimiento de culpa que durante tantos años había cargado su corazón, sentí como mi cuerpo, ajeno al espeso calor de la cocina, se erizaba al paso de un escalofrío. Sentí como mi alma, presa de la pena, se escurría hasta mis pies.

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El manzano



Me gustaba la soledad de los bosques, así que decidí coger su camino, en lugar del otro, que iría lleno de pastores y viajantes. La verdad es que, aunque lo prefiera, tampoco me gusta mucho el bosque. Sus imprevistos son más imprevistos y eso me asusta. Aquella tarde de mi viaje, el imprevisto fue una mujer, una anciana mujer. La mujer estaba de pie frente a un manzano, hablando con él. Pensé que podía necesitar ayuda así que me acerqué y le pregunté si necesitaba algo o si podía ayudarla. Ella me contestó que no, que sólo estaba hablando con su marido. Al no ver a nadie le pregunté si su marido estaba allí enterrado. A lo que la mujer, girándose hacia mí y algo molesta, me contesto que sí. Que el cuerpo de su marido estaba bajo la tierra pero que su alma se había reencarnado en ese precioso manzano. Todas las tardes le traía un ramillete de flores, hablaba con él y luego su marido dejaba caer unas cuantas manzanas para que se las llevara a sus nietos. Ella siguió hablando con el manzano, y yo, aunque me habría apetecido coger una manzana pensé que era mejor dejarlo y seguir con mi camino. Al cabo de un rato me encontré con un labriego, de ésos que prefieren el camino del bosque para volver a casa. – 29 –


Cuando estuvo a mi altura, le saludé y le indiqué que más adelante se encontraría con una anciana hablando con un manzano. Que no se asustara, pues la mujer, supongo que por la edad, creía que su marido se había reencarnado en ese manzano y que no le cogiera ninguna manzana pues eran todas merienda para sus nietos. Así que te has topado con la vieja María, me dijo. ¿Sabes?, continuó, su marido se murió hace ya muchos años de un empacho de manzanas y como era hombre de campo, en el campo lo enterraron. Al tiempo de haberlo enterrado, de la tierra brotó un pequeño tallo que se convirtió en ese hermoso manzano que has visto. La abuela María siempre ha creído que el manzano era su marido. Yo, me dijo, voy al cementerio a visitar la tumba de mi mujer y sólo tengo una foto y una lápida fría con la que hablar. Ella puede abrazar el tronco, cuidar las ramas y comer el fruto que el manzano le da. Así que no seré yo quien le diga a la abuela María que su marido tan sólo es polvo, porque todos en el pueblo creemos que el antaño guardabosque Matías es ahora Don Matías el manzano. En ese momento se calló y como queriendo decir algo, miró al cielo, asintió con la cabeza y siguió su camino.

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El marinero



Y se vio salir del agua, acompañado de los primeros rayos de un sol que parecía primerizo. Se vio sentarse en un banco, aislado, al final del malecón. Aquel malecón que le vio partir tantas y tantas mañanas. Aquel banco que ocupaba, sacado de un mísero cuadro olvidado. Y él también vio partir los barcos, y hasta sus ojos recordaron el sentir de ver alejarse el suyo tantas y tantas madrugadas. Y evocó la visión de cómo, cada mañana, el viejo náufrago sentado en el banco, lo miraba, lo despedía, como una madre despide la vida de su hijo. Y se vio alzar el brazo por última vez, alejándose, presintiendo su muerte. Y recordó. Recordó la complicidad de la despedida con el anciano, recostado en el mismo banco que ahora soportaba su pena, su nostalgia, la pobre melancolía del náufrago que mira de reojo cansado de tanto recordar. Por recordar sus años mozos, en aquel mismo malecón, malecón que fue testigo de sus promesas de cuidarse, de abrigarse, de tener cabeza, de volver. Testigo de sus primeros pasos y a la postre últimos de su flirteo con el amor. De sus besos con Clara. De su ardiente sexo con clara. Clara, la dulce e inocente Clara. ¿Qué habrá sido de ella?. Habrá seguido con su vida, porque la vida siguió. Tal vez se habría casado y tal vez tendría esos hijos que los dos soñaban con tener en aquellas lejanas tardes de verano, abrazados en el banco del malecón. – 33 –


¿Y quién sabe?, si cada tarde de cada cinco de julio volvería al mismo lugar, al mismo banco en el que tantos y tantos días se prometieron una eternidad que les era ajena, que no les pertenecía y arrojaría desde lo profundo de su corazón un pequeño ramo de flores. ¿Quién sabe? ¿Quién sabe el destino de los hombres que dejan el suyo a merced de la mar? Las madres, tal vez la suya. La suya lo supo, sí. Vio cómo se alejaba y lo supo. En el inquieto mar de su alma supo que su hijo no volvería, que era hombre de mar y en la mar descansaría, como descansaba desde hace años su marido. Y también lo supo cada mañana que quedaba rezando en el altar de su habitación, con sus plegarias a vírgenes y santos. Plegarias baldías que tantos sacrificios costaron. ¡Madre que me viste de nacer, de qué poco sirvió rezar, de qué poquito! Pobre viejo, este náufrago que ve como la vida sigue, porque la vida siguió, como sigue la hormiga su camino aunque lo borres. Porque la vida es una ola ingrata y traicionera. Porque la vida no tiene memoria y nunca vuelve donde tú no has de volver. Y se vio aquella mañana, desde los confines de la muerte, se vio con Clara, con su madre, con su perro, más que amigo, más que perro. Y vio como los tres sabían que jamás había de volver. Porque no volvió. Es la condena que sufren marineros y barcos. Andar errantes por unos mares que a fuerza consideran patria. Patria de su cuerpo, pero no de su alma y tampoco de su corazón. Y rememorar una vida que les fue arrebatada por un amigo. Amigo hecho de brisas y oleajes, de tormentas y tormentos, de lluvia y de lágrimas. Amigo que ama tanto que mata. ¿Cuánto no querrá el mar a los marineros? – 34 –


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