El hijo de la matrona de Pampa

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EL HIJO DE LA MATRONA DE PAMPA

Arantxa Ugartetxea Arrieta


Arantxa Ugartetxea Arrieta, es nacida en Donostia-San Sebastián el 28 de abril de 1942, licenciada en “Ciencias de la Educación” especialización “Pedagogía”, por la Universidad del País Vasco. Titulada en “Euskara” por Euskaltzaindia (Academia de la Lengua Vasca). Actualmente miembro activo de “Eusko Ikaskuntza-Sociedad de Estudios Vascos”. Profesora en “Ikastolak” escuelas vascas, en la universidad, y programas de alfabetización de adultos, tanto en el País Vasco como en Colombia y Chile.




EL HIJO DE LA MATRONA DE PAMPA Arantxa Ugartetxea Arrieta


© Arantxa Ugartetxea Arrieta arantxaugartetxea@gmail.com I.S.B.N.: 978-84-15649-70-0 Edita:

Impreso en España Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación ni de su contenido puede ser reproducida, almacenada o transmitida en modo alguno sin permiso previo y por escrito del autor.


UNAS PALABRAS

Al hijo de la matrona de Pampa, le acompaña el misterio de su existencia. Desvela un mundo rural, cargado de las muy complejas convivencias que lo habitan, reciclando anhelos escondidos en lo más recóndito de los personajes centrales de la novela. Soñar, es para la protagonista principal de este libro, una manera de ver y descifrar la propia vida. La imaginación alberga, para Violeta, esencias que corresponden a la interpretación de una cotidianidad, plagada de imaginación, palabras, acontecimientos, realizaciones, amores y desamores, ausencias y reales presencias, que permanecen en el preciado baúl de los recuerdos. La muerte del patrón de la hacienda, “La Casona”, parece ser el origen de la trama que da consistencia a una forma de convivencia, en la que herencias, formación profesional, amor y amistad confidencial, logran una fecundidad rural muy deseada por los personajes que la integran. Lo recóndito, la intimidad individual, tiene en esta escenificación, consecuencias benefactoras. Lo oculto, lo que se cree que ha de ser desvelado, parece ser el trance que da lugar a crecimientos personales necesarios. La maternidad, se hace presente con fuerza en esta representación rural, en medio de una convivencia, propiciada por el cariño incondicional de tres mujeres que se empoderan de esta realidad, asumiendo así, el desarrollo afectivo de sus propias existencias. Arantxa Ugartetxea Arrieta Donostia 20/09/2012



ARCANOS QUE ACOMPAÑAN

–¡Hola! Le dije al compañero del camino a la ciudad de Presidente, que lucía un gorro espectacular de color amarillo desafiante, aparentemente invulnerable a toda clase de vendavales, ribeteado en rojo en lo tocante al rostro, con bucles anaranjados y una borla roja en el vértice. –¡Hola! –me respondió sin dejar de mirar al frente, absorto en algún tipo de curiosidad que yo ignoraba. Miré fijamente a su rostro y observé que en sus ojos había una alegría interior causada quién sabe por qué. Era como si guardara muchas preguntas y ninguna respuesta definitiva. Abandonado al propio camino, parecía creer en el caminar como algo necesario y fundamental. No tenía aspecto de atorrante. Yo que venía como escapando de casa sin más deseos que realizar los míos costara lo que costase, sentí el impacto de alguien que intuía como sin rumbo fijo y expuesto a la aventura de un paso detrás de otro, dejándose mecer por el vaivén del camino sin prisas y sin pausas. Esa actitud me hizo pensar que quizás tenía mucho que aprender, en la peregrinación que había comenzado, y que seguramente el señor del turbante iba a mostrarme alguna singularidad con su manera de hacer el camino. Estábamos cruzando la frontera entre Pampa y Presidente, disfrutando del Aconcagua, todo invitaba al silencio, a la admiración de su majestad la cordillera de los Andes, y de vez en cuando exhalábamos un suspiro, como expresión de un auténtico lenguaje del cuerpo humano, ante tanta hermosura a contemplar. Pero se trataba de seguir caminando y yo procuraba acompañar el paso firme del mentado peregrino, muy consciente de que el viajero no se sentía molesto intentando acomodarse a mí, sino todo lo contrario. Conversando sobre el paisaje,


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el viaje y las posibilidades de llegar a Presidente a pié, iba yo pensando en una frase que con frecuencia se usaba en mi entorno familiar. –No seas peregrina –le dije– era una expresión común en mi familia que yo nunca entendí lo que quería decir. –Entonces te negaron la aventura –me respondió con mucha amabilidad. –Es posible –le respondí. Decidí ponerme el gorro porque el viento era cortante aunque su roce en el rostro me agradaba sobremanera, ¡ojala se lleve de mi todos los fantasmas que albergo!, pensé. El pasado nos empujaba a ambos hacia delante, pero nuestras intenciones no sé si eran las mismas. Quizás yo iba buscando la aventura, pero él parecía más experimentado en ella y digo parecía porque su temple y sus palabras hablaban de una cierta libertad ya adquirida. Vestía una casaca de cuero con flecos de los que colgaban una especie de cascabeles. Al caminar, el silbido del viento y la música de los cascabeles, animaban la marcha llamando la atención de las personas que nos cruzábamos en aquella bajada que se prolongaba como sin fin pero que en definitiva nos conduciría hasta la ciudad. No he comentado que yo me arranqué de casa con Lagun, el perro al que personalmente no comprendía demasiado pero que no sabía vivir sin mí, dado que, le prestaba los cuidados necesarios para que me siguiera acompañando. Mi familia había quedado en una especie de ataque de enajenación mental, viéndome cruzar el umbral de la puerta, sin más atuendo que una mochila y mi perrito faldero. –¿A dónde vas? –me preguntó mi padre. –Exactamente no lo sé –le respondí– lo cual acabó de intranquilizarlo totalmente. Lo más sorprendente de todo era que, Lagun no corría delante de mí, sino que, me seguía fielmente, haciendo que no pudiera retroceder. Más que enredarse entre mis piernas, era como si me empujara


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a seguir el camino emprendido. ¡Bendito instinto animal!, pensaba yo, mientras sentía que me costaba superar el miedo por la aventura que había comenzado. ¡Debo de ser bastante peregrina! me decía a mí misma. Hacía muchos años que mi madre había salido de casa sin más explicaciones que un adiós y desde entonces mi padre me retenía como si fuera su último valuarte. No supe de ella en bastante tiempo, pero un buen día el cartero puso en mis manos un sobre a mi nombre que abrí con una ansiedad incontenible y encontré las letras de mi madre cargadas de ternura hacia mí, al mismo tiempo que me comentaba que la vida en libertad era algo que como mujeres necesitábamos experimentar. Desde aquel instante no paré de maquinar cómo salir de casa y hacia dónde ir. Vivíamos Alejandro, así se llamaba mi padre, y yo, en una casa de campo en Pampa, rodeados de bestias y criados. Mi abuela paterna y la mucama que nunca dejó de quererme, eran el regazo afectivo, del que sentía que debía alejarme para experimentar esa libertad de la que me hablaba Amagoya, mi madre. En la mochila había guardado dinero y ropas, por el camino iría dejando las cargas emocionales, aliviando mis sentimientos y fortaleciendo esa especie de locura cuerda llamada libertad. Lagun hacía que mi partida resultara más que una ruptura una continuidad y así fue como me entregué al camino. No sabía todavía el nombre del viajero que me acompañaba galantemente y mucho menos el sabía el mío. –¿Podría saber su nombre? –le pregunté con suavidad. –Por supuesto –respondió– me llamo Salvador, ¿y tú? –Violeta. Salvador parecía cojear un poco, pero sólo a veces, porque su firmeza al caminar era tal que resultaba difícil darse cuenta de aquel sí es no es de su cojera. No sabría decir lo que llevaba al hombro, nunca había visto una bandolera así. Todo en él era de una originalidad poco común, un aire de autosuficiencia envolvía su porte y aunque llevaba un bastón en su mano derecha no parecía serle de gran utilidad, sino


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más bien parte de la estampa de peregrino que deseaba mostrar. Calzaba zapatos deportivos no pesados, encajados como un guante en los pies. Sus manos eran grandes y no dejaba de mirar al horizonte. –¿Conoce la ciudad a la que nos dirigimos? –le pregunté. –No, es la primera vez que ando este camino. –Yo sí la conozco –le dije– por eso vuelvo, pero esta vez casi al desnudo, me siento atemporal y sin tierra firme bajo mis pies. –¿Qué buscas? –Libertad. –Eso no se busca –me respondió– mirándome a los ojos. Es algo en lo que se está o no se está. –Entonces, no estoy –le respondí. Cuando llegó la noche extendimos nuestras mantas a la vera del camino, nos cubrimos y quedamos rendidos, Lagun se acurrucó a mis pies. El amanecer fue espectacular, regenerados, emprendimos de nuevo cuesta abajo, soplaba un viento que empujaba en la dirección que caminábamos y mi perro parecía hecho de plumas de ave, casi volaba, siempre detrás como si pisara las huellas que íbamos dejando. Había un puesto de frutas y bocadillos en uno de los recodos del camino, una tetera calentaba agua para servir la hierba deseada y el señor que atendía quiso complacernos amablemente. No parecía lo nuestro una preocupación por el sustento, sino más bien, un reponer fuerzas. A Lagun le regalaron residuos de comida que aprovechó con deleite y cuando hubimos terminado, pagamos y nos despedimos del ventero con un ¡chao! Los coches que pasaban, a veces, nos pitaban e invitaban a que subiéramos, pero la realidad era, que ambos queríamos la experiencia del camino. Como no nos habíamos contado nuestras vidas, todo resultaba muy fácil, el silencio era un lenguaje apropiado, la contemplación de la naturaleza se imponía y todo consistía en seguir caminando. Yo


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pensaba que si no hubiera sido por él, no hubiera podido andar sola por aquel camino solitario, aunque en realidad, nunca supe lo que él pensaba. Esto debe de ser como lo de la libertad, me decía a mí misma, se está o no se está en la peregrinación y en este caso yo estaba. Decidí que Lagun cargara en su instinto mi vida anterior, me acompañara y se sintiera libre siéndome fiel. Opté por él, su incapacidad de hacer lo mismo era parte de mi felicidad, luego llegarían otras decisiones y todo sería más llevadero desde esta sumisión instintiva. Comenzaban a molestarme las plantas de los pies, quizás mi calzado no era adecuado y Salvador se dio cuenta perfectamente de mi incómoda situación. –Cuando lleguemos al primer pueblo –dijo– buscaremos una zapatería para que compres calzado más adecuado. No es lo mismo salir a pasear caminando que salir a caminar el camino. –Me agradaría mucho que me masajearas los pies si no te incomoda. Se arrodilló al instante y comenzó a desabrochar los tenis, con la finalidad de servirme en aquello que me hacía tanta falta. Sus manos, aunque grandes, sabían tocar y aliviar. Estiraba mis dedos y me los hacía sentir gigantescos, capaces de llegar hasta el fin del mundo. Los pequeños montículos de la parte delantera pegantes a los dedos en la planta del pié, estaban totalmente sensibilizados y necesitados de suavidad y fluidez. Los talones parecían escurridizos hacia delante, y los pies en su estado general comenzaban a estar débiles. Salvador se tomó todo el tiempo del mundo con cada uno de mis pies hasta dejarlos confortables. Entonces experimenté que todo mi cuerpo quedaba fortalecido y no pude menos de exclamar, –¡qué sosiego! –Todo nuestro organismo está en el mapa de la planta del pié –dijo él– todas las veces que lo necesites lo podemos repetir. Lagun seguía el camino sin demostrar ningún tipo de malestar ¡es la fortaleza animal! pensaba yo, esa que me parecía a mí que yo la esta-


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ba perdiendo. Comencé a sentir la ternura de Salvador que continuaba mirando sin descanso al horizonte y caminaba sin retroceder un ápice, seguro de haber encontrado la compañera de viaje que lo necesitaba, al tiempo que sentía la alegría de poder ser útil en aquella peregrinación que aparentemente era un sin sentido. –Muchas gracias –le dije– nunca pensé que los pies podrían ser mi primer problema. –En nuestras manos suele estar la solución de casi todo. No nos han enseñado a tocar y menos ahora que todo lo queremos ver y experimentar visualmente en las diferentes pantallas, grandes, medianas y pequeñas que rodean nuestra cotidianidad. –Es verdad, ¿qué sería sino de los ciegos? –La peor ceguera es la de los que nos creemos que todo lo sabemos porque lo hemos visto. Íbamos llegando poco a poco, a un conjunto de casitas rurales no alejadas del camino, pero aquello no tenía el aspecto de un pueblo, de todas maneras podríamos descansar y comer alguna cosa, beber agua o lo que se nos antojara. Sin ningún tipo de comentario caminamos hacia el interior del conjunto pero allí parecía que no había nadie. Cuando menos lo esperábamos, en medio de un jardín lleno de hortensias, nos pareció ver un sombrero alado y una mesa llena de utensilios de labranza. La puerta de la casa estaba abierta y todo invitaba a entrar. Sin más miramientos tocamos la puerta para ver si salía alguien a reclamar, cuando de inmediato apareció un joven alegre y simpático preguntándonos qué queríamos. –Deseábamos descansar un poco –dijo Salvador– porque queremos llegar a la ciudad pero nos falta bastante todavía. –Yo tengo mucha sed –dije sin más preámbulos. –Tengo agua suficiente y camas para descansar si ustedes lo desean –expresó el dueño del sombrero alado mientras nos mostraba un cuarto con dos camas y colocaba una jarra de agua con dos vasos en la mesilla.


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No nos resistimos a la oferta. Dormimos bastantes horas y al despertar la vista que nos ofrecía el ventanal era espectacular. Nos invadió una sensación cósmica y una tranquilidad inusual. ¿Pero qué hacía aquel joven en semejante majestuosa soledad? Su sombrero simulaba el vuelo espacial y la mesa llena de utensilios que tenía en el jardín recordaban al artesano todopoderoso de antaño. Mi compañero de viaje, por lo que se veía, le había hecho la pregunta pertinente mientras yo me duchaba con un agua calentita, regalo insustituible cuando se está en la falda de la cordillera, porque cuando salí al jardín una enorme piel estaba extendida encima de la mesa, los utensilios habían sido depositados en una mesita auxiliar y ambos hablaban de confeccionar unos zapatos. Comprendí que de allí iba a salir de manera diferente y estrenando calzado. Lagun permanecía alerta en el felpudo de la puerta esperando mis instrucciones. Lo acaricié y quedó dormido. –Déjeme que tome la medida de sus pies –me comentó el joven– porque le vamos a confeccionar unos zapatos adecuados. –Pero si no tenemos tiempo –le respondí. –¿Tienes fecha marcada para llegar a la ciudad? –me preguntó Salvador. –No. –Entonces no hay de qué preocuparse –respondieron al unísono. Me senté en una silla del jardín, destapé los pies, tomaron medidas y se pusieron manos a la obra. Supe que se llamaba Alejandro, como mi padre, y que como él gozaba de un porte rústico acompañado de una destreza manual capaz de crear lo que se propusiera. Él ordenaba y Salvador efectuaba, entre infinidad de comentarios al respecto, las órdenes recibidas. Dialogaban mientras practicaban y experimentaban en mis pies los logros que iban consiguiendo. Resultaba una escena digna de ser presenciada por alguien como yo, es decir, por una persona que nunca hubiera visto tanta destreza manual alimentada por dos cabezas cubiertas por un turbante y un sobrero, que intentaban, sin conseguirlo, abrigar lo mágico de sus contenidos, porque entre


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plantillas, tijeras, cola, barniz, lustre, cordones, goma y suela, se desparramaba la creatividad como dando vida a la mismísima piel. Hasta pensé, ¿a lo mejor siento que vuelo cuando me ponga el nuevo calzado? Y mientras pensaba en ello mi imaginación se disparó y corrió el camino hasta encontrarme en la añorada ciudad de Presidente. –¿En qué piensas? –me preguntó Salvador. –En llegar volando a la ciudad. Mientras, el joven Alejandro, ensimismado en su creatividad iba dando forma al calzado y disfrutando su obra como quien por primera vez en la vida descubre algo. Yo me fijé en los pies de ambos y sus zapatos correspondían a los trabajos o quehaceres que experimentaban. Los de Salvador tenían capacidad para resistir el camino y los de Alejandro conocían de qué material estaba hecho. La cuestión era que iban apropiadamente calzados. Sabían del hábitat en el que andaban. Al atardecer colocó Alejandro el par de zapatos encima de la mesita auxiliar y como quien galantea con su obra, me pidió que me los pusiera. Con una rodilla en tierra y colocando mi pié derecho sobre la otra, comenzó a introducir en mi pié aquella segunda piel con una agilidad poco común. Después hizo lo mismo con mi pié izquierdo. Cuando me enderecé y caminé todo el jardín, fui de nuevo a acariciar a Lagun y mostrarle el regalo. –Fantásticos zapatos –le comenté a Alejandro– desde la puerta, con un pié en el suelo y el otro en el peldaño. –Ahora ya puedes llegar a la ciudad sin heridas, rozaduras o rasguños, disfrutando el camino –me respondió. Salvador se consideraba, también, parte de aquella creación y contemplaba aquellos pies calzados con una especie de ternura muda pero claramente evidente. Ya estábamos ambos dispuestos y repuestos para emprender de nuevo nuestro cometido, que cada vez era más compartido. Pero antes de abandonar aquel hospedaje extraordinario, decidimos invitar a Alejandro a que nos acompañara hasta Presidente.


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–No, les agradezco mucho, pero precisamente estoy aquí porque no quiero estar en Presidente. La ciudad me agobia mucho. Tener que responder a las expectativas que sobre mí pretende mi entorno familiar, laboral y ciudadano, acaban con la genialidad de sentirme experimentando sin más admiradores que la cordillera, el firmamento y las personas de paso. No he madurado lo suficiente como para crear vínculos. Algún día yo también partiré hacia alguna ciudad. –¿Cuánto te debemos por tu trabajo? –le pregunté con una cierta nostalgia. –Lo que tú consideres está bien pagado. Me quedé pensando, miré mi mochila por dentro, busqué la cartera y coloqué 100 pagos con toda la delicadeza del mundo en sus manos. Me agradeció con naturalidad y nos despidió con emocionados abrazos. –Su servicio ha sido magistral –le dije mirando de frente a Salvador, mientras nos alejábamos poco a poco de aquel jardín de hortensias, seguidos por Lagun. Alejandro nos regaló su juventud y su generosidad creativa, fue un gran aliciente en el camino y sobre todo la posibilidad de poder seguirlo, en mi caso concreto gracias a la protección de mis pies con el nuevo calzado y en el de Salvador, porque le dio la oportunidad de compartir y aprender creando, al servicio de una causa concreta, ya que esto, de manera especial, les gusta a los hombres. Ya estábamos de nuevo rumbo a la ciudad. Recordé que había metido una libreta en la mochila para ir anotando las curiosidades del camino y pensé que era el momento de comenzar a escribir alguna cosa. Saqué el bolígrafo y la mentada libreta, me senté en una piedra que había a la orilla y le pedí a Salvador que me aguardara unos minutos porque deseaba anotar algo en negro sobre blanco. El aprovechó para desviar la mirada del frente y reparar en su entorno. Comenzó a recoger flores silvestres, hizo un ramillete y lo dejó como quien no quiere la cosa, encima de mi mochila. Eran violetas de los Andes.


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–Muchas gracias –le dije. –Hacen honor a tu nombre –me respondió. Con una facilidad extraordinaria, mi mano derecha se había deslizado sobre la página en blanco de la libreta, haciendo uso de la simbología, esa que llamamos la escrita, y con una caligrafía de libro habían quedado dibujadas estas palabras: Hoy he aprendido, que me lleva el instinto, que camino acompañada y que es necesario proteger las pisadas. Parece ser que la magia está en el camino. Cerré la libreta y como quien guarda un tesoro la coloqué en el bolsillo lateral de la mochila que aunque exterior estaba muy bien protegido por dentro y por fuera. Iba a acumular cierta sabiduría del viaje, entre páginas personales, que por el momento deseaba que quedaran en la intimidad. Salvador respetó mi actitud y se dispuso a seguir caminando. Lagun había aprovechado el momento para curiosear y marcar terreno pero cuando vio que yo me levantaba y comenzaba a andar, se colocó de un salto detrás de mí y sentí que me empujaba a seguir hacia delante con su instinto animal. No he explicado anteriormente, que yo necesitaba ponerme el gorro, porque mi rostro con su palidez simulaba un posible frío interior que se extendía por todo el cuerpo, cosa que descubrí cuando tomé la libreta en mis manos. Digo simulaba porque no era muy real. Llevaba puesto un poncho de colores, rojo, azul, amarillo y verde que me cubría entera incluida la vestimenta que llevaba. El gorro tapaba mis orejas y se elevaba hacia arriba, dejando un espacio hueco con la finalidad de que mi abundante cabellera respirara al tiempo que se acomodaba sin presión y a sus anchas. Lucía flores de color naranja sobre un fondo amarillo y las orejeras eran mulatas. Salvador pensó que mi rostro y mis manos, por su extrema blancura, estaban necesitadas de calor humano, de un cierto toque de piel cálida, pero permaneció observando sin atreverse a nada. Esto lo supe después porque me lo comunicó en un momento de intimidad. Si él


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miraba hacia delante, yo más bien permanecía dando un paso después de otro, con la mirada perdida en algún tiempo de otra época, acogiendo con tranquilidad e intentando trascender mi pasado cargado de experiencias considerando que no le interesaban a nadie. Decidí poner mentalmente, una cortina imaginativa, que separara el momento presente de todo lo vivido hasta entonces, y comenzar a incubar mi propia existencia. La intimidad es sagrada, me decía a mi misma. Quería caminar sin implicaciones existenciales ni problemáticas compartidas, en una palabra hacer mi propio camino. Me erigí en templo sagrado intentando ser respetada. De pronto miré las violetas y consideré que eran unas flores bonitas para mi propio altar. –Estas flores son muy lindas –le dije a Salvador con una espontaneidad que me sorprendió a mi misma. –Lucen muy bonitas en tu mochila, me gusta verlas adornando tu bagaje. –Voy a tener que encontrar algo para tu bandolera –le dije. –Si me proporcionaras algún palo como para llevarla al hombro, te lo agradecería. Desde ese momento, comencé a fijarme en el entorno con una intencionalidad que hasta el momento no tenía. Parecía que ese trabajo me lo asignaba a mí porque él seguía mirando al frente, mientras yo, acompañada de Lagun, me empañaba en una búsqueda nunca imaginada. Comencé a enviar al perro a correr por el campo en busca de alguna cosa, intuyendo que si lo veía enredado en algo podría encontrar lo que buscaba. No pasó mucho tiempo cuando descubrí un tronco caído bastante cerca de la carretera. Me aproximé junto con Lagun pero el bendito perro corrió hacia dentro de la maleza y regresó con una rama de árbol entre los dientes. –Eso puede servir –dijo Salvador– mientras acariciaba a Lagun. Luego sacó una navaja y comenzó a raspar y pulir.


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–Si le das en el extremo forma de una cuchara –le dije– podrás enganchar mejor tu morral. –¿Cómo? –Así. Tomé el palo, como la rama era tierna, lo doblé en un extremo dejando el espacio como para que entrara y quedara colgando la carga, pero necesitaba cerrar el hueco. Me quité el gorro, saqué la goma que amarraba mi cabello y con maña y fuerza, amarre de tal manera la punta doblada al tronco de la rama, que daba la sensación de no poder soltarse nunca. Tomé el morral con delicadeza, lo introduje con cuidado y abulloné su extremo de tal manera que resultaba imposible salirse de aquel ojo improvisado. Parecía abierto pero estaba cerrado. Salvador, con admiración y asombró, recibió el palo, se lo colocó al hombro, y esperó a que me pusiera el gorro. Me ayudó con delicadeza a introducir el cabello dentro y tomó mis manos cariñosamente para expresarme su agradecimiento. Yo quedé en una especie de sosiego interior con una alegría que se debía de reflejar en mis ojos, porque él me sonrió sin decir una palabra, mientras dejaba de mirar al horizonte para mirarme con ternura y de frente. Lagun, como de costumbre, estaba marcando terreno, pero en cuanto emprendimos de nuevo el camino, se colocó en su lugar privilegiado dispuesto a seguirme hasta el fin del mundo. Saqué un dulce de la mochila y se lo di como premio a su extraordinaria aportación. De nuevo se había hecho presente su magistral instinto. Pensé que antes de partir debería escribir algo y me senté en el tronco, sin más miramientos que lo que me traía en mis manos, haciéndole ver a Salvador que deseaba expresar algo en negro sobre blanco. Soy mi propio templo, albergo intimidad, incubo aprendizaje, y creo con mis propias manos. Nada es frío todo puede ser cálido. Soy la papisa de la catedral que frecuento, se denomina instinto. Mientras escribía sentada en aquel tronco de árbol pensé por unos instantes que yo pertenecía a otro pero que en realidad lo que quería era plantar mi propio retoño, regarlo y disfrutar con el tiempo de su


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incuestionable sombra protectora. Me imaginaba sentada en una especie de trono, confortable, acogedor y receptivo para todas las personas que quisieran acercarse. En uno de los lados deseaba tener una fuente de la que manara agua permanentemente, para escuchar el susurro de su fluidez y sentir la frescura propiciada. Me intuía regentando el mundo desde el regazo humano al que pertenecía, convencida de que ese sería el único apoyo de mi cetro real. Me acomodé bien, coloqué la ruana como si fuera la piel de un mapamundi sobre mi cuerpo, solté mi cabello y el gorro adquirió forma de corona. Imaginé que había peinado muchas lunas y me sentí con una energía y exuberancia nunca experimentadas hasta entonces. Salvador dejó de mirar al frente y un tanto sorprendido intentó aproximarse. Sentí que observaba mi belleza femenina fijamente. –¿En que puedo servirte? –me preguntó. –Sólo quiero que me acompañes. –No sé si sé muy bien en qué consiste el acompañamiento que tú quieres. –Es ese que tú practicas –le dije sin mirar de frente. –Saberlo me hace feliz. El aparatoso vuelo de un pájaro grandote interrumpió nuestra conversación bruscamente. Parecía un cóndor pequeño y acabó por posarse en mi regazo. Lo arropé con mi mano y quedamos los dos ensimismados. ¡Qué belleza la de aquél momento! No tardé mucho tiempo en darme cuenta que una de sus alas estaba dañada. –¿Cómo podemos curar esta ala? –le pregunté con ansiedad a Salvador. –Sólo requiere tiempo y descanso –me respondió– porque es como si no hubiera crecido todo lo necesario. Automáticamente, Lagun, se posicionó detrás del viajero mientras yo acomodaba a la cría de cóndor en el otro bolsillo lateral de mi mo-


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chila para dar la oportunidad al ave de poder viajar con nosotros hasta que se sintiera capaz de emprender el vuelo. El instinto protector de Lagun me enternecía, al tiempo que pensaba que le agradaba incitar a seguir adelante a Salvador porque al incitarle a él, me incitaba a mí. La cuestión era que, desde su instinto animal ya había creado algún tipo de vínculo entre nosotros. ¿En la protección estará el vínculo? Me preguntaba a mí misma sin tener clara la respuesta. Salvador acogió a Lagun con naturalidad, ya sabía que lo suyo era empujar inconscientemente y evitar retroceder, acarició su lomo y miro al frente. Yo pensaba que llevaba el vuelo a mis espaldas y como por arte de magia, la mochila parecía que tenía alas. Estaba llena de energía. Calé el gorro en la cabeza, me olvidé de mis aires de reina y comencé a caminar de nuevo, pero esta vez con mucha más fortaleza. Entre una cosa y otra nos íbamos acercando a la ciudad, pero en un momento determinado percibí que esta vez Salvador necesita descansar por algún motivo que yo ignoraba. Él no buscó un tronco para sentarse, se apropió sin más de una silla abandonada y aparentemente rota que vislumbró en el pasto, enderezó sus cuatro patas con la destreza manual que le caracterizaba, y sin más remilgos, se sentó con la mirada fija en el universo que contemplaba, no parecía dolerle nada ni estar necesitado de algo concreto. Lagun comenzó a marca terreno y el condorcito salió con suavidad del bolsillo de la mochila y se colocó debajo de la silla con las alas extendidas, majestuoso, sintiéndose protegido y como queriendo permanecer bajo aquel alero antes de emprender el vuelo. –Durante el camino, le ha crecido el ala –observé. –Sí, ahora parece que está incubando algo, debe ser hembra –dijo Salvador. Estaba el viajero perfectamente asentado en sus reales, muy cómodo, cruzó una pierna sobre la otra y con el talón de la que había cruzado, parecía tocar el ala que había sido sanada del pájaro. Era como si todo él estuviera sumido en la contemplación de un mundo que desearía regentar desde el conocimiento universal, o más bien cósmico,


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con mucha receptividad. La piel de su cuerpo, que dejaba ver, estaba como agolpada en la garganta. Parecía incubar palabras que deseaba pronunciar con una cierta autoridad. –Conocer es fundamental –dijo. –¿Conocer qué? –respondí de pié frente a él queriendo saber qué era lo que le tenía tan ensimismado. –El valor de la espera. Nada como un día detrás de otro. La inmediatez es mala consejera. –¿Qué quieres decir, que el mundo anda sólo? –No es eso exactamente, pero sí que hay algo que se realiza a pesar de todo, más allá de la propia opción. –Pero optar es necesario. –Evidente. Nosotros hemos optado el camino. –Sólo desde la posibilidad de la opción podemos entender en que consiste la dichosa libertad, ¿no? –Es posible –me respondió como dejando la pregunta en el aire. En aquel momento, me lo imaginé vestido majestuosamente, exhalando dignidad, respirando autoridad y haciendo un tipo de discurso desde una receptividad verbal cautivadora. Su cabello y su barba parecían azules, como si hubieran peinado mucha espiritualidad inteligente. Con la mano derecha levantaba una bandera inusual con un logotipo imposible de descifrar. El gorro entre casco y corona, perfectamente ajustado, completaba su atuendo dándole un toque de elegancia, mientras su otra mano reposaba en la cintura intentado sujetar el fajín que lo amarraba todo, al mismo tiempo que separaba con precisión, la parte de arriba de la de abajo. La verdad es que no sé cuánto tiempo pasé contemplando esta visión, porque su voz me hizo volver a la realidad. –Violeta, despierta que tenemos que continuar el camino –me dijo amablemente.


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–Ya voy –le respondí. ¿Eso era autoridad?, ¿mando?, ¿poder?, o ¿sencillamente buscaba mi compañía? En el momento en el que se levantó, el cóndor voló, al principio como sin saber y luego sabiendo porque desapareció por entre la cordillera. Lagun se posicionó detrás de Salvador y yo emprendí la marcha colocándome más próxima a él, en mi afán de no perder el instinto, sin darme demasiada cuenta que era el instinto precisamente, el que marcaba nuestros pasos y alimentaba la proximidad de nuestro común posible vuelo. Solo recuerdo que me sentía muy bien y a Salvador sospecho que le ocurría lo mismo. El silencio mientras caminábamos lo envolvió todo en un alo de misterio que resultaba muy elocuente. Comenzamos a vislumbrar luces de ciudad no muy lejos y queriendo asegurar lo que hasta entonces habíamos compartido, me propuso Salvador almorzar y mientras comíamos tener un tipo de conversación inusual que podría favorecernos a ambos. Más por curiosidad que por otra cosa, acepté. Después de caminar un par de kilómetros vimos una venta en la que se ofrecía almuerzo. Porotos con renda y empanada chilena, figuraban en el cartel que lucía en la puerta. La verdad es que se me hizo agua en la boca y sin ningún otro tipo de comentario me dirigí al establecimiento, busqué una mesa vacía y me senté sin más, esperando que Salvador hiciera lo mismo. En menos de un minuto estábamos uno frente a otro esperando el menú anunciado. Lagun reposaba a nuestros pies debajo de la mesa, esperando algún tipo de alimento. –¿Qué piensas hacer en la ciudad? –me preguntó Salvador. – Recordar y vivir. –¿Recordar y vivir qué? –Lazos afectivos. –¿Y tú?


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–Me esperan un grupo de alumnos. –¿Eres maestro? –Sólo ejerzo una mediación. Ellos confían en mí y yo comparto lo que aprendo en el camino. –¿Qué has aprendido? –A dejarme acompañar y servir. –¿Servirme a mí? –Es posible. –¿Y que les vas a contar de mí? En aquel momento llegaban los porotos humeantes y una bandeja de empanadas de pino. Sin más remilgos, él me sirvió los porotos y yo coloqué una empanada en su plato llano, luego se sirvió la legumbre y miró con deferencia hacia mi plato descubriendo que la empanada correspondiente estaba en mi poder. Comenzamos a comer y delegamos la conversación para después del almuerzo. Yo empecé a sentir que quizás seguir el recorrido ciudadano sola no fuera tan enriquecedor como había imaginado… Pedí al camarero que trajera algo de comida a Lagun y seguí con mi mente más allá del camino, degustando aquel sabroso almuerzo. –Y bien –dijo Salvador cuando consideró que podíamos continuar la conversación –me agradaría que siguiéramos juntos. –La cuestión es que yo deseo encontrar a alguien muy concreto. A mí no me esperan, sencillamente llego. –Lo tuyo es la búsqueda ¿no? –En estos momentos sí. –Podemos llegar a un acuerdo. Démonos un plazo de tiempo y luego nos encontramos. –De acuerdo.


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Pedimos la nota, pagamos y salimos sin darnos cuenta que Lagun estaba dándose un banquete insospechado, disponía de una palangana llena de desperdicios en la que escarbaba sin cesar. Cuando vio que arrancábamos comenzó a ladrar como nunca lo había hecho hasta que retrocedimos. Cuando hubo acabado, marcó terreno y se dispuso a caminar de nuevo. En esta ocasión se colocó detrás de mí, fortaleciendo el instinto de búsqueda que me llevaba a la ciudad que cada vez estaba más cerca. Comencé a alimentar mis recuerdos y presentí que nada seguiría igual, pero necesitaba saberlo. Lo mío tenía nombre de mujer: Clara. –¿Cuánto tiempo necesitarás en tu búsqueda? –me preguntó Salvador. –¡Si yo supiera!… –Pongamos un plazo con la finalidad de no perdernos mutuamente. –Cuando la encuentre te llamo. Deberás darme un número de teléfono. Sacó de su morral una libreta llena de direcciones y números de teléfono, mientras yo sacaba la mía para en la parte de atrás de la misma anotar el primer número telefónico posible al que poder llamar. –Es el 55555. Ahí me encontrarás y si yo no estoy te informarán sobre mí. –¡Es fácil de recordar! –dije– y no lo anoté. En lo que restaba de camino nos envolvimos cada uno en nuestra propia vida y fuimos alimentando recuerdos, posibilidades, esperanzas, ilusiones, alegrías, suavizando dolores y gozando de los nuevos encuentros citadinos con los que soñábamos. A la entrada de Presidente en una especie de mediagua esperaban a Salvador tres chicos y dos chicas. Al verlo llegar no se atrevieron a acercarse muy efusivamente porque se dieron cuenta de que yo le acompañaba y que ambos teníamos sumo cuidado de que Lagun no les ladrara. Cuando vieron que el animal no protestaba, comenzaron los abrazos y las presenta-


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ciones. Tenían muchas cosas para contar, querían que yo me quedara, pero nada impediría que yo siguiera mi camino porque quería saber qué había sido de Clara. Antes de acomodarme en aquella casita, les comuniqué que tenía un quehacer y que debería marcharme. Me levanté con tranquilidad, me quité el gorro, peiné mis cabellos, cargué la mochila y después de darles un abrazo me dispuse a salir por la puerta. Lagun estaba dispuesto a seguirme, se colocó detrás, como siempre y me hacía seguir hacia delante con su irresistible instinto. No tuve coraje de mirar de frente a Salvador, me costaba separarme de él, sólo sabía que debía partir de aquel lugar porque ni siquiera Lagun había marcado terreno. Nadie en la ciudad sabía decirme dónde quedaba la bendita población, hasta que un taxista me llevó a ella. Preguntar por Clara fue la típica pregunta sin respuesta. Quedé desolada porque en mi imaginación la veía allí disfrutando de lo poco y casi nada, llena de prestigio, generosidad y buen hacer. Lagun entró en una especie de desespero que yo no entendía, marcaba terreno en cada esquina y rastreaba por doquier. La realidad era que ya no estaba. Muy pocas personas la recordaban, ¡cómo es posible!, me decía yo a mí misma una y otra vez… Pero sí, la recordaban con aquella frase que alguien pronunciaba cuando la veía pasar delante de su casa y después comentaba: “pasó un ángel”. Sentí soledad, abandono, deslealtad, e ingratitud, aunque también encontré la amistad y un par de afectos de las de siempre. No digo que me sacudí el polvo de mis zapatos antes de salir de la población, pero sí que deseé nunca más volver. No tenía ninguna gana de comunicarme con Salvador y decidí aproximarme a la calle Ejército. El taxista ya se había ido, pero tomé el bus que iba hacia el centro, con la finalidad de hospedarme en el hotel La Cordillera. Como si con una flecha cupido me hubiera tocado, sentí el rubor típico de la enamorada, en aquel cuarto del hotel, sin atreverme a llamar a Salvador. ¡Qué ambigüedad la mía!... ¡Pero si no lo conocía!... De pronto caí en la cuenta de que Lagun se había quedado en la población cuando yo tomé el bus y me entró una angustia incontrolable.


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Cogí el teléfono de la mesilla y marqué 55555, Salvador respondió al instante. Le comenté mi angustia porque había perdido a Lagun. –No te preocupes, mañana voy a buscarte y regresaremos a la población, seguro que está esperando que vuelvas –me dijo. –Gracias Salvador, te espero a primera hora de la mañana. –Deseo que duermas, ¡buenas noches! –Por si necesitas llamarme, el teléfono del hotel es el 666666 –le dije. Sentí un alivio inexplicable, una vez más estaba a mi servicio de manera casi incondicional. ¿El instinto habría dejado a Lagun en la población? Me preguntaba una y mil veces. Me di cuenta que no fui capaz de preguntar a Salvador ni cómo se encontraba, en aquella confusión de afectos que experimentaba. Antes de dormirme, pensé en la libertad de la que me hablaba Amagoya mi madre, me parecía hasta ver su rostro, era como si yo la mirara y ella pusiera su mano en mi hombro. Lo que yo sentía parecía amor, daba sentido a mi estancia en la ciudad pero no sabía ni por qué ni cómo. Estrenaba una nueva situación, había confusión, ¿me guiaba alguna clase de instinto? Sentía una indescriptible protección. Decidí sacar la libreta y escribir. Creo que estoy enamorada. Desde la distancia siento su tranquila presencia. Cuento con su protección y compañía. Podría llamar a este sentimiento: entera confianza. Veía mi juventud arropada de una extraña sensación y estando en esta nube quedé profundamente dormida. Una llamada telefónica desde la recepción del hotel me despertó. Ya había amanecido. –Señorita Violeta, un señor pregunta por usted –dijo una voz. –Dígale que suba a mi habitación –respondí. Llamó a la puerta y entró con delicadeza. Era Salvador. –¡Buenos días! ¿Has podido dormir? –preguntó.


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– Hasta hora, he pasado la noche en un solo sueño –respondí. Entré al baño, me duché, me acicalé, me vestí el vaquero y una camiseta de algodón y salí como si aquel encuentro habitacional, fuera la cosa más natural del mundo. Le di un gran abrazo que fue correspondido haciéndome sentir envuelta en una ternura especial. –Yo no he dormido en toda la noche pensando que me hubiera gustado acompañarte. –Necesitaba ir a la población y rastrear por mi cuenta –le dije– lo malo es que he perdido a Lagun. –Seguro que lo encontramos, no olvides que sabe de instintos. –¿Dónde han quedado los jóvenes? –En la mediagua. Tienen una misión que realizar y se están organizando. Quieren vivir en libertad. –¿Y hay que organizarse para eso? –Mas que organizarse, no me he expresado bien, es no sentirse solos en la encrucijada. –¿En la encrucijada de dónde? –Del camino. Cogí la mochilla y me dispuse a salir junto a Salvador, cerramos la puerta, entregamos la llave en recepción y nos dispusimos a tomar el bus que nos llevara a la población. Mientras viajábamos, tomó mi mano y yo me dejé querer con mucho agrado. No hizo falta ningún tipo de búsqueda porque Lagun estaba expectante en la parada, como si supiera de nuestra llegada, había permanecido allí donde lo dejé esperando mi retorno. Cuando nos vio daba saltos de alegría y lamía nuestras manos. Salvador lo acarició varias veces y yo lo acuné entre mis brazos. Estando en estas, alguien me reconoció y se echó a mi cuello con una alegría incontenible. No sabía de quien se trataba aunque ella me daba explicaciones de esto y de aquello, pero yo no la recordaba. Nos invitó a un té y después nos dispusimos a regresar a la ciudad, esta vez a pie.


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