El peligro

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El peligro


© José Plaza González I.S.B.N.: 978-84-16846-38-2 Edita:

Impreso en España Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación ni de su contenido puede ser reproducida, almacenada o transmitida en modo alguno sin permiso previo y por escrito del autor.


El peligro José Plaza González



A Julia y Laura, mis dos rosas.



Para quienes encontraron y vivieron la soledad sin haberla llamado.



Siempre es un placer, y un honor, prologar el libro de un amigo, de mi amigo Pepe Plaza, en este caso; aunque quien

asume este compromiso también es consciente de que ello supone un reto, el de mostrar la suficiente sensibilidad, empatía y comprensión del alma humana y los tormentos que la

acechan, para transmitir, a quien lea estas páginas, las emociones que encierran estos relatos, los retazos de vida que Pepe hilvana en este libro, a veces con sutileza, dejando entre

líneas un rastro de emociones; y en otras ocasiones a corazón abierto, valiente, sincero, desnudo, plenamente humano.

Después de leer estas páginas, repletas de autenticidad, no

sabría decir con qué asunto fundamental quedarme, de los que aquí se tratan; quizás con el referido al título, el peligro al que se refiere el autor, y que el lector descubrirá, junto a la melodía

de una hermosa canción, al final de la obra. Aunque en el libro

también palpita, incesante, el amor, el amor cumplido, el soñado, el inalcanzado tantas veces. Y el desamor, por supuesto, no el que se consume y extingue por el rutinario devenir de la

de emociones y ternura, y duele. El desamor que nos abre la

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vida, sino el que nos deja el alma a la intemperie, nos despoja


herida de la ausencia y nos hace sentir el frío abisal de la soledad.

“Un corazón solitario no es corazón”, dice Antonio Machado, en una de las citas que salpican y sazonan esas páginas de poesía. Porque don Antonio, autor de las Soledades, sabía muy

bien que éstas nos encogen y achican, e impiden la expansión del corazón a otros corazones, a otros pechos, con afectos, ternura, cariño, abrazos. Estamos ante un libro repleto de palabras impregnadas de emociones, las alegrías, añoranzas y miedos que alberga el

alma humana, y que Pepe Plaza, cuenta con detalle y precisión. Y un libro en el que también está la memoria. Algunos

personajes, sin duda, tienen mucho de su autor. Estoy convencida de que en algunos pasajes, escritos con su

imaginación de escritor, están los recuerdos de su propia vida. No sé cuánto tienen de alter ego, o heterónimo, al estilo de

Pessoa, algunos personajes, como el profesor Nikolay, en compañía del amigo Emiliano, en el casco histórico de una ciudad en la que se oyen las campanas del convento de Las Benitas, sufriendo la desazón de un padre al que le han usurpado la compañía de sus hijas. Porque en estas páginas

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literarias también duele la incomunicación forzada, a la que

uno no se resigna ni acepta. “Nadie es más solitario – de nuevo la soledad- que aquel que nunca ha recibido una carta”, dice Elías Canetti en otra de las citas literarias que aparecen en el


libro. ¿En qué cartas pensaría el narrador – el autor- de estos

relatos al escribir esta cita? ¿En qué misivas emocionales que

nunca llegan? ¿En qué comunicaciones añoradas, siempre esperadas? “¿En qué soledades errantes?, en palabras de Neruda.

Estamos, por tanto, ante un libro escrito con palabras hermosas

y emociones sinceras. Estos son los ingredientes fundamentales de esta obra que, en definitiva, transmite pasión por la vida, y

verdad, la de un hombre sensible convencido de que es a través de la literatura como mejor respondemos a nuestra vocación de seres humanos.

Por ello le doy mi enhorabuena a Pepe, y a vosotros, lectores, os animo a que leáis este libro, a que os sumerjáis en sus páginas, en “el peligro” de estas historias cortas e intensas. Y que dejéis que os cale la lluvia de sus palabras, con el riesgo de que en

algún momento sintáis una ráfaga de tristeza, o desolación, al percibir el aliento frío de la soledad. Pero ése es el peligro,

siempre acechante, en el incesante afán de vivir.

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María del Mar Torrecilla Sánchez.



“El ser humano puede soportar una semana de sed, dos semanas de hambre, muchos aĂąos sin techo, pero no puede

soportar la soledad. Es la peor de todas las torturas, de todos los sufrimientos�. Paulo Coelho.



١ El sol cae de plano sobre los tejados y las calles de una ciudad que siempre ha sido eterna y que se protege del calor con sus

estrechas calles y sus sobrias viviendas como si en su interior ocultasen aquello de lo que un día fueron testigos.

Hace pocos días que el verano había hecho presencia y las gentes aprovechan para salir temprano a la calle y realizar sus compras en las tiendas del barrio; mientras, el personal del

Concejo trata de borrar de las calles los restos de la noche anterior baldeándolas. El agua corre salpicando las fachadas y

proporcionando un frescor efímero que durante unos minutos se puede casi absorber.

Nikolay baja por una de esas calles. Se dirige a su casa tratando

de evitar que el agua le salpique el calzado, acaba de estrenar unos flamantes mocasines color avellana. Mientras trata de

sortear la corriente de agua se ajusta su sombrero que le protege del sol. En las manos sostiene la prensa diaria y una pieza de pan recién horneada todavía caliente.

melodía que le resulta familiar. Se detiene buscando el origen

de la música, eleva la mirada, observa una ventana entreabierta

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Mientras busca una sombra que le proteja cree oír una cierta


y detrás de las cortinas una mirada infantil de ojos oscuros y una sonrisa ingenua.

La voz inconfundible de María Callas interpretando “Casta

Diva”, hace que por un momento Nikolay se ensueñe y su mente viaje a su infancia en su casa natal de Samara.

La misma música que Nikolay escuchaba al llegar del colegio y

su madre, Natasha, le preparaba una taza de chocolate caliente mientras sus labios susurraban las notas de la melodía que ahora Kolya volvía a escuchar.

Natasha era una mujer alta, estilizada, con un hermoso pelo negro recogido que resaltaba unos ojos rasgados y unos labios

carnosos. Sus manos delicadas acariciaban a diario las teclas del piano del Instituto de Música de la Academia Estatal de

Cultura y Artes de Samara donde impartía clases de solfeo y

acompañamiento vocal. Su piel pálida delataba su salud quebradiza. Una enfermedad pulmonar la acompañaba desde

su infancia y le iba minando su delicada existencia. Kolya recuerda con emoción como su madre le acariciaba el

cabello al llegar a casa de la fría calle y le apartaba el flequillo

de la cara para destacar sus ojos negros y rasgados, fiel reflejo Página 16

de los de su amada madre. -

Mi querido Kolya, algún día serás un gran hombre, no por el poder sino por tu honradez - le susurraba Natasha y él


se la quedaba mirando mientras sus labios esbozaban una pequeña sonrisa.

Un día, al llegar a casa, no le recibió su madre; su padre, Viktor, le esperaba en el pasillo. Recuerda aquella figura de complexión fuerte que delataba su pasado deportista. Ese día pudo contemplar el rostro apesadumbrado de su padre. Al acercarse a él, su padre se agachó hasta que sus miradas se

enfrentaron. Kolya pudo contemplar como de los ojos enrojecidos de su padre se deslizaban sobre su mejilla dos pequeñas lágrimas.

Mientras su padre le acariciaba el rostro y tratando de ocultar

la emoción y el dolor le comunicó que la mamá no se encontraba bien y que se hallaba ingresada en el Hospital

Clínico Regional de Samara, donde su padre trabajaba como médico especialista en enfermedades infectocontagiosas.

Kolya no olvidará aquel día, la ausencia de su madre, las lágrima de su padre y sus pasos acelerados por llegar a ver a su madre, ahora hospitalizada. Cuando entraron en el hospital, Kolya reconoció el olor casa; rápido subieron los tramos de la escalera y rápidos fueron sus pasos hasta llegar a la puerta tras la cual se encontraba su

querida madre, Natasha. No vaciló y empujó suavemente la

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característico que acompañaba a su padre cuando llegaba a


hoja de la puerta; ésta, al abrirse lanzó un pequeño sonido que avisó a su madre convaleciente de que alguien entraba. -

Kolya, ¿eres tú? - su voz quebradiza por la enfermedad que ahogaba su respiración pareció surgir de alguien que se debatía entre la vida y su último aliento.

Nikolay se acercó a su madre con pasos cortos mientras la

miraba fijamente. Aquella dulce mujer dulce de pelo azabache y ojos rasgados había dado paso a una mujer con los ojos

enrojecidos, los labios agrietados por la fiebre y por los que asomaba un pequeño hilo de sangre. -

Kolya, no temas, acércate, dame la mano - el niño se acercó

no sin cierto miedo; aquella no era su amada madre, su

amada Natasha. Era como una sombra alargada y oscura; sin apenas vida, sin brillo en su mirada. Kolya acercó su pequeña mano y cogió con fuerza la de su

madre; era una mano fría y alargada sin apenas energía.

Permaneció en silencio observando el rostro de su madre hasta que sobre su hombro sintió la mano de su padre. -

Vamos, Kolya, salgamos - le dijo su padre susurrándole al

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oído.

Sin mirar atrás salieron y al final del pasillo de la planta se

sentaron en una pequeña sala. Su padre paseaba sin sentido por


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