El trashumante

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EL TRANSHUMANTE Félix Badorrey Benito



EL TRANHUMANTE Félix Badorrey Benito


© de los textos: Félix Badorrey Benito © Fotografía y Diseño de Portada: Silvia Badorrey Castan Edita:

I.S.B.N.: 978-84-16174-71-3 Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación ni de su contenido puede ser reproducida, almacenada o transmitida en modo alguno sin el permiso de los titulares del copyright.


Capítulo I Esta historia podría haber pasado en otro lugar, haberla vivido otra persona, incluso no haber sucedido nunca, pero me ocurrió a mí. Cuando vislumbro el crepúsculo de mi existencia, algo en mi interior me empuja a contarla, sintiendo cada día que desaparece para siempre la bullente fortaleza de la juventud que fue la que me impulsó a iniciar un largo camino. Últimamente me levantaba al alba con la extraña sensación de estar de paso en un lugar que no me correspondía, añorado de lejanas tierras, la irrefrenable necesidad de volver a mis orígenes en una pequeña ciudad de Castilla, para cerrar un largo ciclo migratorio que emprendí hace mucho tiempo. De un tiempo a esta parte, cada día, se van filtrando en mi memoria recuerdos de mi vida anterior, prendiendo en mi alma la necesidad imperiosa de volver a la tierra que me vio nacer. Cuando finalmente emprendí el viaje de retorno corría el año mil novecientos treinta y cuatro. Los ciudadanos de Soria se habían levantado como lo venían haciendo cada día, obligados por la necesidad de seguir viviendo, dejándose llevar más mal que bien, por la profunda depresión que azotaba la Nación, sobre todo desde la pérdida de las últimas colonias en las Antillas y Filipinas. Lejos los años de bonanza económica del mercado de la lana y los derivados ovinos, que habían proporcionado los grandes rebaños que atravesaban la comarca; ahora los nativos, se mecieran entre la necesidad y el hambre esperando tiempos mejores. El tiempo donde las cañadas reales eran un derecho, los pastores que transitaban sus cordeles la base de su riqueza habían quedado atrás y, para colmo, las consecuencias del derrumbe de la bolsa de 1


Nueva York, con parecer ajeno a los intereses de la paupérrima ciudad castellana, había llegado finalmente hasta la apartada y solitaria capital de la meseta, arrastrándola a un profunda depresión. Olvidada de los políticos de Madrid, que no veían el momento de atender a una región sin demasiado rédito de votos, también los empresarios demostraban cada día que nada se les había perdido en el más pobre y apartado rincón del mundo para crear sus industrias. Para los habitantes de una de las regiones más olvidadas de la nación, la depresión económica iniciada con el nuevo siglo había sino la puntilla, creándose el caldo de cultivo para que la más mínima especulación de un pírrico desarrollo, pudiera convertirse en insinuación de riqueza donde agarrarse todos con desesperación como un salvavidas. En estas circunstancias, una noticia que podía haber pasado inadvertida en otro tiempo, se extendería rápidamente por la ciudad, como el fantasma portador de la clave que podía sanear mínimamente su maltrecha economía. De otra manera no se entendería lo que ocurrió bien entrada la primavera de aquel año, coincidiendo con mi visita. Todo empezó la mañana del quince de Mayo de mil novecientos treinta y cuatro. El periódico La Voz de Soria despertaba con una nota de sociedad en la tercera página dedicada a Ecos y Noticias que resultaba inusual por tratarse de un espacio destinado a esquelas y anuncios de comuniones. ”D. Juan Hidalgo de Andrade, un indiano hacendado en Cuba oriundo de nuestra ciudad, ha llegado al puerto de Barcelona procedente de las indias. Le acompaña su esposa y su secretario particular, y trae el propósito de emprender varios negocios en España. De paso, tiene intención de acercarse a su ciudad natal, Soria, para hacerse cargo de un importante legado y realizar múltiples y generosas donaciones”. 2


En solo dos días la noticia corrió como un reguero de pólvora, primero entre el reducido grupo de tertulianos del Circulo Católico, para pasar, poco después a toda la ciudad, sembrando curiosidad primero y más tarde cierta esperanza, por sentirse cada uno de alguna manera posible beneficiario de las generosas intenciones del indiano. Particularmente no podía imaginar cuando planifique el viaje, el gran revuelo que se estaba organizando con motivo de mi visita, bien al contrario, deseaba volver a pisar las calles de mi ciudad en el anonimato después de tantos años de ausencia, sentir de cerca los latidos del corazón de sus gentes, contemplar los lugares donde se desarrollaron los primeros años de mi vida, como un sueño hecho realidad, recreándome en cada rincón de mi pasado. Posiblemente, también los acontecimientos políticos y sociales que vivía la nación, estaban ayudando en gran medida a crear aquella desmesura, anhelando la necesidad de buenas nuevas en tiempos de profunda crisis. Próximas las elecciones, funcionarios, políticos, monárquicos o republicanos, faltos de notoriedad, intentaron aprovechar cualquier noticia para subirse al carro de la popularidad, con los argumentos más peregrinos sobre la emigración y sus consecuencias; todo con el propósito de ser protagonistas del momento de cara a sus intereses electorales y atribuirse ante sus votantes cualquier merito que no les pertenecía. Sea como fuera, la noticia del diario se extendió con rapidez por la calle, desatando entre los ciudadanos un sin fin de comentarios y no pocas especulaciones, sobre quién era en realidad el rico indiano que volvía a su pueblo. El tiempo hizo que muchas habladurías se fueran convirtiendo en conjeturas, en descabelladas conclusiones sobre mi persona, los verdaderos intereses que me obligaban a volver, mi procedencia y el parentesco más o menos cercano con los Hidalgo de la calle Mayor. Nadie sabía con seguridad quien era, ni el propósito que me empujaba a volver, pero poco importaba, lo esencial era que alguien se acordaba de su ciudad y pudiera aportar algo donde faltaba de todo. 3


El archivero provincial, por más que rebuscaba entre el registro de nacimientos de más de medio siglo, no lograba hallar más de media docena de apellidos Hidalgo, a los que acompañaban otros apellidos que en nada tenían que ver con el supuesto soriano que estaba a punto de llegar a su ciudad. Para complicar más las cosas, varios días después de aparecer la reseña, un comunicado del Episcopado de Osma hacía referencia a la próxima restauración de la Iglesia del Espino de Soria, los accesos al cementerio donde se realizaría un panteón familiar a cargo del mismo benefactor, así como la aportación de una generosa suma al convento de las hermanitas de los pobres del Burgo de Osma. En estas condiciones, el señor Obispo solicitó al alcalde preparar una recepción por todo lo alto en honor del filántropo, para estar presente y agradecerle personalmente su generoso donativo y, de paso, entregarle un detallado informe de las necesidades más urgentes del Episcopado, por si el rico cubano era sensible a las carencias de la Iglesia. Ante el alboroto levantado por la noticia, el secretario del consistorio, para no ser menos, decidió intervenir. Busco un hueco en la agenda del alcalde para un encuentro singular y, en vista de la proximidad de la fiestas de San Juan, envió un telegrama al Hotel Rits de Madrid, donde nos alojábamos, proponiendo la entrega de la medalla de la ciudad el día veinticuatro de Junio, como un acto más de las fiestas Sanjuaneras. Por mi parte, ordené a mi secretario encajar la cita en la agenda y me olvidé del asunto por completo. Durante los años vividos en Cuba había olvidado la generosidad de mis paisanos, la fuerte ligazón que establecían con las causas que hacían propias y el compromiso y fidelidad con que elaboraban su sentido del deber. En aquellas circunstancias, que alguien en la lejana América se acordara de que existían, era mucho más que un halago y si, además resultaba que el paisano se hacía cargo de alguna de sus necesidades, era causa suficiente para no dejar indiferente a nadie. No obstante dentro de las especulaciones, pocos entendían porque el americano había elegido la iglesia más 4


destartalada y olvidada de la ciudad para que fuera restaurada; un templo situado en las afueras, junto al cementerio, solitario, sin otra compañía que un viejo olmo grandote que adornaba su plaza, mientras existía la concatedral tan necesitada o más de cuidados, la iglesia románica de San Pedro más valiosa y bella, el viejo puente o bien la instalación del agua o luz eléctrica mucho más necesaria para la ciudad. Pero en realidad que más daba, el americano parecía que era generoso y venía a dar parte de su riqueza sin pedir nada a cambio. Esto hizo que de repente se despertara una corriente de simpatía hacia el soriano altruista por toda la ciudad, hasta tal punto que llegado el día del encuentro, era esperado en las calles con tanta ansiedad como “La Saca” de los toros de la Dehesa o el “Domingo de Calderas” de sus fiestas mayores. Cuando nuestro automóvil entró en las primeras calles, apenas podíamos creer que el saludo multitudinario de los ciudadanos, apretujados en los soportales a lo largo de la calle Mayor, fuera dirigido hacia nosotros. Enfilando la calle del Collado hasta el Ayuntamiento se repetían las muestras de simpatía y, cuando finalmente el “Hispano Suiza” se detuvo frente a las escalinatas de la gran plaza, comprendí que por error o por una planificación bien orquestada, nuestra visita formaba parte de la fiesta. A una señal convenida, un alguacil apostado en una esquina, hizo una señal con la mano y la banda de música arrancó con una marcha militar, haciendo crecer el griterío de la multitud. Un grupo de autoridades fue bajando los escalones del edifico municipal hasta el empedrado de la plaza, y juntos, esperaron enfilados a descubrir por fin el misterioso personaje del que tantas cábalas se habían vertido en los últimos días. En un principio, me sorprendió que tanta algarabía estuviera motivada con mi llegada a la ciudad, temiendo por un momento que mi chofer se hubiera colado por equivocación en algún festejo popular muy lejos de mi intención. Observé la cara de mis acompañantes al poner el pie en tierra, tan extrañados como yo, 5


ante lo que parecía un recibimiento multitudinario en toda regla. Jacobo, mi secretario, poco acostumbrado a este tipo de manifestaciones de fervor, sonrió de medio lado, como si le hubieran pillado en una travesura y, extrayendo cierta flema inglesa, levantó su bombín para responder a las aclamaciones de la gente. Debía caer simpático el alto y estirado pelirrojo, con su chaqueta de cuadros y botines de charol, porque, a cada gesto del americano, respondían mis paisanos con una nueva ovación. Todavía confundido, me giré ayudado por el bastón esperando que se acercara Shara desde el otro lado del automóvil para afrontar juntos aquel compromiso inesperado. Mi mujer, sonreía divertida ante las manifestaciones de afecto, agitaba la mano saludando a los curiosos que rodeaban la plaza como si fuera la reina del carnaval, abrió su sombrilla y, tomándome del brazo, seguimos juntos en dirección a los soportales del gran edificio donde esperaba la larga fila de autoridades. De este grupo se adelantó un hombre de unos cuarenta años, pequeño, enjuto, de cara angular, rostro pálido y abultadas patillas, cuyo gesto sombrío se escurría del sombrero de copa que parecía una grotesca prolongación de su cabeza. - ¿Don Juan Hidalgo de Andrade? – preguntó el desconocido, ofreciéndome la mano mientras levantaba levemente el ala de su sombrero. -¿A quién tengo el gusto de saludar?. - Soy don Miguel Arranz González, alcalde la ciudad. Un servidor le da la bienvenida en nombre de los habitantes de Soria y de las autoridades presentes. -¡Gracias señor alcalde¡. He de confesarle que mis acompañantes y yo nos sentimos profundamente confundidos. No sé si todo este recibimiento lo han preparado para nosotros, esperan ustedes una procesión o algún otro evento en el que nos hemos metido sin querer. De todas maneras, si lo han hecho en honor nuestro, creo sinceramente señor alcalde que se han excedido. - Entiendo su sorpresa que en el fondo me alaga. Nuestros ciudadanos son pobres y de manifestaciones austeras pero, cuando 6


llega la ocasión, saben ser agradecidos. Porque no lo dude usted señor, el pueblo siempre se manifiesta espontaneo cuando intuye generosidad. - Pues la verdad, se lo agradezco pero no esperaba tanto jaleo. Según mi secretario, por su telegrama, acordaron entre ustedes un encuentro para hoy a esta hora, pero pensé que sería una reunión de trabajo informal entre nosotros y sin tanta algarabía. Además, viendo que le acompaña el señor obispo, espero que ahora no nos lleven en procesión. El regidor soltó una carcajada nerviosa y, tomándome familiarmente del brazo me empujo hacia la fila de autoridades que esperaba frente al ayuntamiento. - No se preocupe Don Juan, que no le vamos a pasear en andas, si eso lo que le preocupa. De todas formas, yo no soy más que el representante de los ciudadanos, y es el pueblo el que quería expresar su agradecimiento espontáneamente que yo no he podido evitar. Y todo por las generosas promesas de las que usted ha hecho gala. Ahora permítame presentarle a las fuerzas vivas de la cuidad, entre ellos al señor obispo de Osma, que ha querido estar presente en la bienvenida, para hacerle entrega personalmente de alguno de los planes de restauración de la Iglesia de la Virgen del Espino, a la que también hizo usted mención de restaurar. Acepté las razones del alcalde. El pequeño regidor se me antojaba astuto, pertinaz, dotado de maneras de hábil negociador, al fin y al cabo intentaba obtener los mayores beneficios para su ciudad. Este gesto, valiente y decidido, lejos de disgustarme, me hizo empalizar con el. Fui estrechando la mano a los miembros de la fila a medida que los iba presentando el alcalde. Besé el añillo del vicario de la diócesis, como acostumbraba a hacer por cortesía con el arzobispo de La Habana, sin detenerme a hacer comentarios. Shara, mi mujer, seguía mis pasos con la sonrisa dibujada en la cara, divertida, como si de pronto nos hubieran transportado al escenario de una de las operetas a las que últimamente solía asistir. Su vestido vaporoso de volantes de organdí y la sombrilla floreada, 7


contrastaba bruscamente con los recios paños, los sombríos atavíos enlutados, medias de encaje, faldillas negras, corpiños y peinetas de las mujeres del entorno. Entramos en el robusto edificio de piedra, en cuyos alrededores tantas veces había jugado al escondite en mi infancia. En el gran salón con balcones a la plaza fuimos acomodados por un alguacil alrededor de una gran mesa, ocupando unos robustos sillones de roble con el escudo de la ciudad gravado en el respaldo. El alcalde se entretuvo en un largo discurso ensalzando la noble raza castellana extendida por el mundo, así como las numerosas bondades que atesoraban los hijos nacidos en aquella noble tierra. Terminó con unos emotivos versos de un poeta local, encendiendo los aplausos de los asistentes. Un edil se acercó con una cajita de cuero, el alcalde sacó de ella una medalla plateada y me la colgó al cuello, al tiempo que me nombraba hijo predilecto del la ciudad. Como si de una señal acordara se tratara, con renovados aplausos, se abrieron las puertas laterales de la sala y aparecieron media docena de camareros con sendas bandejas repletas de peladillas, mantecados y sendas botellas de vino rancio, depositándolas en la mesa con gran regocijo de los asistentes. Cuando el alcalde levantó su copa haciendo un brindis por los ilustres invitados, todos le imitaron, pero el regidor dio un pequeño sorbo a su copa, se inclino hacia mí y me susurró algo al oído. - Don Juan, me gustaría hablar con usted, si puede ser a solas. Intrigado seguí sus pasos hasta uno de los despachos anexos, sintiendo a mis espaladas las miradas de todos los presentes en la sala. - ¿Y bien?. – observé extrañado una vez entramos en una pequeña habitación atestada de trastos. - Verá don Juan, no he podido esperar más, antes de seguir con esta comedia, tengo algunas dudas que no me acaban de encajar de todo este asunto y quizás usted me las puede aclarar. En primer lugar he de confesarle que la manifestación que ha podido comprobar hace unos instantes de la gente al recibirles, han sido totalmente espontanea y, a decir verdad, se nos han ido de las 8


manos. Incluso si quiere que le sea franco, las considero desproporcionadas y fuera de lugar. Debe usted creerme si le digo que, si he accedido a montar toda esta comedia con banda de música incluida, es porque no he podido remar contra corriente; ha sido imposible detener la euforia de todo un pueblo que lleva mucho tiempo pasándolo mal y, ahora, con la llegada del que suponen puede ser su gran benefactor, está sumida en un sueño que les hace felices. Todo se ha precipitado cuando se ha corrido la voz que un rico indiano, soriano de nacimiento y de gran corazón, traía la intención poco menos que de repartir el oro de América a manos llenas entre sus paisanos. Si le soy sincero, es la primera vez que esto ocurre, y en su defensa debo justificarles por la enorme necesidad que padecen. Ahora bien, por ese motivo le he pedido que me acompañara para hablar con usted a solas antes que todo esto se magnifique mucho más. Desconozco las verdaderas intenciones que le traen hasta aquí, pero sepa usted que no permitiré ningún tipo de fraude, broma, intención malsana o interesada disfrazada de altruismo con esta pobre gente y, si es así, estoy dispuesto a enfrentarme con todos los medios a mi alcance ante cualquier vividor disfrazado de filántropo. - Don Miguel, creo que me está juzgando con demasiada severidad. No sé por qué motivo cree usted que vengo con tan malas intenciones. - Sencillamente, porque he averiguado que no ha existido ningún soriano con el nombre de Juan Hidalgo de Andrade. De manera que colada la primera mentira, pueden venir muchas más. Reconocí que el alcalde no era un hombre vulgar, pero no por eso estaba dispuesto compartir con un desconocido mi gran secreto que solo conocía mi mujer. Al menos mientras estuviera en España, tenía sentido mantener el pseudónimo que me había acompañado durante tantos años, si no quería verme enfrentado a la justicia y, aunque no fuera así, me parecía demasiado generoso por mi parte confidencializar con un hombre que había conocido unos minutos antes. 9


- ¡Vaya señor alcalde, ya veo que no ha perdido usted el tiempo¡. Pero no se lo reprocho porque posiblemente yo hubiera hecho lo mismo. Comprendo que no es demasiado frecuente que se presente un extraño, así de repente, ofreciendo regalos sin ton ni son y a cambio de nada. Aunque, convendrá conmigo que no he sido yo quien ha levantado tantas expectativas. Le pedimos un encuentro para hablar de mis intenciones y ustedes han preparado un recibimiento con medalla incluida y banda de música. No obstante, para aclarar las cosas, si le preocupa mis intenciones, lo único que le puedo decir para su tranquilidad es que vengo de buena fe, con el aval de mis abogados en España. Don Santiago Buendía, del buffet Salgado&Buendía de Madrid puede dar fe de lo que le digo; él se cuidará de los trámites legales, por tanto, cómo ve usted, tengo intención de conducirme dentro de la ley. Eso por lo que respecta a mis intenciones; sobre el asunto de la persona que a usted tanto le inquieta, le diré confidencialmente que efectivamente no soy el soriano que dará parte de su riqueza a esta ciudad. - ¡ No entiendo¡ - Si, verá. Tiene razón, les resultará imposible encontrar la partida de nacimiento con mi nombre porque no existe, al menos en esta provincia. Durante mi larga estancia en Cuba, conocí a un hombre, Ignacio Gómez Segura, que después de pasar juntos la guerra, participamos estrechamente en levantar varias empresas que en este momento producen azúcar, el mejor café y tabaco de la isla. Podría decirle sin ánimo de exagerar, que Ignacio y yo más que hermanos, somos como la misma persona. Estoy seguro, señor alcalde, que a poco que busquen encontraran fácilmente el acta de nacimiento de Ignacio que, para más señas, nació el quince de abril de mil ochocientos setenta y nueve, según debe constar en algún registro de su ayuntamiento o de la iglesia, puesto que fue bautizado en la Iglesia del Espino. Como ve, no puedo ser mas explicito. Juntos forjamos una gran fortuna en las Américas y, antes de desparecer para siempre, viendo que no podía volver nunca más a España, me pidió que hiciera realidad sus deseos. Posiblemente 10


hubiera tardado más en venir, o quizás no lo hubiera hecho nunca, pero un luctuoso suceso acaecido hace unos meses precipitó mi partida. La madre de Ignacio, doña Irene, a quien yo consideraba también la mía, murió de una embolia pulmonar a principios de año. Sus restos fueron incinerados y he traído personalmente sus cenizas para que descansen en Soria como era su deseo. A partir de ese propósito, decidí que debíamos hacer algún gesto en la tierra que vio nacer a los Gómez Segura. De manera que ya conoce usted toda la verdad. Estoy aquí para dar cumplida cuenta de su voluntad y asegurarme que se administraran adecuadamente una serie de donaciones, con el fin de hacer realidad sus deseos que por supuesto también son los míos. - ¡Pero entonces, ahora que su nombre corre de boca en boca por toda la ciudad, como podemos desenredar todo este lío¡. - No hace falta que desenredemos nada señor alcalde, el asunto puede quedar entre nosotros, ¿no le parece?. En realidad qué importa que el benefactor de una causa sea Juan o Pedro, lo importante es que llegado el caso, alguien aporte la plata necesaria para realizar los planes propuestos. Incluso si usted no lo ve un inconveniente, todo esto puede ser un secreto entre amigos. - ¡Por mí, de acuerdo don Juan, tiene mi palabra ¡. Cuando volvimos al salón se hizo un gran silencio. Todos se volvieron intentando averiguar la extraña maniobra del alcalde. Tome mi copa y la levanté llamando la atención de los reunidos. - ¡Señores. El señor alcalde, sabiendo que no dispongo de mucho tiempo, ha sido muy amable enseñándome el legajo donde consta mi nombre y el de todos mis antepasados. Ahora, me gustaría oficializar ante ustedes que es mi deseo hacerme cargo de la reparación de la iglesia del Espino, lugar que acumula entrañables recuerdos familiares, ajardinar el acceso al cementerio y hacer un panteón para depositar las cenizas de mi madre que traigo conmigo. El señor alcalde, no obstante, me ha expuesto una larga lista de las necesidades de la ciudad y he accedido a hacerme cargo del ajardinamiento de la Alameda, a fin de que mis paisanos puedan tener un lugar de asueto. Al mismo tiempo estudiaré con mi 11


secretario la posibilidad de ayudar a completar la traída del agua a la ciudad y eliminar los reverberos de petróleo de las calles sustituyéndolos por alumbrado eléctrico. Un creciente murmullo ocupó la sala, mientras observaba en los ojos de Miguel Arranz un brillo especial no exento de emoción y agradecimiento. - Mi abogado, Don Santiago Buendía aquí presente, se ocupara de los detalles legales y cuantas decisiones formales se hayan de tomar en mi ausencia. El dispone de los poderes necesarios para actuar en mi nombre. Observé por el rabillo del ojo como el alcalde sonreía abiertamente a los otros miembros de la corporación. Intuía que mis nuevas promesas sellaban un sólido acuerdo de confidencialidad entre nosotros y, por las crecidas muestras de deferencia de los reunidos, colmaba sobradamente las expectativas de todos. Acabada la reunión, el obispo me pidió encarecidamente que le acompañáramos hasta la sede episcopal en el Burgo de Osma para concretar los donativos a la Iglesia. Accedí a regañadientes, rogando a mi secretario y el abogado Buendía permanecían en la cuidad hasta su vuelta. - ¿Y ustedes que van a hacer mientras don Juan está ausente? - espetó el alcalde a mis dos acompañantes -. Como han podido ver estamos en fiestas, si lo desean están invitados a ver la corrida de toros de esta tarde. - ¡Oh, no, no, muchas gracias¡- se apresuró a rechazar mi secretario con marcado acento isleño, evitando el compromiso de asistir a una fiesta que aborrecía.- El viaje a sido muy pesado y si usted me lo permite necesito descansar. - ¡Bien, bien, como deseen, pero ya saben que estoy a su disposición para lo que gusten ¡. Como ya había constatado anteriormente, el regidor de la ciudad era un hombre despierto, observador, culto, siempre interesado en instruirse. Estaba claro que no quería perder la oportunidad de aquella ocasión única para contrastar sus opiniones 12


con foráneos. Se acarició la mejilla con gesto pensativo e intentó de nuevo persuadir a mis dos acompañantes. - Don Juan a usted le veré en breve, y a ustedes, después de descansar, me harían un gran honor aceptando una invitación esta noche para cenar en mi casa. Esta vez les prometo que no hablaremos de proyectos ni de presupuestos, será una cena informal para que ustedes puedan probar los guisos que hace mi esposa y el buen caldo que atesoro en mi bodega. ¿Que les parece? Jacobo se encogió de hombros y esperó la reacción del abogado. - Por mi encantado. – se apresuró a decir Santiago Buendía – Y más si usted nos tienta con un buen vino. - ¡Pues no se hable más, si les parece bien, esta noche les espero en mi casa a las nueve¡. La banda de música arrancó de nuevo con un pasacalle cuando aparecimos todos bajo el porche. La gente arremolinada en la plaza volvió a vitorearnos con entusiasmo. Al pie del automóvil, el alcalde beso el anillo del obispo, se inclino hasta rozar con los labios la mano de mi mujer y, apretando mi mano con fuerza, hizo un guiño inequívoco de complicidad. Una ved más, al marchar, la gente apostada a lo largo de la calle de Canalejas, volvió a aplaudir el paso del automóvil, repitiéndose el vocerío y los aplausos de nuestra llagada. Llegada la noche, mientras Shara y yo descansamos en una sobria habitación del palacio episcopal en el Burgo de Osma, mis dos amigos asistían a la cena ofrecida por el alcalde, de cuyos detalles tuve cumplida cuenta dos días después.

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Capítulo II

Según mis amigos, el hogar de la familia Arranz estaba al final de la calle José de Canalejas haciendo esquina con Ruiz Zorrilla. La vivienda ocupaba el entresuelo de un edificio esquinero, con tribunas de madera salientes a la recoleta Plaza de San Esteban. Al llamar a la puerta, acudió una mujer de mediana edad, pequeña y regordeta, con una cofia ajustada, guantes y delantal almidonados. La sirvienta inclinó la cabeza, dobló una de las piernas en una especie de genuflexión que le hizo descender un palmo, solicitó el sobrero a los dos forasteros y se giró en redondo. - ¡Acompáñenme caballeros, los señores les están esperando¡. Siguieron el taconeo de la doncella a través de un largo pasillo recargado de cuadros, hasta llegar a una puerta plomada en el fondo, tras ella, un gran salón ocupado casi en su totalidad por una gran mesa con mantel de encaje, varios candelabros, docenas de cubiertos y varias copas de vidrio tallado, todo perfectamente ordenado. Una gran lámpara con energía eléctrica alumbraba un sobrio y rico hogar castellano, aderezado con la pomposidad de una mesa de príncipes cargada de oropeles. Tras unas sillas de alto respaldo forradas de terciopelo, el alcalde sujetaba el brazo de una mujer alta y espigada, peinada con moño respingón, mantilla y escarpines de terciopelo en los pies, lo que demostraba dadas las fechas, el interés de la mujer en exhibir su mejor calzado. La cara del dueño de la casa se iluminó al estrechar la mano de los invitados mientras la mujer, muda, con la cabeza ladeada, los labios apretados y la mirada interrogante no exenta de curiosidad, dejó clavados sus ojos en su marido esperando las presentaciones. 14


- ¡Gertrudis,- terció el regidor - Estos señores son don Santiago Buendía y don Jacobo Morgado, albacea y secretario particular de don Juan Hidalgo de Andrade, que como ya sabes es hombre de moda en la ciudad¡. - ¿Y no ha podido venir don Juan y su bella esposa?reaccionó la mujer con cierta decepción. - Hay que pena, me hubiera gustado tanto hablar con la negrita. Jacobo extendió un pequeño envoltorio al alcalde. - Como hemos visto que es usted fumador, creímos que una caja de cigarros de las labores de don Juan podía corresponder a su amable invitación. El regidor rompió el envoltorio con energía y al descubrir el contenido dejó escapar una exclamación casi gritando - ¡Puros habanos¡. ¡Por el amor de Dios, es el mejor regalo que ustedes me podían hacer¡. Aquí, la verdad es que con la recesión se ven muy pocos. Nada, nada, no se hable más, después de la cena nos fumaremos un buen cigarro con un café y una copa de ponche. Mientras los hombres intentaban destensar el encuentro conversando sobre las bondades y el aroma del tabaco de las Antillas, a la señora Gertrudis se la veía inquieta, preocupada por lo que pudiera ocurrir al otro lado de la puerta del comedor. Ofreció asiento a los invitados mirando hacia la entrada y una vez acomodados alrededor de la mesa, retiró la servilleta del plato, observó detenidamente el adverso de una de las porcelanas y santiguándose dos veces con aparente nerviosismo, dio una soberana palmada en el aire como si cazara una mosca al vuelo. Todos la miraron extrañados, pero ella sin hacer comentario alguno, esperó que acudiera a su llamada la criada del delantal almidonado. Casi inmediatamente, la doncella abrió la puerta e hizo una nueva genuflexión desde el umbral. - ¿Señora?

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- ¡Chón, puede servir los entrantes, después vaya llenando la sopera y preparando el cochinillo que estos señores tendrán hambre¡. Jacobo me confesó unos días después haber tenido aquella noche uno de los tragos más amargos de su vida. Bien es verdad que mi secretario no había tenido suficiente tiempo para conocer las costumbres castellanas, era la primera vez que visitaba España y, por lo que veía en casa del alcalde, las relaciones en la mesa podían ser muy distintas a las que había observado en Inglaterra o América. Como vegetariano convencido sabía de antemano que no iba a disfrutar demasiado en un país que adoraba la carne y según había oído, además, las comidas de los españoles eran ricas en ajo y fritangas. No obstante, se había prometió a sí mismo no manifestar sus gustos culinarios mientras no fuera estrictamente necesario y, en esta ocasión, no iba a ser menos. Simplemente se limitaría a probar las cosas como una excepción mientras no fuera una emergencia. Los platillos que iba colocando la criada sobre la mesa en principio superaban todas sus expectativas. Adobos, escabechados, chorizos, morcillas, torreznos y una especie de tripas secas colocadas en una bandeja de vidrio. Miró con angustia las codornices escabechadas de la bandeja y el robusto embutido negro con piel brillante, sospechando que en esta ocasión se habían sobrepasado en mucho todos sus temores, al tiempo que dudaba que pudiera salvar la situación con cierta dignidad. Dudó en aludir un repentino malestar de estomago, empezó a sudar angustiado, imponiéndose a sí mismo la firmeza de no devolver si aparecía el cochinillo que anunciaba la mujer despanzurrado sobre la mesa. - ¡Venga, venga, sin cumplidos¡ – animó la señora Gertrudis desde su trono, mientras se servía un trozo de lomo de orza. -¡ Que se van a enfriar los torrenillos y luego no valen nada¡. - Y prueben a ver qué les parece este clarete - añadió orgulloso el alcalde llenando las copas de vino.

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Los dos forasteros asintieron con agradado después de probar el vino y esperaron por cortesía a que el dueño de la casa sacara un tema de conversación. El alcalde por su parte no tenía ninguna prisa, se esmeraba en introducir la esquina de la servilleta entre el borde del chaleco, frotándose las manos tomó uno de los trozos del tocino frito ronchándolo con placer. El abogado Buendía le imitó al instante haciendo muestras de satisfacción, mientras que Jacobo por su parte, intentaba diseccionar con el cuchillo y el tenedor un trozo el embutido negro que tanto le intrigaba y se animó a probar el arroz oscuro con fuerte sabor a canela. No estaba mal. Un gran silencio ocupó la sala durante un buen rato, como si las palabras sobraran en una boca ocupada por tantas exquisiteces, pero de golpe, otra palmada seca y cortante despertó a todos de su ensimismamiento. - ¡Chón, la sopa¡ - grito doña Gertrudis dirigiéndose hacia la puerta. Casi al instante se abrieron las puertas vidriadas apareciendo de nuevo la criada. Esta vez la mujer entró de espaldas con la sopera en las manos, sin mediar genuflexión alguna, deposito la porcelana humeante sobre la mesa, sirvió cada uno de los platos empezando por la de su ama y despareció por la misma puerta sin decir media palabra. Fue entonces y no antes, cuando la dueña de la casa bajó la cabeza, cruzo las manos sobre el plato humeante y empezó a rezar una extraña e inacabable letanía, repleta de alusiones a las bondades del campo, el recuerdo de los antepasados y la protección de dos o tres vírgenes de su devoción. Finalmente dijo amén sin esperar una respuesta y se apresuró a sorber la sopa haciendo un gesto de agrado. - ¡Umm, que rica¡. ¿Y díganme ustedes, les ha gustado Soria?. - Es una ciudad interesante – intentó salvar el compromiso Jacobo - Incluso fascinante si se tiene en cuenta su larga historia. 17


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