Espiando al diablo

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ESPIANDO AL DIABLO NOVELAS BREVES Y VERSOS DIVINOS

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JUAN TIZÓN HERREROS


Juan Tizón Herreros, nació en A Coruña en 1895 y murió exiliado en Oporto (Portugal) el 25 de diciembre de 1945. Tuvo que exiliarse debido a la sublevación y golpe de estado franquista en 1936; primero huyendo al monte y más tarde al vecino país (Portugal), donde fue protegido por miembros del Partido Socialista y de la Inteligencia británica para que el régimen de Oliveira Salazar no lo devolviera a España. En aquel momento era el alcalde de Monforte de Lemos (Lugo).


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ESPIANDO AL DIABLO o

NOVELAS BREVES Y VERSOS DIVINOS

JUAN TIZÓN HERREROS


Š Yon Solleiro

Edita:

I.S.B.N.: 978-84-17068-60-8 Impreso en EspaĂąa Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicaciĂłn ni de su contenido puede ser reproducida, almacenada o transmitida en modo alguno sin permiso previo y por escrito del autor.


o PRÓLOGO

Para entender este libro, he de indicar que fue escrito hace muchos años. Aunque yo, el yerno del autor, quiera hacer ver detalles del texto, lo principal es que se tenga en cuenta el porqué y el cuándo fue escrito. El porqué es fácil de entrever al leerlo, se basa en las leyendas y mitos de la religión católica, la cual obviamente no profesaba, aunque en aquellas fechas lo normal en España era ser Católico Apostólico Romano. Es evidente que quería aclarar muchas cosas de esas leyendas, y hacer ver que todo eran mitos escritos en la antigüedad y que lo necesario era atender las necesidades del pueblo. Era un buen socialista. El cuándo es fácil.

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Espiando al Diablo fue publicado en A Coruña en 1925, y los Seis Cregos Escollidos y El Cristo del Hallazgo fueron escritos, como figura en ellos, en los años en que estuvo escondido en el monte escapando de los fascistas, entre 1937 y 1938. Juan Tizón, nació en A Coruña en 1895, y a pesar de la persecución, murió de muerte natural en Oporto en 1945, como podéis comprobar murió relativamente joven en comparación con las perspectivas actuales. Espero que sirva a sus lectores para conocernos mejor.

Yon Solleiro

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o CONTENIDO

ESPIANDO AL DIABLO....................................... 9 EL LOCO................................................................ 47 LOS VENCIDOS.................................................... 55 EL MATÓN DE SIGRÁS........................................ 75 ¿QUIÉN FUE EL LADRÓN?................................. 99 CAIFÁS.................................................................... 113 EL CUCO................................................................ 129 DOS DIABLOS DESNUDOS................................ 141 SEIS CREGOS ESCOLLIDOS............................... 150 SEIS CURAS ESCOGIDOS EL CRISTO DEL HALLAZGO.............................. 193

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E S P I A N D O AL DIABLO (NOVELAS BREVES) POR

JUAN TIZÓN HERREROS

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o ESPIANDO AL DIABLO

Aquella noche llegué a casa víctima de una jaqueca pertinaz que durante todo el día me había estado atormentando. Sin haber tomado más que una taza de té, me fui al lecho en busca del sueño reparador, confiando en que así dejase de molestarme; pero, antes de dormirme, tuve ocasión de dar un sinnúmero de vueltas cambiando de posición, porque el sueño, a pesar de mis deseos, no acudía a liberarme de ese dolor tan molesto. Por fin, como el tiempo todo lo resuelve, después de unas dos horas quedeme dormido.

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Sin saber cómo, encontreme a la puerta del Infierno. Supe que me hallaba en dicho lugar porque ahí noté un calor horrible. No quise alejarme sin mirar antes hacia dentro, Y en una mirada rápida observé que, alineados en dos largas filas, estaban

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un sinnúmero de diablillo rojos empuñando sendas lanzas, cuyo extremo superior se dividía en tres afiladas cuchillas. Al principio sentí pánico a la vista de aquella endiablada gentuza, tan bien armada con sus enormes tenedores. Por entre aquellas dos largas filas, que le rendían honores, venía hacia la puerta el diablo mayor que, sin duda, iba a darse su consabida vueltecita por el Mundo, para retornar cargado de almas pecadoras con que aumentar el número infinito de las que pueblan sus dominios. Inmediatamente corrí a ocultarme para evitar que me viese al franquear la puerta. Cuando le vi alejarse me sentí ya más tranquilo, Y entonces me dispuse a huir de aquellos lugares; pero cuando había dado unos pasos, oí una algarabía que procedía del interior del Infierno, y me detuve inducido por la curiosidad que me obligó a mirar nuevamente hacia adentro para adquirir la causa de aquel griterío ensordecedor. Toda una legión de diablejos gritaban como si un júbilo enorme les invadiese; unos corrían jugueteando, otros bailaban dando grandes zancadas. Sus caras eran risueñas, al contrario de cuando estaban en presencia de Satanás, al que debían tener un miedo loco, a juzgar por el silencio que

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entonces guardaban. Cuando más entretenido estaba haciendo mis observaciones, sentí una mano que se posaba sobre uno de mis hombros, obligándome a volver la cabeza con rapidez. Un pánico enorme se apoderó de mí al ver que quien estaba a mi lado, mirándome con una sonrisa endiablada, era uno de aquellos diablos rojos, Y quise huir; pero este diablejo, quizás sospechando mis intenciones, me sujetaba fuertemente por un brazo. Quise gritar para pedir auxilio, pero no pude conseguirlo; parecía como si la voz se me ahogase en la garganta. Pretendí articular alguna palabra con que suplicar a mi aprehensor; pero el miedo me había dejado mudo. Aquel diablo, después de haberme mirado con suma insistencia, me condujo hasta una gruta que había a muy corta distancia del Infierno. Allí me obligó a sentarme, después de lo cual me preguntó si le conocía. Ante su pregunta quedeme algo perplejo; pero después de mirarle con detenimiento, empecé a notar en su fisonomía ciertos rasgos que me parecían conocidos, a pesar del color rojo de su rostro. —¿No me conoces? —volvió a preguntarme, Y luego dijo un hombre: Mario Montero. Efectivamente. ¡No iba a conocerle! Era un antiguo condiscípulo mío. Por cierto que ya hacía bastantes años que debía estar bajo las órdenes de

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Satanás, el cual le habrá estado esperando cuando exhaló el último suspiro para conducirle directamente al Infierno, ya que bien merecido se lo tenía. Ya de niño había empezado a manifestarse como un ser perverso. Solo asistía a las clases cuando su padre le acompañaba hasta el colegio, donde, en lugar de estudiar, se entretenía en hacer pajaritas con las hojas de los libros, con lo cual impedía que sus compañeros de mesa estudiasen. Cuantas veces era reprendido replicaba con atrevidas frases al profesor, indignado, tuvo al fin que expulsarle del colegio. Su padre optó por llevarle a un correccional, donde solo estuvo un año escaso, pues, el muy pillo, una noche, cuando el silencio era sepulcral, comenzó a llamar la atención del fraile que hacía la guardia en las celdas, con unos gemidos dolorosos que hacían pensar en un posible cólico. Penetró el fraile en la celda y vio cómo el granuja de Mario se revolcaba, apretándose el vientre fuertemente con los puños como si padeciera horribles dolores. Cuando menos podía esperarse, agarró una tabla del camastro, la cual ya tenía él dispuesta a mano, y la dejó caer con fuerza sobre la cabeza del guardián, derribándole sin sentido, y, sin esperar más, huyó del reformatorio. A partir de entonces su vida fue por demás azarosa; pero, a mi juicio, su

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mayor pecado consistió en lo que hizo con aquella novia, a la cual deshonró, abandonándola después en un lupanar, de donde salió para morir en un hospital en plena juventud. Esto fue causa de la muerte prematura de los padres de aquella infeliz chica, que no pudieron sobrevivir a la pena Y a la vergüenza que les causara la perversidad del novio de aquella hija que adoraban. ¡Oh! Si Mario hubiera tenido conciencia hubiera muerto atormentado por los remordimientos de sus crímenes, que más criminal es el que mata como él lo hizo que el que alevosamente descarga la pistola sobre un semejante. En este caso pueden darse varias circunstancias que atenúen la responsabilidad del delincuente; en el de Mario todas las circunstancias son agravantes. Presa todavía del miedo que experimentara al verme en manos de aquel diablillo rojo, sentí una gran alegría al reconocerle, después de haberme dicho su nombre, no porque me agradase la compañía de mi antiguo condiscípulo, cuyo trato había eludido en vida, sino porque, de ser otro, quizá sin preámbulo alguno me hubiera arrojado entre aquellas llamas que caldeaban el interior del Infierno, mientras que él, aunque no fuese más que

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en atención al conocimiento de antes, habría de tratarme con más consideraciones. Y así fue. —¡Ah! ¿Eres tú? ¡Qué encuentro más agradable! Chico, pues si no me dices tu nombre no te hubiera reconocido tan fácilmente. —Pues yo sí te reconocí al instante, a pesar de los años que hace que no nos vemos. —Pero es que a ti no es tan fácil reconocerte así, disfrazado de diablo…; es decir, con ese rabo y esos cuernecitos…; vamos, así en pelota y pintado de rojo… Y mientras yo hablaba aturrulladamente, sin saber cómo expresarme para que mis conceptos no le molestasen él se desternillaba de risa; reía sin poder contenerse, lanzando estruendosas carcajadas satánicas. Después que le hubo pasado aquel acceso de hilaridad, volvimos a reanudar el diálogo. —¡Qué gracioso! —empezó diciendo—. Me has hecho reír un rato con tu azoramiento. Mira, para que lo sepas para siempre: aquí, a pesar de ser diablos, no usamos de las hipocresías de tu mundo; a las cosas las llamamos por su verdadero nombre, sin que nos preocupe el mal concepto que de nosotros puedan formar por nuestra dureza de expresión, como se dice por allá. Así es que puedes

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sin temor, expresarte como mejor te plazca, que nada nos ofende, por algo somos diablos. Quedeme admirado de las palabras de mi amigo, y no pude menos de pensar que, a pesar de los muchos inconvenientes que yo suponía existirían para poder disfrutar de una relativa tranquilidad en el Infierno, había algo que lo hiciese agradable, ya que, por lo menos, estos diablillos se ven libres de la hipocresía que nos rodea por todas partes en esta miserable vida, hasta el extremo de que aquel que no la usa se ve aislado por completo de sus semejantes. Y luego pensé: ¿Será el Infierno una cosa distinta de como hasta ahora suponíamos? Del reglamento interior, si es que existe, ¿estará eliminada la mentira, que en todo caso es repugnante? Iba a preguntar a mi amigo, pero él, sin duda, adivinando mis intenciones, amplió lo dicho anteriormente. —Sí, amigo; nosotros, a pesar de ser diablos, no somos hipócritas. En nuestros dominios no se conoce la mentira. Bien es cierto que no nos vemos jamás en la necesidad de mentir, pues, como buenos diablos, nos dedicamos todos a cometer el mayor número de diabluras, y estas, en lugar de ocultarlas, las divulgamos entre nosotros, com-

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placiéndonos en ello. Sin embargo, ya ves, basta que me haya encontrado contigo, que eres del otro mundo, para que ya me haya contagiado de la hipocresía que por allá usáis, pues solo así podré justificar esta ausencia para no declarar que estuve en amigable charla contigo, en lugar de haberte conduciendo directamente a uno de los hornos que llamean ahí dentro, de donde saldrías, ensartado en uno de nuestros tenedores, más asado que un cordero de Burgos, de los que exponían en los escaparates de los bares de la Galera, que así se llamaba por aquel entonces una de las calles de la población en que hemos vivido ambos. Esto último me puso la carne de gallina, y mucho debía temblar, por cuanto él se apresuró a decirme que no temiese nada, que él se encargaría de ponerme a salvo en cuanto yo deseara alejarme de aquellos lugares. Al principio quise rogarle que lo antes posible me condujese a algún lugar para mí conocido, desde donde yo podría emprender el camino de mi casa; pero, algo más tranquilo por lo que me había dicho, quise saber algo más antes de alejarme de allí, y nuestra conversación todavía se prolongó un buen rato. Hablamos de muchas cosas; pero por más que esfuerzo mi imaginación no acierto a recordar nada de lo que entonces hubimos hablado.

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Cuando dimos por terminada nuestra charla, él me condujo por entre una serie interminable de cavernas, hasta ponerme en un lugar que yo conocía mucho por haberlo transitado en distintas ocasiones, y, después de despedirnos, se alejó presuroso a fin de llegar lo antes posible al Infierno, donde podrían fácilmente notar su ausencia. Cuando, completamente tranquilo, caminaba en dirección a mi casa, observé que en dirección contraria a la que yo llevaba venía Satanás cargado con un buen número de almas que iban destinadas a poblar sus dominios. La curiosidad, que siempre ha sido en mí una enfermedad, me sugirió la idea de seguir al Diablo hasta el Infierno y esperar nuevamente su salida, pues Montero me había dicho que aquel era día de gran trabajo para Satanás por el gran número de almas que tendría que transportar, para lo que, desde luego, tendría que efectuar varios viajes, pues en uno solo no podría conducir todas las que se habían ganado el Infierno. Mi objeto era seguir los viajes de Satanás por el mundo, Y ver de qué medios se valía para conquistar aquellas almas que luego tan afanosamente conducía a sus dominios. Oculto tras un enorme peñasco dejé pasar al Diablo, y luego, adoptando un sinnúmero de precauciones, fui en su seguimiento hasta verlo entrar

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en su mansión. Volvime a ocultar para esperar su nueva salida, que no tardó en hacer. Jamás he tenido ocasión de correr tanto como entonces, pues el Diablo debía llevar gran prisa, porque caminaba dando grandes zancadas, lo cual me obligaba a correr con todas mis fuerzas para no perderle de vista. Cansado ya de aquella loca carrera, iba a darme por vencido, dejando de seguir al Diablo, cuando este se paró de repente en un lugar que debía pertenecer a las afueras de alguna población para mí desconocida, pues a no mucha distancia se veía el resplandor característico de una ciudad importante, percibiéndose también las luces del alumbrado de las calles externas.

El suicidio Caminando por un sendero iba un joven de aspecto simpático, que, a juzgar por su actitud meditabunda, debía ser objeto de una gran preocupación. Llevaba los brazos cruzados y su barbilla se apoyaba en el pecho. Satanás se aproximó a él, y no sé qué palabras deslizó al oído el joven, porque este se estremeció,

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dirigiendo la vista a su alrededor. Al ver que su mirada vagaba de un lado a otro, abarcando cuanto le rodeaba, sin conseguir ver al Diablo que tenía a su izquierda, ni a mí que estaba a muy corta distancia de él, comprendí, aunque no supe explicarme la razón, que yo, al igual que Satanás, debí de haberme convertido en un ser invisible, y esto me alegró porque así podría hacer impunemente cuantas observaciones quisiera sin temor a ser visto por nadie. Aquel joven, creyéndose solo, comenzó a monologar. —¡Ay, madre mía! ¡Qué malo he sido para ti, que eres la mujer más santa! pero Dios bien sabe que obré inconscientemente. Yo era un niño casi cuando la conocí a ella. A partir de entonces yo no sé lo que pasó por mí; comencé a quererla, la quise con un amor ciego, que solo así se explica que al huir de tu regazo no viera que te hería cruelmente en lo más íntimo de tu corazón de madre… pero yo estaba ciego, yo no sabía lo que hacía; mis ojos no veían otra cosa que no fuera ella. Cuando me proponía la huida, yo quería protestar, quería rebelarme contra sus pretensiones; pero mi voluntad de niño se rendía a las falsas caricias de aquella ingrata mujer, que jamás supo apreciar el sacrificio enorme que para mí representó el haberte abandonado. ¡Madre mía! ¡Mujer buena, mujer santa! Tú

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