Huellas imborrables

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Huellas imborrables Caesar Alazai


Š Caesar Alazai I.S.B.N.: 978-84-15649-15-1 Edita:

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A los motivos de mi inspiraci贸n de ayer y hoy, los culpables de estos cuentos son ustedes.

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Prólogo os cuentos siempre han estado presentes en mi vida. Desde la tierna infancia, mi hermana Cecilia, unos catorce años mayor que yo, me relataba historias del gato blanco que se escapaba de Alicia y con cambios de voces me dejaba ver cual de los personajes hablaba, sin duda eran cuentos que me ayudaban a conciliar el sueño. También estaban los que me contaba mi hermano Manuel, llenos de terror y según él, de historias tristes con las que intentaba ponerme a llorar. He de admitir que no era muy difícil el lograrlo, fui un niño llorón, quizá víctima de las circunstancias de ser el menor entre seis hermanos que a muy tierna edad nos quedamos huérfanos de padre. Pero las lágrimas de aquel entonces no eran producto de los cuentos que mi hermano inventaba, sino, de que constantemente, en la oscuridad del cuarto, me pasaba sus dedos por mis ojos a la espera de sentir el efecto de sus relatos, al final, más por la irritación que por la tristeza, acababa lagrimeando. Mi madre trabajaba en el Hospital San Juan de Dios, un emblemático centro de salud ubicado a un escaso kilómetro del centro de San José, a veces en los turnos del día, otros en la noche, así que poco tiempo le quedaba para inventarme cuentos, supongo que ya tenía bastante con los que tenía que escuchar de mis hermanos dando quejas, las más de las veces sobre Manuel, yo no era un angelito, pero al lado de mi hermano si que había diferencia a mi favor en lo que a comportamiento se refiere. El caso es que mi madre, cometió el error un día de ofrecerme un dichoso libro de cuentos llamado Cuentos de mi tía Panchita, de la autora nacional que escribía bajo el pseudónimo de Carmen Lyra, pero que en realidad se llamaba Isabel Carvajal. Digo que cometió el error, porque una vez que me prometes algo, no hay forma en la tierra de que puedas desistir de cumplirlo. Todos los días la esperaba a la entrada de mi casa, desde donde se veía el autobús del que debía bajar a eso de las 2:30 de la tarde. Adivino que el verme en aquella espera le dejaba un sabor agridulce, lo dulce porque a quién no le gusta que los hijos lo esperen con ansias, el agrio lo ponía yo cuando me enteraba de que no había pasado a comprar el libro. Ahora siento remordimientos de pensar que quizá no era tanto olvido, sino alguna estrechez económica la que le hacía no traerlo. El caso es que un día, su memoria o su cartera, permitieron cumplir la tan preciada promesa y me lo devoré en unos cuantos días. Aún me

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hacen reír las historias del Tío Conejo y es tanta la alegría que me provoca el evocarlo que he comprado en estos días una colección de estos cuentos en pasta dura, que atesoraré en mi biblioteca. Con más edad, me fascinaron las historias de terror que en unos libros de bolsillo compraban mis dos hermanas, Cecilia y Blanca que ya para ese entonces trabajaban. Cada quincena o quizá antes, compraban varios de estos libritos, los más de ellos de a lo sumo noventa y seis páginas de puras letras. Escritores que quizá para la época se mantenían infames pero que eran sumamente prolíficos, hasta llegaron a escribir cinco novelas en un mes, novelitas cortas de entre setenta y cien folios, que quizá no llegarían nunca a optar por un premio, pero que yo seguiré recordando: Clark Carrados, Ada Coretti, Curtis Garland. Los títulos eran fantásticos: Drácula 73 (supongo que hacía alusión al año en que fue escrito), el circo, Calefacción en la tumba, La muerte regaló cinco llaves y la infaltable Rue Morgue 13. Aun ahora me encantaría encontrarlos y poder releer aquellas historias que a los once años me causaban miedo y que probablemente ahora, me harían reír, aunque quizá no tanto como los nombres que otro de mis hermanos, Alberto, decía que él mismo escribiría: Burbujas de Terror y Sangre en el Pavimento. Finalmente, mi hermano Eduardo, me llevaba tan solo once años pero siempre lo vi como el rigor, la figura paterna a quien a mis amigos el solo verlo les provocaba la retirada inmediata, por él, algunos de los cuentos serán serios y formales. El libro que quizá he releído en más oportunidades es El Principito de Antoine de Saint Exupery. No debo estar solo en eso de admirar la forma clara y sentida de hacernos querer al pequeño príncipe caído de un asteroide, muchos deben haber sido formados en esa especie de filosofía que nos regaló el aviador francés. Ya con hijas, fue mi turno de contarles historias antes de dormir, eran quizá, un poco más elaboradas que las que a mi me contaban, pero siempre, fuera del tema que fueran, acababan siendo comedias que nos hacían desternillarnos de la risa, a ellas por las tonterías que yo decía, a mí, por lo contagioso que resultan las risas infantiles. Algunos personajes aún los recordamos con cariño, Bruno una especie de Indiana Jones infantil, Genoweva, la protagonista de mi primera saga, dos cuentos inéditos e incluso no escritos, solo narrados en una continuación de varias noches, sus nombres eran ¿Qué haces con mi plancha? I y ¿Qué haces con mi plancha? II Estas historias son las responsables de que más adelante escribiera

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“Con la sal en las venas” que nació como cuento y creció hasta alcanzar el tamaño de una novela, mi primer novela. Más adelante, las ocho historias producto de los devaneos nacidos de la emulsión de dos mundos, los avatares del destino quisieron que bajo una luna escarlata descorriera el velo de la locura y que jugando a poder, al final pudieran venir La mansión de Grunewald y los sueños delta. He querido escribir este libro de cuentos intentando recrear todas estas etapas, así, los habrá para niños de todas las edades, espero que el leerlos les despierte todas esas sensaciones que duermen en lo más profundo de sus almas, si no lo logro, al menos habrán pasado el tiempo.

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Verde Esmeralda

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l joven Patricio Valdelomar veía temblar sus manos mientras terminaba de hacer el nudo corredizo a una cuerda nueva que había encontrado en el galpón donde se escondía desde hacía una semana. El olor de sus propios desechos, que inundaba el lugar poco ventilado, le golpeaba la nariz al inhalar fuertemente en busca del aire que alimentara su voluntad de terminar la tarea que había decidido, luego de una noche en vela sopesando sus posibilidades. Lentamente se levantó del suelo y buscó con la mirada perdida una viga que soportara su peso. Instintivamente recorrió su cuerpo nervudo y flaco, las venas verdosas sobresalían ampliamente de su piel, como queriendo salirse de su cuerpo. Sus músculos formados a base de las cargas que soportaron sus brazos y espalda desde joven, ahora lucían flácidos y desprovistos de fuerza. Una semana de pasar hambre, de alimentarse de las sobras que lograba recuperar del basurero al que acudía religiosamente cada medianoche, lo había consumido. La decisión de terminar con sus días solo adelantaría la inevitable agonía de una muerte segura por inanición o deshidratación. ¿Qué más daría un suicidio o muerte natural? Tal vez la única diferencia estaría en el juicio de Dios que castigaría su decisión de quitarse la vida, pero hacía mucho que había dejado de creer en un Dios que mueve los hilos de la vida y ahora solo lo consideraba una energía creadora, pero indiferente de cuanto pasa en este mundo. Las medallas y crucifijos fueron los primeros objetos que desechó de su indumentaria. Su solo contacto con la piel le provocaba dolores insoportables en su conciencia. Rápidamente Patricio Valdelomar, hijo de Rafael Valdelomar un potentado de la zona, vio pasar su vida de la opulencia a la indigencia. Todo por lo veleidoso del destino. Como único hijo legal de su padre, lo esperaba una herencia pródiga y los lujos en que se desenvolvía su padre, que compensaba sus ausencias permanentes de la vida del joven, con dinero abundante. Su madre, lo crió con la ayuda de nanas e institutrices que lo educaron formalmente en las artes, las letras y las ciencias y a los 17 años ingresó a la Universidad de la Capital, donde se graduó con honores en medicina. Su retorno al pueblo fue celebrado como el regreso de

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un héroe. Patricio Valdelomar había nacido con el pie derecho y toda su vida era el sueño de cualquier mortal. En la fiesta de recepción, Patricio aprovechó la oportunidad para presentar en sociedad a Lucía, su prometida. Una joven médico que conociera en la Universidad y que había logrado estudiar gracias a las becas del gobierno. Lucía era endiabladamente bella. Su cabello negro, largo y sedoso caía despreocupadamente sobre su espalda hasta cubrir la mitad de ésta. Sus cejas igualmente negras, tupidas y con un arco natural, servían de marco a unos ojos verde esmeralda, cálidos y penetrantes, capaces de derretir cualquier mirada que se encontrara en su camino. Sin embargo lo que más llamaba la atención en Lucía era una boca delineada, moldeada por unos labios que al hablar se movían con una cadencia lenta y segura que hipnotizaba. El tono de voz de la joven era tenue. Arrastraba las sílabas sin prisa, como masticando cada una de las palabras que utilizaría. Nada en su conversación tenía palabras de menos o de más. Cada frase era cuidadosamente elegida para hacer una composición rítmica y cautivante. Patricio, ahogado en llanto mientas lanzaba la cuerda sobre la viga más gruesa del techo del galpón, recordaba las largas conversaciones telefónicas con sus padres contándole su vida al lado de Lucía y de la suerte con que lo premiaba una vez más la vida. El nudo de la cuerda cayó con el peso de un yunque, volviendo a las manos del joven. Una vez más sus manos temblaron al halar la cuerda y formar un aro perfecto. Patricio miró su camisa abierta hasta medio pecho, lo que dejaba al descubierto su torso velludo y de costillas salientes y afiladas. El triste espectáculo de su pecho disminuido por el hambre lo estremeció y se cerró los botones de su camisa. Ahora con la camisa cerrada, pudo ver claramente la mancha de sangre ennegrecida que la cubría y recordó con horror, los eventos de hace una semana en su fiesta de regreso al pueblo. Mientras aseguraba la cuerda a un paral del galpón dejando el nudo a la altura apropiada, Patricio sintió humedecer sus ojos. ¿Cómo había llegado hasta aquí? ¿Cómo cayó de las alturas del Olimpo en que se encontraba a los más bajos abismos de la desgracia? Su cara cubierta de una barba mal cuidada se enrojeció en una mezcla singular de pena e ira. De pena por el triste fin de su relación con Lucía y de ira contra su padre.

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En la fiesta de celebración de su regreso triunfal, Lucía cautivó a su padre, tanto como lo había hecho con el hijo años antes. Dos horas de hablar suegro y nuera fueron suficientes para despertar en el hombre una pasión incontrolable y aprovechando la embriaguez de Patricio salieron de la casa hasta un invernadero cercano para vivir su amor. Patricio, alertado por su madre, tomó el arma del escritorio de su padre y corrió hasta el invernadero, abrió la puerta de una patada contundente y sorprendiendo a la pareja en su traición descargó las seis balas sobre el pecho de su padre, mientras Lucía lo observaba fijamente con sus ojos color esmeralda y lentamente movía sus labios emitiendo palabras que Patricio no alcanzaba a entender pero que contenían la cadencia única de la voz de la joven. El efecto narcótico de las palabras de Lucía apaciguaron la ira del joven, quien volvió de su locura y al observar el cuerpo sin vida de su padre se abalanzó sobre él y lo sujetó contra su pecho, inundándose su cuerpo de la sangre de su progenitor. Lucía en tanto lo observaba y seguía musitando palabras embriagantes que salían de sus labios perfectos, como embrujos que se anidaban en la mente del joven. El ruido de las percusiones atrajo a los invitados quienes horrorizados observaron el macabro escenario de padre e hijo fundidos en un abrazo póstumo, mientras Lucía, etérea, observaba la escena desde una esquina, en la que parecía flotar sobre una nube de inocencia y candidez que realzaba su belleza. Patricio escapó por entre los invitados llorando amargamente y luego de correr sin rumbo por dos días, se refugió en un galpón abandonado donde cada día lo visitaba el recuerdo de su amada Lucía, clavándose en su carne como cuchillos afilados. Patricio, pasó su cabeza por el aro de cuerda, cerró el círculo hasta ajustarlo a la dimensión precisa de su cuello, subió a un viejo banco de madera y respiró profundamente. Su último pensamiento fue para Lucía. Con la voz entrecortada por una respiración agitada, Patricio pidió perdón a Lucía por no cumplir los sueños que planearon juntos y saltó al vacío.

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II

El espejo

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a rivalidad entre hermanos estaba marcada desde la niñez de los gemelos Márquez y había sido alentada por su padre en su adolescencia. Ambos eran duchos en los deportes y aplicados estudiantes que alternaban los primeros puestos en las calificaciones de sus colegios. La diferencia entre ambos en calificaciones y puntos anotados en los deportes siempre eran mínimas. De tez blanca muy blanca, perlada de pecas y cabellos rojos como el fuego, los gemelos no eran lo que podría llamarse atractivos a los ojos de las mujeres. Superados los dieciocho años, ninguno de los dos había mantenido una relación superior a la amistad con mujer alguna, incluso ambos adolescentes eran tan retraídos que incluso las relaciones de amistad con otros hombres y mujeres eran difíciles. En las fiestas los gemelos solían acudir (las pocas veces que acudían) acompañados y así permanecían hasta la hora en que debían regresar a casa. Estas retracciones en las fiestas solo eran interrumpidas cuando se les solicitaba repetir el número que presentaran en un espectáculo cultural, donde los gemelos hacían la mímica de estar frente a un espejo, con una naturalidad increíble y que les valía los aplausos. ¿Quién es la imagen de quien? Preguntaban los compañeros entre bromas. En la intimidad de sus habitaciones cualquier tema los hacía apasionarse en largas discusiones que alcanzaban altas horas de la noche, hasta que sus padres los obligaban a apagar la luz y sus voces e irse a la cama. La época de colegio terminó y Felipe alcanzó por pocas centésimas el honor de dar el discurso de clausura. La noticia cayó como un balde de agua fría sobre Pablo. Por primera vez en la vida, se sentía inferior a su hermano y sin la posibilidad de igualar la marca. Llegado el día de la graduación, Felipe se ensalzaba a si mismo y a su generación en un largo y sentido discurso, en tanto, Pablo lo escuchaba atento clavando la mirada en el cabello de su hermano que a la luz del sol brillaba más intenso.

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Pablo escuchaba a su hermano decir: “Compañeros, hoy ante nuestro paso se abren las puertas del futuro. Hemos alcanzado algo más que un título, hemos obtenido el derecho y el deber ineludible de ser propiciadores de un cambio en todos los órdenes de la vida…” Los ojos de Pablo fulguraban con la misma intensidad del cabello de Felipe y repasaba con la mente el discurso que para si había escrito semanas atrás, anticipando su triunfo en las calificaciones: “Hoy se ha marcado el triunfo de la individualidad de cada uno de nosotros. Ya no seremos uno más en una lista de clase. Hoy iniciamos el proceso que nos convertirá en seres únicos, cada uno en el destino que su esfuerzo le forje. Pero actuemos con valor, porque el futuro no esperará a nadie” En los altavoces del colegio se escuchaba el discurso de Felipe concluir: “…Por eso compañeros y hermanos, somos responsables de que todo cambie, los que no tengan el valor, que den un paso al lado, pero los que lo tengan, avancen conmigo hacia el éxito que nos merecemos.” Una cerrada ovación para Felipe sorprendió a Pablo absorto en su repaso mental del discurso que jamás sería escuchado por las centésimas con que lo venció su hermano. Ahora su mente divagaba en una mezcla de los discursos. Individualidad, seres únicos, el cobarde da un paso al lado, el que tenga valor que avance, el éxito que nos merecemos, no, nos merecemos no, que me merezco, el éxito que me merezco. Yo no soy la imagen del espejo de nadie y mucho menos de Felipe. Ese día, Pablo recibió el título sin ánimo y abandonando a su hermano en media fiesta, se retiró a la casa y corrió al desván. Ya a solas y frente al espejo inició en un monólogo una nueva discusión. -El discurso debió ser mío, tu lo sabes. Si. Si no fuéramos iguales habría sido más fácil vencerte. Nadie debería ser igual a nadie más. No es correcto. Todos debemos ser únicos. Los seres humanos no somos ecos ni reflejos de nadie, cada quien es cada cuál. Cállate. No quiero oír tu discurso. ¿Quieres que propicie un cambio? Bien, tú lo has pedido. Todo cambiará. Ya nadie me confundirá con nadie. Ya nunca más me pedirán el acto

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del espejo, porque no habrá imagen. No, nunca más habrá una imagen y no podrán culparme, porque ¿Cómo sabrán quien soy? ¿Seré Felipe el héroe del discurso o Pablo el que se quedó entre la multitud a ver brillar tu cabello rojo en el podio? ¿Por qué te ríes, crees que me has vencido? No es así. Al contrario tu pierdes. ¿Acaso no me crees capaz de seguir adelante, de ser único? Te equivocas. No deberías menospreciarme. Ya verás, mañana ya no seremos dos. ¿Qué somos iguales como dos gotas de agua dice la gente? Se equivocan, no podríamos ser más diferentes, ya verán que tan diferentes podremos ser. Tan solo me hacen falta los detalles, pero esta noche es mi liberación y mañana por fin privará mi individualidad. Borra esa risa burlona de tu cara Felipe. En ese instante Pablo asestó fieros golpes al espejo haciéndolo añicos y cortando sus manos que pronto se tiñeron de un rojo tan intenso como el de su cabello. La decisión estaba tomada. Esa noche sus días de gemelo acabarían para siempre. A la mañana siguiente, Pablo despertó aturdido, con la sensación de que algo terrible había pasado la noche anterior. Caminó hasta el baño y se dispuso a lavarse la cara. Observó sus manos cortadas y ennegrecidas por la sangre seca y lo recordó todo. Volvió la vista hacia el espejo y se descubrió con una amplia sonrisa que le erizó los vellos de la espalda. Lentamente levantó su brazo y llevó su mano herida a la cabeza y sintió la lisa sensación de una cabeza rapada. Ahora era una persona única.

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III

El intérprete de sueños l millonario Alejandro Vega III acrecentó la fortuna que le dejara su padre, gracias a increíbles interpretaciones de sueños propios y ajenos, que le permitieron comprar y vender acciones en el momento justo,apostar a los caballos y a los juegos de azar. En el pueblo, no eran pocos los que lo buscaban pidiéndole consejo sobre números de la suerte o posibles negocios, a lo que don Alejandro siempre se negaba aduciendo razones personales muy importantes. Sin embargo a los que le llevaban sus sueños, siempre los atendía en busca de algún indicio que le permitiera realizar inversiones provechosas. Su don, como solía llamarlo lo heredó de su madre, doña Gladis Guzmán, quien siempre lo utilizó en beneficio de los demás y nunca para el propio. Dinero nunca he necesitado decía doña Gladis, en cambio las bendiciones de quienes he ayudado siempre serán bienvenidas. Todas esas bendiciones se las llevó a su tumba hace cinco años, luego de una penosa enfermedad. Las interpretaciones de los sueños nunca eran tan fáciles como aparentaban y en muchas ocasiones sueños felices auguraban catástrofes familiares, y en otras, velorios o despedidas significaban todo lo contrario. Don Alejandro además, no interpretaba más sueños que aquellos que tuviesen relación con el dinero. En el mes de marzo, se mudó al pueblo doña Paz, una vieja gitana que se ganaba la vida leyendo el futuro en los restos del café, del té, en las palmas de las manos y por supuesto en los sueños. Los paisanos, cansados de las negativas o respuestas a medias de don Alejandro y dado que desde la muerte de doña Gladis no tenían a quien acudir, la recibieron con los brazos abiertos y muy pronto en su consultorio la gente hacía filas para ingresar a consulta. La fama de doña Paz corrió como pólvora y apenas enterado don Alejandro, sintió la curiosidad por conocer a la agorera. Así, disfrazado de paisano un viernes por la noche don Alejandro acudió a la cita y le contó un sueño que se le venía repitiendo desde hacía días y que por más que lo intentaba no le encontraba sentido monetario como a todos los demás. Don Alejandro contó como en su sueño un viejo barril de vino se derramaba por el suelo de su casa, a grandes

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chorros primero, luego en un delgado hilo de color morado, parea extinguirse en lentas gotas de un color pálido. En su sueño él observaba el vino derramado y sentía una sed incontrolable que sólo sería saciada por aquel vino que inundaba la sala de su casa y aunque no podía tomarlo, tampoco permitía que otras personas cercanas tomaran de él. Doña Paz sin inmutarse interpretó su sueño: Señor, le dijo, el vino que se ha derramado es su vida misma con todos sus dones, usted ha hecho un mal uso de los mismos y ahora su tiempo se acaba. El chorro que disminuye hasta ser apenas unas pocas gotas, me dice que a usted no le queda un año de vida. Usted morirá antes de que llegue el próximo marzo. Don Alejandro soltó una carcajada estridente que llamó la atención de cuantos esperaban su turno. Quitándose el sombrero y bufanda que le cubrían el rostro se mostró a todos como el millonario altanero de siempre y le hizo saber a la concurrencia asombrada por su presencia, del engaño de que eran objeto por parte de la anciana. Morirme yo, decía riendo, es lo último que pienso hacer. Los meses pasaban y con cada acierto de las profecías de doña Paz a los lugareños, un temor se apoderaba de don Alejandro. Sus visitas al médico, antes casi nulas, ahora eran muy frecuentes. Cualquier dolor por insignificante que fuera lo hacía acudir al doctor del pueblo y a los especialistas de la capital. En todas las ocasiones los resultados eran los mismos. Su salud era excelente. Llegó el mes de febrero y don Alejandro se sintió ansioso. Sufría pesadillas horribles donde las hojas del calendario lo atacaban y producían cortes en la cara y las manos con sus bordes afiliados. De estas pesadillas se despertaba empapado en sudor y con el rostro desfigurado por el miedo. En los sueños, don Alejandro se veía huir por entre callejuelas adoquinadas que formaban un laberinto que indistintamente del camino que tomara lo llevaban hasta la misma calle donde las hojas del calendario lo martirizaban. Agnóstico de toda la vida, don Alejandro se refugiaba ahora en la Iglesia en busca de consuelo. Dormido las pesadillas lo atormentaban y despierto sólo sentía la ansiedad por llegar al mes de marzo sano y salvo. Una nueva visita a los médicos sólo arrojó como diagnóstico un cansancio severo producto del stress en que vivía. Los médicos le recetaban calmantes cuyos efectos somníferos eran cada vez menores.

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Acercándose el final de mes, don Alejandro hizo traer a doña Paz a su casa. Necesitaba oírla retractarse, él no moriría en este mes. La visita de doña Paz fue corta y nada alentadora para don Alejandro, su vaticinio se mantenía, don Alejandro no vería la luz del día en el mes de marzo. Don Alejandro furioso hizo correr a doña Paz de su casa. El le demostraría quien era el máximo agorero del pueblo. ¿Cómo podía doña Paz ver aquello que él mismo no vio? Su propia muerte. Jamás. Tenía que estar equivocada. Una idea se le vino a la mente. La única forma de demostrar que doña Paz era una farsante era llegar al mes de marzo. Claro. Evitaría cualquier peligro. Se encerraría en su casa y no permitiría que nadie ingresara hasta el mes de marzo. Don Alejandro dio instrucciones a la servidumbre. Se encerraría en su cuarto y nadie podría ingresar hasta el primero de marzo. Faltaban unos cuantos días. Se apertrechó de víveres y agua y se dispuso a esperar. Los días corrían y don Alejandro sentía correr la adrenalina por su cuerpo. Falta tan poco. Podría demostrarle a la bruja su error. Ahora todo era una lucha por vencer al augurio. Por fin llegó el 28 de febrero. Don Alejandro más ansioso que nunca, empezó a contar las horas y los minutos con desenfreno. Gruesas gotas de sudor corrían por sus mejillas. Llegó la noche y el agorero no quiso acostarse. Estaba frenético. Era cuestión de horas. Se tomó el pulso en su muñeca y lo sintió acelerado. Se tomó dos píldoras de calmantes e intentó leer un libro. Tic tac escuchaba al reloj de oro sujeto a su muñeca. Pronto se descubrió contando los sonidos provenientes del reloj. Se quitó el dorado aparato de su muñeca y lo arrojó bajo la cama. Desconectó el reloj eléctrico que previamente había programado para que sonora a la media noche. Antes de desconectarlo pudo ver que eran las 11:20 p.m. Rezó un par de oraciones. Tomó un sorbo de agua y se recostó sobre la cama, cerró los ojos fuertemente y sintió latir las venas en sus sienes. Uno, dos, tres latidos. Se incorporó bruscamente y buscó el reloj bajo la cama, las 11:40 p.m. Cada minuto sentía una ansiedad mayor, sentía latir el corazón en su garganta. Los minutos pasaban y don Alejandro se miraba en el espejo. Se descubrió la cara demacrada con unas ojeras azules que le enmarcaban los ojos. Las 11:59, comenzaba la cuenta regresiva, 40 segundos, la angustia se empezaba a traducir en júbilo. 30 segundos. Maldita bruja te haré tragar tus palabras. 10, 9, 8, una risa burlona adornaba la cara de Alejandro, 4, 3, 2, 1, 0. Lo había logrado. Salió eufórico del cuarto, buscó la servidumbre y la encontró

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en la cocina. Los criados se asombraron de ver a don Alejandro en éxtasis de felicidad por haber derrotado los augurios de doña Paz. -Feliz mes de marzo para todos! - gritó don Alejandro. -Pero señor hoy es 29 de febrero, respondió el mayordomo. El corazón de don Alejandro ya no pudo más y su tic tac se dejó de oír desde ese día.

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IV

El mar no perdona

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l autobús salió a las cinco de la mañana cargado de pasajeros desde el parque de los mangos en Alajuela. Desde hacía meses se venía planeando la excursión a Quepos, donde muchos de los alegres pasajeros verían por primera vez al mar. Una de las más ilusionadas era Berta Marín, la alegre morena, reina de los festejos patronales de su pueblo, que gracias al premio logrado en el concurso lograba realizar el viaje en compañía de sus dos hermanas menores. Una hora después de su salida y ya con el sol radiante, el autobús llegó al parque de Orotina, donde los esperaban algunos familiares de los viajeros que los fines de semana se dedican a Surfear en las playas de Jacó y Manuel Antonio. Media hora más tarde Berta y sus hermanas se admiraban de ver aparecer entre los matorrales al mar del pacífico con lindos tonos verduzcos, para desaparecer luego con la aparición de nuevas montañas de tupida vegetación. Los visitantes recurrentes al mar no mostraban el mismo entusiasmo de las apariciones esporádicas de las masas de agua e invertían su tiempo en conversar con los familiares de Alajuela sobre trivialidades como el fútbol, la política o los últimos acontecimientos en sus familias, tales como nacimientos, bautizos, matrimonios y decesos. A las ocho y minutos el chofer del autobús anunció la llegada a Playas de Manuel Antonio, el destino final, lo que arrancó aplausos y gritos de alegría entre los pasajeros que se apresuraron a buscar sus equipajes de mano, consistentes en maletines y bolsas plásticas con agarraderas donde guardaban algunas meriendas, ropa de baño, sandalias y bronceadores. La excursión estaba planeada para dos días, por lo que la salida desde Manuel Antonio estaba prevista para el día domingo a las siete de la noche para estar de vuelta en Alajuela cerca de las 10 de la noche, lo que les daba dos días completos de sol y mar.

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