La España profunda de
Don Ramón Fermín Cabañas de Burgos
La España profunda de
Don Ramón Fermín Cabañas de Burgos
© Fermín Cabañas de Burgos I.S.B.N.: 978-84-15344-47-6 Depósito Legal: V-3666-2011 Edita:
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ÍNDICE
El republicano.................................................................................. 9 El pueblo........................................................................................... 12 El cura............................................................................................... 15 Cara al sol con la camisa nueva.................................................... 18 1 - Las cosas del desván.................................................................. 21 2. Las libretas de la guerra............................................................. 26 3. Los Cuentos de Calleja............................................................... 31 4. Cómo descubrimos la historia de mi tío Francisco................ 36 5. Los mayores no saben explicar eso........................................... 41 6. ¡Chavales! estamos en la España profunda............................. 46 7. La cena del miedo....................................................................... 52 8. El mendigo Pis............................................................................. 57 9. El gafe........................................................................................... 64 10. Las santas Ánimas..................................................................... 69 11. La casa embrujada..................................................................... 73 12. Tarde erótica .............................................................................. 81 13. La misión.................................................................................... 85 13. Los lobos..................................................................................... 88 15. La borrachera............................................................................. 93 16. La resaca..................................................................................... 97 17. Una determinación vital........................................................... 100 –5–
18. Las abejas asesinas y la culebra del pajar.............................. 104 19. Esquileo...................................................................................... 108 20. El pirata...................................................................................... 113 19. El Pirata y el Orejas................................................................... 117 20. El accidente................................................................................ 122 21. Desahogos del abuelo............................................................... 126 24. El abuelo se queda callado....................................................... 130 25. Lecciones de buen pastor......................................................... 133 26. Secretos de la abuela................................................................. 143 26. La fuente..................................................................................... 147 28. El descuido de Alfredo y Eva.................................................. 151 29. ¡Pobre Eloísa!............................................................................. 156 30. El ojeo.......................................................................................... 161 31. Confesión sin estola.................................................................. 166 31. Pisahuevos................................................................................. 170 32. Dormir al raso............................................................................ 175 34. Tomás, “el de los Sanfermines” y “el regüeldos”................. 179 35. El miope...................................................................................... 184 36. Días terribles.............................................................................. 189 37. La ecuación social de Don Ramón.......................................... 195 38. Los raneros................................................................................. 202 39. D. Ramón tampoco lo sabía..................................................... 208 40. La matanza................................................................................. 213 41. Las líneas de Félix..................................................................... 218 41. Destace........................................................................................ 222 –6–
43. Una comida peligrosa............................................................... 225 43. Las morcillas y cosas de los abuelos....................................... 229 44. La desgraciada matanza de Feliciano.................................... 233 45. Don Alonso................................................................................ 237 46. La ciudad no es para Feliciano................................................ 243 47. El carburo, el balón y la radio................................................. 250 48. Y llegó el cine............................................................................. 256 49. La sequerona.............................................................................. 261 50. Días revueltos............................................................................ 267 51. El capador................................................................................... 272 52. Con la maestra comienza la modernidad.............................. 277 53. La muerte de Dimas y la visita del fraile............................... 283 54. Preparando el examen de la ciudad....................................... 290 55. Un día de apuros....................................................................... 295 56. Ignorando lo elemental............................................................ 301 57. Los cuartos de baño de la ciudad........................................... 307 58. Lecciones primorosas............................................................... 310 59. El número 44.............................................................................. 313 60.– Señor fraile ¿qué quiere usted de mí?.................................. 317 Casualidad y sorpresa.................................................................... 322
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EL REPUBLICANO
– ¡Qué ignorantes! ¡Pensar que las almas vagan de un lugar a otro! ¡Y lo hacen con lucecitas! – D. Ramón, algo tiene que haber para que sucedan estas cosas. – ¿Qué cosas? – Pues lo que le hemos contado, que de la Santa Osamenta salen llamitas, y no puede ser otra cosa que las almas de sus dueños. La llegada de Don Florencio suspendió la conversación y en el atrio de la iglesia se formó un corrillo de las mujeres adoratrices de la Santa Cruz. Don Ramón entró en la iglesia y subió al coro. Se sabía que Don Ramón no comulgaba nunca, que no se llevaba ni bien ni mal con Don Florencio, y que lo de la religión lo soportaba a trancas y barrancas. Don Ramón era el maestro de un pueblo de la sierra de la Demanda, donde decían los pocos visitantes que por aquellos lares se acercaban para vender quincalla o comerciar con menudencias, que allí Cristo había dado tres voces y se había marchado. En invierno se cubrían las casas y las calles de nieve, y la fuente se helaba. En verano la única protección para el abrasador calor era la sombra. Don Ramón vivía en la casa del maestro, una de las mejores, con su gloria, su cuadra y sus dormitorios en el primer piso, formado por cuatro cubículos y un distribuidor: dos dormitorios, la cocina de humo y la despensa. Con él vivía su mujer Celsa. La habitación del piso inferior la llamaban “la gloria”, seguramente porque en los días fríos siempre estaba templada con el calor que emanaba del suelo, y en los calurosos tenía temperaturas agradables porque sus muros eran gruesos y la ventana pequeña. Pues esta gloria la transformó en aula. Era la mejor habitación, por su ventana entraba a raudales el sol los días que el astro refulgía. Al lado izquierdo de la ventana una pizarra y otra en la pared del fondo. Frente a la ventana la mesa del maestro orientada para –9–
ver a los pupilos, con el asiento pegado al alfeizar de la ventana donde estaba la “pedagógica”, un bote con pizarrines, dos paquetes de tizas cuadradas y varios trapos colocados en cajas de cartón. Cerquita de ella y arrimada a la pared, simétrica a la puerta y a la ventana, la estufa. Entre la pared de la ventana y la pared del fondo cuatro filas de mesas corridas con sus bancos. Las mesas y los bancos habían estado pintados de negro. Ahora tenían desconchones irregularmente repartidos por bancos y braceras donde los niños colocaban sus posaderas y sus brazos. A Don Ramón le había “pillado la guerra” –según el decir de la gente– en el bando nacional, en la ciudad de Burgos, pero sus ideas eran republicanas. En el poco tiempo que duró la República había participado activamente en el teatro ambulante, yendo por todas partes llevando libros, y acompañando a otros maestros que representaban obras de teatro. Su especialidad en estas actuaciones era la declamación. Declamaba poesías con mucho énfasis y ampulosidad. Especialidad que nos demostró con frecuencia con un soneto que hablaba de una nariz grande, y otras composiciones poéticas que hablaban de amores olvidados y de guitarras abandonadas en habitaciones oscuras. La gente decía que era muy culto y que incluso sabía más que el cura. El alcalde decía que le conocía siendo estudiante, donde en el salón de actos había declamado poemas de Lope de Vega, rimas de Bécquer y sonetos de Quevedo en las fiestas culturales del seminario. Terminada la guerra la intervención del alcalde debió ser decisiva en el destino del maestro. Un destino en un pueblo desconocido por la ubicación en la sierra, y poco visitado por la incomunicación con la ciudad. El maestro no era ni alto ni bajo. De mediana estatura lucía un bigotito muy arreglado. Se peinaba de una manera peculiar. En medio de la cabeza hacía una raya perfecta distribuyendo el pelo a ambos lados. Se afeitaba todos los días, los del pueblo sólo lo hacían los domingos y días de fiesta. Vestía traje negro cruzado, chaleco granate, corbata negra, zapatos negros y pantalones de tela con dobladillo. La camisa blanca tenía los bordes del cuello redondeados en sus puntas. – 10 –
A veces usaba unas gafas con montura de oro. Decían que en la República fue un hombre importante, y que estaba protegido por el alcalde, y que había sido un hombre pudiente. En el aula era un ser entrañable. Al alumno desinteresado en las labores escolares le repetía con ternura benedictina: “Oye, estoy para ayudarte, quiero que seas un individuo de provecho, que con estos estudios te puedas defender y no te engañen, y en ningún caso estoy para hacerte la vida desagradable o imposible”. En las pérdidas, momentáneas y ocasionales, de paciencia usaba una vara de avellano, a la que llamaba “la pedagógica”, para sacudir en las pantorrillas a sus discípulos. Restituido el orden pedía perdón terminando con aquello de “sois imposibles”. Paseaba mucho por el pueblo con las manos en los bolsos, luciendo la cadena de oro que unía el bolsillo del chaleco con el reloj, y charlando con todos los que encontraba interesándose por sus problemas. Muchas tardes le vimos sentado junto al quicio de las puertas, en el poyete de piedra, charlando con los dueños. – D. Ramón, donde hubo fuego siempre quedan ascuas. – Así es, el fracaso de aquellos voluntariosos republicanos auténticos se debió a la chusma inculta y alocada. – Eso me parece. La gente culta nunca se metió ni con la iglesia ni con los curas. Los que pertenecíais a las personas cultas respetasteis las actuaciones del culto y los valores religiosos aunque no comulgarais con ellos, y fuerais por vuestra cuenta como si no existiésemos. – Correcto Don Florencio. En clase fumaba unos cigarrillos que sacaba de una cajetilla azulada. La cajetilla tenía un guerrero pintado en una de sus caras. El guerrero estaba atravesado por el letrero de “Celtas” en mayúsculas.
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EL PUEBLO
Los domingos por la mañana era una gloria ver a las gentes cuando el cura llamaba a misa, luego era una gloria verlos salir, y era una gloria verlos charlar en grupos camino de la cantina. Era el momento en que los mozos y mozas andaban de pijoteo, los chicos que empezaban a mostrar pelillos en el bigote escuchaban los piropos y los desprecios de unos y otras, y los pescozones ahuyentaban a los chavales a comprar “cacahuetes” en la cantina. En estos días de fiesta todo parecía rebosar felicidad. Por la mañana delante y dentro de la cantina era un bullicio de charlas, risas y parabienes, y por la tarde en la bolera jugando partidas y bebiendo cerveza o vino. Consumiciones que pagaban los perdedores en el juego de naipes o de bolos. En la bolera todo cambió con la llegada de la maestra. Las palabras putas y zorras se hicieron frecuentes. Todo comenzó cuando a la partida de bolos se incorporó la nueva maestra. Hasta entonces sólo fueron los mozos y los hombres los que jugaban a los bolos. Al tirar la bola a la maestra se le subía la falda de seda plisada, por los bajos enseñaba la enagua con puntilla blanca, y por los altos por delante el escote mostraba sus encantos y por detrás dejaba ver unos muslos blancos y torneados. Las mozas, y las casadas más jóvenes, imitaron las enseñanzas de la maestra. Aparecieron faldas plisadas de seda con muchos colores, se vieron las piernas y por la noche había algarabía de unos y otras, porque las otras mujeres no se quedaron cortas y el personal se iba contento a casa cuando el sol se ponía y el tabernero apagaba la bombilla del patio de su casa. Y esto se repitió todas las tardes que hacía bueno, y las mujeres mayores comenzaron con aquello de que todas eran putas y zorras, y que todo era un puterío. Los más importantes en el pueblo serrano eran: el alcalde, el cura y el maestro; y el más respetado el sargento de la Guardia Civil. Porque en el pueblo serrano de vez en cuando aparecían – 12 –
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unos individuos que los llamaban “matuteros”, que llevaban pistolas y escopetas recortadas, y aunque nunca hicieron mal en el pueblo se les tenía miedo. Otros individuos influyentes en la economía eran los “laneros”. Los laneros eran comerciantes que llegaban para comprar la lana de las ovejas, de los corderos, de los borregos, y decían los paisanos que dejaban buenos cuartos. Personajes de menor cuantía eran el capador, el electricista, el deshollinador, el sacristán, el tonto, los pobres que llegaban periódicamente, y los cazadores ricos de Bilbao. El capador irradiaba miedo porque siempre te amenazaba con cortarte lo que te cuelga; y como se lo hacía a los animales, posiblemente podría también hacértelo sin dar explicaciones, porque tenía autoridad para capar. El herrero, con su enorme tripa, mostraba sus duros bíceps con la camisa siempre arremangada. Eran unos brazos terribles formados con la forja del hierro y el movimiento del fuelle para mantener el fuego vivo de carbón. Golpeaba el hierro al rojo con la derecha mientras lo sujetaba con unas tenazas agarradas con la izquierda. A veces dejaba de golpear y avivaba el fuego moviendo el fuelle de arriba para abajo porque de abajo hacia arriba lo hacía el fuelle solo. Decía que no creía en Dios ni en las cosas del cura.
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EL CURA
Don Florencio era el cura que atendía las necesidades religiosas de varios pueblos. D. Florencio era bajito, gordito, coloradote y calvo. Al hablarnos en la escuela o en la sacristía, ponía las manos cruzando los dedos a la altura del ombligo y los pies juntos, entonces aparentaba tener una panza enorme. Esa parte de la sotana, donde apoyaba las manos con los dedos cruzados, estaba lustrosa y sobada. En esa postura de interlocución la sotana se levantaba por delante y dejaba ver el color de los pantalones. Los marrones de pana toscos; y los finos, negros y con raya. Las botas eran negras, atadas con unos cordones largos cruzados en unas hebillas a lo largo de la espinilla, y con una suela gorda. Era un cura bueno y afable. Todos le queríamos porque atendía a la gente y nunca faltó a su lado en situaciones angustiosas de desgracias y calamidades. Llegaba al pueblo repantingado en una yegua grandota color ceniza con lunares negros por el lomo, por el pescuezo y por las ancas. Subido en ella llegaba a las ventanas del primer piso de las casas. Como atendía varios pueblos la misa era a horas intempestivas si era la primera del día, entonces pasaba por la casa del monaguillo de turno, golpeaba los cristales de la habitación donde dormía su monaguillo y decía: “Chico arréglate para la misa”. Luego acudía a casa del sacristán, se saludaban, y ambos acudían a la iglesia para preparar los oficios religiosos del día. El cura y el sacristán debían acudir a misa en ayunas porque los dos debían comulgar. Algunas veces el sacristán no lo hacía porque decía no aguantaba sin almorzar. Los hombres y mozos tampoco comulgaban, la comunión era cosa de chicos y mujeres, buenas ganas de estar sin almorzar. En la sacristía, mientras se colocaba los hábitos de celebrar nos decía que las personas más importantes para él eran, en todos los pueblos que visitaba, el sacristán y los monaguillos, y que los elegía por su bondad y por la inteligencia.
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– En estas cosas se debe demostrar ser bondadoso porque no hay mejor prédica que el ejemplo. Y también se debe ser inteligente porque la gente está esperando que hagamos las cosas bien y sepamos adivinar sus preocupaciones y necesidades. Antes de salir a celebrar, ya aviado con el sayal, la casulla y la estola, se sentaba en el viejo y carcomido sillón de la sacristía, juntaba las manos con los dedos extendidos a la altura de los labios, meditaba un momento cerrando los ojos y nos pedía silencio. – ¿Están los niños bien vestidos con el sayal y la esclavina? – Si, Don Florencio. Los sayales están un poco raídos. – Habrá que cambiarlos. Ahora estad atentos y haced las cosas bien, pero recordad que no vamos a un teatro, vamos a rezar. Cogía el cáliz vacío con las dos manos, le ponía un paño encima como tapándolo, nos miraba, era la señal de salir. El sacristán delante con el crucifijo, los monaguillos emparejados detrás y seguidos por el cura accedíamos al altar del templo. Un ruido suave de reclinatorios, bancos y útiles de los parroquianos al ponerse en píe indicaba que la misa comenzaba. Terminada la ceremonia, con el “hite misa est” y la bendición, la gente se retiraba a charlar en el atrio de la iglesia, y el celebrante con el sacristán y los monaguillos se retiraban a la sacristía. En la sacristía, mientras D. Florencio y los monaguillos se desprendían de sus libreas y las guardaban cuidadosamente en los cajones del viejo armario, contaba la calderilla depositada por los parroquianos en el cesto petitorio. – Seis pesetas Don Florencio. – Bueno, dentro de las posibilidades, han sido generosos. Lo normal es que Don Florencio nos diera a los monaguillos diez céntimos de propina, lo que conocíamos como perra gorda, pero otras veces eran cinco céntimos o perra chica, dependía de lo recolectado. Por experiencia sabíamos que si la recolección era inferior a cuatro pesetas la propina sería de perra chica. Al salir de la iglesia se colocaba ceremoniosamente el bonete. En el atrio charlaba con la gente y a veces, si la misa era la última – 16 –
del día, se acercaba con los hombres a echar un porrón de vino y tomar unas aceitunas en la taberna de Marcelino. Cuando esto sucedía los monaguillos nos adueñábamos de la yegua, y subidos en ella recorríamos el camino que a los mayores les llevaba a la cantina. En esta procesión de hombres camino de la libación se diferenciaban dos grupos, uno formado por el alcalde, el cura, el sacristán y cuatro más; y otro formado por D. Ramón, el herrero, y los que llevaban remendados los pantalones. En la cantina los hombres departían bebiendo del porrón a chorro, pasándoselo unos a otros y comiendo aceitunas. Al terminar pagaban los del grupo primero y D. Ramón. En el exterior de la cantina las mozas y mozos se tarantineaban, gastaban bromas y los niños celebrábamos sus insinuaciones comiendo cacahuetes y bebiendo gaseosa. Degustados varios porrones de tinto los hombres salían de la taberna colorados, mordisqueando palillos, riéndose de chistes guarros y confraternizando con Don Florencio los unos y los otros. – ¡Joder con el curita! – ¡Lo que sabe! – Son gente leída ¿no te parece Fermín? – De todo un poco: leído, oído, y ....que lo diga el Señor Maestro. – No digo nada, que luego todo se tergiversa.
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CARA AL SOL CON LA CAMISA NUEVA
– ¡Buenos días niños! Vamos a comenzar un nuevo día, venís a aprender, y yo vengo a enseñaros. ¿Nos ponemos de acuerdo? – ¡Si Don Ramón! – Empecemos por lo obligado. Poneros en fila, como siempre las niñas a mi derecha y los niños a mi izquierda, cubriros con el brazo, luego al entonar el himno os ponéis firmes y estiráis el brazo saludando a la bandera, mientras la iza Ramiro. – “Cara al sol con la camisa nueva …” entonaba Don Ramón. ¡Va! dejadlo, parecemos el ejército de Pancho Villa en la guerra de los cactus, y además lo de camisa nueva cada día me suena peor, eso es lo que necesitabais, camisas nuevas. El maestro fumaba mucho. Siempre tenía una pequeña cazuela en su mesa, o en el alféizar de la ventana, y cuando terminábamos las sesiones encargaba a los chicos que vaciaran las colillas en la calle. Era un tipo gordito sin estridencias, de mediana estatura, pelo peinado hacia atrás y hacia los lados con raya en medio de la cabeza, bien afeitado diariamente, bigotito hirsuto y cuidado, vestía traje negro de paño con camisa blanca y corbata negra. Su mujer decía que el oficio le conminaba a tener dos trajes idénticos, para poder tener de quita y pon; pero las otras mujeres decían que sólo tenía uno y que ella lo lavaba por la noche los fines de semana para tenerlo bien para el domingo. Que por eso estaba tan raído. Todos le respetaban porque siempre les ayudaba a hacer escritos para pedir semillas, abonos o ayudas que llamaban gubernamentales, y nunca les cobraba. El secretario, que venía de vez en cuando, y les hacía papeles sí les cobraba, y la gente decía que los hacía peor que el maestro. Por la tarde después de clase acudían los hombres a que les redactara tal o cual escrito, él se lo hacía con todo primor de letra, – 18 –
de limpieza y en los sitios donde era su destino surtía sus efectos, y la gente lo comentaba. Por eso, porque no cobraba, y porque lo hacía bien, en tiempo de la matanza de los cerdos su casa se llenaba de jijas, filetes, morros e hígado. Cuando se curaban las morcillas le llevaban morcillas, cuando se curaban los chorizos le llevaban chorizos, lomo adobado, costillitas fritas y envueltas en manteca, y tocino veteado. Cuando se recogían las patatas, o las alubias, o las lechugas siempre lo compartían con el maestro. Con el cura no se llevaba bien pero tampoco mal. Los chicos mayores decían que le hacía caso por cojones. Las cosas de la iglesia las hacía como con desgana, igual que lo de la bandera. A los pocos días de comenzar las sesiones escolares, a finales del mes de septiembre, cuando el alcalde uncía los bueyes para la dura jornada que le esperaba, el maestro se acercó precavido a la puerta donde estaba el que era su autoridad en la localidad. – Alcalde tengo un asunto que comentarte. A ver si me lo puedes solucionar. – Pues dígame Don Ramón, que si está en mi mano lo solucionaremos. – Está en tu mano. – Pues a ello. – Es el izado y arriado de la bandera a la entrada y salida de la escuela cantando el “Cara al sol”. Me da una sensación de ridiculez extrema, los niños van como van y dale con la camisa nueva, y las niñas con los brazos en alto me molesta un montón, y si entonamos el “montañas nevadas” mentamos la soga en casa del ahorcado con aquello de “prietas las filas, recias marciales” ¡Vamos que con tu permiso lo suprimiría! – ¡Bueno! ¿Ese es el problema? Pues suprímelo. A mí también me parece una chorrada. Ahora parecen bobadas lo que en su tiempo pudo ser una especie de arenga. Te advierto que el oírlo en el frente daba ánimo. Tuve compañeros falangistas que con el izado de bandera y el “cara a sol” y la consigna del día te daban coraje. Te sentías con ánimo. Pero lo pasado es pasado, tu labor es enseñar a los chicos, así que a lo tuyo y ordena las entradas y – 19 –
salidas como te plazca. Y ya sabes que tu obligación es que los chicos aprendan y lo demás bobadas y pan “pintao”. Colocó el yugo en la cabeza de los animales. Estos acostumbrados aceptaron la carga con agrado aparente. El marrón movió la testa para espantar moscas y a la voz de “quieto” el animal siguió rumiando como si la cosa no fuera con él. La queja del maestro no sorprendió al alcalde. – Pero también sabes que soy el Delegado del Frente de Juventudes en este pueblo, delegado por obligación, y por comer que ya es triste, y si no lo hago puede traerme serios disgustos, ya sabes cómo son éstos. – No te preocupes, lo importante es la enseñanza de los chicos y lo demás bobadas. Y sí los conozco, y saben donde he estado durante la cruzada, así que respecto a eso descuida. Eso sí, ojos que no ven corazón que no siente, por la mañana izas la bandera, por la tarde la arrías y guardas, y ordena y entra con los chicos en la escuela como quieras. La realidad es que con esto del “movimiento” nos pueden visitar cualquier día, aunque el que vengan a Cabañas me extraña. – Gracias alcalde. – Ya sabes cuál es tu misión, enseña lo que sabes, que es mucho. A ver si sacamos a estos chicos adelante.
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1 - LAS COSAS DEL DESVÁN
Don Ramón se había enfadado mucho con Nati por comerse los mocos, y le había sacudido dos mamporros a diestro y siniestro para que no lo volviera a hacer. El hecho sucedió cuando el maestro llevaba la mano de la niña con el pizarrín, para que hiciera rectos los palotes en la pizarra, y ella se sacó un moco con la otra mano y se lo llevó a la boca. D. Ramón se levantó impetuoso de la silla, dio unas arcadas terribles y sujetó lo vomitado con un pañuelo. A todos nos daba mucho asco cuando se sacaba un moco medio seco y asqueroso, y de la nariz se lo llevaba a la boca. Aunque era de las nuevas con cinco años, Nati era vivaracha e inteligente. Las chicas decían que llevaba las bragas zurruscadas. También decían que en su casa su madre no le atendía bien. – ������������������������������������������������������������� Es una cerdada lo que haces y eso nos provoca arcadas, y hasta vómitos a los demás. ¡que no te vuelva ver hacerlo! Amonestó el maestro todavía rojo y cayéndole unas lágrimas por las mejillas, fruto del esfuerzo realizado, mientras secaba los lagrimones con la parte limpia del pañuelo – ¡Pero me gustan! Dijo la niña con una sonrisa entre picarona y complaciente. – Lo que me faltaba por oír, ¡le gustan los mocos! – ¡Qué mierda! Dijo Nino desde la última fila. Un estruendo de risas y de simuladas arcadas provocó un revuelo en el aula que, además de las dos bofetadas que se llevó Nati, obligó al maestro a usar la vara de avellano, la pedagógica, para poner orden en la clase. Me tocaron dos buenos varazos, que me dejaron las nalgas marcadas y escocidas, cuando entre risas hacía como que vomitaba, al lado de la estufa junto con Dori. Toda la mañana estuve rascándome y restregando mis tumefactas posaderas en el banco, y dos bo– 21 –
rrones estropearon la página de caligrafía, que se correspondieron con dos reglazos en las palmas de la mano. Cuando llegué a casa las cosas no estaban para bromas porque el novillo había roto la puerta de la cocina al entrar hacia la cuadra, y mi padre echaba la culpa a mi abuelo. Así que opté por subir al desván, no fuera que me vieran las nalgas y hubiera otros mamporros por portarme mal en la escuela, porque el maestro siempre tenía razón decían los mayores. Y Narcisa, la soltera y vecina de la escuela, siempre nos decía cuando hacíamos bullanga estando delante de su puerta y la de la escuela: “Haced siempre caso al maestro, aunque sea un burro”. – ¡Narcisa un respeto! ¿No? – No, si lo digo porque el maestro es muy listo, quiero decir que aunque fuera tonto debían obedecerle. Desde los varazos del maestro el desván fue mi refugio en tiempo de tempestad. Era un refugio seguro, y además sabía cuándo la tempestad amainaba para aparecer como si no hubiera roto un plato. El desván era entretenido y un mundo por descubrir. Los gatos persiguiendo a los pequeños ratones, las mesillas y maletas viejas con pequeños secretos olvidados, las cadenas sin atar en enormes cajones, las navetas de viejos muebles con candados sin llave, la máquina de hilar y el baúl de las libretas, todo el conjunto eran los tesoros recién descubiertos. Abrir, sacar, meter, cambiar de sitio y curiosear las cosas eran actividades que realizaba cuando mis padres y abuelos estaban entretenidos con los animales, y siempre de día, por la noche no se podía estar en el desván porque se tenía que tener el candil o la vela, y era peligroso porque se podían incendiar las telas de araña que por todas las partes colgaban de las maderas del tejado. Otras veces las actividades fueron el descubrimiento de ratones pillados en las ratoneras, o por los gatos. La labor de caza del ratón por el gato era una labor de paciencia. Uno y otro sabían dónde estaban y para qué estaban. El ratón no salía de su escondite y el gato no se marchaba. Era el momento de intervenir. Movía el mueble, o la naveta y el ratón salía de su escondite que había dejado de serlo. Las carreras de felino y roedor eran instintivas, uno de salvarse y – 22 –
otro de capturarlo. Sabía que los animales no tenían inteligencia, que lo había dicho Don Ramón, pero en estas situaciones parecían inteligentes las reacciones del perseguidor y el perseguido. Atrapado el ratón, el gato le daba vueltas y vueltas con sus manos evitando su huída mientras lo bufaba. El gato parecía enfadarse mucho, no cesaba de dar bufidos, sacar las uñas afiladas de las almohadillas de sus dedos sujetando al ratón en sus huídas. Todo terminaba con la rendición del roedor, exhausto, sin fuerzas y atontado. El gato se sentaba sobre sus patas traseras mirando su trofeo. Entonces era mi turno, lo cogía por el rabo, bajaba al piso inferior y por la ventana lo arrojaba a la calle. Parecían dormidos pero estaban muertos. – Fíjate –decía la abuela –lo que son los animales, el gato no les muerde ni se los come, porque estos gatos nuestros no tienen hambre, les zarandea y les asusta de tal modo que creo se mueren de susto. Curiosidad era descubrir los nidos que los murciélagos tenían en la chimenea de humo, o la destrucción de los telares de las arañas. Al principio el descubrimiento de un nido de murciélago – o una araña en su telar – me aceleraba el corazón, y me sentía azorado, era un miedo que fui superando cogiendo los murciélagos primero con un trapo y luego con las manos por las alas, y a las arañas con cañas largas atrapándolas con la parte hueca. Las cañas las tenía el abuelo para sujetar las ramas de las alubias en el huerto cuando era el tiempo de ellas. Vista la araña acercaba la caña hasta la tela, el animalito se desplazaba por ella con inusitada habilidad pero si no encontraba un agujero el hueco de la caña era su nuevo habitat. El desván era la estancia que había en las casa de pueblo, entre el segundo piso y el tejado. El suelo estaba entarimado y la techumbre, inclinada a dos aguas, estaba formada por las vigas que soportaban el tejado, las tarimas clavadas en las vigas – cubiertas de barro seco – soportaban las tejas, y la viga maestra en lo alto soportaba todo el tinglado de vigas, tarimas clavadas, barro seco y tejas. De esta forma, desde el interior del desván, se veían las vigas y las tarimas del techo. Las tarimas se llamaban de cubierta y no eran – 23 –
perfectas como las del suelo; por ello eran visibles grande trozos de barro seco, repartidos por toda la techumbre de forma indeterminada. Los huecos de las tarimas del techo eran guaridas de ratones, escondite de pájaros y habitáculo para murciélagos, y donde no había nada se aposentaban las telarañas con sus enormes telas cubiertas de esqueletos de moscas y mosquitos resecos, de cuyo blandito interior se habían alimentado. En este techo se abrían dos pequeñas luceras que filtraban la luz diurna, y un tronco de cono de unos dos metros de diámetro, cuya parte ancha se asentaba en el suelo y la parte estrecha salía al tejado. La superficie de este cono era de barro y su estructura de mimbre. Este cono invertido era como un inmenso cesto, con las paredes cubiertas de arcilla, cuya boca daba a la cocina de humo, y el fondo daba al exterior por el tejado. Era la chimenea de la cocina de humo. Mirado este cesto desde la cocina, estaba boca abajo, lo ancho abajo y lo estrecho arriba, tenía las paredes ennegrecidas por el humo, unas varas se sujetaban clavadas en ella de un lado al otro. Para que cuando lloviera no entrara el agua, un copete metálico cubría su parte superior, dejando pasar el humo por los laterales. En las varas que lo atravesaba de una parte a otra, en tiempo de matanza, se colocaban los chorizos, sabadeños, salchichones y jamones para su horneo, para que tomaran el olor a humo y el gusto a curado. En el desván se solía tener también la panera. La panera era como una escalera horizontal, sujeta con cuatro cordeles de las vigas del tejado por sus cuatro extremos, y suspendida a una cierta altura, para que los ratones no pudieran ratonarnos el pan. – Los ratones mordisquean el pan. – ¿No lo comen abuela? – Sí comen, pero les debe gustar la corteza y empiezan todas las hogazas. Además aprovechan para desgastar los dientes que tienen para morder, porque si no los desgastan les crecen tanto que no pueden abrir el morro. – ¿Y cómo llegan a las hogazas si la panera está alta? – 24 –