Las Aventuras de Alan Braw IV
El EjĂŠrcito de los Muertos
Daniel Igual Merlo
Las aventuras de Alan Braw IV El EjĂŠrcito de los Muertos Daniel Igual Merlo
Š Daniel Igual Merlo
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I.S.B.N.: 978-84-16174-70-6 Impreso en EspaĂąa Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicaciĂłn ni de su contenido puede ser reproducida, almacenada o transmitida en modo alguno sin permiso previo y por escrito del autor.
El EjĂŠrcito de los Muertos
1. Un viaje por el oeste
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asi dos años habían pasado desde que el rey Cedric había muerto siendo sucedido en el trono por su hijo Evans. En esos dos años, el reino de Vanrrak había vivido algunos cambios en cuanto a la forma de reinado respecto al monarca anterior. En Vanrrak ya prácticamente había finalizado la guerra contra Asuma y se encontraba en un periodo de paz con este reino. Tropas de exploradores habían ido a los Dominios Prohibidos para ver si había sucedido algo raro. Un joven de cabellos negros y recortados últimamente, piel bronceada, alto y fuerte, avanzaba con paso lento a lomos de su caballo observando con sus ojos grises a su alrededor. Tenía el uniforme grisáceo de la Guardia Real del reino de Vanrrak. Llevaba dos días sin afeitarse y se le notaba que la barba empezaba a crecerle. –Sargento.–lo llamó detrás de él un jefe de grupo llamado Murhem, de cabellos largos y rubios y ojos verdes.–El camino se bifurca hacia la derecha. Y después hay que avanzar otro kilómetro. –Muy bien, Murhem.–respondió Alan sin girar la cabeza. Iban en fila india, cabalgando los tres a paso lento. Alan, Murhem y un joven soldado llamado Braket, pelirrojo y pecoso, con los verdes saltones. Era una mañana muy fría y parecía que pronto nevaría. Alan Braw llevaba ya ocho años en la Guardia Real del reino de Vanrrak. Había sido entrenado por su padre, Mene Braw para ingresar en el palacio real de Ciudad de Monarcas, la capital de Vanrrak. Tenía dieciséis años por aquel entonces. En ese tiempo, el reino había sufrido una larga guerra contra el reino vecino del sur, Asuma. Esa guerra estaba ya acabada sin que nadie la hubiera ganado, aunque faltaba firmar un acuerdo de paz. Alan se había enfrentado desde entonces a espías en Ciudad de Monarcas, había detenido asesinos y había estado en el frente sirviendo al anterior monarca, el rey Cedric.
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Había luchado también contra los ejércitos de Asuma en Ciudad Marina y había aguantado el asedio de los boscos al santuario de Fuente Sagrada. En su estancia en la guardia había vivido un montón de experiencias más, como conocer a su verdadera madre y a dos hermanos más; Enjel y Kiaba. Alan además, era el hermano mayor de los cuatro hijos de Mene Braw. También había conocido una bella muchacha, Laissa, que ahora era su esposa y con la que tenían dos hijos: Hagen, nacido dos años atrás precisamente durante el asedio de Fuente Sagrada, y desde hacía cuatro meses, su segundo hijo varón, Mene. Había sido llamado así en honor a su abuelo. El asunto que les había llevado hasta la frontera de Dominios Prohibidos, mandado por los altos jefes de la Guardia Real, era muy extraño. Ahora estaba llegando hacia el interior de aquellas tierras inhóspitas, casi a sus límites al oeste. Desde que era un niño hasta ese momento, Alan había oído hablar de las guerras contra los No muertos al mando del conde Yango. Siempre muchos en el reino, vaticinaban el regreso de estas fuerzas infernales, más allá de la muerte. Muchas tropas habían marchado allí para investigar qué era lo que pasaba. Alan no creía que allí ocurriera nada serio, pero cumplía órdenes, lo mismo que otras tropas de la guardia, ya allí. –Llegaremos antes del anochecer.–comentó Murhem aliviado y mirando al cielo.–No me gustaría pasar la noche a la intemperie. Alan sonrió para sí. Llevaba ya seis años con Murhem de compañero y su pesimismo hacía gracia más que contagiaba. Era más supersticioso que él respecto a aquellas tierras malditas. Cuando llegaron a una vieja casa abandonada entre unos árboles, Alan vio a dos soldados de la guardia ejerciendo de centinelas. Braket se ocupó de los caballos mientras que ambos entraban, Alan delante y Murhem detrás. Aquella casa de dos plantas estaba completamente vacía, mugrienta, olía a humedad y estaba sucia. Pero aislaba del frío y cobijaba de la lluvia. Una mesa de madera podrida era el único mueble que había en el centro de la sala, con unos mapas de Dominios Prohibidos. Allí estaba en pelotón de su antiguo com-
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pañero de pelotón, ahora el sargento Avarok. Un gigante de barba espesa que siempre reía. –¡Vaya, si es sargento Alan Braw!–exclamó abrazándole.– ¿Qué haces aquí? No pensé que la guardia enviaría a un célebre sargento en lugar de un aburrido veterano que llevara años sin salir de Ciudad de Monarcas. –Pues aquí estoy, amigo mío.–respondió sin perder la sonrisa Alan.–He venido para ver cómo van las cosas en este lugar. Las noticias que llegan a Ciudad de Monarcas son que los aldeanos siguen huyendo desde el oeste asustados por algo, pero no tenemos datos fiables de que esos No muertos vaguen por ahí. –Tú crees que son historias y cuentos para niños, ¿verdad?–preguntó su amigo con una triste sonrisa.–Yo pensaba como tú, pero lo descubrí por mí mismo. Te lo demostraré mañana por la noche. Después nos iremos al este y regresaremos al siguiente puesto de control. –Pero, ¿es en serio?–preguntó Alan. –Sí, pero avanzan tan despacio que recorren pocos kilómetros al día. Sólo avanzan de noche. De día se mantienen paseándose en el terreno de un lado a otro.–explicaba Avarok.–Parece ser que siempre es así. Los aldeanos huyen, pero sus cementerios renacen con muertos que se levantan de las tumbas. –¿Cómo pudo ocurrir esto?–preguntó Alan. –Yo nunca he entendido mucho sobre este asunto, Alan.–respondió Avarok.–Pero por lo que cuentan los veteranos y los que vivieron la anterior guerra, tuvo que ser un mago nigromante el que empezara a emplear la magia negra sobre los muertos. El proceso es más lento de lo que parece. Esto empezó hace más de dos años, pero lo hizo en el castillo del Conde Yango. Intentamos llegar allí, pero no fuimos capaces de acercarnos. Los dominios de palacio están infestados de esas cosas.
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–Estaba nuestro reino demasiado ocupado en una absurda guerra con Asuma como para ocuparse de esto. Ahora tal vez sea tarde.–comentó Alan.–Espero que aún se pueda solucionar el problema. –¿Qué misión tienes exactamente?–preguntó Avarok echando un trago a un odre, seguramente con vino. –Ver qué pasa aquí e informar en Sergaber. Hay una reunión entre los tres reinos. Una especie de consejo para llegar a un acuerdo. Sergaber también es fronterizo por su parte Norte con Dominios Prohibidos. El resto de mi pelotón ya está allí tras haber escoltado a los consejeros y al príncipe Lombar como embajador de Vanrrak. Tenemos que ir allí después. Allí ellos decidirán qué hacer respecto a esto. También me han hablado de un mago llamado Murgot. Un mago que hace años combatió contra esa horda de muertos y contra el conde Yango. –De eso si que no sabemos absolutamente nada.–respondió Avarok negando con la cabeza.–Ese mago debe de ser una leyenda. Nadie le ha visto en años y si existiera, ya debería de haber aparecido en alguna parte. –Sargento. Alan se dio la vuelta y abrió la boca asombrado al reconocer allí a su hermano Rand. El joven, muy parecido a él, pero de cabellos más claros, con los ojos de su padre, se acercó a él lentamente. –Rand.–comentó Alan yendo hacia él y abrazándole.–No sabía que estarías aquí en los Dominios Prohibidos. –Estoy destinado al pelotón del sargento Avarok.–respondió este con orgullo mirando un instante a su sargento. Alan asintió con la cabeza. En los últimos meses había andado tan ocupado que aunque sabía que su hermano ya había entrado en la guardia, no sabía donde había sido destinado.
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–Avarok y yo fuimos compañeros de pelotón hace unos años.– dijo Alan.–Debes de obedecerle en todo lo que te mande. Es un gran jefe.–se volvió hacia Avarok.– ¿Cómo se porta el muchacho? –Muy bien. Es un buen soldado. Ha salido al hermano.–contestó este.– ¿Cómo ha ido la patrulla? –Bien, sargento.–informó Rand.–No ha habido ninguna novedad. Todo sigue igual de tranquilo y de muerto. Por la razón que fuera, aquel comentario hizo que Alan tuviera escalofríos. No sabía qué demonios ocurría allí. Todo el mundo hablaba, pero él no había visto a esos muertos vivientes y le costaba creer en ellos. Él no creía en cosas que escaparan a la razón común. –Será mejor que comáis algo y que descanséis.–le dijo Avarok a Alan.–Mañana veremos a esas cosas y nos retiraremos al este. No hay más tropas a vanguardia. Todas se repliegan al hacia allí, esperando el momento de frenar a las fuerzas del Conde. Espero que sea cuanto antes. –Seguro que cuando finalice el consejo nos prepararemos para ello.–respondió Alan.–Los detendremos. Comieron unos trozos de carne calentados en el fuego, acompañado por pan y queso. No era un festín, pero les sentó muy bien. Ellos tres y todo el pelotón, excepto los que hacían guardia en la entrada, se acostaron durmiendo en aquella sala calentados por el fuego de las brasas de la chimenea. Alan utilizó la silla de montar como almohada, pegada a la pared y se tapó con una manta. Murhem estaba a su lado. Pese a estar agotados, el sargento notó que a todos les costaba dormirse. Estaban inquietos, tal vez no asustados, pero sí inquietos. De pronto, se escuchó un trueno. Afuera empezó a llover. –Para postre se pone a llover.–comentó Murhem renegando y maldiciendo.–Menos mal que no nos ha cogido antes de llegar.
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2. La marcha de la muerte
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fortunadamente cesó la lluvia y la tormenta a la mañana siguiente, aunque el día era muy frío y parecía que pudiera nevar. Todos los hombres prepararon sus caballos e iniciaron la marcha hacia el oeste. Resultaba peculiar que hicieran la marcha hacia el enemigo para verlo y luego regresar. El día transcurrió en silencio y con mucha calma a su alrededor. Calma que no tenían ni los soldados ni los caballos, que se mostraban tremendamente inquietos. Alan y Avarok lideraban la marcha, que iba en columna de a dos. Iban al trote, muy pendientes de con lo que se pudieran topar. Tenían recelo de darse de bruces con la vanguardia del ejército de los no muertos, aunque se preveía que llegaran a ellos por la noche. Entrada la tarde, se escucharon graznidos de cuervos y todos alzaron la vista hacia el cielo, por encima de los árboles. Bandadas de cuervos y otras aves volaban en oleadas hacia el este, como si huyeran de algo. –Han visto a la muerte.–comentó Avarok. Continuaron la marcha, pero no cabalgaron ni diez minutos cuando les llamó la atención como a su izquierda, entre los árboles, una horda de lobos avanzaba corriendo a toda velocidad en la misma dirección que las aves. No notaron que estuvieran persiguiendo presa alguna, pues distinguieron el miedo en sus ojos. Y no fueron los únicos animales que vieron en toda esa tarde huyendo hacia el este. –¿Qué demonios está pasando?–preguntó Murhem en voz baja, muy alterado. Y si Murhem estaba alterado, el resto de soldados, muchos de ellos más novatos e inexpertos, estaban aún peor. Sólo Alan y Avarok conservaban la sangre fría suficiente para seguir avanzando, aunque también estaban preocupados.
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Al anochecer, llegaron al límite del bosque por donde descendía una ladera que acaba en una pradera llana, desprovista de árboles y arbustos. Todos se apearon de los caballos, a los que costó mucho atar a árbol alguno porque estaban aterrorizados. Después, todos se sentaron en ese límite sobre la hierba, sobre piedras o sobre troncos caídos de árboles, observando la pradera. Podrían haber comido, pero ninguno tenía ganas porque sus estómagos estaban cerrados. Esa noche era muy rara, no había estrellas en el cielo, pero sí una luna llena enorme que alumbrada la pradera, como si quisiera que ellos pudieran observar algo en concreto. Avarok estaba tranquilo, sentado sobre el tronco de un árbol aguardando a que aparecieran a lo lejos por la pradera. Era el único que los había visto. –Vendrán.–comentó.–Tienen que pasar por aquí. Pasaron los minutos. Aunque no fueron muchos, se les hicieron interminables. No dejaban de observar temerosos la pradera esperando que algo apareciera por ella. Fue casi más pavorosa la espera que cuando llegó el momento. –¡Allí están!–exclamó de pronto, uno de los soldados. Sí, a lo lejos, empezaban a distinguirse las primeras siluetas. Eran personas que iban con los brazos caídos y arrastrando los pies. Avanzaban muy lentamente, pero sin detenerse ni un solo instante. Estaban a centenares de metros y tardarían un rato en llegar hasta su posición. A cada instante, aparecían más y más siluetas por la pradera, marchando sin formación alguna, pareciendo una marabunta. Los que más cerca estaban, se les distinguía mejor gracias a la luna. Los ojos rojos, la piel entre verdosa y blanquecina, muy reluciente. Los ropajes que llevaban estaban hechos girones, mugrientos o roídos. –He aquí al ejército de los no muertos.–comentó Avarok observando a los enemigos mientras que hablaba con voz solemne.–Ejércitos de muertos y muertos que avanzan destrozando todo a su paso y aumentan con su hambre sus tropas y multiplican su ejército a cada instante. Soldados perfectos. No tienen que descansar, no pue-
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den dormirse durante una guardia. No necesitan pararse a comer ni a dormir. No hay forma de razonar con ellos ni de negociar una paz. No hablan ni reconocen a seres queridos de cuando estuvieron entre los vivos. No hacen prisioneros, sólo masacran vidas. No tienen miedo a nada. Ni siquiera a la muerte porque ya están muertos. –¿Cómo se les puede detener?–preguntó Alan a Avarok. Había en el reino un centenar de personas que sabían más que él sobre aquel enemigo, pero de todos ellos, era el que más había estudiado los informes desde que había llegado allí destinado. –Te refieres a matarlos.–dijo Avarok.–Se les puede matar quemándolos vivos, decapitándolos o destrozándoles el cráneo. –Si son revividos por un mago Nigromante, ¿puede volver hacerlo si se les devuelve a la muerte?–preguntó Murhem. –No. Sólo puede revivirlos una vez.–atajó Avarok.–Esa es la ventaja si es que quieres llamarlo ventaja, claro. –No le veo mucha ventaja, no.–convino Alan.–Nos costará mucho acercarnos sin que nos despedacen a mordiscos. Creo que ya hemos visto todo lo que teníamos que ver. Es mejor volver ya antes de que se acerquen más. Se dispusieron a marcharse, cuando de pronto un ave se posó en el tronco caído donde había estado apoyado Alan. A todos les pareció raro que cualquier animal siguiera vagando por aquel territorio cuando todos habían huido. –¡Pajarraco inmundo!–exclamó un soldado haciendo ademán de espantarlo. –¡Quieto!–lo detuvo Alan que reconoció perfectamente al pájaro negro de vientre blanquecido. Era un halcón y su nombre era Fantasma.–Este animal es más inteligente que muchos animales y trae un mensaje. Aquel halcón tan siniestro, pertenecía nada más y nada menos que a su hermano Enjel. Su hermano de madre era uno de los mejo-
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res espías del reino. Podía estar muchos meses sin verlo y de repente este aparecía de la nada. De hecho, ya hacía meses que no lo veía. Ahora, la presencia de aquel halcón, significaba que él andaba cerca y por eso se apresuró a coger el mensaje enrollado que había entre las garras del halcón. Lo leyó en silencio: Desde tu posición, si avanzas dos kilómetros hacia el sur en línea recta, verás otra avanzadilla de los no muertos llegar pronto. Te aconsejo que vayas a verlo porque estos no son muertos vivientes. Enjel. Alan levantó la cabeza mientras doblaba aquella pequeña hoja. El halcón echó a volar, pero se poso sobre la rama de un árbol. Seguro que no los abandonaría durante muchas horas. –¿Si bajamos dos kilómetros al sur para comprobar otra avanzadilla puedes regresar al norte desde ahí?–le preguntó a Avarok. –Sin problemas, pero… ¿qué dice la carta? –Me dicen que hay otra avanzadilla dos kilómetros más abajo, pero que no son muertos vivientes. Quiero ir y comprobarlo. Avarok asintió y todos subieron a sus caballos. Estos estaban cada vez más asustados y relinchando se colocaban sobre las dos patas traseras. Consiguieron hacerse con ellos para partir. Echaron una última mirada al ejército de los no muertos. Algunos estaban a menos de doscientos metros. Eran lentos, pero avanzaban inexorablemente. Bajaron por el límite del bosque dejando la pradera a su izquierda. Pronto aquellas huestes de muertos quedaron a su espalda, pero ninguno se atrevió a mirar atrás. Era demasiado el miedo que les inspiraban esas muertos y era como si sus alientos helados les soplaran en la nuca.
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–¿Es cierto que si te muerden te conviertes en uno de ellos?–le preguntó Alan a Avarok mientras cabalgaban y refiriéndose a los muertos. –Creo que eso es un mito.–respondió Avarok.–Si te muerden y no te matan, puedes curarte por un viejo antídoto que nadie conoce. Si mueres a manos de ellos, no pasas a ser un muerto a menos que un mago te reviva. Pero ya no serás el mismo sino un servidor de la muerte. A Alan se le puso la piel de gallina. No quería ni imaginarse acabar como una de esas cosas. No tardaron demasiado en recorrer la distancia dictaminada en el mensaje y se volvieron a detener en un lugar muy parecido al de unos minutos antes. Aún por la pradera, no se veía nadie llegar. Todos volvieron a apearse de sus caballos y consiguieron atarlos a las bajas ramas de los árboles. –¿En serio vamos a tener que luchar contra esas cosas?–le preguntó Rand a su hermano con un tono de miedo en la voz. –Espero que hoy no, hermano. Pero más adelante no tendremos otro remedio. Van directos al reino de Vanrrak.–le respondió Alan. De pronto, Avarok mandó silencio a todos los que estaban murmurando y preguntó al instante de agudizar el oído: –¿Oís eso? Todos guardaron silencio muy atentos. De pronto, se escuchó un extraño ruido de tambores en la lejanía, acompañados con una melodía tocada por un instrumento de viento. –Son tambores y parece que flautas.–comentó Alan extrañado. Todos miraron hacia el oeste, frente a ellos en la pradera, pero no eran capaces de ver nada más. Sin embargo, aquella música se acercaba poco a poco. Los tambores daban dos golpes y luego un redoble. Mientras que las flautas acompañaban a estos con un sonido agudo
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que se introducía hasta las entrañas. Pero seguían sin ver a nadie por la pradera. –¡Mirad!–exclamó Murhem.– ¡Es por allí por donde vienen! Señaló hacia el suroeste y allí se empezaron a distinguir las primeras siluetas oscuras, aunque alumbradas también por la luna. Eran diferentes a las vistas antes. Estas siluetas caminaban despacio, pero sin arrastrar los pies. Iban perfectamente formadas de forma rectangular y a medida que se las veía llegar, se les notaban huecos y aperturas en el cuerpo que les permitía a Alan y a los soldados ver más allá. Se iban acercando y vieron que estas iban armados. Algunos cuadriláteros de la formación llevaban lanzas y otros espadas. Todos llevaban escudos de rodela, de forma circular y de menos de sesenta centímetros de diámetro. Cada formación llevaba adelantados a un tamborilero y a un músico flautista. De ahí a que escucharan la música desde hacía un rato. Además llevaba cada grupo a un portaestandarte. Alan y sus compañeros no pudieron distinguir los símbolos ni grabados de los estandartes, pero era lo que menos les preocupaba en esos momentos. Estaban atónitos por el espectáculo que se extendía ante ellos. Todos estaban con los músculos paralizados y sin poder apartar la mirada de aquel ejército. –¡Por todos los dioses!–exclamó un soldado. –¡No son muertos vivientes!–comentó Alan tragando saliva. –Peor aún.–intervino también Avarok.–Son esqueletos. Era cierto. Aquello no eran muertos vivientes sino esqueletos, que también pertenecían a muertos de hacía más años. También ellos habían vuelto al mundo de los vivos para arrasar todo. Algunos llevaban cascos oxidados en sus cabezas, otros iban con el cráneo descubierto. Todos tenían un rostro burlón con la calavera sonriendo y las cuencas de los ojos vacías.
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–Entonces el Nigromante ha resucitado también a los muertos de hace más generaciones.–dedujo Alan.–Los muertos vivientes son los cadáveres recientes y en descomposición, pero los esqueletos son de hace más tiempo. –Pero, ¿cómo es posible que los esqueletos tengan capacidad de portar armas, marchar en formación y hasta de tocar música?–preguntó Rand. –Ni idea.–respondió Avarok mientras que los primeros esqueletos empezaban a cruzar la pradera en dirección al sur, dejándoles a ellos a su izquierda.–Van hacia el reino de Sergaber. A este ritmo, aunque se paren durante el día, llegarán en menos de un mes a su frontera. –¿Cómo se acaba con los esqueletos?–le preguntó Alan. –Ni idea.–respondió este encogiéndose de hombros.–Es la primera vez que los veo. No los he estudiado. Alan se quedó pensativo unos instantes hasta que tuvo una idea. Le indicó a Braket que fuera a su caballo a por tinta y una pluma mientras que desplegaba el papel donde estaba el mensaje de su hermano. –Deberíamos irnos ya.–le aconsejó Avarok. –Ahora mismo.–respondió Alan mientras que escribía con la pluma en el reverso del mensaje:
¿Cómo se puede detener a los esqueletos? ¿Qué diferencia hay entre ellos y los muertos vivientes? Me dirijo ya a Sergaber. No puedo permanecer aquí más tiempo. Alan.
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