Las aventuras de Alan Braw V

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Las Aventuras de Alan Braw V

El Viaje a los Confines del Mundo

Daniel Igual Merlo



Las aventuras de Alan Braw V

El viaje a los confines del mundo Daniel Igual Merlo


Š Daniel Igual Merlo

Edita:

I.S.B.N.: 978-84-16414-48-2 Impreso en EspaĂąa Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicaciĂłn ni de su contenido puede ser reproducida, almacenada o transmitida en modo alguno sin permiso previo y por escrito del autor.


El viaje a los confines del mundo



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1. La posibilidad del indulto

a celda era cuadrada y muy pequeña. Las paredes estaban sucias y la vela con la que contaba estaba casi consumida. Estaba durmiendo sobre su jergón. Faltaba poco para que todo el palacio se despertara y el estaba tendido en su cama, aunque ya se había despertado. Tenía los cabellos negros y la cara bien bronceada, aunque el rostro se le había quedado algo delgado en los seis meses que llevaba recluido, lo mismo que el resto del cuerpo. Al menos pese a su cautiverio, había logrado mantener su higiene, y estar bien aseado y afeitado, aunque sus cabellos le habían crecido poco a poco. Tenía los ojos grises y se incorporó lentamente cuando los guardias vinieron a abrirle la puerta de la celda como todas las mañanas. –El capitán quiere verle, alférez.–dijo uno de los guardias, que era un muchacho muy joven. Al hombre no le sorprendió aquello, pues no era la primera vez que se reunía con el capitán Ornus. Aquel alférez, de unos treinta años, era Alan Braw. Un hombre que llevaba casi la mitad de su vida en la guardia real de Vanrrak porque había entrado en ella con dieciséis años. Muchas cosas habían ocurrido desde entonces. Lo último que había sucedido en el reino era la guerra que se había desatado contra las huestes de muertos de Dominios Prohibidos. Él nunca había creído en la magia ni en las fuerzas oscuras y sobrenaturales hasta aquel momento tan importante y crucial para el reino, que se veía amenazado por las fuerzas comandado por el conde Yango. El enemigo había avanzado bastante por las tierras de Vanrrak y afortunadamente, el ejército del reino los había detenido, aunque no derrotado ni mucho menos. Alan se vistió con su uniforme grisáceo y salió de la celda, siguiendo a los guardias. Habían pasado seis meses desde que había sido condenado al cautiverio continuo en palacio, junto con otros veinticuatro hombres de su sección por rebelarse contra su jefe, el teniente Vohum.

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Tras un juicio interminable, habían sido declarados culpables, pero habían conservado sus puestos a expensas de resarcirse con sus servicios. Tras cruzar el patio de armas, lo condujeron al edificio de los oficiales. Era un edificio que él conocía perfectamente, pues había trabajado allí muchas veces y seguía trabajando, y pese a estar recluido, continuaba en servicio activo. Alan estaba casado con Laissa desde que él había ascendido a sargento, muchos años atrás. Tenían tres hijos, Hagen, Mene y la pequeña Geissa. Además, la había dejado en cinta antes de ser confinado en palacio. Antes de tres meses tendría otro hijo. Lástima que llegará en momentos tan tristes, aunque siempre bien recibido. El ya veterano Ornus, lo estaba aguardando en una sala de reuniones, algo que extrañó mucho a Alan, ya que siempre lo recibía en su despacho. Al abrirse la puerta de la sala, se sorprendió al ver al comandante de la guardia, Baez, a su capitán Ornus, a otros tres veteranos capitanes y al príncipe Lombar. Era un hombre rubio, de ojos azules, delgado y desgarbado. Estaba sentado en la mesa tranquilamente como él acostumbraba. El príncipe era uno de los mejores amigos de Alan. Desde que era pequeño, Alan lo había instruido y entrenado, cuando el resto de la corte lo habían dejado por un niño imposible y sin próspero futuro por su físico débil y sus constantes enfermedades. Sin embargo, era un gran luchador, un buen príncipe y una figura pública muy importante para el reino. Era muy querido por los habitantes de Vanrrak y veían con buenos ojos que pudiera heredar el trono en el futuro, aunque era el segundo en la línea de sucesión del mismo. El comandante Baez le hizo un gesto con la mano señalando el asiento libre y Alan se sentó satisfecho de estar entre su capitán y el príncipe Lombar. Los demás capitanes y el comandante lo miraban con recelo, con severidad y hasta con un poco de aire despectivo. –Bueno, alférez.–comentó el comandante.–¿Cómo se encuentra? –Bien, comandante.–respondió Alan, encogiéndose de hombros

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–Como siempre en estos seis meses. Baez había estado observando en pie informes y se interrumpió, levantando la cabeza de ellos para mirar a Alan. –Noto cierto tono de victimismo en su voz, Braw.–le dijo. Le recuerdo que nosotros no buscamos su situación en ningún momento. Fue usted mismo y sus hombres los que se lo merecieron por su motín. –Sí, comandante.–asintió Alan. –Tengo que reconocer que gracias a que usted encontrara al mago Murgot pudimos comenzar a plantar cara a los no muertos.–dijo el comandante.–Él mismo nos ha dado una lista de las cosas que necesita y ha recomendado que sea usted el que vaya a por ellas. Alan tragó saliva y el pulsó se le aceleró. ¿Era posible? ¿Después de seis meses prisionero le iban a dar la oportunidad de poder demostrar que seguía siendo un gran servidor del reino y de la guardia? –Ese era el trato.–comentó el príncipe Lombar, que siempre intervenía a favor de su amigo.–Alan y sus hombres fueron acusados con esa sentencia: cumplir una misión para obtener el indulto. –Sí, de eso se trata, alteza.–respondió el comandante Baez, que le hizo un gesto a uno de los capitanes para que se levantara. Este era un capitán rechoncho y ya con bastantes años de veteranía. Este comenzó a leer unas consignas que había en un cuaderno de notas. –A cientos de kilómetros de aquí hay una isla. Una isla que tiene dos tribus diferentes. Birnan y Dunsinai. En esa isla hay tres cosas que según el mago Murgot, hacen falta aquí. Él será el que te dé esos detalles. Te acompañarán todos tus hombres que fueron juzgados junto a ti. Desde mañana, se anunciará tu viaje y si se presentan voluntarios que quieran acompañarte para ayudarte, podrás unir a tus fuerzas el número exacto hasta que se complete tu sección más dos pelotones más. Eso hace un total de sesenta y ocho combatientes, contándote a ti. Tendrán que ser suficientes para realizar tu misión. Hay

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una serie de condiciones para que tengas éxito y que seas indultado: La primera es que no podrán acompañarte más fuerzas militares de las que se te han dicho, pero puedes llevar a tu familia, del mismo modo que tus oficiales y sargentos también pueden llevar a la suya en el viaje, puesto que puede ser una campaña muy larga y desgraciadamente…definitiva. Se te permite llevar una comitiva de no más de veinte personas, donde se incluirán sirvientes, ayudantes o lo que consideres necesario. Segunda condición: no podrás regresar hasta que no tengas esas tres cosas en tu poder. Tercera, no debes de crear conflictos entre los birnanos y nosotros. Ellos son nuestros aliados pese a la distancia y sus enemigos, la tribu dunsinana es su enemiga y por lo tanto nuestra enemiga. Y por último, que aceptes tu nombramiento como nuevo teniente. Alan abrió un poco la boca asombrado. Cuando le condenaron no esperó que tuviera oportunidad de ascender en mucho tiempo o tal vez nunca ya, pero aquel nombramiento, sólo seis meses después de su condena era citado para ello: –No entiendo los motivos por los cuales ahora se me quiere hacer teniente.–replicó Alan confuso, mirando al príncipe y después al comandante.–¿Por qué se me da ahora este nombramiento? –Es una medida que dicta la ley de la guardia.–contestó Baez.– Para que puedas realizar un viaje de estas dimensiones y puedas estar al mando de él, tienes que ser jefe de una sección. No creas que lo hacemos porque consideramos que te lo has merecido. De momento eso es todo. Te daremos los cuadernos con todos los detalles y pasos a seguir. En dos semanas debes de haber partido a ciudad marina y antes de un mes debes de zarpar a aquella isla. Dejaremos que lo decidas con tu capitán y su alteza. La decisión final debe de ser tuya. Alan se puso de pie, lo mismo que todos los demás y el comandante y el resto de capitanes salieron de la sala, quedándose con él, el príncipe y Ornus. Sobre la mesa había un mapa del extenso

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océano con la isla a la que tendría que ir Alan. Una isla alargada, con forma de hueso inclinado hacia el suroeste con un estrecho y fino paso en el medio, casi invisible en el mapa.–¿Tengo alguna posibilidad?–preguntó Alan al príncipe. Lombar le miró con lástima unos instantes antes de responder negando con la cabeza lentamente: –Ni la más remota, amigo mío. Me sorprendería incluso que lograrás pisar esa isla llena de tribus bárbaras. –Entiendo.–asintió Alan.–Por eso me han hecho teniente, ¿no es así? Poco importa que me nombren teniente, capitán e incluso comandante. Es muy probable que no regrese vivo de allí. –Es cierto.–asintió Ornus.–Te han elegido a ti porque eres el que más lo necesitas si quieres que la guardia y el rey te conceda el perdón. Otros en una situación más privilegiada se hubieran negado, incluso tú si no estuvieras recluido. –¿Es realmente importante lo que hay allí?–preguntó Alan sopesando todos los pros y los contras que podía en su mente. –Para vencer a los no muertos, sí. Es una posibilidad remota, pero hay que intentar sacarla partido. Tú puedes tomarlo o dejarlo. –Lo haré por supuesto.–aceptó Alan.–Es mi oportunidad y la de mis hombres de que recuperemos nuestra libertad y prestigio. –Bien.–asintió Ornus complacido.–En ese caso debes de ponerte a trabajar de inmediato. Tienes que ir a ver a Murgot y a hablar con tus hombres. En los siguientes días prepararás todo hasta que tu nombramiento sea oficial. Después escogerás a los voluntarios. –Dudo que los haya.–respondió Alan en tono pesimista.–¿Quién querría seguir a un grupo de traidores amotinados al otro extremo del mundo para tal vez no regresar nunca más? –Quizás te lleves una sorpresa respecto a eso.–dijo sonriendo y esperanzado el príncipe Lombar.

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Alan recordó entonces algo y murmuró: –Mi esposa. Tiene que enterarse de esto. Capitán… –Puedes ir a verla.–se anticipó Ornus.–Hoy te espera una jornada completa. Primero debes de ver al mago. Luego a tus hombres y después tienes permiso para ir a ver a tu esposa. ¿Vas a llevar a tu familia al viaje? –La verdad capitán, es que no lo sé.–admitió Alan. Murgot estaba en una enorme sala muy espaciosa que le habían habilitado en palacio, en el edificio donde residían las tropas de la guardia. Alan iba pensativo y muy excitado ante la oportunidad que se le había presentado. Era una empresa difícil, casi imposible, pero tenía que intentar triunfar sea cual fuera el precio. Murgot tenía calvicie, pero a cambio lucía una canosa larga barba. Sus ojos eran verdes e intensos y estaba bastante flaco. Aquel mago había sido encontrado por Alan y gracias a él y a su sobrina, una aprendiz de mago, habían logrado con sus conjuros plantar cara a los no muertos. Ahora el mago, residía en la corte y operaba a sus anchas para investigar y realizar conjuros, hechizos y toda clase de artes para enfrentarse a los no muertos, que estaban dentro del reino. Había llenado el palacio con aprendices que habían llenado aquella sala y otras colindantes. Alan entró en la sala. Tenía una mesa alargada con planos, mapas y anotaciones. Las paredes tenían encimeras y baldas donde había calderos, libros y toda clase de objetos llamativos y extraños. Murgot estaba encorvado sobre un plano, vestido con sayón verdoso. Hacía bastante tiempo que no se veían. –Me alegro de poder contar contigo de nuevo, muchacho.–dijo el anciano mago con un tono afable. –Supongo que estarás al corriente del absurdo y descabellado encargo que me han encomendado.–comentó Alan acercándose y tamborileando la mesa con sus dedos de su mano izquierda.

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–Ni absurdo ni descabellado.–replicó el mago tajante.–Peligroso y casi inalcanzable, puede ser. He leído las normas y órdenes de tu viaje. No se puede decir que estén siendo demasiado cooperativos contigo en cuanto a facilidades se refiere. –Quieren deshacerse de mí. Me envían porque nadie más en su sano juicio aceptaría ese viaje.–replicó Alan con una triste sonrisa.– Tengo las condiciones y la lista conmigo. Puedo llevar una comitiva de veinte personas. –Sí, lo sé.–asintió el mago.–No te han informado de lo que tienes que buscar allí. Te lo diré yo. Hay tres cosas que nos pueden valer nuestra victoria frente a los no muertos que se encuentran allí.–Murgot se fue a un estante y cogió un libro de pasta roja y unos mapas de aquella isla con lugares concretos, más detallados.– Quiero que te lleves esto contigo. Te será de gran utilidad. –¿Qué cosas tengo que buscar, Murgot?–preguntó Alan cada vez más impaciente. Lo habían informado de su viaje y de las condiciones, pero no sobre qué demonios tenía que encontrar allí.–El conde Yango ha conseguido criar una Furia Alada entre sus fuerzas.–contestó el mago, mencionando al jefe de las fuerzas de los no muertos y a su arma más terrible; la Furia Alada.–Es algo parecido a un dragón, aunque más bien es un pajarraco enorme que Escupe fuego y tiene un cuerno en la frente. Arrasa con sus llamas centenares y centenares de enemigos. Tú tienes que traer la única cosa que puede acabar con esa bestia infernal: Tienes que traer un huevo de dragón marino. –¡Los dragones no existen!–espetó Alan empezando a exasperarse.–¡No me creo que me envíen a ese lugar a buscar esa estupidez! –Alan, no seas necio.–razonó Murgot con él. –Después de todo lo que has visto fuera de lo normal desde que llegaron los no muertos, ¿cómo puedes pensar que no existen dragones? Existen muy pocos ya. Pero precisamente tienes que ir a por ese

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huevo porque es de los últimos que quedan y más vale que te des prisa. Porque si sale del huevo antes de que esté en nuestras manos, ya no nos servirá absolutamente para nada en esta guerra. –¿Por qué?–preguntó Alan mucho más interesado en el asunto.–¡Explícate! El mago levantó la mano y replicó: –Todo a su tiempo. Recuerda que hay otras dos cosas que tienes que traer. La segunda es el pergamino donde viene escrito el conjuro y los pasos a seguir para que yo pueda crear la Marea Negra. Ese conjuro o poción, deberían de dártelo los Birnanos. La Marea Negra acabará con los no muertos. –¿Y la tercera?–preguntó Alan tragando saliva. Aquello cada vez le parecía más absurdo. –Tienes que conseguir la Tinaja de oro que está en algún lugar de la isla. La poción que acompaña al conjuro sólo surte efecto si se prepara en esa tinaja. –Sí esa tinaja y ese conjuro pueden acabar con los no muertos, ¿no basta con que traiga esas dos cosas? ¿Para qué quieres el huevo? –La marea negra acabará con todos menos con la furia alada que será montada por Yango. No tendrá efecto sobre las fuerzas no muertas que vuelan.–explicó el mago.–Me temo que no hay más remedio que traigas las tres cosas. La una sin las otras, no sirven para nada. –Estupendo.–comentó Alan sarcástico.–¿Por qué no vienes conmigo? Así me será todo más fácil. –Buen intento, Alan.–admitió Murgot.–Desgraciadamente yo tengo que quedarme aquí para seguir dirigiendo los enfrentamientos contra los no muertos. Pero tengo a alguien que sí va a ir contigo y junto con ese libro y esos mapas que te he dado, te ayudará en tu búsqueda.

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Entonces entró en la sala una bella muchacha de cabellos pelirrojos, recogidos con una coleta de cola de caballo, ojos verdes y la piel bronceada con una sonrisa llamativa y agraciada. Era Atia, la sobrina del mago y su aprendiz. –¿Ella?–preguntó Alan acariciándose pensativo el mentón. Sí, no era la primera vez que la muchacha lo ayudaba mientras que el mago se quedaba encargándose de otras tareas. Ya había ocurrido cuando tuvieron que ir al Valle del Terror a por un libro de hechizos para Murgot. –Sí, Atia se hará una de las personas que forme tu comitiva.–le comunicó el mago.–Con ella podrás tratar todos los asuntos. Está al tanto y se ha informado ya de todo lo que sucede en esa isla. –De acuerdo.–asintió Alan. Aunque lo que más deseaba Alan era ver a su esposa y contarle lo que estaba sucediendo ese día, antes de ello tenía que hablar con sus hombres. Ellos más que nadie tenían todo el derecho del mundo a saber lo qué sucedía y tenía que ver si estaban dispuestos a seguirle. En lugar de hablar con todos, convocó en el cuerpo de guardia de la muralla este a Norbert a Halten y Goben. Estos tres hombres, eran los sargentos de su sección que se habían amotinado siguiéndole a él. Norbert era su mejor amigo, habían entrado en la guardia el mismo día casi quince años atrás. Habían pasado por un montón de aventuras juntos y ahora también tendría la oportunidad de seguirlo en este viaje. Los otros dos, llevaban menos tiempo a su lado, pero habían demostrado una gran lealtad en la guerra contra los no muertos. Los guardias de los calabozos los llevaron a la sala del cuerpo de guardia con sus uniformes, pero con grilletes en las manos. Una medida exagerada en su opinión, pero con la que no se podía hacer nada. Cuando no tenían que realizar guardias ni instrucción, eran conducidos de esa manera por los dominios del palacio de Ciudad de Monarcas.

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Los tres fueron dejados en el centro de la sala, en fila los tres frente a Alan. Los había visto en la jornada anterior, pero ellos mismos al ver su semblante notaron que su alférez traía nuevas noticias. –Bien, muchachos.–empezó a decir Alan.–El comandante Baez me ha dado unas hojas con los indultos para cada uno de nosotros. Sólo tengo que firmarlos. Al decir aquellas palabras, los tres se miraron atónitos ante aquella noticia inesperada, pero bien recibida por supuesto. –¡Entonces fírmalos, Alan!–le pidió exaltado Norbert, que era el único que se atrevía a hablar a Alan por su nombre y tutearlo. –Antes tenemos que ganárnoslo, chicos.–aclaró Alan.–Se nos ha encomendado una misión lejos de nuestro querido reino de Vanrrak. Tenemos que ir a una lejana isla y traer unas cosas aquí. –¿Qué isla es esa?–preguntó Halten. –La isla de las tribus de Birnan y Dunsinai.–confesó Alan al tiempo que los otros tres sargentos cambiaban su semblante de esperanza por el de abatimiento. –Al diablo con nuestro indulto.–murmuró Norbert.–Seremos veinticuatro rodeados por indígenas salvajes, ansiosos por clavar nuestras cabezas en una estaca. Nos sacan de aquí para que nos maten. –El encargo es complicado y la recompensa muy buena.–razonó Alan.–Vosotros sois los que tenéis que decidir. Seguir en esta situación de confinamiento o tratar de cambiar vuestro destino. Y la única forma de hacerlo empieza por ir a esta isla. Los tres dieron un paso al frente y Alan sonrió complacido. No era necesario preguntar nada acerca de sus hombres porque sabía que ellos acertarían realizar el viaje. Su situación era aún peor que la de los sargentos. Alan le entregó a Norbert los informes sobre cómo tenían que preparar el viaje y sus condiciones y les pidió a los tres sargentos que

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fueron ellos los que hablaran con el resto de soldados y jefes de grupo de la sección. El tema de llevar familiares al viaje, Alan prefirió no mencionarlo porque ninguno de los tres estaba casado y además, no quería hablar de ello hasta que hablara con su esposa. Para Alan fue una sensación muy extraña después de tantos meses el poder salir fuera de palacio y pasear por las calles de su ciudad más amada a la que él había llegado con dieciséis años. Hacía mucho viento y estaba oscureciendo. Alan iba abrigado con su capa y con su sombrero de ala ancha. Debajo lucía su uniforme grisáceo, todavía con las divisas de alférez. Llegó al umbral de la puerta de su casa y la miró suspirando con alegría. Llamó a la puerta con los nudillos y abrió una sirvienta muy mayor y rechoncha. Al reconocerlo, estuvo a punto de lanzar un grito por la sorpresa, pero Alan se llevó su dedo índice a los labios para indicarla que guardara silencio. La sirvienta se apartó hacia un lado sonriendo y emocionada. El hombre cruzó el umbral y anduvo por la casa hasta la sala de estar. Allí encontró a su esposa, sentada en su mecedora y leyendo un libro. Al verlo, abrió mucho los ojos y se llevó la mano derecha a la boca abierta. Alan la sonrió corriendo a abrazarla. Aunque la veía todas las semanas una vez, sintió que estaba más hermosa que nunca. Estaba muy rellena pues estaba en su sexto mes de su cuarto embarazo, pese a ello, la figura seguía manteniéndola casi como cuando tenía quince años cuando la conoció. En esta ocasión sus cabellos negros estaban recogidos con un moño y sus ojos morenos expresaban una gran alegría al verlo. –Pero, ¿qué haces aquí?–preguntó ella feliz, pero confundida. –Es una larga historia.–respondió Alan sonriendo.–No tengo mucho tiempo, tengo que regresar a palacio a pasar la noche. Sólo puedo ponerte al corriente e irme de nuevo. ¿Y mi padre? Laissa ordenó a la sirvienta que fuera a buscar a Mene Braw y a los niños y este regresó con los dos hijos mayores de Alan. La pequeña Geissa dormía ya. Hagen, su hijo mayor tenía ya los diez

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años y Mene dos menos. El mayor era muy parecido a él mientras que Mene tenía los rasgos y posturas de su madre. Su padre, también llegó a la sala procedente del piso superior. En estos últimos meses había envejecido mucho. Los cabellos de su pelo y de su barba habían encanecido y las arrugas habían aumentado. –Hijo mío.–comentó su padre tendiéndole la mano. Tras unos saludos de cortesía e intercambio de palaras, los dos niños se marcharon y Alan se quedó con su padre y su esposa. Les explicó todo lo que sucedía y los planes de la misión a esa isla. Cuando terminó, le dijo a su padre: –Partiré a Ciudad Marina en dos semanas para preparar la tripulación que nos haya de llevar a todos a esa isla. –Ojalá pudiera ir contigo hijo.–comentó su padre entristecido por no tener edad ya para ese tipo de empresas. –Te quedarás aquí cuidando de mi familia, padre.–decidió Alan. –Un momento.–intervino su esposa.–Has dicho que en esas condiciones se permite que vayan familiares de los oficiales y sargentos. ¿Permitirás que tus oficiales y sargentos lleven a sus esposas e hijos, si tienen? –Los tres sargentos que tengo no están casados, por lo que irán sin nadie.–explicó Alan.–En estos días se me asignarán dos alféreces que serán mis asistentes. Si tiene familia, desde luego que les daré permiso. Lo mismo que a los sargentos voluntarios que vengan para reforzar a nuestro mermado contingente. –Tú serás el jefe de la expedición.–se apresuró a decir su esposa.– Tienes que llevarnos para dar ejemplo a tus hombres. –¡No, no, ni hablar de eso!–exclamó Alan tajante.–¡Ese viaje está lejos y es tremendamente peligroso! En tu estado no harás semejante viaje. Podrías parir durante la travesía o en aquel lugar inhóspito. No lo permitiré.

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–Desde que nos conocimos he estado aguardándote día a día a que regresaras de tus campañas y de tus misiones.–le reprochó Laissa alzando la voz y poniéndose en pie.–Cuando fuiste a Asuma, cuando marchaste a los Dominios Prohibidos. Una y otra vez rezando para que regresaras ileso, sano y salvo. Sólo cuando estuve contigo en Fuente Sagrada pude estar a tu lado mientras que tú defendías la vida de todos los que estábamos en aquel santuario. Esta vez puedes negarte todo cuanto quieras, pero no dejaré que te vayas solo a esa especie de exilio. Iré contigo y nuestros hijos también. Si tenemos que desaparecer allí para siempre, estaremos todos juntos. Alan la observó severamente hasta que de pronto, esbozó una triste sonrisa antes de decir: –Perecer entre familiares y amigos. ¿Puede cualquier ser humano pedir más y la vida ofrecer menos? Podrás seguirme, amor mío. Y como tú, mis hijos.–miró a su padre y le dijo con un gesto de afecto. –Padre… –Yo no puedo hacer ese viaje, hijo.–contestó su padre.–Mi final está cerca. Debo de estar con mi esposa el tiempo que me resta. Sólo puedo decirte que estoy muy contento de ti y de Orlus. Espero poder veros a la vuelta hijo mío. Alan durmió esa noche en su celda, aunque sería de las últimas que pasaría en aquel calabazo, sobre aquel jergón incómodo. Le costó dormirse un poco porque no dejaba de pensar en lo que se le avecinaba. Llevaba muchas noches rogando porque se le presentara una oportunidad para que obtener la libertad. Pero ahora que la tenía, comprendió la complicación de esa tarea. Tanto era así que seguramente muchos de los que lo siguieran, no volverían. Sin embargo, sonriendo en medio de la oscuridad, se dijo así mismo que si fuera fácil, si fuera sencillo, no se lo habrían encargado a él; a Alan Braw.

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2. Los preparativos para el viaje

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omo Alan ya se esperaba, Sansey lo convocó a la mañana siguiente. Estaban allí presentes la dama, Kiaba y Enjel. Aquella mujer se había revelado como su madre muchos años atrás. Lo había ayudado siempre que había estado en su mano y si no fuera por ella y por su hermano, seguramente que su condena hubiera sido otra bien distinta y más horrible. Tal vez su relación afectiva no era de las mejores ni mucho menos, pero durante su vida en la guardia, ella había intervenido siempre por su hijo pese al rencor que sentía hacia su padre, Mene Braw. La mujer de ojos verdes y pelo castaño, con algunas canas ya, disimuladas por el tinte, estaba sentada en su silla ante su escritorio, pegado a la pared de la primera sala de sus aposentos. Kiaba permanecía a un lado, silenciosa y servicial como siempre. Era hermana de madre de Alan, lo mismo que Enjel, ya que los dos eran fruto del primer y único matrimonio de Sansey. Él había nacido de la infidelidad de Sansey con su padre, quizás por eso ella siempre se mostraba de esa manera tan hostil con Alan. Kiaba era muy parecida a su madre, pero con los cabellos rubios. Enjel tenía los ojos castaños, lacios y echados hacia atrás con sus ojos negros y su sonrisa burlona de siempre. Estaba sentado en un sillón. Alan y él se habían llevado muy mal al principio de conocerse, pero habían pasado tantas cosas juntos que el afecto entre ambos había aumentado cada vez más. De hecho, él había actuado como defensor suyo en su juicio. Los dos se divertían metiéndose el uno con el otro en muchas ocasiones. –Así que tienes que ir a esa isla.–comentó su hermano sonriendo sarcástico.–Te gustará. El clima es cálido y las playas perfectas. –Sí, también he oído que los nativos no dan bienvenidas muy calurosas.–replicó igual de irónico Alan, sentado frente a él. Su madre esbozó una media sonrisa antes de intervenir. Acababa de consultar los informes sobre las consignas de la misión de su

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