Los sueños de Álex Carlos Estévez Izquierdo
Los sueños de Álex Carlos Estévez Izquierdo
© Carlos Estévez Izquierdo Ilustraciones de portada e interior: Pedro José Lorente Mondragón Edita:
I.S.B.N.: 978-84-16174-26-3 Dep. Legal: V-1939-2014 Primera edición
Impreso en España Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación ni de su contenido puede ser reproducida, almacenada o transmitida en modo alguno sin permiso previo y por escrito del autor.
“Isaac Newton dijo: Todo lo que sé, todo lo que he averiguado, todo lo que he investigado, todo lo que he conseguido demostrar, se lo debo a grandes hombres; y yo, lo único que tuve que hacer es subirme a los hombros de esos hombres. Uno de esos grandes hombres fue Galileo Galilei”. Juan Antonio Cebrián Zúñiga, (1965-2007). Periodista y escritor (Registro de voz del programa de radio “La rosa de los vientos” de Onda Cero Radio, en el espacio reservado a “Pasajes de la historia”, dedicado a Galileo Galilei).
Índice
1ª parte.................................. 7
2ª parte................................. 57
Capítulo I
Capítulo I
Pascual................................. 9
El cuento cambió................. 59
Capítulo II
Capítulo II
La verruga........................... 11
Indeseables sentimientos...... 63
Capítulo III
Capítulo III
Mi primer libro.................... 13
Mi doctor............................. 65
Capítulo IV
Capítulo IV
Mi último año escolar.......... 17
Una agradable fragancia..... 71
Capítulo V
Capítulo V
Primer sueño....................... 21
Segundo sueño..................... 77
Capítulo VI
Capítulo VI
Sucesos predecibles.............. 33
El renacimiento.................... 85
Capítulo VII
Capítulo VII
El recuerdo de Pascual......... 37
La muralla........................... 89
Capítulo VIII
Capítulo VIII
La conquista del amor......... 41
Tercer sueño......................... 95
Capítulo IX
Capítulo IX
El matrimonio...................... 53
Al mismo son..................... 107
Bibliografía.............................................................................. 109
1ÂŞ Parte
Capítulo I
Pascual
E
ra durante los días de lluvia cuando Pascual accedía a contarnos alguna de sus fantásticas historias. Seguramente esperaba aquellos momentos al ser imposible trabajar en el campo, o tal vez, porque en los días que hacía buen tiempo entendiera que los niños teníamos que descubrir, por nosotros mismos, los colores y los olores de aquellos montes cercanos al mediterráneo. En esos días que no cesaba de llover, llamaba a su nieto y a la colla de niños que vivíamos en los alrededores. Con amabilidad, nos invitaba a resguardarnos de la lluvia en la planta baja de su casa. Nosotros nos sentábamos en el suelo formando una media luna, mitad mojada por la lluvia, mitad oculta tras el barro. Y cuando Pascual se sentaba en una vieja silla destartalada, cuya esbeltez nos recordaba a una torre italiana, lo hacía para desafiar las leyes físicas de la gravedad; y al narrar, desafiaba también las de la verdad, pues fundía con maestría sus palabras en un aura mágica de fantasía y realidad. Los títulos de sus narraciones bien podrían ser “Prisionero en una caja de madera”, “Rayos asesinos”, “Salto desde el campanario” o “Noche en el cementerio”. Todas eran contadas en primera persona y en todas, lograba escapar de los peligros que le amenazaban gracias a su experiencia, prudencia y astucia, siendo éstas las bases donde asentaba su sabiduría. Por aquel entonces yo contaba con unos siete años de edad y me fascinaba escuchar aquellos relatos por ser las experiencias vi-
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vidas por un hombre sabio, porque Pascual sabía hacer cosas que nadie más hacía. Sabía vivir sin la comodidad de sofisticados aparatos, prueba de ello es que alguna vez confeccionó un cinturón con los cordones de sus zapatos. Sabía fijar peldaños al tronco de un árbol recién podado, y sabía cómo clavar unos tablones de madera para construir sobre él un castillo fortificado. Con las ramas gruesas del árbol tallaba barcos, con las más finas fabricaba arcos. Nos enseñaba a cortar y tallar una flecha bien elaborada, para que las siguientes fuesen por nuestras propias manos fabricadas... y si le pedías espadas, las hacía a patadas. Pascual también sabía, como buen agricultor, trabajar la tierra. Sabía cuándo labrarla, sabía cuándo sembrarla, sabía cuándo abonarla, sabía cuándo regarla y sabía cuándo recoger sus frutos. También sabía leer las nubes, a lo largo de todo el año y en cualquiera de sus estaciones. Nosotros le solíamos preguntar qué tiempo iba a hacer y a él le bastaba mirar al cielo unos pocos segundos para darnos sus certeras predicciones. Pascual por saber sabía, hasta trucos aprendidos del arte de la curandería.
Capítulo II
La verruga
C
uando contaba con diez años, me dio buena cuenta de cómo era su arte y sabiduría. Cerca de mi ombligo apareció una verruga que yo no sabía para qué servía, y cuando Pascual me la vio, me dijo con alegría: –Si tú quieres, con un ajo, sal y con la ayuda de la luna, esa verruga te la podría curar. Así, el médico no te la tendrá que quemar. Yo, pensando en el horror del dolor –que cuando es el propio duele mucho más–, así como en el olor de la carne quemada –que encima tenía que ser la mía– y en las pocas ganas de entrar en la consulta de un médico llena de olores que ya duelen, le dije que de acuerdo, estaría encantado que curara mi verruga con un ajo y la ayuda de la luna. Él me dijo que tendría que ser un viernes de luna nueva, que señalaría el día en el calendario y ya me avisaría. Pasaban los días, en la ciudad los lectivos, en el campo los festivos. Mientras Pascual pasaba las hojas de su calendario, yo repasaba las letras del abecedario; y cuando alcancé a una zeta rezagada, llegó la fecha señalada. Esa mañana de ese día, Pascual salió de su casa con su paso pausado y su bastón en la mano. Recorrió los pocos metros que separaban la valla de su casa de la mía. Me llamó y me dijo que fuese a buscarlo por la tarde. Yo le dije que después de comer iría a verle. Sobre las cinco de la tarde me acerqué a su casa y llamé a la puerta. Pascual me abrió y me invitó a pasar a la cocina, donde
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tenía preparado todo lo que necesitaba, un ajo, un cuchillo, un fino cordel y la sal. Partió el ajo con el cuchillo. Lo hizo longitudinalmente consiguiendo dos mitades simétricas. Me pidió que descubriera la verruga. Yo se la mostré y él agarró las dos mitades con la yema de sus dedos, una en cada mano. Una de esas mitades la colocó sobre mi piel, justo al lado de la verruga y por la superficie cortada por el cuchillo. Deslizó el trozo de ajo sobrepasando la verruga y llevando la cuenta de las veces que la frotaba. Una, dos, tres..., hasta nueve veces. Cuando hubo acabado con la primera mitad, repitió la operación con la otra mitad y con la otra mano, ya que mantuvo en todo momento las yemas de sus dedos agarrando los trozos de ajo. Acto seguido me mostró las dos superficies que habían estado en contacto con la verruga y me pidió que les echara sal en abundancia. Hecho esto, Pascual juntó con cuidado las dos mitades, intentando retener la mayor cantidad de sal entre ellas. Las apretó con fuerza y comenzó a frotarlas, con cuidado de no llegar a separarlas. Después me pidió que, con el cordel, atara las dos mitades. Así lo hice y entonces, él me explicó que enterraría el ajo cerca de mi casa y que cuando se pudriera bajo la tierra, mi verruga desaparecería. Pasaron algunos días y mi verruga seguía como si nada, pero durante la segunda semana la verruga comenzó a menguar. En la siguiente luna nueva ya no quedaba de la verruga ni el recuerdo de una cicatriz. Ni qué decir tiene, que este suceso me pareció tan extraordinario y mágico, como el sabor y el olor de las empanadillas de tomate y atún que Pascual sabía elaborar y hornear en su casa.
Capítulo III
Mi primer libro
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ero si Pascual era una fuente de conocimiento, las fuentes que descubrí a partir de los once años agrandaron aún más mi entendimiento. Como regalo de cumpleaños, mi madre me dio dinero para comprar un libro. Así fue como, en compañía de mis hermanos, acudí a la librería del barrio a escoger mi primer libro de lectura. Cuando entré en la librería no tenía ni idea de lo que quería leer, así que me dejé aconsejar. De entre los que me recomendaron, me llamó poderosamente la atención uno. Sentí el impulso de cogerlo y así lo hice. Mi hermano mayor me felicitó alegando que me gustaría. Me contó que su autor fue un visionario, al escribir en sus relatos algunos hechos o inventos que muchos años después de escritos se harían realidad. El submarino, el helicóptero, o los cohetes espaciales habían sido imaginados mucho tiempo antes de su fabricación por este escritor; y en este libro, destacaban las asombrosas similitudes entre la aventura real y la literaria, escrita más de cien años antes. Sus tapas eran verdes y estaban ilustradas con un dibujo en el que se veían tres cabezas mirando con asombro a través del cristal de un ojo de buey. Encabezando el dibujo se leía su título, “De la tierra a la luna” y el nombre de su autor, Julio Verne. Hasta ese momento no tenía más aficiones que los juegos y los deportes, pero aquel libro me inició en el hábito de la lectura. De hecho, adquirí la sana costumbre de leer un libro durante las vacaciones. Así fue como Louis Stevenson con “La isla del tesoro”, Edgar
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Alan Poe con “El escarabajo de oro” o Jonathan Swift con “Los viajes de Gulliver”, vinieron a hacerme compañía. Sus personajes y sus aventuras amenizaron las horas muertas de aquellos días festivos y sobre todo, las más calurosas de los veranos. En la escuela también leímos algunos libros interesantes como “La historia de la vida del Buscón” de Francisco de Quevedo, “El lazarillo de Tormes” de autor desconocido, o algunos de los textos de los grandes filósofos de la historia, como Platón o Rousseau, entre otros. Todos estos libros cultivaron mi mente guiándola hacia el conocimiento y el razonamiento y... para que se entienda bien la relevancia de lo que estas lecturas me aportaron, he de explicar fenómenos que ocurren constantemente pero que los científicos aún no han podido observar, tal vez porque sus aparatos son incapaces de mesurar las fuerzas que relacionan la parte racional con la parte emocional del cuerpo humano, o tal vez, porque para observar estos fenómenos sea necesario hacerlo con los ojos cerrados. El hecho es que en nuestra sesera reside la Razón. A su espalda lleva colgado un saco de tela, en el cual guarda los estímulos que perciben los sentidos, las enseñanzas recibidas, los recuerdos vividos, los detalles del día a día que hay que tener en cuenta..., en fin, allí va depositando todo lo que considera oportuno guardar para el futuro. A este receptáculo de tela le damos el nombre de memoria. Cuando se es joven, la tela de este saco es muy elástica y resistente, pero, a consecuencia del paso de los años, de las inclemencias del tiempo y de los saltos que da la vida, la tela se degrada y se desgarra, formando jirones. Por estos agujeros se puede escurrir cualquier cosa que esté guardada en la memoria, cayendo al suelo y perdiéndose para siempre en el olvido. El Corazón, que reside en el pecho, es consciente de esta gran tragedia y para evitar la catástrofe, suele estar pendiente de cuando algún recuerdo se desprende de la memoria. Si ve alguno precipi-
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tándose al vacío, reacciona velozmente agarrándolo con sus manos, salvándole de caer en el olvido. El Corazón guarda todos estos recuerdos extraviados por la Razón en el único lugar que tiene para ello, un baúl donde almacena los sentimientos. Al guardarlos en un mismo lugar, cada uno de los sentimientos se abraza al recuerdo que más estima, al que mejor define su personalidad, adhiriéndose a él e impregnándolo con su propia fragancia. Por este motivo, cuando intentamos recordar algo, la Razón lo busca en el saco de la memoria, pero si no lo encuentra, le pide al Corazón que lo busque en su baúl. El Corazón, si lo tiene guardado, lo extrae del baúl para su contemplación y forzosamente también extrae los sentimientos que tiene adheridos a él, junto con sus inherentes fragancias. Algunas veces, cuando la Razón anda despistada, el Corazón se las arregla para, con sigilo, hurgar con sus dedos por los agujeros del saco, agarrando así un recuerdo anhelado por algún sentimiento que demanda abrazarlo impacientemente. Estos hechos, realmente suceden todos los días en el interior de nuestro cuerpo, aunque ningún médico o científico pueda certificar su veracidad y... la verdad es que la ciencia a este paso, no podrá certificar estos hechos por lo menos hasta que las ranas se hagan trenzas en el pelo.
Capítulo IV
Mi último año escolar
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eniendo en cuenta los hechos relatados, es conveniente explicar que al recordar la lectura de Julio Verne, afloran los sentimientos que la impregnan, e inevitablemente, éstos generan el deseo de relatar un método que nos permita materializar los sueños. Al recordar “Los viajes de Gulliver”, me invade el deseo de viajar a lugares mágicos, donde la voz de sus habitantes alumbre nuestro entendimiento. Al recordar “El Buscón” y “El lazarillo de Tormes”, aflora el deseo de aprender, de los maestros de la astucia, el modo de escapar de los peligros y de las dificultades usando el ingenio. Al recordar a los grandes filósofos siempre surge el deseo de filosofar, para así la verdad encontrar. Al recordar “La isla del tesoro” y “El escarabajo de oro”, aparece el extraño deseo de encontrar una botella flotando en el mar, con el mapa de un tesoro que tengamos que buscar. Teniendo en cuenta que este último deseo era bastante improbable que ocurriese, me dediqué a engrandecer y potenciar los tesoros que la Naturaleza nos regala, éstos son, mis dones y mis magníficas habilidades; porque cuando tomas conciencia de los valores que atesoras, sientes la obligación de desarrollarlos y ejercitarlos hasta convertirlos en auténticas virtudes. Como buen estudiante que fui, puse en práctica estas virtudes en la escuela, siendo durante mi último año escolar cuando al-
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cancé gran maestría para aplicarlas. Así fue como desarrollé una gran habilidad para resumir los resúmenes. Desarrollé la virtud de saber observar las obras más hermosas que la vida ha sabido crear; para ello es preciso ejercitar el don de disipar la mente abstrayéndola en sus propias observaciones, volatilizando el pensamiento para poder abrazar la esencia de la figura observada, dibujándola en la imaginación como el mismo Miguel Ángel lo hubiese hecho. Desarrollé la asombrosa habilidad de advertir cualquier movimiento o sonido que se produjera, no sólo dentro del aula, sino también aquellos que se percibían a través de sus amplias ventanas. Desarrollé la extraordinaria virtud del desdoblamiento, esto es, mi consciencia ejercitaba todas estas virtudes mientras mi subconsciente tomaba apuntes y los guardaba en lo más recóndito de la memoria. En algunas ocasiones, mis profesores se dieron cuenta de la puesta en práctica de estas virtudes y, con cierta impertinencia, interrumpían mis pensamientos con la impía intención de sondear mi grado de atención. En estas ocasiones, les respondía haciendo gala de una de las más brillantes virtudes que tenía, la de sintetizar todos los conocimientos adquiridos a lo largo de mi vida para elaborar un discurso elocuente y coherente. Mis profesores se quedaban tan asombrados de mis explicaciones que, después de escucharlas atentamente, eran ellos los que se veían forzados a tomar detallados apuntes en su cuaderno de trabajo. Todos ellos se percataron de las magníficas virtudes que poseía. Al final del curso, todos supieron valorarlas y a juzgar por sus calificaciones, algunos debieron llegar a la más grandiosa admiración. Acabé mis estudios y me incorporé inmediatamente a la plantilla laboral de una fría nave industrial, donde un viejo torno me esperaba para que yo le diera marcha y cumpliera con su producción semanal. Frente a él pasé mis horas a un ritmo infernal. Mientras lo hacía,
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intercambiaba mi tiempo y mi esfuerzo por una modesta remuneración mensual. Mes a mes fui ahorrando capital, con la esperanza e ilusión de lograr un sueño, la emancipación del hogar familiar. Para amenizar las largas horas de trabajo, de vez en cuando pensaba en ese sueño y, como los sueños son lo que son, fue inevitable recordar algunos versos de Pedro Calderón, de su obra “La vida es sueño”, en los que nos decía: “¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción. Y el mayor bien es pequeño: que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son.”1 Unido a este recuerdo, como no podía ser de otra manera, se encontraba el deseo de soñar y, al desear soñar me quedé dormido. Así fue como soñando, en un sueño desperté.
1. Versos de la obra “La vida es sueño” de Pedro Calderón de la Barca (1600-1681), SALVAT editores y ALIANZA editorial.