Mientras te tengo

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Mientras Te Tengo

Andrea M. J. Fernรกndez



A tĂ­, que amas desde las estrellas


© Andrea M. J. Fernández

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pasionporloslibros ISBN: 978-84Depósito Legal:


Índice

Vigilo atenta tu sueño inquieto ................................................................................................................ 9 De enfermos, médicos, enfermeros y otras relaciones ............................................. 13 Tu mirada, mamá, tus manos, tu voz .......................................................................................... 25 Las raíces del egoísmo ............................................................................................................................................ 29 Atiende a tu hermana ............................................................................................................................................. 35 Que sea joven ......................................................................................................................................................................... 41 Recogimiento, interior, invierno ............................................................................................................... 47 Cotilleos ........................................................................................................................................................................................ 55 Un mes de enero frío y oscuro ..................................................................................................................... 61 La herida ..................................................................................................................................................................................... 67 Silencio. Dolor. Quietud. Dolor ................................................................................................................ 73



Vigilo atenta tu sueño inquieto

Vigilo atenta tu sueño inquieto, tu mente perdida en no sé cuáles abismos incomprensibles para mí, y también para los neurólogos, que saben mucho de conceptos, pero que apenas saben darme respuestas concretas sobre ti. Sonríes en sueños y, mientras, tus manos no paran de coser y mover objetos imaginarios que sólo tú puedes ver. Hay palabras en tus labios silenciosos, sólo esbozadas, sin sonido, difusas, ¿con quién estarás? –me pregunto– ¿qué tareas realizas tan concentrada en ellas?, que ahora toca ya descansar, que ya has trabajado tanto, tanto, a lo largo de tu vida..., ¿no te parece? Siempre preocupada por tus niños, por las tareas de la casa, por las facturas. Aún ahora que tu cuerpo te mantiene quieta en un sillón, tu espíritu busca el trabajo, la vida, el movimiento, el hacer. Y, sin embargo, no te quejas nunca, aceptas y colaboras en todo con una paz que me enseña día a día más de la vida, que todos los libros leídos o que quedan por leer. Miro tu rostro amado, repasando en mi retina cada detalle, paseando en él pausadamente, deteniéndome en cada arruguita, cada peca, cada ángulo vivo que tanto conozco: ese pelo hermoso y negro que encanece ligeramente en las sienes; la frente amplia y firme, delimitada en la parte superior por una raíz del cabello en forma de pico, que ha heredado alguno de tus hijos; esas cejas gruesas y arqueadas que he depilado cada semana a lo largo de los años; las mejillas sonrosadas, sin arrugas; tu boca, que no la aprietes mamá, que estás fea, y yo separo tus labios con dulzura: así, así, relájala. – ¿Asina?– me dices alguna vez, abriendo la boca –, y me miras preocupada. – Si, abre los labios, que estás más guapa. 9


Y siempre te has quejado del labio superior, tan pequeño, que no se ve “el choriset” con el que te pintas; que no se sale a la calle sin el rojo de labios, un poco de polvos en la cara (“que nunca he tenido color de cara”), y bien peinada. Un rostro que refleja bondad e inteligencia, decisión y firmeza; unos ojos que me miran solemnes mientras comes y yo estoy frente a ti, como queriendo absorberme. Tu mirada me sigue por la habitación, mientras arreglo las cosas o preparo tu cama, acaso buscando entender el mundo que te rodea, el sentido de tanto cojín aquí o allá, de los cables, los aparatos, las medicinas, de los paños de algodón. Me acerco hacia ti para secar el sudor de tu rostro, de tus manos, y tú cierras los ojos embelesada, disfrutando del contacto suave de la gasa en tu piel: tan poca cosa..., y cómo agradeces esos pequeños detalles que puedes disfrutar. Pareces, mamita, mi gato, que también cierra los ojos con placer al pedir caricias y rascaditas. Cuando desaparecen todos los afanes, queda sólo lo primario..., queda el amor. Qué importan ahora todos los planteamientos, las ideologías, las discusiones o los horarios; qué más da qué piense nadie o las cosas que quedaron por hacer, si tú sólo necesitas que tome tus manos, te sonría, te abrace con ternura, sentir en el alma la fuerza que transmite el cariño. En los momentos que estoy a tu lado mientras duermes, el silencio es profundamente sonoro, vivo, lleno de palabras inarticuladas, de pensamientos extraños; está poblado de imágenes del pasado y del presente, anegado de sentimientos de dolor o de paz, pero siempre habla al corazón y dice de ti, del paso del tiempo, de tantas voces vividas entre estas paredes, de tantas ilusiones, tantos recuerdos..., ¿dónde se fueron los años?, ¿dónde está toda tu energía, tu fuerza arrolladora que todo lo impulsaba?. Se quedaron perdidas en la memoria todas las risas, todas las voces. 10


Si cierro los ojos, escucho las grandes comidas familiares en el medio de la casa, todos los pasos, todos los rostros que ya se fueron, los miles de momentos compartidos. Y siempre tú, siempre tu presencia arrolladora, organizando, planeando, haciendo. Siempre tú. Estás en mi vida como raíz profunda en la tierra, roca sólida donde aferrarse frente a los vientos que nos tambalean, confianza, calor..., hogar. Me siento en la silla pequeña frente a ti para nuestro ritual de gimnasia de piernas. Me miras concentrada y sonríes, ayudas como puedes subiéndote la falda por encima de la rodilla; subir y bajar una pierna, la otra, ahora doblar, movilizar un poco la articulación de la cadera... – “Ay, que me vas a meter el pie en la boca”–te quejas tú–. Me entra la risa y te abrazo emocionada, apoyando mi cabeza en tu regazo, y escucho el latir de tu corazón, absorbo la calidez, el aroma de tu cuerpo, el jabón, la ropa, tu piel. Y estoy en casa. –¿qué me cuentas, mamá?– te digo muy cerquita para que me escuches bien. Y me hablas de rostros del pasado que están vivos en ti; otras veces, cada vez más, hay silencios profundos y prolongados, con una mirada intensa, fija en mi, queriendo decirme con los ojos lo que no puedes o no sabes ya articular con palabras. Y hay días estupendos en los que sonríes con placer: entonces recuerdo tantos momentos en los que me has respondido con gracia: “un cuento de maría sarmiento”.

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De enfermos, médicos, enfermeros y otras relaciones

Ha llegado El Doctor tras un aviso de urgencia, último recurso para lograr su visita, tras varios días de llamadas telefónicas en las que se podía escuchar: – no puede ponerse – está ocupado – no contesta – oh, lo siento, pero ya se ha marchado. Atiende cortés, pero dejando claro: “a mí me compete decidir si hay que avisar a la asistencia domiciliaria”...,” yo consideraré si es necesaria una analítica...”, “no pasa nada si desciende la saturación de oxígeno..., ya le subirá”. Y estoy a punto de recordarle que la última vez que opinó tal cosa, hubo que llamar a urgencias dos horas más tarde para que te inyectaran un urbasón. Evidentemente, hoy ocurre lo previsto por nuestra experiencia: la postura de costado durante un buen rato para las curas de la úlcera, provoca que la saturación de oxígeno descienda en picado hasta los alarmantes límites de 72.Grúa rápida para sacarte de la cama, recuperar posturas de urgencia, sentada erguida en el sillón, un buen rato de “clapin” en la espalda, agua, un montón de aerosoles con suero y mucofluid...; y nos ha costado todo el día recuperar los niveles, no así tu agotamiento tras el schok sufrido. Tras dos años y meses de experiencia sanitaria intensa, la impresión general, la sensación primera que camina como niebla por encima de todo, dejando un sabor frío y amargo en el paladar, es la deshumanización del sistema.

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Observo como curiosidad que, en cualquier tertulia o encuentro social, todo el mundo parece tener derecho a opinar, o denigrar, ideas políticas (y políticos), hablar sobre el sistema educativo y poner de siete colores la tarea docente (y a los docentes), debatir acaloradamente de fútbol, deportes, iglesia o religiones. Todo es criticable, todo es opinable, todos sabrían hacerlo mejor. Pero en el terreno sanitario, chocamos con una frase lapidaria: “el médico soy yo”. Nada que decir; nada que opinar: lo ha dicho el médico. Y, claro, qué sabemos los demás individuos sobre su tarea. ¿Y si está equivocado?, ¿Y si no realiza bien su trabajo? El mundo sanitario se ha rodeado de un corporativismo cerrado, de un halo de misterio y tabú que le beneficia, y al que es difícil acceder (o conocer la verdad) para los profanos en la materia, porque ante cualquier requerimiento dilatado, siempre se puede decir: “he tenido una urgencia”, “estamos desbordados de trabajo”, “tengo muchos pacientes que atender”. Y es cierto que el sistema está saturado, que adolece de inversiones y profesionales para su buen sostenimiento. Pero, ¿dónde quedan la indefensión y vulnerabilidad de las personas, asustadas o débiles, que confían en “su médico”? No, no siempre el médico posee la verdad. No, no siempre hace bien su trabajo. No, no siempre hay ética personal y profesional. Y es injustificable la falta de ética, cuando aquello que está en juego es la vida o el dolor de cualquier ser humano. Has contribuido al sostenimiento del sistema toda tu vida, pagando las cuotas obligatorias, pero al final del camino, cuando ya no eras productiva, sino “un tema engorroso que ocasionaba gastos”, los funcionarios del engranaje te han dicho solapadamente y con su actitud, que lo mejor que podía ocurrir para todos, es que te murieras cuanto antes. Si, te han atendido más o menos, por nuestra constante insistencia, pero sin verdadero interés, sin preocupación médica a destacar, dejando claro el “gran favor” que realizaban al dedicarte un poco de su tiempo, con tanto trabajo como tenían. 14


– “Para nosotros es un asunto terminado: está viva por los intensos cuidados y cariño que recibe”– nos dijo El Doctor hace más de un año. A partir de ahí, quedó muy clara cuál iba a ser la actitud de la atención primaria que te correspondía. Y me pregunto: cuando uno está mayor y enfermo ¿no hay que hacer nada por su vida?,¿no hay que atenderle con paciencia y amor hasta el final del camino, igual que cuidamos la llegada a este mundo?, ¿no hay que hacer lo humanamente posible para mejorar o sanar?. Quizá nos hemos alejado demasiado de la naturaleza y la esencia de la vida. ¿Fue así desde el principio? Tanto tiempo ha pasado ya desde aquel lunes nueve de junio en el que sentí que todo cambiaba de repente... Hacía ya algunos meses que había observado ligeros lapsus y olvidos ocasionales en tu memoria, pero tan reservada como eres, mamá, comentabas poco, tan sólo alguna que otra frase como: “hoy no he podido desayunar porque no sé dónde he puesto la leche”. Pequeños detalles, que en principio podían considerarse anécdotas simpáticas, pero que empezaban a ir creándome inquietud. Ahora, visto desde la distancia, me duele mucho pensar que debiste sentir miedo, que estarías asustada, al ser consciente de olvidos tan importantes: la leche hacía muchos años que estaba en la misma alacena de la despensa. Y empezamos a estar más pendientes de todo, de las medicinas, de tu seguridad, de las pequeñas cosas de cada día. Pero nadie podía prever el estallido de crisis, que sorprendió por su virulencia. Ese domingo lejano de comida familiar y visitas, transcurrió tan normal como cualquier otro, por eso me sorprendió la llamada de mi hermano al día siguiente: –”no te asustes, pero estate pendiente, porque la mamá no está hoy bien, se encuentra muy inquieta y me confunde con el papá”. Al ir a comer contigo como cada día, tras la jornada laboral, iba preocupada y sin saber qué pensar. No estabas en casa, y te busqué en el súper cercano, donde supuse que estarías como otras veces. Y 15


allí encontré a una persona nerviosa y alterada, que no sabía dónde ni qué comprar, y que se aferró a mí con fuerza, el rostro sufriente, pidiéndome que buscara a mi padre, porque se había marchado temprano a poner gasolina, y aún no había regresado. Sabiendo que papá hacía ya 43 años que había fallecido, y además, nunca tuvo un coche, sentí que no podía detener las lágrimas que manaban libremente por mi cara. Fue una larguísima tarde de sufrimiento, en la que no había consuelo para ti. Y a esa tarde, siguieron muchos días de pérdida de identidad. Tu mente volvió al pasado, reviviendo a gritos el dolor del duelo: buscabas a papá, nos decías que te mentíamos sobre dónde estaba, le viste muerto y llorabas y llorabas, nos acusabas de haberlo escondido para que no lo vieras, de haberlo matado. Te enseñamos la esquela funeraria que tú misma mandaste hacer en su momento, pero tu mente no podía comprender, estabas en otra dimensión inalcanzable a todo razonamiento, estabas enferma. Y suplicabas a la Virgen que te llevara con ella. ¿Cómo puede cambiar todo en un instante? Qué frágil la vida..., tan importantes como nos creemos, tan dueños del tiempo, de nuestros pequeños reinos..., y en realidad, apenas somos un poco de humo y viento. Nunca imaginé que sería así, con la pérdida de ti misma, con tanto dolor inútil. Y yo viví tu fragilidad como un desgarro, una pena infinita en el corazón: no quería verte sufrir, y no sabía cómo ayudarte a tener paz, a ser de nuevo tú. Llegaron las revisiones médicas, los tranquilizantes para dormir y atenuar tu ansiedad, los neurólogos que nos decían que era pronto para ofrecer un claro diagnóstico, que si estábamos ante una demencia, ésta se iría manifestando, que tuviéramos paciencia y esperáramos. Y fueron los amigos cercanos dentro del campo sanitario quienes estuvieron, y lo han estado siempre, dispuestos a echar una mano en todo momento, indicando los pasos a seguir día a día, o solucionando imprevistos, porque estábamos a ciegas, mamá, sin saber a ciencia 16


cierta qué tenías, cuál era el tratamiento adecuado, cómo mejorar tu situación, o cómo actuar contigo para que tuvieras paz. El tac que realizamos en el hospital gracias a un buen amigo, nos indicaba, por decirlo llanamente, que estábamos ante el cerebro normal en una anciana de tu edad: vejez, mamá, que te llegó, aunque no lo esperaras. Tú misma, en un pequeño momento de lucidez me dijiste: – “qué vieja estoy, hija mía”–. Pues eso, que tus neuronas se deterioran y la información se pierde, que las lucecitas de la consciencia ya se encienden o desconectan al azar, mezclando los sucesos de toda una vida, que la sangre ya no circula tan bien como cuando eras jovencita y trepabas como una cabra por el monte, ahora es más lenta, y se le olvidan algunos recorridos. Durante todo ese verano, tu mente voló del presente al pasado, sin coordenadas de espacio o tiempo; toda tú, fuiste inquietud que no se encontraba a sí misma, y con papá siempre presente. Estabas de duelo nuevamente y sólo hablabas de tu pena, querías vestir el negro del luto, sufrías tu pérdida, unas veces como dolorosa, resignada y serena, otras, enfadada y exigente. En otros momentos, eras muy consciente de no estar bien: –”no sé qué me pasa, hija, que tengo mucho pesar”, “no sé qué tengo desde hace unos días, que aún no me espabilo”. Pero, siempre cortés y atenta con las visitas, escuchabas, reconocías y, sobretodo, revivías y te gustaba contar de tu niñez, del pueblo, las montañas, la peña Las Pintas, la era. : –”que yo le dije a mi padre que antes me metía monja, que quedarme a cuidar de las vacas”..., “y cómo nos gustaba el baile..., nos escapábamos para Crémenes o Cistierna, nos quitábamos las calzas y nos poníamos las medias de seda que escondíamos en el bolso, que si mi padre nos pilla, nos corre a palos con el cinturón”,” y mis hermanos y yo, tumbados en la era, nos poníamos morados de cerezas”... A veces, volvías a ser tú, querías realizar las tareas normales de tu día a día: querías preparar la comida, coser, remendar la ropa, barrer las hojas del patio..., pero te cansabas enseguida, o tenía que ayudarte a recordar cómo hacer las cosas, cómo pelar las patatas para la tortilla o hacer el hervido. De un lado al otro, pasando en unos instantes de la cordura, al no saber, de una tarea concreta, al dolor del pasado, a 17


la inquietud. Y, sin embargo, nunca perdiste la dignidad. , el saber estar, una regla básica de cortesía que te impulsaba a quedar bien, o callar, antes que ofender o dar a entender tu desorientación ante desconocidos. Inteligente y servicial, aún en la debilidad. También tuviste rabietas aquellos meses, cuando nadie podía hacerte entrar en razón, cuando el dolor estaba en tu mente y nadie podía consolarte. Como una niña pequeña, fingías llorar para conseguir que yo hiciera lo que tú querías. Y algunas noches, fueron muy difíciles, que no te querías acostar, que ese pudor tan arraigado, era un impedimento al ayudarte con la ropa y el camisón, que te costaba dormirte, o te levantabas al poco rato por alguna tarea que te empeñabas en realizar. Noches toledanas en las que regresaron los monstruos infantiles: “– no, no me apagues la luz, que me da miedo”–Y, desde entonces, las luces han quedado siempre encendidas para ti. Del duelo por papá, tu mente pasó al duelo por alguien cercano que había fallecido, pero que no acababas de definir quién era en realidad. A todo el que se acercaba a tí, le preguntabas si se había enterado del suceso, o bien acorralabas a otro para interrogarle: –”ahora que no te ven mis hijos, dime toda la verdad, dime cómo ha muerto, que ellos me lo ocultan”. Pobrecita mía, cuánto dolor innecesario te provocó la mente enferma, cuando no había ninguna necesidad de duelo, cuando hubieras debido estar disfrutando de tus pequeñas cosas como siempre, de las tareas bien realizadas, de una vida plena en todos los sentidos... El siguiente paso, fue una necesidad imperiosa, inmediata de ir a casa, estar en tu casa, es lo que pedías constantemente, exigente, sin demora. Pero, mamá... cómo llevarte, si ya estabas en casa, si nunca habías salido de ella. En un principio, la duda era si en realidad pensabas en el hogar de tu infancia, pero no, era ésta, tu casa, el lugar al que llegaste como 18


mujer casada y que tú construiste con esfuerzo y tesón, la casa de los abuelos, heredada por papá, que en verdad es más tuya que de nadie, porque estaba ya hipotecada antes de tu boda, y luchaste por ella, trabajando toda tu vida, rescatándola de los deudores, manteniéndola siempre en pie, amándola. Ir a casa..., te entraba la urgencia, te enfadabas: –”venga, vamos, acompáñame a casa”– Y salíamos a dar vueltas y vueltas por el pueblo cogidas del brazo. Tu mente torturada buscaba la calle, creías orientarte desde alguna esquina, preguntabas a todo el que pasara a nuestro lado. Yo, junto a ti, con el corazón encogido de pena, intentando animarte con algún comentario, temiendo que tropezaras y te cayeras, o que te enfriaras. Si era un día de suerte, te llevaba a dar la vuelta a la manzana hasta volver al punto de partida y decía: – “¿ves, mamá? : ya hemos llegado a casa”. Y nos sentábamos tranquilamente tras la ventana, para distraernos mirando quién pasaba por la calle. Pero hubo otros muchos días que no colaba, no te lo creías, te enfadabas conmigo, acusándome de engañarte, y teníamos rabieta. Qué duro tener que cerrar la puerta para que no te escaparas, o fingir que no tenía llave para abrirla, a ti, que has sido tan autónoma... Pero también recuerdo muchas tardes serenas después de tu siesta, en las que te gustaba conversar: – “que tú eres tan reservada como tu padre, que no hablaba por no ofender..., y las manos tan frías siempre como él”, “que me habría gustado estudiar, pero no había tiempo para mucha escuela, con toda la faena que teníamos en casa”, “no como ahora que estáis siempre de viaje..., que yo no he podido ir de teatro o de cine, aquí siempre trabajando, y si me hacía algún plan, se ponía alguno malo..., con vosotros me hacía cuentas y me salían cuentos..., a ti, cuántas veces tuve que llevarte a la tía Musca, para que te colocara el hombro”... Fue un verano diferente a todo tiempo anterior, caminando al día, según te encontraras tú, organizando tu espacio para protegerte y cuidarte, buscando ayuda externa para poder cubrir las veinticuatro horas diarias que exigía tu atención, preguntando a los conocidos sanitarios sobre los siguientes pasos a anticipar.

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Con el otoño, llegó de improviso, la experiencia hospitalaria. Ya habíamos notado que muchas noches te levantabas de la cama, para sentarte en el sillón de la habitación – “estoy mejor sentada aquí”– decías. Y recurrimos de nuevo a los amigos: el electro y la revisión, confirmaron la insuficiencia cardio–respiratoria. Por eso, tú misma, de forma intuitiva, buscabas la posición sentada, con las piernas en el suelo, mejorando así tu respiración. Las medicinas para hacer pis, no acumular líquidos y controlar posibles arritmias, parecían ir funcionando bien. Pero tu estado empeoró, y un miércoles de noviembre, la ambulancia nos llevaba a las dos al hospital por consejo médico. Era la primera vez en tu vida que ingresabas en un hospital, y estabas aterrorizada. Me parece estar viendo tu cara de pasmo, los ojos muy abiertos, sin comprender nada. Mi hermano nos seguía en el coche, y los tres esperamos en urgencias, con silenciosa inquietud, que te atendieran. La decisión médica fue que debías quedar ingresada hasta drenar todo el líquido acumulado y estabilizarte. No había más remedio. Y entonces empezó la odisea aterrorizante: te llevaron a una sala, lejos de nosotros, porque aún no había habitación disponible; a mí me brotaron las lágrimas, y les pedía que me dejaran estar contigo, que nunca habías estado en un hospital, que estabas muy desorientada y asustada. –”no pueden pasar, no pueden pasar, ya les avisaremos “– me decían. Sin perder un instante, llamé a un par de amigos que trabajaban en el hospital, y gracias a ellos, me permitieron entrar y sentarme a tu lado, comprendiendo de golpe la importancia de contar con personas cercanas, sobretodo en un lugar tan difícil. La experiencia debe ser traumática para cualquier enfermo: una amplia sala, fría e impersonal; un montón de camas separadas por débiles cortinillas, como único signo de intimidad; voces, murmullos y toses, muchas toses, una mujer que llamaba constantemente a alguien y pedía que la escucharan por piedad, otra, delante mismo de tu cama, gemía con el cuerpo lleno de vendas, un niño solo, tendido en otra cama, quieto y en silencio, sanitarios con bata blanca que pasaban de aquí para allá charlando. 20


Te habían quitado tus ropas, y vestías esa camisola impersonal y ventilada que ponen a los enfermos; parecías una niña pequeña y asustada, pero apreté tu mano y me miraste: “– vamos a casa, vamos a casa”– me decías. Traté de explicarte con paciencia que iba a verte el médico y luego nos marcharíamos, que no estabas sola. Menos mal que nos rodearon los amigos e hicieron de aquel lugar extraño, un pequeño oasis de confianza. ¿Construimos nosotros lugares tan mecánicos y fríos? ¿Somos tan perfectos que ideamos técnicas y métodos maravillosos para curar la dolencia de un cuerpo, olvidando a la persona humana, su espíritu, su miedo, su soledad?. Quizá tan sólo, la sensación era fruto de mi propio abatimiento. Tenías frío. Era noviembre, pero las ventanas estaban abiertas: – “hace calor–“, dijo el enfermero al que se lo comenté, pero cerró la que estaba cerca de ti tras mi insistencia, y me proporcionó una manta para cubrirte.–”me parece que aquí, mas bien matan a los enfermos de pulmonía u otra cosa, como los trabajadores están en movimiento, les sobra temperatura “– creo que pensé. Unas horas más tarde, nos dieron habitación. En la cama de al lado parecía dormir una anciana, que no abrió los ojos en los dos días que estuvimos allí. Alguien entraba de tanto en tanto para poner algo en la bolsa que pendía de su cama o a cambiarle el pañal. Varias veces cubrí con la sábana sus piernas, por temor a que el sol que entraba a través de la ventana, le quemara la piel al descubierto. Aquella soledad brutal de un cuerpo callado, quieto, en la cama de un hospital, producía una tristeza infinita, una reflexión melancólica sobre el final del camino, cuando la vida se escapa. Esa imagen de aquel cuerpo yacente y silencioso, ha vuelto a mi muchas veces. Nuestra estancia fue breve, dejamos claro que a casa cuanto antes, y nunca más nos hemos planteado regresar, a no ser que fuera total y absolutamente necesario ¿dónde vas a estar mejor que con nosotros y rodeada de tu propio y conocido espacio, de tus cosas?. En tu frágil estado, el lugar te provocó mayor desorientación y 21


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