Relato de un aguardo

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Relato de un aguardo Manuel BermĂşdez Salas






© Manuel Bermúdez Salas

Edita:

I.S.B.N.: 978-84-16582-59-4 Impreso en España Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación ni de su contenido puede ser reproducida, almacenada o transmitida en modo alguno sin permiso previo y por escrito del autor.


A mi esposa Mª Angeles y a mis hijos Manu y Dani

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NOTA PRELIMINAR

Estimado lector, en primer lugar quiero darle las gracias por estar leyendo esta nota previa al relato que tiene en sus manos. En mi descargo, quiero decir que la culpable de que haya tenido el atrevimiento de poner negro sobre blanco una de mis experiencias cinegéticas, no ha sido otra que mi mala memoria, ¡Cuantas historias de caza no se habrán escrito ya, con situaciones bastante más singulares que esta y sin duda mejor contadas! Sin embargo, el temor a olvidar con el tiempo las sensaciones que me acompañaron durante esas semanas y especialmente mientras estaba en el 4


campo, me impulsaron a ello. Y no porque fueran nada especial analizado desde fuera con una mínima objetividad, sino por cómo yo las viví; con más intensidad y dedicación que de costumbre, aún. Es curioso, pero puede que a esto influyeran determinadas circunstancias personales que me rodearon ese verano y que lo hicieron así. Mi hijo mayor, que me ha acompañado en algún que otro aguardo y que actualmente reside en el extranjero, me dijo que cuando volviese a España quería que le contase todos los pormenores de estos dos lances, de los que ya le había hablado en alguna ocasión. Esto hizo que me pusiera manos a la obra antes de que el tiempo lograse hacerme olvidar más detalles. Las personas que intervienen en esta historia son reales, aunque para salvaguardar su intimidad, les he cambiado los nombres y del mismo modo alguna relación de parentesco. 5


Estoy seguro de que ellos se reconocerán fácilmente y aprovecho para enviarles un cariñoso y agradecido abrazo. Por otra parte, y ya metidos en harina, también me gustaría conseguir a través de esta pequeña narración, evocar en el lector y compartir con él, el silencio y los aromas a jara y a romero que se hacen dueños del aire cuando cae la tarde profunda en Sierra Morena. Si lo consigo, aunque solo sea por unos instantes, me habré dado por más que satisfecho.

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1. A pesar de que faltaban casi dos horas para que saliese la luna, la noche no me estaba pareciendo especialmente oscura. El reflejo de algún pueblo cercano en las formaciones nubosas que pasaban a ratos, o la luminosidad que a veces desprende el propio cielo en lo profundo de la sierra, me permitían distinguir perfectamente mi entorno; el farallón que tenía enfrente, los pastos agostados que me rodeaban, y los árboles que espaciados, tenía a uno y otro lado. Muy distinto era poder ver algo allá abajo, entre los pinos, donde habíamos situado el comedero para nuestro invitado y que desde que se echó la noche, apenas me permitía distinguir algún tronco o alguna mata grande que se recortara contra la blanquecina arena del cauce seco que hay detrás del pinar. 7


La luna, a diferencia de la última vez que me puse de espera en este mismo lugar, estaba ahora en cuarto menguante. Hacía catorce días de aquello, y entonces, una luna creciente me había estado acompañando casi desde que los últimos reflejos de sol se perdieron. En aquella ocasión, pronto entraron algunas piarillas acompañadas de algunas hembras y de algún que otro primalón, que me tuvieron distraído durante bastante tiempo mientras intentaban llegar al maíz que tenía debajo el majano. A duras penas lograron mover algunas piedras y comer algunos granos, pero no tenían fuerzas suficientes para levantar la piedra principal, bastante plana y de unos setenta kilos más o menos. Aquella noche sin embargo, nuestro amigo se haría esperar hasta que la luna se ocultó por completo, mucho más tarde.

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Jorge, el guarda del coto, con el que ya llevaba cazando muchos años, me había comentado que el guarro llevaba entrando más de quince días con mucha regularidad. No podíamos saber si tendría buena boca, pero lo que desde luego tenía era una “pisá” impresionante. La piedra grande aparecía levantada día sí día también y algunas veces incluso volcada, lo que nos tenía esperanzados en que se tratara de un buen verraco. Mi amigo Jorge contribuía como siempre a envenenarme todavía más, alimentando con algún comentario oportuno la posibilidad de que además de que fuese grande, nos la estuviéramos jugando con un catedrático. En aquella espera, y desde que la luna se escondió, el uso constante de los prismáticos me fue imprescindible. En condiciones tan escasas de luz, entiendo que es fundamental utilizar principalmente el oído para interpretar cualquier ruido, por ejemplo el de las piedras en el majano, que suele delatar 9


la presencia e incluso el poderío de los cerdosos que acuden a comer. Pero no estaba tranquilo. La distancia a la que habíamos situado esta vez el comedero, el telémetro había marcado ciento treinta y siete metros, dificultaba bastante que me llegaran todos los sonidos. Con todo esto, y durante una hora aproximadamente, lo único que conseguía ver eran sombras confusas y algún movimiento menor. Pero a la una y media más o menos, una mancha de tamaño considerable pareció entrar en el ruedo moviéndose con cierta rapidez. Aún no había tenido tiempo de valorar la situación, cuando el ruido que escuché no dejaba lugar a dudas; estaba empujando y desplazando la piedra grande. Ese sonido sordo pero constante durante unos segundos no podía ser otra cosa. Desconocía si el marrano podía haber estado antes agazapado por allí cerca, reconociendo la situación antes de decidirse, pero hasta donde yo sabía, lo que parecía es que había entrado derecho a mover la piedra y a comer. 10


Cualquier esperista sabe de las sensaciones que nos invaden en esos instantes y sobre todo, de como se nos acelera el pulso en semejante situación. Apenas recuperas algo la calma, lo primero que piensas es en cómo encontrar una postura cómoda de tiro sin hacer el más mínimo ruido. A pesar de que estoy a una cierta distancia esta vez, mi intención es moverme como si estuviera a diez metros del guarro y este pudiera oír mi respiración, además, no tengo demasiada protección en el puesto y temo que desde el comedero, pueda recortar algo contra el viso. Aun contando con un visor bastante luminoso, la capacidad de identificar la mancha del jabalí entre las sombras de los pinos, no es ni mucho menos la misma que con los prismáticos. No obstante, la silueta del tronco de un pino me sirve como referencia para al menos situar dentro del campo del visor el lugar donde supuestamente debería estar el marrano. Lentamente, pulsé el interruptor de la pequeña linterna de luz 11


roja que tengo acoplada a mi rifle, y que tantas veces me ha dado un buen apaño, y… visto y no visto. Jamás me había ocurrido algo así. En contadas ocasiones, algún marrano ya chuceado, al encender y ver su actitud, me había dado poco tiempo para el disparo. Son ocasiones en las que tienes que decidir en décimas de segundo, porque al instante siguiente puede que ya no esté allí parado mirándote bastante escamado, sino corriendo o andando muy rápido y bufando lo que creo que deben ser todo tipo de insultos en su lenguaje, dirigidos a aquel que se ha atrevido a molestarlo durante su condumio, o lo que es peor, a intentar quitarle la vida. Pese a esto, hasta ahora siempre había sido suficiente para apuntar al lugar que en ese momento creí más letal y disparar, o por el contrario volver a apagar y limitarme a observar porque las circunstancias así lo aconsejasen, ya sea porque no era el animal buscado o por la excesiva dificultad en hacer blanco con 12


ciertas garantías cuando la postura del guarro no era la más apropiada. Sin embargo, este nuevo amigo no estaba por darme ninguna facilidad, puedo decir que la rapidez de su respuesta junto con el polvo que levantó al iniciar una carrera de manera instantánea y refugiarse en la oscuridad del pinar, no me dejó verlo literalmente, es decir, que no le vi ni el rabo. La sensación que te queda en esos momentos es fácilmente imaginable; sobre todo de impotencia, tantos preparos y tiempo esperando para nada. Con todo y paradójicamente, creo que son precisamente este tipo de situaciones las que nos enganchan con fuerza a esta pasión que es el aguardo nocturno e incluso diría que a cualquier otra variante de la caza. Hace poco, un buen amigo me decía que algunas veces se recuerdan más los lances en los que habiendo tenido una gran oportunidad, no conseguimos quedarnos con una res especialmente buena, que aquellos en 13


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