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1. A modo de IntroducciĂłn...................................
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2. La Muerte...........................................................
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3. El coche de lĂnea.................................................
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4. JosĂŠ “Chatillaâ€?, el pastor....................................
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5. Las brujas...........................................................
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6. El cura................................................................
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7. El trabajo de mi padre.........................................
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8. La maestra...........................................................
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9. El abuelo.............................................................
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10. La yegua..............................................................
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11. La abuela............................................................
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12. El convento........................................................
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Yo sĂŠ que al escribir estos relatos, al traer a mi memoria todo este caudal de sensaciones, aflorarĂĄn los mitos que anidan secularmente en el corazĂłn de los hombres. AsĂ lo percibo. La mitificaciĂłn de aquellos recuerdos forma parte de ese querido mundo de la infancia que, aunque no fuera el mejor, es en el que con mĂĄs facilidad me reconozco. De forma muy lejana me llegaban las dificultades de unas vidas pegadas a la dureza de la tierra. Ahora me doy cuenta que existĂan. Y puedo nombrarlas y reconocerlas. Y hasta dolerme profundamente con ellas, pero tambiĂŠn es cierto que todo lo que de aquellos tiempos me viene a la memoria, me viene sin dramatismos. Yo creo que formĂĄbamos parte de la naturaleza con la que estĂĄbamos Ăntimamente unidos. Y se aceptaba la helada y el pedrisco, la enfermedad y la muerte, la cosecha y la vendimia, el frĂo y el calor, la risa y el llanto. Y no habĂa ni grandes
fiestas ni grandes tragedias. SĂłlo el fluir constante de la vida. Y los ciclos de la tierra se correspondĂan con los ritos religiosos, o al revĂŠs, en un intento de trascender lo cotidiano y dar descanso al cuerpo. Y cada uno leĂa su papel predestinado, en renglones muy rectos, muy derechos, o muy torcidos, pero su papel, el que esperĂĄbamos que leyera. Y los sonidos, las luces y las sombras tambiĂŠn formaban parte de la vida. Con el sol la ropa se tendĂa, Ăbamos a la escuela, zumbaban las abejas. Con la noche regresaban las cabras, rezĂĄbamos el rosario, calentĂĄbamos las camas con el brasero. Los sonidos nos acompaĂąaban todo el dĂa: las campanas del Ă ngelus, las esquilas del ganado, el piar de los pĂĄjaros, el balar de los corderos, el despertar del viento en la chopera, el croar de las ranas en el rĂo, el crepitar del leĂąo en el
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horno. Pasa y pasa el tiempo y puedo oírlos. Y no siento nostalgia, sino un hálito de vida que me lleva a un tiempo que forma parte de mi historia y de la historia de muchas gentes. A un tiempo que, fecundo en sensaciones, al recordarlo, me ayuda a vivir. Mi infancia en un pueblo castellano de la Vieja Castilla me puso en contacto con mundos y cosas que se me antojan ahora medievales: lavar en la poza, tender la ropa al sol, regarla, encender -cuando te tocaba- la gran estufa escolar, pescar cangrejos en el río, vendimiar y -sobre todo- ir a la vendimia metida en los cuévanos, en lo alto del carro, sarmentar, trillar, buscar berros en los arroyuelos, sentarse al calor del brasero o del chupón de la gloria, pasar frío, mucho frío, asistir a la matanza, ver la fiesta del trasquileo, ayudar a la abuela a cardar e hilar la lana... Todo un mundo lejano, muy lejano para los que vivimos en las
grandes ciudades. Cuando viajo por tierras de Castilla percibo muy bien esa lejanía en esos utensilios y máquinas solitarias varadas en un corral abandonado, en una esquina, junto a un mojón que se derrumba. Son “trastos” que se han visto rodeados de hombres y mujeres de nuestros campos castellanos, dependiendo de ellos para funcionar, facilitándoles la tarea sin doblegarles. Y ahora están obsoletos -así se dice hoy díaporque la nueva tecnología -así se dice también- ha traído la “cosechadora-veldadoratrilladora-gavilladora” que ocupa toda la era, atruena con sus ruidos, y le dice al hombre: «to-do-te-lo-re-su-el-vo» «to-do-te-lo-re-su-el-vo» «to-do-te-lo-re-su-el-vo» Yo sé que el progreso tiene sus ventajas. Lo sé, pero me gusta, probablemente porque ya no existe, traer a mi memoria en estos relatos ese mundo querido de mi infancia.
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No sĂŠ por quĂŠ tengo yo tan mala relaciĂłn con la muerte, esa especie de temor enfermizo a que, a mĂ misma y -casi mĂĄs- a aquellos a los que quiero, les roce. Digo que no sĂŠ por quĂŠ tengo esa mala relaciĂłn porque desde muy pequeĂąa la vi como algo cotidiano, natural y cercano. El primer recuerdo consciente sobre ella es la muerte de una pequeĂąa de siete aĂąos, Lucrecia. No sĂŠ por quĂŠ muriĂł. TodavĂa podrĂa indagar la causa de su muerte. Ahora todos hablamos de "tiene tal enfermedad", "empezĂł con estos sĂntomas", "no le diagnosticaron a tiempo". Por entonces se morĂa uno y se acabĂł. A lo mĂĄs que llegĂĄbamos a nombrar era el "cĂłlico miserere": Ha muerto de un miserere. !Pobrecito!
cĂłlico
TambiĂŠn se morĂan reciĂŠn nacidos y parturientas, pero esas
muertes sĂ que eran naturales. De tan naturales eran sin nombre. No recuerdo quĂŠ edad tenĂa cuando muriĂł Lucrecia, la hija del seĂąor Rafael y la seĂąora Josefa, pero recuerdo con absoluta nitidez a toda la chiquillerĂa del pueblo curioseando en el zaguĂĄn de la casa donde estaba la niĂąa, muy blanca; blanca de todo, de tez, de caja y de ropa, pues la habĂan vestido con la ropa de ComuniĂłn. La carita estaba enmarcada en unos tirabuzones rubios y ahora se me representa como una muĂąeca de cera, como si no hubiera tenido vida nunca, como si por su cuerpo no hubiera corrido anteriormente ni una gota de sangre. No recuerdo el entierro, ni el sonido de las campanas que posteriormente tanto me han intimidado. Solamente la chiquillerĂa alrededor de la caja como si de un objeto de feria se tratara. 13
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El siguiente recuerdo de la muerte se relaciona con los últimos días de la vida de mi bisabuela Inocencia. Fue la tercera mujer de mi bisabuelo paterno. Una guapa mujer, pobre, que casó con mi bisabuelo, de regular hacienda que diría Machado, y que supo hacerse con el cariño de todos. Hablaba un castellano antiguo sumamente cuidado: ¿Vas a morar hija ? Me preparaba unos abundantes cuencos de sopas con leche, llenos de azúcar, que dejaba reposar en el hermoso hogar de la cocina. Cuando enfermó recuerdo que subía a menudo a verla, me empinaba con dificultad a la alta cama y la besaba las mejillas hermosísimas que iban cogiendo un color amarillento sobre las blanquísimas sábanas en las que reposaba. Los últimos días de su enfermedad no recuerdo haber entrado a besarla pero sí la miraba desde la puerta del saloncito que comunicaba con su habitación. Había en ese saloncito un gran
espejo colocado con una pequeña inclinación de modo que me permitía ver toda la habitación donde reposaba mi bisabuela. Yo espiaba su sueño amarillento entre la blancura de la ropa. No se le movía uno solo de sus hermosos cabellos entrecanos recogidos en un moño y yo aceptaba tranquilamente que no me volviera a hacer sopas de leche azucarada. Otros muchos recuerdos me vienen a la memoria en esas muertes de los pueblos castellanos de nuestra niñez, muertes o muy jóvenes o muy viejas, pero que se aceptaban con igual conformidad -esa era la palabra clave- que la de una yegua, una vaca o una partida de ovejas, que también suponían su aquél de tragedia por las "perras" que se perdían. Son recuerdos del entierro de Fernandito, el hijo de Virginia y Pablo, muerto de "mal de oídos", de los hijos del cartero, compañeros míos de la escuela que murieron de un "andancio" de sarampión y difteria que casi nos lleva a medio pueblo. Todos ellos son recuerdos como he dicho serenos, sin temor, 15
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la muerte fuera como comer, alimentar al ver ordeñar las vacas o otro trabajo que para ir la vida se tuviera que
Mi prima Encarna y yo arreglábamos las tumbas de su madre y las de los bisabuelos y a veces colaborábamos en el arreglo de otras en animada charla con las vecinas de "elevación".
Así asistíamos dos o tres días antes de los santos a un trabajo febril de recopilar flores, arena y cantos rodados del río para arreglar las tumbas de nuestros muertos con esa naturalidad de la que hablo.
Ya con mediana edad la muerte me colocó dolorosamente donde estoy: en el lugar donde ésta te arrebata a seres a los que quieres y a los que no querrías ver debajo de una "elevación", aunque ahora sea sin maleza.
como si nacer, ganado, cualquier llevando hacer.
El cementerio, que ahora se me hace desolador en el recuerdo, era días antes de las ánimas un corral de tapias de adobe lleno de maleza entre la que se alzaban pequeñas elevaciones presididas por dos palos en forma de cruz. No me explico cómo, pero todos sabíamos qué "elevación" era la nuestra. Así que bajo el cierzo de los primeros fríos del invierno burgalés cavábamos el contorno de la tumba, limpiábamos la maleza y lucíamos nuestras dotes artísticas en la preparación de la tumba, haciendo con los cantos, la arena y las flores adornos, en parte rebuscados, en parte llenos de una gran ingenuidad infantil.
Y siento a diario la amenaza a una frágil felicidad que construyes a través de unos afectos que se hacen con las palabras, con los gestos, con la sangre, con la pasión, con el amor en fin, que pide la presencia del ser querido aquí y ahora. Entre uno y otro lado de mi sentir sobre la muerte están las campanas. Me gusta mucho el sonido de las campanas y esto en los pueblos castellanos ha sido un privilegio del que aún se puede gozar.
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Unos sonidos para la fiesta, otros para el fuego, el tañido para ahuyentar los truenos, otro para la misa, otro para la muerte... Y tengo en el recuerdo el intuir el dolor de ésta a través de las campanas.
del bajar la cuesta del cementerio acompañando una caja cualquiera, de cualquier muerto joven o viejo, bien visible en lo alto entre la gente, oyendo muy dentro el sonido lúgubre, tan - tan, tan tan, del doblar a muertos.
Me veo asistir a entierros en tristes tardes castellanas golpeadas por el cierzo. Y siento, ya no tan "cotidianamente", el silencio triste
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EMPRESA GONZALO GONZALEZ S.A. Ese era el rĂłtulo que cruzaba el lateral del coche de lĂnea del pueblo de mi padre. El autobĂşs era grande, alargado, con asientos de skay de color marrĂłn. HacĂa el recorrido Zael - Burgos, parĂĄndose en todos los pueblos del camino, entrando incluso en uno de ellos situado a 3 Kms. de la carretera general. El recorrido era: Zael, Villamayor de los Montes, Madrigalejo del Monte, Madrigal del Monte, Valdorros, Cogollos, SarracĂn y Burgos. Un recorrido de 28 Kms. que duraba una hora y tres cuartos. El conductor era Arturo y el cobrador Luis. En el pueblo eran Arturo "el chĂłfer" y Luis "el cobrador". No supe nunca sus apellidos. Arturo tenĂa una cara ancha muy colorada y Luis era menudito y nervioso. Formaban una pareja singular en la que claramente el chĂłfer, de variable humor, "partĂa el bacalao".
No me gusta recordar los viajes de ida. Sobre todo los de primeros de octubre. Comenzaban a las siete de la maĂąana cuando mi madre me apretaba la nariz con las manos heladas para despertarme; me iba a Burgos a estudiar. Me esperaba un trimestre fuera de casa en unas condiciones que nunca llevĂŠ bien. El recorrido lo hacĂa muy triste con la cara pegada a la ventanilla mirando los rastrojos secos, las tierras preparadas para arar, los majuelos en sazĂłn o reciĂŠn vendimiados. Prefiero recordar la llegada del autobĂşs en los meses de verano. Era todo un acontecimiento para la chiquillerĂa del pueblo. Paraba frente al molino de CesĂĄreo y MartĂn -el otro molino del pueblo junto con el de mis abuelos- y allĂ estĂĄbamos a ver quiĂŠn venĂa.
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Pocas sorpresas teníamos. Venían... los que ya conocíamos, con sacos, cajas, paquetes de diverso contenido. Todos estábamos allí sentados en el pequeño poyete que remataba la rampa de subida al molino, con "el pueblo en la cara" que diría Delibes, mirando a Luis el cobrador sacar de la parte trasera del autobús la carga de la gente. Formábamos una chiquillería heterogénea en "edad y condición" y por condición señalo aquí las trazas y vestimentas. La mayor parte de los chicos y chicas lucían unas hermosas "velas" colgando de la nariz que los chicos se quitaban directamente con la mano y las chicas con el reborde del vestido. Había también chicos con los pantalones abiertos en la bragueta para orinar más fácilmente, pantalones que claramente eran arreglos de "un difunto más grande" y que les daba a todos un aire de hombres sin crecer. De estas llegadas del coche tres recuerdos me llegan con más claridad.
Uno es el de las orquestinas que tocaban en las funciones del pueblo, el 16 de mayo, la Virgen de Nava, y el 27 de octubre, San Vicente, Santa Sabina y Santa Cristeta. Eso sí que era todo un acontecimiento. Mirábamos embobados la bajada del bombo y los instrumentos, en este caso de la baca, y les acompañábamos como un cortejo de cómicos de la legua al mesón del pueblo. En este autobús solían venir también los gaiteros que tocaban "La chospona" en la bajada de la Virgen a la ermita. Pero el ciego de Madrigalejo -que era el dulzainero- y su acompañante con el tamboril no tenían la parafernalia y el aquél seductor de los músicos de orquesta. Cuando llegábamos al mesón espiábamos desde el portón cómo subían los instrumentos y volvían a bajar para tomarse unos vinos. Nos parecía que su vida era una continua aventura de pueblo en pueblo conociendo chicas guapísimas y atrevidas con las que tenían unas historias de amor apasionadas. 23