Terapia Personal AutobiografĂa de:
Manuela SĂĄnchez Gomera
Terapia Personal AutobiografĂa de:
Manuela SĂĄnchez Gomera
INTRODUCCIÓN
L
a verdad es que hace tiempo que tenía ganas de dar rienda suelta y liberarme de algunas circunstancias y vivencias que han marcado mi vida profundamente. Supongo que esto le debe pasar a muchas personas, por eso cuando te das cuenta que el tiempo va pasando, necesitas hacerlo. Quieres quedarte con la parte buena de todas tus maravillosas experiencias, porque, sin duda, las hubo y, si es posible, olvidar cada día un poco más de las malas. Por eso decidí escribirlas, y no ha sido nada fácil volver a recordar toda mi vida, pero al final poco a poco, con mucho esfuerzo y voluntad, fui creando este libro. De ningún modo quiero molestar a nadie, pues fue así como yo lo viví y lo sentí y como su mismo título indica me ha servido de Terapia Personal, espero que pueda servirle también a mucha otra más gente cuando lo lea.
Manuela Sánchez Gomera
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Terapia Personal
N
ací en Madrid, en el año 1950, en el seno de una familia de clase humilde.
Mis padres se dedicaban al trabajo y venta de bisutería. Mi padre tenía un pequeño taller en casa, donde reparaba joyas de oro y de plata, aunque con lo que mi padre era un verdadero artesano era trabajando el metal; de sus manos salían auténticas preciosidades, las cuales, mi madre con mucho arte y el palique necesario, vendía por los pueblos de toda España. Mi madre llegó a conocer casi todas las provincias, porque cuando en Madrid la venta bajaba se tenía que marchar para otra provincia a vender; a veces se marchaba por un mes o dos y desde donde estaba nos mandaba los giros a casa. Ella se llevaba género para un tiempo, cuando se le terminaba, volvía. Nosotros, nos quedábamos con mi padre, era él quien nos cuidaba; mi padre nos peinaba, guisaba y bueno en definitiva, se ocupaba de nosotros en todo lo necesario. La primera casa que yo recuerdo, donde vivía con mis padres y mis tres hermanos, estaba en un pueblo precioso que se llama Caravaca de la Cruz en la provincia de Murcia. Aquí vienen a mi memoria mis primeros recuerdos. Por aquel entonces yo tenía cuatro años y recuerdo que lo que más me gustaba de aquella preciosa casita, era –7–
Manuela Sánchez Gomera unos vasares que había en una de las paredes de la cocinilla (digo cocinilla, porque la misma parecía de juguete). Recuerdo que cuando entraba el sol por la ventana de la pequeña cocinilla, aquellos vasos de colores brillaban tanto como la preciosa bisutería que hacía mi padre. También recuerdo que en la entrada a casa había dos paleras de higos chumbos, una a cada lado, parecían guardianes. Mis hermanos mayores, Diego y Manuel, siempre jugaban los dos juntos, y a mí no me dejaban jugar con ellos, me decían que yo no era un chico. ¡Yo no entendía por qué me decían aquello, mis hermanos! Tampoco podía jugar con mi hermana pequeña Teresa, porque era un bebé de meses. Menos mal que yo tenía a mi perro Barbas para jugar, era un buen perro y muy cariñoso, de raza pastor. Mi padre se lo encontró cuando sólo era un cachorro. Yo enseguida me hice dueña de é l. Recuerdo que cuando mi perro se cansaba de jugar, se metía debajo de las paleras, para que yo no le cogiese y… ¡claro como era muy lanudo, no se pinchaba! En cambio yo terminaba llena de pinchazos por todas partes y con una barraquera de aúpa. Por aquel entonces, yo estaba contenta y feliz, pero no sé por qué mis padres, un buen día, decidieron que nos fuésemos a vivir a Madrid, supongo que querrían una vida mejor para nosotros, pero nada más lejos de la realidad. Pues hay que ver lo mal que yo lo pasé cuando el camioncillo que alquilaron mis padres para marcharnos a Madrid, estaba en la puerta de casa, cargado con los cuatro muebles que teníamos. Mi perro se puso a ladrar porque –8–
Terapia Personal quería venirse con nosotros, pero no fue posible porque no cabía ni un alfiler, ¡íbamos como sardinas en escabeche! Aquel escabeche que luego tanto me gustaría, sobre todo su caldillo. Recuerdo que cuando llegamos a Madrid, todavía yo estaba lloriqueando por la pérdida de mi perro Barbas, la verdad es que estábamos muy unidos, hacía dos años que lo teníamos en casa y ¡claro el roce hace el cariño!, además era un buen amigo. Era de noche y hacía mucho frío (creo que tenía más frío de lo normal, seguro que por la pena que tenía). Yo pensaba: “Ahora ¿con quién jugaré? ¿Qué habrá sido de mi pobre Barbas?”. Mi padre me decía: “Bueno no te preocupes, que ya tendremos otro perro, y verás como entonces, no te acuerdas tanto de él”. A mí la opinión de mi padre no me convencía, pero bueno, era lo que había. Recuerdo que a mí aquella nueva casa no me gustaba lo más mínimo, no era tan bonita como nuestra casa de Caravaca de la Cruz, además no tenía agua, ni luz, ni retrete. La chabola toda ella era una sola habitación, una cortina la partía en dos y a un lado dormían mis padres, y al otro dormíamos mis hermanos y yo. ¡Qué casa tan fea! Como no teníamos luz, mi padre que era muy apañado, con un trozo de latón hizo un candil un poco grande y –9–
Manuela Sánchez Gomera allí metía unos terrones que llamaban carburo. ¡Vaya peste que hacía “aquello”! A mí me ponía dolor de cabeza. En fin aquí no íbamos a estar nada cómodos. Pero con todo y con esto, no tardé en acostumbrarme pronto al nuevo lugar, ¡qué remedio! También aquí había cosas buenas, una de ellas era aquel olorcillo mañanero, ¡qué olorcillo tan agradable y peculiar que salía de las casetas llamadas churrerías! No había comido nunca churros y la verdad es que estaban buenísimos. ¡Qué cosa tan rica!, ya siempre me gustarían. También estaba la señora Crece, que tenía un kiosquillo de golosinas y la verdad es que yo me divertía muchísimo cuando todas las mañanas los chiquillos, antes de entrar a la escuela, la llamaban a silbido limpio para que se levantase y les despachara unas golosinas, esto yo no me lo perdía ninguna mañana ¡Qué risa! Como yo no tenía que ir a la escuela, y no porque no quisiera, sino porque mis padres ya lo tenían previsto así, parecía que mi futuro sería el de chacha y punto. Recuerdo que la señora Crece, con los gritos y silbidos que pegaban los chiquillos, asomaba su despeinada cabeza por el minúsculo ventanuco de su chabola, y con los ojos tan legañosos que casi no los podía ni abrir, les decía con una voz que despertaba a un muerto: ¡Que ya va pesaos…! Yo no es que me riera de ella, es que aquello cada mañana era un verdadero circo, pero bueno en el fondo la – 10 –
Terapia Personal señora Crece era buena persona, aunque como casi todas las solteronas casi siempre estaba de mal humor. Este barrio era todo de chabolas, en Madrid había muchas, y aunque a mí nunca me ha importado que me llamasen chabolista en alguna ocasión, éste no era un buen lugar para criar a unos hijos, porque aquí había de todo lo que circulaba en aquella época… Cada mañana, cuando te levantabas, veías con curiosidad que había vecinos nuevos. La gente allí se hacía su chabola de noche; las hacían con maderas, cartones, trapos y todo lo que pillaban, eso sí, se las hacían cuando la Guardia Civil, que rondaba mucho por el barrio, no les veía. La cuestión era tener aunque fuese un techo a medias, digo a medias porque cuando llovía entraba el agua por todas partes. Menos mal que nuestra chabola era de piedra. A mí me daba mucha pena ver como los chiquillos, aunque fuesen pequeños, sacaban con latas el agua de sus chabolas porque llovía a mares. La verdad es que hay cosas que siempre te quedan en la retina y en la memoria. A veces aunque no quieras, pero sin querer recuerdas aquellas “imágenes”. Cuando llovía aquello era un charco enorme, te ponías hecho un asco, pero los chiquillos disfrutábamos de lo lindo, aunque tuviésemos barro hasta en las pestañas. A mí me gustaba el nombre tan gracioso que tenía el barrio, se llamaba y creo que todavía se llama así: El Pozo del tío Raimundo. – 11 –
Manuela Sánchez Gomera Un día eran las fiestas de San Isidro, por las calles apenas se podía caminar, mis padres y nosotros fuimos por casualidad a la feria. Recuerdo que una vecina del barrio vino con nosotros. La mujer tenía unos cuantos chiquillos, pero no recuerdo cuántos tenía. Yo estaba contenta porque ¡íbamos a la feria! En algún momento, de pronto, me solté de la mano de mi padre, y cuando me di cuenta que no me tenía cogida, me entró una desesperación tremenda, del mismo pánico que me entró, comencé a gritar, tanto como mi pequeña voz me permitía. Yo entonces tenía cinco años, esto lo recuerdo bien, estaba aterrorizada, gritaba y lloraba a la misma vez. De pronto sentí una mano que cogía la mía entre el bullicio de la gente, pero me di cuenta que no era la mano de mi padre, sin embargo sentí una voz al mismo tiempo que me decía: “No te asustes nena, ven conmigo que vamos a buscar a tu papá”, ésta era la única cosa que yo decía: mi papá, mi papá. Recuerdo que este señor era amable, y que me llevó a su kiosco que era una churrería. Yo no paraba de llorar con mucha congoja, aunque para comer churros la congoja no me estorbó lo más mínimo, ¡qué ricos estaban los churros de la feria! después de comerme no sé cuantos churros, dicen que me quedé dormida en una silla con cojín y todo. Que por cierto, recuerdo que me pinchaba el culo ese cojín que debía ser de paja, pero tampoco me estorbó para quedarme dormida, no me enteré de nada más. Cuando me desperté, mis padres estaban allí, según ellos andaban buscándome como locos por toda la feria. Siempre contaron que cuando me perdí, – 12 –
Terapia Personal mi pérdida fue anunciada por radio, por eso mis padres supieron donde encontrarme. Cuando llegaron mis padres a la churrería yo todavía estaba durmiendo como un tronco, aún recuerdo cuando escuché la voz de mi padre y cuando me cogió en brazos, estas cosas no se olvidan tan fácil. Por lo menos, yo gracias a Dios, esta corta aventura la recuerdo con bastante claridad y con churros incluidos, creo que desde entonces las ferias no han sido de mi agrado precisamente, aunque los riquísimos churros me encantan. Esto sería en el año 1955. En casa la familia aumentó, pues vino al mundo una niña preciosa, a la cual mis padres bautizaron con el nombre de María del Carmen. Yo estaba muy contenta y sobre todo lo estaba porque los chicos en casa ya no serían mayoría, aunque en un futuro lo de ser mayoría o no los chicos tampoco lo tendrían en cuenta mis padres a la hora de plantarme el delantal. Recuerdo que yo quería coger a mi hermana Carmen en brazos alguna vez y mi madre no me dejaba, me decía que yo era demasiado pequeña, y que la chiquilla se me podía caer de los brazos. Pero yo no pensaba lo mismo. Por eso un día que mi madre salió de casa no sé dónde yo aproveché para coger en brazos a mi hermana, que estaba llorando como una descosida. No me lo pensé y la cogí. Me costó callarla, pero al final lo conseguí. En aquel momento, mi madre entró en casa y al verme con la chiquilla en los brazos hasta creo que se alegró y todo. Me dijo: “Ya veo que sí que puedes con tu hermana, – 13 –