Tierras Llanas

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Tierras Llanas Miriam Conde EstĂŠvez



Índice

Capítulo

1 ....................................................................... 9

Capítulo

2 ..................................................................... 21

Capítulo

3 ..................................................................... 31

Capítulo

4 ..................................................................... 45

Capítulo

5 ..................................................................... 61

Capítulo

6 ..................................................................... 75

Capítulo

7 ..................................................................... 91

Capítulo

8 ..................................................................... 99

Capítulo

9 ................................................................... 115

Capítulo

10 ................................................................... 137

Capítulo

11 ................................................................... 143

Capítulo

12 ................................................................... 155

Capítulo

13 ................................................................... 161

Capítulo

14 ................................................................... 171


© Miriam Conde Estévez

Edita:

pasionporloslibros www.pasionporloslibros.es ISBN: 978-84-938822-2-8 Depósito Legal: V-1167-2011 Diseño: Mayte Pérez Sanchis


Alguien dijo alguna vez, que dejamos de existir en el momento en el que ya nadie nos recuerda. Yo me propuse no cometer el error de caer en el olvido. Miriam Conde EstĂŠvez



CAPÍTULO

1

A

quella mañana amaneció con un sol radiante. En el cielo, ni una sola nube enturbiaba los resplandecientes rayos de sol que vestían de dorado las tierras de Granada. El príncipe Boabdil contemplaba los verdes valles desde la única ventana que existía en la torre donde permanecía cautivo junto a su madre, la Sultana Aixa. Hacía varios meses que el Sultán Muley Hacén, Rey de Granada, los había encerrado en aquella torre de la Alhambra, haciéndoles prisioneros a fin de evitar que volvieran a conspirar contra él. Una suave brisa acarició su rostro. Boabdil inspiró profundamente el cálido aire mientras se regocijaba, observando la espléndida extensión de tierras llanas que dibujaban el paisaje. Desde aquella altura se podían apreciar las divisiones de los campos dibujados por los cultivos. Más allá un pequeño lago maquillaba el paisaje. En él, se reflejaban los árboles que lo bordeaban, dando la sensación de refrescarse en sus aguas. Año 1463 La esposa del Comendador había caído enferma y Cándida fue llamada al Castillo para cuidar de la pequeña Doña Isabel, hija de ambos. Tarea a la que no podía negarse por ser sierva de este, al igual que su familia y la Villa entera. Se despidió de su esposo Abel con tristeza, pues no sabía cuánto tiempo estarían separados. Sin embargo, el Comendador Don Sancho Jiménez de Solís no puso objeción a la petición de llevarse con ella a su único hijo Zares, que contaba con ocho años, apenas uno menos que la hija del Comendador. 9


La enfermedad de la Comendadora acabó prolongándose durante año y medio. Cándida, recordaba aquel periodo de tiempo como el más nostálgico de su vida, en el que ella y Abel tan sólo tenían ocasión de verse en la misa de los domingos, único motivo por el que el Comendador le permitía abandonar el Castillo y sus obligaciones. Cuando se reencontraban en esos breves momentos, Abel ansiaba besarla y abrazarla. Pero ante la puerta de la iglesia debían de guardar compostura y decencia. Así que se conformaban con recordarse el uno al otro lo mucho que se querían y añoraban. Abel, estrechaba entre sus brazos a su hijo y le revolvía el cabello con sus robustos dedos de campesino, mientras le encomendaba la tarea de cuidar de su madre durante el tiempo que él no podía estar a su lado. “Descuida padre” Respondía Zares con voz de monaguillo. “Cuido bien de ella, que ya soy un hombre”. Abel, sonrió. Sentía no poder tenerlos a su lado. Los días se los pasaba trabajando duramente en el campo y eso lo hacía más llevadero, pero al caer la noche y regresar taciturno a su vieja casa, se sentía solo. Era cuando más los echaba de menos, y pasaba las noches en vela pensando en ellos. –Lo sé hijo –decía– Sé que cuidas bien de tu madre. Cándida sonrió a su esposo. Ambos agarraron de la manita a Zares y los tres entraron a misa. Don Sancho Jiménez, pasaba la mayor parte del año fuera del Castillo debido a sus obligaciones militares, y la Comendadora guardaba cama permanentemente a causa de su enfermedad. Recluida en aquella fortaleza, la pequeña Isabel no tenía amigos con los que relacionarse, pues sus padres le tenían prohibido juntarse con los niños de la servidumbre, y desde que la Comendadora había caído enferma ni tan sólo recibían visitas. Don Sancho las había prohibido a petición de su esposa,que avergonzada por su demacrado aspecto, ni siquiera aceptaba ver a sus parientes. Pero el Comendador nunca estaba y la Comendadora jamás salía de sus aposentos, así que Cándida pensó que sería buena cosa para Zares e Isabel que compartieran juegos juntos. Isabel y Zares enseguida se hicieron inseparables. Juntos pasaban el día correteando libre y despreocupadamente por el Castillo y sus estancias. Zares era diferente al resto de niños que Isabel conocía. Nada tenía que ver con la actitud mimada y consentida de estos. Por el contrario, Zares 10


era aventurero y conformista. Aquella niña de enormes ojos color miel y cabello semi dorado, enseñaba entusiasmada todos los rincones de su Castillo a su nuevo amigo de ojos verdes y piel morena. Los sirvientes, debieron de acostumbrarse a las repentinas intromisiones de los chiquillos, que tan pronto irrumpían a trompicones en la cocina,donde Isabel requisaba dulces y galletas a su antojo, como trepaban a los árboles de los cuidados jardines del Castillo, y cuando el jardinero venía a increparles, descendían a toda prisa y salían a la carrera entre risas y bromas. Pasaron los meses y un día la Comendadora comenzó a sentirse algo mejor, sus damas la llevaron a su habitación del “Baño” donde la lavaron, peinaron y perfumaron. Isabel quiso aprovechar aquel instante para mostrar a Zares la hermosa alcoba de su madre. Pero Zares se detuvo justo antes de cruzar el umbral. –¿Qué te ocurre? –preguntó Isabel, que no comprendía el repentino reparo de Zares. –No sé si es buena idea… – dijo. –¡Vamos! –lo animó Isabel– No va a ocurrir nada. Zares la miró con recelo. Finalmente se dejó convencer y siguió a Isabel hasta el interior de los aposentos. Era crudo invierno y las chimeneas de todas las estancias permanecían constantemente encendidas. Zares se arrimó al fuego para tratar de templar sus huesos. Frotaba con fuerza sus manos y les echaba su aliento tibio mientras observaba asombrado la bella y amplia alcoba de la Comendadora. El aire helado de la tarde invernal se colaba por la única y delgada ventana que había. Sobre una mesita, cuatro velas a medio consumir iluminaban a duras penas la habitación. En el centro, el lecho de la Comendadora se elevaba por encima de los ojos de Zares. Cuatro mástiles sujetaban las gruesas cortinas de terciopelo rojo que lo guardaban en las noches más frías. A los pies de este, se hallaba un gran baúl de madera de cedro ricamente ornamentado. Isabel se acercó a él, lo abrió con cuidado y sacó un hermoso vestido azul. –Es mi preferido –le explicó la niña– Madre dice que un día será mío y lo luciré en la mejor fiesta que se celebre en la Villa, la de mi compromiso –le dijo orgullosa– Tú serás mi prometido –le aseguró la pequeña, mientras acercaba emocionada el vestido hasta donde restaba Zares, que intentaba controlar el castañeo de sus dientes junto a la enorme chimenea que caldeaba la alcoba. 11


Isabel, extendió con cuidado el vestido para mostrárselo. Pero el bajo de este cayó accidentalmente sobre las brasas de la chimenea y comenzó a arder rápidamente. El rostro de la chiquilla se contrajo al ahogar un grito de horror. Zares, sin detenerse a pensarlo, se apresuró a alcanzar la jarra de agua que la Comendadora tenía junto la cama y vació su contenido sobre el vestido, empapando también a Isabel, involuntariamente. Los dos enmudecieron por unos segundos en los que intentaron medir lo ocurrido. Zares contempló a su amiga. Estaba completamente empapada y había clavado sus ojos en él, sin comprender muy bien qué había sucedido. A Zares le divirtieron los mechones mojados que caían sobre su rostro y no pudo esconder una pícara sonrisa. –Estás completamente mojada –dijo De pronto, Isabel estalló en carcajadas a las que se sumó Zares. –¿Qué está sucediendo aquí? –bramó alguien. Los niños se voltearon a la vez. Junto al umbral contemplaron a una mujer pálida y huesuda, incapaz de tenerse en pie por sí sola. Era la Comendadora. Sus doncellas ya la habían adecentado y la sujetaban de los brazos para acompañarla hasta la cama. –Madre… –acertó a decir Isabel. La Comendadora echó una dura mirada al vestido chamuscado, que todavía sujetaba la niña entre sus manos. –¿Quién de vosotros dos es el responsable? –Preguntó furiosa,entre toses y ahogos. Zares miró a Isabel. Su rostro se había desencajado al ver la furia de su madre. Las lágrimas comenzaron a mojar sus sonrojadas mejillas. –Ha sido un accidente... –comenzó a decir Zares sin pensar en las consecuencias de aquellas palabras. –¡Azotadlo! –Exclamó la Comendadora sin más preámbulos. Zares e Isabel palidecieron. –Pero… madre. –Intentó intervenir la chiquilla. –¡Calla! –Le espetó la mujer–. Abandonad inmediatamente mi alcoba– Les ordenó con voz cansada mientras intentaba alcanzar la cama, apoyada en sus doncellas que, enmudecidas, lanzaron una fugaz mirada 12


de lástima a Zares. Sin atreverse a decir nada, tumbaron con cuidado a la Comendadora sobre su lecho y se esmeraron en acomodarla entre mullidos cojines. Antes de que a Zares le diera siquiera tiempo de abandonar por sus propios medios los aposentos de la Comendadora, dos hombres uniformados lo vinieron a buscar, lo alzaron por los brazos y lo arrastraron al patio de armas. Un tercer hombre cogió en brazos a Isabel. La niña intentó resistirse pataleando enérgicamente. Pero el hombre, ajeno a su rabieta, la llevó hasta su alcoba donde la encerró sin contemplaciones. –¡Madre! –clamaba entre sollozos. Pero nadie respondió a sus ruegos. Los lamentos de la compungida Cándida pudieron sentirse en cada pasillo y estancia del Castillo. Desde sus aposentos, Isabel escuchaba acongojada los terribles lloros de la madre de Zares, que imploraba sin cesar por su hijo. A los ojos de Isabel acudieron amargas lágrimas. Pese a las súplicas desesperadas de Cándida,a Zares le propinaron veinte azotes que le dejaron la espalda encarnecida. El pequeño aguantó el castigo con la dignidad propia de un siervo. Pero no pudo reprimir las lágrimas que resbalaron silenciosamente por su rostro. Cuando la varilla descargó sobre su espalda el último azote, Zares estaba casi desmayado a causa del agotamiento y el dolor. Cuando por fin se lo devolvieron a su madre, esta lo sostuvo entre sus brazos llorando con amargura, pues cada azote que desgarró la piel de su retoño, lo había sentido ella como suyo propio. Cándida tenía órdenes de cuidar a Doña Isabel, no podía negarse, así que continuó haciéndolo, aunque desde los azotes de Zares, ya no estaba igual de receptiva con la niña. La bañaba, vestía y peinaba con delicadeza, pero Isabel notaba que se había distanciado. La pequeña intentó acercarse a Cándida, se sentía culpable y no encontraba la forma de redimirse. Pero la madre de Zares no podía evitar hacerla responsable de lo ocurrido y su resentimiento afloraba cada vez que Isabel la miraba y sonreía tímidamente. Zares reposaba para curarse las heridas y Cándida no le dirigía la palabra, así que Isabel volvió a sentirse sola. La tristeza le pudo, y un día, mientras Cándida le cepillaba el largo cabello en la intimidad de su alcoba, rompió a llorar sin más. La mujer se la quedó mirando impasible durante unos segundos, 13


pero finalmente acabó compadeciéndose de la pequeña. Dejó con sosiego el cepillo sobre la mesita y sin decir nada, la cogió en brazos y se sentó en la cama con ella. –¿Puedo verlo? –pidió Isabel entre sollozos. Aunque con algo de recelo, Cándida accedió. Ambos chiquillos se echaban de menos y como Zares no cesaba de preguntar por ella,la mujer acabó cediendo. –Claro –respondió. Y meció a Isabel hasta que esta se quedó dormida en sus brazos. Al día siguiente, Cándida la llevó hasta la habitación de la servidumbre, donde Zares descansaba. Isabel entró despacio. El muchacho permanecía recostado boca abajo en su lecho de paja húmeda. Compartía la habitación con su madre y ocho sirvientes más. Isabel debió de acostumbrar sus ojos a la penumbra y su olfato al mal olor que emanaba de aquella reducida alcoba sin ventilación, antes de poder acercarse hasta donde reposaba Zares. En silencio, contempló apenada las heridas y moratones de su espalda. –Lo siento –dijo avergonzada cuando estuvo junto a él. –Ya no podrás ponerte tu vestido –respondió Zares, que se alegraba de verla. –No me importa –le aseguró Isabel. En el suelo, junto a la cama, había un plato con un ungüento que Cándida le aplicaba cada pocas horas para ayudar a cicatrizar. Isabel retiró con cuidado los paños que descansaban sobre la espalda de Zares, recogió con su dedito un poco de aquel ungüento que olía a vinagre, y se lo aplicó con cuidado. A los ojos de Isabel acudieron lágrimas de arrepentimiento. Volvió a colocar con suavidad los paños sobre la espalda de este, que se tragó un quejido, pero no pudo disimular en su rostro la mueca de dolor. Aquellas heridas le escocían como ortigas. Los siguientes días, Cándida permitió a Isabel ayudarle en las curas y cuidados de Zares. La chiquilla acudía puntualmente cada mañana y no se separaba de él hasta entrada la noche. Zares era fuerte y no tardó en recuperarse. Pronto él e Isabel volvieron a corretear juntos. Al cabo de un año, la salud de la Comendadora comenzó a mejo14


rar lenta pero progresivamente, y seis meses más tarde llegó el día en el que ya estuvo recuperada del todo. Cándida, que había rezado todas las noches durante aquel año y medio para que la Comendadora sanara cuanto antes y así poder regresar junto a su esposo, como tanto ansiaba, por fin fue enviada de vuelta con su hijo a su humilde hogar de siervos campesinos. En cambio, a pesar de que Zares echaba de menos a su padre, él e Isabel, sufrieron enormemente el día que tuvieron que separarse. Pero para su fortuna, Zares y ella pronto descubrieron que no dejarían de verse definitivamente. Cándida y su familia debían de regresar periódicamente para trabajar las tierras del Comendador. Zares se encargaba de ayudar a su padre en la tarea de extraer el jugo de aceite de las olivas. En la estación de recolecta, los campesinos se afanaban en recoger las olivas maduras de entre seis y ocho meses. Con ellas, llenaban pesados sacos que luego depositaban en animales de carga y carromatos, con los que las transportaban hasta el Castillo del Comendador, donde Abel, experto en el proceso desde niño, pues su padre también lo era, las trituraba en una almazara de piedra para extraer el preciado jugo de aceite. Mientras Zares era pequeño, Abel se encargaba de mover la pesada muela de piedra montada en el molino de la almazara. P ero con los años, este trabajo lo acabó heredando Zares, que sustituyó a su padre en esta ardua tarea. De pequeños, Isabel se las ingeniaba para inventar cualquier pretexto que le permitiera acercarse a Zares, aunque procuraba hacerlo con discreción, para no tener que llevarse la reprimenda de turno de sus exigentes padres. Privados de poder mostrar su amistad libremente, los niños decidieron ocultarla. Pronto aprendieron a comunicarse valiéndose tan sólo de disimuladas miradas e imperceptibles señales que sólo ellos dos comprendían. Utilizando este secreto lenguaje, se ponían de acuerdo para escabullirse de la vigilancia de sus padres. Juntos, escapaban a los campos de trigo que quedaban a medio camino entre el Castillo y la casa de Zares, donde la altura de los dorados tallos los ocultaban de la vista de los demás. 15


Agosto de 1474. Los años pasaron, y la amistad que desde un principio surgió entre Isabel y Zares, se convirtió, apenas sin percibirlo, en un fuerte sentimiento de amor y deseo. De pronto, cada vez que Zares se acercaba a ella, debía de esforzarse para contener sus ganas de besarla, de explorar su cuerpo y acariciar los esbeltos pechos que se adivinaban bajo el escote de su vestido. Isabel, sentía un hormigueo en el estómago cada vez que percibía la atracción que sentía él. Ya no podía concentrarse en sus ojos sin desear besar sus labios. Sus cuerpos habían cambiado y sus pensamientos también. Un día, sin más, Isabel acercó su boca a la de Zares y lo besó. Este, respondió estrechándola entre sus brazos, acariciando sus muslos por encima del brial. Con ese primer beso, comprendieron que se habían enamorado y el deseo, muy lejos de saciarse, acrecentó sus ganas. Pero Isabel frenó a Zares cuando entre caricias y besos, este intentó penetrarla. Zares rectificó y cesó en su avanzadilla. Conocía el temperamento del Comendador y sabía que si llegara a enterarse de que su hija había sido mancillada, descargaría su furia. También conocía a Isabel, y estaba seguro de que afrontaría cualquier castigo antes de descubrirlo. Zares había presenciado un par de ejecuciones impuestas por su Señor. Isabel era su hija, pero no creía que eso lo intimidara si se trataba de paliar su deshonra. Y si al final llegara a descubrir que él, un siervo, había sido el autor, con toda seguridad lo despellejaría antes de ahorcarlo ante toda la Villa. Un escalofrío recorrió su cuerpo al pensar en ello. –Está bien –respondió. Y volvió a besarla– Confía en mí. Zares, recorrió su cuerpo con acertadas y tiernas caricias. La muchacha comenzó a relajarse y a corresponderle de igual manera. Como él no podía entrar en ella, inventaron diferentes formas de darse placer. Con la lengua y besos prohibidos alcanzaban el éxtasis y con el cálido aire de sus alientos, culminaba su inagotable pasión. Las sombras del veraniego atardecer comenzaban a estrecharse y alargarse sobre el campo de trigo. Isabel, besaba las cicatrices de la espalda de Zares, rememorando los azotes que le dieron por su culpa cuando eran niños. –Si pudiera, te concedería la libertad –dijo la muchacha, mientras le acariciaba con las yemas de sus dedos su cuerpo desnudo. 16


–Tendría que nacer alguien que cambiara las leyes para poder hacerlo –respondió Zares mientras contemplaba el cielo que ya se había tornado del color del fuego. Isabel frunció el ceño, contrariada. –Podría casarme contigo igualmente si quisiera… –dejó caer. Zares besó su frente. –Sólo si renuncias a tu herencia y te conviertes en sierva, como yo –le recordó él– Tu padre nunca permitiría que viviéramos en sus tierras… de hecho, nos mataría a los dos antes de dejar que lo hicieras. Un largo silencio reinó entre ellos. De pronto, escucharon voces a lo lejos. Ambos dieron un respingo. Todavía desnudos, se ocultaron entre el trigo y agazapados, buscaron su procedencia. No muy lejos de donde se encontraban, atisbaron a tres jinetes que perseguían a un hombre,que corría atropelladamente delante de sus captores, desesperado por salvar la vida. Isabel frunció los labios, disgustada. –Padre… –susurró entre dientes al identificarlo en uno de los jinetes. Zares la miró, para luego volver su atención hacia la persecución. Los jinetes alcanzaron con sus caballos al hombre, que había tropezado cayendo al suelo. El Comendador y sus compañeros rodearon a aquel pobre mártir. Don Sancho, desmontó de su caballo, desenvainó su espada y atravesó con ella a su víctima, sin titubear. Isabel cerró los ojos, repugnada. Zares en cambio los mantuvo abiertos. Una ráfaga de viento sacudió los tallos de trigo que los rodeaban. El Comendador montó de nuevo en su caballo. Sus hombres y él se disponían a emprender la marcha de vuelta, cuando de pronto, Don Sancho se detuvo y dirigió una avispada mirada hacia donde se encontraban Zares e Isabel. Los muchachos aguantaron la respiración sin atreverse a hacer ningún movimiento que los delatara. Finalmente, el Comendador azotó a su caballo y los tres jinetes se alejaron de allí a la carrera. –Se marchan –anunció Zares al cabo de unos minutos. –¿Y el hombre al que perseguían? –preguntó Isabel. –Sigue ahí –respondió el muchacho– Creo que está muerto. Isabel agarró sus ropas precipitadamente y comenzó a vestirse. –¿Por qué mi padre tiene que ser tan soberbio? –bramó enfadada– Su Villa se muere de hambre y sed, y en cambio él sólo se preocupa de ir tras los moros. No hace más que empeorarlo todo. 17


Zares guardó un prudente silencio. Estaba de acuerdo con ella. Desde hacía meses la sequía estaba castigando las cosechas y el presagio no era nada alentador. Aquel año no podrían hacer frente al diezmo impuesto y le preocupaba la represalia que el Comendador pudiera tomar contra sus campesinos. Isabel y él habían hablado a menudo sobre ello. Zares le había explicado algunas ideas que se le habían ocurrido para sacar adelante la recolecta a pesar de la ausencia de lluvias. Por ejemplo adecuar los cultivos al tiempo de sequía que se cernía sobre ellos, sustituyendo los productos frutales, verduras, algodón u hortalizas que no llegaban a emerger, por otros de secano como los girasoles, el trigo, la vid o las legumbres. O potenciar la recogida de frutos secos. Almendras y nueces además de las olivas. Y construir canales que distribuyeran el agua de los ríos hasta los campos, y también reservas o embalses en previsión de otras futuras sequías que pudieran acecharles. Isabel le apoyaba. Amaba a Zares y a la Villa, y le preocupaba su situación tanto como a él. –No se da cuenta de que la pobreza de su Villa también es la suya –continuaba despotricando la hija del Comendador– Y cuando ya sea tarde, intentará paliarlo conviniendo mi lucrativo compromiso con algún adinerado noble que llene de nuevo sus arcas –se lamentó– Me obligará a casarme con quien él decida, sin preguntarme si me importa. Y entonces ¿Qué será de ti y de mí? Zares la miró. No conocía la respuesta a aquella pregunta. Odiaba no poder protegerla, odiaba ser siervo y odiaba al Comendador. Isabel, había intentado hablar con su padre. Intercediendo por los campesinos, le había sugerido las ideas de las que Zares le había hablado, aunque tuvo la prudencia de omitir su nombre. –¿Por qué defiendes tanto a los campesinos? –le reprochó Don Sancho. –¡No lo hago! –respondió Isabel– No se trata de eso. –Los moros nos atacan constantemente. Me paso el día combatiéndolos para proteger a mis siervos. Y lo único que les pido a cambio es que paguen puntualmente su diezmo –gruñó el Comendador. –¿Cómo queréis que lo hagan si no hay cultivos que recoger? –le recriminó Isabel– ¿Es que no entendéis que si la Villa empobrece, vos también lo haréis? Todos nosotros lo haremos. 18


–Construir reservas y canales de agua requiere una inversión que no podemos permitirnos –le rebatió el Comendador– Y la idea de sustituir una cosecha de temporada por otra de sequío… ¿Dónde se ha visto? –En el mes de mayo se han secado los tomates, las acelgas, las cebollas… no hay pimientos, berenjenas, calabazas ni patatas. Se ha maltrecho todo lo que los campesinos han cultivado. En lugar de perder tiempo y esfuerzo intentando inútilmente cultivar frutos que ni tan sólo llegan a brotar, es lógico pensar en cultivar productos de sequío en su lugar. Por lo menos estos darán frutos hasta que llegue el otoño –le explicó Isabel. –Te olvidas de que nosotros somos vasallos de sus majestades y de que tanto a ellos como a la iglesia también tenemos que pagarles el diezmo correspondiente –refutó el Comendador– únicamente con frutos de sequío no cubrimos el tributo. No me puedo permitir el lujo de perdonarles los impuestos a mis siervos. ¿Sabes lo que pasaría si nos retrasamos en el pago? ¿Tienes idea de cuánto cuesta mantener a un ejército? ¡Lo perderíamos todo! ¡El Rey nos lo quitaría todo! –Por lo menos perdonadles lo mínimo para sobrevivir –le pidió Isabel– Tienen hijos que alimentar. El Comendador comenzaba a hartarse de aquella discusión. –Precisamente porque la recolecta es escasa –le rebatió su padre– si les dejo a ellos su parte ¿Qué comeremos nosotros? –Nuestras despensas están llenas –le recordó Isabel– Si nos privamos de excesos podríamos pasar el año sin problemas. –¡Basta! –bramó Don Sancho– ¿Desde cuándo te has vuelto tan insolente y atrevida? ¿Qué pretendes? ¿Darme lecciones? ¿A mí? ¡No se gana nada favoreciendo a los andrajosos siervos! –Isabel se mordió el labio inferior para contenerse de decir lo que pensaba al respecto– ¡Si tanto te gustan los cerdos, dormirás con ellos! –gruñó enfurecido su padre. Don Sancho la castigó a pasar la noche en el establo. Pero a Isabel le dolía más su testarudez que la reprimenda. No había logrado hacerlo entrar en razones y lo que más le entristecía era no poder ayudar a Zares y al resto de campesinos. Las cosas se estaban poniendo cada vez más difíciles para ellos. Su Villa pasaba hambre y ella era incapaz de ampararlos. 19


El vaticinio de Isabel no tardó en hacerse realidad. Don Sancho Jiménez negoció el compromiso de su hija con un noble al que ella no había visto nunca. “Lo conozco yo y es suficiente”, respondió su padre cuando Isabel le sugirió verlo al menos una vez antes de la boda. En pocas semanas debería de casarse con un rico heredero que contribuiría a aumentar el capital de su progenitor, tal y como le correspondía a la hija de un Comendador. Los encuentros entre Zares y ella se vieron repentina y dolorosamente truncados. La noticia recorrió toda la Villa. Zares, no podía pensar en otra cosa. Pronto, el nuevo esposo de Isabel se la llevaría lejos de él, a las tierras de este y Zares ya nunca volvería a verla. Isabel lloró con desconsuelo su suerte. Zares por su parte,descargaba su furia y frustración en el duro trabajo del campo. Aquel noble que iba a desposarla, se creería en pleno derecho de poseerla. Tan sólo la idea de imaginarlo acariciando los recodos del cuerpo de Isabel, que él había recorrido antes con sus besos, le revolvía el estómago hasta hacerlo vomitar. No podía evitar torturarse imaginándolo tumbado sobre ella. Isabel temblaba al pensar en ello, asqueada.

20


CAPÍTULO

2

H

acía más de ciento oc henta días que no llovía en la Villa de Sain. Ni los más viejos recordaban una sequía tan duradera. Zares, hincó sus curtidos dedos en la tierra agrietada y observó con impotencia cómo esta al tocarla, se deshacía convirtiéndose en polv o en sus manos . Las patatas se habían podrido, las cebollas se habían secado y las legumbres ni tan sólo habían germinado . La estación del trigo y el maíz y a había pasado y hasta ese cultivo se había maltrecho a causa de la severa sequía que, no tan sólo se cebaba sobre los campos y sus frutos , sino también sobre los rebaños que morían de sed y de hambre al no tener hierba con qué pastar. Los propios aldeanos debían de caminar durante leguas, para poder llenar de agua sus botijos en el río más pró ximo, que todavía llevaba algo de agua en su caudal. Aunque últimamente, incluso esta comenzaba a escasear. Zares levantó la vista y miró hacia el cielo . El viento acarició sus mejillas sucias de polv o y sudor. Unas imponentes nubes que anunciaban tormenta se aproximaban en el horizonte desde el norte. –Demasiado tarde –se dijo– No podremos salvar la cosecha –se lamentó. Suspiró profundamente y pensó en Isabel. La ec haba de menos . Zares, contempló abatido los campos de agrietada tierra que se extendían hasta donde le alcanzaba la vista. Al anochecer, las nubes, arrastradas por el viento, se aposentaron sobre la Villa, ocultando las estrellas y la enrojecida e inmensa luna llena. 21


Las primeras gotas de lluvia no tardaron en caer y penetrar en la sedienta tierra de los campos de cultiv o, devolviéndolos poco a poco de nuev o a la vida. El agua inundó las viviendas a través de los deteriorados techos de las viejas casas de los lugareños, que se afanaban en almacenarla en cubos, botijos y tinajas. La Villa de Sain disponía de amplias tierras y pocos campesinos que las habitaran. Característica muy común en casi todas las Villas que se cedían a Comendadores Militares . A causa de la sequía, aquel año los siervos no habían logrado recaudar suficiente para cumplir con las tasas que debían al Comendador Don Sancho. En cuestión de semanas sus hombres v endrían a cobrarse el dinero y los frutos de la recolecta, pero ninguno de los aldeanos había sido capaz de poder reunir su parte. El campesino más afortunado todavía se podía permitir comer al menos una v ez al día. No era la suerte de Zares y su familia. Cándida, hacía v erdaderos esfuerzos para lograr poner algo de comida en la mesa y alimentar a sus cinco hijos y su esposo. Pero no siempre lo conseguía. Algunos días se mantenían a base de ensaladas de diente de león e infusiones que la mujer hacía con romero silvestre que recogía del campo. Aún así en tiempos de sequía incluso las infusiones eran un lujo. Zares y su padre hacían todo lo que podían pero ¿de qué manera se podía hacer frente a la sequía? Zares recordó que el año anterior sus v ecinos habían ocultado parte de la recolecta bajo tierra, con la esperanza de engañar a los recaudadores. Pero estos siempre venían con sus perros rastreadores que no tardaron en encontrar las provisiones escondidas. Después de ser acusados de robo y desatención de los impuestos, el Comendador condenó a la horca al padre de la desafortunada familia. Obligó a sus hijos y a su esposa a presenciarlo , y luego los expulsó de la Villa. Después, expropió sus tierras y se las cedió a una nueva familia. El Comendador se ensañó así, a fin de que aquello sirviera de escarmiento y adv ertencia al resto de sierv os campesinos que trabajaban sus tierras. Pese a todo, eran tiempos de guerras y saqueos constantes, y los aldeanos buscaban la protección de un Señor . Tanto era el miedo de la población, que los campesinos preferían pag ar incluso el precio de su libertad, a cambio de proteger de algún modo a sus familias, 22


y de la mejor forma que sabían hacerlo era poniéndose bajo el amparo de un Señor feudal que les ofreciera protección y los defendiera del ataque de un ejército enemigo. Pero ¿quién protegía a los campesinos de los propios Señores y sus abusos? Esa era la pregunta que constantemente se formulaba Zares, y para la que todavía no había hallado respuesta. Para que sus cuatro hermanos pudieran comer todos los días , sus padres y él debían de soportar jornadas alternas de ayuno . El mayor de sus hermanos, Efrén, de doce años , acababa de sobrevivir a una fuerte fiebre y se v eía débil todavía. La hermana que seguía a Efrén, Delia, de diez años , ayudaba a su madre en las tareas de la casa. La niña tenía divertidos ho yuelos en sus mejillas , igual que su madre, y un largo e indomable cabello que siempre andaba revuelto, como el de un espantapájaros. Albergaba un delicioso carácter juguetón, aunque despuntaba un aire mandón y autoritario . Sara, la penúltima, tenía cuatro años . Carecía de pudor y vergüenza alguna, y era la más despreocupada. Y Diego, el más pequeño de la familia y al que todos se esforzaban por proteger de su propia torpeza, apenas alcanzaba el año y y a comenzaba a dar sus primeros pasos y también sus primeros tropiezos. A pesar de que existía Abel, el cabeza de familia, Zares había asumido la responsabilidad de sacarlos adelante. El día de la recaudación no se hizo esperar. Cinco hombres de Don Sancho J iménez, montados en sus negros corceles y ataviados con camisas y capas de terciopelo negro, llamaron a la puerta de la familia de Zares. Todos en la casa se estremecieron, pues sabían quiénes eran y qué venían a buscar. Zares pudo escuchar los ladridos de sus nerviosos perros. –¡Ah de la casa! –Clamó uno de ellos , en tono hostil. –¿Quién los reclama? –Respondió el apesadumbrado Abel, mientras salía con aire cansado de su vieja casa para cumplir con la obligación de recibirlos. –Pedro de Urbí, el dezmero del Comendador y vuestro Señor Don Sancho Jiménez de Solís –respondió con firmeza el hombre de más edad. 23


Abel, conocía muy bien a P edro de Urbí. De niños , jugaban juntos con otros niños de la Villa. Pedro siempre se las ingeniaba para hacerle alguna mala jug arreta a Abel. Cuando los dos se hicieron may ores, sus vidas tomaron caminos muy distintos. Pedro de Urbí, educado en el seno de una tradicional y orgullosa familia de caballeros acabó por conv ertirse en uno de ellos , adquiriendo el carácter dominador y autoritario que los caracterizaba. Con el tiempo , logró conv ertirse en el hombre de mayor confianza de Don Sanc ho Jiménez. Don Pedro de Urbí era conocido en la Villa de Sain por sus toscos modales y su personalidad bruta. Su contundencia en las recaudaciones atemorizaba a todos los siervos de Don Sancho Jiménez, aunque a la v ez resultaba efectiv a. Pedro de Urbí era un hombre insensible y orgulloso, de constitución fuerte y arrogante. Ni siquiera su cabello cano lograba darle un aspecto dócil. –Don P edro… –Empezó a decir Abel, mientras observ aba de soslay o cómo los perros rastreaban el suelo–. Comprended que ha sido un año difícil… –¡Vuestro Señor viene a cobrar! –Exclamó el recaudador interrumpiendo tajantemente los lamentos de Abel. –Lo sé –respondió con humildad el padre de Zares–. P ero si os damos todo lo que tenemos ¿Cómo v oy a alimentar a mi familia? ¡Decidme! –¡Eso no me concierne viejo Abel! –Respondió irritado Don Pedro–. Dadnos lo que hemos v enido a buscar o entraremos a cogerlo nosotros mismos. Zares salió de la casa en cuanto escuc hó aquella amenaza, dispuesto a respaldar a su padre. –Si nuestro Señor mata de hambre a sus sierv os ¿Cómo pretende recaudar los impuestos el año próximo sin campesinos que cultiven sus tierras? –Exclamó Zares, furioso–. ¿Acaso no ve que sus siervos se mueren de hambre? ¿O hemos de suponer que no le importa? ¡Nos debe protección, maldita sea! –¡Sí! ¡Exacto! –Replicó el dezmero–. Vuestro Señor os debe protección, pero a cambio de unos impuestos que debéis de atender en su plazo ¡Ya está bien de tanta zalamería! 24


Aquellos cinco hombres no atendieron a razones . Desmontaron de sus caballos y desenfundaron sus armas sin más dilación. Abel se situó delante de la puerta de su vieja casa con la intención de impedirles el paso en un gesto desesperado , más instintivo que ev aluado. Don P edro de Urbí, un hombre grande acostumbrado a la luc ha, lo golpeó contundentemente en el rostro con la empuñadura de su arma, haciendo caer al pobre Abel de bruces al suelo . Zares hizo amén de v engar a su padre pero dos de aquellos hombres lo sujetaron fuertemente de ambos brazos, inmovilizándolo. Zares soltó un bramido de rabia e impotencia. P edro, apartó a Abel del umbral a puntapiés , e irrumpió en la casa seguido de otros dos de sus hombres. Efrén, intentó interponerse valientemente en el camino del dezmero , pero este le propinó tal manotazo que hizo que el chiquillo se golpeara con la mesa antes de caer al suelo cerca de donde estaba Abel, quien se acercó atropelladamente a su hijo para cerciorarse de que estaba bien. La pobre Cándida se había encogido en un rincón. Arropaba entre sus brazos al pequeño Diego. Delia y Sara, atemorizadas, trataban de esconderse de Pedro de Urbí, cobijándose bajo las faldas de su madre. Dos de aquellos hombres comenzaron a carg ar en sus carros todo lo que tenían Zares y su familia. –¡No, por favor! –Clamó de súbito Cándida que ya no pudo aguantar más en silencio–. ¡Os lo suplico! No os lo llev éis todo ¡Es lo único que nos queda! –Lágrimas de impotencia asomaron a sus ojos–. ¿Cómo voy a alimentar a mis hijos? ¡T ened piedad! ¡Os lo ruego! –Imploró acongojada. –¡Abel! Haz callar a tu esposa o tendré que hacerlo y o mismo – le advirtió Pedro. Abel se acercó a su esposa y la abrazó para intentar tranquilizarla. –Cálmate mujer , ya v erás, nos las arreglaremos –le aseguró– Siempre lo hemos hecho. Cándida no podía cesar el llanto. El escaso dinero y la pobre recolecta que habían logrado reunir con tanto esfuerzo a lo largo de aquel duro año, se lo estaban arrebatando en ese preciso instante ante sus propios ojos. 25


–¿Acaso vos no tenéis hijos? –Exclamó , deshaciéndose del abrazo de Abel y dirigiéndose a Don Pedro de Urbí–. ¿No sois capaces de entender entonces nuestra desesperación? –le espetó . – Cándida no sigas… –rogó Abel, temeroso de que Pedro de Urbí la emprendiera con ella. Pero ya era tarde. El recaudador , que estaba de pie en el centro de la estancia supervisando el trabajo de sus hombres , clavó en ese instante una dura mirada en la mujer . Después de unos segundos en los que pareció pensar en algo, se acercó al rincón donde estaban encogidos ella, Abel y sus tres hijos menores , y se acuclilló frente a ellos , lentamente. Acercó su rostro al de Cándida hasta que esta pudo sentir el agrio aliento de Pedro, quien la atravesó con sus pupilas de depredador. Cándida se encogió todavía más en los brazos de Abel, atemorizada. –No te atrevas a comparar a mis hijos con los tuyos, sucia campesina. –Le advirtió con desprecio, Pedro de Urbí. Zares, observaba impotente la escena desde el umbral de su casa mientras intentaba zafarse de los hombres que continuaban sujetándolo. –¡Claro! –Exclamó dirigiéndose al dezmero–. ¡Claro que son diferentes! ¡V os no tendréis que contemplar cómo se mueren de hambre! –Vociferó Zares escupiendo sus palabras con desprecio y rabia. Pedro de Urbí, desvió su atención hacia Zares , se incorporó v elozmente y se acercó a él, decidido a golpearlo por su atrevimiento . El muchacho lo miró a los ojos con desafío. El dezmero le aguantó la mirada. Pareció cambiar de idea y estalló en carcajadas, sorprendiendo incluso a los hombres que lo acompañaban. De pronto , dejó de reír y acercó sus labios al oído de Zares . –Puedes estar seguro de ello. –Le susurró. Cuando Pedro de Urbí y sus hombres se hicieron con todo lo que tenía la familia de Zares, se marcharon por donde habían venido. Poco a poco los hijos de Cándida se atrevieron a soltarse de su madre. Abel se incorporó y ayudó a su esposa a hacer lo propio . Zares, contemplaba la patética escena todavía desde el umbral de su casa. Observó a sus herma26


nos pequeños y reparó en lo extremadamente delg ados que estaban. Efrén, tosió en ese momento. –Si no hago algo para evitarlo, acabarán por enfermarse todos. –Se dijo furioso por no haber podido defenderlos . Volvió a mirar a su madre que andaba algo desnutrida. Reparó en su padre y en su viejo rostro golpeado por aquellos bastardos . Zares , salió a la carrera y se alejó de su hogar para no tener que verlos en aquel estado. Corrió sin rumbo y enfurecido a trav és de los campos hasta que el cansancio lo obligó a detenerse. P ero la fatig a no aplacó su ira. Aspirando todavía bocanadas de oxígeno, miró a su alrededor para orientarse. Se encontraba cerca de la casa de su amigo Jesús. Después de pensarlo por un momento, emprendió de nuevo la carrera en aquella dirección. Mientras recorría el camino que llev aba hasta su casa, Zares fue aclarando sus ideas. Cuando se encontró frente a la puerta, la golpeó enérgicamente con los nudillos . Jesús, el hijo may or de aquella familia, fue quien salió a recibirlo. Era un muchacho alto, de mandíbula y espaldas anchas, dos años mayor que Zares. –¿Han venido a recaudar? –le espetó en cuanto lo vio . –Sí. Esos malditos perros se han llevado lo poco que teníamos. ¡Nos han dejado en la estacada! ¿Con qué diablos nos v amos a alimentar ahora? –Se lamentó su amigo. –La situación se está haciendo insostenible. Mi familia pasa días enteros sin tener nada que comer –le dijo Zares . –La mía también –respondió Jesús. –Nuestros cultivos se han secado por completo –le explicó Zares . –Los nuestros ni tan sólo han germinado –respondió J esús–. La semilla se seca antes de dar su fruto . –¿Cómo vamos a sobrevivir? –Gruñó Zares. –¡Eso mismo me pregunto yo! –Respondió su amigo enfurecido. –El Comendador no quiere escuchar a su pueblo –se lamentó Zares– Es egocéntrico y arrogante. –No podemos continuar así –sentenció Jesús –Organizaremos un motín. –anunció decidido Zares– Hemos de 27


obligar a Don Sanc ho a que nos perdone los tributos , o al menos a que nos haga una rebaja o aplazamiento hasta que la mala rac ha haya pasado –propuso. Jesús le dio su apo yo incondicional y enardecido , se ofreció a ayudar a Zares para org anizarlo todo. Ya hacía meses que v enían hablando del tema. Zares pasaba casi todas las noc hes en su casa, debatiendo su situación. Ambos, emprendieron la tarea de llamar a las puertas de los campesinos. Todos ellos compartían la misma suerte. Si ni tan siquiera tenían para comer ¿Qué cosa peor podían perder? ¿Acaso sus vidas? De todas formas estaban condenados a morir de hambre. Unidos por la misma desgracia y desesperación, a Zares y a J esús no les resultó difícil convencerlos para que se sumaran al motín. En menos de una semana habían conseguido reunir a algo más de doscientos campesinos , armados con rudimentarias aunque bien afiladas herramientas de campo y dispuestos a dar sus vidas por la causa. Decidieron emprender su hazaña dos días después de la sonada boda de Doña Isabel de Solís. Todos en la Villa sabían de aquella celebración. Resultaba ser un gran acontecimiento y muc hos de ellos , incluidos sus mujeres e hijos , habían estado obligados bajo servidumbre a colaborar en los preparativos de la celebración, siguiendo las estrictas órdenes de Don Sancho de Solís y su esposa. Zares pensó que seguramente los invitados pasarían un par de noches en el Castillo, antes de regresar a sus hog ares. Era lo habitual. –Acudirán al desposorio todos los miembros militares de la familia del Comendador, entre otros nobles –recordó Zares a los campesinos que formaban el motín–. Actuar con premeditación es demasiado arriesgado pues estaríamos en clara y peligrosa desv entaja, peor armados y organizados que ellos , caballeros acostumbrados a la batalla. Nuestro ataque sorpresa tan sólo lograría desconcertarlos al principio , pero pronto se recompondrían y arremeterían contra nosotros sin compasión ni tregua. Hay que dar tiempo a los invitados para que regresen a sus casas y ya no representen un estorbo para nuestro acometido –aunque eran ciertas sus palabras e infundados su motivos para esperar hasta después de la boda, 28


lo que los campesinos no sospechaban, era que Zares, calladamente, pensaba también en poner a salv o a Isabel. Calculó que para entonces estaría lejos con su nuev o esposo y no correría peligro en el enfrentamiento–. Entonces acudiremos a su Castillo arma en mano y desprev enido y con la guardia baja ¡Le obligaremos a rebajar los impuestos! ¿Qué decís? –Preguntó enardecido Zares, instándoles a la lucha. –¡Sí! –Gritaron al unísono los campesinos–. ¡Sí!

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CAPÍTULO

3

Septiembre de 1474

L

a capilla del Castillo de Don Sancho Jiménez de Solís era estrecha y oscura. Albergaba un hermoso techo tallado a dos aguas que sujetaban cinco pilares enroscados. Era de una sola nave. Junto al altar, descansaban los antecesores del Comendador , en cuatro tumbas talladas en mármol blanco , bajo la inscripción de “La lucha por una tierra Santa no cesará hasta que el último infiel hay a caído bajo nuestras espadas”. “El nombre de los Jiménez de Solís, siempre será bendecido y reconocido por Dios”. En las paredes , seis huecos sostenían media docena de Santos y Vírgenes tallados cuidadosamente en elaborada madera de oliv o, y meticulosamente pintados y ornamentados . Las ropas de estos estaban bordadas en plata y sus aros celestiales eran de oro. La Comendadora tenía por costumbre acudir a rezar dos veces por semana y oblig aba a Isabel a acompañarle en sus oraciones . Solas , pasaban horas en aquella capilla, en la que únicamente se escuc haba el susurro de sus propios rezos y el mordisqueo incesante de las termitas, que provistas de un apetito inaudito para su tamaño , comían inagotablemente la vieja madera de las vig as, Vírgenes y Santos . Al finalizar las oraciones , Isabel y su madre besaban los pies de los Santos antes de abandonar la capilla. La muchacha se acercaba a ellos con algo de reparo , pues se v eían con claridad los minúsculos agujeros que dejaban las termitas en ellos . El suelo de sus altares , estaba permanentemente cubierto por una fina capa del serrín que las termi31


tas escupían. Isabel se santiguaba y procuraba rozar apenas con sus labios aquellas estatuas. El Castillo de Don Sancho, tenía los mismos siglos que la capilla. La Fortaleza había pertenecido a dos generaciones antes de que él la heredara. Los ornamentos de la fría y oscura capilla eran tan viejos y toscos como la antigüedad que los profería. Los invitados que la ocupaban permanecían sentados en sus gastados bancos de madera, otros, estaban de pie y apo yaban con disimulo sus espaldas en las frías y húmedas paredes. Todos miraban al sacerdote que impartía con ferv or y en un elaborado latín su sermón nupcial. Idioma que ninguno de los asistentes entendía, pero que todos ellos se esforzaban en fingir que comprendían, pues conocer el latín representaba poseer cierta distinción. Dominar la universal lengua, era un inestimable indicador de nobleza y cultura. Todos los allí presentes se consideraban dignos y bien acomodados y de vez en cuando se molestaban en asentir con la cabeza a las ininteligibles palabras que pronunciaba el sacerdote, a fin de afanarse en disimular su completa ignorancia. A pesar de ello , todos tenían en las estanterías de sus hogares una Biblia escrita en aquel idioma, que nunca habían leído ni pretendían hacerlo. Isabel de Solís permanecía arrodillada junto a su prometido, un prematuro viudo de treinta y cuatro primav eras. La jov en observ aba con nerviosismo al sacerdote, que parecía prolongar deliberadamente su sermón. Isabel calculó que su prometido era catorce años may or que ella, pero al parecer sus padres no vieron ningún problema en ello. La muchacha lucía un hermoso brial blanco bordado con motiv os florales en hilo de oro. En el escote, al igual que en los bajos y mangas del brial, resplandecían cientos de pequeños brillantes que habían sido cuidadosamente cosidos por cuatro sierv as de la Villa, que la propia esposa del Comendador había seleccionado personalmente por su fama de buenas costureras. Supervisadas por el atento y exigente ojo de la implacable Comendadora, estas sierv as trabajaron ininterrumpidamente en aquel primoroso vestido a lo largo de dos meses . Sesenta jornadas en las que aquellas mujeres vivieron en el Castillo , viéndose privadas de cuidar a 32


sus hijos y de ayudar a sus maridos en la dura y ardua tarea del campo . Las hermosas piedras que guarnecían el brial de la novia tenían un elocuente tono transparente, que brillaba sugerentemente bajo la tenue luz que se colaba discretamente a través de los estrechos ventanales que iluminaban la capilla. Un sencillo cinturón dorado colg aba de las caderas de Isabel. Como único tocado , una fina diadema de oro con diminutos rubíes rojos que resaltaba en sus cabellos semi dorados . En su delg ada muñeca lucía una fina pulsera también de oro . Los dedos de la mano derecha estaban desnudos, pues ningún otro anillo debía hacer sombra a la hermosa alianza de boda, excepto el de compromiso , un voluminoso aro dorado con dos pequeños zafiros incrustados , que resplandecían en su mano izquierda. Isabel tenía los párpados hinchados y los ojos sonrojados. Había estado llorando amarg amente la noc he anterior , pero ninguno de los invitados pareció prestar importancia a aquel detalle, a excepción de su madre, que horas antes de la boda, no se reprimió en recriminarla mientras supervisaba con ojo de lince el trabajo que desempeñaban las doncellas que vestían y acicalaban a Isabel. –¡Ninguna mujer de mi familia ha dramatizado el día de su boda, Isabel! –Bramaba enojada la Comendadora, mientras recorría nerviosa y a grandes zancadas los aposentos de esta–. Y tú no serás la primera –le advirtió–. Llevarás con honra tus apellidos y cumplirás con tu deber sin abochornarnos –le exigió impasible. Isabel asentía en silencio e intentaba trag arse el sollozo que oprimía su garganta. Compungida, contemplaba a sus doncellas a trav és del espejo, que se afanaban en ponerle las sortijas. Para calmarse y cumplir con las expectativas de su madre, imaginó que era Zares quien la esperaba en el altar. Lo imaginó vestido como un príncipe, con una capa verde a juego con sus ojos . Imaginó que él la cogía suav emente de la mano y la conducía hasta el sacerdote, quien con un brazo extendido sobre sus cabezas les ordenaba postrarse ante él. Soñó despierta que sería Zares quien la besaría apasionadamente aquella noche y que ella se entregaría completamente a él por primera vez, como tantas veces había deseado. 33


Pero de pronto abría los ojos y todo aquel cuento de hadas se esfumaba de un soplido. El hombre que restaba arrodillado a su izquierda era un desconocido para ella. Por un momento le invadieron unas ganas incontenibles de ec har a correr . Huir de aquella capilla ¡Lejos! Donde nadie pudiera encontrarla. P ero luego , resignada, se daba cuenta de que las cosas habían sido siempre así y pensar que para ella y Zares podrían ser distintas era una estupidez. Isabel prestó de nuev o atención al sacerdote, que después de enumerar los siete pecados capitales y recrearse en el tormento de María Magdalena, con el que recalcó la naturaleza impura y pecaminosa de las mujeres y la necesidad vital de purificar sus almas mediante estrictas confesiones y plegarias de autoculpabilidad, decidió que ya era hora de centrarse en la unión de aquellos dos infelices que hacía cerca de una hora hincaban sus doloridas rodillas en el suelo . Comenzó el sacerdote con los votos. Hizo beber el vino del cáliz a los novios, consagrándoles la sangre de J esucristo, luego hizo lo propio con un trozo de pan, para entregarles su cuerpo . Dibujó una cruz en las frentes de los novios con su pulgar mojado en agua bendita y acto seguido les formuló la ansiada pregunta, esta vez en castellano, para que todos pudieran entenderlo. Los invitados que habían comenzado a distraerse, de pronto v olvieron a prestar atención a la ceremonia. El sacerdote cogió de encima de un cojín una de las alianzas y la bendijo . Seguidamente se la entregó a Isabel. El novio extendió su mano e Isabel hizo amén de introducir el anillo en el dedo anular de su diestra. Las manos le temblaban y temió que se le cayera la alianza. –Isabel de Solís –comenzó a decir el sacerdote solemnemente– hija de Don Sancho Jiménez de Solís, Comendador de la Villa de Sain y Doña Cecilia de Solís, esposa de este. ¿Aceptas desposarte con Don Alberto de Hinojosa y de la Villa de Latusa, hijo de Don Almenso de Hinojosa, Señor de la Villa de Latusa y Doña Estela de Hinojosa, esposa de este, bajo el juramento de que le serás fiel hasta que la muerte os separe, y cuidarás y amarás, consintiendo con pleno conocimiento de causa este desposorio? Isabel no pudo disimular el escepticismo en su rostro . ¿En pleno 34


consentimiento decía? ¿Es que no estaba claro que ella no consentía en absoluto el matrimonio de conveniencia que sus padres le habían impuesto? –Dios reparte a su manera y sus motiv os tendrá –solía decirle su madre– fíjate en los siervos, pobres infelices que se ven obligados a despellejarse las manos para servirnos. Siempre ha sido así. Nosotros en cambio, somos ricos y para seguir siéndolo debemos desposarnos con quien más le convenga a nuestro capital. El amor no tiene nada que v er con nuestros asuntos matrimoniales Isabel. Especialmente en el caso de las mujeres. Ya va siendo hora de que aprendas a vivir con ello –le recriminaba la Comendadora cuando Isabel se quejaba y maldecía su desgraciado compromiso. Ella no quería olvidar a Zares ni ignorar lo que secretamente sentía por él. Estaba segura de que su madre jamás había alcanzado a querer a su padre de la manera en la que ella quería a aquel siervo. Y la compadecía por ello. Un expectante silencio se había apoderado de la capilla. –Sí, acepto –respondió la novia en un susurro , mientras introducía el anillo en el dedo del novio . El pastor cogió del mismo cojín la otra alianza y se la entregó al novio después de bendecirla. –Don Alberto de Hinojosa –prosiguió el pastor–. Hijo de Don Almenso de Hinojosa, Señor de la Villa de Latusa y Doña Estela de Hinojosa, esposa de este ¿Aceptas a Isabel de Solís y de la Villa de Sain, hija de Don Sancho Jiménez de Solís, Comendador de la Villa de Sain y Doña Cecilia de Solís , esposa de este, bajo el juramento de que le serás fiel hasta que la muerte os separe, y cuidarás y amarás, consintiendo con pleno conocimiento de causa este desposorio? Don Alberto miró a su futura esposa con apremio . –Sí, acepto –respondió alto y claro a la v ez que introducía el anillo en el delgado dedo de Isabel. Don Alberto no pudo evitar mirar con lascivia el esbelto busto de su prometida. Isabel se volvió de nuevo hacia el sacerdote, incómoda y molesta. Su madre clavó una dura mirada en ella. –En ese caso, por los poderes que se me otorgan como sacerdote de 35


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