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Meditaciones del corazón traspasado
Cada Viernes Santo, no sólo se trata de la cruz que carga cada uno bajo su túnica, sino de la que le asocia a todos sus hermanos. San Francisco nos exhortaba a descubrir en esa cruz nuestra gloria y nuestra alegría, pero cuánto cuesta asociarse a ella, la particular y la del prójimo. Cuánto duele y cuestiona contemplar crucificado el espectáculo del mundo sin caer en la noche, en la oscuridad del alma que busca respuestas y de pronto no ve, no comprende. De pronto no sabe y se siente acorralada. Se trata de esos momentos en los que bien puede acudir a nuestros labios la invocación del salmo: ¿Hasta cuándo, Señor, seguirás olvidándome? ¿Hasta cuándo me esconderás tu rostro? ¿Hasta cuándo tendrá que soportar turbación mi alma y dolor mi corazón durante todo el día? Mírame y escúchame, Señor, Dios mío. Da luz a mis ojos para que no me duerma en la muerte y mi enemigo no pueda decir nunca: Le he podido. Sin embargo, San Juan de la Cruz nos lo advierte: será buen síntoma llegar a ese estado nocturno. Será buen síntoma que nosotros vivamos la estación de penitencia “no sabiendo, toda ciencia trascendiendo”. O ―como nos pedía Ignacio de Loyola― abandonados a la confianza de quien queda “sabiamente ignorante”; de quien cierra los ojos del entendimiento ―párpados caídos del Señor de la Redención― y simplemente
se abandona, sencillamente SE ADENTRA convertido en “llama de amor viva” en el Amor con mayúsculas, ése que procesionamos alzado en la Cruz. Será allí ―en la Cruz― donde se nos ofrezca la oportunidad de marchar nosotros con y en Él dormidos, entrañados, adentrados: “entrados más adentro en la espesura...” *** ¿Qué manantial refluye hacia su origen, en busca siempre de las pupilas de la Virgen de los Dolores? ¿Qué venero en ellas se recoge, reconoce, concentra y perfecciona? Contemplo sus pupilas. De pronto, veo en ellas redondeados el siglo y el minuto, el devenir y la pausa, el nombre y el silencio. Veo. Veo nuestros rostros en sus pupilas. Los de nuestros fieles difuntos. Los de hombres y mujeres que aún están por venir, pero andan ya en camino, están ya en ruta, confluyen ya hacia sus ojos y ―en su brillo― cobran vida aun antes de que nosotros la tengamos delante. Es nuestro eterno Viernes de Dolores, ése por el que la Archicofradía alienta, se cumple y perfecciona. Nuestras faltas, nuestras culpas, nuestros errores quedan absueltos, en milagro de corazón traspasado y latiente. De corazón que no puede detenerse por el fuego que lo inflama y en él ―en ese fuego―