No nos pudieron

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No nos pudieron (Resistencia con humor en la cárcel de la dictadura)

Mendoza 2021


No nos pudieron (Resistencia con humos en la cárcel de la dictadura) / Ricardo D’Amico Fornes… (et al.). – 1ª ed. – Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Acercándonos Editorial, 2021. 180 p. ; 210 x 15 cm. ISBN 978-987-4400-71-0 1. Narrativa Humorística Argentina. 2. Dictadura Militar. 3. Encarcelamiento. I. D’Amico Fornes, Ricardo. CDD A867

Acercándonos Ediciones Web: www.acercandonoscultura.com.ar Facebook: Acercándonos Cultura Instagram: Acercándonos Cultura Twitter: @mcacercandonos Youtube: AcercándonosCultura WhatsApp: 11 6011-0453 Canal de Telegram: t.me/ acercandonoscultura Conocé nuestra plataforma de libros digitales www.libros.acercandonoscultura.com.ar Rondeau 1651,1 Piso, CABA. Primera edición de 150 ejemplares, marzo de 2021. Acercándonos Ediciones es propiedad de Cooperativa de Trabajo Comunidad Limitada Acercándonos Ediciones es propiedad de Cooperativa de Trabajo Comunidad Limitada. Hacemos libros soñando un mundo mejor… Ojalá que este ejemplar colabore a ese fin. Diseño de tapas, textos e ilustraciones: Daniel Ubertone Diseño gráfico digital y offsett: Pedro Torres (Fatiga) Correcciones y revisión general: Viviana Carullo, Alicia Peña, Pilar Piñeyrúa Equipo de Prensa y Difusión: Laura Rodríguez, Julia López, Paula Ferreyra


Ni podrán Hugo Cachorro Godoy Secretario General de ATE Nacional y CTA Autónoma

Es una enorme satisfacción, como ex preso político, reencontrarme con muchos compañeros de Mendoza que han tenido esta saludable iniciativa de recuperar la memoria de los tiempos de resistencia en las cárceles de la dictadura. Y es muy acertado el título porque día a día se confirma que no nos pudieron; que, tras salir del encierro, cada uno de ellos, desde distintos lugares, han sido protagonistas de esa búsqueda de nuevos horizontes para la sociedad en que vivimos. O, dicho de otra manera, siguieron en la misma. Quiero destacar que este libro tiene, entre otros, el valor de recuperar la alegría y el humor...aun en los momentos más difíciles, más duros, más trágicos. No tengo ninguna duda de que el humor negro es una extraordinaria válvula para defenderse, para canalizar las energías interiores y enfrentar esas circunstancias trágicas. De la misma manera, valoro la convicción y la decisión con que afrontaron esa etapa de sus vidas siguiendo el espíritu del escritor checoslovaco, Julius Fucík, quien en su libro Reportaje al pie del patíbulo decía: «Con alegría vivo, con alegría hago la revolución, con alegría muero enfrentando a las tropas invasoras nazis». Como no recordar ese libro que nuestros familiares hacían entrar camuflado a los penales, cambiándole la tapa para que sortearan la requisa. Ese y otros tantos que eran de lectura obligatoria para retemplar nuestras convicciones. Algo tan necesario a la hora de dar la lucha cotidiana contra los carceleros. Porque de eso se trataba la resistencia en las cárceles: de luchar con alegría, con satisfacción y con la conciencia de que éramos parte de un pue-


blo que no se resignaba a que la dictadura se apropiara de nuestras vidas. Volcar sus testimonios de lucha en un libro –con historias similares a las que ocurrieron en las distintas cárceles como Unidad 9, Devoto, Coronda, Caseros o Rawson, para citar a algunas– es un acto que permite dar a conocer esas luchas y recuperar la memoria. No solamente como una reafirmación individual o grupal, sino también por la necesidad que tiene nuestra sociedad de recuperar esas historias y contagiarse de esas luchas. El lanzamiento de esta segunda edición –la primera se agotó rápidamente– está demostrando que, en estos tiempos tan difíciles, la sociedad necesita reafirmarse en prácticas, resistencias y luchas como estas que nos permiten forjar los valores que hoy tanto necesitamos. Ya sea en épocas tan oscuras como durante el genocidio, o en estos años de democracias restringidas y de crisis humanitarias, necesitamos reafirmarnos en esos valores para alcanzar la victoria. Por todo esto, con enorme alegría, desde ATE acompañamos y saludamos esta nueva edición y alentamos su difusión convencidos de que es una herramienta inapreciable para las nuevas generaciones. Más aún en estos tiempos de rebelión de pueblos como Colombia, Chile y Bolivia, protagonizada fundamentalmente por jóvenes –como lo éramos nosotros– que están diciendo basta a tantas defraudaciones, dolores, vejaciones y explotaciones. Porque no hay en las historias de los pueblos derrotas que inviten a la resignación. Al contrario, lo que hacen es alimentar la esperanza de construir nuevos horizontes. Que este No nos pudieron pueda seguir alimentando ese espíritu, esa savia revolucionaria que late en las nuevas generaciones y que no deja de fluir en nuestros pueblos.


Prólogo a la 2.a edición Avelino

Gracias al impacto producido por la primera edición de No nos pudieron, con más de 1500 asistentes a la presentación virtual y el agotamiento inmediato de los ejemplares en papel, además de cientos de pedidos por parte de potenciales lectores que aspiran a tener el suyo, hemos resuelto emprender esta segunda edición, auspiciada por la Asociación de Trabajadores del Estado (ATE) a quienes agradecemos tan importante apoyo y muy especialmente a nuestro querido compañero Hugo Cachorro Godoy, secretario general de ATE Nacional, con quien compartimos la cárcel de la dictadura. Somos un grupo de ex presos políticos de la cárcel de Mendoza, que nos hemos propuesto relatar parte de nuestra experiencia como sobrevivientes del terrorismo de estado ejercido por la última dictadura cívico militar, para que permanezca en la memoria colectiva de nuestra sociedad y sirva de experiencia para las nuevas generaciones de luchadores sociales y políticos. Buscamos dar a conocer, en la voz de sus propios protagonistas, como fue atravesar por aquellas contingencias conservando la entereza, el valor y también el sentido del humor. Esta fue una de nuestras principales claves para sostenernos en los peores momentos y salir tan íntegros como cuando fuimos apresados y así poder seguir aportando a la lucha por la definitiva emancipación de nuestra Argentina. Siempre encontrábamos la manera de reírnos de todo cuanto nos pasaba, en todo momento alguno de nuestros compañeros descubría el lado cómico de toda situación y los demás acompañábamos festejando las ocurrencias y bromas que desataban la risa sanadora y operaban como descarga de la bronca y el dolor. Dedicamos esta segunda edición a todos los compañeros que ya no están con nosotros físicamente, pero permanecen en nuestro recuerdo emocionado porque son vigencia viva e inspiración para continuar nuestro camino con sus hermosos e inolvidables ejemplos de vida.



Prólogo a la 1.a edición Avelino

No nos pudieron. ¡Sí! No nos pudieron ¡y vaya si lo intentaron! Recurrieron a todas sus herramientas, a toda su perversidad y a todo su aparato. Sin embargo, nosotros, porfiados mendocinos, junto a miles de argentinos, hijos simples de nuestro pueblo, resistimos a todos sus intentos. Hemos sobrevivido. Es lo que nos tocó en la ruleta represiva. No le buscamos una explicación lógica porque no la tiene. No sirve el sentido común ni la razón para comprender los actos crueles de la peor dictadura que tuvo nuestro país. O sea que cualquiera de nosotros, los sobrevivientes, pudo correr la misma suerte que la de los asesinados o de los desaparecidos. Que seamos nosotros quienes ahora, más de cuarenta años después, estemos presentando este libro a las nuevas y viejas generaciones, es pura casualidad. Conscientes de la gran responsabilidad que la condición de sobrevivientes nos impone, queremos dar testimonio con nuestro relato de lo que nos tocó vivir, para que se conozca, en la voz de los propios protagonistas, parte de la historia de los presos políticos de la cárcel de Mendoza (Argentina). Para nosotros, los autores de No nos pudieron, resulta un imperativo que no se pierda nada de lo que pueda ser útil a la memoria histórica de nuestro pueblo. Por eso, queremos recuperar para esa memoria colectiva, parte de la experiencia vivida por los presos políticos de la cárcel de Mendoza y compartida con los compañeros que aún quedan de nuestra generación. Ponemos el énfasis en la solidaridad, la unión y el humor, ya que a nuestro entender fueron tres virtudes que caracterizaron nuestra convivencia y, a la vez, coadyuvaron para que al final


pudiéramos salir en libertad mayoritariamente íntegros, derrotando en este aspecto a nuestros enemigos cuyo propósito era destruirnos. El humor ocupa muchos momentos de nuestros relatos, aunque este no es un libro de humor. No podría serlo, pero lo cierto es que los presos políticos de Mendoza tuvimos en el sentido del humor uno de los mejores aliados para nuestra supervivencia y nuestra salud mental y emocional, dicho de una manera llana: «nos cagamos de risa de todo cuanto nos ocurría». Eso estaba ya en nuestra naturaleza, pero al tomar conciencia clara de la importancia que ello tenía, elevamos el humor al rango institucional de nuestras herramientas organizativas y políticas. Así fue como nació El Fideo Moñito, una publicación de y para los presos políticos, destinada a reírnos de nosotros mismos, aunque no hubiera motivo. Bueno sí, a veces los había y a montones. También surgieron las clases y los pequeños actos teatrales (arte muy provechoso en la formación de todo ser humano). Tenían la intención de divertirnos, de provocar las risas y las carcajadas sanadoras. Y como último ejemplo de los muchos que podría dar elijo este: en el ala que me tocó durante mi estadía en el pabellón once, formamos para el seguimiento de todas estas actividades recreativas, un órgano al que denominamos Comité de joda, con representantes de las tres fuerzas revolucionarias allí presentes, Montoneros, ERP y OCPO, tal fue la importancia que le dimos. Ya no están muchos de nuestros compañeros, a quienes recordamos con el mayor de los cariños. Y en homenaje a ellos y a todos los caídos en la larga gesta emancipadora de nuestro pueblo, presentamos este modesto relato que hemos titulado No nos pudieron (Resistencia con humor en la cárcel de la dictadura). Es un aporte para que siga habiendo


Memoria y queda abierto para que sea enriquecido con otros testimonios y recuerdos. La idea es recuperar para la memoria colectiva, la experiencia vivida por los presos políticos de la cárcel de Mendoza; compartirla con los compañeros que aún quedan de nuestra generación y fundamentalmente para las nuevas y futuras generaciones. Ponemos el énfasis en la solidaridad, la unión y el humor, que a nuestro entender fueron tres virtudes que caracterizaron nuestra convivencia. Y a la vez coadyuvaron para que al final pudiéramos salir mayoritariamente íntegros y derrotamos en este aspecto a nuestros enemigos cuyo propósito era destruirnos. Estuvimos masticando este proyecto desde hace algún tiempo y hemos escrito parte de él: relatos parciales, experiencias individuales y grupales; notas relacionadas con los medios recreativos que nos dábamos como la revista El Fideo Moñito y las piezas teatrales, o sobre las contingencias vividas como el traslado en el Hércules a La Plata, etc. Para que no se pierda nada de lo que puede aportar a la memoria histórica, le queremos dar un formato de elaboración en movimiento y con aportes colectivos. Si bien el propósito es culminar en una obra única, estamos pensando que su construcción y publicación en etapas, mediante entregas periódicas permitirá incorporar los aportes de más compañeros, sin demorar la salida de lo que ya pueda estar terminado. El significado que tratamos de darle es como, en situaciones límite, se encuentran oportunas salidas humanas, ante el riesgo de la locura.


Sobre el mal absoluto1 Daniel Ubertone

En su libro Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal, Hannah Arendt acuñó el concepto de «banalidad del mal» para caracterizar una forma de perversidad que no se ajustaba a los patrones con que nuestra tradición cultural ha tratado de representarse la maldad humana. Polemizando con Gersholm Scholem –quien le reprochó haber defendido aquí una tesis contradictoria con el análisis desarrollado en su obra anterior Los orígenes del totalitarismo– Arendt le reconoció haber rectificado de opinión: Ahora estoy convencida de que el mal nunca puede ser «radical», sino únicamente extremo, y que no posee profundidad ni tampoco ninguna dimensión demoníaca. Puede extenderse sobre el mundo entero y echarlo a perder precisamente porque es un hongo que invade las superficies. Y «desafía el pensamiento», tal como dije, porque el pensamiento intenta alcanzar cierta profundidad, ir a la raíz, pero cuando trata con la cuestión del mal esa intención se ve frustrada, porque no hay nada. Esa es su «banalidad». Solamente el bien tiene profundidad y puede ser radical.2

La expresión «mal radical» remite a Kant, quien la introdujo en su obra La religión dentro de los límites de la mera razón para referirse a una propensión de la voluntad a desatender los imperativos morales de la razón. La propia Arendt aludía expresamente 1Este

texto estuvo incluido en el testimonio brindado por su autor, Daniel Ubertone, el 2 de junio 2015, en la Audiencia 83 de la Megacausa, IV Juicio por Delitos de Lesa Humanidad Mendoza. 2Arendt,

Hannah. Eichmann en Jerusalén: la banalidad del mal. Buenos Aires, Ediciones Debolsillo, 2013.


a Kant en la segunda edición revisada de Los orígenes del totalitarismo: Es inherente a toda nuestra tradición filosófica el que no podamos concebir un «mal radical», y ello es cierto tanto para la teología cristiana, que concibió incluso para el mismo demonio un origen celestial, como para Kant, el único filósofo que, en término que acuñó para este fin, debió haber sospechado al menos la existencia de este mal, aunque inmediatamente lo racionalizó en el concepto de una «mala voluntad pervertida», que podía ser explicada por motivos comprensibles.3

Arendt emplea aquí la expresión «mal radical» para referirse a los crímenes perpetrados en los campos de concentración nazis. Aunque no explica en qué consiste la radicalidad de ese mal, sitúa su especificidad en que era «anteriormente desconocido para nosotros» y en que es «un mal absolutamente incastigable e imperdonable que ya no puede ser comprendido ni explicado por los motivos malignos del interés propio, la sordidez, el resentimiento, el ansia de poder y la cobardía». En todo caso, al referirse a Kant, insinúa una discrepancia importante: mientras que el mal radical designa en Kant una perversión que podemos entender por referencia a motivos, el mal radical al que Arendt se refiere no es racionalizable. Tal vez el mal absoluto pueda comprender todos los motivos enumerados por Arendt en una suma cero, de maldad pura, amorfa y total. Los centros de detención clandestina son en Argentina el equivalente nacional de los campos de exterminio nazi, ambos disfrazando el mal absoluto en una cruzada y en una ideología. Banales los represores, torturadores y asesinos. La picana en una mano y la pasión futbolera del Mundial 78 en sus bocas. 3Arendt,

Hannah. Los orígenes del totalitarismo. Alianza Editorial.


Todos los propósitos enmascaran a la maldad absoluta. Banal es la inocencia o culpabilidad de supuestos delitos de subversión. Banal e irrelevante. Torturar niños para que sus padres confiesen es la negación de la esencia misma del ser humano. Se cosifica al más indefenso, que representa al futuro de la humanidad, para obtener una delación. El mal absoluto es la negación de la humanidad; el mal absoluto es la negación, el pecado de Satanás. El mal absoluto niega todo lo referido a la persona humana y su dignidad. El desaparecido es la negación vergonzante del ser humano. No está vivo, no está muerto, está desaparecido. No es una persona, es un vacío creado por el mal absoluto. Negación y vacío son las características del mal absoluto que reinó en la Argentina entre 1975 y 1983. La diferencia entre vacío y nada es muy sutil. La muerte y la nada son parientes cercamos. A la nada fueron reducidos miles y miles de desaparecidos por obra del mal absoluto en uniforme militar o chaqueta civil cómplice, con ideologías patrioteras y marchas militares que solo buscaban aturdir. Impunidad, lo que no se ve no existe, por lo tanto, no es cognoscible y por lo tanto no sucedió. Esta extraña vuelta de tuerca de la postura filosófica de Berkeley, ese estpercipi, o sea ser es ser percibido, fue la norma. Como nada era percibido, la nada reinaba absoluta en los centros clandestinos de detención. No solamente la nada de los detenidosdesaparecidos, sino en última instancia la nada de los represores, ya que estos tampoco eran percibidos. El catedrático en historia social (UBA, Flacso) e investigador principal del Conicet, Luis Alberto Romero concuerda con estos conceptos, según se manifiesta en los considerandos de la sentencia de la Causa14.216/03 caratulada «Suárez Mason, Carlos Guillermo y otros s/privación ilegal de la libertad agravada, homicidio...». Dice Romero: «El Estado se desdobló: una parte, clandestina y


terrorista, practicó una represión sin responsables, eximida de responder a los reclamos. La otra, pública, apoyada en un orden jurídico que ella misma estableció, silenciaba cualquier otra voz». Prosigue: El adversario –de límites borrosos, que podía incluir a cualquier posible disidente» era el no ser, la «subversión apátrida» sin derecho a voz o a existencia, que podía y merecía ser exterminada. Contra la violencia no se argumentó a favor de una alternativa jurídica y consensual, propia de un Estado republicano y de una sociedad democrática, sino de un orden que era, en realidad, otra versión de la misma ecuación violenta y autoritaria.

Reconoce el no-ser (la nada) de los detenidos-desaparecidos y la contradicción lógica intrínseca al Estado genocida. Una contradicción absoluta en sus propios términos, que solamente puede resolverse en la negación de sí misma, o sea nuevamente, la nada. Los propósitos estratégicos y tácticos, por darle un nombre a la demencia de los motivos del accionar de la última dictadura, como su organización también caen en la premisa de la nada. Los centros clandestinos de detención existentes en el país compartían distintas características comunes, entre ellas, el funcionamiento en lugares secretos, bajo el directo contralor de la autoridad militar responsable de dicha zona, y el sometimiento de las personas allí alojadas a prácticas degradantes, tales como la tortura física y psicológica en forma sistemática, el tabicamiento (estar vendado día y noche y aislado del resto de la población concentracionaria), la prohibición absoluta del uso de la palabra o de la escritura, en fin, de cualquier tipo de comunicación humana; la asignación de una letra y un número en reemplazo del nombre, el alojamiento en pequeñas celdas llamadas «tubos», la escasa comida y bebida, y la total pérdida de identidad, entre otras. Resulta ilustrativa a dichos efectos la declaración efectua-


da por el sobreviviente Mario Villani –publicada en la obra Nunca Más–, en la cual describió la vida en los centros de detención: Debo decir que, desde el momento en que alguien era secuestrado por los grupos de tareas de la dictadura, él o ella era un desaparecido. La secuencia establecida era desaparición-tortura-muerte. La mayoría de los desaparecidos transcurríamos día y noche encapuchados, esposados, engrillados y con los ojos vendados, en una celda llamada tubo por lo estrecha. [...] Podíamos también volver a ser torturados en el quirófano y, finalmente, como todos los demás, ser «trasladados», eufemismo que encubría el verdadero destino, el asesinato. A algunos pocos, por oscuras razones que solo los represores conocían, se nos dejó con vida.4

Asimismo, el lúcido relato de Víctor Hugo Lubián, sobreviviente del centro clandestino de detención Automotores Orletti, y cuyo resultado fuera la resolución dictada en fecha 6 de septiembre de 2006, nos describe la mecánica de tortura en un centro de detención como el mencionado: […] el insulto, los golpes de puño y patadas, los manoseos y el estar continuamente vendado y atado o esposado, es una constante que comienza cuando uno es secuestrado-detenido y se mantiene en todo momento y en todo lugar; cuando se tortura, cuando se está de plantón o tirado en el piso, cuando se es trasladado, siempre. Muchas veces me pregunté acerca del objetivo de ese trato. Existen evidentemente en esas conductas un objetivo premeditado de antemano, el de denigrar, rebajar al detenido obligándolo a soportar cosas que en condiciones normales, provocarían una reacción inmediata, logrando así una profunda depresión psicológica [...] Se crea una relación de dependencia absoluta con esa autoridad anónima y omnipresente, nada es posible hacer por uno mismo, ni lo más elemental, todo se trastoca […]estamos animalizados por

4Causa

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completo, sucios, hambrientos, sedientos, golpeados, torturados, esperando morir en cualquier momento; a veces se piensa en ello como la única posibilidad real de salir de allí, pero hasta eso resulta imposible de hacer, tienen especial cuidado por evitar el suicidio, nos precisan deshechos pero vivos, para torturarnos y así poder arrancar «información» más fácilmente.5

Estas escenas, se repitieron, una y otra vez, en las declaraciones de los sobrevivientes, variando solo en algunos detalles según el centro clandestino de detención en el que estuvieron secuestrados. Asimismo, la estructura jerárquica de los distintos centros clandestinos de detención también era similar. Según Michel Foucault, el castigo en el régimen político de la monarquía, cualquiera asumía en general la forma del suplicio. ¿Es posible comparar a la dictadura genocida con una monarquía absolutista? Sí, por supuesto, por lo absoluto de su poder sobre vida, bienes y honra de la ciudadanía argentina. El suplicio es cualquier horror que se le hace a un cuerpo humano para que termine en la muerte (la horca, el patíbulo, la guillotina, etc.) Ocurre que en un cierto espíritu –por así llamarlo– comienza a hacerse problema el que el hombre tenga que ser sometido a la tortura o al suplicio. ¿Por qué un cuerpo humano tiene que ser sometido a semejantes horrores? ¿Por qué no castigar de un modo que no sea el suplicio? El suplicio obviamente es el exceso o el abuso –por así decirlo– del castigo. Con el término «castigo» Foucault va a denotar la modalidad de imponer una pena sobre un acto cometido que resulta inaceptable para algo que se halla establecido; no se puede aceptar tal acto, pero su rechazo no amerita llegar al extremo de proceder según el suplicio. La 5Causa

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justificación de lo inaceptable del acto es la raíz del problema de la moralidad. Foucault problematiza el suplicio en el nombre de la moralidad, según su curso histórico. El sadismo organizado en banda es la negación misma de la moralidad. Nuevamente la negación, la nada. Para Foucault el poder no es considerado como un objeto que el individuo cede al soberano (concepción contractual jurídico-política), sino que es una relación de fuerzas, una situación estratégica en una sociedad en un momento determinado. Por lo tanto, el poder, al ser resultado de relaciones de poder, está en todas partes. Foucault destaca el levantamiento de un biopoder que impregna el pretérito derecho de vida y muerte que el soberano se arrogaba y que intenta convertir la vida en objeto utilizable por parte del poder. El poder omnímodo, absoluto y mortalmente corrosivo de las Juntas Militares infectó a la República Argentina, y el accionar parapolicial, desde 1975 hasta 1983. Sin embargo, para Foucault, la vida sistematizada, esto es, convertida en sistema de análisis por y para el poder, debe ser protegida, transformada y esparcida. El biopoder de Foucault se deforma y desnaturaliza en el tanto-poder, o sea el poder de la muerte. Con la eficiencia e indiscriminación de la máquina de exterminio nazi. El poder de la nada nuevamente. El mal absoluto es la nada. El represor asesino redujo a la nada de la muerte a los desaparecidos. La nada provoca angustia y desesperación, que son convocados por ella. Desesperación por los hijos desaparecidos, angustia por los nietos que se presume vivos, pero se desconoce su paradero. A tales engendros de la nada se enfrentan las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo. A tal absurdo mortal, a tal sinsentido sangriento, nos tuvimos que enfrentar los que fuimos detenidos-desaparecidos, pero sobrevivimos a la nada.


Y…salí íntegro (primera parte) Ricardo D’Amico Fornes A mis amigos, los que sobrevivieron y los que no. A Cristina que vive en mi corazón A mis viejos y a Mabel A mis hijos Analía y Matías A Vivi Carullo, porque su amistad lo hizo posible.

Salimos de los tribunales con destino a la cárcel, última parada de un pequeño recorrido por Mendoza. Fuimos transportados en camiones cerrados con grandes chapones y pequeños agujeros cuadrados, con rejas, como les sucedió a casi todos los ingresantes que fuimos entonces llamados «delincuentes subversivos». El invierno de 1975 estaba llegando a su fin, últimos días de agosto. Veníamos del D2, el centro clandestino en donde nos habían torturado sin asco para sacarnos datos y lograr que delatáramos a amigos y conocidos. Después de pasar una semana allí, ingresamos a la cárcel. Una gran confusión nos había invadido. Éramos un puñado de muchachos y muchachas, algunos no tan jóvenes ya. Una vez en la cárcel fuimos conducidos a un antiguo pabellón. Al entrar había grandísimas rejas, luego un pasillo desolado por la hora: ya era entrada la noche. Grandes y pesadas puertas de gruesas maderas se abrieron hacia unas vetustas y altas habitaciones, si así se puede llamar a aquellas miserables celdas. En su interior se percibían pequeños destellos de tenues luces, imprescindibles para la lectura y algunos juegos de mesa que (después lo


sabriamos) hacían más llevaderas las noches. Éramos: el Negro y su padre, que no tenía la más puta idea de semejante situación (un garrón total), su primo, que tampoco tenía nada que ver, el Gringo, el Goyo, yo y el benjamín: el León. También tres chicas que por supuesto fueron a parar a otras secciones. Temores e incertidumbres propios de lo desconocido teníamos a raudales, nosotros, los nuevos huéspedes. Se sentía el hueco de la soledad. El lugar se veía como una gran casa antigua semiabandonada en apariencia, poblada por cantidad de gente hacinada entre esos gruesos paredones que, al estar horriblemente despintados, daban la sensación de ser más tenebrosos. Sin embargo, por la escasa comida que nos habían dado para cada adelgazado cuerpo, el ingreso a este lugar significó un alivio, ya que desapareció el miedo a la tortura diaria y, por más temores que se cargaran, no era comparable al temible D2. Ya dentro de las celdas, solo se percibía la luz de velas y candiles que usaban los residentes; entre anaranjados y amarillentos eran los reflejos de la precaria iluminación, casi lúgubre. Las figuras de los cuerpos que habitaban esas celdas mostraban un aspecto prácticamente fantasmal, efecto producido por el ondular de las llamas que se reflejaban en los vidrios de la parte superior del habitáculo. A pesar de la gran precariedad de los colchones y de las camas, eso no impidió que pudiéramos dormir plácidamente. El alma venía cargada de vida, a pesar del deterioro físico, vida que resurgía del relajamiento después de la gran tensión semanal. El invierno estaba dejando de ser agresivo, ya le quedaban pocos días a ese del 75. El frío no se estaba portando tan desconsiderado, la tibieza del sol le empezaba a ganar a las mañanas gélidas. Pensé ¡qué alivio! seguro que el invierno tiene que ser desagradable en este lugar. Después me daría cuenta de que estaba sacando conclusiones demasiado


prematuras. Imaginé que mi estadía sería de solo algunos meses y que el próximo invierno lo pasaría en un lugar más confortable y abrigado. Pero mis presentimientos fueron equivocados y mis cálculos erróneos, no por uno sino por varios inviernos más de los que me pude imaginar. La primera mañana, que sería una de muchas más, llegó bastante benévola en el patio de nuestro pabellón. Sol radiante desparramándose sobre los jóvenes cuerpos, brisa levemente tibia ya que el frío se alejaba, aunque lo hacía solo tímidamente. Como era de rigor, empezamos a presentarnos de a uno, de forma informalmente formal; nosotros, los recién llegados y los presos políticos con más tiempo de alojamiento en el destartalado edificio. También nos contaban las reglas básicas para vivir, convivir y sobrevivir; normas anormales para quienes veníamos de vivir la normalidad de una vida en libertad. A estos nuevos vínculos y nuevas reglas se sumaban, además, el grupo de los presos comunes que, durante varios meses compartirían la vida, con nosotros, la muchachada política. Yo estaba pasando por una crisis depresiva. Comenzaba una sinuosa y desgastante lucha interior para tratar de que mi andamiaje no desbarrancara y no hubiera retorno. El régimen de vida en esos primeros tiempos era benévolo, pero mi estado de ánimo dejaba mucho que desear. El solo pensar en mí mismo como forma de encontrar sosiego interior, cosa difícil de lograr, estaba manejando mi cabecita de joven adolescente, repleta de incertidumbres. A los pocos días de estar en mi nueva residencia, me consiguieron un trabajo, situación muy excepcional para la mayoría de los presos políticos, sobre todo los recién llegados. En poco tiempo y por una relación familiar, me fue otorgado ese trabajo. Como si fuese poco, inmediatamente fui trasladado a otro pabellón.


El trabajo consistía en ser ayudante de electricista, por lo tanto, cambiaba artefactos de iluminación por todo el ruin vecindario, pelando cables blancos y negros y luego los encintaba. Esa era mi diaria tarea. A otros reclusos políticos, con varios meses más que yo viviendo en el «hospedaje», les hubiera encantado seguramente obtener ese puesto para poder salir de sus pabellones, deambular por el penal, sintiendo pequeños retazos de libertad, pero injustamente y por acomodo me lo dieron a mí. Ese trabajo significaba una pequeña cuota de libertad individual, sin tener en cuenta a los otros miembros de la troupe. Además, no significaba un logro colectivo, era solo eso: un favor familiar. A pesar del beneficio que significaba –o sea sentir una parcial sensación de libertad– no conseguía la armonía interior, ni tranquilizaba mi conciencia. Algo indescifrable allá lejos, en lo profundo de mi mente no me permitía la paz. Mi tristeza no me dejaba convivir de manera normal con los demás, un grado de insatisfacción me arrastraba, desde que me despertaba hasta que me ganaba el sueño nocturno. Hoy me doy cuenta, después de tantos años, de que lo que me separaba del resto de mis compañeros, era el haber aceptado vivir una situación de privilegio. Quizás los más sensibles se dieran cuenta o lo percibieran, aunque no hacían ninguna mención, pero sus miradas me lo gritaban en silencio. Eso me generaba un alto grado de disconformidad conmigo mismo, que se expresaba de manera estúpida y descontrolada, con gritos y llantos propios de los que se victimizan. Pero a pesar de su desacuerdo con mis privilegios, los demás presos políticos hacían todo lo posible por hacer más llevadera mi existencia detrás de los muros, aunque en la mayoría de los casos era inútil, por lo menos en esos primeros meses.


En esa primavera de 1975, a pesar de las grandes paredes que impedían la libertad, la vida era pasable, no agradable pero soportable, con varios beneficios –aparte de los míos– que cuando nos lo quitaron nos dimos cuenta de lo que significaban: habitaciones abiertas durante el día en cada una de las secciones y fútbol en una terrosa cancha compartida con los delincuentes comunes. Algunos teníamos trabajo, otros con «visita higiénica» o mejor, podían disfrutar un tiempo a solas con su mujer o su concubina. A veces había comida deliciosa, preparada por los mismos «viles delincuentes» gracias al ingreso de muchos comestibles que traían los familiares. Los paquetes y encomiendas eran esperados como regalos en navidad, sabíamos que la familia trataba de mitigar nuestros dolores con exquisiteces. Acá también se podían advertir las desigualdades, ya que no todos los presos pertenecíamos a familias acomodadas. Sin embargo, era sabido que todo sería compartido después, en comunidad, sin hacer diferencias entre las distintas agrupaciones. Esta comunidad se consolidaría mucho más unos meses antes del golpe del 76, para entonces se borrarían las fronteras ideológicas entre izquierdas y peronismo para sobrevivir a la adversidad con la fuerza que da la diversidad. En toda esa nueva etapa –que sospechábamos íbamos a vivir, pero que de ninguna manera fue deseada– también coexistían mis propios fantasmas, que tenían la desagradable, pero obligada tarea de timonear mi mente en todos los sentidos. Eso dependía del tipo o talante del fantasma que se presentara. ¡Tironeaban fuerte los desgraciados!, tan fuerte que las consecuencias las sufría mi cabeza en primer lugar y eso a lo que llamamos, no sé si bien o mal, «alma». El forcejeo iba a veces en el sentido egoísta o sea «aquí el que se salva soy yo»; esa cultura tan arraigada en la sociedad.


Trataba de ponerme límites en esos comportamientos, pero terminaba venciendo el enanito del egoísmo y a la larga me perjudicaba a mí y a los otros compañeros. Otras veces se me metía el fantasma de la convivencia colectiva que me gritaba y forcejeaba para que pensara en los que convivían conmigo. Todas esas personas habían caído en esta situación por tratar de cumplir la hermosa misión de pelear por el semejante, aunque todos tuvieran diferentes modos de entender esa pelea. En esas primeras disputas silenciosas, a veces no tanto, que ocurrían en mi mente, ganaba la contienda el egoísmo estúpido. El beneficio individual del trabajo como electricista, simplemente un pelar cables y cambiar foquitos, significaba recorrer toda la cárcel, durante todas las mañanas y parte de las tardes, haciéndome más liviano el peso de las rejas. Sin embargo, yo no alcanzaba a comprender entonces que el tomarse el trago de la prisión de una manera individual era mucho más duro, doloroso y desgastante. Mi actitud me hacía vivir la experiencia del encierro de un modo mucho más penoso ya que, a la falta de libertad física, yo le agregaba el aislamiento emocional y social. La existencia cotidiana con los otros huéspedes era activa, decorosa y llevadera. Los muchachos que ingresaron no por ser considerados políticos, sino despectivamente «presos comunes», o sea ésos que robaban gallinas y billeteras (no todos por supuesto), tuvieron una primera época de complicada convivencia con los presos políticos, pero luego se logró un respeto muy grande, porque nos empezaron a considerar «pesados», y eso en su jerga carcelaria significaba respeto y hasta veneración. Sin lugar a duda las diferencias culturales eran muy grandes en la mayoría de los casos, pero a pesar de eso se logró una buena vida en conjunto, entre los «temibles delincuentes sub-


versivos» y los llamados «comunes». Cuando el personaje central de estos escritos ingresó a esta bella y nueva vida, ya estaba bien armonizada la convivencia entre las dos diferentes tribus: los comunes, en su mayoría de vidas marginales, nosotros por el contrario de origen de clase media, muchos estudiantes universitarios, pero eso no impidió que se lograra una sana convivencia. Algunas veces ese respeto significó incluso amistades, que se grabaron en nuestras memorias. Esos vínculos significaron una ayuda muy grande, luego, en los momentos de aislamiento total, o sea después del golpe de 1976. Fueron los pocos, pero, importantísimos contactos con la vida exterior (el padre Latuf también fue muy importante) ya que los comunes periódicamente recibían a sus familiares de visita y gracias a eso pudimos, nosotros los políticos, enviar subrepticiamente información hacia afuera. Pensar que ese afuera solo estaba a escasos metros físicos, y sin embargo imposibles de trasponer para nosotros salvo en la fantasía de la fuga. La gran ironía era que tanto para los de afuera como para los que estábamos adentro, el cielo era el mismo, como los pájaros también eran los mismos y disfrutábamos de sus mismos cantos. Ellos, los de afuera, mientras pisaban las coloreadas baldosas mendocinas; nosotros la tierra de nuestro patio. Y respirábamos los mismos vientos, muchas veces aires fríos, gélidos; otras en cambio de calor sofocante. Pero irónicamente eran los mismos. Lo cotidiano, lo muy importante, era la gimnasia temprano. Salir a correr alrededor del patio, luego el desayuno, con los primeros colores que el día nos traía, un poco violeta, algo de celeste. Los pocos que fuimos beneficiados con trabajo dentro del penal comenzábamos nuestro día después del desayuno. El tiempo restante lo ocupábamos con charlas políticas, lecturas de


todo tipo, estudio y aprendizajes varios. Algunos hacían artesanías, por ejemplo, en cuero, que después se vendían en las afueras de las rejas. Todo significaba ocupar nuestras cabezas. Poco a poco, octubre nos avisaba que el calor aumentaba. También hubo novedades a finales de ese octubre. Se trataba de nuevas directivas del Penal: nos hicieron salir de los pabellones con nuestros escasos pertrechos, hacia otros dos pabellones. Pasaríamos a otro alojamiento, exclusivamente para nosotros, los políticos. Al comienzo fue todo confusión. La nueva residencia ya no sería con las habitaciones abiertas; por el contrario, gran parte del día serían cerradas, con lo cual el contacto entre nosotros sería menor. A partir de ese momento, no habría más trabajo para nosotros, nada de fútbol. Eso sí, seguiríamos teniendo visitas. Recuerdo que en esa época fue la última vez que estuve con mi hermana Cristina, que me vino a visitar con mis padres. Dos años después engrosaría las filas de los desaparecidos. En nuestro nuevo hospedaje, empezaron a ingresar gran cantidad de «inquilinos» nuevos, algunos con más edad que aquellos con que habíamos vivido anteriormente. El año 1975 estaba comenzando a agotarse. Diciembre cumplía ya su segunda quincena. Estaban muy próximas las fiestas de navidad y año nuevo. Serían las mejores, y por muchos años, las más benévolas que disfrutaríamos mis compañeros y yo. Muchas comidas fueron llegando a través de las familias y amigos, como muestra del afecto de los que estaban en libertad. Gracias a muchas de esas exquisiteces, ese año hicimos grandes cantidades de ensalada de frutas y todos participamos en la elaboración de algo sabroso y dulce a pesar de lo amargo del lugar. Los milicos nos prestaron unas ollas cuarteleras y ahí todo el


mundo metió mano para pelar y picar esas frutas llenas de aromas y sabores tan mendocinos. Fue posible en esas fiestas disfrutar de los últimos manjares. Por varios años –casi siete en mi caso– no pudimos deleitarnos ya con semejantes exquisiteces. Otro placer adicional que disfrutamos fue el de la solidaridad, al compartir sin hacer diferencias todas esas sabrosas comidas. Había una variada mezcla en la nueva composición carcelaria: subversivos, poco subversivos, nada subversivos. Eso no importaba, lo mismo empezaron a disfrutar todos de los «amables» tratos. Recibían palos por igual los recién ingresados como los que vendrían después, algunos sin comerla ni beberla. Se iba preanunciando el clima de lo que vendría meses después con el golpe. Empezaba una atmósfera de rigor y ensañamiento. Ese fin de año agotó su último día y el almanaque mostró el primero de ese incierto 1976. Parecía que se limpiaba las lagañas y abría los ojos, unos ojos llenos de incertidumbre tratando de predecir cómo sería la vida en el país de la libertad. Como serían nuestras vidas detrás de los barrotes de hierro oxidado, barrotes de las tantas cárceles que alojaban a miles de subversivos. Ésos que la autoridad decía que no respetaban la moral ni las buenas costumbres. Empezó el año 1976 cargado de malos augurios. Nos llegaban las noticias de secuestros, venían sobre todo de Córdoba y Tucumán, había mucho revoltoso por el norte. Empezaban a llegar al Penal, algunos sin dientes, otros con el cuerpo totalmente lacerado y muchos huesos rotos. El rigor de la represión se hacía notar. Para los guardias era todo un triunfo sobre nosotros quebrarnos la moral. Su objetivo era claro: lograr que nos deprimiéramos, que nos refugiáramos en el individualismo y la victimiza-


ción. Y el pelotudo de veintitrés años que era yo en esos tiempos entraba en esa jugada. Quizás esto me hizo comprender que ese no era el camino correcto. Por el contrario, era el equivocado, sin ninguna duda. Antes de que terminaran los vientos veraniegos, nos cambiaron a otras celdas más lúgubres. Significó decir adiós a las plantitas y florcitas que endulzaban nuestras vidas. Día a día, seguían ingresando nuevos compañeros muy maltratados y había que hacerles lugar. Fue difícil para todos mantener en la memoria si en ese verano hizo mucho calor o llovió mucho, nuestros cerebros y pensamientos estaban ocupados en tratar de hacer elucubraciones sobre qué clase de futuro tendría nuestra Argentina ya que los que vivíamos detrás de los muros, no estaríamos exentos de lo que vendría. Muchos pensaban por autodefensa que tan malo no habría de ser, otros nos íbamos acostumbrando al peor de los escenarios, sin tener certezas, tratando de asumir lo que indudablemente se estaba gestando, como preparando el cuerpo y las vísceras para afrontar lo peor, que muy probablemente llegaría, con algún amanecer siniestro. En uno de esos amaneceres de cabildeos, nació mi nuevo Yo. Entendí, nunca supe cuál fue el motivo, que la única forma de salvarme del horror de la cárcel y de la tortura, era generando empatía hacia mis compañeros de infortunio. La solidaridad y el dar me fortalecieron. Cambié. Me construí una nueva persona, totalmente distinta. No existía más el chico victimizado. Nacía el joven preparado para la adversidad y, ¡qué adversidad la que vino! Por esas épocas, comenzaron a llamarme cariñosamente Huevito, apodo que conservo hasta el día de hoy. Formaba parte del grupo encargado de hacer las compras comunitarias del pabellón y muchos pedían cigarrillos, ante lo cual yo me indig-


naba porque iban a malgastar su dinero y maltratar sus pulmones; en cambio insistía en que debíamos consumir proteína y con ese propósito me encargaba de que nunca faltara entre la mercadería, algunas docenas de huevos. Un buen día se agrandó la población carcelaria con gran cantidad de familiares de algunos detenidos. No tenían ninguna militancia, pero por las dudas eran alojados cómodamente, con malos tratos similares a los que recibíamos nosotros. En ese momento comprendimos por qué nos habían trasladado a otro pabellón. Día a día nos llegaban noticias nada halagüeñas, vía rumor o información real, de lo que estaba sucediendo en el país. Y así partimos hacia el nuevo pabellón, nuestro grupo cruzó el gran patio central embaldosado, en esa hora iluminado por el sol. Patio que supo ser lugar para un recital del glorioso grupo musical Markama, y también utilizado algunas veces como cancha de básquet. Todos íbamos con el equipaje a cuestas, envuelto en frazadas usadas por cientos de otros reclusos. La amabilidad de hacía unos meses estaba empezando a desaparecer, quizás como preanunciando un futuro no muy venturoso. Como cuando alguien sabe que se aproxima el frío se abriga, así me preparé yo para lo que el clima político anunciaba. Pasamos las puertas de rejas del edificio de tres plantas y lo primero que noté en el nuevo patio fue la ausencia de verde, de flores y de la vetusta fuente con agua en el centro. Este era solo gris y tierra. Aquí pasaríamos los próximos meses de otoño e invierno, la cofradía de presos políticos. Nos miramos desolados. Luego de pasar por una segunda reja, enseguida nomás con un paso largo comenzaban las escaleras. Eran de mármol blanco, de un blanco dudoso por la pátina del tiempo.


Cada uno de los escalones con un marcado desgaste en la parte central, como prueba de haber soportado durante años, miles de pisadas en silencio cómplice. Comenzamos a subir los peldaños empinados, a mí me tocó la mala suerte de ir hasta el último piso, pero tenía sus ventajas. Más aire y más luz, aunque cada vez que subíamos, en cada rellano de las escaleras, debíamos soportar golpes y patadas de los gorras, a granel. En cambio, aquellos que estaban alojados en la planta baja se salvaban de estos maltratos. Los gorras tenían muy en claro que somos hijos del rigor y por eso su forma de imponer los «buenos» modales occidentales y cristianos era a patadas limpias. Con cada golpe iba cambiando mi estado de víctima por uno más acorde a la nueva y rigurosa convivencia entre guardias y reclusos. Con mi escuálido equipaje a cuestas, y sin que nadie me hubiese escrito el nuevo libreto, empecé un cambio interior importante. Me bastó escuchar a mis compañeros decir frases tales como «todo lo hacemos de conjunto» o «tenemos que preservarnos», o «nos quieren robar la esperanza», cita del poeta turco NazimHikmet para que yo comprendiera que la unión nos daba la fuerza. Todas estas frases dejaron de ser frases hechas para ser conceptos imprescindibles y necesarios. El intento de los guardias cárcel de hacernos subir los escalones sin pensar en nada fracasó, ya que a varios nos hizo pensar y repensar, y prepararnos para la «diversión» que evidentemente vendría en pocos días, a las puertas ya de la finalización del verano del 76. Era tan primario ese mecanismo de meter miedo, que en mi caso significó lo opuesto. Mi sangre se empezó a llenar de fuerza, mi corazón de comprensión al ver, mirar y observar a mis compañeros, y mi mente comenzó a olvi-


darse de aquel muchacho desamparado. Mi angustia se transformó en reflexión positiva y en acción solidaria. Estábamos en los primeros días de marzo. Cambiaron los ruidos, ya no eran los de las antiguas puertas de madera, ahora era el sonido de rejas corredizas cuyos barrotes metálicos chirriaban con altisonantes agudos y graves al abrir y al cerrar. El pabellón incluía las «confortables habitaciones» a las que ya estábamos acostumbrados, más un largo pasillo de uso común que cumplía las funciones de sala de estar y living, y al fondo el baño como era de rigor. Cada celda tenía su ventana, la mía daba hacia el este, para poder disfrutar el amanecer que tanto me gustaba y me sigue gustando. Me daba esa sensación de nueva vida cada día. Como disfrutaba del viento trayendo el canto de las aves, atrevidos pájaros que con sus trinos se burlaban de la milicada y de los barrotes. Cómo disfrutaba de la frescura del aire cargado de libertad, libertad que cada día mientras más recortada, más amada era. Así como cada día el amanecer comenzaba unos instantes más tarde y la luz del día iba disminuyendo, yo intentaba echar luz a la situación política, tratando de explicarme el porqué de ese nuevo clima amenazante y oscuro, tratando de dilucidar las incertidumbres que aparecían con fiereza irracional. Comenzaba a descubrir los caminos fructíferos del ser gregario, caminos que empezaban a entregarme instantes de plenitud y alegría. Porque yo caí preso con apenas 22 años y solo dos de militancia, sin ninguna preparación previa de parte de mi grupo político para enfrentar la cárcel. ¡Crudito el muchacho! Cada piso del antiguo pabellón tenía dos alas independientes. Cada ala tenía a su vez un pasillo para los habitantes de las celdas. Y con la gente de la otra ala, en los momentos de recreo en el patio, que eran de una hora, se compartían muy valiosas


charlas para la convivencia. En el ala donde permanecíamos más tiempo, se podía estudiar y de esa forma crecer intelectualmente. Era una manera de no anquilosar nuestra mente y de mantenerla activa. Recuerdo que uno de los temas más comunes para estudiar era historia, me viene a la memoria que, con el Rulo Funes (lamentablemente murió) leíamos sobre la guerra del Paraguay y la Triple Alianza y de cómo lograron destruir un país que se estaba convirtiendo en potencia industrial y que, por obra de sus vecinos Argentina, Uruguay y Brasil no fue posible. Derrotaron a Paraguay, dejándole un saldo de tantos muertos que se quedó con muy pocos hombres. Todos perdieron la vida en esa guerra sin sentido, como todas las guerras. Este fue un aspecto de la rutina diaria que nos permitía sobrevivir, creciendo colectivamente. Otra actividad colectiva, que siempre fue muy importante, y podría decirse indispensable para mantenernos sanos en todos los aspectos, fue la gimnasia diaria, que nunca dejamos de practicar. Cada uno en su celda, pero no por eso dejaba de ser una actividad de conjunto. Evitábamos hacerla en el pasillo, para no ser vistos por los vigilantes del pabellón ya que no estaba permitido y no queríamos tener sanciones. Una vez terminada la rutina, nos bañábamos en el baño común ubicado en el fondo del pabellón dado que no había otra posibilidad. Al compartir la mayor parte del día y todo tipo de actividades, además de charlas sobre nuestras vidas, y de cómo nos encontrábamos anímicamente para sobrellevar el encierro –que era difícil pero no imposible– así comprendí que, a pesar de las circunstancias, y la crudeza de la situación existía una manera digna de sobrellevarla, una forma totalmente distinta a la que había tenido hasta ese momento dentro de la cárcel. Así fue como, entre charla y char-


la, iba comprendiendo los vericuetos psicológicos de mis interlocutores, también los míos. Algunos estaban en buenas condiciones anímicas, pero a otros les brindaba mi afecto y comprensión tratando de sanar sus heridas, las heridas que en algún momento yo mismo había tenido y que me hicieron aprender cómo entender al otro. Es muy difícil que el alma no se deteriore en situaciones límite, pero tampoco imposible de revertir. Caminaba con mis compañeros, o hablábamos adentro de las celdas, algunos mostraban un estado de ánimo un poco deteriorado, no era criticable por el contrario muy comprensible. Me acuerdo de Lucho Arra con sus famosas frases matinales:«vamos a tomar feca con chele y tecaman y tastor»; de Torrejón, el sanrafaelino, con su agradable sonrisa; de Flores, el enano ansioso y hambriento; de Carunchio, el porteño grandote y desgarbado; como así también del Loro, nuestro director de teatro, y del parsimonioso y agradable Rulo. Comprendí que el ánimo colectivo era fundamental para poder tolerar lo que estábamos viviendo y lo que casi con seguridad nos impondría la historia. A pesar de la dura y quizás cruel realidad, sentía mucha satisfacción de poder sobrellevar esa parte de la historia que me tocó vivir, con la solidaridad, la dignidad, la esperanza, el humor, todo como parte de la preservación que fue el objetivo del conjunto de los presos de Mendoza. Cosas aparentemente muy simples, pero tan esenciales, en situaciones límite son salvadoras. Todos entendíamos que al miedo que nos imponían los que pretendían adueñarse de nuestras vidas había que combatirlo con mucha garra, con mucha solidaridad con mucha dignidad, y sin dudas con una gran cuota de humor, para poder soportar la rudeza y hostilidad del clima que empezábamos a vivir.


No nos abandonaba la esperanza tan ligada al optimismo, que era sumamente necesaria para seguir caminando en los oscuros y duros senderos que estábamos transitando. Nos reíamos mucho y eso nos levantaba el ánimo. Nos cargábamos entre nosotros. A mí por mi apodo Huevito y a Flores, por ser muy pesado, le decíamos Fideo Moñito, en honor a los desagradables guisos que eran nuestra cotidiana comida. Siempre encontrábamos motivos para lograr el humor entre nosotros, no sé de dónde salía ese humor, pero era un muy buen remedio. Cada día surgía algún pequeño problema, y aunque a veces se presentara como complicado, siempre le encontrábamos la mejor de las soluciones. Uno de esos problemas era, después de la gimnasia, el baño cotidiano para nuestros pobres cuerpitos, por eso a alguien se le ocurrió una brillante idea. No recuerdo quién fue el creativo, pero nos sirvió mínimamente para poder cumplir una digna misión como era ducharse. Había unos tachos cúbicos, de acero inoxidable que tenían un pequeño orificio en la parte inferior, suficientemente grande como para poder ponerle el tubo de un birome y así se puso en funcionamiento una gloriosa ducha con ese chorrito escuálido. Previamente calentábamos agua en nuestros calentadores a kerosene, y con ella llenábamos el tacho o por lo menos hasta la mitad, para poder disfrutar de ese calorcito reconfortante después del ejercicio físico, tan necesario. Las noches se nos hacían más llevaderas después de haber compartido entre la muchachada todos los sinsabores que nos presentaba la vida carcelaria. Aún sin aquellos estímulos tan imprescindibles de la vida en libertad, como las relaciones sexuales o algo de alcohol en todas sus variedades, que nos hubiera ayudado mucho, los huéspedes de tan «confortable»


residencia hacían gala de una alegría proveniente de vaya uno a saber qué extraño lugar del alma. El verano poco a poco se agotaba y lo percibíamos en cómo se iban acortando los días, de igual modo que agonizaba la democracia gradualmente, inexorablemente, las cárceles eran cajas de resonancia de la realidad. Para hacer un poco de historia debo retrotraer el relato a dos años atrás, antes de caer preso, cuando comencé mi militancia en un pequeño grupo de izquierda. Y para entender el porqué de mi militancia en el OCPO (Organización Comunista Poder Obrero), debo retroceder un poco más, después del Mendozazo del 72, ya que en todo el país se estaban produciendo una serie de movimientos sociales que influyeron mucho, sobre todo en la juventud. No estuve exento de subirme a ese tren que pasaba rápido y nos invitaba a cambiar las injusticias del mundo. Había urgencia y mucho idealismo en participar, todo el mundo era parte de esa hermosa primavera: Mayo francés, movimientos de todo tipo en Estados Unidos, Panteras negras, pacifismo etc. América latina también se sumó a ese torbellino, surgió, gigante, la figura del Che Guevara como máximo exponente, que influyó enormemente en la juventud de aquí y de todo el mundo. Así fue como me subí a ese tren, mi semimilitancia empezó en el año 1973 cuando Cámpora fue electo presidente, y tuvimos nuestra breve primavera democrática, gracias a los cordobazos, mendozazos, rosariazos, tucumanazos, y muchos «azos» más, además de la guerrilla que seguía los pasos del Che. Después de dejar mis estudios en la universidad de La Plata comencé a trabajar en una fábrica de conservas, en Mendoza, luego de terminar la temporada de verano; ya en el año 1974 y con 21 años empiezo a trabajar en una fábrica de caldos y sopas, todo dentro del marco de mi militancia, para compartir tareas


con los compañeros obreros, para sentir sus sinsabores y participar de sus bromas. Allí fui apodado el Pantera Rosa, por lo flaco y largo. Lo cierto es que yo disfruté muchísimo el ir a trabajar a las fábricas, me generó un sentimiento de solidaridad muy grande. Era una forma de comprometerme con la vida de aquellos que se rompían el lomo para sobrevivir y así fue como me fui convirtiendo en uno más de ellos. En el año 1975, nuevamente cambié de trabajo y entré en una compañía química. La situación social empezó a ponerse muy conflictiva, muchas movilizaciones, y también mucha represión. Gobernaba por entonces Isabelita, la segunda mujer de Perón, quien había muerto un año antes; pero el poder real estaba en manos de López Rega, un personaje nefasto de extrema derecha que creó la famosa y letal Triple A. Y entonces se hizo cotidiano el asesinato de dirigentes políticos y sindicales. Como militantes políticos, presentíamos que podíamos correr riesgos y perder nuestra libertad e incluso, en algunos casos hasta nuestras vidas. Así fue como en agosto de ese año me detuvieron con parte de nuestro grupo político. Retomando mi relato de la estadía en la cárcel, llegó el otoño un 21 de marzo del 76, poco a poco se comenzaba a percibir que íbamos hacia algo peor. Hasta que un día, bien temprano, cuando el sol comenzaba a dibujarse, escuchamos los sonidos de un avioncito que sobrevolaba nuestra prisión y toda la ciudad. Comenzaban a difundirse los primeros anuncios en el aire mendocino, estoy seguro de que lo escuchábamos con más fuerza sobre la cárcel, por todo el significado que tenía para nosotros. El alto parlante informaba a la ciudadanía, y a nosotros como parte de ella, sobre «la buena nueva» del control operacional de las fuerzas armadas sobre toda la nación. Se había


producido el golpe de Estado. Golpe que fue cívico, militar y eclesiástico. Y el aire se oscureció con los malos augurios, tapando el hermoso trinar de las aves que acompañaban al aire fresco y otoñal. Y daba vueltas y más vueltas ese pájaro metálico, anunciando una nueva vida que comenzaba para todos los habitantes de nuestro bendito país. Subyacía en esos agoreros anuncios que: Nos lo merecíamos ya que nos habíamos portado mal y por eso, cuerpos y almas seríamos reeducados con disciplina despiadada. Entre vuelo y vuelo, se oían las palabras del altoparlante y resonaban lúgubres en cada celda y en cada uno de nosotros. Escuché una voz cercana que me preguntó: «¿qué pasará, ¿qué hacemos?». Era Eduardo que mostraba bastante preocupación, no era para menos. Le contesté: «¿qué hacemos? Nada. Solo esperar sin desesperar. Mientras peor nos pongamos, será más difícil resistir y aguantar lo incierto, como dice el dicho, al mal tiempo buena cara». Era increíble que esas palabras salieran de mi boca. Yo ya no era el mismo que dos meses atrás. Ese día las rejas se abrieron poco, no pudimos disfrutar de los necesarios recreos. Se hicieron presentes los de Gendarmería, armados con reliquias de la segunda guerra mundial, tropa a cargo del comandante principal Contreras. Trataban de imponernos la noche, del mismo modo como la naturaleza inexorablemente achicaba sus días. Sin embargo, logramos evadir la oscuridad e iluminar más nuestros días, gracias a la actitud colectiva. Compartiríamos todo absolutamente todo: risas, muchas risas, comida, libros; ese fue el necesario y sano mecanismo de sobrevivencia, pero lo que costaba un poco más para compartir, eran las angustias, las tristezas y los miedos. Muchos teníamos empatía con aquellos que la estaban pasando muy mal, sobre todo cuando mostraban algún tipo de


decaimiento psíquico. Era muy importante lograr esa predisposición y buen ánimo. Era como cargarnos y cargarles las pilas, para seguir ese sinuoso y desconocido camino de la mejor forma posible. Entre los muchos que buscaban en el otro, el reencuentro consigo mismo, estaba el Rulo –a quien ya mencioné–, una persona muy preocupada por tratar –y muchas veces lograr– destrabar los miedos que le ganaban el alma a alguno de los muchachos. En una mañana fría de otoño, llegó un chico de dieciocho años con cara de absoluto desconcierto, como si no estuviese en el lugar indicado. Rulo captó eso, la incertidumbre y el pesar en su voz. En todos los recreos, mientras caminaban, intercalando chistes para amenizar las conversaciones, este muchacho de apellido Moyano le contaba sus penas y gracias a eso poco a poco las palabras de Rulo empezaron a ser un bálsamo para él. Así Rulo comenzó a descubrir por qué a Moyano se lo calificaba como subversivo y altamente peligroso. Resulta que había tenido la osadía de acostarse con la mujer de un suboficial del ejército. Quizás ella encontró la satisfacción que su marido no daba o no podía dar. Esa osadía le significó torturas, encierro y aislamiento sin visitas, maltrato psíquico, e incertidumbre total respecto a su joven vida. Así descubrimos que la categoría de subversivo era de una amplitud, ambigüedad e injusticia tremendas. El Loro Reynaldo Puebla era otro agradable, pero «peligrosísimo delincuente subversivo, cruelmente inhumano, y gran comedor de niños crudos», según nuestros «ilustres» captores. Hacía teatro y también había dirigido. Su amabilidad y gran sentido del humor hacían de él una persona inolvidable, lo seguíamos y disfrutábamos por su personalidad carismática. Nos enseñó, a partir de juegos teatrales, a borrar los barrotes y a


sentir en los cuerpos y en los corazones la maravilla de la libertad. Y no solo eso, descubría además condiciones y virtudes en nosotros mientras volcaba sus conocimientos armando escenas teatrales. Creó así mundos increíbles y, a veces desopilantes, detrás de esas oxidadas rejas haciendo ingresar la impensada alegría. Las clases eran clandestinas, como no podía ser de otra manera. En una de esas clases ocultas a la vista de los guardias, construimos una hermosa y destartalada balsa imaginaria, utilizando maderas juntadas de por ahí, rescatadas de entre los restos de un trágico naufragio. Nuestro mar, como parte de lo imaginario, eran las frías baldosas que estaban debajo de esa balsa; las rejas y paredes mohosas, constituían el horizonte de olas, lejano. Se suponía que el barco en que viajábamos se había hundido y a esa balsa precaria nos habíamos subido seis náufragos asustados, a ese montón de maderas que nos salvarían la vida. Nuestro buen director iba marcando las pautas del trabajo, mientras observaba los comportamientos de cada uno de nosotros, sus alumnos. Iba describiendo una imaginaria situación, en la que ya no estábamos en la cárcel, sino que navegábamos en altamar. Mientras nos guiaba, estudiaba nuestras actitudes, es decir como reaccionábamos al hecho de ser los únicos seis sobrevivientes de un supuesto naufragio. Lo importante era situarse realmente sobre una balsa, en medio de la inmensidad, sin saber hacia dónde nos dirigíamos. No era fácil sentirse en ese escenario tan incierto. Desfilaban por el cuerpo y los rostros sensaciones y conductas diversas: tranquilidad (nada fácil de lograr), precaución, miedos e incertidumbres. Estábamos aquellos que realmente nos sentíamos confiados y seguros de llegar a buen puerto y los otros que percibían temores ante lo desconocido, lo incierto y quizás hasta lo trágico. En mi caso particular


tenía la sensación de que esa balsa a la deriva era la salvación. Miraba a mí alrededor y veía que por suerte el mar no estaba picado, que se presentaba tranquilo lo cual nos permitía estar parados sobre la balsa salvadora, en la inmensidad de ese océano. En el fondo lo que me ayudó realmente a vivir esa escena con total confianza, fue tal vez el hecho que, en mi corazón, se alojaba el hermoso recuerdo de un amor temprano que tuvo como escenario un pequeño barco, «El argonauta», y el majestuoso Pacífico chileno. Hermoso y dulce recuerdo que aún conservo intacto en la memoria. Esas teatralizaciones tan oportunas, y sin darnos cuenta en ese momento, tan necesarias, nos prepararon para mirar de frente el horror de lo que vendría, o, mejor dicho, de lo que ya estaba empezando a mostrarse sin tapujos. Nuestro ánimo se vio beneficiado por esas vivencias que transformaban alquímicamente el encierro, los dolores, las ausencias y la incertidumbre por alegrías, confianza, y esperanza. El Loro, además de ser nuestro director de teatro «a domicilio», todas las noches nos cantaba una canción de cuna, que nos servía para entrar en el sueño. El nombre de la canción era: El cacique cara llovida y decía así: Detrás del Valle / de la sonrisa/vive la tribu/ jajajeje / con su cacique /Cara Llovida/bravo piel roja /color café [...] Y así nos dormíamos serenamente. Un día, nos asustamos mucho los del vecindario. Fue el día en que se llevaron a nuestro actor y director, a dar un «paseo turístico», por las afueras de Mendoza. Quizás fuera su buen humor lo que le permitió que esa gira fuese con retorno. Su regreso nos alegró tanto, como tanto nos había dolido su ausencia intempestiva. El Loro era parte de todos los cuerpos y por eso nos dolía su ausencia. Sin embargo, nos reencontramos con él, arriba del avión Hércules que nos trasladaría, a la Unidad


9 de La Plata, adonde seguiríamos juntos nuestro incierto derrotero. Unas páginas más adelante de este relato, El Loro comparte su propia experiencia de la cárcel, lo vivido y lo sufrido en esos años de plomo. No tuvo la misma suerte otro compañero al que también sacaron de paseo como al Loro. Se trataba de un muchacho muy agradable de nombre Santiago Illa, ya periodista a pesar de su corta edad. Quedó en mi memoria, a pesar de la poca relación que tuve con él porque estaba en otra ala. Fue uno de los primeros desaparecidos que tuvimos en nuestro pabellón y eso no se olvida jamás. Después del golpe se les había hecho costumbre y nos sacaban en forma sigilosa, vendados y acompañados por los guardias, hasta una habitación en la parte delantera, para que los muchachos de inteligencia trataran de hacernos recordar a fuerza de torturas, los nombres de antiguas amistades; la idea era poder caerles luego a sus domicilios y hacerles una visita de «cortesía». En esas temibles redadas caía mucha gente. Un día me tocó a mí ser vendado y llevado hacia adelante, pero después de algunas palizas, se dieron cuenta de que hacía mucho que estaba adentro y ya no tenía casi ninguna amistad afuera, o sea que fue inútil y desafortunado el apriete y se enojaron entre ellos por la pérdida de tiempo. No pasó lo mismo con otros compañeros ya que conocían más gente y tuvieron que soportar los interrogatorios, con agresiones a veces salvajes, como fue el caso del compañero Marmolejo. Era y es muy difícil quebrar el mal humor egoísta, culturalmente grabado en la piel y en la matriz de los pensares, y adoptar el buen humor colectivo que dejaba una sensación de plenitud al ir logrando destruir miedos e ir construyendo vínculos que son tan antiguos e imprescindibles como el ser humano.


Mientras encontrábamos y construíamos con simpleza las soluciones a los pesares y dolores del otro, iban desapareciendo los dolores físicos y psíquicos propios. Sin saberlo, la sabiduría me daba a mí y a muchos otros, la virtud de reemplazar la angustia por la esperanza. Esas actitudes y aptitudes no fueron escritas en ningún manualito para el buen preso subversivo. Solo llegaban como algo inesperado y entraban en la piel como una grata manera de vivir «desangustiándose», poniéndole límites a las tristezas instaladas en miradas y voces, construyendo esperanzas desde las cenizas y tratando de armar alegrías desde los sinsabores. Los muchachos de uniforme azul, los guardias, trataban de instalarnos en una rutina demasiado metódica y alienante, pero, por suerte, lo metódico era vencido con el buen humor de muchos y la sabiduría compartida de otros, que se volcaba en aprendizaje y significaba construcción intelectual, transformando la rutina en crecimiento y por lo tanto en salud mental. Esto perturbaba a nuestros guardias cárceles quienes no podían comprender que la libertad estaba en nuestros cerebros, en nuestros corazones y en la solidaridad compartida, por más disciplinamiento que recibieran nuestros cuerpos. Ejemplo máximo de conquista de este tipo de libertad interior y de dignidad fueron don Antonio Di Benedetto, el escritor de la famosa novela Zama entre otras tantas publicadas, y Ángel Bustelo, un dirigente comunista, proveniente de la aristocracia intelectual mendocina. Tenían en común que a ambos los encarceló la estupidez de los milicos, pero después adentro, los unió la dignidad. Para el cuidado de nuestras almas (descarriadas o no dependiendo del cristal con que se las mirara) contábamos con el asesoramiento espiritual del capellán de la cárcel,


el padre Latuf. Un cura jesuita. Casualmente, yo cursé el colegio primario en el San Luis Gonzaga, de los jesuitas. Recuerdo que su director, el padre Goycochea, era una persona muy solidaria. Los domingos iba a una villa del barrio San Martín y ayudaba en diferentes tareas junto al padre Llorens, el Macuca. Quizás esa actitud tan solidaria del director del colegio, fueron la matriz inconsciente de mi vida. Hablando de los jesuitas, cuando salí en libertad, me encontré en la calle, en la manzana de los jesuitas, a otro entrañable cura, el padre Bruza, quién a pesar de los años se acordaba de mí. El capellán de la cárcel tenía una voz pausada y agradable, y escondía detrás de unas gruesas gafas, unos ojos grandes y claros. Tenía un caminar encorvado y humilde. Su humanidad le hizo descubrir el sentido de nuestras luchas, entendió que no éramos esos perversos subversivos sin moral y sin alma, como lo había entendido también don Di Benedetto, al rechazar ser trasladado a la enfermería, anécdota a la cual me referiré más adelante. Este curita muchas veces se jugó la vida transmitiendo información nuestra al exterior, información que en algunos casos significaba traer luz y esperanza a nuestras vidas y a nuestros familiares. Se hizo solidario de nuestras necesidades más primarias y nos escuchaba con profundo interés y empatía. La misa que nos brindaba a todos incluía a los creyentes y a los no tan creyentes, que asistíamos igual como forma de agradecimiento a su actitud. Otra manera de ganarle al horror y a la estupidez fue la risa, y así se constituyó un Comité de joda en el pabellón de los pulentas. Ese comité era el encargado y responsable, de diagramar, escribir e ilustrar una humilde revista de humor llamada El Fideo Moñito.


Comité de joda (a modo de manifiesto) Avelino El Fideo Moñito

Estaba terminando el atardecer, hora en que no teníamos ninguna actividad rutinaria. Me puse a caminar por el patio cuando se entreabrió levemente la puerta de una de las celdas y vi asomarse al Zappa (Edgar Godoy) que me hacía señas con mucha discreción para que fuera hacia allí. En el interior de la celda se encontraban el Croata (Ivo Konkurat), el Ligerencio (Raúl A. Bustamante) y el Vinchuco (Alberto Jorge Ochoa Quiroga), quienes atropelladamente y encimándose en el uso de la palabra, trataban de explicarme el sentido de la reunión y para qué me habían convocado. Cuando esto último quedó en claro, supe que estábamos fundando El Fideo Moñito, una revista de interés general cuya tirada sería de un solo y exclusivo ejemplar que vería la luz de vez en cuando. Aclaremos un poco el tema: El Fideo Moñito era una publicación de y para los presos políticos de Mendoza, concebida con el revolucionario propósito de reírnos de nosotros mismos y solamente los implicados en su elaboración y difusión debían conocer la identidad de sus autores. Por eso la clandestinidad de aquella reunión y la discreción con la que fui llamado a ella. Hoy agradezco mucho a mis compañeros el haberme honrado con la decisión de integrarme al equipo de El Fideo Moñito, porque el humor, la risa y también la reflexión nos permitió,


junto con nuestras convicciones, sobrevivir con integridad y alta moral todas las maldades e injusticias que sobre nosotros descargaban los cada vez más inhumanos represores de la dictadura. Muchas veces me he preguntado si mis compañeros me eligieron por mi habilidad para dibujar caricaturas y chicas de hermosos cuerpos o si realmente, como me dijeron ellos, fue por mi amor a la patria, mi espíritu de sacrificio y mis profundas convicciones revolucionarias. Por ese entonces nos hallábamos todos alojados en un mismo pabellón de la penitenciaría de Mendoza, de modo que la tarea de confeccionar la revista sin que se enteraran los demás era un esfuerzo adicional al trabajo colectivo de encontrar los temas a desarrollar, escribir los artículos, conocer las anécdotas y las flaquezas de nuestros compañeros además de esforzarnos para que esos materiales tuvieran la suficiente comicidad sin menoscabar la dignidad de los elegidos. Aunque la verdad es que esto último, no nos preocupaba demasiado. El primer número de El Fideo Moñito vio la luz en ese pabellón, un atardecer en un momento de pausa en las tareas que nos dábamos y las que nos imponía el funcionamiento del régimen carcelario. No sé si fue antes o después de que trajeran la cena (es decir, el habitual guisote de grasa agua y fideos moñito), que de tanto repetirse le terminó dando el nombre a nuestra publicación. Para que nadie preguntara sobre el origen de la revista se había decidido que fuera el Polo (Guillermo Martínez) quien la presentara por ser uno de los más respetados entre todos. Así se hizo, él mismo comenzó a llamarnos a los demás para que nos sentáramos en el patio a compartir la novedad. Acto seguido anunció que había salido El Fideo Moñito.


Con la mano en alto mostraba el único ejemplar de la revista, gesto que nuevamente repetía toda vez que debía exhibir una caricatura o ilustración, en tanto que leía en voz alta los textos que desataban el asombro y las risas de todos los presentes. Así, El Fideo Moñito fue creciendo en el conocimiento y la consideración de todos los huéspedes de aquel pabellón de prisioneros de conciencia, en la medida en que transcurrían los días y los meses, hasta convertirse en un protagonista más de aquel colectivo. Sus páginas exponían la personalidad caricaturizada de cada uno de nosotros, anécdotas de la vida carcelaria o chismes sobre nuestras vidas en libertad, cosas destacables y graciosas que nos hubieran ocurrido en el entorno familiar, laboral o en nuestras relaciones sentimentales. Cuando digo «cada uno de nosotros», incluyo también a los miembros del equipo que la producía y confeccionaba. Porque para no dar pistas sobre la identidad de sus probables autores, nos guardábamos –entre otras maneras–al incluir a nosotros mismos como víctimas de las cargadas, las caricaturas y los comentarios maliciosos que gastábamos para con los demás. Por supuesto que cuando hacíamos eso, éramos más prudentes, considerados y benévolos que con el resto. También en los sucesivos números, la revista fue mejorando su calidad y se comenzaron a establecer temas y secciones de carácter permanente porque permitían una continuidad de gags y de inagotables humoradas. De igual manera fueron tomando cuerpo sus personajes ficticios, entre ellos el mismo Fideíto, un fideo moño caricaturizado con forma humanoide y que cumplía un rol informativo en la revista. Otros personajes fueron El Pavote que no tenía rostro porque surgía de un juego que algunos de los presos estábamos desarrollando entre los compañeros y que consistía en la inven-


ción de un supuesto compañero (podía ser cualquiera de nosotros) que era muy, pero muy tonto y le ocurrían las anécdotas más graciosas por esa condición. Pero en realidad no existía, no era nadie y el juego consistía en que todos los presos –excepto los que estaban al tanto– se preocuparan por descubrir la identidad verdadera de ese tipo tan especial al que llamábamos El Pavote o, en el mejor de los casos, que alguno creyera que era él mismo quien estaba siendo apodado así. No fueron pocos los que cayeron en esa trampa y al manifestar que estaban convencidos de ser El Pavote, los inventores del juego le revelábamos la verdad y le proponíamos sumarse al juego en busca de nuevas víctimas. Con el transcurrir del tiempo y los números de la revista surgió un nuevo personaje, nada menos que La Hermana del Pavote, porque una de las pistas que se daban sobre la identidad del Pavote, era que tenía una hermana muy hermosa. Como dibujante me tocó la desagradable tarea de darle forma a esta mujer y por supuesto me salió bonita, de hermoso y exuberante físico; por lo general usaba muy poca ropa, cuando usaba ropa, porque ¿daba la casualidad de que siempre hacía calor cuando la dibujaba. Incluso en invierno. La Hermana del Pavote no solo cumplía un rol decorativo en la publicación, tenía otras responsabilidades. La tarca más trascendente que le encargamos y que cumplió con holgura profesional, fue entrevistar al conocido escritor Antonio Di Benedetto (autor entre otras obras de la famosa novela Zama) inmediatamente a su llegada al penal. La Hermana de Pavotese apareció en la celda de Di Benedetto portando un ejemplar de El juicio de Dios, último libro publicado por el escritor por ese entonces. Se le apareció muy ligera de ropas y se comentó a insinuar también ligera de intenciones al intentar seducirlo con insinuaciones eróticas muy explícitas. La reacción de nuestro Antonio en esta


ficticia entrevista fue de rechazo e indignación por la conducta inmoral de la reportera y terminó pidiéndole que se retirara. A lo que la chica, despechada, le respondió con insultos y enarbolando el libro le dijo: «Juicio de Dios, ¡Ja! Consejo de guerra te van a dar». De más está decir que cuando Antonio Di Benedetto vio la nota, la tomó con el mismo humor que todos los demás. Pero el primer personaje ilusorio y femenino de El Fideo Moñito, fue otra chica de cuerpo exuberante a la que llamábamos Mina de Fierro y estaba encargada de responder las preguntas que algunos presos hacían al correo sentimental (aclaro que esas supuestas cartas al correo sentimental eran decididas arbitrariamente por los miembros del equipo de redacción, lo mismo que sus contenidos y remitentes). Cuando fuimos trasladados al pabellón once, que era de tres pisos divididos a su vez en dos alas por piso, el equipo de redacción y confección de El Fideo Moñito quedó separado, pero en el ala occidental del piso intermedio quedamos tres de los integrantes: el croata, el Ligerencio y yo. Por lo tanto, decidimos que en este nuevo domicilio instalaríamos la oficina de redacción y sala de creativos de la revista, y procedimos también a una reestructuración del equipo. El Zappa y el Vinchuco, que estaban en alas diferentes, pasaron a ser corresponsales en sus nuevos ámbitos de asentamiento. En las alas en las que no teníamos a nadie del elenco original, elegimos nuevos compañeros para que oficiaran también de corresponsales; y en nuestra ala –donde se centralizaría todo el trabajo– incorporamos a dos nuevos compañeros: el Turco (Daniel Pina) y el Incoherencio (Claudio Sarrode). O sea que el plantel de El Fideo Moñito creció exponencialmente, como también creció el público lector ya que la población de presos políticos –que cuando la aparición del primer número de la publica-


ción éramos menos de cincuenta– ahora estaba llegando a los doscientos o más. No recuerdo cuantos números más se sucedieron, tampoco interesa demasiado. Lo importante es que la revista se convirtió en un integrante más de los afectos y los intereses de los presos políticos de Mendoza. Su presencia era esperada por todos porque suponía un momento de recreación que nos permitía relajarnos, divertirnos y una forma más de catarsiar todas las pálidas del constante verdugueo a que éramos sometidos en nuestra condición de prisioneros de la más feroz dictadura en la historia de nuestro país. El volumen de El Fideo Moñito también creció; se agregaron muchas secciones fijas y para quienes participábamos de su elaboración fue también una experiencia de crecimiento de nuestra capacidad creativa, porque en el transcurso de esta actividad pasamos de ser muchachos con sentido del humor a ser creadores de humor, sometidos a la crítica y el monitoreo del conjunto que vertía e irradiaba opiniones de todo tipo sobre el resultado de nuestro trabajo. Había un ida y vuelta con todos los demás. A su vez, El Fideo Moñito compartía su cometido con otras formas de recreación como el teatro, las canciones, los cuentos y otras iniciativas que surgían de entre nosotros y que constituían una actitud más que positiva para nuestra salud mental y nuestra integridad. Sin dejar de lado el estudio, la disciplina y todas las otras formas de la militancia, seguimos convencidos de que el humor junto con la solidaridad y la valentía fueron fundamentales para que la casi totalidad de quienes pasamos por esa experiencia hayamos salido enteros y sigamos siendo útiles a nuestro pueblo en el largo derrotero de su emancipación.



El humor y el ingenio como última trinchera Daniel Pina

Para proteger a los autores de El Fideo Moñito, los compañeros del staff original, pabellón seis, recurrieron a un segundo staff en el once. Idearon un mecanismo de seguridad sumamente ingenioso y que funcionó a la perfección. Se sabía que la revista podía caer en manos de los yugas en las frecuentes requisas y por lo tanto había que proteger la identidad de los autores. Escribir con seudónimos no generaba ninguna garantía, la mejor manera de esconder un elefante es indudablemente en una manada de elefantes. Se decidió entonces firmar todos los artículos engarronando a algún compañero, o sea firmando con el nombre de alguien que no había escrito el artículo, además estábamos alojados en dos pabellones, lo que hacía más improbable que las firmas fueran reales. A pesar de las escasas luces que mostraban los guardiacárceles, algunos de sus jefes eran más lúcidos y el método funcionó. De la misma manera, en el «correo sentimental» escrito por la profesora Mina D. Fierro, que era acompañada por ilustraciones de bellas mujeres de autoría del Vinchuco (el querido compañero Ochoa) o de Avelino, y donde me tocaba escribir, se elaboraban cartas apócrifas de compañeros que relataban cuitas amorosas, en general referentes al cajeteo, término prendido del lunfardo carcelario que tiene que ver con el extrañamiento de la pareja. Recuerdo una de ellas en que el compañero engarronado de turno hablaba de sus recuerdos nocturnos en los que tenía dificultades para controlar sus manos y la profesora le sugería


atarlas con vendas elásticas, de tal manera de quedar bien con su alma y con su cuerpo. También en referencia a nuestra privilegiada dieta de fideos moñitos con grasa, recuerdo el «villancico» que cantamos para la navidad del 75: Ahí vienen los tachos por la rotonda trayendo el moñito para los presos... Ante la adversidad y el dolor siempre el humor fue una trinchera de resistencia. Por las noches, en el pabellón once, solíamos cantar. A veces se turnaban los solistas con algún tango o folklore y en algunas oportunidades se armaba espontáneamente un coro, que incluso llegaba a cantar en canon, y por la particular arquitectura del pabellón sonaba como canto gregoriano. Aprovechábamos cada espacio, cada momento en que podíamos decidir nuestra conducta como un ejercicio de ese poder, bocados de libertad.


Y... salí íntegro (segunda parte) Ricardo D’Amico Fornes

Desde el humor y desde las actitudes colectivas y solidarias, todo servía para preservarse y no darle el gusto a los uniformados. Se leía mucho como forma de aumentar el conocimiento, y para que las viejas paredes que nos vallaban los cuerpos no impidieran nuestro crecimiento intelectual. Así leíamos mucha historia y muchos clásicos, libros menos permeables a la censura. La literatura, la gimnasia y el humor, eran las virtuosas herramientas de la preservación contra la locura que acechaba constantemente. Una mañana cualquiera de ese otoño prodigioso, al pobre Fariña, uno de nuestros compañeros, que cargaba con la dura enfermedad de la epilepsia, le dio un incontrolable ataque. Se tiraba en el frío piso de baldosas tratando de frenar las burlas y los palazos. A esta gente no les cabía en sus cabezas que lo que le estaba ocurriendo a ese pobre muchacho era una enfermedad. Se frustraron porque no consiguieron el resultado esperado, no le acertaron en la terapia aplicada y ante la imposibilidad de calmar o eliminar el infortunio del joven, lo sacaron de la habitación o mejor dicho del patio interno para llevarlo hacia un destino más discreto. Nunca más supe qué fue de su vida. Se cerraban las rejas, con su característico chirrido, desagradable, metálico, perturbador, como si con eso se tratara de lograr cerrar el alma, la esperanza y la dignidad. A los pocos minutos comenzaba a cantar El Loro, su inefable Cacique cara llovi-


da, cambiando temores por alegría y humillaciones por cierto grado de paz. Otra de las rutinas diarias era compartirla comida transportada en ollas cuarteleras, para degustar en amena ranchada. Casi siempre el menú consistía en el «famoso» guiso de fideos moñito, característico por su gruesa capa de grasa tan «sanamente» agregada por el «chef» del penal. Todo pensado, por supuesto, en función de una «mejor salud» para los contestatarios muchachos. Dada la «calidad nutritiva» de esos guisos, el director del penal consideró innecesario el ingreso de comestibles desde el exterior. No daba para que los familiares de los reos gastaran en traerles más comida. El hondo recipiente de sucio aluminio que transportaba día a día almuerzo y cena, era estacionado en la parte exterior del living comedor, mal llamado «alas del pabellón», donde precisamente se abrían las rejas. En una de esas alas, se alojaba un personaje chiquitito y musculoso, de apellido Flores y oriundo de San Rafael. Era rápido como una lauchita. Siempre se destacaba por su velocidad para ponerse primero en la recepción del menú diario y logrado el objetivo, poder así comer dos veces ¿Cómo lo hacía? Su arte consistía primero en ocupar siempre el primer puesto en la fila, la segunda destreza que demostraba tener era la velocidad con que despachaba el plato de guisote, cosa de volver a la fila a recibir una segunda porción. Al mismo tiempo que aumentaba el frío que traía el otoño, las noticias que ingresaban desde atrás de los muros también eran frías, breves y distorsionadas. El matutino que podíamos leer, era censurado, no nos enterábamos de lo local pero sí había mucha información extranjera, los acontecimientos en Sudáfrica nos levantaban el alicaído ánimo, también la derrota de EE. UU. En Vietnam.


Caminar era conveniente para que las articulaciones fuesen destrabadas, y por supuesto el caminar dentro del patio permitía también concretar una miniterapia que, junto al humor, ayudaban a ordenar los fantasmas que convivían en la cabeza de la muchachada inquieta. Algunas veces eran lindas fantasías que alimentaban la esperanza y el deseo de libertad y otras veces eran fantasmas oscuros que había que espantar. Una persona que no parecía participar del mismo elenco de la película que estábamos viviendo todos era, como ya mencionamos antes, don Antonio Di Benedetto. De oficio escritor y periodista, tenía por entonces 50 años y era un hombre más bien ligado a la más alta alcurnia mendocina que a la plebe, con quien le esperaba compartir un tiempo indefinido en reclusión. Pero a partir de ese momento seríamos sus mejores amigos y compañeros de vivencias; muchachos en su mayoría de veinte a treinta años, que le brindamos una amistad inesperada. Creo que aprendió a vivir con otros paradigmas, cambió su exclusiva tacita de café, única e irremplazable que utilizaba en su antiguo trabajo como subdirector del diario Los Andes por un saquito de té sacado de un estratégico escondite. Dicho lugar era adentro de una de las zapatillas de su compañero de celda, el Pelado Ocaña. En unos pocos momentos, comprendió que la vida significaba cosas primordiales, más bien elementales como para poder sobrevivir a los atropellos cotidianos de la vida en reclusión. Don Antonio, como lo llamábamos cariñosamente, se encontró con una realidad que hubiera sido increíble unos meses atrás para él. Su vida pasó a ser una verdadera pesadilla. Todo solamente por haber permitido que se contara la verdad en el diario Los Andes, corriendo el velo del oscuro negocio de la prostitución mendocina, regenteada en ese entonces por el jefe de la Policía de Mendoza, brigadier Santuccione, alias El Loco,


quien sostenía un circuito de prostitución vip, que no admitía la competencia. Este siniestro personaje, que nunca fue condenado por sus crímenes era un ultracatólico nacionalista y de armas llevar. Fue acusado por centenares de asesinatos y desapariciones, pero lo que lo singularizó en la figura de El Loco, era el haber creado un comando especial llamado Pío XII, cuya principal actividad pública era flagelar o asesinar prostitutas. Esta situación fue denunciada por el diario cuyo director era el respetado periodista y escritor, don Antonio Di Benedetto, lo cual quizás le valió su encierro, ya que nunca se supo oficialmente por qué lo encarcelaron. Un héroe y un villano enfrentados en una épica turbia y despareja. Don Antonio nunca pudo remontar la desazón y la tristeza y dejó entre esas rejas su alma, mientras que El Loco murió en 1996 sin ser jamás condenado. Otro capítulo aparte era la ropa que nos «brindaban», solamente la indispensable como para sobrellevar el frío y el calor. La de invierno era confeccionada con una lana áspera desagradable a la piel, al menos para mí que soy bastante alérgico, pero la forma de vida que estaba atravesando hacía de esa alergia una ridiculez, algo superfluo totalmente secundario. Ni hablar de la confección de esas prendas que era para la «envidia» de los mejores modistos italianos. A don Antonio le fue suministrado ese atuendo mal llamado uniforme, donde cabían dos Antonios, pero lamentablemente no había libro de quejas en ese hotel, solo atenerse con la mejor de las sonrisas a lo que la fortuna nos había deparado. Ese hombre, acostumbrado a una vida totalmente opuesta, ese hombre de elegante y seductora figura observaba a diario detrás de sus gruesos anteojos una verdad distorsionada por las mentiras y trataba de encontrar sentido a su encierro ya que nunca se lo comunicaron explícitamente.


Cierta vez un teniente muy poco amable le ocasionó un gran disgusto. Fue durante una requisa por parte del personal del ejército, junto a los guardiacárceles. Estas requisas se hacían imprevistamente para mostrar autoridad de manera violenta, revisando todo lo que se les ocurriera, hasta lo más absurdo. El teniente responsable de esa requisa le dijo a don Antonio: «¡Viejo hijo de puta, por culpa de tus libros me aplazaron!». De ahí dedujimos que durante sus estudios secundarios al tenientito le habían hecho leer o analizar uno de los libros de nuestro compañero. Evidentemente fue un fracaso en la lectura y/o explicación de alguna obra de don Antonio, y eso significó que se ensañara con violencia y desprecio, y le arrancara los anteojos culo de botella, dándoles unos fuertes pisotones para desquitarse así la bronca acumulada por años. De esa manera brutal le partió los cristales de los anteojos. Don Antonio, ante esa situación, le dijo al Pelado, su compañero de habitación: «Bueno esto indudablemente cambiará mi visión de la realidad». A pesar de estos y de otros maltratos Di Benedetto enfrentó siempre el encierro con una tremenda dignidad. Aquella famosa frase de El Principito de «que lo esencial es invisible a los ojos», aplica a su transformación intramuros, porque a partir de perder sus anteojos y la visión, empezó a tener una percepción aguda y sutil de lo que era realmente importante para sobrevivir a la cárcel. Descubrió que el compartir con nosotros más de un año, le había cambiado su vida radicalmente. Descubrió que, a partir de ese incidente tan ridículo, detrás de los cristales rotos había más humanidad. Y para ilustrar lo dicho vaya esta otra anécdota. En otra oportunidad, un oficial del ejército le hizo una visita privada diciéndole: «Don Antonio, quería decirle que le ofrecemos enmendar algunos errores que hemos cometido. Le proponemos


que siga su detención en la enfermería, donde tendrá otro trato y por supuesto otra alimentación». Don Antonio le contestó después de pensar unos instantes: «No gracias, porque prefiero quedarme con esta gente, que equivocados o no, son más humanos que ustedes». Otra anécdota, de las tantas que recuerdo, fue cuando sentado en el patio del pabellón, junto a otro de los compañeros de infortunio, el Turco, don Antonio le hace un comentario muy significativo con la voz gruesa y pausada que lo caracterizaba: «Turco, me dijeron que me traían con guerrilleros peligrosos, los señores militares, pero adonde estoy me tratan muy bien, se preocupan por mi salud, me dicen que tome mis remedios, entonces ¿cuáles son los peligrosos asesinos, Turco?». Y el Turco respondió con una sonrisa que apenas se le percibía en los labios: «Don Antonio, nosotros somos los que lo cuidamos, los peligrosos guerrilleros que le dijeron». Di Benedetto puso cara de sorpresa e interrogación, el asombro le ganó sus pensamientos, evidentemente no le fue fácil comprender esto, al atildado redactor del diario Los Andes. Recuerdo con cierta hilaridad, que a raíz de que uno de sus cuentos se llamaba El juicio de Dios, le hacían chistes: «Don Antonio, ma’ qué juicio de Dios, consejo de guerra». Una forma irónica de tomarnos la realidad en la que estábamos viviendo. Una cosa eran los miedos que le metieron en su cabeza los militares y otra era la realidad sin tapujos, esa realidad que paradójicamente descubrió con los anteojos partidos, por los groseros pisotones de un hombrecito con uniforme verde oliva. Nuestro compañero escritor y periodista tuvo una manera muy original de escribir un cuento. Cuando le mandaba correspondencia a su hermana desde la prisión, comenzaba siempre las cartas con un mensaje cifrado que decía «Anoche tuve un


sueño»: de esa forma ella logró transcribir por completo el relato Aballay. Así de poco común y digna de mencionar fue la forma en que se logró llegar a publicar. Tanta fue la perseverancia de la hermana, que después de esa lenta reconstrucción de todo el material insertado en la correspondencia en forma clandestina desde la cárcel, logró publicarlo en España, con mucho éxito. Mientras Don Antonio (así lo llamábamos cariñosamente en la cárcel) estaba secuestrado o desaparecido, en una reunión que mantuvieron Jorge L. Borges y Antonio Sábato con el general Videla, Sábato pidió por él. Videla aceptó el pedido; de esa forma lo legalizaron o sea que dejó de estar desaparecido, y fue llevado a la cárcel. Así, Di Benedetto se convirtió en un compañero más, que compartía todas nuestras peripecias y malos tratos. Más de un año después le llegó la libertad gracias a las presiones nacionales e internacionales. Con esa libertad se llevó a cuesta la angustia, producida por esa inexplicable prisión. Posteriormente a ser liberado, pidió una audiencia con un funcionario del Ministerio del Interior; no fue fácil de lograr, pero se reunió con el coronel Ruiz Palacios. Su gran interrogante era que le explicaran el motivo de su encarcelamiento. El funcionario le hizo traer un carro con un montón de papeles y le dijo: «Mire, todos esos papeles son los pedidos para su libertad, pero no hay ningún expediente en su contra». Eso significó que la angustia lo acompañara a Europa, donde, a pesar de la inmensa tristeza que lo embargaba, dio conferencias sobre su obra y recibió premios en España y Francia. Una vez recuperada la democracia, en 1984, volvió a Argentina. Quizás el gran dolor por sufrir un encarcelamiento que nunca comprendió fuera motivo suficiente para irse de esta vida, en 1986, sin lugar a duda marcado por esa injusticia desmedida.


Entre los recuerdos del trato que se nos brindaba a los presos políticos, no se puede dejar de mencionar que la calefacción era inexistente durante el invierno. Había que solucionar semejante inconveniente de una manera muy efectiva por cierto: manteniendo el cuerpo activo y siempre en movimiento. Para lograrlo manteníamos cualquier tipo de actividad física, por ejemplo, caminar constantemente en la celda, costumbre que aún hoy mantengo y me es útil en tiempos de pandemia (2020) y de reclusión domiciliaria. Esta rutina cumplía una triple función, mantener el cuerpo activo para combatir el frío, lograr concentración mental que ayudaba para aclarar los pensamientos y mantener un tipo de gimnasia alternativa, además de la habitual. Así soportábamos el frío, sin chistar o chistando por lo bajo, sin que nadie viera que la moral se caía o aflojaba. Pasados ya más de cuarenta años, miramos por el túnel de la historia y valoramos esa forma de soportar las inclemencias. Por otra parte, estaban los vínculos y su manera de sostenerlos. La convivencia diaria y las vivencias se hacían más agradables si dejábamos de lado las diferentes maneras de interpretar la realidad. Esas diferencias ideológicas que en las calles habían sido muy ásperas y a veces hasta irreconciliables, ante la coyuntura de los tiempos adversos, de rejas y de aislamiento riguroso, fueron superadas en pos de un objetivo común, que era la preservación. Pero no había manera de salvar esas distancias políticas cuando aparecían ciertos personajes con la forma de pensar de los golpistas. Se dio un caso muy particular con un preso muy afín al modo de pensar de los milicos y ante esa situación se pidió que lo cambiaran de pabellón. Objetivo que fue logrado después de acaloradas discusiones. O sea que «la grieta» estuvo desde siempre entre los argentinos.


Había dirigentes que sobresalían por su forma de evaluar criteriosamente la realidad con mayor serenidad, claridad y experiencia. Esos muchachos lograron con sus virtudes transmitir la tranquilidad necesaria para poder sobrellevar de la mejor forma posible, la traumática situación que estábamos atravesando. Muchos compartimos esa mirada tan sanadora de encarar lo que estábamos viviendo, comprendiendo la necesidad de construir los andamios de la supervivencia entre todos y para todos. Colaboramos en esa construcción invisible pero primordial para evitar el derrumbe individual de cada miembro de esa tripulación con tan incierto destino. Durante los recreos el sol golpeaba suavemente, sobre nosotros, los caminantes de uniforme azul; algunos de esos uniformes eran chicos para cuerpos grandes y otros grandes para cuerpos pequeños. Poco importaban esos detalles, no eran de mayor trascendencia, lo importante eran esas conversaciones de dos horas para hablar de todo un poco y contarnos mucho. Se hablaba sobre política de la buena y de la mala, sobre historia de todo tipo, sobre física, química, relaciones personales y bueyes perdidos para ver si se los podía encontrar. Así compartíamos conocimientos para mantener nuestro cerebro ágil. Pero por sobre todo el recreo ofrecía la oportunidad de disfrutar al máximo y con gran alivio las caricias del dios febo, y de caminar en el irregular círculo, con una pequeña vereda de baldosas amarillentas acanaladas, desgastadas después de tantos años de ser transitadas. El resto de ese círculo inventado era tierra polvorienta; contorneando ese patio se levantaban los altos muros separadores entre pabellones. Era complicado saber el día en que estábamos viviendo, no teníamos ni almanaques ni relojes que nos aclararan esa incertidumbre, lo cual era parte del método que aplicaban los dueños y señores de nuestras vidas. Había


que hacer un esfuerzo mental para acertar en el día justo. En cierta medida carecía de importancia, ya que no había que ir a misa, ni marcar tarjeta el lunes en el trabajo o ir a la facultad, tampoco estaba en la agenda semanal programar las jodas del fin de semana. En ese aspecto quizás fuese intrascendente saber en qué día estábamos, ya que no teníamos que cumplir con ninguna planificación, pero por otro lado no era saludable desde el punto de vista psicológico por la desorientación absoluta a causa de la falta de ubicación temporal. Por supuesto que la vida carcelaria transcurría dentro de una anormalidad que tratábamos de que no nos afectara; siempre existía el desconocimiento de nuestro futuro. Lo importante en toda esa situación era construirnos anímicamente, para disminuir ese perverso mecanismo, instrumentado por los milicos, con el fin de debilitar la fortaleza psíquica de cada uno de nosotros. La esperanza, esa intangible fuerza cotidiana que trae la alegría aún en las tinieblas, forzaba a nuestros cuerpos maltrechos y a nuestras almas en vilo a seguir caminando erguidos por más deteriorados que nos encontráramos. La esperanza era una bendición tanto para los creyentes como para los agnósticos, era como la marea que se retiraba y volvía a veces con más fuerza, como un sendero que nos permitía seguir a pesar de las tinieblas, que nos daba luz y nos daba fuerzas, que sostenía nuestras convicciones y nos regalaba cierta tranquilidad. Por eso tenían tanta fuerza para nosotros las palabras del poeta turco Nazim Hikmetque escribió desde la prisión: «Nos quieren robar la esperanza». Esa era nuestra lucha diaria interior. Con el crudo invierno que llegaba inexorablemente, también ingresaron nuevos compañeros de infortunio. Todos venían con rastros de las torturas a la que habían sido sometidos. Un


grupo importante de ellos había pasado previamente por un «consejo de guerra militar», que buscaba maquillar de legalidad su encierro ilegítimo. De este modo conocimos a Rocca, Zárate, París, Aquaviva, el Colorado Sabatini, Vignoni y a un grupo de chicas, todos ellos condenados a 25 años para arriba. Esta parodia de justicia finalmente les salvó la vida, ya que los llevaron a la cárcel cuando podrían haber sido «desaparecidos». Una mañana de llovizna helada, la salida al patio dejó de ser recreo –como era habitual– para convertirse en agresión generalizada. Recibimos un golpiza indiscriminada y feroz mientras bajábamos las escaleras, es decir que en cada escalón nos daban un garrotazo contundente ya cada paso, patadones a diestra y siniestra; por supuesto con gran fiereza y gritos alocados por parte de los guardiacárceles y militares que nos visitaron. Todo fue tan violento y perverso que hicimos el descenso lo más rápido que pudimos para evitar, en lo posible, la catarata descontrolada de golpes. Cuando llegamos al patio, fuimos obligados a desnudarnos y luego de estar como Dios nos trajo al mundo, nos hicieron apoyar las manos contra la pared, que tenía mucha rugosidad y asperezas. Nuestros cuerpos desnudos, cubrían el perímetro del patio, que era un círculo deforme. Yo estaba apoyado sobre la pared que daba al edificio; otros sobre las paredes que limitaban con otro pabellón. Poco a poco, la llovizna se deslizaba por la piel cansada de los golpes recibidos durante el descenso, y muchos nos sentíamos angustiados, agarrotados por el frío, pero sin perder la compostura ni la cordura. En mi caso, apoyé las manos en esas ásperas paredes y con total tranquilidad miré de forma sigilosa, hacia los costados para evaluar el estado de la situación, tratando de evitar que se dieran cuenta, los guardias y militares, de mi


actitud absolutamente serena, porque corría el riesgo de recibir una gran paliza si me descubrían tratando de observar a mi alrededor los movimientos de la tropa. A pesar de la gravedad de los acontecimientos que estaban ocurriendo, traje a mi mente recuerdos de alguna película de los campos de concentración nazis. El fugaz color amarillento de las baldosas que contorneaban al patio se convirtió en gris, el círculo de tierra marrón que conformaba la mayor parte del patio, también se hizo gris. No había colores para esta escena, solo grises en sus distintas gamas. Y así quedó en la memoria de casi toda la muchachada que vivió ese día de furia. Fue casi a fines de julio cuando protagonizamos esa película totalmente real, con actores de primera mano, en vivo y en directo. Por supuesto el trabajo actoral fue totalmente ad honorem, con inescrupulosos directores del espectáculo, bien educados por manuales de la perversidad. A alguno de los desnudos muchachos, les fue otorgado el beneficio de la peluquería sin costo adicional, solo gentileza de la casa. Eso sí, ninguno de ellos había pedido ser rapado, aunque ya estaba previsto en los planes de los agentes del orden. A pesar de la crueldad de la situación, nos comportamos con total dignidad porque nos sentíamos unidos, de esa manera pudimos amortiguar y soportar golpes y lesiones. Sintiendo al otro fue que aprendimos a cargar con nuestra propia humanidad, como parte de un solo ser, desobedeciendo los mandatos neuróticos de nuestros represores, y poniendo al otro como parte de uno. Cuando le ordenaron a alguno de los muchachos que vivaran a la patria con el consabido «Viva la patria», nuestros compañeros dijeron «Viva mi patria». Uno de ellos fue el Croata, un pampeano que se caracterizaba por su serenidad y parsimonia. Esa actitud de reformular y resignificar el grito patriótico pro-


dujo una gran cuota de bronca y enfurecimiento en la muchachada de verde, que respondió con golpes más arteros, certeros y helados que los anteriores, tratando de traspasar los músculos y llegar a los huesos, donde la piedad no tenía cabida. Mientras más gritaban los milicos con alaridos que intentaban aterrorizar, y mientras más golpes de palos y puñetazos se descargaban sobre las humanidades deshumanizadas, mayor era nuestro sentimiento de unión casi irrompible. Uno de los muchachos, el Vinchuco Ochoa, no pudo contener su bronca y les gritó «ya nos va a tocar a nosotros». Semejante insubordinación fue reprimida salvajemente, por palos gomas y patadas, acompañado todo por los típicos chillidos histéricos. Pero de la crueldad de ese «casi» fatídico día, se sacaron fuertes lecciones y ejemplos de dignidad de parte de los reclusos.



Los julios son jodidos Guido Actis A mis hijos: Esteban, Laura y Guido A mis nietos: Ramiro, Bernardita y Alejo A mi compañera, amiga, esposa: Alicia

Los julios son jodidos…a los meses me refiero. Fríos y siempre esperando a que pasen. Para lo que fuere, por ejemplo, el invierno. Esa madrugada de un día de julio que seguramente el Mecha recuerda, en la cárcel de Mendoza no amaneció. A los panaderos y cocineros no los llamaron como todos los días lo hacían. Nosotros, ese julio de 1976 en el pabellón once, planta media ala este, mucho no nos dimos cuenta, salvo que sentimos algunos ruidos, gritos, órdenes. Algo no era lo normal, a una perpetua o un mes de reja. Rápido comenzamos a darnos cuenta de que era una requisa general, como en las películas o series, que son de moda, pero real. Llegaron a nuestro pabellón con la luz del amanecer. Comenzaron por la planta baja y no sabíamos qué pasaba. Los primeros indicios fueron «gritá ¡Viva la patria!» y se sentía la voz del Croata Konkurat «Viva mi patria». No podíamos mirar por el patio porque se paseaban con uniformes verdes y fusiles ante rejas y tarros de leche Nido con orines y… después nosotros. Hasta que hubo un momento en que se abrieron las rejas y tuvimos que salir, bajar las escaleras y llegamos al patio madrugador. A desnudarse y apoyar los dedos en el muro. Ahí estábamos totalmente desnudos en la madru-


gada. Ellos, el ejército, los penitenciarios y la ametralladora apostada apuntada. A los gritos y no se les entendía nada. A mi lado, don Antonio Di Benedetto, a quien lo cacheteaban por ser periodista, escritor y director del diario Los Andes. Alguien seguro lo conoce. Para nosotros era don Antonio. Ahí no más se me vino, con dos uniformados que serían subteniente y algo más. Él, el capitán Ledesma (hoy con condena a 17 años), que vivía frente a mis abuelos en San Lorenzo y Mitre, ahí, en el barrio. Cuando me vio, el valiente se me vino y apagaba sus cigarrillos en mi espalda y sus amigos también. Alguna patadita y cachetada y de vuelta a la celda previo túnel de golpiza. Todos muy machos, de uniforme ante presos desnudos. Una valentía impresionante la de ellos. Muchos pibes de uniforme, verde, tenían dieciocho años, colimbas que les decían. Les temblaban las manos. Ahora quieren pibes de dieciséis. Cívicos voluntarios. ¿Se dan cuenta adónde los llevan?


Y… salí íntegro (tercera parte) Ricardo D’Amico Fornes

Julio estaba empezando a agotarse, sus fríos caducaban lentamente, pero sin desaparecer por completo. Agosto estaba cerca, y se aproximaba así la fecha de mi primer año de reclusión en la calle Boulogne Sur Mer6 de Mendoza. Me llevaron un 29 de agosto a las 18, justo cuando iba a una reunión programada con compañeros de militancia. Ese primer año fue de aprendizaje y de maduración. Mi ser cambió silenciosa pero rotundamente, como si las tripas hubiesen sido sacadas y dadas vuelta. Me miraba a mí mismo sin reconocer a esa nueva persona más solidaria, más humana y que aprendió a vivir sin doblegarse. Hacia finales de septiembre nos zamarreó el vértigo de una nueva locura. Por la mañana, nos hicieron salir a los golpes llevando a cuestas nuestras magras pertenencias. Nos arriaron como a animales hacia la entrada del penal. Allí quedaron alrededor de nueve de nuestros compañeros. El resto partimos en camiones cubiertos por toldos y fuertemente custodiados por los milicos. Todo sucedió de manera tan violenta e inesperada que aún me cuesta recordar con precisión el transcurso de esos hechos. Según me cuentan hoy mis compañeros, los jefes dijeron que nos trasladaban a La Plata, pero yo no registré ese dato en aquel entonces, lo cual me hizo tener mis propias conjeturas al respecto de nuestro sorpresivo viaje. A continuación, la mirada y los hechos funestos que les tocaron vivir a ellos, a los que se quedaron en el penal de Mendoza.

6Sede

de la cárcel de Mendoza.


Halloween Guido Actis

El movimiento comenzó como a las dos de la mañana. ¿Lugar? Ahí cerca, Boulogne Sur Mer 2840. La vieja cárcel de Mendoza, la que se veía desde el trolley. El pabellón once con sus tres pisos y cada uno dividido en dos por una pared. No recuerdo cuántas celdas había en cada ala, pero éramos cerca de treinta presos en cada una. Fue el 26 de septiembre de 1976. Como decía, el movimiento comenzó alrededor de las 2 de la madrugada. Se prendieron todas las luces, se abrieron las rejas de adelante y fueron abriendo cada una de las celdas y dando el nombre del que tenía que irse para abajo con todo: colchón, una manta harapienta, plato, cuchara y el jarro de aluminio. Eso era todo. De a uno o de a dos, en algún momento me di cuenta de que había quedado solo, a todos los demás se los habían llevado. Llegó el silencio. Más silencio, hasta que alguno del piso de arriba preguntó si había alguien más. De a uno fuimos gritando el nombre de manera organizada casi militar. No sé a qué hora abrieron adelante y la celda en la que estaba, y me llevaron a la planta baja ala oeste. Allí nos juntaron a todos, a los de las dos alas, oeste y este, seríamos unos treinta, más o menos, del total de doscientos que éramos aproximadamente. De la reja para adentro estábamos perfectamente organizados, y pudimos ver en el cuaderno de la guardia mientras pasábamos el lampazo, que el destino de los compañeros era la U9


(Unidad 9) de La Plata. ¿Y nosotros por qué no? Por más análisis y especulaciones, no éramos quienes teníamos la respuesta. A la hora del recuento y el encierro, el guardia a cargo da una lista nos gritó: «¡Los que nombré preparen todo!». Ni tiempo para razonar: Guillermo Benito Martínez, Carlos Alberto Pardini, Ivo Juan Konkurat, Juan Basilio Sgroi, Walter Desiderio Salinas, Daniel Hugo Rabanal, Guido Esteban Actis, Claudio Sarrode, Armando Bustamante. Los primeros enfilamos a la puerta del pabellón e inmediatamente nos corrigen «¡Para arriba, al último piso!». Y allí fuimos los nueve. Nadie sabía por qué ni para qué. El buen preso no pregunta. Y ahí quedamos. Se suponía que los primeros seis eran la conducción de Montoneros y los últimos dos del PRT. ¿Yo?... montonero, ¿pero de conducción? ¡Ni ahí!. Sin embargo, debía comportarme como tal y a otra cosa. Los días fueron pasando, solo daban mate cocido con pan, un plato con fideos moñitos a la mañana y otro igual a la noche y silencio total acerca del porqué. Y nadie preguntaba. Hasta el 22 de octubre, a las dos de la mañana, que se llevaron a tres y a uno más de abajo, Hermes Ocaña. Hasta el 27 de octubre que se llevaron a otros tres y a otro de abajo, el Mudo Zarate. Y quedamos solo tres: el Polo Martínez, Daniel Rabanal y yo. Nada del destino de los otros. Era para preocuparse. Pero el 2 de noviembre, día de Todos los Muertos, a las 2 de la mañana nos vinieron a buscar a los tres. Nos llevaron hacia abajo, a un lugar que usaban para revisar a las visitas. Nos pusieron contra la pared. Nos encapucharon y nos ataron las manos con alambre. Y ahí quedamos. Silencio, silencio. Y de vez en cuando una voz que no reconocimos nos preguntaba por la edad, si estudiábamos y nada más. El tiempo fue pasando, hasta que empezó a despertar la


cárcel. Serían alrededor de las 6 de la mañana, se escucharon los primeros ruidos. Y de repente una voz que entra apresurado y dice: «¡Contraorden! ¡Estos se salvan por hoy! Llévenlos de vuelta al pabellón». Volvimos al pabellón y estaba todo revuelto. Se habían robado las pocas mugres que teníamos: jabón, algún desodorante que quedaba, nada. Nos quedamos los tres solos y la conclusión fue que nos habíamos salvado de algo ¿De qué? En ese momento no lo supimos, pero la muerte fue la que más votos tuvo. De ahí en más, todas las noches hacia las dos de la mañana despertábamos y orinábamos en el tarro de leche Nido que, a esa altura de los acontecimientos, era imprescindible. El baño estaba al fondo y había una reja de por medio. En el tarro de leche Nido, de 20 a 7, se depositaba todo lo que normalmente se deposita en un baño. Durante muchísimos años fue así, aunque ahora es en el inodoro. ¡Ese 2 de noviembre de 1976 la muerte se hizo amiga nuestra, sin dudas! En lo personal, en ese momento asumí que mi vida no dependía de mí, que estaba en manos de otros. Por lo tanto, no era un jefe, pero iba a actuar como si lo fuera. Y si me llegaba la hora, iba a tener la dignidad y la valentía de afrontarla, no sé de dónde, pero la iba a tener. Luego, muchos años después, tuvimos la casi certeza de nuestro destino aquel 2 de noviembre, pero eso lo contará el Daniel en otro momento. El padre Latuf, jesuita ya fallecido, era nuestro único contacto con el mundo. Mi madre iba a verlo al confesionario y él le daba las noticias de nosotros una vez por semana. «Esta semana lo vi, está bien y le manda un beso». Los días pasaron y seguimos los tres.


En la navidad de 1976 se abrieron las puertas del pabellón y aparecieron los seis faltantes. Los habían llevado a Campo de Los Andes, a la Compañía de Remonta. Nuestro destino no era ese. Escribo este texto hoy, 1 de noviembre de 2018, mañana es 2 de noviembre día de Todos los Muertos, ahora es Halloween. Pasaron 42 años de ese grupo inolvidable. Algunos han muerto. Con otros me suelo ver. Y con Daniel Rabanal nos vemos siempre. ¡¡Qué sé yo... es como un hermano!!



¡Y... salí íntegro! (cuarta parte) Ricardo D’Amico Fornes

Para los que nos llevaron a La Plata, este fue nuestro recorrido: llegamos a la base aérea de El Plumerillo y los camiones se estacionaron en la pista de aterrizaje. Los gritos de los milicos se hicieron insoportables, como para que el temor lograra el objetivo de paralizar tanto cuerpo como mente. En la pista nos esperaba un Hércules, grandes alas y puerta trasera que se abrió como las gigantescas fauces de un saurio y nos tragó uno a uno al interior helado y oscuro de su panza metálica. Como siempre y en respuesta a las situaciones límite, brotó el humor. El Pichi Cangemi, con su corta estatura, pero con tremenda ironía corajuda, nos dijo a la muchachada: «No se peleen por ir del lado de las ventanillas». Nadie supo si en ese monstruo metálico existían ventanillas, puertas, ventanales o algo que se le pareciera. Solo pudimos ver el piso del avión, ya que nos obligaron a reclinar la espalda y mirar hacia abajo. Durante todo el traslado los milicos se ocuparon en dar palos salvajes en nuestras cabezas y espaldas. Poxipol, así llamado por sus compañeros uniformados, era el más cruel de todos. Se ensañó especialmente con los que habían sido marcados previamente con una cinta en la muñeca. Para muchos de nosotros era la primera vez que teníamos el placer de viajar en avión, pero ese debut fuera de lo común estaba cargado de presagios y de elucubraciones subjetivas. El viaje me iba preparando para afrontar posibles situaciones más peligrosas aún. Yo tenía la convicción de que seríamos llevados al campo de concentración La Perla en Córdoba, por suerte ese presentimiento fue total-


mente equivocado y desmesurado. Después del fatídico viaje, de más de una hora, llegamos a un lugar que era más parecido a un hospital que a un campo de concentración, para mi gran alivio. Siempre me preparaba anímicamente para situaciones extremas como si fuese una actitud de autodefensa. En poco tiempo recorrimos varios metros y fuimos introducidos con rudeza a los pabellones de La Siberia, ya pueden imaginar el porqué de ese nombre. En su interior había pequeños habitáculos de cemento, con baño incluido, de dimensiones no muy apropiadas para dos personas. Así empezó nuestra vida en la Unidad 9 de La Plata, con una rutina de 22 horas por día en las celdas y dos horas de recreo al aire libre, siempre y cuando el clima lo permitiera. Allí pasaría los siguientes cuatro años y medio de mi vida. Comenzaba una nueva primavera, la segunda en mi caso, y aparecieron nuevas caras en los pabellones, gente de otros lugares de la Argentina. No conocíamos las historias de vida de los nuevos compañeros, y como ante todo lo desconocido se generaban muchos interrogantes y expectativas: no sabíamos hasta donde podíamos confiar en su silencio cuando vinieran los aprietes. A pesar de eso, se fueron construyendo nuevos vínculos con estos desconocidos, pero vínculos que demandaban muchas precauciones de nuestra parte, ya que el aire imperante en La Plata era un poco más turbio que el de Mendoza. La desconfianza empañaba permanentemente la fluidez de las charlas. Más adelante cuento casos emblemáticos de buchones. Sumado a esto, los guardias empezaron un fino trabajo psicológico para desarmar la sólida camaradería que habíamos construido entre los mendocinos. En ese nuevo «hogar», a pesar de tener que discernir quién era quién entre los compañeros de


pabellón, había ciertas ventajas con relación a Mendoza: el edificio no era tan vetusto, no hacía tanto frío y había menos rejas, aunque más cemento. Mi primera «suite», la compartimos con uno de los muchachos que venía también de Mendoza. La confianza estaba asegurada, había un convivir previo de meses, suficientemente intensos para tener garantizada la tranquilidad de charlas y actitudes. Como dije antes, la celda era mínima, con el baño incluido. También el espacio era reducido, aunque eso no impedía que ambos camináramos, de uno a la vez cuatro pasos cortos, cuatro más cuatro... sumaban mucho. De esa forma el entumecimiento era mínimo. Teníamos mucha tranquilidad en nuestros diálogos dentro del cubículo de cemento, pero, desaparecía en cuánto venía el fajinero que traía la comida. Esta función la cumplía otro preso que se había ganado la simpatía de los guardias por sus dotes de buchón. A nosotros nos tocó el famoso Tigre Millán, hábil en el arte de la delación. Mientras limpiaba pisos o repartía la comida, el tipo escuchaba lo que se conversaba y estudiaba gestos, actitudes y comportamientos que luego informaba a los guardias. La incertidumbre también surgía en los patios del recreo durante las dos horas que teníamos por día. Estos patios contaban con altísimos alambrados y desde allí los guardias tenían una muy buena visual para control y observación. Allí también, debíamos cuidarnos de los buchones. Esto empezó a producir paranoia en muchos y en otros el horrible dilema de preferir la locura a la delación. Un caso conocido en La Plata fue el de un personaje, no recuerdo su nombre, que fue inducido por su madre a ser buchón. Este muchacho, después de volverse loco, fue llevado a la enfermería y se comentaba que se mordía la lengua, como


autocastigo, por haberse convertido en un delator. Cuando su madre lo visitaba, le decía: «andate, buchona». ¿Quién sabe cómo habrá terminado su vida? Otro caso paradigmático fue el de un personaje de tremenda bajeza, Elías Bogarín; incluso antes de llegar a esta cárcel se sabía de sus antecedentes como delator. Desde los inicios, le decían El Cacique. Tenía una mirada vidriosa inexpresiva, una sonrisa pegada totalmente fingida, fuerza hacía para mover los labios y mostrar los dientes como queriendo decir «miren me estoy riendo». La cárcel de Devoto en Buenos Aires fue su primera morada y sus compañeros de esas épocas, sospechaban de su entrega a tan mezquina tarea. Un día aparentemente apacible, en el patio donde se concretaba el «esparcimiento» vigilado, en un ataque de bronca y de furia acumulada, uno de los compañeros, que también venía de Devoto, tuvo la osadía de tomarlo de los pelos y con súbita violencia, tirarlo al piso áspero y gris como la mente de Elías. Al arrojarlo de esa manera tan brutal hizo que su cara diera contra el suelo y el gris se entreveró con el rojo de la sangre. Mientras le refregaba la cara contra el cemento le gritaba «buchón, buchón». Fue tan rápida esta acción y además nosotros nos desplegamos alrededor (haciendo cortina) que el hecho no fue registrado, ni percibido por la mirada de los cuidadores, de lo contrario hubiese sido nefasto para Franco Pagella, el autor de ese acto de justicia. A este oscuro personaje, no solo se le asignaban tareas de delación, sino que además debía reclutar entre los presos a más buchones, para entregar información de todo tipo, hasta la más mínima por estúpida que pareciera.


Teníamos un método para pasar información entre nosotros que llamábamos «el caramelo». Escribíamos con letra minúscula en papeles de cigarrillos y luego los envolvíamos en nylon dándoles forma de un caramelo y cerrándolos herméticos con el fuego de la punta de un cigarro. Lográbamos así una especie de lacrado. En esos caramelos que nos convidábamos circulaban análisis políticos e información de vital importancia; por ejemplo, denunciar afuera las circunstancias de represión que sufríamos adentro. A veces estos caramelos los sacaban los mismos presos comunes en verdaderos gestos de solidaridad. Se supo años más tarde, en la etapa de los juicios a los represores, de un expreso llamado Otto que presentó ante el tribunal como prueba uno de estos caramelos que su padre había recibido y guardado celosamente durante años. Un día, Bogarín les informó a los guardias sobre la entrega de un caramelo. El muchacho que recibió ese papel, Marcos Ibáñez, fue llevado a los calabozos de castigo, donde la rudeza de ese castigo significó su muerte, luego de una patada en el cuello. Sin remordimientos, Bogarín siguió siendo la misma basura que había sido siempre. Con los años, ya pasada la etapa de algarabía militar, me encontré al Cacique, sin plumas, pero lleno de mierda en su alma y sangre, mierda que jamás se pudo sacar. Vivíamos ambos en Villa Mercedes, lo cual me produjo una repugnancia inmediata, por el recuerdo funesto de aquellos años compartidos en la cárcel. Por ese entonces (1992/1993) participaba yo en una organización de derechos humanos y nadie de los que frecuentaban esas reuniones me creía cuando les contaba con lujo de detalles sus fechorías. Sin embargo, este sujeto miserable tuvo el final que se merecía. Un familiar que había también padecido su crueldad me hizo llegar, tiempo después, un recorte de diario de


Salta en el cual se relataba su muerte. Lo encontraron en un tambor de 200 litros lleno de cal viva. Alguien había hecho justicia finalmente. Retomando la historia de mi estadía en la cárcel de La Plata debo decir que el «confort» era mejor que en Mendoza, pero extrañábamos la buena convivencia. En Mendoza no había ducha de agua caliente, por el contrario, luego de la gimnasia diaria, nos bañábamos a veces con agua helada. Agua que volcábamos sobre nuestras cabezas y la sensación que me producía era como de contracción, como si se redujera su tamaño. No olvidemos que además afuera podía llegar a hacer 5 grados bajo cero. No obstante, todo este rigor lo soportábamos con entereza porque había fuertes lazos de auténtico compañerismo, cosa que no sucedía en el penal de La Plata. Allí, ante la nueva vida de mayor cemento y menos rejas, para muchos de nosotros los pesares se volvieron irreparables. El temor constante a la delación y a la entrega jugaba en ese sentido un papel devastador, llegando incluso a la locura como le pasó al paraguayo Cabral, a quien escuché como se golpeaba la cabeza contra los duros muros de su celda y luego vi, consternado, cuando lo sacaron malherido y cubierto de sangre. Imágenes dantescas que no se borran de mi cabeza hasta hoy. En la Unidad 9 había dos «pabellones de la muerte». Así se los llamaba porque muchos de los que se alojaban ahí habían sido señalados como potenciales reclusos a fusilar. Con la tramposa «ley de fugas» se excusaban para exterminar presos, al mejor estilo del nazismo. Muchos de estos represores han sido condenados a cadena perpetua, como por ejemplo Dupuy, Revainera (el nazi) y Raúl Peratta.


En el medio de la noche, aún en pleno sueño, era común que los milicos entraran en los pabellones, en forma sorpresiva para aumentar el terror, y abrían cualquier celda para llevar de paseo al infortunado, muchas veces al azar; paseo sin retorno que terminaba en algún descampado, propicio para el fusilamiento. Ante esas situaciones, no había posibles defensas o escapatorias, solo atenerse a las consecuencias. Mi compañero de celda me preguntaba, «si vienen y nos sacan, ¿qué podemos hacer?» Y yo le respondía «nada, solo estar tranquilos en la medida de lo posible, y que sea lo que sea». Una terapia para resolver la ansiedad y agresividad contenidas consistía en hacer sesiones de boxeo entre nosotros dos, ya que él sabía boxear y parábamos justo cuando el nivel de agresión se hacía muy alto. Así permanece en la memoria de todos nosotros la vida en la U9 de La Plata, como una eterna espera para enfrentarnos cada día con el horror. Eran muy comunes los castigos en esa cárcel, cualquier excusa servía para justificar ser llevado a los temibles calabozos, agua helada, golpes sin límites. Un botón mal prendido, una sonrisa fuera de lugar, cualquier tontera era un pretexto para ser hospedado en los chanchos calabozos; algunos murieron, en esas visitas tan poco corteses. Me acostumbré a hacerme el tonto, nunca conocí los calabozos de La Plata. Una vez, como conté, me salvé por poco, cuando hablaba con mi compañero de la celda de abajo, pasándonos noticias y a muy pocos metros estaba el director con sus chacales. Por instantes me salvé. El costado luminoso de nuestra vida carcelaria estaba dado por personajes singulares que enriquecían nuestra cotidianeidad. El viejo Ignacio (de apellido Moiraghi), como le decíamos cariñosamente, era uno de ellos. Nos contaba historias sobre el movimiento obrero, con su pipa curva siempre colgando entre


sus labios y éstos marcados por el ocre del tabaco. El famoso viejo Ignacio, con toda su vida transitada por las calles de Buenos Aires y los sindicatos, su modo tan especial de trasmitir experiencias con simpleza y agrado, a un pequeño auditorio de dos o tres personas ávidas de ese tipo de conocimiento de primera mano. Recordaba la anécdota del tesorero de un gremio que no tenía ni para comer, pero custodió el dinero del sindicato hasta verlo llegar a buen puerto. Una tremenda honestidad en el gremialismo de esas épocas ilustraba el cuento. Pocos años después supe, ya en época de democracia, que el viejo Ignacio había comparecido como testigo en la causa que se le iniciara a Bogarín por sus delaciones. Eso habla a las claras de quién era este compañero. Otras cuestiones que hacían más llevaderos y agradables nuestros días eran las infaltables partidas de ajedrez y de dominó. Había buenos contrincantes para agilizar las neuronas. Y por las noches yo caía en un profundo sueño, cosa que debo agradecerle al tata Dios o a mi organismo sano y sin rollos. Cada noche me traía un sueño reparador, que además me regalaba ocho o nueve horas de libertad, si tenía la suerte (como la tuve) de no ser elegido para el famoso paseo nocturno. Al cerrar los ojos, lentamente me iban invadiendo imágenes e historias, que se presentaban como bálsamo y a veces adquirían un nivel de realidad tal que me transportaban a otra vida, más calma, más amorosa, más plena. En una de esas noches de ficticia libertad y de vigoroso y juvenil deseo, entró como nube vaporosa a mi sueño, nada más y nada menos que la exuberante y femenina figura de la Sofía Loren. Llegó como una poderosa Venus, sin ninguna ropa que pudiese interferir con mis deseos. Yo cubrí amorosamente su


cuerpo y el placer fue tan inmenso que pegué un grito como si fuese Tarzán colgándose de las lianas. Me desperté colmado de libertad. Nada ni nadie me pudo arrebatar ese regalo de Morfeo. Fueron instantes de infinito placer onírico, tan reales como las murallas que nos encerraban. La lectura también nos regalaba libertades que estaban ausentes en lo cotidiano, pero presentes al sumergirnos en las palabras puestas sobre el papel y en los mundos que estas evocaban, con personajes e historias imprescindibles, de autores como Carpentier, Cesar Vallejos, Balzac, Shakespeare, Dos Pasos, Steinbeck, Tomas Mann, Cervantes, García Márquez, Joyce, Juan Rulfo, Hemingway, Dostoievski, Tolstoi, Kafka, Faulkner, etc., etc. Esas obras fueron escritas sin saber el profundo efecto que causarían sobre nosotros, transportándonos imaginariamente a lugares impensados, pero colmados de belleza; incorporando, música, colores, sabores, y sobre todo el poder volar sin alas, pero con la mente. Así fue como viajamos a los mares de Cuba junto a un viejo pescador porfiado, sintiendo el aroma salado del mar y el sudor del viejo. Visitamos los viñedos de California con las «uvas de la ira», en semejante crisis de los años 30. Caminamos por las calles de París, hablando con poetas y escritores. Disfrutábamos de un café en El Cairo. Compartimos una residencia de lujo en las montañas mágicas de Suiza, donde disimulaban sus depresiones los ricos europeos. Disfrutábamos también del irascible jugador de Dostoievsky; o del criminal cuya conciencia lo torturaba e inculpaba en Crimen y Castigo. Recorríamos el castillo de Elsinor, donde Hamlet no terminaba de decidirse si vengar o no la muerte de su padre. La guerra y la paz, la obra maestra de Tolstoi. La simplicidad y la profundidad de los poemas de Prévert.


Era interminable la lista, había para todos los gustos y placeres. Por supuesto no faltaba la buena literatura latinoamericana y argentina: Macondo y sus Cien años de soledad, Onetti, Horacio Quiroga, Borges, Roberto Arlt, Mujica Laínez. Eran trozos, instantes, cientos de momentos en los cuales nos invadía la libertad por obra de la lectura. Se iluminaban nuestras mentes haciendo que el desánimo desapareciera y huyeran las sombras. El canto era otra manera de sobrellevar la reclusión. Cantábamos a capela folclore, tango, Serrat. Ese canto llegaba como las aguas de un sereno río, transportando armonía, alegría y recuerdos afectuosos. Las noticias que llegaban con las visitas familiares eran escasas pero muy necesarias. Una de las formas de compartir lo que nos llegaba desde afuera era a través del lenguaje de señas, o sea con las manos; todos aprendimos a reproducir las letras del abecedario con diferentes gestos de la mano. Transmitíamos así, cuidando de no ser vistos por los guardias, todo tipo de noticias desde las más personales hasta las de interés social y político. También usábamos los conductos de los inodoros de cada una de las celdas como medio de comunicación, ya que los baños eran parte de ese espacio mínimo, y hacían las veces de teléfono inalámbrico. La comunicación se producía entre las celdas que coincidían entre el piso de abajo y el de arriba. A veces la situación se tornaba riesgosa, como me pasó en una oportunidad. Mientras estaba hablando con el tucumano Quiroga, sentí de pronto un extraño silencio, sigilosamente miré entre las rendijas y ¡oh sorpresa! a pocos metros el director de la cárcel venía caminando acompañado por sus mejores hombres (casi todos condenados hoy por homicidios). De inmediato tiré la cadena desactivando


el «teléfono», y zafamos de una situación que pudo haber sido mortal. Por suerte, en una época hice una nueva amistad con un sociólogo que había vivido en Chile, profesor en la universidad de Concepción. Las dos horas que duraban los recreos eran valiosísimas, los dos, afuera de los muros y las rejas, disfrutábamos de recuerdos que por momentos se hacían vividos como si estuviesen ocurriendo en esos instantes. Esas horas del recreo, interrumpidas por el «¡A formar!», parecían más largas, medían más de 60 minutos cada una, cada instante repleto de dichos y recuerdos que acompañaban los largos pasos de Traful Álvarez y los míos. Conversábamos como si no existieran los grises paredones y como si las rejas fuesen de papel ordinario. Los dos metros de Traful hacían que tuviese que encorvarse para llegar al metro ochenta mío. Las palabras le brotaban a borbotones al sociólogo, que las volcaba en mis oídos; mientras escuchaba tampoco dejaba de mirarle sus enormes zapatillas Adidas, de un tamaño fuera de lo común. Me contaba, entre otras muchas cosas, la correspondencia que mantenía con Lito Vitale y Liliana Vitale y el padre de ambos, cuando aún no eran famosos. Desde dentro de los muros les mandaba sugerencias de vida, que por lo visto fueron fructíferas. ¡Qué paradoja! Un prisionero dando consejos sobre la vida en libertad. Toda esa amistad se mantuvo hasta que Traful fue beneficiado con la opción de viajar a Londres. Pasaron los años y por esos misterios de la vida, me encontré en Villa Mercedes con Liliana Vitale y con su padre, luego de un recital. En ese recital cantó Liliana y pude apreciar su hermosa voz; mientras escuchaba, recordaba las charlas con Traful. Los Vitale escribían en una revista que se llamaba El expreso imaginario. Por suerte entraba en la cárcel, así que también era motivo de char-


las con mi amigo el sociólogo. Después de ese recital, tuve la oportunidad de dialogar con los Vitale. Ellos me comentaron que Traful estaba pasando sus días en Londres y que estaba bien. Eso fue lo último que supe de él. Caminábamos alrededor de los bancos grises, colocados en el centro de los patios. Eran feos pero cómodos. Algunos preferían sentarse durante todo el recreo, yo siempre fui uno de los caminantes permanentes. Por momentos me sentaba para alguna partida de ajedrez o dominó, a modo de entretenimiento. En una tarde de esas donde las bondades de la naturaleza se hacían sentir, se me acercó Lucho Vázquez, un mendocino, y me dijo con expresión de angustia en la cara «mirá flaco, tengo algo que decirte». Estuvo unos segundos en silencio. Evidentemente le costaba pronunciar las palabras, por fin logró soltar como pudo «¡Lo secuestraron a Pepe!». José F. Fanjul, Pepe, era mi amigo de juventud. Fueron palabras muy fuertes y sentí un dolor desgarrador, me desplomé sobre uno de los grises bancos de cemento. Empecé a evocar a Serrat, su canción Elegía iba brotando verso a verso en mi mente. Miguel Hernández dedica este poema a la muerte de su entrañable amigo Ramón Sigé y dice así: Yo quiero ser llorando el hortelano/ compañero del alma tan temprano/ alimentando lluvias caracolas/ daré tu corazón por alimento/ tanto dolor se agrupa en mi costado, que por doler me duele hasta el aliento (...)No hay extensión más grande que mi herida/ lloro mis desventuras/ no perdono a la muerte enamorada/ no perdono a la vida desatenta (…)quiero escarbar la tierra con los dientes /y besarte la noble calavera /y desamordazarte y regresarte. Volverás a mi huerto y a mi higuera:/ por los altos andamios de las flores/ pajareará tu alma colmenera/ de angelicales


ceras y labores./ Volverás al arrullo de las rejas, de los enamorados labradores/ Alegrarás la sombra de mis cejas /y tu sangre se irá a cada lado disputando tu novia y las abejas/Tu corazón ya terciopelo ajado/ llama a un campo de almendras espumosas / mi avariciosa de enamorado/ A las aladas almas de las rosas / del almendro de nata te requiero/ que tenemos que hablar de muchas cosas/ compañero del alma compañero. Mi dolor se fue transmutando en recuerdos, tibios recuerdos, de los quince y dieciséis años, salpicados de alegría. Imaginariamente, retomé aquellas viejas charlas de nuestra juventud, de las tardes que, con Dany, nuestro amigo en común, nos tomábamos juntos el colectivo, en esas calurosas siestas mendocinas, hacia el disfrute veraniego de la pileta. El cariño fraternal que nos unía en las buenas y en las malas se hizo patente de nuevo en 2015, cuando en un encuentro con Dany (quien fuera el primero en darme trabajo al salir yo de prisión en 1981) nos abrazamos conmovidos luego de haber conversado largo sobre Pepe y ambos sentimos en ese abrazo, su presencia entre los dos. Y también estaba Laura entre los dos. En aquellos años, profundas discusiones surgieron por supuestas rivalidades, por celos con Laura. Ella se obstinaba en tener la exclusividad de tu tiempo, yo no me resignaba a cederlo. Ambos acudíamos a tu sabiduría, íbamos a pedirte consejos y vos, Pepe, con tu madurez nos contenías a ambos. Canto para Pepe Caprichosamente presente Nuestra juventud temprana y tus consejos. Nuestras necesidades, tu madure.


No existía futuro ni pasado. Solo presente que nunca dejó de machacar y machacar sobre la memoria. Hay y sin tiempo. Qué fuerza tenían tus palabras. Que contundencia tus dichos. En los peores momentos, Serrat. Sus canciones en tu voz consolando el dolor de los demás, cambiando lo trágico por la esperanza. En los campos de concentración pusiste luz con tus palabras. Quizás las mismas con las que nos aconsejabas a Laura y a mí. La terca y obcecada memoria tiene el descaro de desparramarnos, lágrimas a nosotros, los amigos de la primera juventud. Hemos cumplido con vos amigo. Hemos hecho trizas el olvido. ¡Que no triunfe jamás! Mucho tiempo pasó, Inmensos fueron los instantes vividos, y tan contundentemente presentes. ¿Sabía la vida de esto? ¿Conocía de la porfía de los afectos? ¿De la tozudez de los sentimientos? Ellos. Pudieron robarse las vidas, Esconder las sonrisas, Inmovilizar los cuerpos,


Quisieron enterrar los recuerdos. Nosotros Los desenterramos tenazmente, Y los volvimos Memoria y Afecto. Era imprescindible no dejarse impregnar por el dolor y no dar lugar a las tristezas. Por eso luchábamos para guardar intactos los recuerdos gratos de nuestra vida anterior, no borrarlos. En esos momentos, había que achicar la extensión de la herida, minimizarla y seguir construyendo pequeños resquicios de libertad, condicionada por los muros, pero no por el alma. Cambiábamos dolores y penas por mucho humor para no destruir la vida, para preservar la integridad. Los recuerdos también transitaron por La Plata, la ciudad de los Tilos. Me vinieron nostalgias de los años 1972 y 1973, cuando visité y viví unos meses en esa hermosa ciudad, para anotarme y empezar a cursar la carrera de ingeniería. Fueron meses mágicos, cortos, pero intensos, viviendo en la casa de Pepe con su familia, con mucha vida y pujanza estudiantil en la ciudad. Compartimos recorridos en su Ami 8, trabajando en reparto de golosinas. Compartimos caminatas por las húmedas veredas, charlas sin fin y risas necesarias. Muchos años después, por esas casualidades, o no, de la vida, me encontré con Cristina Parente, una compañera de infortunio, que compartió el secuestro y posterior encierro con Pepe. Ella me contó como Pepe les cantaba por las noches, sobre todo canciones de Serrat, para lograr que sus compañeros mantuvieran el ánimo alto, cosa que lograba a pesar del horror. Cristina también me relató como Pepe le salvó la vida, ya que era médico, y se hizo abrir la puerta de su celda después de mucho gritarles a los guardias para poder ir a atenderla. Así de enorme


era Pepe. Su hermano me contó tiempo después que fue fusilado a los cuatro meses de haber sido secuestrado en la comisaría del Pozo de Arana. ¡Cuánto me faltas compañero del alma, compañero! A principios del 78, cuando ya llevaba dos años y medio preso, se desató un verano tórrido, con una pegajosa humedad acompañando al calor. Soportarlo era una condición no excluyente. No quedaba otra, no se podía evitar, sin aire acondicionado ni ventiladores disponibles, solo había que optimizar el escaso aire que permitían pasar los muros, las gruesas puertas, y las desconsideradas rejas. Me había inventado un curioso método para sobrellevar las altas temperaturas. Me acostaba boca arriba y casi desnudo en el piso, y me ponía una toalla mojada sobre el pecho. Inmóvil para evitar todo gasto de energía, disfrutaba de las corrientes de aire que circulaban a ras de suelo, que se colaban por entre las rendijas de las puertas y ascendían por mi cuerpo para aliviarlo. Antes de que se terminara ese verano, fui estremecido por una ingrata pesadilla con presagios nebulosos. En la mitad de la noche soñé con la historia de Ana Frank, cuya película yo había visto cuando era chico en el cine cerca de mi casa. Me desperté sin que el sueño se atreviera a ganarle al insomnio. Calculaba que serían las dos o tres de la mañana del veintiséis de febrero y quedé con la mirada pegada en el techo de la celda. Lamentablemente a los pocos días mi madre me visitó anunciando la desaparición de mi hermana Cristina. Fue así como la pesadilla y sus oscuros augurios se convirtieron en una tragedia familiar. Mucho tiempo después, en mis intentos por reconstruir las circunstancias de su secuestro y desaparición, di con una mujer en Mar del Plata, que fue la última persona que la viera con vida. Ella me relató que la había visto pasar por el


fondo de su casa a través de los ventanales, poco después de la medianoche y registraba este dato con precisión porque a esa hora recordaba que había terminado la transmisión del canal de televisión. Ese dato me estremeció porque solo un par de horas después ese fatídico 26 de febrero, yo me había despertado en mi celda a partir de aquella inquietante pesadilla. La memoria es gentil, me trae lindos recuerdos de la vida con Cristina y Mabel. Yo soy el mayor de los tres. Mi madre me delegaba la responsabilidad de su cuidado y yo lo tomaba muy en serio. Una de mis tareas era ir a buscarlas a la escuela de monjas. Era yo cuatro años mayor. Una tarde las espero a la salida de la escuela. El tiempo pasaba y mis hermanas no aparecían. Me vuelvo a casa, que quedaba a cinco cuadras del colegio Padre Claret. Luego de un par de horas aparecen las dos. ¿Qué había pasado? Se habían ido a ver Los bucaneros (una serie de TV de esa época) a la casa de una compañera. Tanto Cristina como Mabel fueron militantes y sufrieron cárcel. Cristina fue secuestrada y desaparecida; Mabel pasó su embarazo detenida. Cada vez que ellas sufrían, en mí se actualizaba aquella vieja angustia de la infancia cuando debía cuidarlas y protegerlas de cualquier daño. Recuerdo una tarde cuando volvía de jugar, las veo a las dos en el escalón de la entrada, desnudas, llorando; se habían quedado solas bañándose, y se asustaron, yo me sentí responsable de esa situación. Pero lo más importante que dejó en mí el vínculo con Cristina, fue la ternura que me transmitía. Sin dudas su pérdida marcó en mí un dolor sin límites. Tuve que vivir con la ausencia de su ternura, del cobijo de su mirada y del bálsamo de sus pa-


labras. Por eso necesité tanto su presencia y la busqué amorosamente por años. Cristina estudiaba medicina en Mendoza, se refugió en Mar del Plata al ser perseguida por su militancia. Durante una visita que me hizo mi madre en la cárcel me dijo que su situación era peligrosa. Le pedí entonces que le dijera que se fuera del país. Mi hermana me hizo llegar, días después, la siguiente respuesta: «hasta que vos no salgas en libertad, yo no me iré de acá». Después la desaparecieron. Quizás la tiraron al mar. Cuando voy a Mar Del Plata, camino por la costa y hablo con ella, me da buenos consejos, igual que Pepe, los mejores consejos. Construyo (diciembre 2020) De lo abstracto provienen los recuerdos, De lo tangible, de lo real, armo el amor de tu presencia. Con la juventud de las miradas, Calmo tu ausencia, En cada jovencita encuentro los rasgos de tu bondad. En mi hija también te veo y te traigo a mi presente. La tristeza amenaza batirse a duelo con la alegría, Y triunfa la alegría. El misterio de tu desaparición no me detiene, Se empodera mi memoria, Tu sonrisa me protege, de los antiguos dolores. La cálida y sutil mirada,


espanta oscuros fantasmas. Sin querer, sin nadie proponérselo, sigues viva y vienes a mí. Es muy sabia la vida, Quiere que cumpla con tus ausentes pedidos, Pero no estoy solo. Muchos ojos me traen los tuyos, Sin designios ni pedidos, Solamente porque viven y con ellos, vos! En la delicada presencia de mis hijos, En la sutil existencia de los que amo, En tu recuerdo Nastasia De los que siempre están. Con los que construyo este arte de vivir, con los que te construyo, Querida Cristina. Corría el año 78 y por suerte, más allá de los océanos y mares, muchos gobiernos, por haber recibido a compatriotas exiliados, conocían la verdad de los hechos y los periodistas extranjeros los divulgaban. Francia, Alemania, Suecia, Holanda, Italia, Inglaterra, EE.UU., España, México y algún otro país albergaron a ilustres prisioneros como don Antonio Di Benedetto. Otro refugiado célebre fue Adolfo Pérez Esquivel, quien recibió años después el premio Nobel de la Paz. El mundo empezaba a entender que los muchachos que habían venido a restaurar la moral y las buenas costumbres, prolijamente vestidos con uniformes relucientes, y mucha gomina en sus cabelleras eran toda una banda de forajidos sin ley. A tal punto que para esa época ya había,


entre ellos, internas feroces (recordar a Massera mandando a matar al general Actis). Otro verano se estaba cansando, quería irse, ya empezaban a escucharse los rumores, dichos y entredichos del mundial de fútbol. Querían lavar la cara de una Argentina herida. No sería fácil semejante tarea ante tantas tropelías en las vidas de los hombres y mujeres de a pie. Se empezaban a escuchar los ruidos de la fiesta, a modo de circo romano, fiesta destructiva que empezaría en pocos meses. Era imprescindible adornar todas las vidrieras, que quedaran relucientes para todos los invitados, menos obviamente, para todos los que estábamos del otro lado de los muros, los invisibles, los que había que ocultar, los «monstruos», como se oculta la basura bajo la alfombra cuando se quiere mostrar aparente normalidad. Pero, eso sí, por si algún malintencionado malviviente se le ocurriera opacar la fiesta, «los dinosaurios», como dice Charly García, se habían preparado para evitarlo a toda costa. Las noticias traspasaban los sólidos muros, en su mayoría desagradables: seguían los secuestros y las muertes. Muchos fueron sacados de distintas cárceles y fusilados bajo el amparo pseudo legal de la «ley de fugas». Era archisabido que nadie podía fugarse. Habían inventado esta figura tramposa para justificar el genocidio. Llegó el tan anunciado mundial del 78, el circo que ocultaba la tragedia comenzaba a montarse, la multitud gritaba junto a Videla, Massera, Agosti y Kissinger que tutelaban la gran farsa, sin dimensionar la magnitud de la brutalidad instaurada e institucionalizada, apoyada por la ignorancia de los que creían ciegamente en las mentiras impuestas por la propaganda, desmesurada, vacía de contenido, superficialmente estúpida, pero eficaz en ese momento. Mientras tanto el aparato represor seguía fun-


cionando y en la oscuridad y en las tinieblas se seguía secuestrando. Cuánta alegría colectiva, estadios rebosantes de papelitos de colores, cuánta diversión para tapar tanta perversidad y tanto crimen. Yo ya había transitado en reclusión tres años, y por supuesto ya no era la misma persona; nunca me imaginé ni en la peor de mis pesadillas que todavía me quedaban tres años más adentro. En el año 1979, me trasladaron al pabellón 1 que, junto con el 2, era uno de los famosos pabellones llamados «de la muerte». Allí habían vivido varios chicos malos, considerados los más malos de entre los malos por la «justicia» como irónicamente apodaba a los milicos mi compañero, el tucumano Quiroga, aquel que, colgado de una pierna, con una soga, fuera paseado «alegremente» con un helicóptero por la selva tucumana. Pero para ese entonces ya había dejado de ser el pabellón de la muerte, para ser menos peligroso. El fajinero (encargado de la limpieza y reparto de comida) era Pablo Díaz, uno de los sobrevivientes de la noche de los lápices, después me enteré de que Emilce Moler, Patricia Miranda y Gustavo Calotti también sobrevivieron esa noche. Recuerdo que en ese invierno nos enteramos de algo que nos hizo levantar el ánimo: el sandinismo había ganado la revolución en Nicaragua, desplazando al Tachito Somoza, el despiadado carnicero. Pero mi alegría fue opacada por una noticia triste que me trajo mi madre en la visita. Habían detenido a mi hermana Mabel. Volvieron esos lejanos recuerdos de la infancia, cuando no pude encontrarlas a mis dos hermanas a la salida del colegio y sentí ese viejo dolor nuevamente y al infinito. «No supe cuidarlas», me retumbaba en mi cabeza, sin diferenciar las circunstancias de épocas ni de momentos. Como si fuesen pocos mis pesares, se agregó uno más, con el agravante de que Mabel estaba


embarazada. Ella con su marido, fueron buscando refugios después de haber podido sobrevivir a los secuestros de Mar del Plata (en cambio Cristina no logró eludir la oscura mano del terror). Los dos habían sido detenidos en El Bolsón, cerca de Bariloche. Lo bueno, si es que hay algo bueno en circunstancias tan malas, es que no fue secuestrada por lo tanto estaba legalizada. Los trasladaron en avión a Mendoza, requeridos por la pseudojusticia mendocina. Así me contó mi madre un tiempo después, porque no podía viajar muy seguido a verme, ya que la situación económica estaba bastante crítica y era complicado sacar pasajes para La Plata. Ella tejía todo el tiempo para mejorar sus ingresos, ya que mi padre sentía con más rigor la crudeza de la situación, y sus fuerzas se fueron debilitando. En esas espaciadas visitas me contó también que, gracias a la visita de la Comisión de Derechos Humanos de la OEA, Mabel fue legalizada y poco torturada. Así transcurrió su embarazo en la cárcel, con mucha dignidad, esa misma que le pudo transmitir a la personita que estaba gestando en su vientre, y que nació en mayo de 1980. Hoy es una mujer de 40 años que se llama Cristina, en recuerdo de su tía. Está llena de vida y alegría; alegría que contagia a todo el que se acerca a ella. A mí ya me habían mudado a la cárcel de Caseros cuando ella nació. Recuerdo que los locutorios de Caseros tenían unos vidrios gruesos y fríos, pero a pesar de la frialdad, no impidió que me diera mucha alegría que mi hermana me regalara una sobrina. No fue muy larga la detención de Mabel, salió antes que yo, no recuerdo el mes. Ya ella en libertad nos escribíamos, y en una de esas cartas le pedí que tratara de hablar con amigas, amigas que estuvieran solas, y que estuviesen dispuestas a tener correspondencia epistolar, con un pobre «inadaptado». Es así como Mabel me puso en contacto con dos de ellas, Verónica y


Liliana; las dos figuraban como mis hermanas, y por supuesto firmaban «Mabel», ya que los muchachos que nos cuidaban controlaban la correspondencia. En una de esas cartas, Liliana escribió demasiado amorosamente, y el cartero me dice «¡¡¡pero esa no es su hermana!!!» Yo no sabía qué decirle. Tiempo después, una vez en libertad, conocí a Liliana con quien hice pareja. Todo gracias a la actitud de mi hermana. Cuando la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA, en tiempos de la presidencia de James Carter en EE.UU., comenzó a escuchar de parte de nuestros familiares los testimonios dolorosos, las denuncias de todo tipo de vejámenes, pero también que conservábamos la dignidad intacta, se hizo visible a nivel internacional la violación sistemática de nuestros derechos y la desaparición forzada de personas. En misiones protocolares, de saco y corbata, ingresaron a las cárceles y a los campos de concentración para comprobar lo que realmente estaba sucediendo. A mí y a mi compañero de celda, Juan Carlos Yanzón, hoy fallecido, nos entrevistó un colombiano de la delegación. Luego de una cordial charla, posterior a la presentación de rigor, le entregamos un documento de varias carillas, elaborado por los miembros del pabellón, envuelto varias veces en nylon, y escondido debajo de la letrina de la celda, con un hilo a varios metros, para sorpresa de la visita. En esa documentación se les contaba con lujo de detalles toda la represión sufrida en todos esos años. Luego de esas visitas afortunadamente el trato cotidiano hacia nosotros empezó gradualmente a cambiar, se hizo menos riguroso y dejó de existir el terror diario a que nos sacaran afuera para fusilarnos. Ya entrando los años 80, los muchachos peinados a la gomina empezaban a tener problemitas en administrar esta Argentina complicada, las cosas no les salían como ellos pretendían. La


economía se ponía muy difícil, empezaban a quebrar bancos como el BIR y Los Andes del grupo Greco en Mendoza; estas circunstancias afectaban a modo de una caja de resonancia nuestro diario vivir adentro. Se notaba que estaban un poco más debilitados o mejor dicho menos duros con la represión. Ya estaban perdiendo la costumbre de sacar a los presos a dar vueltas sin retorno ni destino, o mejor dicho con un destino que había sido siempre la parca. Construyeron, en Buenos Aires, la nueva cárcel de Caseros, un edificio muy alto, tanto que se podían ver las luces de Colonia en el Uruguay. Eso sí, contaba con más barrotes, y las celdas eran individuales, pero podíamos compartir y tomar mates por entre las rejas. Casi a diario, mi compañero de mateadas era Mandrake (José Kondrasky), quien todas las mañanas tempranito me decía: «Huevo, va el mate». Era inmenso el mate, me costaba mucho terminarlo, pero nadie puede negar que eran muy ricos. Los dos compartíamos las correspondencias, él de su mujer Graciela, yo de mis amigas Verónica y Lili. Los mates eran los desayunos, en muchos de los casos con vistas al Río de la Plata. El sol de los amaneceres se portaba bien con nosotros, era un regalo cotidiano, para todos aquellos que disponíamos de celdas orientadas hacia el este; y en las noches de poca bruma, las luces de Colonia en Uruguay brillaban alentadoras como regalos de la futura libertad; pero eso no hacía desaparecer los gruesos barrotes, solo traía menos crudeza al encierro. Uno de los personajes de humor sin parangón en este nuevo domicilio donde nos alojábamos, era Coco (Jorge Marca). Imposible no contagiarse de su humor cuando se estaba cerca suyo, ya que su inconfundible voz, potente y rasposa, cruzaba barrotes y engendraba alegría, ironías y sarcasmos, sin importarle la situación en que se vivía; para él todo era chanzas, era como un motorci-


to humano de carga automática, que hacía desaparecer los climas ominosos y el miedo en el cual nuestros guardias se solazaban en sumergirnos a diario. Su alegría era muy sanadora, aunque no era consciente de eso, estrechaba los vínculos que querían ser debilitados, mejoraba las relaciones, al impregnar de optimismo nuestros temores y transmutar en risas nuestro dolor. Los amaneceres sin bruma sobre el Río de La Plata, donde lentamente el incondicional amigo sol empezaba a mostrarse, eran un regalo de la naturaleza. Para los que habitábamos en los pisos trece, catorce y quince, el horizonte y su belleza nos pertenecían. Era cuestión de subir un poco el cuerpo y alargar la mirada, y allí estaba, esperando que lo disfrutáramos. El amarillo pegaba sobre el amarronado río, ¡todo se aprecia tanto como cuando se está privado de tantas cosas!: la ternura, el amor, la libertad. Entonces la distancia entre las miradas y el horizonte se achicaba, ya no existían kilómetros, solo eran cortos sentires, largos amaneceres, profundas sensaciones, cálidos naranjas, agradables amarillos, largarle bellos recuerdos al río. Desaparecían rejas, vidrios y paredes, solo el infinito cercano. Un entrañable personaje, a quien conocí en uno de esos pisos, fue el Sapito Saleza. Tenía una gran cultura que compartía generosamente en nuestras charlas. Cargaba en toda su humanidad unos temores desmedidos, tan grandes que le significaban tener un comportamiento de lo más extraño. Se hacía la idea de que estaba viviendo en una nave espacial, fuera de la Tierra y por supuesto de la prisión, su residencia en ese momento. Era muy fuerte su miedo, era más fácil subirse a su nave. Cuando nos conocimos, sus perturbaciones internas le hacían tener ciertas extrañas conductas, y por eso caminaba torcido, ya que, en su imaginación se movía en un mundo sin gravedad y por eso


su andar era gelatinoso, como de flan. Tenía la mirada extraviada, detrás de sus gruesos anteojos, sin horizonte, e iba peinado como si un huracán hubiese depositado su furia sobre su cabellera, desprolijamente abundante. Apenas salía al semipatio enrejado, se dirigía directamente hacia mí, para retomar las charlas que habíamos dejado pendientes en la anterior recorrida circular del recreo. Entre medio de columnas y mesas de ping-pong, caminaba como si no pisara el piso, como los astronautas, flotando. Yo me comprometía con sus miedos, me involucraba en su aislamiento, le insistía que había construido una pared a su alrededor, que le servía de protección, y que esa pared era su nave espacial. Poco a poco, le ayudaba a sacar ladrillo por ladrillo cada uno de esos pedacitos de miedo. Y día a día, charla a charla, su rostro empezaba a encajarse, su peinado comenzaba a ordenarse, sus palabras hilaban frases con cierta coherencia. Comenzaba a escucharme. Eran las palabras de su nuevo amigo que le ayudaban a vivir sobre la tierra, y no en el espacio sideral. Su cabello empezaba a disponerse ordenadamente, su cuerpo enfrentaba airoso la gravedad, comprendía el significado de vencer el miedo. Así había estado yo en los primeros tiempos, casi en otro planeta, con mi mente descentrada; pero al ayudar a Sapito me ayudaba a mí mismo, encontrábamos juntos el camino sanador para ambos. Otra visita importante fue la de la Cruz Roja, con la amable revisación de una hermosa médica que produjo sensaciones por lo demás extrañas en aquellos cuerpos abandonados de todo lo femenino. Quien dio la nota de humor como siempre fue Coco Marca: le hizo piropos muy corteses y agradables. Por supuesto, al contarnos de su atrevida cortesía produjo una gran algarabía en el vecindario. Claro, era un personaje tan especial para hablar sobre mujeres y sus sensaciones... era único en su forma de


transmitir halagos a las mujeres, nunca era grosero siempre caía agradable. El aire de la cárcel empezaba a impregnarse de libertad, nos cambiaba el humor con los nuevos anuncios y concreciones de salidas por la puerta grande. La libertad no solo anidaba en nuestros sueños nocturnos. La esperanza se convirtió finalmente en realidad. Poco a poco, semana a semana, la muchachada iba dejando atrás las rejas, para volver a estar dentro de las calles, se sentía una sensación indescriptible, sin adjetivos, el bullicio de los autos, el frenar de los colectivos –insoportable para quienes lo viven diariamente– en estos casos significaba una música por demás agradable, soportablemente necesaria, decididamente bella. Volvíamos a la vida, volvíamos a ser ciudadanos, volvíamos a recuperar la humanidad. Una noche, o quizás ya de madrugada, un sueño me sacudió (no fue una pesadilla). Soñaba que me visitaba un militar, alto, fortachón, por supuesto con una cabellera prolija y reluciente gracias a la gomina o fijador, infaltable en los muchachos de las fuerzas armadas. Buen día –me dice– ¿cómo estás? Bien –le digo–. En ningún momento fue agresivo, más bien forzadamente cordial, nunca dejó de mostrar superioridad, nunca dejó de intimidar. En pocos minutos –me dice– te vamos a dar la libertad. Me desperté con una sensación agradable. Pasó una semana, me llevaron a la parte de adelante del Penal. Entré en una habitación pequeña, había un hombre grandote de saco y corbata peinado a la gomina. «Buen día, soy el coronel...» (no recuerdo su nombre). «Te vengo a informar que te daremos la libertad, pero te vas a portar bien», me aclaró, con tono pedante. Como siempre y para no perder la costumbre pretendiendo ser los dueños de nuestras vidas; por suerte yo había aprendido a


ser el dueño de mi vida. Aunque parezca mentira la realidad coincidió con el sueño, o a la inversa. Y se dio nomás, el 18 de noviembre de 1981. Me fui primero a la casa de la suegra de Mandrake en Lanús. Me esperaban con mucho cariño, ropa y comida, pero como soy inquieto no me quedé mucho tiempo. Un par de horas estuve con ellos y me fui a Buenos Aires, viajaba solo en el micro, en ningún momento me perdí. Fui a la casa de Perucho y Marta Ocampo de Vásquez, también me esperaban, me trataron como a un hijo. Por supuesto hablé a La Plata con los padres de Pepe y en un par de horas se vinieron a verme, se generó una charla agradable con los Vázquez, como si se hubieran conocido desde siempre. Siguiendo mi forma inquieta, les pregunté a los padres y al hermano de Pepe, si me podía ir con ellos a La Plata, esa noche dormí en la cama de mi amigo del alma, en realidad creo que no dormí, me acosté simplemente como buscando retomar la charla con él. Estaba flaco y amarillo, el sol llegaba a lo lejos, la comida era poca, tenía un poco de paranoia, me preguntaba si me estarían siguiendo. Pero a pesar de esos detalles, los seis años y dos meses no me habían destruido, me sentía, completo, íntegro, con muchas ganas de vivir. Volví a Buenos Aires, los Vázquez me esperaban con mucho amor. Perucho había sido diplomático, en distintos países, pero su sencillez hizo que me tratara de manera muy afectuosa. Marta era de familia de mucho dinero, pero yo era un hijo más para ella, tenían una hija desaparecida, y Marta era una de las tantas madres de Plaza de Mayo. Me dieron ropa de sus hijos, me sacaron el pasaje en primera para volver a Mendoza, pero por sobre todo me transmitieron una ternura auténtica.


El viaje fue de lujo, con whisky y cena, mientras dormía y no dormía, pensando en todo lo que había pasado en esos seis años. Me sentía entero. Los muchachos del orden y la justicia habían tratado de destruirnos, pero no fue así. Las situaciones límite vividas, casi como en un campo de concentración, me hicieron ver el trasfondo de la verdad y la mentira: que no hay forma de vivir en el egoísmo, como nos impone esta sociedad. Que esa forma destruye al ser humano como quisieron hacerlo con nosotros, y que, en cambio, lograron lo opuesto: que pensáramos y actuáramos por y para el otro, riéndonos de la adversidad, pensando en lo común y evitando así la enfermedad física y psíquica. Salí pensando que esa forma tan solidaria que había vivido durante esos seis años sería mi norte en la nueva etapa. Lamentablemente no fue así. Me llevé muchas desilusiones y perdí mucho. La gente es demasiado egoísta, salvo excepciones, no existe el amor al prójimo, excepto contados casos. La matriz de la dictadura había dejado su huella. Llegué a Mendoza, me fui caminando desde la terminal a la casa de mis padres. Sentía una indescriptible sensación de libertad: el verde de los árboles, la frescura del aire matinal, el canto de los pájaros, todo era una hermosa armonía. Mi madre me saludó con mucho cariño, ella fue la única que me había visitado durante toda la etapa de la cárcel. En una oportunidad ella estaba en una reunión de Madres de Plaza de Mayo que se celebraba en Rosario, con Hebe de Bonafini. Mi vieja tejía mientras escuchaba a Hebe, Hebe se enojó y le pidió que dejara de tejer. Carmen se levantó y se fue, Hebe sabía que ella subsistía con el tejido, por eso mi madre nunca más volvió al grupo. En casa me esperaban mi hermana Verónica –dieciocho años menor que yo– y mi padre, un ser muy sensible que no


cabía dentro de sí, la emoción lo sobrepasaba, a pesar de que mi hermana Cristina no estaba entre nosotros, aunque sí dentro nuestro. Mi vida empezaba a encontrar su rumbo con los míos, con mis afectos. Poco después me casé y tuve dos maravillosos hijos, Analía y Matías, a quienes les dedico este relato, junto a todos los amigos y compañeros que hicieron más suave mi camino hasta hoy.


Y… algo habrán hecho Luis Gabriel Ocaña

Antes de terminar en la cárcel de Boulogne Sur Mer en Mendoza –a la que llegué haciendo el mismo recorrido ya descripto por mis compañeros en este libro, secuestro, D2, juzgado– yo había militado en varios frentes. El primero fue en el Seminario de Lunlunta, con los curas por el tercer mundo (movimiento que empezó con la teología de la liberación y llegó a la liberación de la teología). Luego vino el Banco de Previsión Social, donde fui miembro de la comisión gremial interna, y el PRT (Partido Revolucionario de los Trabajadores). De todas estas militancias, la primera fue la que me llevó a reflexionar después –dentro de la cárcel– sobre lo nefasta que fue y es la iglesia como institución, invadiendo nuestra cultura y formas de pensar. Sobre todo, cuando nos trabajaban el sentimiento de culpa; y el caso es que allí estábamos todos «culpados». En el piso central del pabellón once en el ala de los guachitos después de que la cana apagara las luces, hacíamos una especie de radio a la que llamamos Radio Bemba. Distintos compañeros tenían su espacio: canto, recitado, el estado del tiempo carcelario. Pero un espacio era el esperado: «el radioteatro del Pichi Cangemi». El Pichi había sido sonidista del Oscar Ubriaco Falcón, famoso por sus radionovelas en los años 50 y 60. Y además era un gran actor. Ahí estaba el inolvidable Pichi Cangemi con su radioteatro, en el que hacía participar a todos los compañeros del ala. Y el Pichi contaba como había enfrentado a medio comando de la cana con un alicate en su bicicleta de piñón fijo artillada. En fin…Yo estaba en la celda que daba a la reja de entrada y, haciendo uso de mi conocimien-


to de las escrituras, hacía el cierre con el conocido «Un minuto con Dios». Esto me trajo la fama de ser «el cura» del piso. La cosa es que un día a don Antonio Di Benedetto, que era mi compañero de celda, le habían hecho otra de las suyas los milicos. Le dejaron entrar, juntas a la visita, a su mujer y a una amiga que el viejo había tenido. El pobre llegó destrozado a la celda. Entonces, esa noche, en mi discurso de cierre, insistí en los amoríos de Jesús con María Magdalena, para calmar un poco a don Antonio. Poco después nos acostamos, yo dormía en la litera de arriba, y siento que me tiran de la frazada. Me dije «cagamos, otra vez requisa». Pero no, era don Antonio que me dice: «Luis, usted no me engaña. Usted es cura, yo también he leído las escrituras. Quiero que me confiese». Después de insistir, y viendo que el viejo estaba muy mal, cacé un toallón, me lo puse en forma de estola y así medio en bolas, el viejo me «confiesa» que lo de su amiga había sido un desvío del que se arrepentía. Don Antonio era un tipo sumamente anticlerical. Pero en situaciones de miedo y de terror ese sentimiento de culpa hace mucho daño. Otra vez en La Plata (U9), en el patio, se me acerca el gordo Torregiani que había sido secretario del Sindicato de Contratistas de Viñas, y me larga: «Che pelado ¿si yo rezo vale». «¿cómo no va a valer?», le digo. Y me contesta: «no, mirá, es que yo fui siempre comunista, mi viejo también y mi abuelo anarquista» (le faltaba decir que era pariente de Bakunin). «Puta, le contesto, no solo vale, sino que si lo hacés, mañana salimos todos en libertad». El gordo vivía en Lunlunta y allí se encontraba el seminario en el que yo había estado. Este tenía una piscina olímpica en cuyo extremo había una virgencita de Lourdes, toda vestida de blanco y un día apareció pintada con la hoz y el martillo, en un puro y nítido negro alquitrán. ¡Tres días rezamos en


desagravio! Entonces lo miro y le digo: «¿Gordo, no habrás sido vos?». «Y… –me dice con tono de disculpas– es que cuando uno era más joven… y como me sobraba pintura». Le contesté: «Mirá, no creo que la virgen se haya vuelto comunista, pero eso no tiene nada que ver con la paliza que nos están dando». ¡Es que pesa tanto el discurso que los capellanes y obispos le dan a los milicos con el consabido «y…algo habrán hecho» para recalcar la culpa en otros! Hubo un tiempo en que la sociedad argentina tranquilizó su conciencia cargando culpas sobre las víctimas del terrorismo de Estado. Eran tiempos en donde algunos eran detenidos y torturados, muchos otros eran obligados al exilio y miles eran asesinados o simplemente desaparecidos de la faz de la tierra. La dictadura, que causaba tantos males, se ocupaba de sembrar dudas sobre esas víctimas. «Por algo será» o «algo habrán hecho», repetían hasta penetrar el inconsciente colectivo y lograr la pasividad social ante tantos atropellos. Tanto éxito tuvo esa práctica que millones de argentinos lavaron cínicamente sus culpas y acabaron haciéndose cómplices de los perseguidores. Dice Pérez Esquivel al respecto: Es necesario comprender la situación de sectores de la jerarquía de la iglesia católica en Argentina. No es posible hablar del episcopado como un único pensamiento. Existen fuertes contradicciones y opciones, algunos obispos fueron cómplices de la dictadura militar, así como ciertos sacerdotes apoyaron y traicionaron al pueblo y al Evangelio. Podríamos señalar a obispos como Plaza, Bonamín, Tortolo, el cardenal Antonio Quarracino; sacerdotes como VonWernik, recientemente juzgado y condenado por crímenes de lesa humanidad. Otros fueron la masa gris, sin criterio propio y manejables, como aquellos que dicen, «la Iglesia no se mete en política». Pero deja hacer terminando siendo cómplices por omisión. Luther King decía «Que, lo que más le dolía, era el silencio de los buenos».


[…] Hubo complicidades, mala fe, instigación de sectores de la Iglesia argentina que apoyaron la dictadura. Pero también hubo testimonios de vida, de luchas, esperanzas, y acompañamiento de otros sectores de la Iglesia que dieron su vida para dar vida. Es necesario rescatar los testimonios de una iglesia profética y comprometida con el pueblo, como los sacerdotes Carlos Muria y Gabriel Longueville, misionero francés, asesinados en el Chamical, en la diócesis de La Rioja. Y el posterior asesinato de Monseñor Enrique Angelelli, por la dictadura militar. Las religiosas francesas Alice Dumond y Leonil Duquet, secuestradas y desaparecidas de la Casa de Nazareth en Buenos Aires. El asesinato de cinco sacerdotes y seminaristas Palotinos. Es una larga lista de cristianos encarcelados, torturados y asesinados. Otros fueron exiliados. Debo señalar a compañeros de ruta, de luchas y de esperanzas como monseñor Jaime de Nevares, obispo de Neuquén; monseñor Jorge Novak, obispo de Quilmes; monseñor Hesayne de Viedma, Río Negro; monseñor Alberto Devoto de Goya, Corrientes.7

7Extracto

de la conferencia pronunciada por Adolfo Pérez Esquivel el viernes 21 de marzo de 2008 en el Senado francés, en el marco del Coloquio Argentino de la Memoria. Fuente: https://www.alainet.org/es/active/23089


Frente de noticias Avelino

Ninguna experiencia humana, por más trágica que sea, deja de tener aspectos o momentos por los que se puede rescatar la circunstancia de haber pasado por ella. Cuando nos tocó compartir la celda con el Maní Parao –apodo de mi autoría para un compañero santiagueño– fue para ambos una gran alegría. Es que no éramos personas a las que les gustara la soledad. Preferíamos la incomodidad de compartir un espacio que ya era demasiado reducido para un solo hombre, a tener que estar descontando largas horas e incluso días enteros, cuando llovía, sin tener con quien intercambiar una conversación, un mate, a veces un postre o los recuerdos que cada uno acumulaba. En mi caso ya había vivido la experiencia de soportar compañeros depresivos o conflictivos que resultaban muy poco saludables en tales circunstancias. Sin embargo, los prefería a la soledad. Con mucha más razón me ponía feliz la compañía de alguien con una actitud positiva y un gran sentido del humor. Además, como el Maní Parao era minúsculo no ocupaba demasiado lugar en la celda. Enseguida comenzamos un diálogo en el que fueron apareciendo un montón de coincidencias entre nuestros modos de pensar. Habíamos pertenecido afuera a una misma fuerza de combate, lo que determinaba una fuerte similitud ideológica. Además, nos identificábamos ampliamente en lo cultural. A los dos nos gustaba el folclore, la pintura, la literatura, etc. Pero lo más importante era que frente las circunstancias que nos tocaba atravesar, teníamos casi idéntica visión y valoración de la situación y de las conductas a desarrollar. Hablábamos largamente de la situación


del país. Llegábamos a la conclusión de que la instalación de la dictadura conllevaba una derrota del campo popular y reconocíamos también que tanto la muerte de nuestro comandante, como el descabezamiento de todas las direcciones revolucionarias implicaban la necesidad de un profundo cambio, tanto de objetivos tácticos como de los métodos y las formas con que deberían ser llevados a la práctica. Por supuesto que no renunciábamos a nuestras metas estratégicas ni a los principios que ambos continuábamos sosteniendo como los más correctos. Esas reflexiones nos llevaban a considerar una y otra vez en nuestras conversaciones, el tipo de tareas que debía darse la militancia en consonancia con esta nueva situación. Se nos imponía una retirada, y concluíamos que no se podía pretender ni ordenada ni planificada porque habían quedado cortados todos los lazos organizativos, incluidos los de las comunicaciones. Y la gran penetración que había logrado el enemigo hacía que todos los métodos organizativos, todas las reglas de conspiración debían ser revisadas y en la mayoría de los casos, desechadas, para no continuar recibiendo golpes y así poder preservar lo que quedaba de nuestras fuerzas. Esto debía ocurrir tanto en la calle –es decir afuera– como en las prisiones, en los campos clandestinos y para los blanqueados como era nuestro caso. Éramos a la vez conscientes de que con estos conceptos estábamos dando un giro muy grande en nuestra manera de ver las cosas, en nuestras ideas y expectativas y también en el temperamento que nos caracterizaba a todos los integrantes de la generación revolucionaria sesentista. El clima de desconfianza que nos rodeaba se tensaba más aún cuando los represores hacían traslados de prisioneros o


reubicaciones ya que nos mezclaban con compañeros provenientes de otras prisiones y de diferentes camadas. Esto hacía que nos encontráramos con muchos desconocidos. Después de ocurridos estos cambios, en los primeros recreos salíamos todos con mucha ansiedad a buscarnos y encontrarnos con los compañeros, pocos o muchos, que habían quedado de la camada preexistente. Queríamos indagar acerca de los pormenores de la nueva maniobra y requerirnos datos, los unos a los otros, por si alguien tenía información sobre el destino de los que habían sido trasladados; también intercambiar opiniones y reflexiones sobre el sentido y los objetivos que perseguían los represores con estos movimientos. Después sobrevenía el interés hacia los nuevos locatarios. Nos embargaba la curiosidad y también la ansiedad por conocer sus procedencias y saber también por parte de ellos todo cuanto pudiera aportar al conocimiento de lo que estaban haciendo con nosotros. Fue en uno de estos movimientos en el que apareció el Maní Parao por mi celda. El Penal estaba superpoblado y aquellas celdas habían sido diseñadas por algún trastornado arquitecto con alma de verdugo, para solo una persona. Digo trastornado y perverso y creo que me quedo corto. Porque todo había sido puntillosamente diseñado para incomodar al inquilino. La mesa de cemento con una cavidad bajo la tapa para guardar cosas estaba adherida a la pared de la ventana y tenía un banco en el centro con asiento de madera fijado a una columna también de cemento en el que no había modo de permanecer sentado por más de diez minutos sin sentirse incómodo y el estante de la mesa al tener enfrente este asiento fijo como un obstáculo, era de nula funcionalidad. En el mismo ambiente casi ocupado en su totalidad por un camastro de ce-


mento estaba también el lavatorio y el inodoro cuyo depósito, debido a la genialidad de los enfermizos constructores, se accionaba desde fuera de la celda. Por eso, si uno tenía la mala suerte de defecar después de las siete de la tarde, debía aguantarse el mal olor hasta las ocho de la mañana del día siguiente, hora en que recién le abrían al fajinero del pabellón, que era quién accionaba la descarga de todos los depósitos de las celdas. Comenzó a correrse la voz de que aquellas jaulas de mínimas dimensiones iban a ser acondicionadas para alojar dos internos en lugar de uno como había sido hasta ese momento. Si bien estábamos ya acostumbrados a que en esa dictadura cualquier disparate era posible, no se nos dibujaba en nuestras cabezas cómo podría ser realizado ese acondicionamiento. Hasta que un buen día, al regresar de los recreos, nos encontramos con la novedad de que habían adosado a la losa de cemento que hacía de cama, una estructura confeccionada con perfiles de hierro ángulo, con dos patas que apoyaban sobre la cabecera de la losa y otras dos más largas que las anteriores que se prolongaban hasta el piso. La malla elástica de esta segunda cama consistía en una esterilla de alambre que, respetando el estilo enfermizo de estos trastornados penitenciarios, habían hecho con una separación de diez por veinticinco centímetros para que apenas pudieran sostener las colchonetas que eran de muy escaso espesor. De modo que al dormir sobre aquellas porquerías sentíamos que los alambres se nos colaban entre los huesos. Es más triste aún recordar que este edificio fue construido e inaugurado durante gobiernos civiles. O sea que la mala onda torturadora y perversa que desplegaron hasta el delirio los milicos de la dictadura ya venía desde lejos. Inmediatamente des-


pués de adosar estos camastros, comenzaron a traer a los nuevos inquilinos y tuve la suerte, como ya lo he anticipado, de que me tocara compartir esa covacha con un gran tipo como era el santiagueño al que se me ocurrió llamar Maní Parao porque es un hombre muy pequeño. El Maní Parao era sumamente gracioso y divertido. Eso hizo que me olvidara por momentos de la incomodidad en que vivíamos y le sacara enorme provecho a su compañía. Pese a que la Unidad 9 de La Plata era un lugar –en aquellos años– en que resultaba muy difícil confiar en la gente que uno no conocía ni tenía modo de averiguar quién era ni el grado de seguridad que implicaría sincerarse o confiar algún detalle comprometedor o delicado, en nuestras primeras conversaciones, en las que ambos nos hacíamos elegantemente los boludos, fueron aflorando tantas coincidencias y hubo tanta comunión en nuestros modos de ser y de pensar que no tardamos demasiados días en tomar el riesgo mutuo de identificarnos como lo que cada uno de nosotros era. De ahí en más nos dedicamos a tratar de interpretar la situación general con los pocos y limitados elementos de que disponíamos, y a tratar de especular sobre las nuevas características organizativas y políticas en que debía continuar la lucha, porque –eso sí– golpeados, sitiados, diezmados y debilitados, el abandono de la causa no era una opción para nosotros. Compartimos lo que sabíamos y también lo que creíamos saber sobre las últimas decisiones tomadas después de nuestras detenciones que databan más o menos de los mismos meses. O sea, el proceso que no pudimos vivir por estar adentro, que se desarrolló antes del golpe del 76, durante el golpe y en los años sucesivos. Tomábamos las informaciones que teníamos sobre las formas de funcionar y las comparábamos con anteriores experiencias en el mundo, como por ejemplo Vietnam o la re-


volución en Argelia y comenzamos así a hacer hincapié en la forma y el número de los organismos básicos partidarios, especialmente en el número de integrantes porque nos parecía que ahí estaba la clave para evitar que las inevitables caídas tuvieran un efecto devastador sobre la organización. Entonces conveníamos en que el trío, el grupo básico de solo tres integrantes había sido experimentado con cierto éxito en esas anteriores experiencias revolucionarias. La pirámide truncada de los argelinos era una de las que analizamos teniendo presente que la represión de los franceses en Argelia había sido una de las escuelas de torturadores, cuyos métodos e incluso discípulos de aquel terrorismo de estado estábamos padeciendo nosotros por estos pagos. Nos pareció finalmente que el trío había sido un buen recurso de protección de la organización y preservación de compañeros. Pero quizá ante lo inédito de la represión en nuestro caso hacía que ese número fuera todavía demasiado vulnerable en las actuales circunstancias. Yo entonces le confesé una sensación que me venía a la mente desde que comencé a masticar ese tema. Le dije que habían llegado a la conclusión de que el número del organismo básico era el uno. Sí, le argumentaba, un solo militante debe resumir en sí mismo una célula de la organización revolucionaria. Debía elegir un frente de lucha, aquel donde su rendimiento fuera mayor y siempre pegado a la gente, a la masa del pueblo sin despegarse un centímetro de ella, proveerse la logística y las infraestructuras necesarias con el trabajo de base.


Y no crear más aparatos que solo servían de blanco fijo al enemigo. Y él me daba la razón, pero a la vez me decía que su conclusión era la de pasar del trío al dúo. Porque dos es un número que a los ojos del represor puede pasar por más normal que tres. Además, dos no deja de ser un colectivo. —Pero puede ser el dos o el uno –me concedió– y en realidad yo ya lo estuve poniendo en práctica con el uno porque, sin comentarlo con nadie (esta sería la primera vez que hablo del tema con un compañero), yo había decidido armar mi frente de trabajo aquí entre los presos. —¿Sabés cómo le llamo yo a mi frente? —No, decime. —La Escuela. Porque yo hablo cuatro idiomas, además del santiagueño. Sé inglés, italiano y francés. Entonces yo me ofrezco a enseñarles alguno de esos idiomas a los demás. De ese modo entablo una relación que a la vez es útil, sobre todo si van a salir con la opción hacia el exilio. —Está bueno, le dije. Y claro que es útil. Yo estoy enseñando dibujo a algunos. Y ¿por qué le pusiste la Escuela? —Porque el segundo paso es motivar a esos compañeros a compartir también sus saberes. Así no tengan un oficio o profesión. Todos estamos en condiciones de aportar a los demás algo de lo que sabemos y que ellos no saben. —Yo tengo también mi frente, le dije. Y si hubiera que ponerle un nombre, mi frente se llamaría Recreación. Se trata de tomar iniciativas que sirvan para divertir, para hacer reír un poco a los compañeros y –agregué ampulosamente– es algo muy serio y profundo porque el humores la última trinchera de la resistencia.


El Maní Parao me deslizó una mirada socarrona. De todos modos, yo estaba convencido del efecto sanador del humor y la risa. Y el Maní coincidía conmigo –ya habíamos hablado de eso en otras ocasiones– y también rescatamos frases alusivas a la importancia del humor, así como argumentos destinados a darle al sentido del humor un valor humano y revolucionario. Recordé a SunTsé. No al SunTsé chino, sino a un cumpa puntano que había dicho una vez que otro compañero se había molestado por una broma: «la falta de sentido del humor es un serio déficit ideológico». Y así un montón de ejemplos por el estilo que abonaban la importancia del humor. En todo caso, los gestos odiosos y amargos de los represores, las caras de culo de los Hitler, los Videlas o los Pinochets, nos demostraban que la falta de sentido del humor era patrimonio del bando contrario. Fue esa la oportunidad para contarle a mi amigo la experiencia del Comité de joda en la cárcel de Mendoza y le referí brevemente de lo que se trataba, prometiendo extenderme más sobre el tema en otro momento. Por de pronto me interesaba que le quedara claro que no era una ocurrencia mía en lo particular, sino del conjunto de los presos políticos de Mendoza y en especial de sus cuadros dirigentes quienes tenían la misma concepción respecto a este tema, al punto de haber igualado las actividades humorísticas al mismo nivel que las demás instituciones que nos dábamos los prisioneros políticos, tales como el economato, la biblioteca, la gimnasia y el estudio. Ni que hablar de la mucha necesidad que teníamos todos nosotros de reír un poco y de lo bien que nos hacía. —Última trinchera de la resistencia, repetía el Maní Parao, burlándose de mí. Yo me parapetaré también en esa trinchera y


cuando llegue el enemigo, considerando que es la última, o sea que nos han cagado, les digo un par de chistes y me rindo. Después me explayé un poco más sobre mis fundamentos y objetivos del Frente de Recreación. Y aproveché para hacer hincapié en el detalle de que a veces se logran éxitos apelando a los valores y talentos de que dispone la gente de nuestro pueblo. Entre los presos, como en cualquier colectivo, había quienes tenían mucha gracia para contar cuentos, otros muy histriónicos y expresivos y también los que cantaban bonito y bien entonado. Otros que se destacaban haciendo imitaciones o remedando a los demás y hasta alguno que se sabía trucos de magia. Para descubrir las potencialidades de todo ese material humano de la U9, se nos ocurrió hacer una peña en el segundo recreo del domingo. No era la primera vez que se hacían reuniones de ese tipo, pero nosotros le dimos un formato y le pusimos de nombre La Peñita. Invitamos primero a los que nos parecían más proclives a ese tipo de actos y después a casi todo el pabellón. Nos sentamos en el ángulo más alejado del patio y allí comenzamos con los cuentos, las canciones y demás. Al comienzo hacíamos como de animadores improvisados, incitando a los compañeros de los cuales sabíamos, poseían alguna gracia para que se animaran a compartirla con el resto. Así se iban sumando y sucediendo en la participación y nosotros más algún otro que había decidido apoyar tal iniciativa, interveníamos para mechar con algún otro formato para que no fuera todo canciones o todo cuento. Y los demás nos comenzaron a aceptar en ese papel de conductores o maestros de ceremonia. Por el lado de los cantantes, contábamos con cuatro o cinco que eran muy buenos, incluso alguno de ellos tenía alguna


experiencia profesional afuera. Los otros, que por ahí solo se sabían una o dos, no se amilanaban porque lo de ellos fuera de menor calidad y las entonaban con entusiasmo porque, a decir verdad, cantar hace muy bien cuando se está mal. Con los cuentistas teníamos un elenco bien cotizado, entre los que se destacaba un cordobés muy gracioso e histriónico que nos hacía reír apenas con las primeras palabras de sus relatos, otros cinco o seis que se desenvolvían con bastante dignidad, aunque tuvieran menos creatividad o un repertorio algo más acotado. La diversidad permitía que hasta los más tímidos se animaran a aportar con algo, descubriendo en esa interacción que luego de animarse a una participación, aunque pequeña, les hacía sentirse mejor. A esta altura es necesario aclarar que todo esto se hacía a media voz y teniendo en cuenta qué clase de guardia nos tocaba cada domingo en particular. Eran formas de cuidar ese pequeño espacio incierto que estábamos conquistando. Hablar sí lo hacíamos normalmente, pero para cantar, aquellos que tenían un buen caudal de voz, debían modular la intensidad por una cuestión de prudencia. Claro que a la hora de reír lo hacíamos con todas las ganas, por supuesto cuando los chistes o las humoradas nos producían ese efecto. Un capítulo aparte se merecería los «aplausos»: tuvimos que inventarnos un tipo especial. Lo hacíamos produciendo chasquidos con los índices y pulgares de ambas manos, el sonido era más apagado pero cada uno lo hacía doble. También hubo algunos que sentados en el piso de cemento tamborileaban con los dedos en el suelo y según los merecimientos de cada participación, tenía como resultado una mayor o menor intensidad y duración. Al igual que los aplausos nor-


males en cualquier espectáculo o ceremonia, éstos mostraban la intensidad de las emociones que provocaba cada actuación. En una de estas peñas domingueras, se nos ocurrió insertar un radioteatro, con banda de sonido en la presentación y los relatos. Un cantor cordobés y otro uruguayo eran los encargados de estos sonidos, así como de los efectos especiales. Imitaban con la voz, instrumentos musicales con mucho parecido a los verdaderos. El libreto era un disparate total. Comenzamos anunciando Nazareno Cruz y el lobo y después mezclamos un obispo haciendo de exorcista con Inodoro Pereyra y su perro El Mendieta que estaba en esa ocasión poseído por el diablo. Esto lo hacíamos para aprovechar las posibilidades y recursos histriónicos de los compañeros devenidos en actores. Teníamos un exsacerdote que era muy cómico imitando a los curas, otro que le salía muy bien hacer de paisano y un tercero al que le pedimos que hiciera del Mendieta, el perro de Inodoro Pereyra, porque actuando era como un perro. El hecho de tener un número central les daba otra jerarquía a las peñas y aseguraba un buen resultado, porque todo lo demás venía como complemento; además, ese acto, un poco más libreteado y preparado, hacía que los compañeros se inspiraran y trabajaran su imaginación. Para sorpresa y disgusto nuestro, durante la semana algunos compañeros nos preguntaron si el domingo siguiente continuaría otro capítulo de la radionovela. Querían saber cómo seguía. Tanto al Maní Parao (Rodolfo Bianchi) como a mí, aquello nos fastidió un poco, porque nuestra idea era contrarrestar (tanto con la peña como con el sketch) la tediosa y desgastante ruti-


na carcelaria y creíamos que todos los demás lo entenderían de ese modo. Sin embargo, esta inquietud por la continuidad nos hacía notar que algunos habían sido ganados por esa rutina. Y justamente, quienes preguntaban eso, eran los compañeros más dogmáticos, con concepciones rígidas y que conservaban una lectura sectaria y equivocada respecto de nuestro presente. De modo que, en la próxima peña, nos propusimos sorprenderlos nuevamente para que se les sacudiera un poco sus rígidas maneras de pensar. Comenzamos el número central de la misma manera que el domingo anterior, con el mismo fondo musical, la misma ficticia compañía de comedia, etc. Pero al llegar al título de la obra, en lugar de Nazareno Cruz y el lobo, presentamos El show de Bugs Bunny, con el único conejo ganador de un Oscar, y los personajes de la tira en cuestión. Los «duros» quedaron desconcertados, los demás se divertían mucho y hasta diría que se dieron cuenta de que habíamos hecho a propósito el cambio. Con el Maní Parao comenzamos a buscar una iniciativa que pudiera ser útil y a la vez pusiera a prueba nuestras nuevas concepciones respecto de cómo debería ser la nueva militancia. Estábamos conformes con lo que veníamos haciendo, pero nos parecía insuficiente. Debíamos encontrar algo que movilizara a la mayoría y el principio rector sería partir de las necesidades. Si bien estas eran demasiadas en nuestra condición, debíamos encontrar aquella que se pudiera satisfacer, aunque sea en parte; alguna que pudiera tener resolución en semejante ámbito y en semejantes condiciones. En la búsqueda de esa necesidad que nos fuera común a todos, llegamos a la conclusión de que, si bien había varias, la información era una de las más importantes. Y que se trataba de


un tema que si le encontrábamos la forma podía resultar bastante movilizador. Nos dimos cuenta de que la información –la necesidad de saber lo que está sucediendo– podía ser satisfecha, aunque fuera en una mínima medida. Analizamos el modo durante muchos días: o sea, si debía o no haber algo organizado. Y que, de existir –aunque fuera una mínima organización– esta debía ser «invisible» no solo para los guardias y los buchones, sino también para la mayoría de los propios presos políticos. A ellos les debería resultar algo natural, tan natural como comer, afeitarse o cualquier otra actividad cotidiana. Le dimos unas cuantas vueltas al tema. No nos queríamos apresurar con su puesta en práctica, aunque estábamos totalmente convencidos de que la cuestión de las noticias era nuestro frente de trabajo. Y era el que podíamos y deberíamos desarrollar de ahí en más. Entonces nos abocamos a pergeñar la forma y la estructura que deberíamos crear para cumplir con ese requisito insoslayable de darle forma como tarea organizada, pero a la vez que pasara totalmente inadvertida como tal. Nuestro comienzo fue algo rudimentario. Salimos al primer recreo el día posterior a uno de los días de visita y nos separamos para mezclarnos con los grupos que pasilleaban para escuchar a quienes habían tenido visita de sus familiares. Como era obvio en nuestra situación, saber qué novedades venían de la calle era uno de los primeros temas de conversación después del día de visitas. Y en caso de que el grupo al que nos sumábamos estuviera hablando de otro tema, nosotros preguntábamos a los que habían recibido visita familiar si tenían alguna novedad que fuera de interés común. Para eso habíamos elegido previamente


una serie de preguntas destinadas a homogeneizar y depurar la información que buscábamos. Por supuesto que a algunos de los más confiables les adelantábamos –del modo más discreto posible– nuestro propósito de armar un boletín oral de noticias para el recreo siguiente y compartirlo con todos los demás. Era una forma de que la información que recibía cada uno le llegara al conjunto de los compañeros. No obstante, el primer día nos limitamos a recoger la información en ambos recreos, el de la mañana y el de la tarde, para así poder procesar los datos durante el resto de la jornada y recién al día siguiente pasar el boletín oral. Pero durante el almuerzo estuvimos revisando el tema y decidimos cambiar nuestros planes. Nos dimos cuenta de que era posible utilizar solo el recreo de la mañana para hacer la colecta de noticias, armar luego el boletín durante el intervalo entre ambos recreos y pasarlo a todos los demás durante la tarde. Ya que si dejábamos pasar un día más se iban desactualizando algunos datos y se podían distorsionar algunos aspectos de la información, debido a la subjetividad de cada uno en el transcurso de todas las conversaciones que se compartían durante los recreos. Otro aspecto que estuvimos considerando ese mediodía tenía que ver con la eficacia de nuestro trabajo. Resultaría más fácil memorizar y resumir todo lo que habíamos escuchado para trasmitirlo de un recreo a otro con toda su frescura y novedad. Esa misma tarde estábamos inaugurando nuestro flamante Frente de noticias repitiendo una y otra vez nuestro boletín oral entre los grupos que pasilleaban o se encontraban sentados conversando o jugando al dominó hasta cubrir a la totalidad de los integrantes del pabellón.


A la vez fuimos ganando soltura y mejorando nuestro discurso con cada repetición. Recibimos comentarios elogiosos de parte de los más confiables y una aceptación general. Pero lo más importante es que no hubo ninguna crítica ni comentario o gesto negativo por parte de ninguno. Esto marcaba un comienzo exitoso de nuestro proyecto. Fue aquella una tarde muy especial para nosotros dos y la excitación que nos produjo el buen resultado de la tarea nos duró hasta muy entrada la noche. El balance era bueno, pero todavía resultaba prematuro poder evaluar todas sus posibles consecuencias. Algunos aspectos nos seguían provocando ansiedad, porque suponían interrogantes a los que por el momento no le podíamos atinar ningún tipo de respuesta, sino solo hipótesis y conjeturas. Como por ejemplo ¿Cuál sería la reacción y el comportamiento de los quebrados o de los buchones? –había algunos en nuestro pabellón–. ¿Y cómo evaluarían aquella actividad los compañeros que venían un poco más rezagados en la reflexión sobre nuestro presente? ¿Podrían acaso interpretar algo mal y echarlo todo a perder? Nos preocupaba sobre todo que la actitud de extrema dureza por parte de alguno de ellos pudiera llevarlos a ser imprudentes. Y si caían en la cuenta de que esto de las noticias se trataba de un trabajo militante, pudieran querer absorberlo y apropiárselo para sus esquemas organizativos sectarios y tradicionales. O por qué no, llegar a combatirlo si lo consideraban perjudicial para el desarrollo político e ideológico que ellos concebían. En fin, había unas cuantas incógnitas respecto a cuanto pudiese suceder. Nos preocupaba también que nuestra irrupción


con el boletín hubiera resultado demasiado notoria al punto de concitar demasiados comentarios que llegaran a trascender más allá de lo conveniente. De todos modos, no encontramos otro modo de hacerlo y éramos conscientes de que el comienzo implicaba poner nuestras caras y tomar algún riesgo. Algunos de nuestros compañeros tendrían ese día una vaga idea acerca de cuál era nuestro propósito. Pero serían muy pocos. Para la mayoría solo había ocurrido que, durante el recreo de la tarde, el Maní Parao y el Chúkar (el Chúkar era yo) les acercaron una serie de noticias a manera de un informativo con la aclaración de que estas venían de las visitas. Nadie podía sorprenderse de que estos dos personajes hicieran algo fuera de lo común, porque la imagen que de nosotros se tenía era la de dos tipos que siempre andaban desarrollando alguna broma o alguna iniciativa que servía para alterar, aunque sea un poco la tediosa rutina carcelaria. El Maní Parao daba cursos de idiomas. Yo enseñaba dibujo y se sabía que estábamos entre los que organizaban las peñas que hacíamos algunos domingos, cuando nos juntábamos a contar cuentos, cantar y, en fin, pasar un rato agradable. Por lo demás siempre andábamos jodiendo y payaseando. Pensamos que todo eso podía atenuar un poco la novedad de nuestro nuevo experimento. Repetimos la operación, en los siguientes días de visita y le fuimos tomando oficio con cada nueva experiencia. Nos dimos cuenta de la enorme capacidad que puede desarrollar nuestra memoria, cuando se la ejercita de una forma ordenada y sistemática. A la vez que descubrimos que el acto de informarse bien –de saber informarse– constituye también lo que podríamos considerar una especialidad o un oficio.


A poco andar haciendo de trasmisores de noticias, fuimos notando la cantidad de rumores, fantasías y subjetividades que le afloran a diario a cada ser humano, mucho más en medio del estrés que provoca transitar por situaciones de mucha exigencia. Tanto los prisioneros como sus familiares teñían las informaciones con una gran carga de subjetividad, o las discriminaban de acuerdo con sus ideas, sus expectativas y sus deseos. Tomar conciencia de este aspecto nos llevaba a valorar aún más la tarea que nos habíamos impuesto, porque ese servicio de comunicadores que estábamos prestando a los demás y a nosotros mismos, nos permitía depurar el contenido y el trasfondo de las noticias debido justamente a ese mecanismo que implicaba escuchar sobre un mismo hecho, versiones desde varios orígenes o fuentes. Así, la aparición de alguna noticia un poco extraña o directamente disparatada y que nos era aportada por solo una o dos de aquellas fuentes ya era razón suficiente para desecharla o en el mejor de los casos dejarla en suspenso para ver si se reproducía en visitas posteriores. El estado de satisfacción y crecimiento que nos deparó el «frente» elegido, nos llevó a comprometernos y especializarnos cada vez más con el tema de la información. A partir del desarrollo de nuestra actividad íbamos tomando mejor contacto con la realidad de nuestro país y del mundo. Teníamos más y mejor información por este medio, siendo que nosotros mismos recibíamos muy pocas visitas debido a la distancia en que residían nuestros familiares. Saber un poco más sobre lo que estaba pasando nos ponía en mejor situación y mejoraba mucho nuestro ánimo. Podíamos valorar la realidad del afuera y nuestra propia realidad con mayor objetividad y así podíamos evaluar mejor las perspectivas nuestras y las del país. Todo ese efecto positivo sobre nosotros


lo era también para el conjunto de nuestros compañeros que se les notaba con la moral bien alta. Lo mejor y más destacable del enriquecimiento que suponía la información, nos hizo también descubrir que era una reivindicación ancestral de los seres humanos. Es un derecho también saber en qué situación se encuentra en cada momento, en qué mundo vive, y cuáles son los medios para poder ejercer ese derecho, esa necesidad. Ahora estábamos en una situación distinta: la información que cada visitado recibía se agregaba a lo que recibían todos los que habían sido visitados y llegaba a todos los compañeros del pabellón y a los que no lo eran también. Porque al cabo de algún tiempo nos dimos cuenta de que los buchones, los quebrados y los más flojos en general quedaron integrados y comprendidos en aquella actividad. Y claro, tenía mucha más necesidad que nosotros de saber lo que pasaba, de tener más información, debido a su falta de fortaleza para sobrellevar tan difícil situación. Es sorprendente como una misma contingencia puede ser vivenciada de maneras tan distintas según la actitud con que se la enfrenta. Cumplida una primera etapa en el desarrollo del frente de noticias, se nos impuso la necesidad de aplicar algunas correcciones para mejorar la calidad del trabajo y fortalecer su desarrollo. Lo primero fue incorporar más compañeros que se ocuparan de pasar el boletín y de recoger la información. Esto era más que necesario para evitar que nosotros dos quedáramos demasiado expuestos y para evitar que dejara de ser una actividad «invisible» para el enemigo. Calculamos que siendo seis, ocho o diez los relatores que se ocuparían de esa tarea, se iba a extender por más días nuestro propio protagonismo y el de cada uno de los demás haciendo más difícil la posibilidad de que se notara que había algo organizado.


El segundo aspecto consistía en mejorar la calidad de la información. Teníamos que encontrar la manera de contrarrestar la subjetividad que se notaba por parte de los familiares en el modo de elegir las noticias. Hasta ese momento lo que habíamos logrado era mucho y era bueno, pero podíamos mejorarlo debido al estado de maduración de la experiencia, sabíamos que podíamos ir por más. Estudiamos distintas alternativas. Suponíamos que podía haber una simetría entre nuestro estado de maduración y el de nuestros familiares, y que aquel grado de involucramiento que teníamos adentro no era fácilmente transferible hacia el exterior y mucho menos en forma generalizada. Finalmente llegamos a acordar con los cumpas que ya se habían incorporado a la actividad, pedirles a nuestros familiares y visitantes algo que fuera posible y que se inscribiera en ese salto de calidad que pretendíamos. Cuando tuvimos clara la idea, lo conversamos con todos los involucrados y estuvieron de acuerdo. La nueva orientación consistía en pedirles a nuestras visitas que, en lugar de preocuparse por traernos demasiada información, se concentraran en poder trasmitirnos dos o tres noticias nomás, pero de manera completa y acabada, con datos precisos de las fuentes en que las obtuvieron, de las fechas exactas, si las habían leído en los diarios o las obtuvieron de un noticioso radial o televisivo o en un programa periodístico, etc. Y les recomendábamos que, si se trataba de una declaración hecha por algún personaje importante, se esforzaran en precisar si había sido emitida por el propio personaje en cuestión o referida por algún comentarista o relator, y en este último caso por cuál, y en qué medio se daba, qué programa y por quién era conducido. Después, como cada cual conocía a sus familiares,


sabía hasta dónde podía pedirle o también recomendarle la lectura de un determinado periódico o el seguimiento de tal o cual programa radial o televisivo. Las dos correcciones que nos habíamos propuesto ya estaban en marcha, la incorporación de más relatores fue primero. Los habíamos seleccionado entre los más confiables y, entre ellos, los que se mostraban más satisfechos y colaborativos con el experimento. Eran los que estuvieron dispuestos desde el principio y habían sido clave para que el frente de noticias rindiera frutos desde el comienzo. Tenían diferentes procedencias político-ideológicas y eso, a nuestro entender, era un plus. A su vez, la corrección que recomendamos para los familiares, de cambiar cantidad por calidad, comenzó a rendir sus frutos casi inmediatamente. En muy corto tiempo comenzaron a desaparecer los rumores o aquellas noticias disparatadas que no tenían continuidad. De modo que en poco tiempo la calidad de la información comenzó a aumentar. Notábamos también, cuando nos encontrábamos recogiendo la información, que los compañeros tenían mucha más precisión y seguridad sobre lo que nos contaban. Alguno de ellos nos decía, por ejemplo: «Vino mi esposa que todos los días lee El Clarín». Otro decía: «En mi familia siguen todo lo que pasa en el ambiente cultural y del arte porque son artistas». O: «Un tío mío trabaja en la cancillería y se entera de muchas cosas que no salen en los medios». Y así por el estilo: las noticias comenzaban a llegarnos con un preformato y cierto grado de selección al saber los familiares que las noticias eran compartidas por todos y que se retransmitían de memoria. Fue en plena etapa de maduración de esta experiencia cuando el Maní Parao, en una ocasión en que tenía turno con los dentistas, tomó allí contacto con otros santiagueños de mucha


confianza suya y que se encontraban en otro pabellón con un régimen más benigno en el que se permitía el ingreso de diarios. Acordó con ellos compartir noticias –contrariando todo lo que ambos veníamos predicando desde hacía tiempo–. Fue a propuesta de ellos. Quedaron en pasarle periódicamente un caramelo con un resumen de noticias especialmente seleccionadas. En pocos días más, contábamos con esta otra fuente de información. Recibíamos esos caramelos con resúmenes de noticias extraídas directamente de los diarios. Esto nos lo guardamos solo para nosotros, no lo comentamos, ni siquiera con los más confiables y seguros. Entre otras cosas porque contradecía una premisa que nosotros habíamos trabajado mucho para imponer y que nos había tomado un buen tiempo convencer a todos de que los caramelos no se usaban más, que eran cosa del pasado, que no se podían ni se debían usar, porque el enemigo conocía esa técnica y porque la probable caída en sus manos de uno de esos mensajes traería consecuencias desastrosas para el conjunto y al infractor podía costarle la vida. Entonces lo que hacíamos era mezclar las noticias con las provenientes de las visitas convirtiéndolas en un mismo paquete. En una oportunidad, pude poner a prueba los efectos de tanto ejercicio mnemotécnico que veníamos practicando desde que pusimos en marcha el frente de noticias. Nos acababan de hacer llegar uno de esos caramelos y en el mismo momento en que nos disponíamos a leerlo, escuchamos que los guardias anunciaban el recreo de la tarde y que por alguna razón había sido adelantado en casi una hora, respecto del horario habitual. Teníamos que destruirlo antes de que llegaran a abrir nuestra puerta. Entonces el Maní Parao se puso a espiar por la rejilla del


pasa platos para avisarme cuando ya estuviesen demasiado cerca, mientras yo intentaba hacer la memorización mediante una sola lectura ya que resultaría imposible que en ese escaso tiempo pudiera alcanzar siquiera para una segunda lectura. Decidí relacionar cada una de las notas con un dedo de mis manos, comencé por el pulgar derecho asignándole el número uno y el título de la noticia. Y así con cada dedo hasta completar la derecha y luego continuar con la izquierda y regresar nuevamente al pulgar derecho que ya no sería el número uno sino el once porque eran veintiuna las notas del mensaje. Además del número, como he dicho, le asignaba un título. Por ejemplo: número trece, dedo anular derecho; título Patricia Derián llega a Buenos Aires. Así tuve que recorrer dos veces los diez dedos de mis manos y en cuanto al número veintiuno, bueno… creo que pensaron mal. Lo que hice fue tocarme la nariz y asociarla al número y al título de la última noticia. ¡La última! Por fin y ya estaba con el encendedor quemando los papelitos mientras los guardias se encontraban a dos puertas de nuestra celda. Al salir, accionamos la descarga del inodoro para que el agua se llevara las cenizas del mensaje. Lo más interesante es que pude recordar las 21 noticias, sin olvidar ninguna, gracias a ese método mnemotécnico que había elegido. El incidente del adelanto del horario de recreo había puesto a prueba nuestro entrenamiento y felizmente salimos de esta situación más que airosos y gratamente sorprendidos. Corría el año 1979. Se encontraba en el país la delegación de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). El Frente que habíamos creado nos permitió estar al corriente de todos los detalles sobre la gira que haría esta Comisión de la OEA. Más que preocuparnos por nuestra propia situación –ya que sabíamos que el experimento dictatorial estaba acabado y


que nuestro futuro era la libertad, a la que avizorábamos cada vez más cerca– nuestras expectativas estaban centradas en que aquella visita pudiera ayudar con el problema de los desaparecidos. Los miles de detenidos desaparecidos que no se encontraban blanqueados como nosotros, eran la prioridad. Hubo rumores de que los milicos nos querían usar como moneda de cambio para no aclarar lo de los desaparecidos, la sola idea de que eso pudiera ser cierto nos causaba repulsión. Personalmente muchas veces me ilusioné con la idea de que un día llegaran masivamente a este infierno en que nos encontrábamos nosotros, porque sabía que vendrían de un infierno infinitamente peor. Y que su llegada a las prisiones significaría el final de su condición de desaparecidos. Hasta ese momento, eran contados los casos que yo conocía de compañeros que provenían de un chupadero (sitio de detención ilegal) También fuimos unos cuantos los que vimos un grupo grande de prisioneros que estuvieron por algunos días en la U9, aislados en un pabellón que se hallaba vacío. Los que pudimos verlos, notamos que se encontraban en un estado físico muy deplorable, muchísimo peor que nosotros que ya estábamos bastante mal. Se corrió la voz de que se trataba de militares desaparecidos, conscriptos y suboficiales. Estas personas desaparecieron de la cárcel del mismo modo en que llegaron y nadie supo nada más sobre ellos. Esto por supuesto ocurrió algún tiempo antes de la visita de la CIDH –pagaría por ser más preciso con las fechas, pero es un defecto del que nunca me pude curar, nunca sé en qué día estoy–. Cuando la Comisión visitó la U9, pidieron reunirse con representantes de los presos políticos, les concedieron esa reu-


nión y eligieron un poco arbitrariamente quienes estarían allí. De todos modos, no fueron tan burdos como para mandar a buchones o quebrados, sino presos que tranquilamente podían ser representativos del conjunto. De esa reunión me fue referida una anécdota que la contaré sin poder asegurar que haya sido así porque yo no la viví personalmente. La anécdota en cuestión refiere que un preso de origen cordobés les dijo a los integrantes de la Comisión: —Tengo un familiar que es militar de alto grado y este le ha contado a mi madre en conversación privada, que a ellos nos les preocupa mucho la visita de ustedes porque ya tienen todo arreglado o negociado con ustedes. A lo que el funcionario de la CIDH contestó: —Es mentira. No hay nada arreglado. Y después de una pausa agregó: pero si tuviéramos que negociarlos a ustedes para que se resuelva la suerte de los desaparecidos, yo sería el primero en negociar. La respuesta de los presos políticos fue un cerrado aplauso de aprobación. Unos meses después de la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos fuimos trasladados desde el pabellón dieciséis B al cinco. Se trataba de un cambio de régimen, en este nuevo alojamiento tendríamos deportes, diarios y más tiempo de recreo. Para ese momento, nuestro Frente de noticias se encontraba en pleno apogeo. Habíamos incorporado a esta tarea a unos quince compañeros, tanto para las tareas de colectar las noticias como la de relatar el boletín oral. Con distintos niveles de claridad y desenvoltura, cada uno de ellos cumplía con el objetivo de socializar la información individual, haciéndola patrimonio del conjunto y la


totalidad del pabellón colaboraba con esa tarea, incluidos buchones y quebrados –para quienes ese proceso que ocurría con las noticias se había convertido en una rutina más dentro de las actividades habituales–. El nivel de información que habíamos logrado con nuestro invento era de muy buena calidad. Y se habían cumplido las premisas que dispusimos en el comienzo: lograr algo organizado sin que se notara, conseguir que fueran muchos quienes participan de una actividad sin que nadie se destacara en particular y que esa actividad supusiera un logro en el fortalecimiento moral de los compañeros dejándoles en mejores condiciones para afrontar futuras situaciones, incluso cuando estas pudieran ser más favorables como parecía preanunciarse, como consecuencia de analizar la información que habíamos logrado colectar. No pudimos compartir un balance con el Maní Parao, porque el traslado al régimen más benigno, con acceso a los diarios y demás, supuso nuestra separación con destino a diferentes pabellones y no he vuelto a verlo desde entonces. Pero sí pude cotejar mis impresiones con otros compañeros y con más de uno estuvimos de acuerdo en que al tener los diarios en nuestras manos y leerlos, teníamos la impresión de que ya los veníamos leyendo porque teníamos conocimiento previo sobre la mayoría de los temas. Sobre todo, con aquellos sucesos que se extienden en el tiempo y van aportando nuevos datos con el correr de los días. Reflexión Final Cuando nuestros primeros ancestros escudriñaban el aíre, auscultaban en su derredor, olisqueaban los humores y sopesaban los sonidos circundantes, estaban buscando información,


querían adelantarse a lo que les pudiera suceder y poder eludir los riesgos cotidianos que eran muchos. Quizá sin saberlo estaban agregando a sus necesidades permanentes, una nueva: la necesidad de información. Y donde existe una necesidad hay un derecho. Es el derecho a saber en dónde y en qué mundo se encuentra parado cada uno y en qué situación nos encontramos los colectivos sociales en cada circunstancia. Es entonces una reivindicación milenaria que se extiende hasta nuestros días, convirtiéndose en otro derecho pisoteado por el poder dominante. Hoy con métodos cada vez más sofisticados y con un poder mucho más descomunal, se nos niega esa información necesaria de múltiples maneras y refinadas formas de manipulación. El camino hacia la resolución de la necesidad y el derecho de informarse es un amplio y profundo sendero que va, desde el dato más elemental que aporta a dar seguridad a nuestros actos cotidianos, hasta el conjunto de los conocimientos más complejos, destinado a satisfacer nuestras necesidades filosóficas y espirituales. Y dentro de ese extenso campo se ubica eso que llamamos «noticia», la crónica, el relato de ese hecho nuevo o reciente que resulta trascendente por su importancia sobre nuestros intereses o por ser un accidente, una alteración en el desarrollo previsible de nuestras actividades normales y corrientes. Estoy convencido de que El Frente de Noticias fue un hallazgo y un modesto aporte por su alcance –apenas un pequeño colectivo, minúsculo ante la cantidad de prisioneros políticos que fueron millares– y por haber ocupado un muy corto período de tiempo comparado con los largos y ominosos años de dictadura.


Pero que traigo a la consideración de quienes lean este relato porque la actitud militante debe sostenerse siempre y quizás esta experiencia puede ser una enseñanza útil en estos tiempos en que el poder opresor utiliza la información como una de las herramientas principales para su dominación, a través de una poderosa y compleja red de medios de comunicación masiva.

Esta es una de las tapas de El Fideo Moñito. En este caso se refiere a una anécdota que ocurrió cuando se habían prendido fuego por la proximidad de un calentador, una alacena y unascajas de cartón. El primero que lo vio, para apagarlo, agarró una lata y al ver que tenía líquido la vació sobre el fuego. La lata en lugar de agua contenía querosén.



Un loro entre cuatro paredes Reynaldo Puebla A Ana Abe compañera, fuerza y motivación para organizar estas historias. «En el fondo de las prisiones, el sueño no tiene límites y la realidad no frena nada» Albert Camus

¿Cómo funciona la cabeza de un tipo que va preso por sus ideales?¿Cuáles son las perspectivas de salvarte sin la imaginación? Cuando la situación parece que no tiene salida, con los ojos vendados y la imaginación a mil, ahí es que la creatividad te puede salvar. Fue así como conseguí entender la imaginación del ciego, estando con los ojos vendados. Uno «ve» mucho más. Desde la perspectiva de quien observa al tipo tirado en el piso, inerte, sin libertad piensa que está perdido. Pobre de ellos. Estoy corriendo a mil en la imaginación. Cuando empieza el interrogatorio ya tengo miles de caminos posibles para escapar. Lo importante es nunca caer en la autopiedad. No dejar de pensar. Todo argumento de la cana se puede invertir. Con inteligencia, lógico. Lugares Esta historia empieza en Mendoza, el día de mi detención, en una parada de ómnibus, dos días después del golpe militar del 76 en Argentina, un día 26 de marzo. Noche.


Todos los que estamos en esa parada de ómnibus somos colocados en la trasera de un camión y de ahí para la comisaría de Luján de Cuyo, mi ciudad. Paso allí algunas horas, entrego mis documentos. Documentos que nunca más volvería a ver. Hasta hoy. Escucho las risas de los milicos y el comentario que no se me va de la cabeza por varios días: —¡Mirá a quien tenemos! ¡Mirá a quién tenemos! ¡Mirá a quién tenemos! Esa misma noche me trasladan. En lo que imagino ser un jeep del ejército viajamos por el circuito de Viña y Sierra de Vistalba y luego estaremos en una región de Chacras de Coria donde el vehículo entra en un camino sin asfalto. Escucho el repiqueteo de las piedras en la barriga del vehículo. Se divierten bastante diciendo que llegó mi hora. Estoy con una capucha en la cabeza. Hacen ruidos como cargando sus armas y me piden que corra. Como todo fue casi legal en la comisaría y varios canas me conocen, pienso que si me matan todo el mundo sabrá quién fue; eso me da un poco (muy poco, la verdad) de confianza y solo empiezo a caminar. Sé que si corro o ando, para el caso es lo mismo. Confieso que todo el tiempo espero las picadas de las balas, que felizmente no llegan. Me agarran de un brazo y de un empujón estoy de nuevo en el piso del jeep. ¡Ufa! Liceo Militar general Espejo.


Un día me quedo allí. Un extraño día. En la celda de enfrente, el diputado peronista Verdejo me muestra en su espalda los golpes que le dieron en la comisaría de Las Heras y me doy cuenta de que la represión cambió. Esto nunca le había pasado a un político. —Puta madre. Pienso. ¡Estoy hasta las pelotas! Solo ese pensamiento me viene repetidamente a la cabeza. Me llevan a un interrogatorio formal con ojos descubiertos y vuelvo al calabozo. Esa noche me hacen firmar una declaración de «libertad» y me llevan a un camión del ejército. Tirado en el piso de la cabina, un oficial me golpea en la cabeza con su arma. —¡Ahora me pertenecés! Grita varias veces. Destino: el D2. Centro de tortura. Ahora sí. De ojos vendados, escucho los gritos de los torturados. Pasos en los corredores. Conversaciones en voz baja. La celda es fría, pequeña, sin luz, sin nada. ¿Cómo hacer pasar el tiempo? ¿Cómo parar de pensar lo peor? Me dejan con las manos atadas y una pésima venda en los ojos. Digo pésima porque está hecha con restos de una camisa y como mis manos están atadas frente a mi estómago, lógico que voy a sacarme la venda. Hay una alimentación por día. Pero un agente me informa que yo no voy a comer ese día porque… «voy a ser trabajado». Una mala noticia, pero ya esperada.


Esa noche ocurre y de forma intensa. Empieza en el ascensor, continúa en el subsuelo y termina en el ascensor de vuelta a la celda. Va a repetirse varios días y no son días seguidos. Tal vez eso sea lo peor. Nunca saber cuándo te va a tocar. Haber leído Papillon me sirve bastante. ¿Cómo hacía él para pasar el tiempo en la solitaria Isla del diablo? Caminaba contando los pasos hasta conseguir no concentrarse en los números. Cuando se daba cuenta de esto, empezaba de nuevo. Lo imito. Miles y miles de números. A ese contar de números le hice algunas modificaciones, como tonos de voz diferentes, emociones diferentes, gestos diferentes para cada número. Pero, qué difícil era mantener la concentración en los números ante una puerta que se abría por ahí cerca, ante un grito, frente a pasos que se arrastraban con gemidos. El corazón se dispara. Cuando los guardias salen, cierran una puerta, que es otra forma de agredir. ¡Un enorme portazo! Los que están allí más tiempo saben que estamos sin vigilancia y conversan. Nadie habla de política. Nadie se identifica. ¡Nadie está metido en nada! El flaco Cervini está en la celda del fondo y es uno de los que más charla. Todo tipo de tema es un buen tema para conversar. Cine, teatro, fútbol, lo que venga.


Nadie discute con nadie. Todos son solidarios. Todos estamos en la mierda. Literalmente, ya que no llevarnos al baño es una forma de tortura. ¡Y nos verduguean per-ma-nen-te-men-te! Zancadillas, patadas, toallazos, para ellos vale todo. Todo es un juego. Todo es un juego macabro. Cada uno de nosotros busca la manera de estirar el tiempo en el agua con una pregunta, un comentario, lo que sea. Después de varios días llega otra persona a mi celda. Sola es el apellido. Nunca damos muchos datos personales. Los juegos se multiplican. Mil maneras de pasar el tiempo. Silbar para que el otro adivine la música. Nombres que empiezan con N. Música de películas. Todo vale. Hablé del tiempo. Tal vez la peor incertidumbre sea esa: ¿cuánto tiempo va a durar esto? ¿Será que el corazón aguanta? ¿Alguien sabe que estamos aquí? Frente a mi celda acaba de llegar una familia entera. Los tienen a todos juntos. Parece que aconsejarlos nos alivia también el alma y compartir las angustias hace muy bien para tu angustia. Los milicos usan varios subterfugios para «ablandarnos», para «quebrarnos», como sabemos decir.


A veces entra uno de ellos para hablar bien suave con alguien que está totalmente dolorido de la paliza anterior. Viene a darle sabios consejos de cómo salir de esta situación. —Vos sos un buen pibe. —Por qué no les decís todo lo que sabes y te vas para tu casa. No seas boludo, estos tipos no juegan, te van a matar. Y ahí uno trata de «convencerlo» de que están equivocados. —Yo no tengo nada que ver. Soy un laburante peronista. Seguramente estos diálogos van a ser tema de muchas conversaciones en los patios de las cárceles. Y muchas por supuesto. El gordo Caruncho tenía una muy buena. La contaba siempre, y siempre le pedíamos que la contara de nuevo. Cuando lo detienen con panfletos del PRT, una de las preguntas más insistentes era: —¿¡Quién te los pasó hijo de puta!? Y él respondía: —Era una chica con una remera que tenía escrito Universiti de Illinois (sic). También estaba el falso cura que repetía esos consejos. Uno aprovechaba para pedirle suavemente. —Padre, aquí hay un error, un malentendido. Por favor le avisa a mi familia para que ellos me ayuden a aclarar esta confusión por favor. Penal de Mendoza Final de abril o comienzo de mayo. Una caravana de vehículos militares y de la policía de Mendoza con sirenas a todo volumen nos llevan por la calle Boulogne Sur Mer, a la cárcel de Mendoza.


Mirar a través de las estrechas ventanitas la ciudad que tanto conocés te llena de pena y de angustia. «Donde vas juventud mía, vida mía», llora Edipo cuando mata a Layo y empieza una jornada dolorosa. Esa frase me viene a la cabeza. Somos un grupo numeroso y nos van a alojar en algunas de las celdas destinadas a los presos políticos. No deja de ser un alivio salir de aquella mierda del D2. Como decía mi compañero de celda en nuestras charlas «peor que aquí, nunca vas a estar». Hoy me vienen a la cabeza las palabras del Rey Lear de Shakespeare: «Cuando pensamos que lo peor ya pasó, lo peor todavía está para llegar». Todavía está un poco lejos pero ese día va a llegar. Comparando esto con nuestra estadía en el centro de tortura que se convirtió luego en el Palacio policial (D2), también llamado por algunas personas «la colmena de zánganos», la situación mejoró mucho.

Cárcel de Mendoza actual, no cambió mucho.


El espacio es unos metros más amplio y hay un colchón viejo para cada uno de los presos en la celda. Tenemos una lata para las necesidades nocturnas y un baño colectivo al fondo. Muy temprano nos abren las puertas de hierro y somos encerrados de nuevo al caer la tarde. Una hora de sol a la mañana y otra a la tarde. Sin mezclar los presos de cada piso, de los tres que tiene cada pabellón. Yo estoy en el tercer piso junto a otros compañeros de varias agrupaciones políticas: montoneros (montos), poder obrero (PO), PRT (perros), partido comunista (PC) y por ahí. Vida de preso Existe todo un proceso de inserción en el medio carcelario. Los presos comunes y los políticos nunca se mezclan. En el comienzo, los comunes traían la comida y limpiaban los corredores. Pero con el correr del tiempo y el aumento de la represión fueron totalmente cortadas las comunicaciones. En algún momento fueron detectados mensajes enviados por presos políticos a través de ellos y ahí se cortó ese canal. También existía el miedo de los milicos de que fueran cooptados para la militancia. Ocurre que en los presos comunes existe todo un respeto por los militantes ya que saben de los grandes secuestros y operativos con armas pesadas. La inserción en el medio no es fácil. Todos hablan la lengua carcelaria. Es decir, para cada objeto, comida o asunto el nombre es diferente. Azúcar es brillo, la policía es la gorra y así por delante.


Aprender la nomenclatura y el lenguaje de los dedos, que es diferente al de los mudos, lleva el tiempo de un novato y hasta la forma de hablar te delata. De alguna manera esto sirve para integrarte y te crea una gran concentración puesta en «estar preso», un nuevo estado. Toda la psicología cambia y te permite que la desesperación sea menor. Digo menor porque cada noche vas a pensar en cada momento de cuando caíste. ¡Ay, como lo vas a pensar y pensar y pensar! Lo más notable de todo es el compañerismo. Todos te ayudan. Todos son solidarios. Existe una gran organización por identidad política, pero todos se respetan. Hay un enemigo común: la cana, en todas sus formas organizativas. Los juegos más divertidos y jugados: ajedrez y dominó. Lecturas consagradas –la «droga» podría decirse– son las revistas de historietas. El Tony y el Intervalo son bestsellers, las más leídas. El Corto Maltés, un clásico. Orientar a la familia sobre qué textos traer es fundamental. No sabemos el tiempo que estaremos allí. Invertir en literatura, historia, novelas ejemplares, clásicos, en fin, todo aquello que justifique una lectura que te ayude intelectualmente, es la regla. En eso los presos más antiguos son sabios. Existen también las charlas temáticas de filosofía, historia y artes. Son tantas las actividades que hasta falta tiempo para «estar preso», es la expresión más común que se escucha como reclamo de aquellos a quienes les gustaría estudiar ajedrez o estar al pedo un tiempo.


Teatro Puede parecer extraño, pero en la cárcel de Mendoza había horario para todo en la vida de los presos. Reuniones políticas con su grupo. Y de acuerdo con el nivel de responsabilidad, se destinaban tareas como pasar informaciones que los familiares traían en el horario de visita. Era como un diario semanal. En otro momento, reuniones sobre las responsabilidades cotidianas: biblioteca, rancho –comida comprada con el dinero que los familiares depositaban–. Cada agrupación tenía su rancho y se repartía de forma igualitaria, al margen de si se tenía o no dinero en su cuenta. Esto fue la salvación para muchos cuyas familias no participaban por diferentes razones, a veces políticas y a veces por falta de guita no más. Y lógicamente estaba la parte cultural. Como yo era director y actor de teatro, formamos un elenco donde había juegos dramáticos y elaboración de textos para ser presentados. Espectáculos en los que yo había trabajado como actor, fueron montados a partir de la memoria y con algunas adaptaciones sobre la vida en la cana. En la penitenciaría de Mendoza, el teatro era un poco más formal y hasta los guardias asistían como espectadores detrás de la reja que nos separaba. Como no podía faltar, siempre había alguna ironía de parte de ellos a la hora de volver para el encierro cotidiano y nos decían: —Y ahora presentamos: ¡A la celda! Lo que era muy festejado por los otros.


Nos sentíamos un poco en el teatro de William Shakespeare por representar los papeles femeninos, que tal vez era la parte más divertida en los ensayos. En la época de Shakespeare los hombres representaban los papeles femeninos. (Ver Shakespeare enamorado, el guion es de los escritores ingleses que más saben de William Shakespeare y de su época: Tom Stoppard y Marc Norman). El Fideo Moñito Había temas que eran de todos y donde todas las líneas políticas participaban. Entre esos temas estaba la revista que servía para comentar todos los temas curiosos, graciosos y molestos que ocurrían en nuestros días. La revista era redactada en forma semanal, con editoriales, dibujo y comentarios de todas las alas de nuestro pabellón de presos políticos. Era escondida de manera no muy difícil de hallar ya que nos parecía importante que los milicos pensaran que ese era el motivo de vernos reunidos y que nuestra actividad intelectual se reducía a eso. El nombre se debía a que nuestra alimentación cotidiana era siempre de fideo mo-ñi-to. Traslado Traslado o «libertad» no era exactamente una buena noticia. Sabíamos que era un recurso usado para hacer desaparecer gente. Fue exactamente un día 7 de septiembre que me sacan de la penitenciaría de Mendoza en la calle Boulogne Sur Mer. Día nacional del militante montonero. El 7 de septiembre de 1970, en William Morris (provincia de Buenos Aires) fueron muertos en un enfrentamiento Fernando Abal Medina y Carlos


Gustavo Ramos, dos de los fundadores de la organización Montoneros El humor o la ironía de los milicos es admirable, justo el día del montonero, lógico. Me «despide» el director del Penal, Comisario Naman García, que se había hecho cargo un 24 de Julio, día que estará en la memoria de todos los que estuvimos en esa tortura colectiva con participación especial de todos los torturadores que actuaban por esos días. Por qué digo esto: porque los hijos de puta conocían las declaraciones de todos los que estábamos desnudos y apoyados inclinados en las paredes con los pies bien separados de manera que era muy difícil no caer y con un puto esfuerzo de los brazos. Fueron horas de espanto, los tipos armados, obligándonos a gritar «Viva el ejército argentino» a lo que respondíamos: «¡¡Viva la patria!!» Lo que equivalía a ganar un patadón o un tremendo golpe en la nuca. Cuando volvimos a la celda no quedaba nada de nuestra comida ni de los libros. Todo mezclado con restos de comida en el piso y la yerba del mate desparramada en todas las celdas. Volviendo al tema de mi «liberación». —Así que te vas para casa pibe, me dice Naman García, entre serio e irónico. —Usted se hace responsable de lo que pueda pasarme, le digo. Me colocan esposas, con los brazos en la espalda. Cuando paso la puerta hay un auto con la puerta abierta. Me tiran al piso y me vendan los ojos. «Te están secuestrando los montoneros», me grita uno de los secuestradores con una mezcla de ironía y bronca.


Grandes carcajadas de toda la patota. Anduvimos dando vueltas casi una hora y por el ruido me parece que hicieron varias maniobras para despistarme. Andan mucho tiempo marcha atrás. Frenadas bruscas y aceleradas. En el piso, con los pies del milico en mi espalda quien se complace en patearme. Oscuridad total. Desesperación. Pánico. Terror. Todo pasa por mi cabeza. El procedimiento de salida del penal en libertad es muy diferente de lo que hicieron. Sabía que tendría que haber salido con mis cosas, ropas, mantas y otras cositas. Nada de eso va conmigo. Había sido llamado para una entrevista y estaba con la ropa del cuerpo. Por eso sé que nada bueno me espera. Y no fue Las cosas aquí fueron mucho peores que en el D2. Diversificaron los métodos. Mucho más brutal todo. Y los encuentros iban hasta que ya no daba más. Lógico que yo siempre exageraba un poco el dolor y los tiempos. Por ejemplo, cuando me hacían el submarino (colocaban mi cabeza dentro de un tanque de agua) dejaba pasar un tiempo y empezaba a patalear y al soltar aire.


Burbujas y más burbujas. Descubrí que era la forma para hacerlos parar. Hasta me ayudaban para recobrar el aire. Pobres imbéciles. Debo aclarar que por haber nadado mucha tenía una buena resistencia en mis pulmones y en medio de toda esa locura conseguía imaginar un plan para escapar vivo. Una de esas cosas era justamente no esperar al límite de mi resistencia para hacerme el desesperado. (Toda la situación era desesperante.) Y como pueden ver al estilo del viejo Carl von Clausewitz, «la guerra es la continuación de la política por otros medios»; en el medio de aquella guerra, yo hacía mi política con los medios que podía. En una de esas pausas y viendo que estaban patinando en los temas, me ofrecen salir del país, se aceptó hacer una declaración y gané como premio ver a mi novia. Acepto, claro. Aquella fue una de las cosas más lindas que me pasaron en aquella semana de infierno. Me llevan a un galpón me levantan la venda de los ojos y allí estaba Liliana. —¿Cómo le va?, me pregunta. Yo que estaba deshecho, dolorido hasta el más ínfimo músculo, pero tengo fuerzas para sonreír y decirle: «y…bien». No sé qué más charlamos. Solo tengo en la memoria esa pregunta y esa respuesta. Fue un instante, que un milico se encarga de cagarlo abriendo la boca. —¡Era solo para verla boludo! Me dice una voz a mi espalda y me ponen la capucha de nuevo.


La declaración que empecé a hacer no fue nada de lo que ellos esperaban y me lo dejaron bien claro. Empecé a contar mi militancia peronista, mezclada con mis actividades de teatro, cuando ellos esperaban una declaración de guerrillero arrepentido. Me dieron una tremenda paliza y me mandaron para un calabozo. Hasta ese momento yo estaba en una sala vacía, tirado en un rincón con manos y pies atados con alambre y los ojos vendados. Esa nueva situación para mí era como estar en una mansión. Todas las tardes de ojos vendados me llevaban para unas charlas sobre peronismo para un grupo que imagino era de soldados o suboficiales. Las preguntas las hacía solo una persona y por un comentario que dejó caer un día supe que había estado en Tucumán en el combate a la guerrilla. Era él quien les mostraba a los otros como se debían colocar los alambres en brazos y piernas. Y yo era el muñeco de pruebas. Primero se colocaban juntos los dedos pulgares y se los ataba en la espalda. Ese mismo alambre lo pasaban por el cuello y así no habría forma de pasarlo por debajo de las piernas, operación que yo hice muchas veces, para después atarlo a los tobillos. Una noche me llevan a tomarme los datos. Después de tres semanas en que repito hasta el cansancio toda mi filiación familiar, amigos, parientes, viene un tipo y me pregunta: ¿Cómo se llama? «Si no sabían cómo me llamaba, por qué me tenían aquí», me daban tantas ganas de preguntarle. Pero como sé que están blanqueando mi situación mejor seguirle el cuento.


Por último, me preguntan si tengo algo que quiero dejar a mi familia. Al instante digo que sí. Me saco un calzoncillo largo y la camiseta y pido que se los entreguen a mi familia. Lógico que nada de eso llegó hasta ellos. A la mañana siguiente me llevan hasta una calle y me sientan junto a otros dos presos. Dos actores mendocinos que yo conozco: Hugo Moujan y David Blanco. Nos miramos y no cruzamos palabras casi. Seguridad por supuesto. Con Hugo trabajamos juntos en el teatro municipal de la ciudad de Mendoza con la dirección de Cristóbal Arnold. David en esa época estaba en el sindicato de los bancarios y empezaba a hacer teatro. No teníamos militancia en esa época por lo que por no saber en lo que cada uno andaba políticamente mejor era no mostrar intimidad. Cuánto miedo, la puta madre Aparece una caravana de camiones del ejército y en la carrocería muchas caras conocidas. Son los presos de la cárcel de Mendoza. Qué emoción vernos. —¡El Loro!, gritan algunos. Es la emoción de ver que un compañero está a salvo. Se me llenan los ojos de lágrimas. El recuerdo de Santiago Illa, un compañero que salió de la cárcel y nunca más fue visto está muy fuerte en la memoria de todos. Me acuerdo de aquella frase de Atahualpa, «y así nos reconocemos por un lejano mirar» de su milonga Los Hermanos.


A los que salimos de ese campo de locuras nos ponen una cinta azul al cuello y nos suben a uno de los camiones. Y la caravana sigue para el aeropuerto El Plumerillo para un vuelo inolvidable. Algunos compañeros le colocaron el nombre de El vuelo de la muerte. Y aunque no mataron a nadie, fue por poco. Todos encadenados a su asiento y agachados. A los «elegidos» nos reconocían por la cinta azul. Jorge Bonardel, un excelente crítico de arte, don Ángel Bustelo, político8, Antonio Di Benedetto9 y yo fuimos algunos de los elegidos. Los hijos de puta nos reventaron las espaldas a golpes de bastón. El viaje parecía eterno ya que era una tortura colectiva. Para mejorarla, en determinado momento salen todos los guardas. Silencio mortal. De repente la calefacción sube a todo vapor. Se acaba el oxígeno. Calor insoportable. El vuelo se transforma en un horno espantoso. Todos gritamos. Nos están quemando vivos. 8Ángel

Bustelo. Político, abogado y escritor mendocino, excandidato a presidente de la Nación en 1989 por la alianza Alternativa Popular y miembro fundador de la Liga Argentina por los Derechos del Hombre. Incondicional militante del socialismo y símbolo de quienes durante décadas sufrieron persecuciones ideológicas en la provincia, Bustelo fue junto a Renato Della Santa y a Benito Marianetti, la figura más tenaz del pensamiento de izquierda en la política mendocina. 9Antonio Di Benedetto. Estuvo preso entre marzo de 1976 y septiembre de 1977. De esa temporada en el infierno, nacieron los formidables relatos de Absurdos (editados por Adriana Hidalgo), que el gran escritor mendocino –privado por sus carceleros de escribir ficción– deslizaba hacia el exterior subrepticiamente en sus cartas.


Al fin, llegamos a La Plata. Camiones nuevamente y desembarcamos en la Unidad 9. Cárcel de máxima seguridad. Cada camión es recibido por un corredor polonés donde nos dan «la bienvenida». Todos de delantal blanco, lo que en un primero momento interpretamos como un alivio ya que pensamos que son enfermeros. Nada más errado. Son los guardiacárceles que nos van a controlar y que ya nos reciben a golpes y patadas. Entramos en celdas individuales. Todo de cemento. Sin ventanas. Solo un vidrio grueso que deja pasar la luz. Parece un mausoleo. Solo puedo tener pensamientos lúgubres. Las puertas se abren permanentemente y entran guardias que continúan la golpiza y el saqueo. De Mendoza algunos conservan relojes, pulseras o cadenitas en su cuello. No sobra ni una. Todo se lo llevan estos buitres. Conmigo pasa una cosa extraña. Cuando me golpean la espalda no debo fingir. Al primer golpe caigo de dolor. Curioso uno de los tipos me pide que suba mi ropa. Los dos se horrorizan. Me aconsejan que pida un médico. Cuando quedo solo me invade una sensación de tristeza y angustia enorme. Lloro bastante.


¿Dónde mierda estoy? Los primeros días son bastantes caóticos y confusos. Sin patio. Sin comunicación. Una semana después circulamos por varios pabellones. No conseguíamos organizarnos. Sabemos poco quién es quién en cada grupo. Los pocos compañeros que encuentro dan algunas noticias. En uno de esos encuentros desde otro patio cercano tengo noticias de San Luis. Pésimas noticias. Me cuentan que todo el mundo se quebró y que están delatando todo lo que saben. También me cuentan la muerte de Graciela Fiochetti, una querida amiga de La Toma, San Luis. Allí pasé un año cuando tuve que salir de Mendoza amenazado por la triple A. Los hijos de puta enviaron mi nombre en una lista de futuros asesinados al diario Los Andes. Graciela tenía problemas de salud, era una buena amiga a la que no queríamos que militase más allá de la JP. Ni pensar en invitarla para montoneros. Enamorada de Federico Gustavo Suárez, Fegu, un compañero de Mendoza que también estaba exilado en San Luis, actor y militante; había sido subsecretario de cultura y también acabó asesinado por la policía de San Luis. Me llena de amargura saber de ella y peor todavía cuando me entero como fue su muerte. Son días de gran confusión en la Unidad 9. Nos cambian varias veces de pabellón. No hay la menor duda de que nos quieren confundir y no dejar que organicemos nuestras ideas mientras tratan de identificarnos políticamente.


Al comienzo nos tratan un poco como presos normales. Tenemos diarios y libros. Visitas y deporte. El fútbol que practicamos es sumamente caótico. En una cancha de básquet se forman dos equipos como de treinta para cada lado y, a los empujones, buscamos la pelota en medio de ese caos. Buscamos todas las oportunidades para salir de la celda. Médico, dentista, misa, cualquier cosa que ofrezcan, nos anotamos. Los baños son una vez por semana de agua fría y muy rápidos. Pero igual lo disfrutamos mucho. Están prohibidos ejercicios físicos en las celdas, pero igual los practicamos. Colocamos una manta doblada y corremos en el lugar. Cada vez que se abre la puerta del pabellón se toca dos veces con el puño en la pared y nuestro oído atento lo detecta siempre. Se produce una corriente que nunca falla y va pasando de celda en celda. El director del diario Los Andes, Antonio Di Benedetto, está en nuestro pabellón. Preso sin entender nada de lo que está pasando, cae en una gran depresión. Paseábamos juntos en la hora de sol, buscando que no piense y que por favor se alimente. Los primeros días en el penal no quiere comer. Eso constituye una rebelión o rechifle y en la cárcel da motivo a castigos y calabozos de aislamiento, que llamamos los chanchos. En nuestros paseos, Di Benedetto reclama ser un intelectual: «si fuera un ignorante nada de esto me hubiera pasado». Para nosotros era una oportunidad única convivir con ese periodista y director del diario Los Andes. Todos vivíamos una enorme presión interior y esa hora de baño de sol y paseo circular es única.


Tiene muchas utilidades. Es el momento de escape, de solidaridad de juegos. Ajedrez y dominó son los juegos permitidos. También es útil para las charlas, para saber el informe semanal que las visitas dejan a los cumpas, y pasar esa información a los pequeños grupos. Durante años no tenemos acceso a los diarios. Pasear con don Antonio, para quien lo conocía, es una tarea deliciosa mirándola después de mucho tiempo, pero que en su época no valorizamos tanto. Me acuerdo de una ocasión en que en un festival de teatro en Córdoba se presenta el grupo de Jerzy Grotowsky, un polaco que revolucionó el teatro en los años sesenta y que fui a ver con mis colegas del teatro municipal de Mendoza sin mucha información. Hasta hoy las imágenes bailan en mi cabeza y en la época no le dimos el valor que tenía. Un poco parecido con Di Benedetto, una persona y un momento que nos marcaría profundamente. Los chanchos son celdas de castigo, sin luz, sin agua, con un agujero en el piso para las necesidades y sumamente sucio y de donde nos obligan a salir para tomar continuos baños de agua fría. Sin toallas y con castigos en las plantas de los pies con el propio calzado. Comida solo una vez por día. Quien entra en los chanchos sale con varios kilos menos y blanco como un papel. Es una gran tristeza vernos de vuelta y también una gran alegría ver que sobrevivimos. La hora de sol o de patio como le llamábamos tiene que rendir mucho. Baño de sol, lo llama la cana. Sirve para conversar con el máximo de personas posible, jugar una partida rápida de ajedrez o dominó, caminar rápido en


círculos en mini reuniones políticas, saber de las novedades que traen las visitas de sábados en diferentes noticiarios verbales de los parientes y también preparar nuestro radioteatro semanal. El radioteatro merece un capítulo aparte y voy a volver sobre él. La biblioteca Al comienzo de nuestra prisión, los parientes traían cualquier libro que encontraban pensando que teníamos que pasar el tiempo. Este fue un capítulo muy importante, el de organizar nuestras lecturas y los modos de leer. Y agradezco mucho el criterio de antiguos presos políticos que nos mostraron como aprovechar esa pausa en nuestras vidas y en esa realidad de prisión. Por eso hicimos listas de libros que podían ser solicitados y se votaba. Los más votados eran distribuidos entre los compañeros que tenían visita y podían comprar. Así, fuimos montando una buena biblioteca con los libros permitidos por el penal. Por ejemplo: la Biblia después de un tiempo pasó a estar entre los libros prohibidos (pueden reírse). Cada compañero que recibía un libro tenía un plazo limitado para devolverlo. Tiempo máximo una semana. Al conjunto de libros que circulaba por pabellón lo llamábamos «biblioteca». Nunca llegaban a estar todos en un lugar. Nosotros no teníamos acceso a la biblioteca del Penal. La biblioteca tenía un bibliotecario que llevaba la lista de pedidos y le rompía las pelotas a los que se demoraban. Los libros eran pasados a través del «limpieza».


El «limpieza» era un compañero escogido a dedo. La cana sabe que él está al tanto de muchas cosas y siempre son «apretados» para contar lo que saben. Y con la mayor inocencia siempre responden «que no saben nada». La cana son todos los guardias, sea cual sea su origen. Tuvimos experiencias terroríficas de compañeros llevados sucesivamente a los chanchos y que terminaron contando todo lo que sabían. Existe un dicho entre los presos, «tarde o temprano todo se sabe». ¡Y esto puede ser una mierda! Me acuerdo el día que me llamaron para notificarme que estaría en libertad, uno de los presos más débiles ideológicamente comenta en voz alta: «¿¡Cómo Loro!? ¿A vos te van a soltar?» Como diciendo, «yo que soy un gil me quedo adentro, ¿y a vos te largan?» Salidas al patio Los guardias llevan un manojo de llaves en la mano y van golpeando las puertas preguntando: —¿Sale? —Sí. Salgo. —¿Sí qué? —¡Sí empleado! Ellos quieren que uno responda: «¡Sí señor!» Pero ni por puta vamos a tratarlos de «señor». Los primeros días, varios compañeros fueron al chancho por causa de esto. Mi admiración por estas actitudes crece. Y siempre está el peligro que se repita esta exigencia. Ningún botón desprendido.


La ropa en orden. Todo es motivo de castigo. Piden que corramos. Nadie corre. Castigo. Es una guerra diaria. Los primeros de la fila siempre pagan el pato. Cuando llega un guardia nuevo, normalmente personas con baja instrucción escolar, nos trata de «señor» y tiene curiosidad por saber de nuestras vidas. Al poco tiempo descubre que tiene poder sobre nosotros y puede transformarse en el peor verdugo. Los patios son lo más parecido que existe a un gallinero. Son grandes rectángulos cercados por una tela de gallinero de alambre bien grueso de varios metros de altura y en la parte de arriba un cierre con alambre de púas. Los guardias están del lado de afuera observando todos los movimientos. Todos los días nuestra hinchada es para que no llueva ni haya una niebla muy densa porque se suspende la salida al patio. En invierno esto puede durar varios días, lo que significa varios días de encierro y de mucho cajeteo. Cajeteo es una expresión de los presos para los pensamientos eróticos, sensuales, románticos y principalmente sexuales. Cajeta es el sexo femenino en el lenguaje tumbero. Todas las noches tienen un momento de cajeteo. Durante mi prisión en la Plata tuve dos visitas de cada uno de mis hermanos. Fue cuando Héctor, mi hermano mayor, viajó de EE. UU. y pasó a visitarme. A mis sobrinos no los dejaron entrar. Y después cuando vino Pocha, mi hermana, que acababa de casarse y estaba en viaje de bodas.


La visita duraba una hora, a la que le descontaban todos los minutos de requisa y de preguntas de los guardias. Para nosotros era un instante y una angustia. Sentados frente a una mesa, sin contacto físico. Buscando los temas que no incomodaran a los milicos que rondaban cerca y vigilantes. Es muy extraña la sensación al entrar a la sala de visitas. Sentir el perfume de mujer tiene todo un significado y no hay como no pensar en la película de Vittorio Gassman y que después Al Pacino volvió a filmar. Fui preso en el año 76 y solo un año después tuve la primera visita. Miento, fue mi padre que me visitó en Mendoza, a pocos meses de estar preso y muy nervioso me abrazó y me dijo: —Perdoname Jorge, pero me da mucho miedo venir aquí. Perdoname si no vengo otra vez. Me moría de pena al ver a mi padre tan frágil y sabía que no podía pedirle pasar por eso, aunque me muriera de ganas de verlo. Mi padre que fue siempre obrero. Que no cursó escuela. Que apenas sabía escribir pocas palabras y verlo allí, con mucho esfuerzo pidiéndome perdón, resultaba la cosa más triste del mundo. Tuve vecinos ilustres en la cárcel de La Plata, como don Adolfo Pérez Esquivel, que en 1980 fue declarado premio Nobel de la Paz, un gran defensor de los derechos humanos hasta hoy. Tuve situaciones de enorme alegría como en el 78, Copa del Mundo en Argentina, hinchábamos como locos por la selección y qué decir que casi gastamos las manos golpeando las paredes a cada gol.


En un gesto de humanidad, el penal ligaba la radio de los pabellones en la transmisión de radio de los partidos. Sabíamos que los milicos querían aprovecharse de la Copa para decir que el país estaba bien y que los desaparecidos y presos era una campaña orquestada en el exterior. Pero también sentíamos aquel sentimiento de hinchas de la selección y eso no lo podíamos racionalizar. También teníamos la permanente sensación de angustia que en cualquier momento nos podían trasladar y hacer boleta. El hecho de que hubiera tantos extranjeros en el país nos dejaba de paso una sensación de seguridad por esos días. Vivíamos momentos de enorme tensión, rabia y una bronca enorme a causa de esa enorme injusticia que se cometía con muchos compañeros que no tenían nada que ver con la militancia y se comían esa cana de arriba. Una tarde sentimos alarmados unos golpes muy fuertes que nos llegaban desde otra celda. Lo frecuente era que esto pasara cuando la puerta de entrada al pabellón estaba abierta. Serían dos batidas rápidas que nos llegaban del vecino del lado de la entrada y lo pasarían para el vecino de al lado. Pero no fue así. Llegaba del lado contrario. Preguntas en voz baja a otros compañeros. Y por fin la revelación. Un compañero callado, introspectivo se estaba golpeando la cabeza contra la pared. Gritos angustiados de todo el pabellón, ¡Guardia! ¡Guardia! Y la guardia no aparece. ¡Guardia!


¡Guardia! Ningún empleado se mueve. ¡Guardiaaaaaaaa! El grito. Por fin abren la celda y por el pabellón pasan arrastrando un compañero con la cabeza sangrando. Nunca más supimos de él. Solo suposiciones. ¿Fue internado? ¿Fue liberado? ¿Murió? Teatro en los patios Los días eran cortos y muchas las actividades de cada día. El comentario más común era: —¡No tenemos ni tiempo para estar presos! Pero una de las actividades que yo más disfrutaba era preparar nuestra radionovela de los domingos. Salvo alguna novedad muy trágica los domingos era día de recreación. Si llovía o había niebla lo que era muy común en invierno, los baños de sol eran suspendidos. Y a veces llovía toda una semana. Dentro de esas actividades, como caminar en círculos, ajedrez y dominó, estaba nuestra presentación. Grupo en círculo sentado en el piso. Juego de ajedrez montado y abrimos el telón. Un compañero músico daba la primera nota y empezaba la radionovela del mes. Por ejemplo, cuando los negocios del agro en la súper zafra del 78 estaban en los diarios por negocios de la dictadura con la Unión Soviética, el tema que tocábamos era campestre, mezclábamos sin mucha autocrítica, Hormiga Negra (una radionovela de


verdad) con la vida de presos, Inodoro Pereyra y la realidad nacional. Abríamos tarareando una ranchera y después la abertura con los versos de nuestro héroe: «Hormiga negra me llaman vengo de San Nicolás y si alguno quiere ver si la hormiga es brava y pica salgan guapos a pelear¡¡y veremos quién se achica!!» Todo esto duraba lo máximo quince minutos, pero eran quince minutos de sueño. En comentarios posteriores al tiempo pasado en cana, algunos compañeros que encuentro me comentan como eran esperados esos momentos. O como una estudiante de teatro de Buenos Aires del grupo de Norman Briski, en una ocasión me cuenta aquí, en San Pablo, de una persona que en su grupo habla sobre como se hacía teatro en la Unidad 9 de La Plata. Linda sorpresa que alguien me cuente lo que yo hacía en el pabellón 9 en las horas de baño de sol. En aquel «gallinero», donde disfrutábamos de momentos de contacto con los compañeros, caminábamos y jugábamos rápidas partidas de ajedrez, siempre estaba la tensión de aquel guardia que archivaba en su memoria con quien nos relacionábamos, con quien reíamos y con quien manteníamos conversaciones más serias. Sabíamos de eso y los confundíamos manteniendo las más profundas discusiones políticas «jugando» ajedrez o dominó. Las charlas abiertas eran con los perejiles: fútbol, cine, revistas, libros y nuestra vida de presos. O sea, aquellos presos que estaban allí por homónimos, padres de algún militante, los chicos de la UES (Unión de Estudiantes Secundarios). Jóvenes que precisaban siempre de un apoyo compañero. Para decir la verdad, todos lo precisábamos.


Liliana Recuerdo que llevaba casi dos años preso cuando recibo una carta de Liliana (mi compañera en la época, Liliana, fue presa conmigo y después trasladada a la cárcel de Devoto en Buenos Aires donde estuvo casi un año). Me cuenta en su carta que conoció a una persona. Que están saliendo y conociendo lugares en Mendoza. Y que no quería seguir adelante en esa relación sin contármelo. Una forma elegante de decirme que tenía un nuevo amor. Casi me muero y me cuesta varias noches sin dormir. Vicente Antolín, Tía10 como lo llamábamos, fue una enorme ayuda en mis conversas de patio, para entender que era más fácil ser fiel para nosotros que estábamos allí, que para quien estaba libre. Nosotros solo estábamos sobreviviendo. La vida de verdad estaba afuera, donde todo era más difícil. Donde había que ganarse la vida todos los días. Adentro, nosotros no decidíamos nada. La hora de dormir, levantarse, comer, salir al patio, era decisión de la cana. Todo lo decidían ellos, hasta nuestra vida. Sin tiempo determinado para salir en libertad. Sin saber si seguiríamos vivos, era muy difícil enojarse por lo que nos pasaba y por lo que yo estaba pasando. Una terrible lucha entre lo racional y lo emotivo. Cuántas noches di vueltas en la cama pensando en las cosas que no había vivido y que tal vez nunca viviría. 10Vicente

Antolín. ¿Porqué lo llamábamos Tía? Es que en la época había una revista de humor político llamada Tía Vicenta y en nuestro afán de preservar los nombres todos teníamos apodos. Yo era el Loro. Como mi papá.


Ser padre por ejemplo era una de las que siempre me daba mil vueltas en la cabeza. Yo era un actor y un director. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Cuántos espectáculos podría estar haciendo? Leíamos intensamente, «viajando» imaginariamente por Jorge Amado y sus sensuales mujeres, Edgar Alan Poe y sus mágicos misterios y terrores, la historia de la literatura española, historia de la ganadería argentina, Dostoievski, Borges, Cortázar, El Tony y sus aventuras de historietas, Intervalo con sus románticas ilustraciones de amor y en ambas, al final una película de ese mes ilustrada. No por nada a estas últimas las llamábamos «la droga». Eran una mierda literariamente, pero necesitábamos de ellas como contrapeso a la literatura «seria» que nos obligábamos a leer semanalmente. Un partido inolvidable Salir a jugar era todo un viaje y más en una cancha de fútbol. Esta escena pocas veces la vivimos. Pero cuando ocurrió fue maravilloso. Ocurre que la cancha estaba al lado de los «gallineros» o mejor de los patios donde tomábamos sol. Perdíamos uno a cero con un equipo muy loco, ya que todo el mundo se anotaba para jugar independientemente de si había o no cualidad futbolera. Agarro una pelota en el medio de la cancha y voy mareando hasta llegar al área grande, estoy de espalda al arco, levanto la pelota y de media vuelta la mando al ángulo del arco. Golazo. Lo más lindo fue escuchar los gritos del pabellón trece, colgados a la tela del patio. Fue mi día de Maradona a pesar del empate.


Visita de un juez Un año y medio preso, me avisan que un juez de Mendoza viene a interrogarme. ¡Oh sorpresa! Lo converso en el patio con un compañero abogado y me aconseja no declarar. —Que comprueben ellos tus delitos. Sabemos que no tengo nada de qué cuidarme ni ellos nada para acusarme. Pero, en fin, vamos a ver. Me presento al juez gentilmente, acompañado de guardias. Me siento frente él y me lee las acusaciones. Estoy acusado de pertenecer a tres organizaciones revolucionarias: una maoísta «Vanguardia Comunista». Otra marxista «PRT, Partido Revolucionario de los Trabajadores» y otra peronista «Montoneros». Pienso que eso no tiene ni pies ni cabeza. Qué tremenda confusión podría yo tener para militar en organizaciones que son de líneas ideológicas totalmente diferentes. En fin, le digo al juez que está un poco atrasado y que esa reunión tendría que haber ocurrido mucho tiempo atrás. —Y…usted sabe cómo son las cosas, me dice. —¡La verdad que no!, le respondo. Aquí dentro es muy difícil. Se ríe y yo también me río. —Esa sonrisa la conozco, dice mirándome de otra manera. —¿No hacías teatro? Sí. Le respondo. Con Cristóbal Arnold. Este tipo había visto todos mis espectáculos. Y de ahí en más la charla va para otro lado. Esta charla la cuento en una declaración en el año 2014. Un año de gran emoción, ya que en julio fallece mi hermano, y un


mes después yo voy a Mendoza para declarar y cerrar un ciclo con mi pasado. Pude verles la cara a estos tipos contando cómo eran sus métodos; métodos que colaboraron con la masacre que fueron los años de plomo en la Argentina. Estos jueces cómplices de la dictadura, en el mes de julio de 2017, exactamente el día 26, recibieron condena en lo que se llamó la Megacausa11. Después despediría a mi hermano junto con mis dos hermanas, Graciela y Pocha, y en la compañía de Ana, soltando las cenizas en las montañas de Cacheuta, en Luján de Cuyo. Premio por conducta Y no es que hubiera una categoría de presos. A los que no visitamos los chanchos, castigados, nos ponían una graduación en negro sobre blanco en el brazo, y eso nos identificaba como buenos presos. Podía ser una línea o dos. O sea, los que la teníamos no dábamos laburo a los guardias. Nosotros teníamos otra lectura: no habían conseguido agarrarnos en nada.

11Audiencia

final / El veredicto 26-07-17. Después de 3 años y 5 meses se conocieron las penas que aplicó el Tribunal Oral Federal N°1 a los acusados en esta Megacausa. Se hizo lugar a los doce pedidos de prisión perpetua formulados por la Fiscalía. De este modo, los cuatro exjueces fueron condenados a prisión perpetua. El fiscal general, Dante Marcelo Vega, había solicitado para los exmagistrados Otilio Romano, Luis Miret, Guillermo Petra y Rolando Carrizo la de prisión perpetua y así fueron condenados. Asimismo, el TOF impuso la misma pena máxima para Alcides Paris Francisca, Luis Alberto Rodríguez, Osvaldo Armando Fernández, Pablo Gutiérrez, Miguel Ángel Tello, Paulino Enrique Furió, Carlos Horacio Tragant y José Antonio Fuertes. Las condenas menores fueron para los penitenciarios y policías que revistaban en las comisarías departamentales, de los cuales, tres fueron absueltos.


En una ocasión tuve que pensar muy rápido para salir de una situación complicada. Solo en la celda, me quedo dormido. No existía ninguna alarma para levantarse. Solo encendían la luz. Era la señal. Una luz de mierda de esas lamparitas de 25 vatios. Pero era como un incendio para nosotros y conseguía sacarnos de la cama. La ventanita de lata de la puerta se abre violentamente y como una bomba se mete en mi cabeza. Salto de la cama y me arrastro hasta la puerta a conversar con el guardia. —¿Qué le pasa a usted? Vocifera. Aprovecho la idea del «qué le pasa» y le respondo: —Vomité toda la noche. —¿Se anotó para el médico? —No empleado. No quería perder el patio. Le respondo. —Usted no sale al patio. Ya lo busco para ir al médico. —Está bien, le digo, con mucha tristeza. Son momentos en que ser actor me sirvieron para no visitar los chanchos. Cuando se abrió la ventana de lata ya me imaginaba andando por los pasillos al pabellón de castigo. En todo el tiempo que pasé en el Penal recibí dos condecoraciones por conducta. Yo, que, por culpa de las radionovelas y las carcajadas, hice que muchos compañeros terminaran castigados porque los guardias creían que las risas eran burlas hacia ellos. Las celdas en la U9 Al llegar allí y cuando me empujaron dentro me llevé un susto de mil diablos.


Todo de cemento. Una cama sobre la otra. Un banco fijo al lado de un mueble de cemento que serviría para guardar cubiertos, comidas y otras cositas. Un vaso sanitario. La puerta de metal con una pequeña ventana que se abre desde afuera. Todo muy estrecho. Una gran ventana que ocupa casi toda la pared del fondo opuesto a la puerta, de un vidrio grueso que solo permite pasar la luz y ninguna imagen. Sobre ella una pequeña ventana para dejar entrar el aire, muy pero muy pequeña. Subiéndonos al mueble podemos ver la muralla de la penitenciaría a unos cincuenta metros y unas ramas de un árbol fuera de la prisión. Muchas veces, cuando la angustia crecía, pasaba un largo tiempo mirando aquel árbol, imaginando la vida allá afuera. Teníamos un calentador a kerosene que serviría para los mates y cuando había pan duro hacer un budín de pan. Todos los alimentos eran colocados en una lista que con el limpieza eran llevados al compañero encargado de la ranchada y una vez por mes hacíamos esa compra. Había un fondo común y cada uno tenía un límite para gastar. El dinero venía de familiares con mejor posición económica y se hacía un fondo común. Así dejé de fumar ya que sobrevivir era prioritario y mejor comprar yerba que cigarros. Mayorana Tuve dos compañeros de celda en esos dos años inolvidables que pasé en la U9. El primero era un directivo del partido comunista. Económica y políticamente fue la mejor época.


Había buenas charlas sobre la realidad y nuestro futuro y como era una persona de buena posición económica nuestra despensa tenía excelentes productos que compartíamos. El negocio de los militares con la Unión Soviética por la súper zafra del 77, permitió la libertad de todos los presos del partido. El otro fue Alberto Mayorana, guardaespaldas de un burócrata sindical preso por la dictadura. Como estaba armado, y en la gran confusión de los milicos, terminó junto con el sindicalista, preso en la U9. ¿Y no va que me lo mandan a la celda en que yo estaba? Mayorana era el antipolítico. Contaba grandezas todos los días. Cuando teníamos diarios solo miraba las carreras de caballos. Amante del turf sabía de memoria todos los caballos ganadores de los grandes premios y tenía su visión de la izquierda peronista muy parecida a la de sus jefes: éramos todos marxistas disfrazados de peronistas. Imposible discutir de política con Mayorana Ya había estado preso en otras ocasiones, por lo que era un gran conocedor del lunfardo carcelario, costumbres y comportamiento de la gorra o sea de la cana. Todo esto tenía sus pros y sus contras. Mayorana sabía todo. Entonces no había conversación con él. Solo un gran discurso y tampoco existía de mi parte la intención de hacerle cambiar de opinión acerca de la política, la vida o el deporte. Su lema era: los parientes son los peores. Entonces ni hablar de la familia de la que se sentía traicionado y abandonado.


Fue mi compañero de celda hasta mi liberación. O sea, no solo aguantaba la cana, el encierro y la vida de preso, sino también tenía que bancarme a Mayorana. La libertad El día que me comunican que estoy libre, es un día que no pasa nunca. La cabeza no para de pensar. La comunicación me la dan en el patio. Un guardia me llama y me llevan hasta la sala de los guardias en la confluencia de los pabellones trece, catorce, quince y dieciséis. Me toman los datos y vuelvo al patio. En segundos todo el mundo sabe que me voy. Para dónde, nadie sabe. Siempre la salida puede terminar de cualquier manera. Pero la sola posibilidad de que sea cierto me causa una enorme inquietud. Me vienen a la memoria situaciones terribles que pasaron otros compañeros que después de un día de espera, les comunican que no es posible, ya que tiene pedidos de captura en otros departamentos de inteligencia. La vuelta al calabozo se hace más terrible en esas circunstancias. No tengo ropa de civil, no tengo plata, no conozco La Plata. No estoy en condiciones de salir de una forma segura. Los compañeros se movilizan. Solo quien fue llevado preso directamente a la U9 tiene ropas de civil. Encontramos a la persona indicada. El compañero me autoriza a pedir su ropa para dejar el penal. Otro me da un dinero para el ómnibus o el tren.


El día pasa. Al anochecer me buscan. Abren la puerta de mi celda y un guardia me dice: —Acompáñeme. Con todas sus cosas. Todo lo que me pertenece, comida, ropas de abrigo, un calentador, todo pasa a otros compañeros. Cuando camino por el pabellón se rompen todos los esquemas y todos me despiden. Baten las puertas. —¡Hasta pronto Loro! —¡Hasta la victoria! —¡Cuidate Loro! Inmensas lágrimas me corren por las mejillas y un nudo inmenso en la garganta. Me acerco a la ventana de la celda de Vicente para decirle: —¡Cuidate mucho hermano! Me llevo una enorme sorpresa al llegar a la sala de los guardias. El gordo Centurión, compañero de teatro en Mendoza, amigo de muchos años y compañero de muchos viajes por la Argentina estaba allí, al lado de Oscar Guidone y del Marmolejo. Todos mendocinos que no veía desde la cárcel de Mendoza. Estuve dos años en ese penal y nunca nos vimos. —Salió en el diario que nos levantaron el PEN, me dice Néstor Centurión. (Aclaro que los que estábamos con PEN quería decir que estábamos a disposición del Poder Ejecutivo Nacional) —¿Eso significa que todo el mundo sabe que salimos?, le pregunto. —Claro güevón, me responde. Pasamos esa noche en los chanchos, incomunicados en esos calabozos de castigo que tuve la suerte de nunca visitar. Sin luz


y hablando bajito, barajando todas las posibilidades de que alguna cosa no salga bien, y que por fin sea verdad que nos vamos. El día empieza con un carrusel de visitas a distintos departamentos de identificación, de antecedentes y por ahí va. Ellos, la cana, precisan saber si somos quienes decimos ser, si alguna unidad de la policía federal tiene nuevas informaciones de algún delator sobre nosotros. En cada una de ellas, la espera por esta información es enorme. Por fin nos llevan al depósito de bienes personales y allí nos dan ropa de civil. Lógico que todos estamos más para una fiesta de fantasía que de personas normales. Yo estoy con un pantalón de boca ancha de los años setenta que el dueño usaba muchos años antes, de un azul escandaloso. Una camisa floreada y una campera caqui. Todos nos miramos sin poder reírnos libremente. Nadie lo puede creer todavía, que nos esté pasando esto. Llevamos diez horas en toda esta historia, cuando a las cuatro de la tarde empezamos a pasar puertas de salida. En cada una de ellas repetimos los datos personales: nombre completo, nombre del padre, la madre y después de recibir la confirmación telefónica llega la palabra mágica: liberado. La puerta se abre y vamos para la próxima. Llegar a la última puerta nos produce un tremendo temblor de las piernas. La mirada brillante. Nos miramos dándonos fuerza. Y por fin estamos en la vereda. La primera persona que encontramos es un señor que calmadamente lava su auto en un costado de la calle.


Me parece totalmente surreal la escena de gente que vive su rutina sin saber del infierno que está allí, a pocos metros. La imagen de los compañeros que siguen adentro me va a acompañar mucho tiempo. Salí de la U9 de La Plata un agosto de sol muy frío, los árboles desnudos y un cagazo enorme, pensando que en cualquier momento nos levantaba un Ford Falcón lleno de milicos. Aclaro que era el vehículo preferido de la cana en esa época para secuestros u operativos truchos contra militantes, de forma clandestina, pero que de tan común todo el mundo los identificaba. La lectura intensiva de todo ese tiempo me obligó a usar lentes. Lo que no sabía es que también hacía mucho tiempo que no miraba de lejos y cuando llegamos a la estación Constitución fue un choque ver todo fuera de foco. Fin de la tarde, comienzo de la noche, llegamos. Había miles de personas volviendo para casa, corriendo desesperados para agarrar el próximo tren. A nosotros se nos caen los ojos de curiosidad. Mirar los hombres y mujeres que pasan a mi lado me causa una enorme alegría y emoción, tanto tiempo esperando este momento y desesperado ahora para que no termine nunca. La sensación de que es un sueño y que en cualquier momento voy a despertar, me va a acompañar mucho tiempo. Creo que hasta el día de hoy tengo sueños en que vuelvo a la oscuridad de la celda. ¿Será por eso que no soporto estar a oscuras? ¡¡Estamos libres!! Y sin plata para volver a casa. Alguien tiene la dirección de las Madres de Plaza de Mayo. Vamos.


Les contamos quiénes somos. Mostramos nuestro único documento, es el certificado de libertad de la U9. Nos completan lo que precisamos y caminamos hasta la estación Retiro para comprar un pasaje de tren a Mendoza. Asientos separados para evitar un grupo con pelo corto y cara de susto que mata. La persecuta total. Paranoia inmensa que será mi compañía en el tiempo que permanezco en Argentina. Ningún documento de los que llevaba cuando fui preso me fue devuelto. Solo puedo identificarme con el certificado de expreso que para un militar es una declaración de que soy un sospechoso, casi un delincuente o con seguridad: ¡un terrorista! El viaje es terriblemente curioso. No consigo dormir con tantas emociones desencontradas. Un largo viaje de vuelta con la música de aquel tren increíble que las madres nos ayudaron a tomar. Amanece. El sol se presenta por primera vez redondo.

La estación Constitución – Buenos Aires


Antes, era solo el brillo en mi ventana. Todo es novedad. Desde la estación llamo a los amigos cuyo número de teléfono aún recuerdo. María Ester decide alojarme unos días. Es el refugio perfecto. Amiga de todos mis amigos más queridos, Mori y Roberto. Como ella no es una militante, su casa no debe estar marcada por la cana. Pienso ser lo más correcto hasta saber lo que pasa en Luján, en mi casa. Allí van a ocurrir los primeros encuentros con Mori, que vuelve de Ecuador después de una temporada de pánico. Veo a Liliana, en un encuentro angustiado, ya que ella tiene una nueva pareja y en una rápida charla entiendo que yo soy el pasado. Esta charla me duele mucho. No recuerdo nada de nuestra charla, solo la frase con que ella siempre me saludaba: «¿Como le va a usted?», con un cariñoso respeto. Pienso que nadie, ni yo, pensaba que iba a salir, y por eso todo el mundo tiene un poco de temor. Se viven tiempos de terrorismo de estado en todo el país y todo el mundo está asustado. Un día encuentro en la calle San Martin del centro de Mendoza a Poupeé Bustos, una actriz de mi grupo. Todo feliz le quiero dar un abrazo y ella me para en seco. —Perdoná Reynaldo, pero no puedo hablar contigo, me dice asustada. El cineasta Rubén Espinosa me encuentra en la salida de un cine y casi lo mato de susto. —Reynaldo –me dice, —me dijeron que estabas muerto. —¡Por suerte no era verdad!, le digo sonriendo a duras penas. Yo también sé que era muy posible que esto hubiera ocurrido.


Purificación Los abogados al frente de los juicios en la provincia de Mendoza a militares y cómplices de la represión me invitan a hacer una declaración sobre mi detención y cárcel. Es el año 2014. Después de años de noches sin descanso revisitando lugares y momentos que me sacan el sueño, decido participar. Sin pasajes pagos por la magistratura, me ofrecen hacerlo por videoconferencia. No acepto y decido viajar para ver la cara de los jueces y militares cómplices de la represión. Agradezco a Ana Abe, mi compañera, por el estímulo y la compañía, y a los abogados por el excelente trabajo. Aquel momento cambió mi vida y mis noches. (São Paulo, marzo 2021, año de la pandemia)


¡¡¡Salteeeeen!!! Guido Actis

Termino con la saga. Allá por fines de mayo de 1979, nos trasladaron desde la cárcel U9 de la Plata a inaugurar la torre de 26 pisos de la hoy derrumbada cárcel U1 de Caseros. Tuve el «honor» de estar allí desde su inicio: piso trece, área B, sector C, celda 44. Sucedió algo no esperado. En la U9 podíamos tener vestimenta de color blanco, azul o negro. Que lo parió. No tuvimos en cuenta al llegar a Caseros que solo se permitía cualquier color menos: ¡sí... adivinaron!; no se permitía el azul, negro o blanco. Pero esposados, vestidos de presos y sin dinero, no teníamos posibilidades de ir de compras. Así que así nos dejaron, con lo provisto: una chaqueta pantalón de lienzo y una camiseta finita... Y al pabellón. Un pasillo en el piso trece y la celda individual con rejas. Un mayo fresco y en un piso trece, la verdad que el aire circulaba a gran velocidad. Cruzada y no cruzada. Hasta que hubo visitas, el frío fue importante. Y por supuesto siempre hay un compañero que tiene una idea genial... A muchos mendocinos nos amontonaron allí: el Negro Chávez, el Pingüino Mur, el Pacoto Merino, el gordo Sanhueza, el Pulgar Martínez Bacay yo. En tremenda friolera sonaba en el parlante el cuarteto ABBA y su Chiquitita. Empezaba por los parlantes a las 8 y


seguía hasta las 20 que apagaban la luz, sin parar... hasta que un día se rompió el tocadiscos y gracias a la burocracia del estado... ABBA dejo de escucharse. Pero el frío era día a día más penetrante, hasta que el genial e inolvidable Pulgar Martínez Baca dijo en una frase memorable que hasta el día de hoy nos acordamos... «¿Tienen frío? ¡¡¡Salteeen!!!». Y todos empezamos a saltar... y el retumbe fue tan memorable que cerraron las ventanas. Al día siguiente las familias de los de Buenos Aires comenzaron a traernos abrigos.


Fin de fiesta Guido Actis

Cuando salimos de la cárcel, salimos como pudimos... lo más enteros que pudimos. Pero algo de nosotros quedó en los pabellones, en las celdas, entre las rejas, en los calabozos. Y salí en libertad. Salimos. Algo de mí quedó ahí adentro. Durante muchos años ese adentro me venía a visitar en las noches. Sueños que les dicen. ¡Nunca salimos en libertad! Muchas veces fuimos a declarar al juzgado sabiendo que íbamos por formalismos. Un día, como en los cuentos, fui a declarar a un tribunal con juramento y todo. Tres horas y algo más. Y hubo después una sentencia. Y los sueños, lentamente, empezaron a desaparecer. ¿Había al fin salido en libertad?



No fuimos víctimas Daniel Pina

En toda realidad, los actores involucrados tienden a definir roles y, a su vez, estos roles están vinculados a un proyecto. Estos roles pueden estar biológicamente determinados y siempre relacionados con el contexto en que esta realidad se desarrolla. En los organismos no humanos, el determinismo biológico será el gran protagonista. El proyecto siempre es la sobrevivencia de la especie correspondiente. Para el tigre será natural alimentarse de la gacela, ella será su víctima y él su victimario. Hay una relación predadorpresa establecida que constituye una parte de la cadena alimentaria y esta será invariable, a nadie se le ocurriría que el tigre pueda ser víctima de la gacela. En la dinámica de las relaciones entre los seres humanos, se ha planteado también la relación víctima-victimario, curiosamente parecida al determinismo biológico. Sería comprensible que, en un enfrentamiento entre iguales, humanos, hubiese vencedores y vencidos, a nadie se le ocurriría decir que un boxeador ha sido víctima de otro, solo podría decirse en sentido metafórico, lo concreto es que uno vence y el otro es vencido y podría haber sido a la inversa. La historia nos muestra que los que han detentado el poder han intentado convencer a los que sojuzgaban, que su destino de poderosos era divino e invariable y ocurría lo propio con el destino de los sojuzgados. Así hubo liderazgos


que se convirtieron en monarquías y los cercanos al líder se constituyeron en corte y futura aristocracia y sus descendientes en castas, la nobleza, afirmando tener un origen diferente al del resto de los integrantes de la comunidad. Se ha pretendido sacralizar el poder para asimilarlo a ese determinismo biológico, en un claro proceso de naturalización, de tal manera que independientemente de que ese poder sea injusto, autoritario, bestial o genocida, sea por otro lado invariable y por lo tanto incuestionable y siempre detentado por los mismos. Se lo puede calificar, más no cuestionar. Las modalidades han cambiado a lo largo del tiempo, pero se mantienen iguales en lo esencial. Hemos pasado por monarquías, feudalismo, tiranías varias, hasta llegar a la más sutil y elaborada construcción del dominio del hombre por el hombre, el capitalismo. La sutileza estriba en que, si bien los nombres pueden ser variables y hasta intercambiables, lo invariable es la estructura, que está hoy en la cúspide de su desarrollo, las grandes corporaciones multinacionales, el totalitarismo corporativo. Hasta aquí hemos analizado algo de la conducta de los que dominan, los que tienen el poder, los que se erigen en victimarios a despecho de cualquier crítica, ya que su proyecto real está en asegurar la incuestionabilidad del lugar que ocupan, los que han establecido a través del ejercicio del poder un paradigma cultural en el que ellos mandan y los demás acatamos. Pasemos ahora a analizar nuestra conducta, la de los que no tenemos el poder, los ciudadanos de a pie, los súbditos, los dominados, los que somos reprimidos si protestamos, los


que siempre pagamos más porque estaba escrito en la letrachica del contrato, los que no podemos opinar sobre el destino de muchas cosas que afectan nuestro destino y nuestra vida cotidiana… ¿las víctimas? Decía Paulo Freire en su Pedagogía del oprimido, que frecuentemente «las clases dominadas toman la ideología del opresor». Esto es la consecuencia del engaño, de la manipulación del pensamiento mágico y la abundancia de promesas y expresiones de «buenos deseos», falsos mensajes poblados de significantes vacíos, cantos de sirena de los que dominan, que nos han hecho creer que para salir de la situación de dominación debemos pasar a ser parte de los dominadores y dominar a los que hasta ayer eran nuestros hermanos, este es el camino propuesto por la meritocracia. No se cuestiona lo injusto de la estructura de dominio, simplemente se busca la salida desde la posición individualista que preconizan los que dominan y esto tiene para ellos el doble beneficio del no cuestionamiento estructural, porque «las cosas son así», y el rechazo a los lazos solidarios entre los dominados. Por otro lado, encontramos entre los dominados los que aceptan con actitud fatalista que «las cosas sean así» y por lo tanto se asumen como eventuales víctimas en el caso de no acatar el orden establecido y aceptan con naturalidad el liderazgo de sus victimarios, de este poder que pretende mostrarse simbólicamente como un padre, pero es un padre que no protege, solo castiga y exige servicio. Es entonces entre los nuestros donde está nuestro lugar fundamental de militancia; allí, desde nuestros pequeños liderazgos éticos, estimulemos los sentimientos solidarios siendo nosotros solidarios, denunciando las injustas estruc-


turas de poder que nos dominan, desnudando la falacia de la meritocracia que ensalza el esfuerzo individual como único responsable de un pretendido éxito, obviando que los talentos se expresan cuando el contexto lo permite, que dependen de un equilibrio comunitario para que el beneficio sea para muchos y no para pocos. Que cuando el poder habla de meritocracia no cuenta la película completa: en esa carrera, en esa competencia despiadada, el éxito es para pocos y el fracaso para muchos y la persistencia en el fracaso lleva inexorablemente a la paralización del deseo. Todo esto constituye la batalla cultural que debemos dar, y consiste, entre otras cosas, en lograr que todos tomemos conciencia de que seremos víctimas solo en la medida en que aceptemos la condición de tales, que cuando los dominados, los pueblos –que somos mayoría– reconozcamos nuestra hermandad y amparados en nuestro vínculo solidario enfrentemos a los que nos dominan, la historia se escribirá con el lenguaje de los pueblos y no con el de las modernas oligarquías sin rostro que son las corporaciones. Los perseguidos, los desaparecidos, los torturados, los encarcelados, los sobrevivientes, los exiliados, los que levantamos nuestras voces, los que tenemos la mano abierta y el abrazo fácil para nuestros compañeros, para nuestros vecinos, los que somos capaces de sentir dolor por el dolor de nuestro pueblo; todos nosotros ni fuimos ni somos víctimas, hemos sido y somos luchadores sociales, los que elegimos correr el riesgo de morir de pie para no vivir de rodillas.


El Fideo Moñito y Ray Bradbury Guido Actis

Hacia el año 2005 o por ahí, los que fuimos dados de baja de la administración pública provincial por la dictadura, independientemente de si habíamos estado presos o no, tuvimos que presentarnos en una oficina de calle España y Sarmiento. A ese lugar me apersoné en el horario indicado. Sillas varias, todo bien administrativamente. Me siento y a mi lado había un señor. Silencio de ambos, aunque el motivo de estar ahí era el mismo. La dictadura nos había echado. Silencio al principio, el tiempo pasaba. En un momento el señor me mira y me pregunta: «¡¿Usted es Guido Actis?!» La verdad me sorprendió. —Sí, soy yo. —¿No se acuerda de mí? Yo lo miraba y la verdad que el señor me pintaba.... —¡¿Usted es...?! —Soy Manrique... el que era jefe de penal... ¿Se acuerda...? Y como quien rebobina una cinta...: Vi la requisa en los pabellones catorce u once... sacando todo y revolviendo... Todo y más, nosotros contra la pared... Se volvió la imagen... a la realidad... —Soy yo, Manrique, que en las requisas buscaba El Fideo Moñito.


Lo miraba y debo reconocer que lo único que me salió fue: «¡¿No me diga que usted tiene los Fideos?!» Mi cara, debo reconocer, se iluminó. Le dije: «tengo un negocio de fotocopias, vamos a su casa, los sacamos y le hago copia». (Nunca pensé en darle los originales) Por dentro tenía una alegría indescriptible ¡¡Los originales del Fideo!! Pero ahí fue que el Fideo se encontró con Ray Bradbury y su Farenheit 451. —No Guido, a mí también me echaron después del 24 de marzo...y me llevé los ejemplares a casa, pero me dio miedo y una noche en el patio... hice un fuego... Finalmente, como en la novela fantástica de Bradbury, el Fideo encontró su final. Y pasó a ser una leyenda...


¿Quiénes somos? RICARDO D´AMICO FORNES. Nací en Godoy Cruz (Mendoza) en 1952. A mis veinte años, en 1973, cursaba la carrera de Ingeniería Química en la Universidad de La Plata cuando vi con ilusión juvenil como se llenaban los trenes para ir a Plaza de Mayo a la asunción de Cámpora. Si bien no pude subirme a ese tren, desde entonces me trepé a todos los trenes que hicieran de este mundo un lugar más justo. Con 22 años fui detenido y estuve en prisión seis años. Militaba en el OCPO (Organización Comunista Poder Obrero). AVELINO DOMÍNGUEZ. Hijo de una familia de trabajadores viñateros, abandoné la escuela primaria en tercer grado, pero me he formado como autodidacta. A los dieciséis años comencé a trabajar en dibujo publicitario. Trabajé en varios oficios dedicándome al fileteado y la cartelería. Muy joven me incorporé a la militancia política y social, en espacios ligados a la izquierda revolucionaria. Como consecuencia, sufrí la represión y estuve en prisión siete años. Hoy continúo militando y me dedico a la literatura. En especial a la poesía. Soy cónsul del Movimiento Poetas del mundo y vicepresidente del Círculo de Poetas de Boulogne. REYNALDO PUEBLA. Mendocino desde 1945, debuté como actor profesional en 1969 en el elenco municipal de Mendoza (Argentina) dirigido por Cristóbal Arnold. Fui director y actor del elenco de Teatro Municipal en Luján de Cuyo (Mendoza) y actué en espectáculos bajo la dirección de Er-


nesto Suárez y Rafael Rodríguez, hasta 1974. Amenazado por la organización paramilitar Triple A, viví clandestinamente hasta el golpe militar de marzo de 1976. Fui detenido y encarcelado durante tres años. Al recuperar mi libertad, me trasladé a Brasil, a São Paulo y allí retomé mi labor como director de teatro y docente de arte. GUIDO ACTIS. Cuando me detuvieron tenía 24 años. Había terminado la carrera de Ingeniería Electrónica en la UTN. Trabajaba en la Dirección de Estadísticas de la provincia de Mendoza. Era delegado gremial de ATE y militaba en la Juventud Trabajadora Peronista (JTP). DANIEL PINA. Soy mendocino y médico de profesión, resido en Buenos Aires. Expreso político y miembro de la Asociación Sobrevivientes de la Tortura. Médico especialista en Terapia Intensiva. Jefe de Terapia Intensiva del Hospital Cesar Milstein. Jefe de Terapia Intensiva en el Sanatorio Franchín. Psicoterapeuta sistémico dedicado al tratamiento de trastornos postraumáticos. DANIEL UBERTONE. Nací en Mendoza (1951). Diseñador gráfico, ilustrador, fotógrafo aficionado. Comencé a estudiar Diseño en la UNC y no me dejaron terminar. Colaborar con los proyectos de difusión a las generaciones de hoy y de mañana, sobre el tema DDHH, es una obligación que me he impuesto, haciéndolo con la palabra, un texto o ilustraciones. Fui secuestrado en julio de 1976, estuve en el D2, penitenciaría de Mendoza, penal de Sierra Chica, U9 de la Plata,


cárcel de Caseros, cárcel de Rawson y salí en libertad en diciembre de 1983. LUIS GABRIEL OCAÑA. Nací en el año l944 en la ciudad de Rivadavia (Mendoza), más precisamente en los viñedos de la gran finca de Gargantini. Alrededor del año 1960 entré a un seminario hasta 1968, en que empecé a trabajar en el Banco de Previsión Social. Allí fui miembro de la comisión gremial interna, hasta octubre de 1975. En ese año fuimos víctimas de un atentado con bomba, puesta por el comando «antiterrorista» de Mendoza. Fui secuestrado a la salida del banco y después de ser «paseado» por distintos sitios, fui trasladado al D2 y finalmente a la cárcel de Mendoza. En 1976 me llevaron a la U9 de La Plata y posteriormente a la cárcel de Caseros. En 1981 partí para el exilio en Francia. PEDRO TORRES (FATIGA). Nací en 1951. Yo caí en el año 1975, al mes y veinte días de casado, levantando una camioneta de Sancor destinada al barrio San Martín. Soy gráfico de profesión, diseñador gráfico –empecé con el Diario Mendoza en 1969–. He sido obrero de la construcción, pulidor de pisos y por último bancario. Músico profesional y baterista. Exiliado en Suecia y actualmente jubilado.


Compañeros Dedicamos esta edición a los compañeros que ya no están, pero que siempre estuvieron y estarán… Atienza, Alberto Víctor Perro Acquaviva, Raúl Arra, Luis Lucho Blanco, David Bonardell, Jorge Boriziuk Patiénko, Pedro Ruso Bravo, Rafael Bustamante, Armando Güevadita Bustelo, Ángel Cangemi, Eduardo Pichi Campos, Antonio Segundo Capitani, Orlando Coria, Carlos Coria, Juan, Juancito Coria, Pedro(Padre) Di Benedetto, Antonio Fioretti, Alejandro Fioretti, Domingo Funes, Martín Rulo Gil, Miguel Ángel Gilberto, Sosa Ibáñez, Marcos Illa, Santiago


Koltes, Oscar Eduardo Flaco Lucero, Pedro Cabezón Martínez Vaca, Horacio Pulgar Merino, Eduardo Pacoto Ochoa, Alberto Vinchuco Palero, Marcelo Pardini, Carlos Pardo Rodríguez, Víctor Sombra Sabatini, Mariano Javier Colorado Salinas, Walter Negro Sanhueza, Carlos Gordo Sgroi, Juan Tano Tomini, Hugo Pelado Viola, Jorge Yanzón, Juan Carlos Negro


Equipo de edición Diseño de tapas e ilustraciones DANIEL UBERTONE Diseño gráfico offset y digital PEDRO TORRES (FATIGA) Correcciones y revisión general VIVIANA CARULLO, ALICIA PEÑA, PILAR PIÑEYRÚA Agradecimientos Queremos agradecer profunda y sinceramente a quienes con su aporte y solidaridad nos ayudaron a que nuestro libro fuera una realidad: A La Asociación Bancaria (Seccional Mendoza), y a su secretario general, SERGIO GIMÉNEZ Al Sindicato de Artes Gráficas de Mendoza, y a su secretario general HORACIO V. RAVERA A ATE Nacional y CTA Autónoma y a su secretario general HUGO «CACHORRO GODOY». A la Editorial ACERCÁNDONOS, y su director FERNANDO RUPERTA. A todos ellos,¡¡muchas, muchísimas gracias!!


Ilustraciones, dibujos y collages digitales sobre el D2, la Cárcel de Mendoza, el Mendozazo y la actualidad. Daniel Ubertone, en tiempos de pandemia, año de la peste de 2021 Sobre la Penitenciaría Provincial de Mendoza (también llamada Cárcel o Penal de Mendoza), he intervenido en fotos de su entrada, su torreón y otros sitios. En varios de los dibujos digitales, he incorporado dibujos míos en tinta, lápiz y otras técnicas, hechos en los años 70 y 80, y algunos realizados estando preso en la cárcel de Rawson. Como en los trabajos sobre el D2 (Departamento de Informaciones de la Policía de Mendoza), intervine las imágenes de la manera que he sentido la presencia de esos muros, de las rejas, de los yugas o guardiacárceles, del color y del olor. De ese olor único y nauseabundo, como los colores, que se impregnan en uno y que solo te los quitas días después de haberte bañado cuatro o cinco veces, al estar en libertad… Todo el desorden, disrupciones de formas, números y letras eran el paisaje permanente que pisábamos, veíamos, olíamos y escuchábamos… Creo que en los dibujos exagero, me obliga la pasión, por plasmar aquí y allá los rincones y recovecos que encuentro en mi memoria, de lo vivido cuarenta años atrás. Las emociones, las miserias y grandezas de las personas. El trato inhumano al que te acostumbras, banalizando el dolor (miserias de los yugas). Solidaridad de los compañeros en cada


detalle para poder vivir la situación con las 3 S recomendadas: seriedad, solidaridad y seguridad, con la dignidad del que recibe y agradece la grandeza (de los compañeros). Los últimos doce trabajos que completan las ilustraciones de este libro están referidos, en una primera parte, al Mendozazo; un homenaje que hago porque la presentación de la primera edición del libro coincidió con un aniversario más de este levantamiento popular espontáneo del 4 de abril de 1972, contra las injusticias de un gobierno títere de los militares. Otro de los homenajes es hacia las tres personas asesinadas ese día: el canillita Ramón Quiroga, la comerciante Susana Gil de Aragón y el estudiante Luis Mallea, partícipes de la manifestación(en la foto donde levantan a Ramón Quiroga, posiblemente muerto ya, el hombre de la izquierda es Macuca Llorens, el curita). Entre tantos heridos de ese día estaba don Pedro Torres, compañero bancario (padre de Pedro Julio Torres, coautor de este libro), que, a causa del balazo recibido, quedó para siempre con una renguera en la pierna. También al cantante León Gieco, quien inspirado en este hecho escribió la letra de Hombres de hierro, que dice: «diles a esos hombres que traten de usar a cambio de las armas su cabeza»12. Me refiero también a otro tipo de Mendozazo: los actuales juicios por delitos de lesa humanidad a los jueces que actuaron durante la dictadura militar con impunidad e injusticia. Un recuerdo también a mis amigos y compañeros desaparecidos del Banco de Mendoza. 12http://www.uncuyo.edu.ar/prensa/y-se-llamo-mendozazo


Y por supuesto a la resistencia con humor que se llevó a cabo en los pabellones de la cárcel de Mendoza (mil maneras de vencer a la nada impuesta por el sistema opresor). Reflejo de esa resistencia fue el nacimiento de la revista Fideo Moñito, gestada desde la risa y las entrañas de los que habitábamos la resistencia; la revista fue de circulación clandestina por los pabellones que alojaban a los presos políticos. ¿Estará todo expresado? ¿estará todo dibujado? ¿habré podido pintar la impotencia? ¿habré podido dibujar el terror? ¿las lágrimas de muchos estarán en su lugar en el papel? No lo sé…les dejo a ustedes que vean, interpreten y busquen éstas mis dudas en los entresijos de los dibujos e imágenes digitales. Esto que hemos hecho con mis amigos y compañeros, 45 años después, es para que la memoria no muera con nosotros, que la puedan ver y leer las generaciones actuales y las venideras. Un cacho de historia… de Historia Argentina.



No nos pudieron Ilustraciones


































Este libro se terminó de imprimir en Julio de 2021 en Genesis Talleres Gráficos Avalos 3484 Munro, Prov. de Buenos Aires, Argentina




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