La Cosecha

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LA COSECHA Tenía a la vista una gran cosecha de melocotones. La huerta, que estaba en la Corregidora junto a la cueva de la fuente de la Salud, se regaba con el agua que manaba de la misma. El lugar en aquel tiempo estaba hecho un encanto. La cascada del Zurraero no dejaba de echar agua desde su altura, ya que las nieves del invierno y las lluvias de la primavera habían formado una gran balsa sobre las tierras bajas de la Vega. Además, los laderos existentes entre la cuesta Peorra y la cueva de los gitanos eran un hermoso manto verde de hierba que no se secaba, pese a que ya era verano. De esta forma, de la cascada y de la fuente nacía un arroyo junto al peñón del Hueco, cuyas aguas en principio corrían de forma lenta y suave, si bien después, dando vista a las tierras de la Barquera, se lanzaban precipitadamente por las cuestas de la Solana en busca de su desembocadura en el río Guadalimar. Las huertas del lugar acusaban el buen año de agua, y tanto el fruto de la mata como el del árbol ofrecían un espléndido aspecto. Por ello, los hortelanos no se daban abasto para transportar y vender su mercancía en Sabiote, Úbeda y Torreperogil. A la caída de la tarde, cuando la gente dejaba el campo y se subía al pueblo, en la Corregidora quedaba un profundo silencio, interrumpido sólo por el ruido del agua y el trino de innumerables pájaros de toda especie que, para dormir en las altas ramas de los árboles, esperaban que el sol se ocultara. Juan Prisco, que era dueño de una de las huertas, se venía quedando por la noche en la casilla desde que los melocotones empezaron a madurar. Según él lo hacía de esta manera por precaución para con el fruto, pero también porque le venía mejor subir cuanto antes la hortaliza a Sabiote. Aquel día estaba ya en su puesto de la plaza de abastos a la que se accede por la calle del Corregidor, cuando, apenas había amanecido, llegó su amigo el cura. - Buenos días don Damián. - Santos y buenos. Pero además, otro día que comenzamos, que se pasará, y en el que, como es habitual, siempre somos los primeros en llegar aquí, tú como vendedor y yo como comprador. Y la verdad es que aunque es poco lo que te compro, ya no puedo dejar la costumbre de levantarme de noche y de venir a tu puesto antes de que salga el sol. Por cierto –añadió-, me han dicho que tienes una gran cosecha de melocotones. - Es buena señor cura, es buena, pero Dios la conserve que falta nos hace. Ya sabe usted, cinco hijos tengo y la mayor quiere casarse; el segundo sigue en la tienda de Pedro Pendejo, pero desde que vino de servir al rey pretende establecerse por su cuenta; la tercera en Úbeda, sirviendo en la casa de siempre, si bien asistiendo a clase por la tarde ya que, como bien sabe, su ilusión es ser enfermera; y los mellizos hechos unos pillos, pero son más listos que Cardona. A esos los tengo en la escuela. - ¿Y cuándo coges los melocotones? - Deseando estoy don Damián. En muchas huertas ya no queda uno, pero los míos por ser primerizos se están retrasando. Y ya ve usted, yo, que debo más de la mitad del dinero que me gasté, bien puede figurarse la necesidad que tengo de cogerlos. ¡Pero si viera como están! Se tocan y parecen terciopelo. ¡Y qué salud tienen! Ni una picadura, ni


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