Román Fuentes

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ROMÁN FUENTES Román Fuentes, madrileño de nacimiento, conoció en el campamento de la milicia universitaria de Robledo (Segovia) a Luis Antolino, natural de Sabiote (Jaén). Juntos convivieron durante dos veranos consecutivos en la misma tienda de campaña con doce colegas más, y juntos hicieron instrucción, asistieron a las clases que el capitán explicaba bajo los árboles, e incluso piropearon en los jardines de La Granja a las chicas que hacían el servicio social en una residencia próxima. Ambos amigos, distintos en apariencia, tenían sin embargo notas comunes que, a la larga, les hizo ser inseparables. Román era un madrileño alegre, bullicioso, locuaz y de gran simpatía, además de un buen estudiante, y como su padre era catedrático universitario conocido por su dedicación al estudio e investigación de distintas ramas de la historia, al igual que lo fue el padre del mismo, cuando él terminó el bachillerato y aprobó el examen de Estado no dudó al elegir carrera. Igualmente, por ser hombre de iniciativas y amigo de aventuras, pandereta en mano había recorrido media España con la tuna de su facultad, y en tres veranos consecutivos viajó cuanto pudo por Europa, mas como disponía de poco dinero, durante el primero trabajó en Inglaterra en la recolección de patatas; en París fregó platos en un hotel durante el segundo, y en Berlín occidental limpió alfombras en casas particulares a lo largo del tercero. De esta forma, a la vez que estudiaba y practicaba para perfeccionar sus conocimientos de idiomas, conseguía reunir dinero suficiente a fin de volver a España, e incluso para tener algunos ahorrillos que a lo largo del curso administraba con prudencia, pues en su casa eran familia numerosa. Para Fuentes, Antolino era un andaluz “de pura cepa”.Y, ciertamente, tanto en los ademanes del mismo como en su forma de hablar y de comportarse, se veía en él al hombre de su tierra al que ni las costumbres de Madrid ni el contacto con compañeros de otras regiones ni de otras ideas, ya sociales, políticas o religiosas, le hacia cambiar lo más mínimo. Era tranquilo en apariencia, un tanto irónico e incluso mordaz a veces, pero siempre afable y cariñoso con compañeros y amigos; y respetuoso, mas no servil, con los superiores. A primera vista parecía hombre serio, y durante los primeros días de campamento así lo conceptuaron los compañeros. Luego vieron en él a un muchacho a veces hablador a veces reservado, pero siempre complaciente y generoso. Ello, y el profundo amor que sentía por su tierra, se le notaba tanto en su forma de hablar como en las canciones que tatareaba continuamente, en las alusiones a historias y temas diversos que hacía sobre el pueblo que lo vio nacer, así como en la poesía andaluza que en muchas ocasiones recitaba de memoria o leía en voz alta, preferentemente los romances de García Lorca Fuentes, que era un tanto zumbón, presumía y quería dejar sentado que a él le preocupaban toda clase de problemas, ya nacionales e internacionales, pero, sobre todo, culturales. Él llamaba a esto “inquietudes”, y el momento que elegía para las mismas era preferentemente tras el toque de silencio, es decir, cuando por obligación todos debían estar acostados en los respectivos petates y, teóricamente al menos, durmiendo. Era entonces cuando se solía oír su voz diciendo: -Bien señores, iniciemos las “inquietudes”. Y ocurría que como lo habitual era que planteara un tema que a todos interesaba, incluso a los más dormilones, la conversación se generalizaba y dicho tema se convertía en motivo de debate. Pero cuando mayor era el apasionamiento, Román, acaso saboreando su éxito, solía


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