El decorador de silencios

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EL DECORADOR DE SILENCIOS

Miguel テ]gel Pardillos Alcaテュn

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La primavera en Madrid se abría paso tímidamente, entre los últimos coletazos de una estación que como casi siempre, fría y gris, cambiaba de muda para vestir de suave lino unas nubes, dispuestas a peregrinar hacia las luces del norte, entre una desordenada procesión de vehículos que acudía solicita a la llamada del atávico guardián de sus espejismos, mientras los tubos de escape con sus bocanadas, proyectaban tinieblas de monóxido de carbono sobre los sueños de unos sufridos conductores cuyas miradas se perdían en un horizonte casi imposible. Un ceremonial que, día tras día, terminaba por conformar una suerte de atmósfera impregnada de acogedoras fragancias, tiznadas con la belleza indescifrable de una tentación que por desconocida, acaba convirtiéndose en la más turbadora e inconfesable invitación a sucumbir a su encanto. Desde la calle de Alcalá, ajenos a la altiva mirada que La Cibeles les dispensaba desde su privilegiado pedestal, discurría una marabunta de abnegadas almas que con apresurado paso, parecían por momentos desfilar cual sonámbulos reservistas del ejército del desengaño, entre trincheras de asfalto y gigantes de hormigón. 2


Entretanto, la plaza de Callao comenzaba a dibujar una acuarela de princesas pertrechadas en generosos escotes, amén de unas prominentes nalgas que luchaban por rebelarse embutidas en unos vaqueros que oprimían tan desprendidas proporciones carnales, mientras subían por la calle Montera, asaltando el paso a los príncipes que nunca fueron azules, y que a día de hoy, sedientos de desahogo, mendigaban una simple conversación que por unos instantes, les devolvería un atisbo de esperanza en su olvidada condición de seres humanos. Flores inmigrantes que en aquel jardín del desarraigo, alquilaban unos minutos de ternura a cambio de dinero, actitud distinta y distante de aquellos que fruncían el ceño al observarlas y que gustaban, o más bien se conformaban, con su ración semanal de sexo por compasión, gratinado de amor y confiados en haber hecho los deberes; excitando sus más bajos instintos ante la incertidumbre de una noche de sábado frente al televisor, tras haber bajado la bolsa de la basura y devotos de la eficiencia de una aspirina, que les brindaría sus cinco minutos de gloria, y quien sabe si de fugaz calvario que a modo de peaje, pagaban algunas resignadas esposas, incapaces de rebelarse ante el extinto debido conyugal, incapaces de rebelarse ante casi nada. 3


Las dependientas de la calle Fuencarral se esmeraban en poner coquetos los escaparates, frotando con esmero sus grandes cristaleras, mientras el resto de compaĂąeras colocaban con delicadeza los productos convenientemente aderezados, o bien, fregaban el suelo de la tienda consiguiendo que al pasar junto a la puerta, te sorprendiera una ligera brisa de aroma a pino de oferta en el DĂ­a de la esquina.

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Las cafeterías colocaban la bollería y las porras recién hechas, cuyos efluvios, parecían guiar a través del olfato a viandantes ávidos de un cafecito con leche caliente y de leer el Marca, mientras sentados en la mesa, junto al ventanal, observaban con deleite como las costuras de los pantalones negros de la dependienta de enfrente, dejaban entrever un tanga de color chillón cuando esta, se agachaba lentamente enfrascada en sus quehaceres, mientras ellos giraban ridículamente el cuello, enzarzados en acaloradas discusiones sobre la próxima feria de San Isidro. Las calles retomaban su pulso vital cotidiano, entre sonidos de furgonetas de reparto y una amalgama de voces que por momentos, parecían interpretar una especie de sinfonía de Babel. Prostitutas desprendiéndose de las últimas legañas mientras apuraban un cigarrillo, camareros de chaqueta blanca e impecable porte, que loaban las virtudes de su Madrid frente a colchoneros irredentos aferrados al sueño de la próxima temporada; africanos de vistosas túnicas que te ofrecían un amplio catálogo de relojes y demás cachivaches. 5


Al llegar a la Plaza de Vázquez de Mella, el barrio de Chueca lucía en todo su esplendor, impregnado por unos rayos de sol que a modo de atinado pincel, le dotaban de un especial brillo que resaltaba los vistosos colores de los balcones que conformaban las fachadas de la plaza. Entretanto, en unos de sus bancos permanecía sentado un personaje más propio de otros parajes del universo madrileño. Su traje gris marengo de corte italiano y raya diplomática, conjuntaba a la perfección con una corbata de seda natural de inequívoca factura parisina, confiriéndole un distinguido porte, amenizado por una camisa de impecable blanco venido del futuro, amén de unos zapatos de los que el betún había dado buena cuenta. Sus canas ligeramente grisáceas, se desplegaban uniformes entre unas esmeradas patillas, mientras unas incipientes entradas denotaban su cuarentena recientemente inaugurada. Respiraba clase y distinción visto desde cualquier ángulo, incluso su forma de sentarse transmitía la pompa, el boato y la prestancia, más propios de una recepción diplomática de rancio abolengo que de un anónimo personaje que leía con fruición el ABC. 6


Efectivamente, el señor Quintana había sido el perfecto intérprete de ese guión preestablecido con el que todos venimos a este mundo, y él lo había cumplido al pie de la letra. Incluso su padre D. Alfredo, -prestigioso abogado todavía en ejercicio-, se jactaba de proclamar a sus habituales comensales de su ampuloso chalet en La Moraleja, que su hijo, recién nacido, le había mirado pidiendo permiso antes de esbozar su primer llanto. Su infancia discurrió entre veranos en San Sebastián e inviernos de esquí en la Sierra de Madrid, siempre que sus notas le hubieran hecho acreedor de semejante premio; pues si así no sucediera, su padre desplegaba un ejército de profesores particulares que le harían saber cuál era su objetivo en la vida. Por supuesto, el único hijo de Don Alfredo debía seguir los designios paternos con escrupulosa resignación, exhibiendo cada trimestre sus calificaciones ante sus progenitores, a modo de trofeo de caza ganado en buena lid. Años después llegaría la Universidad, donde cursaría las carreras de Derecho y Económicas, esforzándose no solo en digerir semejante caudal de conocimientos, sino a la vez, intentar ser capaz de supeditar el tsunami hormonal propio de su edad al balance de resultados paternal, que actuaba a modo de7 fina lluvia de bromuro, atemperando su precocidad.


Recordaba con añoranza los paseos que durante las tardes de verano, en compañía de su padre, discurrían por el amplio y frondoso jardín de la Moraleja bajo un cielo poblado de estrellas. En ese contexto, su padre aprovechaba para advertirle, -con ese tono ceremonioso que utilizaba en los juicios-, y sentenciar, que algún día todo aquello que contemplaban sus ojos sería suyo. El acelerado paso de una bicicleta frente al banco donde había asentado sus posaderas, quebrantó súbitamente sus fantasmas de la infancia, con un sonido tan estridente como el inoportuno despertador que cada mañana le devolvía a la realidad. Sobre aquel inoportuno y ruidoso invitado metálico, exento de limpieza y sobrado de óxido, un joven de mediana edad y generoso pelaje, vestido con unas ropas inequívocamente adquiridas en un puesto del rastro, y renuentes a dormitar en lavadora alguna, se disponía a ocupar el banco situado frente al que ocupaba el Sr. Quintana, quien le observaba con el 8estupor de quien despierta de un placentero sueño.


Tras apoyar la bicicleta sobre el banco, Iván se dispuso a rebuscar entre el fondo de la mochila que portaba tras la espalda. Con una delicadeza digna de mejor causa, y tras localizar el papel de fumar junto con una chinita envuelta en papel de aluminio, comenzó a elaborar un generoso porro de considerables proporciones sin percatarse de la observancia a la que era sometido por parte de su engominado vecino. Una vez manufacturado convenientemente y por unos breves momentos, su mirada pareció transmitir una especie de gozoso deleite para a continuación, tornarse en indisimulado regocijo, cuando exhalaba con reposada calma el humo de sus primeras caladas, esbozando una especie de sonrisa tonta que complementaba a la perfección con su semblante, entre distraído y risueño. Con la mirada fija en el engolado personaje que frente a él, parecía devorar con inusitada avidez las páginas del ABC, Iván comenzó a cuestionarse sobre las razones que habían impulsado a tan singular personaje, a deambular por el centro neurálgico del orgullo gay. Cierto era, que Madrid es una ciudad de contrastes, pero éste en concreto conseguía sorprenderle sobremanera. 9


Acaso sería de aquellos estirados personajes, defensores de las más puras tradiciones religiosas, cuando no guardianes de las más nobles esencias patrias impregnadas de caspa reaccionaria, que en lo más profundo de su intimidad, gustaban de usar un discreto salva slip, que contuviera el aceite que desprendía su recto… parecer. Quizás, simplemente fuese uno más de entre los muchos hombres de negocios, que había decidido poner el cronómetro de su stress a cero para disfrutar de unos breves instantes de calma, y olvidar por unos momentos los artículos del Código Penal, o las vicisitudes de una próxima absorción empresarial. Iván acostumbraba a abandonarse a este tipo de ejercicios de anónimo voyeur callejero, pues el nivel de exigencia de sus obligaciones, -cuando las tenía,- le permitía acomodarse en los múltiples rincones que una ciudad generosa en complicidades como Madrid le ofrecía.

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Con acreditada tendencia a escudriñar cual gato noctámbulo, el laberinto de complicidades que al ponerse el Sol, la jungla del barrio de Malasaña le brindaba, gustaba de saludar a los amaneceres en un pub llamado La Vía Láctea.

No, no es que terminase por viajar a tan lejana galaxia, aunque la mezcla de alcohol, opiáceos varios y demás “complementos”, le llevara en más de una ocasión a las puertas de éste y otros estrellados parajes, como cuando en más de una ocasión se sorprendía sentado en los vagones del metro, contemplando como las paredes comenzaban a estrecharse, mientras los rostros de los viajeros se desfiguraban entre terroríficas muecas, entretanto de fondo, sonaba la 9ª de Beethoven y sentía la necesidad convertirse en “drugo” por un día, y desatar su incontenible violencia frente aquellos monstruos que aderezaban sus viajes. 11


Iván había optado finalmente por renunciar a su Licenciatura en Arte, cuando en una lejana mañana de domingo, de esas de cefalea y tos compulsiva, tuvo una esclarecedora conversación con sus padres. Éstos, intentaban hacer comprender a Iván, que el verdadero y auténtico Arte, era lo que tenían que hacer ellos cada mes, para pagarle la Universidad y el resto de sus “caprichos”. Ante tan académica concepción del Arte, no pudo por menos que coger sus bártulos y buscarse la vida en un entorno que le brindara, cuando menos, interpretaciones alternativas a la que acababa de escuchar y que le ayudara a seguir conservando esa hedonista sensación de querer seguir siendo diferente, ni mejor ni peor, pero distinto a la mayoría de sus congéneres. Hacía ya siete años de aquello, pero sentado allí en el banco mientras apuraba su porro, todavía rechinaban en sus oídos los ecos de la perorata que en aquel lejano día recibió de sus sacrificados, a la vez que bienintencionados, progenitores, quienes cual Heráclito, postulantes de una especie de estoicismo hipócrita, cuando no presos de un desdén y arrogancia propias de la valentía que brinda la ignorancia, le había ayudado de forma involuntaria a conformar un carácter cuando menos, especial. 12


Aptitud esta, que heredada de algún modo, le había granjeado a lo largo de su corta pero intensa vida, una fama ganada a pulso, que el resto de los mortales convenían en denominar “un chico raro”. El reloj marcaba las once treinta e Iván reparó en que era la hora idónea para acercarse al piso de alquiler donde, unas calles más allá de la plaza, vivía desde hacía pocos meses. El casero, acostumbraba a salir a comprar al mercado, momento que Iván aprovecharía para coger un poco de dinero, e intentar esquivar el pago del alquiler de ese mes, ya que la empresa de mensajería para la que trabajaba, no le había ingresado a día de hoy sus haberes. Una vez conseguido su objetivo se decidiría por cambiar de aires para evitar el inoportuno encuentro con el casero. El cielo azul sobre del estanque del Retiro se erigía a modo de carpa sobre sus aguas, simulando una especie de manto aterciopelado donde las nubes, se insertaban a modo de collage, decorando con esmero la excelsa luminosidad que preñada de una ligera brisa, hacía brillar con luz propia el esplendoroso bullicio al que daba cobijo, como queriendo proteger el privilegiado entorno que emulando un oasis urbano, ocupaba cual espejismo el centro de la ciudad. 13


Junto al estanque y sobre el césped, las parejas dejaban que la primavera guiara caprichosamente sus sentidos, dándose al arrumaco entre ignotos tréboles de cuatro hojas mientras la sangre que corría por sus venas, tendía a concentrarse donde por lo común acostumbra. Quizás por ello, los varones solían permanecer boca abajo durante unos minutos a la espera de que la tensión hormonal desbordada, volviese a su cauce, permitiéndoles andar con la elegancia de un “homo erectus”. Entretanto ellas, cruzaban con esmerado mimo sus piernas, intentando infructuosamente contener las embravecidas humedades que de forma incipiente, hacían presagiar el consiguiente y ansiado maremoto, que en el mejor de los casos terminaba por convertirse en una suerte de descuido fluvial, que en modo alguno mitigaría ni siquiera levemente, el ardor guerrero que consumía su intimidad, y que aquellos imberbes bomberos no habían sido capaces de sofocar. 14


Ajenos a todo ello, por el paseo central del Parque del Retiro, avanzaban en formación de a tres escuadrones de jubilados pertrechados en sus distinguidas boinas y guiados por unos bastones que con una mano sujetaban a modo de timón, mientras con la otra intentaban abarcar con esmero el manojo de periódicos gratuitos de los que habían sido capaces de hacer acopio, buscando entretanto un puerto a modo de remanso, en el banco más cercano, junto a unas acogedoras terrazas que comenzaban a poblarse de variopinto gentío. Iván disfrutaba paseando en bicicleta por tan distinguido entorno, como casi siempre, distraído, casi ausente, con la mente ocupada en sus más que eternos problemas, cuando de repente, optó por detener su destartalada bicicleta para contemplar con rostro anonadado, a una chica que sentada en la terraza, parecía imbuida por la lectura de un libro que Iván no acertaba a distinguir desde su posición.

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Mientras su gesto se tornaba en desencajado, adoptando un rictus más propio de quien abraza un atontamiento temporal; Iván procedió a sentarse en una mesa de la terraza que le permitiese contemplar con mayor deleite el inusitado atractivo de la anónima lectora que de tan abrupta manera, había conseguido llamar su atención. Su lacia melena negra, planteaba en sí misma un serio reto a los anuncios de crema suavizante, pues seguramente, ni con extractos de kivi, ni siquiera el Photoshop más avanzado del mercado, habrían logrado emular la tersura y el brillo de tan excelsa cabellera, cuyos mechones se derramaban sobre sus hombros, como la hiedra de lejanos parajes sobre las rocas del más bello manantial. Sus ojos tenían ese azul que ya solo encuentras en las calas más apartadas, vírgenes, donde a uno le gustaría naufragar, rebosando naturalidad y aportando una brisa de serenidad que confería a su rostro una exclusiva belleza; de esas que cuando la encuentras, uno solo puede expresar como se siente en mayúsculas, pues todo lo demás, queda pequeño.

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Por unos momentos, pensó Iván que la tan traída crisis económica había llegado hasta el Cielo, y que nuestro Señor había optado por externalizar la producción de ángeles en la Tierra, pues aquel ser envuelto en divinidad que contemplaba anonadado, debiera de ser en el peor de los casos, un prototipo aventajado de ángel terrenal de reciente producción. Recordaba entretanto, como aquellos que han tenido experiencias cercanas a la muerte, convenían en describir como episodio común, el hecho de ver pasar su vida en imágenes durante unos segundos. Efectivamente, tenían razón; pues durante unos instantes Iván se sentía morir como quienes relataban tan escabrosos episodios, pero al contrario que éstos, Iván proyectaba sus imágenes hacía el futuro, junto a tan celestial ser. Efectivamente, se veía con ella paseando descalzos por el césped de la Casa de Campo, disfrutando de un bello atardecer caminando por los jardines que adornan con elegante sobriedad las faldas del Palacio Real, o mejor todavía, se imaginaba sujetando su estrecha y delicada cintura en la proa de cualquier romántico crucero, emulando a Di Caprio en Titanic, y puestos a emular, por que no en Nueva York, patinando en la pista de hielo de Rockefeller Center, con la destreza y esmerada galantería de un Fred Astaire mimando el vuelo de Ginger Rogers. 17


Súbitamente, la firme voz del camarero instándole a solicitar su consumición, le hizo aterrizar de sus cinematográficos devaneos, para a continuación, volver a alzar la vista con el fin de contemplar a la bella desconocida, preso del alborozo de un quinceañero, con esa clase de incontrolable regocijo que se torna en rubor, y que acaba por conformar ese milagro de la existencia humana que convenimos en denominar Amor, y que cuando se siente sincero por cada poro de tu piel, uno no puede por menos que compadecer a aquellos que en su nombre, hacen negocios patrimoniales y ahuyentan su miedo a la soledad, poniendo a salvo sus miserias ante una sociedad por la que se creen sentir vigilados. No era tiempo de vestir gabardina y sombrero, pero Iván terminó por intentar adoptar una pose pretendidamente interesante, a modo de Humprey Bogart en “El Halcón Maltés”, cuando muy al contrario, en verdad se asemejaba más a Lina Morgan en el Teatro de La Latina, cruzando las piernas mientras representaba por enésima vez El Último Tranvía. Entretanto, ella continuaba sosteniendo entre sus manos un ejemplar de “La Hojarasca” de García Márquez. Voluntariamente aislada por el barroquismo Faulkeriano de la obra, no había acertado a detectar la presencia del voyeur recién llegado, pero asaltada por un repentino deseo de fumar, alzó levemente su mirada para descubrir con sorpresa, la patética pose que Iván había logrado finalmente componer. 18


Sus miradas se cruzaron durante la fugacidad de esos instantes por los que merece la pena vivir, mientras Iván se esforzaba en contener un incipiente hilillo de baba, que luchaba por escapar entre la comisura de sus labios. Ella por el contrario, se afanaba en localizar el paquete de tabaco que se escondía en el fondo de su desordenado bolso; una vez localizado éste, cayó en la cuenta de que había olvidado el mechero en la oficina, y alzó nuevamente la vista, oteando el horizonte con una mirada inquisitiva, intentando localizar a alguien que pudiera prender el cigarro que entre sus dedos, sujetaba con esa creciente ansiedad que solo los fumadores empedernidos comprenden.

Iván perdió por momentos su artificial compostura, al cerciorarse de que la desconocida y atractiva lectora, se encaminaba con paso firme hacía su mesa, desplegando con toda su intensidad la perfección de unas caderas, que se contoneaban al son de unos pechos que a modo de perfecta percha, sostenían caprichosos cual finas escarpias su delicado vestido de color malva, adornado con sutiles motivos florales, mezcla de seda y lino; y que decoraban cual atinado complemento, el firme caminar de19aquella especie de sílfide surgida del sueño de una noche de verano.


Los pensamientos se acumulaban presurosos en la mente de Iván, intuyendo que apenas lograría balbucear una serie de intrascendentes y torpes vocablos, ante su deseo cristalizado, ante el inminente encuentro que en breves segundos terminaría por producirse, y optó por dejarse llevar por las no siempre seguras aguas del optimismo, henchido de arrogancia masculina, se convenció a si mismo de que su inquietante a la vez que turbadora pose, pretendidamente cinematográfica; había terminado por producir esa clase de reacciones químicas a las que algunos eran capaces de reducir las relaciones entre un hombre y una mujer. Mientras se acercaba, Yolanda observaba en detalle al posible oferente de lumbre, guiada por un ánimo puramente contemplativo, no exento de ese analítico mar de fondo del que se complacen en navegar las más avezadas especies féminas, escudriñando cualquier mínimo detalle que pudiera ser de vital importancia de cara a una prospección sentimental de futuro, y que terminara por determinar sus decisiones. Sus ojos azules repararon en las delicadas manos de Iván, en la espigada nariz de generosas proporciones que le confería un halo extraño, no tanto de arrebatadora belleza, sino más bien, por momentos, se ofrecía a su vista como impregnado del justo aderezo de misterio, acrecentándose este al enfrentarse a la profundidad de su mirada, de unos ojos marrones, que 20 miel. parecían bañados con la luz que aporta un equilibrado tono


Una especie de alarma se encendió en lo más profundo del corazón de Yolanda, pensando en que para conseguir encender un puto cigarro, pudiera haberse dirigido al atento camarero que velaba por el confort de los clientes de la terraza, amén de que estos no abandonaran las mesas sin abonar religiosamente la consumición. Sin lugar a dudas, se había dejado atrapar conscientemente por la compostura infantil de Iván, lo cual en cierto modo, había despertado su aparcado instinto maternal que a modo de río Guadiana, aparecía y desaparecía, como una fugaz sensación de felicidad o la confianza en los hombres. Una vez a la altura de la mesa en la que Iván representaba su secundario papel de actor de serie b, Yolanda optó súbitamente por girar hacia la barra de la terraza, como si un repentino ataque de falso pudor le impidiese conversar con Iván mientras; tras la barra donde el camarero se afanaba en sacar brillo a la vajilla de sus sueños, con inusitada ilusión y paupérrimos resultados. Al cerciorarse de la presencia de la joven, se aprestó solícito a brindarle el antídoto que calmara la ansiedad que Yolanda dibujaba en su dulce rostro. 21


Una vez conseguido su objetivo y tras adquirir un mechero nuevo, una profunda y prolongada calada al cigarro devolvió la expresividad del relajo que quizás, sólo un buen orgasmo puede mejorar. Ensimismada en el deleite de los efluvios de nicotina que brotaban de su boca, se dispuso a volver a su mesa no sin antes, decidir ofrecer a Iván un premeditado contoneo de caderas con esa apariencia de involuntariedad que solo las muy avezadas como ella, sabían brindar con la dosis de provocación necesaria al objeto de despertar los instintos de cualesquiera varón, o hablando con mayor propiedad; del único instinto del que se nos hace universales poseedores, a quienes profesamos nuestra indefinida condición de despistados varones del siglo veintiuno. No tardó mucho Iván en sentir la llamada del instinto tribal que tan hábilmente, Yolanda había sido capaz de despertar, y mientras se deleitaba contemplando unas firmes nalgas que desafiaban irreverentemente la ley de la gravedad más elemental, decidió cruzar las piernas, en un desesperado intento por devolver a su posición a ésa indisciplinada extremidad, que acostumbra a delatar nuestras más que comunes pulsiones emocionales.

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Yolanda, entretanto, retomó entre sus manos el libro y por unos momentos pareció abstraerse del entorno a la vez que del desconocido “voyeur” que con la mirada perdida, se disponía a coger su bicicleta y abandonar el escenario del prometedor amago de encuentro, que Yolanda se había afanado en abortar sutilmente. Mientras Iván se alejaba en su bicicleta, Yolanda observaba la imagen con un atisbo de inesperada nostalgia, sazonada con la añoranza de cuando niña, se apostaba en las frondosas encinas que bordeaban el discurrir de las vías del tren, para contemplar el devenir de los vagones y lanzar sus inocentes deseos para que llegaran a lejanos confines que quizás nunca conocería, en la secreta confianza de que algún príncipe azul, recogiera el testigo de sus deseos, viniendo raudo y veloz a rendirle pleitesía, a lomos de un unicornio blanco. Aquel príncipe azul llegaría años más tarde a la vida de Yolanda, pero el blanco unicornio se había transformado en un tal David que a lomos de un BMW serie 5 descapotable, no portaba capa ni espada sino un traje de Hugo Boss aderezado con polo Ralph Lauren, amén de una penetrante mirada que terminaría por derribar las defensas de una tierna doncella como Yolanda, que por aquél entonces cursaba tercero de Derecho, presentando veintidós años en canal, por cuyas aguas bravas David, intentaría navegar 23 plácidamente con el viento a favor.


Cierto es que pasados unos meses, Yolanda jamás volvería a sentirse atraída por la contemplación de los trenes, sino que sus deseos se centrarían más en invertir en ella misma, en su propia formación; dejando los príncipes azules para los cuentos y eligiendo con mucho más cuidado a los aspirantes a marinero que pretendieran surcar sus por aquel entonces embravecidas aguas, y que ahora derivaban calmadas como un río tranquilo. Con el gesto ensimismado en sus recuerdos, Yolanda se abandonó en el deleite de aquellos días de vino y rosas, mientras apuraba los últimos sorbos de un granizado de limón, que le recordaba el agridulce sabor que aquel primero, único y verdadero amor le había dejado. Ella era de la opinión de que el amor verdadero era como los árboles, que crecen en la misma tierra durante siglos y terminan por ofrecerse en todo su esplendor; sin embargo, cuando el mismo árbol era transplantado a otra tierra, a otro clima, en distinto lugar…, podría sobrevivir con toda seguridad, pero ya nunca crecería con el esplendor de aquel primero. Ella, por supuesto, no había vuelto a echar raíces. 24


De todas formas, cuando compartía estas profundas convicciones con sus amigas más cercanas, unas la tachaban de irredenta romántica, cuando no, de tonta directamente. Por suerte o por desgracia, Yolanda había a aprendido a sobrevivir con estos niveles de incomprensión. Recordaba como en el internado regentado por las monjas, éstas habían contribuido con denuedo a conformar en Yolanda un sacralizado concepto del amor. No pudo evitar que se le escapara un esbozo de sonrisa, al recordar como les decía a sus amigas de internado que ella guardaría con celo su flor para entregarla cuando estuviese segura. Afirmaciones estas, que provocaban el jolgorio de sus amigas, que le recomendaban fervientemente que dejara de llamarle así porque si no, jamás se la regarían. Tras saludar protocolariamente a los médicos que unos días atrás le habían efectuado el chequeo rutinario, el Sr. Quintana abandonó presuroso las instalaciones del centro médico privado, al que acudía puntualmente cada año. Una vez recompuesta la corbata y tras peinar sus desordenadas canas, se dispuso a recorrer Gran Vía abajo, el corto camino que le separaba de la oficina. 25


Desde la planta más alta del Edificio España, las vistas de Madrid eran cuando menos envidiables, y el Sr. Quintana siempre había sentido una especial predilección por poseer todo aquello que despertara esa clase de instinto tribal en sus más allegados colaboradores. Desde su privilegiada atalaya observaba, con cierto aire despectivo, al populacho que atolondradamente deambulaba bien por Plaza de España hacia Princesa o Gran Vía arriba, una especie de letanía de esclavos del mileurismo con preocupaciones mucho más terrenales y mundanas de las que pudiese albergar el Sr. Quintana, quien contemplaba arrogante desde su pedestal lo que para él no significaba otra cosa que una caterva de perdedores del sistema que tan afanosamente se había encargado de perpetuar. Un repentino sobresalto quebró la placidez de la que disfrutaba en su confortable sillón situado frente a las inmensas cristaleras del despacho, cuando el sonido de unos nudillos retumbaron el la puerta de su despacho. 26


-¡Hola papá!, -exclamó una dulce voz desde el otro extremo del amplio despacho. -Pasa, pasa y cuéntame como ha ido la reunión con Armendáriz. –contestó el Sr. Quintana con voz firme. Tras la puerta, apareció la figura de su querida hija, la joya más preciada de la familia, una joven de brillante expediente académico e inquietante belleza, Licenciada en Derecho y como no podía ser de otra manera, acomodada profesionalmente en la empresa de su padre. Éste, tras inquirirle sobre las gestiones que le había encargado a primera hora de la mañana junto al Paseo del Prado, le recriminó amablemente, eso sí, sobre su excesiva tardanza a la vez que por lo inadecuado del vestido que había elegido para realizarlas. - Sí… bueno, me he entretenido un poco. Salí un poco agobiada de la reunión, y decidí ir a una terraza del estanque del Retiro a tomar un granizado de limón. replicó ella con un tono suplicante de aquiescencia paterna. 27


Tras apurar el cigarrillo que sujetaba entre sus dedos, y con la suavidad adornada de elegancia de la que sólo las muy princesas saben hacer gala, Yolanda exhaló una ligera bocanada de humo cual doncella deja caer su señuelo blanco para exclamar a continuación: - No te preocupes papá, se han quedado con una copia del contrato, y mañana te llamarán para darte una contestación. En principio, parecían satisfechos con la redacción, aunque entiendo que se lo piensen, la cantidad de dinero es importante. - Ya sabes que sus abogados escudriñarán las cláusulas del contrato, como ratas de alcantarilla –apostilló Quintana solemnemente. El irritante sonido del móvil de Yolanda terminó por quebrar bruscamente la conversación con su padre. Tras comprobar la identidad del llamante, el gesto de Yolanda se torno en adusto, y frunciendo el ceño contestó en un tono pretendidamente despectivo: - ¡Hola David!, ¡Cuántas veces te he dicho que no me vuelvas a llamar!, estoy harta, ¿Me entiendes?... harta. Lo nuestro se acabó, y punto. ¡Olvídame! Y así, colgando la llamada sin esperar la respuesta del interlocutor 28 concluyó Yolanda la inoportuna llamada.


-¿David?, ¿Ese novio que tuviste en la Universidad? –exclamó el Sr. Quintana en tono interrogante. Nunca entendí por qué lo dejaste, era un chico muy prometedor, … seguro que está trabajando en la constructora de su familia, por cierto ¿Terminó Arquitectura no?... ¿Por qué lo dejaste? Yolanda se puso de pie y con las pupilas henchidas de incontenible rabia, se acercó cual gato erizado, arqueando su espalda para espetar a su padre: - ¡Pero cuántas veces te tengo que repetir que ese tío era un chulo, un arrogante guaperas con el cerebro entre las piernas!. Papá, escúchame por última vez porque no te lo voy a repetir, ¡No se te ocurra volver a mentar su nombre en mi presencia!. Además, sabes perfectamente que hubiese sido una desgraciada a su lado, y que ahora mismo no podría entrar por el despacho ¡Porque no me cabrían los cuernos!


Por unos segundos, un silencio casi sepulcral puso banda sonora al iceberg helado que separaba las miradas que se cruzaban padre e hija, y mientras ambos agachaban respectivamente sus cabezas, intentando buscar una salida a la tensión ambiental que se había apoderado del despacho, Quintana decidió cambiar de tema: -Bueno cariño, mañana en cuanto me llame Armendáriz diciendo que firman el contrato, te invito a comer a Casa Lucio, ¿De acuerdo princesa? –aseveró el Sr. Quintana con una forzada sonrisa que dejaba entrever la honda preocupación que aún anidaba en su rostro. Yolanda, alzó lentamente la cabeza, y con los ojos aún ligeramente vidriosos; sacó fuerzas para articular unas palabras envueltas en amabilidad: - Muy bien papa, pero no hace falta que vayamos a Casa Lucio. Hay un restaurante estupendo en Fuencarral donde nos costará cuatro veces menos el menú del día. 30


Su padre, con gesto hierático, le replicó con un tono entre irónico y altivo: -Así se hace empresa, hija mía… así se hace empresa. Unos tímidos pero incisivos rayos de sol se colaban cual intrusos, en el destartalado dormitorio donde Iván acostumbraba a sestear tras ingerir una selección de productos enlatados que componían algo que podríamos denominar comida. Las paredes del cuarto le observaban abrazando a Morfeo suplicando calladamente la solidaria caricia de una mano de pintura, mientras las grietas que presentaban las baldosas denotaban el escaso esmero con el que anteriores inquilinos las habían tratado. Los destartalados muebles del proyecto de dormitorio se erigían en mudos testigos del prolongado paso del tiempo, mientras toda la aportación decorativa de Iván consistía en un descolorido póster del Che que presidía un cabecero cuyo diseño, podría considerarse de auténtico último grito… pero mas bien de una novela de Stephen King. 31


Ciertamente, no se podía afirmar que la decoración tuviese el más mínimo atisbo de modernidad, sino que muy al contrario se diría presidida por el acreditado gusto cutre de los paletos propietarios, que en su papel de avaros caseros y lejos de decidir invertir en razonables mejoras, atesoraban muebles de segunda o tercera mano, bien procedentes del rastro o de contenedores cercanos, para hacer todavía más rentables si cabe, sus onerosos a la vez que desvergonzados alquileres. Iván agarraba firmemente la almohada, como un náufrago aferrado al salvavidas que le protegiera de la tormenta perfecta en que su vida parecía haberse convertido últimamente. Finalmente, había conseguido conciliar el sueño a pesar de las tribulaciones que acechaban sus pensamientos, que pasaban principalmente por la empresa de mensajería para la que trabajaba. Esta le había prometido llamarle a lo largo de la semana, pero estábamos a viernes y el móvil no había sonado todavía. De ello dependía en buena parte que pagara el alquiler del mes y que su inestable futuro laboral a corto plazo, comenzara a iluminarse tenuemente, como lo hacía su habitación. 32


En cierto modo, su corazón no terminaba de adaptarse al mercado de las emociones de segunda mano en las que últimamente acostumbraba a moverse, en las que casi todo aparenta ser lo que en el fondo no es, en el fondo comenzaba a descubrir en qué consiste esta comedia que convenimos en denominar vida. El reciente estreno de su treintena de abriles le colocaba el cartel en la frente de aspirante a abrazar los supuestos privilegios de la madurez, como a quienes no hace muchos años, aspiraban a licenciarse del servicio militar dando por supuesto un valor que no habían tenido ocasión de acreditar, ya que para eso, tendrían el resto de sus días. El amor verdadero llevaba tiempo sin llamar a su puerta, cierto es que el timbre tampoco funcionaba y su interés en arreglarlo no era excesivo, pues en los últimos tiempos en que sus finanzas no gozaban de una salud envidiable, había podido descubrir finalmente la escasa relación que dinero y felicidad tenían para él, aprendiendo a disfrutar cada décima de segundo desde que el Sol asomaba por la ventana hasta que la luna llena guiaba sus cacerías nocturnas en las que el éxito, escapaba entre sus manos, tomando forma de bella estrella inalcanzable en el firmamento de los deseos imposibles, como aquella joven que había visto por la mañana en la terraza de El Retiro. 33


Y se preguntaba inocentemente por qué si el hombre había alcanzado la Luna mucho antes de que él viniera a este mundo, por qué no podría al menos, acariciar las mejillas de alguna de esas lejanas estrellas a las que con la mirada, hacía el amor cada noche, y que en estos momentos vigilaban sus sueños, navegando entre la incertidumbre del un destino caprichoso y su paupérrima cuenta corriente. Junto al despacho de su padre, Yolanda degustaba un té a la hora británica por excelencia, mientras repasaba celosamente la redacción del contrato del que dependía en buena parte el futuro de la empresa, y que con la sagacidad paternal heredada, había logrado colocar a los abogados de Armendáriz. Sin lugar a dudas, esta era una de las prioridades que ocupaban su cabeza perfectamente amueblada, aunque la ruptura con David, su novio de la universidad estaba todavía demasiado reciente e importunaba en más de una ocasión sus quehaceres profesionales, cuando no los interrumpía con llamadas intempestivas que tendían a desconcentrarle más allá de lo deseable. De todas formas, un duende inesperado se había colado entre sus pensamientos y revoloteaba caprichoso; no era otro que el recuerdo de aquel melenas que a media mañana había observado en la terraza de El Retiro, cuyos ojos como siempre y sin permiso, se habían34 clavado en algún recóndito rincón de su corazón.


El recuerdo de aquella mirada terminaba aportándole una extraña sensación de cercanía y calidez, como si de algún modo la conociera de toda la vida, y en cada ocasión que intentaba poner su mente en blanco aparecía como por sorpresa, haciéndole sentir algo que nunca terminó del todo de creer, una sensación que le habían contado en infinidad de ocasiones y que ahora terminaba por entender, el revolotear de mariposas en su estómago. El brusco sonido del teléfono móvil devolvió a la realidad a una Yolanda ensimismada en sus pensamientos. Al descolgar el teléfono sonó la voz de su padre: -Yolanda, al mediodía he olvidado en la mesa de mi despacho, un sobre con los resultados del reconocimiento médico. Esta tarde no pasaré por la empresa, así que no te olvides de traerlo esta noche cuando vuelvas a casa, ¿de acuerdo?. - Señor, sí señor –contestó Yolanda con un jocoso tono militar, tras el cual, despidió a su padre con un sonoro beso. 35


Tras colgar el teléfono, se incorporó para dirigirse al despacho de su padre y recoger el sobre, no sin antes, deleitarse unos breves momentos contemplando la luz del cielo de Madrid que comenzaba a bajar su intensidad lentamente, como unas velas que se consumen pausadamente tras una prometedora cena romántica.

Iván, frente al espejo del cuarto de baño, se desprendía de sus legañas tras la prolongada siesta de la que acababa de dar cuenta. Rebuscando entre los cajones del armario logró encontrar aquella camiseta de Bob Marley a la que tanto cariño profesaba y bajo cuyo abrigo, había vivido interminables noches entre humeantes efluvios de Marrakech mezclados con la inconfundible sensación que en el paladar deja una buena sesión de Jack Daniels. Quizás por estas razones, la camiseta no desprendía precisamente olor a suavizante “Mimosín”, lo cual, hizo que un atisbo de lucidez prendiese en la mente de Iván y le invitase a dirigir sus manos hacia las perchas del armario, donde blanca, radiante, impoluta y lo que era más importante… planchada, una elegante camisa blanca de lino dormía el36 sueño de los justos desde su último lavado ecológico.


Mientras se esforzaba por superar el jet-lag de la siesta, que todavía aturdía el amanecer de su consciencia, recordó que durante el último fin de semana había adquirido en el rastro unos pantalones blancos de verano en estilo ibicenco, junto con unas sandalias a juego que no había tenido ocasión de estrenar. Tras lavar con mimo sus desordenados cabellos y armado del secador, procedió a acomodar sus rizos rebeldes hasta conformar un peinado, que le confería un halo de canalla aventurero que recordaba de algún modo al Michael Douglas de La Joya del Nilo. Ya se disponía a dirigirse a Malasaña en busca del preciado zumo de cebada que gustaba de ingerir por los singulares bares de la zona, cuando el sonido de su móvil irrumpió impertinente como siempre. -¿Si, dígame? –contestó Iván al comprobar que el interlocutor ocultaba su identidad. La voz del encargado de la empresa de mensajería para la que trabajaba, sonó con un inconfundible tono desagradable: 37


-Buenas tardes Iván, puedes pasarte por las oficinas, tienes que hacer un encargo esta misma tarde. Tras unos breves segundos de reflexión inducidos por el extraño tono amable del interlocutor, Iván acertó a balbucear: -Pero… si todavía… si todavía no me habéis ingresado el sueldo del mes pasado. -¡Qué dices imbécil!, la transferencia la hicimos ayer, seguro que ya lo tienes ingresado en la cuenta. Así que déjate de tonterías y pásate por aquí pitando… que tengo a dos piojosos como tú de baja… y un envío urgente para el edificio España de un buen cliente al que no le puedo fallar, así que ¡andando!. Tras escuchar tan convincentes argumentos, y en un tono mucho más calmado, Iván replicó: -De acuerdo, ahora mismo voy al cajero a comprobar lo que me dices, y si no es cierto, ya te pueden ir dando a ti y a tu cliente. - ¡En media hora te quiero aquí, si no es así, date por despedido!. Contestó 38 el encargado en tono amenazante.


Tras el amable intercambio de impresiones con su Jefe, Iván se dispuso a acercarse al cajero más cercano para confirmar el ingreso de sus haberes. Una vez acreditado tan importante extremo, se dirigiría a la Plaza de Santa Ana donde se encontraban las oficinas de la empresa, para realizar con la mejor de sus sonrisas el urgente encargo a lomos de su Vespino. No lejos de allí, y asomada entre los amplios ventanales de la terraza del piso veintidós del Edificio España, mientras una ligera brisa del Manzanares agitaba suavemente su cabello, Yolanda contemplaba la algarabía humana que rodeada de trincheras empapeladas de asfalto y gigantes de hormigón, peleaba con el denso tráfico que a esas horas de la tarde dominaba el centro de Madrid, conformando esa extraña y agridulce sensación en el viandante de amor odio, un sentimiento que se inclinaba caprichosamente en la balanza de las almas de sus habitantes, pero que curiosamente ansiaban cuando por unos días, abandonaban la capital. Superada la extrañeza que en primera instancia le había producido la ausencia de su padre en la oficina, ya que por teléfono no había dado ninguna explicación, como acostumbraba hacer, Yolanda se dispuso a observar el horizonte que dejaba adivinar el lejano barrio de Carabanchel. 39


Con la mirada un tanto absorta, Yolanda se sentía como perdida en una encrucijada de caminos que se le ofrecían ante sí exentos de atractivo alguno, y que no mostraban la más mínima dosis de fugaz tentación capaz de hacerla sucumbir, a decidirse por cual de ellos empezar una nueva senda que, como la brisa del Manzanares, agitara suavemente los rizos de un corazón cuyas heridas comenzaban a restarle ritmo a sus latidos. -¡Srta. Quintana!, ¡Srta. Quintana! - gritó una voz desde el fondo del despacho. Era Herminia, la secretaría de Yolanda que la con voz un tanto entrecortada, le apremiaba desde la puerta dibujando un leve gesto de preocupación en su rostro, lo cual le hacía presagiar que el mensaje que iba a recibir no iba a ser del todo positivo. -¿Qué ocurre Herminia? –preguntó Yolanda en tono inquisitivo. - Perdone Srta. Yolanda, pero como no cogía el teléfono opté por entrar al despacho para avisarla personalmente. Hay un joven en la puerta que trae un paquete para usted. 40


-No esperaba nada urgente para esta tarde, la verdad. – afirmó Yolanda con un tono de sobriedad-, ¿Sabe usted de que se trata? -No le he preguntado al joven, Srta., pero si me permite aventurar el contenido, yo diría por el envoltorio, el olor y otra serie de detalles que he podido observar, que se trata de unas flores.

Yolanda cambio el tono adusto que habitaba su rostro, por otro en el que sus mejillas comenzaban a turbarse, como si estirarán suavemente las comisuras de sus labios hacia arriba y terminarán de componer su linda sonrisa, para a continuación, preguntar nuevamente a la dilecta y competente secretaria: -¿Y quién lo envía?, No Herminia… mejor no me lo diga, por favor haga pasar al joven y así deshacemos este entuerto. - Si Srta. Yolanda, ahora mismo aviso al joven para que pase. Si desea alguna cosa más ya sabe donde estoy. 41


Herminia abandonó con prestancia el despacho de Yolanda para, tras la puerta del mismo, invitar amablemente a pasar al despacho al joven repartidor cuya sombra, tras la cristalera de la puerta, Yolanda solo acertaba a intuir difusamente, mientras escuchaba con dificultad la breve conversación de su secretaria con el desconocido portador del envío. Iván entró pausadamente en el despacho de Yolanda, mientras observaba con detalle las generosas proporciones del mismo, además del esmerado gusto que mostraba la decoración del mismo, impregnada de cuadros contemporáneos de exquisito gusto para su acreditada opinión, aunque en cierto modo, chocantes con un cierto ambiente rancio que le otorgaban al despacho unas cortinas que debieron tener su esplendor estilístico años atrás. Sin reparar en la joven que sentada, parecía imbuida en el repaso de unos papeles, dejó el paquete sobre una mesa de reuniones que a su derecha se ofrecía generosa y noble, como la brillante madera que la conformaba. 42


-¿De quién es el envío, por favor? –pregunto Yolanda con tono pretendidamente desinteresado, sin levantar la cabeza, mientras seguía ensimismada en la observancia de los papeles que se amontonaban sobre su mesa. -Pues… aquí hay una nota de un tal… David ¿Puede ser?, si efectivamente, la envía David –balbuceó torpemente Iván. Unas palabras que actuaron de afilado resorte sobre Yolanda, que como si un de un alfiler inoportuno que se hubiese alojado en su delicado trasero se tratase, se puso inmediatamente de pie para exclamar a continuación, con un tono visiblemente irritado e iracundo: -¡Joder, pero cuando dejará este pesado de mandar flores!, si se lo he explicado en infinidad de ocasiones!. ¡Santo cielo, que pesadilla!. Mientras soltaba una suculenta colección de moderados improperios hacia ese tal David, - a quien un sorprendido Iván no tenía el gusto de conocer-, se iba girando lentamente hacia éste, que perplejo, observaba atónito como conforme la misteriosa y cabreada desconocida se situaba frente a el, su imagen le iba resultando conocida por momentos. 43


Tras dar cumplida cuenta de la erupción de adrenalina que todavía habitaba en el azul de sus ojos, convirtiendo su mirada en una perfecta simbiosis entre el cielo y el infierno; el gesto de Yolanda giró como de levante a poniente al observar al desconocido repartidor, portador de aquellos ojos que le habían brindado evocadores momentos de desconcentración durante buena parte del día. Recomponiendo sus cabellos, dirigió su mirada hacía Iván y empleando un tono conciliador, le dijo: -Perdona por mi actitud. –musitó Yolanda mientras observaba en detalle a aquel joven que con cara todavía de asombro, asistía silente a lo que parecían ser los estertores de su delirio. -No te preocupes, no pasa nada. –contestó Iván con tono conciliador, mientras Yolanda intentaba sin éxito, encender un cigarrillo que quebrara la tensión que se respiraba en el ambiente. - Por cierto ¿No nos hemos visto en alguna ocasión? –inquirió inocentemente Yolanda. 44


-Pues… ahora mismo, no caigo. No creo que frecuentemos los mismos garitos, de todas formas, permíteme que te ofrezca un mechero, regalo de la casa ¿Vale? -¡Gracias, siempre ando igual con los mecheros! –contestó Yolanda mientras sonreía con premeditada dulzura. -No hay de que, así te evitarás tener que comprarlo en alguna terraza… ¿del Retiro, por ejemplo? –apostilló Iván descubriendo sus cartas intencionadamente. Yolanda estaba segura desde el primer momento que aquel chico que permanecía de pie, frente a ella, era el desconocido que había logrado captar su atención durante aquella mañana de viernes, y henchida de orgullo al comprobar que no había pasado inadvertida su presencia para él, decidió cambiar de actitud para ver por dónde salía el apuesto desconocido. - Ya me dirás donde tengo que firmar sentenció Yolanda en un tono distinto del que había mantenido unos minutos atrás. 45


Acercándose lentamente a la mesa donde Yolanda terminaba de conformar el distinguido porte que atesoraba, Iván puso sobre la mesa las copias del albarán de entrega mientras observaba el generoso escote que dejaba entrever la firmeza y tersura de los pechos de Yolanda, mientras indicaba con precisión donde debía insertar su firma. Tras cumplimentar debidamente el papeleo, y una vez rubricados los albaranes, Yolanda levantó la mirada y mirando fijamente a Iván, le preguntó: -¿Necesitas alguna cosa más? mientras comenzaba a percibir en sus mejillas, el sonrojo que le producía lo quebradizo y nervioso del tono empleado - Pues la verdad es que sí. –respondió Iván agachando la cabeza con gesto distraído. Entretanto las pupilas de Yolanda, se dilataban involuntariamente ante la inmediatez del desconocido requerimiento, hasta que de los labios de Iván se escapó la siguiente frase: - Te necesito a ti… y aunque te sorprenda tiene una explicación…, bueno, quizás dos 46


-¿A mi?, ¿Explicación?, ten la amabilidad de aclararte, por favor –replicó Yolanda en un tono un tanto malhumorado. Iván, sin pedir permiso, procedió a sentarse frente a ella, y deleitándose nuevamente en la profundidad del azul de los ojos de Yolanda, la miró fijamente y le dijo: -El mechero que te he entregado no es de la empresa, sino mío… y lo necesito. La otra razón es que esta mañana, cuando te observé en la terraza del Retiro, sentí la necesidad de saber a qué te dedicas. Ahora, creo que ya lo sé. -Así que lo que te preocupa es tu mechero, y saber a qué me dedicó… -valiente gilipollas pensó Yolanda, mientras continuaba exhalando el humo del cigarrillo al hablar-. Y tú, aparte de llevar paquetes de un lado para otro… ¿A qué leches te dedicas? - Preparo oposiciones –afirmo Iván escuetamente 47


-¡Oh qué interesante!,… y qué te estás preparando para ser, ¿Inspector de Hacienda?, ¿Abogado del Estado?, ¿Letrado de la Comunidad de Madrid? – espetó Yolanda con indisimulada ironía. - No, nada de eso, quiero ser Astronauta –replicó con parquedad Iván. Yolanda estiró sus brazos por la mesa, mientras una sonora carcajada inundaba la quietud del despacho. Esforzándose en guardar la compostura perdida, se incorporó lentamente para observar a Iván, que mantenía un semblante serio frente a ella, y con una risa entrecortada, preguntarle nuevamente: -¿Y por qué Astronauta? - Porque quiero ser capaz de alcanzar una estrella tan bonita como tú. – contestó Iván concentrando en su gesto toda la dulzura que era capaz de expresar. Yolanda giró suavemente el sillón hacia los amplios ventanales del despacho, mientras esbozaba un picara sonrisa, dándole la espalda a Iván que continuaba justificando su estelar vocación. 48


-Mira bonita, no se a ti, pero a mi de pequeño e incluso ahora, me sigue gustando sentarme en el césped durante las noches de verano, y observar las estrellas. ¿No te ocurre a ti? Yolanda, contemplando como la noche comenzaba a abrazar el cielo de Madrid, reflexionó en voz alta: -Bueno, yo prefería sentarme a ver pasar trenes, aunque la verdad es que me sigue atrayendo verlos pasar, quizás, porque no tengo el valor ni la decisión para elegir en cuál subirme. –contestó Yolanda, mientras se sorprendía de lo sincero de su confesión, para volverse a girar y preguntarle a Iván: -Así que sueñas con las estrellas y quieres navegar por el espacio…, estupendo, un chico con los pies en el suelo. -Efectivamente, así es… por cierto, no nos hemos presentado. Yo me llamo Iván y soy el tren que llevas años esperando. –aseveró Iván con ese tono ceremonioso que empleaba cuando la ocasión lo requería. Yolanda, que contemplaba ensimismada la locuacidad de Iván, contestó apresuradamente: 49


-Yolanda…, me llamo Yolanda, y creo que tienes muchas posibilidades de aprobar las oposiciones. Por cierto, y si te mandan a Marte, o a algún planeta más lejano. ¿Cómo haremos para vernos? Iván se recreó por unos segundos en la expresividad casi infantil que Yolanda transmitía, hasta hacía poco tiempo adusta y circunspecta en su papel de niña bien, ahora se mostraba como una niña somnolienta que se disponía a abrir los regalos de la noche de los Reyes Magos. Yolanda, entretanto, mantenía el gesto expectante ante cómo saldría Iván de la cuestión que le acababa de plantear, para escuchar finalmente: -Yolanda, si me permites aprobar la oposición, solamente aceptaré misiones a tu corazón, y allí me quedaré mientras tus ojos brillen como lo están haciendo en estos momentos. -En Madrid comenzaba a anochecer, y tras las rejas que protegían la intimidad de los moradores de las almenas que conforman la ciudad, se escondían pequeñas historias de ilusión, de seres humanos que sentían la leve brisa de la felicidad a la que se abandonan sumisamente. 50


Otros, por el contrario, ocultos tras las persianas bajadas, escondían sus miserias cerrando las ventanas de su esperanza, bajo la sacrosanta excusa de la intimidad, sin confianza alguna en que el Sol que anunciaba en unas horas su llegada, les diese la oportunidad de maquillar sus cicatrices y de algún modo, intentar iluminar sus almas. Y aunque el Sol aparecería irremediablemente, algunos preferirían que la luna llena no les abandonase nunca, pues, aunque fuese en periodo de prueba, ya habitaban la morada de su estrella más soñada, decorando los silencios que se producen entre latido y latido, en definitiva, viviendo.

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