Morir en Alhucemas

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MORIR EN ALHUCEMAS O EL SALTO DE LA PEPA

Autor:

Juan José Maicas Lamana 1


Cualquierparecidoconlarealidadespuracasualidad Poco a poco la penumbra iba dejando espacio a la silueta que formaban las pocas edificaciones de la isla, una gran roca que emergía del mar , hasta alcanzar en algunas partes casi cien metros, tomando semejanza a una singular “ línea del cielo” de la famosa urbe norteamericana. Nunca había visto un amanecer como el que se me presentaba ante mí, y desde una posición tan privilegiada como la que me ofrecía el barco que recorre la línea de Ceuta a Melilla y viceversa, haciendo escala en el Peñón de Vélez y con destino final : Alhucemas, la isla. Pese a ser muy temprano, la actividad en tierra era frenética. La pequeña motora que nos trasladaba desde el barco al muelle de la isla parecía que se hundía por momentos, solo íbamos tres viajeros y dos soldados más que controlaban la barcaza y la carga, compuesta por suministros de todo tipo para sesenta personas y siete días. 2


“ Los gav iotos” , así se les conoce a los que v iv en en la isla, esperaban arremolinados y algo inquietos nuestra llegada, el aspecto que presentaban no era precisamente el de soldados regulares del glorioso ejercito español de los años setenta; a ello contribuía la calor, que a pesar de lo temprano de la mañana, empezaba a pesar; algunos de ellos en pantalón corto, se arrojaron al agua a modo de recibimiento, aunque sospeché que ese gesto no era una demostración de alegría, sino un reflejo espontáneo producido por la v isión de todo aquel cargamento compuesto de distintas v iandas, combustibles, paquetes y cartas.

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Esta sospecha la confirmé semanas después, ya que tuve las mismas sensaciones que aquellos “ gaviotos” que vi por primera vez. El máximo responsable militar de la isla era un capitán. Nos recibió en su despacho uno por uno y a los tres que acabábamos de llegar . El discursito que nos largo lo tenía aprendido de memoria de tanto repetirlo durante tantos años que llevaba de “ Robinson” en esta atípica isla, mezcla de cuartel y penal . Su mensaje quedó bien claro: menos de política, podíamos hablar de todo, preferentemente de fútbol y mujeres, o, lo podríamos pasar muy mal, esto último lo repetía machaconamente a lo largo de la conv ersación. Pero se daba la paradoja de que de las dos cosas a las que se refería, eran de lo que menos abundaba en éste lugar. Campo de fútbol, no ex istía, las dimensiones de la isla no lo permitían, ésta era minúscula, y mujeres sólo había dos, la esposa y la hija del capitán, ahí es nada. Fruta prohibida. 4


Los primeros días fueron tranquilos. Mientras nos asignaron el lugar y las literas donde íbamos a pasar muchos y largos meses. Lo que contrastaba con el nerv iosismo y cierto ambiente enrarecido que inundaba la isla, y nunca mejor dicho. Pese a nuestras pesquisas no pudimos av eriguar nada. Éramos nuev os y despertábamos cierto recelo. Es una práctica común que las autoridades militares utilicen a ciertos indiv iduos afines como chiv atos, encuadrados en el SIM., (Serv icio de Información Militar). Debido a mis conocimientos de electricidad me asignaron el puesto de mantenimiento de la obsoleta y ox idada instalación eléctrica en ésta histórica posesión española situada en aguas jurisdiccionales marroquíes y a tan sólo quinientos metros de la costa de éste país magrebí.

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Como en el ejército la mano de obra es gratis y había un v asco ocioso, sin destino, según la jerga militar y que dedicaba doce horas al día para aprender el euskera, lo nombraron mi ayudante. Este puesto me sirv ió para ponerme al corriente de toda activ idad doméstica y forma de v ida en Alhucemas, tanto la de la superficie como la subterránea, que era aún más intensa. Poco a poco me fueron tomando confianza, aunque siempre queda alguna sospecha. La población estaba formada por unas cuarenta personas con antecedentes políticos y policiales como consecuencia de la lucha antifranquista, muy en auge en aquellos tiempos, y el resto lo formaban indiv iduos que habían tenido alguna relación con la delincuencia; junto a unos pocos suboficiales que organizaban la v ida castrense en el recinto militar. Se daban una serie de circunstancias y condiciones en la v ida isleña que hacía que las relaciones humanas a v eces no lo fuesen tanto. Ex istían frecuentes discusiones que solían acabar en peleas, a v eces tumultuosas. 6


Yo consideraba como factor principal de éstos problemas, la v ida prolongada en un recinto pequeño y aislado, donde la tensión se iba acumulando día tras día, así como al choque cultural tan fuerte que se daba entre los distintos habitantes de la isla.

También influía el alto consumo de alcohol , el número de bares por habitante en Alhucemas podría ser el más alto del mundo, tres para sesenta personas. A todo lo expuesto anteriormente hay que sumar algo trascendental que sucedió en aquellos días y que estaba alterando las relaciones humanas. La noticia había corrido como la pólvora , 7 incendiándolo todo.


El mensajero que había actuado como una auténtica cotorra por todo el islote no era otro que el “ machaca” o ayudante doméstico del capitán, era ev idente que se había equiv ocado de oficio, de portav oz oficial hubiera hecho una magnífica carrera. Este personaje, estando en la cocina del edificio principal, un gran caserón colonial situado en lo más alto de la isla y junto al helipuerto, escuchó sin “ quererlo” una conv ersación del capitán con su hija Pepa. Solo bastaron unas cuantas frases subidas de tono para que nuestro eficiente “ machaca” actuara más v eloz que las ondas de una emisora de radio. Al atardecer la noticia era conocida por todos los isleños; bueno por todos menos por uno, el más interesado en saberla, porque formaba parte importante de la misma. Esa noche se iba a celebrar una fiesta a la que asistirían unos amigos del capitán llegados de la península en un v elero que se encontraba amarrado junto a la isla. Así que nuestro principal protagonista de la tragedia que ya se estaba iniciando, debido a su condición de buen pescador y gallego, se encontraba con su barquichuela capturando algunos meros para la cena. 8


En consecuencia, era absoluto desconocedor de lo que se cocinaba en tierra firme, relacionado con él. Al atardecer nuestro hombre enderezó la proa de su barca, cargada con algunos pescados, hacia el puerto. Cuál sería su sorpresa al div isar en el muelle a tres miembros de la guardia con el cetme al hombro y haciéndole señas para que se acercara lo antes posible. El estómago le dio un v uelco, a punto estuv o de ensuciar los pantalones. Fabeiro dudó algunos segundos sobre si daba media v uelta para dirigirse a Marruecos o continuaba hacía el pequeño puerto. 9


En quince minutos habría estado en la playa; y en un par de horas más en Ketama, entre las plantaciones de marihuana. Pero la indecisión y la flojera que le inv adía todo el cuerpo se lo impedía. Lo llev aron al calabozo, muy pequeño y húmedo. Asqueroso: lo definiría mejor. Aunque no era eso lo que le atormentaba, sino desconocer el motiv o que lo había llev ado hasta allí. La ansiedad le iba carcomiendo por momentos y a punto estuv o de ponerse a gritar. Fabeiro era muy temperamental y apasionado, por lo que se indignaba mucho. Eran las v eintiuna treinta. Anochecía. El capitán ya iba por el tercer v aso de whisky, lo que le hacía bastante peligroso. No faltó un pelo para que llamara al cuerpo de guardia y diera la orden de tocar a “ generala” . Esto solía ocurrir bastante ha menudo, bien entrada la noche y cuando el whisky le salía ya por las orejas. La tensión en la isla casi se mascaba. 10


La cena- fiesta estaba a punto de comenzar, y los inv itados con algún ex ceso de euforia, como consecuencia de la acogida y hospitalidad que se les había ofrecido. Aella iban a asistir también los suboficiales, junto a la familia del capitán. Aunque su hija, bien a gusto habría salido corriendo de no encontrarse en esta isla- roca.

El mar era todo un poema. Se había originado un fuerte v iento de lev ante y la tempestad estaba siendo una pesadilla, con olas de cinco y seis metros chocando contra el acantilado y saltando al interior de la isla, conv irtiendo sus estrechas calles en auténticos ríos. Eran las tres de la madrugada, y hacía cinco horas que se habían11escuchado los toques de silencio.


Solo se oía el murmullo de los comensales que se filtraba a trav és de las pequeñas v entanas de la nav e semisubterranea y acondicionada para organizar bacanales. Un lugar, que sin las potentes luces que proporcionaba el generador de gasoil, seria fantasmagórico.. Con paredes de hasta tres metros de grosor. En tiempos pasados fue un polv orín y celda de prisioneros de guerra. En la bahía donde se encuentra la isla, sucedieron grandes hechos bélicos, durante el enfrentamiento con Marruecos, como el famoso desembarco de Alhucemas, que originó el naufragio de muchas nav es de guerra, algunas de ellas aún se pueden admirar en el fondo marino 12


Pero v olv amos a lo que nos ocupa, ese mar embrav ecido que muchas v eces impedía la llegada de alimentos, originando hambre, pero que también se deja arrebatar algunos pescados, cuando la necesidad aprieta; estaba atemorizando a los inv itados. Se les notaba muy nerv iosos, algunos propusieron al capitán que diera por terminada la fiesta, para poder irse a dormir; si las circunstancias lo permitían, claro. La euforia del principio se estaba conv irtiendo en ataques histéricos. Pero lo peor aún no había llegado. Alguien amparado en la oscuridad y protegido por la tempestad, se dirigió al cuarto del generador eléctrico, saboteándolo, y dejando a toda la isla, incluida la sala de la fiesta con más de v einte personas dentro, en la más absoluta oscuridad. No es necesario decir que sucedió a continuación en éste lugar. El pánico, el miedo, los atropellos y el “ sálv ese quién pueda” , se adueñaron de todos. La isla se asemejaba en esos momentos a un gran barco que se hunde en las profundidades del mar y de la noche. 13


La pequeña sala de la enfermería, presentaba una imagen deprimente. Los quejidos de dolor y las protestas prov enían de todos sus rincones; los golpes, magulladuras, desmayos e intox icaciones etílicas, eran los v erdaderos protagonistas. En medio de esta v orágine, todos se habían olv idado de Fabeiro. Ese soldado pardillo que se encontraba en el calabozo purgando sus “ crímenes” . Un suboficial, el más despierto de todos, y no porque su cabeza estuv iera mejor amueblada, sino porque no había bebido alcohol, cayó en la cuenta y se acordó repentinamente del gallego pescador. Dio la orden de v isitarle. Dos miembros de la guardia correspondiente a ese día, se acercaron hasta el calabozo, situado en un ex tremo de la isla. Fabeiro se encontraba observ ando el paisaje a trav és de un v entanuco, desde allí se alcanzaba a v er Villa Alhucemas: antigua Villa Sanjurjo en la época colonial. 14


Cuando alcanzó a ver a sus dos compañeros vistiendo el uniforme completo, cartucheras y correajes incluidos, entro en cólera y fuera de sí, empezó a gritarles, preguntando qué coño hacia él encerrado y por qué no se le había dado ninguna explicación. Sus compañeros se miraban entre sí, poniendo cara de interrogación. Desde luego, si era cierto lo que decía el gallego era como para darse con la cabeza en los muros de esa ratonera inmunda, que si no era el infierno, se le parecía. “ ¿Fabeiro , esposible q ueno tehayandichonada?”, le preguntaron: “ Pues eres el único que no lo sabes. La Pepa está embarazada, y tú eres el padre…”, le dijeron en voz baja sus 15 . compañeros, temerosos de la reacción del encerrado


“ ¡Me cago en mis muertos. Maldito sea el día en que nací¡ ”: contestó Fabeiro. La cara se le descomponía por momentos. Le salía espuma por la boca. Y como si de un poseso se tratara empezó a vociferar , a gritar , igual que un animal malherido. “ ¡ Eso que decís es imposible! ¡ Soy impotente!, ¡ pobre en esperma, mi semen apenas tiene bichitos! Aquella situación tomaba tintes tragicómicos. El aceptaba que había tenido alguna relación sex ual con la hija del capitán. Pero la madre naturaleza le negaba ser padre de nadie. Los dos soldados optaron por llev arlo a las duchas, para que se relajara. Su excitación nerv iosa, lejos de disminuir iba en aumento. Fabeiro caminaba entre sus dos compañeros, que lo sujetaban ligeramente de los brazos, con el fin de ev itar que se desv aneciera y fuera a dar con los dientes en las piedras que a modo de baldosas ex istían en el camino hacia las duchas. Era paso obligado, ex istía un pequeño pretil que ev itaba la caída hacia el acantilado. 16


Un lugar alto y muy sombrío de la roca: estaba situado al norte. Fabeiro no lo dudó. Dio una fuerte sacudida para librarse de sus compañeros y como si de un galgo se tratara, saltó el pretil arrojándose al v acío. Cien metros de caída libre le esperaban. La superficie del mar desde esa altura era tan dura como el cemento. Fue su final. En la decisión de quitarse la v ida, influyó más el miedo a la reacción del capitán que el tener que cargar con un hijo que no era suyo. Tenía muchas posibilidades de que le montaran un consejo de guerra por v iolación reiterada en la hija de éste. El golpe fue brutal, y aunque se sumergió por unos segundos, el cuerpo salió a flote en medio de una mancha rojiza producida por la sangre que le brotaba del pecho; lo llev aba abierto en canal. 17


Coincidió con la hora del baño, por lo que decenas de soldados se encontraban nadando por las cercanías. Los más atrev idos y preparados solían dar una v uelta a la isla. En tiempos de paz los militares no están acostumbrados a acciones v iolentas ni a la v isión de sangre alguna; por lo que a v arios de ellos este espectáculo les produjo cierta conmoción, con posteriores alteraciones en el sueño. Fabeiro fue introducido en una bolsa de plástico negra, para trasladarlo en helicóptero hasta Melilla, y desde allí partiría por vía aérea hacía su Galicia natal , en el norte de la península.

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A sus padres se les envió una carta comunicándoles la muerte de Fabeiro que venia a decir así: “ Distinguido señor : Me dirijo a Vd. para testimoniarle mi satisfacción por el comportamiento que su hijo ha tenido, durante el tiempo pasado dentro de esta gran familia militar , y al mismo tiempo participarle, que si Vd. siente dolor por tan trágica pérdida, nosotros la compartimos. Fue un gran soldado dentro del Ejército Español . Siempre podrá disponer de esta Casa. Con todo afecto, en nombre de todos los componentes del Grupo y en el mío propio, le saluda atentamente.Fdo. Coronel Jefe de Melilla.” Esta carta dictada más o menos en los mismos términos se enviaba siempre que sucedía la muerte de un soldado, independientemente de cómo se había producido. Las autoridades militares no se complicaban mucho la vida con estos temas. Existen otras cosas mucho más importantes en las que utilizar el tiempo. Habría sido un alivio para todos que ésta triste historia hubiese acabado aquí. 19


Pero por desgracia no sucedió así. El cura destinado en la isla y quecumplía el servicio militar, al igual que todos los clérigos queseescoraban un poco hacía la izquierda, políticamente hablando, claro. Era conocedor del problema sexual de Fabeiro, así quetuvo la feliz idea desolicitar a su médico de cabecera, los análisis clínicos que certificaran su incapacidad para tener descendencia. En no más de sietedías, a la llegada del barco con los suministros y la correspondencia, se fueen busca del capitán para esclarecer todo esteembrollo y lavar la imagen del inocentey fallecido Fabeiro.

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El jefe militar de Alhucemas, cuando acabo de leer el documento médico que le había entregado el “ pater ”, le entraron unos incontrolados deseos de darse a sí mismo un golpe de estado, derogar los Derechos Fundamentales de los españoles que se encontraban en la isla, y comenzar a fusilar gente en cuanto amaneciera. Pero lo pensó mejor y se dirigió hacía la biblioteca. Su hija se encontraba allí consultando algunos libros sobre la maternidad. La agarro de los pelos y llevándola casi arrastras se dirigió a lo más alto de la isla, a la vez que le preguntaba quién era el verdadero padre del hijo que estaba en camino. Pepa en un principio se negó a contestar , por miedo a la reacción de su padre; pero en un momento de claridad, se dio cuenta de que si no le decía toda la verdad, iba a correr la misma suerte que su esporádico y desgraciado amante. 21


Y como no quería medir los metros del “ salto de la Pepa”: (la soldadesca ya había bautizado así al lugar que el gallego eligió para poner fin sus días), tuvo la sabia decisión de contar todo a su padre. Total las consecuencias no podrían ser peor de lo que ya estaban siendo. De cuando en cuando un moro, cruzaba los quinientos metros de mar que separaban Marruecos de Alhucemas, para comerciar; aunque mejor sería decir trapichear con los habitantes del peñón rocoso. Intercambiaba “ quifi” , “ hachís” y otros productos de la tierra, por aceite, jabón etc., alimentos y objetos que no sobraban precisamente en toda la comarca del Rif. Este personaje embaucador e inteligente como nadie, que hubiera hecho carrera en cualquier empresa española dedicada a la v enta domiciliaria: era el auténtico padre de la criatura, el responsable del 50% de este feo asunto. 22


La responsable del otro 50% había cumplido con los deseos de su padre. Así eliminaba en gran parte el peligro que corría su vida. Pero teniendo en cuenta que la noticia del embarazo, y todo lo que aconteció después, había llegado hasta la frontera con Mauritania. El ” desecho social ”, nombre con el que se dirigía el capitán al padre de su nieto, había puesto tierra de por medio. Y en estos momentos, lo mismo se había alistado a la Legión Extranjera; como formaba parte de algún grupo de bandidos de los que frecuentan el desierto del Sahara. 23


Total las consecuencias no podrían ser peor de lo que ya estaban siendo. Por lo que ésta historia ya no podía acabar bien. La hija se marchó a Melilla con el fin de alejarse del escenario de los hechos, y con el pretexto de que su vástago naciera en la ciudad. Su padre siguió haciendo lo único que sabía, mandar y mandar , aunque fuera mal . Y el resto a contar los días que faltaban para perder de vista aquel trozo de tierra y todo lo que significaba.

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