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Caminemos juntos, participemos en la liturgia
Por: Seminarista Luis Francisco Salazar Cucaita, estudiante de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz (Roma), y seminarista Jesús Fernando Fajardo Castellanos, estudiante del Ateneo Pontificia Regina Apostolorum (Roma)
Durante los últimos domingos hemos venido celebrando las grandes solemnidades de la Iglesia en la liturgia, la Asunción del Señor, Pentecostés, La Santísima Trinidad y hoy, la solemnidad del Corpus Christi; son cuatro fiestas que meditadas y vividas dentro de nuestra vida cristiana nos ayudan a encontrarnos con Dios. Esta solemnidad del Corpus nos recuerda la presencia viva, vivificante y real de Cristo en la Sagrada Eucaristía, que se convierte en alimento para nuestra alma. Unámonos en alabanza con las palabras del doctor angélico: “Y aunque fallan los sentidos, solo la fe es suficiente para fortalecer el corazón en la verdad. Veneremos, pues, postrados a tan grande sacramento”.
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Solemnidad
de Corpus Christi, domingo 11 de junio
La liturgia de la Palabra nos habla hoy de la Eucaristía desde tres puntos de vista. En la primera lectura, el libro del Deuteronomio, nos ofrece el punto de vista de la ayuda. La Eucaristía estaba, de algún modo, prefigurada por el don del maná, es decir, por el alimento dulce, agradable, nutritivo y misterioso que según los hijos de Israel descendió del cielo, y fue dada por Dios como comida mientras su travesía por el desierto. El maná es anticipación de la carne de Cristo, del mismo modo que el agua que brota de la roca es prefiguración del agua y de la sangre que brotarán del costado de Cristo en la cruz.
El mensaje de Deuteronomio es claro: El camino de la vida es fatigoso, marcado por pruebas, a veces hasta por humillaciones, pero
Dios nos da el Pan de su Palabra y el Pan de la Eucaristía: el primero es como una brújula que nos guía hacia las decisiones correctas, el segundo es la fuerza que nos ayuda a tomar esas decisiones.
En la segunda lectura, San Pablo nos ofrece el punto de vista de la comunión. Nos hacemos uno con Él: recibimos de Él su vida misma, su capacidad de amar y de vivir para los demás y para Dios. Si nos acercamos al cuerpo y a la sangre de Cristo con las necesarias buenas disposiciones, nuestra vida cambia poco a poco, se se convierte gradualmente en “eucarística”, es decir, acción de gracias a Dios, servicio a los demás, transformándonos a su imagen.
En el Evangelio, Juan nos ofrece el punto de vista de la vida eter- na. Este tema de la vida eterna no está muy de moda hoy en día. Nos atraen tantas cosas materiales y nos deslumbran las luces de este mundo. Ya no nos hacemos la pregunta: ¿qué pasará después de la muerte?..., “Si alguno come de este pan, vivirá para siempre” nos dice hoy Jesús en el Evangelio, y añade inmediatamente después: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día”. La última frase del pasaje evangélico vuelve a repetirse: “El que come de este pan vivirá para siempre”. Roguemos a Dios Padre, que la Eucaristía sea siempre para nosotros fuerza en el camino a veces doloroso de la vida, comunión en las relaciones difíciles, vida eterna cuando llegue el momento de pasar de este mundo al cielo.
XI Domingo del Tiempo Ordinario
El libro del Éxodo nos recuerda la relación de alianza que Dios ofreció a Israel. Era un pacto bilateral con compromisos recíprocos entre Dios y su pueblo. Los israelitas tendrían que obedecer las normas y mandatos acordados en el pacto. Por su parte, Dios se comprometía a proteger y bendecir a su pueblo. Cuando esta relación de alianza se degradó con el paso del tiempo, el Señor hizo una oferta novedosa: Él mismo reinaría en medio de su pueblo. Ya no habría necesidad de reyes ni sacerdotes como en la antigua alianza.
En el Evangelio de san Mateo (9,36–10,8) Cristo inicia su acción apostólica reuniendo a su alrededor discípulos que se convertirán en portavoces de su enseñanza. Jesús, ante la enorme tarea y el escaso número de los que están llamados a realizarla, se apiada de las multitudes que son “como ovejas sin pastor” y da poderes a sus apóstoles y los envía al mundo.
En el momento de la Ascensión, Cristo dirá a los apóstoles: “Id, pues, y haced discípulos a todas las naciones” (Mt 28, 19). Todos los pueblos deben ser instruidos para entrar en el reino de Dios, que es el mayor bien. Así propone Cristo la redención universal.
Trabajar por Cristo y con Cristo es un gran privilegio y, al mismo tiempo, un deber. “¡Cristiano, no olvides la gran dignidad con la que has sido investido!”, dijo San León Magno. Tomando conciencia de esta verdad, unámonos a los doce apóstoles para proclamar: el reino de los cielos está cerca.