mos nuestra alma y corazón para recibirlos entendimiento. ¿Y para llegar al entendimiento? Del consejo. ¿Y para llegar al consejo? De la fortaleza. ¿Y para llegar a la fortaleza? De la ciencia. ¿Y para llegar a la ciencia? De la piedad, ¿Y para llegar a la piedad? Del temor. Luego desde el temor a la sabiduría, porque “el temor de Dios es el inicio de la sabiduría” (Proverbios 1,7)». I. Temor de Dios. El don de temor, que es el primer paso en este largo itinerario, nos mantiene ante Dios con la vida consciente de su trascendencia y de nuestra relación con Él, es decir, de nuestro ser creatura y de nuestra filiación divina. Estamos hablando, pues no de un temor servil, sino de un temor filial: la veneración abismal ante la infinita santidad de Dios (Isaías 6, 3-5). Este santo temor conjugado con el amor de Dios facilita la practica de las virtudes cristianas, especialmente, la humildad, la templanza, la mortificación de los sentidos. El don de temor ayuda también a que el arrepentimiento de los pecados tenga lugar cristianamente, es decir, tenga lugar “en el Espíritu”, y sea una autentica vuelta del hijo pródigo al hogar. Por esta razón se reza así al Espíritu en la fiesta de Pentecostés: “Mira el vacío del hombre si tu le faltas por dentro. Lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo, doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero”. II. Piedad. El don de la piedad fomenta especialmente el espíritu filial del hombre hacia Dios, pues no hemos recibido un espíritu de esclavitud, sino un Espíritu de hijos de adopción (cfr Rm 8, 15). Este don fomenta en nosotros la piedad hacia Dios y, en consecuencia, la piedad fraternal para con los hijos de Dios. Fomenta también la vida de oración. Está también en la base de la alegría cristiana. III. Ciencia. El don de ciencia ayuda a comprender la naturaleza y finalidad de las cosas creadas, es decir, ayuda a descubrir la total dependencia de lo creado con respecto al Creador y su sentido teológico: la creación es buena y, desde esta bondad, dirige nuestra consideración hacia la infinita bondad del Creador. Se trata, pues, de un don directamente relacionado con la santificación del trabajo. IV. Fortaleza. El don de fortaleza está directamente relacionado con la virtud de la magnanimidad y, en consecuencia, con una exigente lucha ascética para vivir santamente. Es el don que da al alma fuerza y energía para hacer cosas grandes a pesar de las dificultades que existan y para padecer intrépidamente los tormentos e incluso el martirio. En su martirio, San Esteban, “lleno del Espíritu Santo,
miró fijamente al cielo y vio la gloria de Dios y a Jesús de pie a la derecha de Dios” (Hechos 7,55). La santidad resultará siempre heroica, por esta razón, «solo el que está fortalecido por el Espíritu divino es capaz de afrontar con garantías de éxito los momentos más duros de la lucha interior, superar los obstáculos más problemáticos en el camino de la santidad, afrontar las empresas apostólicas más audaces». V. Consejo. El don de consejo eleva a la virtud de la prudencia a una perfección que la trasciende en cuanto virtud. En efecto, el don de consejo lleva al hombre a actuar con la sabiduría del Espíritu, pues le hace dócil al Espíritu Santo en cuanto consejero, y le hace entender por una especie de intuición sobre natural lo que conviene hacer o aconsejar. Por esta razón tiene una particular importancia en el apostolado y en la dirección de almas. En efecto, el director espiritual debe ser consciente de que el auténtico director espiritual del alma es el Espíritu Santo, y de que quien da un consejo espiritual tiene como tarea secundar sencillamente la acción santificadora del Espíritu en las almas, sin intentar “suplantarle”. VI. Entendimiento. El don de entendimiento facilita al alma, la penetración en los misterios divinos bajo la iluminación del Espíritu Santo. Es, por lo tanto, un don directamente relacionado con la contemplación y
con el quehacer teológico. Con este don, la inteligencia, que consiste en leer dentro, penetrar y comprender con luces sobrenaturales las verdades que ya ha aceptado por la virtud de la fe. El don de entendimiento, en cierto modo, hace vivir la experiencia de los discípulos de Emaús cuando se decía el uno al otro: “¿No ardía nuestro corazón mientras hablaba con nosotros en el camino, explicándonos las Escrituras?” (Lucas 24, 32). Escribe san Juan Pablo II: «Esta inteligencia sobrenatural se da no solo a cada uno, sino también a la comunidad: a los Pastores que, como sucesores de los Apóstoles, son herederos de la promesa especifica que Cristo les hizo (cf. Juan 14, 26;16,13) y a los fieles que, gracia a la “unción” del Espíritu (cf. 1 Juan 2,20 y 27) poseen un especial “sentido de la fe” que les guía en las opciones concretas». VII. Sabiduría. El don de sabiduría está en relación con el conocimiento amoroso de la intimidad divina. Se trata de un conocimiento impregnado por la caridad, que lleva, en cierto modo, a gusto de Dios, con una sabiduría recibida de lo alto, que nos hace tener “cierta connaturalidad” con lo divino. Esta connaturalidad es fruto de la caridad. El don de inteligencia es inseparable del amor, pues la contemplación incluye la caridad. Esto sucede con mucha más fuerza y mucha mayor razón en el don de sabiduría, que lleva a un verdadero conocimiento de amor y por amor. El
don de sabiduría es por excelencia el don de la experiencia mística. El don de sabiduría enriquece al alma santa con una participación en la misma Sabiduría eterna, y con ella, en todas las perfecciones divinas. La docilidad al Espíritu Santo que los dones suscitan en el alma lleva consigo el hecho de que el Espíritu actúa a través del alma, de tal forma que es Él, el Espíritu Santo, el que aspira su amor trinitario a través del alma. En conclusión. San Juan de la Cruz repetidas veces esta actuación amorosa del Espíritu a través del alma con la imagen de la luz que ilumina a través de una vidriera. El Espíritu Santo aspira sabiduría y amor en el alma. He aquí las palabras finales de Llama de amor viva: «Porque es una aspiración que hace al alma Dios, en que, por aquel recuerdo del alto conocimiento de la Deidad, la aspira al Espíritu Santo con la misma proporción que fue la inteligencia y noticia de Dios, en que la absorbe profundísimamente en el Espíritu Santo, enamorándola con primor y delicadez divina, según aquello que vio en Dios. Porque, siendo la aspiración llena de bien y de gloria, en ella llenó el Espíritu Santo el alma de bien y gloria, en que la enamoró de sí sobre toda lengua y sentido en los profundos de Dios. Al cual sea honra y gloria [en los siglos de los siglos]. Amén». ¡BENDICIONES!