Melancolía

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Shimara Magaly


Melancolía Autor: Shimara Magaly Edición: Personajes Subterráneos Portada e ilustraciones: KiKa Larousse

Esta obra se encuentra bajo una licencia Creative Commons (http://creativecommons.org/licenses/bync-nd/3.0/)


MelancolĂ­a



Para Antonio Delhumeau, que con su razón apasionada me enseño a vivir a mí manera… A Guillermina Durán, por la despedida prematura…


Isis simplemente prescindía de ocho letras del alfabeto, como si éstas le causaran algún tipo de alergia inexplicable, se reusaba a leerlas, escribirlas y hasta encontraba la manera de no-pronunciarlas. Tres de las ocho letras malditas eran vocales: A | E | O. Así que omitirlas era una empresa casi imposible. En cambio las consonantes: D | J | L | N | R, aunque también las evitaba, no representaban mayor dificultad, siempre que no vinieran acompañadas de las vocales mencionadas. La razón de su aversión se escondía celosamente en lo profundo de sus pensamientos. De niña, soñaba con ser constructora de palabras, le gustaba contarle historias a su padre y mirar como él las escribía en hojas de papel revolución. Mientras la tinta penetraba en las fibras, Isis se perdía en los sutiles pedacitos de papel volátil, que se desprendían cada vez que su papá


recargaba el bolígrafo en cada letra. Pensaba entonces que escribir es una sensación gozosa y necesaria en la que, se quiera o no, se pierden pequeños pedazos de experiencia en cada exhalación fonética. Años después, en la adolescencia, cuando su padre se fue, dejó de contar historias y comenzó a escribir poemas que hablaban sobre su amor a Santiago y sus caminos escalonados. Su poesía, en realidad, representaba densas alegorías sobre el béisbol y otras trivialidades que conocía bien gracias a aquel hombre que se ocupaba de escuchar y escribir sus historias en la infancia. Y aunque parecía tener talento para las letras, se inclino por las ciencias duras. Fueron sus estudios en Física los que determinaron buena parte de sus obsesiones. Estaba convencida que el tiempo no es un flujo continuo e inagotable, pensaba que pasado, presente y futuro, se sucedían en estadios paralelos

de

energía.

Estamos

realizando

las

mismas

acciones

perennemente en el tiempo, contenidos en cápsulas de pensamiento, se decía. La física teórica de Einstein y Heisenberg, le representaba la más radical y generalizada incertidumbre sobre el espacio y el tiempo. Le entusiasmaba leer sobre el campo unificado, así como del paradigma holográfico y la teoría de las cuerdas. Y hasta se divertía con la ingenuidad de Einstein al creer que había sido el primero en relativizar las leyes causales de

las dimensiones del tiempo y el espacio, sin sospechar


siquiera que sus inquietudes se encontraban bien estudiadas en el pensamiento filosófico de Immanuel Kant, quien sentó las bases para relativizar la noción misma de la realidad. Antes de entrar a la Universidad, trabajó con un profesor de ciencias sociales durante el verano, supuestamente le ayudaba con la corrección de estilo de su próximo libro. Sin embargo, pasaban la tarde encerrados en la casa de él, charlando sobre Adorno, Horkheimer, Marcuse, Kant, Hegel, Nietzsche o Freud; bebiendo café y fumando puros. Aquel profesor tenía un nombre delirante que le resultaba familiar, su aspecto jovial le recordaba vagamente sus escritos sobre Santiago, aunque en el fondo le evocaba algo más cercano a sus primeros años, antes de los textos, cuando las palabras sólo importaban por su sonido y no por la forma de sus letras. Aquel profesor y su filosofía la marcaron de por vida, pero después de ese verano jamás lo volvió a ver. Se descubrió a sí misma a través de la lectura, a veces se encerraba en los cuentos de Edgar Allan Poe o de Nélida Piñón, y no era raro mirarla en el jardín, convencida de que era un escarabajo, o absorta en la cocina creyendo que era un pastel esperando ser comido, consumido por el tiempo. Sus primeras lecturas se enmarcaron de grandes nombres: Walt Whitman, Antonio Machado, Gustavo Adolfo Bécquer, Julio Cortázar. Mas adelante siguieron lecturas más tradicionales de autores como José Zorrilla,


Daniel Defore, Gorki, Spota. Hasta que un buen día surgió la necesidad por los clásicos y devoró las epopeyas de Homero, coqueteo con Horacio, con Sófocles, con Ovidio y Cicerón, pero se enamoro de la poeta Safo. Cuando se tropezó con la poesía de Juana de Asbaje, aborreció el Barroco y su excesiva preocupación por la forma literaria más que por el contenido, sintió nauseas por la dominación del adorno a través de la adjetivación y su lenguaje culto. Sin embargo, los efectos plásticos y sonoros, producto del abuso de la metáfora, de la elipsis y del hipérbaton, la cautivaron. Constantemente se cuestiona sobre la pertinencia de invertir tanto esfuerzo en evitar ocho letras, su inefable manía la convirtió en una mujer exuberantemente reservada, no logró establecer relaciones interpersonales sólidas y duraderas con nadie. Y pasa la mayor parte de su tiempo pensando en la muerte. A los 11 años su mejor amigo, un año mayor que ella, murió inesperadamente. Su amistad se construyo a lo largo de un viejo malecón, entre la arena y la marea, le gustaba verlo sonreír porque sus blancos dientes hacían contraste con su bruna piel, parecían suaves fulgores que se le escapaban de la boca al anochecer. A los 19 años perdió a su madre. De aquella mañana, sólo recuerda que sintió humedad en el estomago, mientras un gran charco rojo a sus pies se diluía por el azulejo del baño, en la pequeña habitación de aquel hospital que fuera su hogar las últimas semanas. Después todo es confuso, doctores y enfermeras


entrando y saliendo, el resucitador, la epinefrina, el monitor haciendo un sonido largo y seco, hora de la muerte, 09:52. En el último semestre de la carrera, mientras un pequeño colibrí picoteando en el resquicio de la ventana la distraía, no pudo evitar escuchar su voz grave, profunda, intentando convencer al resto de la clase sobre la importancia de estudiar la Teoría M desde el enfoque filosófico. Una mala estrategia en medio de cientificistas cabezas duras, pensó. Lo miro y le sonrió en señal de complicidad. Él la cortejó durante meses, ella supo desde el principio que aquello no duraría, pero disfrutaba tener sexo con él porque no tenían que decir palabra alguna, la mayor parte del tiempo él hablaba sin parar, y entre más lo hacía, le parecía menos interesante y más necesitaba callarle la boca con apasionados besos que siempre terminaban en encuentros furtivos. Así pasaron uno, dos, tres, cuatro años; hasta que un día él se harto de su mutismo selectivo, de sus obsesiones patológicas, de sus apetitos sexuales carentes de amor, y la abandono. Al principio ella no noto su ausencia, pero con el transcurrir de los meses el silencio la agobió, se sentía como un agujero negro a punto de tragarse todo, flotando en el vacío. A los 30 años, comenzó a hablar sola, su lenguaje ininteligible la hacía parecer una persona totalmente disfuncional, casi una loca. No tenía amigos, ni familiares que quisieran hacerle compañía. Ella misma no se


soportaba, no lograba entender como es que termino tan llena de superfluidades. Y nadie sabía con exactitud de donde sacaba dinero para subsistir, un par de años antes la habían despedido de un instituto de investigación en donde trabajaba. Todo en ella resultaba un misterio, pero su locura impermeable le había permitido poner a prueba sus teorías físicas que se asemejaban más a actos de prestidigitación que a preceptos científicos. Al hablar a solas en voz alta, con su lenguaje entrecortado, que sólo ella entendía, experimentaba un trance que le permitía viajar en el tiempo, sólo tenía que concentrase en un recuerdo. Así de pronto, podía verse frente al mar junto a una pequeña familia, observando al padre escuchar con atención a su pequeña hija, mientras el hermano mayor jugaba en la arena con su madre. La escena era tan vivida, que incluso podía acercarse a los niños, le gustaba contemplar al mayor, se concentraba en los pequeños esfuerzos que éste ponía para construir esculturas de arena sobre el cuerpo de su madre, en tanto las risas de padre e hija se difuminaban en el fondo de aquella evocación infantil. Cuando se sentía sola, bastaba con concentrarse en un recuerdo de ella misma para tener con quien charlar durante horas o días. No obstante, siempre volvía a sus primeros recuerdos, esos donde la figura paterna se transmutaba con la de su hermano, del que jamás hablaba, pero a quien recordaba con mucha nostalgia y harto cariño. Sus recuerdos favoritos con


él siempre sucedían en la playa frente aquel inmenso mar, que reflectaba la puesta del sol con un dejo de falso pudor, como una premonición melancólica. El anuncio irreductible de la llegada de la negra noche y la promesa de una lluvia de estrellas… o sólo de una lluvia a secas. Un ruido proveniente de la cocina la despertó, eran cerca de las tres de la madrugada, salió de su habitación cuidadosamente, atravesó el corredor y la estancia más pronto de lo que imagino, entonces lo vio, al principio le fue difícil distinguirlo en aquella silueta dibujada por la luz de la luna llena. Lo observo bebiendo de un vaso de cristal, de un solo sorbo, un líquido incoloro que parecía ser agua. Miró un suave temblor en su cuerpo y como cayó de sopetón sobre su costado izquierdo. Había en sus ojos un poco de arrepentimiento, pero también un profundo alivio. Mientras a él se le escapaba la vida lentamente, ella se percató de la complejidad de aquel acto, entonces sintió asco y miedo, rabia y desconsuelo. Tenía apenas 16 años la primera vez que presencio el suicidio de su hermano. La escena se ha repetido tantas veces en su memoria que casi ha perdido la razón. Recuerda que el funeral fue rápido, apenas había parpadeado y ya lo estaban sepultando. Mientras el ataúd era tragado por la tierra, ella pensaba en el azul violeta en la comisura de los labios de su hermano, en sus nudillos y en la punta de sus dedos. Se convenció de que el azul era el color de la muerte, la despedida prematura, el alivio intransigente.


Azul es la despedida de tu carne, los sueños rotos, el murmullo de tus huesos.

Azul es la huida tímida que te alimenta distante, te mantiene fugaz, a la deriva.

Azul es el salto al vacío, la premura del olvido, los huecos llenos de cobijo.

Isis observa la lluvia por la ventana, hace tres días que el cielo está cerrado y el agua no escampa. El vidrio se empaña y su repentino reflejo le trae un último recuerdo. Seis meses después del suicidio de su hermano, sus


padres discuten en la habitación, ella los observa desde el pasillo, la puerta entreabierta es una invitación a invadir aquella furiosa intimidad. Su padre está empacando apresuradamente, su madre sollozando reprocha el abandono. Él sale de la habitación azotando la puerta tras de sí, tropieza con ella en el pasillo, apenas la mira, le da un beso en la frente y se marcha sin decir palabra alguna. A su madre le diagnosticaron cáncer de colón un mes antes… La lluvia es cada vez más espesa, desde la cocina mira la huerta del traspatio, percibe el olor a campo, la tierra mojada que la vio nacer. Se sirve café y enciende un habano. En la estancia la espera su padre, la última vez que lo vio fue en el funeral de su madre, hace treinta años. Bocanada tras bocanada, intenta mitigar su angustia hurgando en sus pensamientos, pero está vez los recuerdos no vienen a ella, como si algo oculto la obligara a enfrentar la realidad. Ante la imposibilidad de la fuga, le da un último sorbo al café y se prepara para el inevitable reencuentro. Mientras camina por el pasillo, intenta por enésima vez perderse en reminiscencias. Sin embargo, su mente está en blanco y sus ojos se detienen en los fulgores plateados del cabello de su padre. Mira de reojo a los asistentes al funeral, y se prepara para ofrecer unas palabras a la memoria de su progenitor. Carraspea, con la voz entre cortada pronuncia aquellas ocho letras que ha evitado casi toda su vida, que en su conjunto se vuelven un ripio intolerable. Pero entre más pronuncia su nombre, mejor se siente, a pesar de las gruesas lágrimas que corren por sus mejillas.


Mientras habla en voz alta, de manera fluida, ya no parece aquella mujer loca y aislada, hasta se le ve contenta, aliviada. Al terminar el funeral, cierra el ataĂşd de su padre y con la sĂşbita esperanza de construir nuevos recuerdos, ahĂ­ en la despedida, sabe que llego la hora de volver a sus obsesiones.


MelancolĂ­a de Shimara Magaly se publica en la red en formato PDF noviembre de 2013


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