Capítulo i

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CApÍTULo i

Conferencias magistrales

Sujetos postcoloniales, biopolítica y pedagogía crítica. Una relectura de Freire desde Foucault, 3 Viabilidades y límites de la etnografía educativa, 19



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Sujetos postcoloniales, biopolítica y pedagogía crítica. Una relectura de Freire desde Foucault

m ArÍA gUADALUpe moreno BAYArDo Maestría en Docencia y Procesos Institucionales Universidad Autónoma de Zacatecas «Francisco García Salinas»


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Spinoza es un poco como Nietzsche, una de esas grandes figuras que siempre pueden ser interpretadas de muchas maneras diferentes porque se sitúan siempre en el límite, en los márgenes, en los umbrales. Spinoza es el filósofo de la inmanencia y de la potencia de la vida. Por lo tanto, es un filósofo de aquella forma de biopolítica que yo defino como «afirmativa», es decir, de una biopolítica diferente tanto de aquella totalitaria como de aquella liberal, justamente porque en Spinoza mente y cuerpo, libertad y necesidad, son siempre una sola cosa. Yo veo una constelación de pensamientos vinculados a la biopolítica afirmativa que, a lo largo de los siglos, va de Spinoza a Nietzsche, hasta llegar a Deleuze. roBerTo eSpoSiTo

El presente ensayo invita a repensar la pedagogía crítica desde la reconfiguración de los sujetos como sujetos postcoloniales y el replanteamiento de las formas de gobierno y control en términos de una biopolítica afirmativa. Se trata de pensar el presente que se vive aquí y ahora bajo las coordenadas ontológicas y políticas de sus límites y de sus posibilidades, con ayuda de las herramientas conceptuales que ofrece el pensamiento de la liberación de José Enrique Rodó y la pedagogía de la esperanza de Paulo Freire desde las nociones de biopolítica, gubernamentalidad y subjetivación de Michel Foucault. Esta intervención se concibe como un borrador en tránsito para compartir inquietudes orientadas a la comprensión de nuestra actualidad.

¿Desde dónde pensar? (de)construcción de la posición teórica como opción política El discurso nunca es neutro, la ciencia o la filosofía detrás de su fachada de universalidad aséptica siempre implica opciones y decisiones sobre la realidad y la subjetividad. Desde su visión–versión independentista José Enri-

que Rodó y Paulo Freire —no sin evidenciar sus limitaciones fatales— sugirieron la importancia de pensar el lugar de enunciación a partir del cual uno habla, piensa y escribe. Como ha descrito Monique Wittig, la opresión material que ejercen los discursos normativos no sólo es simbólica, sino bastante real. No hay nada abstracto en el poder de las ciencias y las teorías hegemónicas, actúan y preforman de manera concreta nuestros cuerpos, vínculos y mentes. Cualquier persona oprimida ha visto el rostro hierático y opresivo de los lenguajes dominantes que hacen de lo normativo un criterio de normalización, que desarrolla una interpretación totalizadora de la historia, la realidad cultural y los juegos sociales de lenguaje. Subrayar el carácter opresor de las discursividades dominantes no significa totalizar o reificar el lenguaje, sino desmontar la genealogía performativa de los dispositivos de control; dilucidar cómo y de qué manera —detrás de la universalización de todo concepto fundacional— se produce un dispositivo de generalización que otorga un significado absoluto que naturaliza dogmas políticos, religiosos, morales y filosóficos (Wittig, 2010). De ahí que construir una diferencia sea un acto de poder y control o resistencia, dado que es esencialmente un acto normativo. Wittitg ejemplifica: El concepto de la diferencia entre los sexos constituye ontológicamente a las mujeres como diferentes/otras. Los hombres no son diferentes, la gente blanca no es diferente, tampoco los amos. Pero sí la gente negra, latina, gay, migrante. Esa característica ontológica de la diferencia entre los sexos afecta a todos los conceptos que son parte del mismo conglomerado. La diferencia enmascara los conf lictos de intereses, incluidos los ideológicos Wittitg (2010).

La heterosexualidad es un régimen que administra los cuerpos, su anatomía, cuidado, producción, reproducción, higiene y consumo.


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La hetero–normatividad establece lo normal como normativo:

únicamente en la economía, sino en el corazón del lenguaje y de la vida cotidiana. Así como Wittig propone romper con el contrato heterosexual, hay que romper con cualquier contrato lingüístico–simbólico que imponga o naturalice la diferencia como desigualdad. Asimismo el término mujer sólo tiene sentido dentro de la economía libidinal heterosexual, también las nociones de marginal, subalterno y periférico son deudoras de una visión hegemónica, aunque se asuman como residuos indigeribles por el sistema de poder global. La economía global además de producir un orden significante económico y financiero, produce y reproduce un orden semiótico ontológico y cultural que crea sus políticas de inclusión/ exclusión. En este sentido, la película Biutiful gira en torno a la vida de Uxball, un hombre melancólico y solitario que busca un padre y salva a sus hijos ante su inminente muerte. El personaje ahonda en los abismos de su propia condición, siempre al borde del colapso. Como telón de fondo emergen micro–historias anónimas, casi invisibles, de migrantes y marginados. Su vida, o mejor dicho, su supervivencia, muestra la condición del subalterno sin ningún mensaje redentor ni moralista. En el sitio oficial de internet de la cinta se señala:

La heteronormatividad fija las prácticas sexuales en identidades sexuales esencializadas y ontológicas. Además, garantiza la estabilidad del sujeto heterosexual, a partir de la exclusión radical del abyecto (lesbiana, loca, homosexual, tortillera, travesti, trans, sadomasoquismo, sexo intergeneracional, prostitución). La relación entre la sexualidad normativa y las sexualidades abyectas no es la de una relación entre posibilidades particulares, sino una relación entre la periferia y el centro, entre lo normal y general, y lo abyecto y particular (Rivas, 2010).

La institución de la familia burguesa es la encargada de distribuir dicha política sexual. No consiste en integrar a los marginados al poder, porque se preserva la lógica de dominación, mientras haya centro y poder hegemónico. Estriba en descentrar el poder y las estructuras de dominación: Un movimiento verdaderamente liberador no puede contentarse con promover la inclusión al régimen de poder. No se trata de intentar salir de la periferia para ingresar en el centro. De dejar de ser abyectos para ser normales, sino de cuestionar el fundamento mismo que estructura esa dicotomía, o sea la existencia misma del centro como centro y la existencia misma de lo normal como régimen político de normalización (Rivas, 2010).

Se impone la tarea de reconfigurar la producción de subjetividad fuera de la lógica de dominación de los pensamientos y las prácticas hegemónicos, ello no sólo es una cuestión que se juega en el discurso, también implica los efectos performativos de lo que pensamos, decimos y actuamos. Hay que producir una transformación política de los conceptos claves, estratégicos. La dominación no está

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Esta es la historia de un hombre en caída libre. En su viaje a la redención, la oscuridad ilumina su camino. Conectado al otro mundo, Uxbal es un héroe trágico y padre de dos niños que, al sentir el peligro de la muerte, batalla en contra de una dura realidad y un destino que va en su contra para poder perdonar, perdonarse, por amor y para siempre (Biutiful, 2010).

El tratamiento acerca de la migración y del subalterno no se halla exento de lugares comunes y prejuicios, lo que evidencia una respuesta creativa al asunto; no obstante, resulta interesante el papel secundario y de relleno


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que adquieren los migrantes y los subalternos, en tanto ya son en sí seres prescindibles. Tal como las estrategias de inclusión/exclusión se presentan en el arte y la cultura, también se hacen afectivas y eficaces en la educación. En los ámbitos pedagógicos y educativos existen discursos dominantes que funcionan como camisas de fuerza normalizadoras que establecen normas y criterios para pensar, investigar e intervenir. Habría que hacer tartamudear al lenguaje educativo; desaprender su habla codificada. Tocar y trastocar el discurso hegemónico que actúa como un dispositivo de neutralización, reconducción, ordenamiento, disciplinamiento. De ahí los contrasentidos prácticos y los efectos perversos que se generan cuando se busca pensar de modo crítico desde axiomas acríticos y diseñados para no pensar libremente, así como la eterna frustración de planes y programas de aprendizaje que tienen como fin desarrollar la imaginación y la creatividad, a partir de disponer antes las reglas y los resultados del juego. Es necesario desaprender la palabra y el concepto que nos mata y asfixia. Ello implica —según Pulo Freire— repensar la política como un arte creacionista; la opción política requiere una práctica pedagógica que se encuentre en permanente estado de búsqueda, abierta al cambio y cada vez más escéptica de sus propias certezas (Freire, 2009). Tenemos que aprehender la palabra y el concepto que nombran lo inédito: la emergencia del acontecimiento creador. Seamos aprendices de poetas y ejerzamos el derecho a soñar, a balbucear. He ahí el devenir de las palabras en su fuente primigenia, en su infancia. En estos tiempos de violencia ciega, de conformismo generalizado, de autismo colectivo, de consumo adictivo, pensar, viajar, soñar y compartir el parto del pensamiento y la experiencia del viaje y la convivencia sin más fin que la entrega potencian nuevas formas de ser, estar y habitar. La deconstrucción activa y el paciente trabajo de

zapa genealógica se imponen como una misma tarea propedéutica para construir teoría, pues ésta jamás ha sido una contemplación pura dirigida a una verdad indubitable.

Desde las ruinas del sujeto moderno, ¿es posible replantear la subjetividad? Un concepto vale por su función analítica y problematizadora, por su capacidad de conexión y reconexión entre experiencias, ideas y acciones creadoras. Un concepto cumple funciones en campos de pensamiento que, como supone Gilles y Deleuze, se definen como variables internas, mismas que establecen vínculos complejos con estados de cosas y acontecimientos (variables externas). Los conceptos no nacen ni mueren de manera arbitraria, están en función de campos de intelección e interacción. La noción de sujeto desempeñó durante muchos años dos importantes funciones: de universalización del fundamento del conocimiento e individuación de un ente que ya no era una sustancia o alma, sino una persona viva y vivida, hablada y hablante. Añade Deleuze que esos dos aspectos del sujeto, el yo universal y el yo singular, son interdependientes. Ahora se imponen individuaciones sin sujeto, individuaciones no personales que denomina ecceidades: Creemos que la noción de sujeto ha perdido mucho de su interés en beneficio de las singularidades pre–individuales y de las individuaciones impersonales. Ahora tenemos otros problemas que descubrir en lugar de realizar retornos que solamente manifiestan nuestra incapacidad para pensar (Deleuze, 2007).1

La noción moderna de sujeto ya no da cuenta de los actores y las experiencias de la cultura contemporánea, es preciso otros concep1

La cita ha sido ligeramente modificada.


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tos capaces de resignificar nuestras prácticas. En ese sentido se habla de sujeto postcolonial como opción a una visión eurocéntrica, aunque al mismo tiempo se asume la tradición heredada por la filosofía y la teoría crítica social del sujeto y la subjetividad. Pero el problema aún no está resuelto, pues se trataría de sortear una perspectiva universalista, homogénea, unívoca y totalizante y, al mismo tiempo, superar el gueto de una diferencia recalcitrante que favorece exclusiones, desigualdades y cierre categorial. El post del sujeto postcolonial, ¿renovación o réplica del sujeto moderno? El post del colonialismo es un término ambiguo y equívoco. El post de la posmodernidad —Lyotard y Vattimo— fue concebido como una estrategia de problematización de lo moderno. Si bien el prefijo post es un mal concepto —sugiere una visión historicista y lineal—, intenta exponer una fractura, una auto–descripción limítrofe, un umbral de resistencia, una zona de adopción–adaptación mestiza. El post de los sujetos postcoloniales no implica la superación del colonialismo, sino su puesta en interrogación. Constituye el análisis genealógico de su geopolítica del conocimiento y, más que un término explicativo, hay que leerlo como un síntoma de la propia crisis de las narrativas hegemónicas; una suerte de conciencia desdichada. El postcolonialismo se asume —no sin equívocos— como un término de lucha, arma teórica que interviene en los debates existentes y resiste ciertas construcciones filosóficas y políticas. No designa un tiempo después del colonialismo, más bien dilucida los supuestos que hay detrás del discurso ideológico de colonialismo. Es una tarea genealógica y deconstructiva, requiere el arsenal del estructuralismo, el postestructuralismo y los estudios culturales, pero no se limita a pensar bajo la cartografía académica de una síntesis teórica, sino que busca desestabilizar los saberes y las prácticas. Guarda una relación conf lictiva con el

conocimiento colonial, dado que emerge del encuentro asimétrico y de la escalera del poder entre los colonizadores y los colonizados, para intentar ir más allá de la naturalización y la legitimación de los colonizadores. De ahí la cuestión nodal de reconocer la propia posición y su localización corporal, vital, institucional, desde un marco de referencia analítico que jamás deja de estar–se deconstruyendo en un intenso y tenso ejercicio de autocrítica. Las intervenciones occidentales constituyen una fuerte violencia epistémica, ya que desdeñan el conocimiento nativo, o bien, el conocimiento que podría surgir con el encuentro producido entre colonizador y colonizado. El sujeto colonial no puede nunca adoptar la identidad del colonizador y convertirse en una parte esencial y legítima de la sociedad colonizadora. El pensamiento colonizador hace que el colonizado asuma la posibilidad de pensar y actuar como subsidiaria de un centro, el cual siempre es extrínseco al propio actor (entonces las mismas premisas que subyacen al pensamiento postcolonial, de–colonial, subalterno, marginal y no occidental, de una u otra forma parasitan de los supuestos, axiomas, conceptos y matrices de pensamiento que intentan cuestionar). No es suficiente la negación, la subalternidad o el margen, hay que transitar hacia un momento creacionista, hacia una subjetividad descentrada pero con la potencia de crear y recrear sus estrechos límites de sentido y acción. Tampoco podemos contraponer un pensamiento —y una cultura— radicalmente indígena, purista, sin contaminaciones. La lógica de la occidentalización, que ahora se consuma y se consume bajo la lógica del mercado global, impide plantear un afuera total, habría que encontrar las fisuras, las fracturas, las zonas de indiscernibilidad, los espacios limítrofes y ambiguos que descentran e impugnan todo centro, cualquier capital y capitalización. En este contexto, el género y el post–género se desvela como un menú de estrategias

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radicales de apertura a una subjetivación experimental. Como comenta Beatriz Preciado, el post–feminismo contemporáneo constituye uno de los dominios teóricos y prácticos sometidos a mayor transformación y crítica ref lexiva, no deja de inventar imaginarios políticos y de crear estrategias de acción que cuestionan cualquier idea preconcebida. De estos cuestionamientos emergen nuevos feminismos de multitudes, post–género, nuevas identidades y proyectos de transformación colectiva para el siglo xxi. Estrategias disidentes que hacen visibles sujetos excluidos por el feminismo bien pensante y que comienzan a criticar los procesos de purificación y la represión de sus proyectos revolucionarios que han conducido un feminismo gris, normativo, puritano que ve en las diferencias culturales, sexuales o políticas amenazas a su ideal eurocéntrico de mujer y de homosexual. El despertar crítico del proletariado del feminismo, cuyos malos sujetos son putas, lesbianas, marimachos, transexuales, abre un potente espacio de experimentación para la emergencia de subjetividades nómadas y anómalas (Preciado, s/f). Las discusiones en torno a las políticas de la identidad del género y del post–género son espacios de problematización abiertos de gran riqueza teórica y política. Se trata de repensar la producción de subjetividad desde el riesgo y la inestabilidad, desde la apertura y la imaginación. En tal contexto, resulta crucial retomar la noción de «ficción política» de Rosi Braidotti como una estrategia política y poética para investir y trans–vestir a la subjetividad con el cuerpo de la fantasía y los sentidos extasiados por la fiesta de nuevas percepciones. La política deja de pensarse a partir de un sujeto preconcebido. En las ruinas del sujeto falocéntrico emerge un nuevo estilo de subjetivación, y también nuevas formas de hacer y entender la política como una creación performativa, lúdica y lúcida.

La performatividad del género —tal y como la dilucida Judith Butler— constituye una escenificación que inquieta y cuestiona mediante un ritual de repetición, la apertura de una diferencia desconcertante; lo entrañable se vuelve extraño, y la repetición paródica del género se vuelve teatro. El post–género acaba con la lógica binaria del falocentrismo y del feminismo políticamente correcto. n géneros y n sexos. La amplificación de los conceptos de hombre o mujer no elimina la dominación hetero–normativa, sólo la amplía y la hace más f lexible, sin lograr cuestionar o transgredir los componentes y los dispositivos hegemónicos de subjetivación. De ahí la importancia de socavar los discursos y las prácticas molares y re–territorializantes; para ello se requieren creaciones transversales que activen resistencias de manera integral, pero con focos locales de infección.

Hacia una producción de subjetividades políticas Las aportaciones del post–género, así como de los movimientos sociales autogestivos a la producción de nuevas subjetividades, tienen que potenciarse como una experiencia de autocreación política y poética. Tal perspectiva renueva la mirada sobre el sujeto moderno, y nos permite entender desde otras lecturas y estrategias el fracaso del sujeto político de la modernidad. En tal contexto, las experiencias de la asamblea de barrios en el DF y las otras familias (de la comunidad LgTB) en Chile, ejemplifican la enorme dificultad que se tiene para constituir un sujeto político desde las narrativas ciudadanas de emancipación moderna. Pese a las enormes desemejanzas culturales, en ambos casos se trataría de constituir una propuesta ética y política de educación ciudadana alterna. El caso de dicha asamblea es complicado y ambiguo, se toma como pun-


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to de partida la insurrección urbana y de los barrios, después del sismo de 1985, protagonizada por la Asamblea de Barrios de la Ciudad de México y otros movimientos populares, lo que propició la democratización y la participación ciudadana como un verdadero trabajo de educación cívica autogestiva. Uno de sus dirigentes recuerda ahora con nostalgia:

progresista y civilizada. La fuerza democrática ciudadana, creciente cada vez más, resulta ser una plataforma política de manipulación, clientelismo y simulación. El caso de los proyectos de familias alternas en Chile terminó en forma similar: los líderes de movimientos ciudadanos horizontales constituyeron la estructura piramidal del poder político y fueron forzados a entrar a la rebatinga de las migajas electorales. Ante el fracaso de los sujetos políticos modernos progresistas, tenemos que ir más allá del repliegue identitario que se está fraguando tanto en Oriente como en Occidente. El regreso a identidades premodernas no se muestra como una solución viable. Se trataría de crear otras formas de hacer política, y para ello tenemos que re– significar la misma conceptualización de la política, sus lenguajes y pensamientos. Sólo de ese modo se pondrán afrontar las graves crisis que hoy amenazan. Nuestro planeta padece intensas transformaciones técnico–científicas que han generado desequilibrios ecológicos. A la par, los modos y los modelos de vida humana individual y colectiva colisionan a un progresivo deterioro de la experiencia, estandarización, empobrecimiento del lenguaje y de la expresión. Según Félix Guattari, la perspectiva tecnocrática emanada de la racionalidad instrumental no ofrece soluciones, sino placebos que atienden los síntomas, y sólo una articulación ético–política —que él llama ecosofía— entre los registros ecológicos, medio–ambientales y el de las relaciones sociales y el de la subjetividad podrían dar claridad. La ecosofía social consistiría en «desarrollar prácticas específicas que modifiquen y reinventen formas de ser en el seno de la familia, la escuela, la fábrica, el contexto urbano. Ello mediante mutaciones existenciales que tengan por objeto la esencia de la subjetividad» (Guattari, 2000, pp. 19 –20). Más que hablar de sujeto, hay que hablar —siguiendo la sugerencia de Guattari— de

Las luchas de resistencia inquilinaria posteriores al sismo; la demanda de suelo urbano para la construcción de vivienda popular que reconstruyó, después de los programas de damnificados, más de 50 mil viviendas; la incorporación de esta insurgencia al caudal de movimientos que en 1988 derrotaron al pri; la Convención del Anáhuac, que agrupó miles de propuestas para conquistar los derechos políticos, cívicos y sociales de los habitantes de la ciudad desde los barrios, pueblos y colonias; la oposición a la manipulación priísta con el lema «Saca al gusano de tu manzana»; las propuestas para regenerar el Centro Histórico de la ciudad; el Plebiscito Ciudadano de 1993 que demandaba la formación del estado 32, dieron lugar al fortalecimiento de la conciencia cívica de los derechos ciudadanos, pues fueron movimientos altamente politizados y con objetivos claros de democratización en la vida vecinal y ciudadana. Derechos, cultura, participación, democracia y representación independiente de una insurrección urbana integrada por movimientos, que no sólo pensaban en demandas aisladas, sino en una ciudad democrática (Rascón, 2010).

Por desgracia, dichos proyectos democratizadores terminaron siendo cooptados por las viejas burocracias partidarias de la izquierda, que no dudaron en establecer alianzas y complicidades con los gobiernos priístas o con sus disidencias para terminar dividiendo la organización autónoma, reconstruyendo el viejo clientelismo y corporativismo priísta bajo la bandera de una izquierda supuestamente

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componentes de subjetivación autónomos y, al mismo tiempo, entreverados en un trabajo maquínico creacionista, dado que hoy resulta imposible escindir —salvo de manera arbitraria y artificial— el psiquismo individual, los agenciamientos colectivos y los dispositivos tecnocientíficos. Se trata de construir cartografías analíticas que den cuenta de los procesos de subjetivación, más como formas del devenir que como formas de una realidad acabada. Admitir el estado de cosas es inocuo si, al mismo tiempo, no se desarrolla una estrategia de recomposición de las condiciones actuales (Guattari, 2000, p. 33). A partir de las ideas anteriores, una de las cuestiones centrales sería ¿cómo potenciar estilos afirmativos de subjetivación creadora bajo el creciente vacío de subjetividad que se abre como ojo del huracán en el seno del capitalismo post–industrial, capitalismo mundial integrado? Sea cual fuere la respuesta, en todo caso, el capitalismo mundial integrado tiende cada vez más a la desterritorialización y al descentramiento de sus núcleos de dominio y estructuras semióticas de producción de signos y de subjetividades.

Hacia la resignificación de la subjetividad bajo el avance del desencanto Del sujeto consumista consumido por el mercado de las drogas y la estupidez mediática habría que transitar hacia otros juegos de subjetivación. No sólo sortear el binomio determinismo–voluntarismo, sino también desbloquear el binomio escepticismo–progresismo. Al respecto, los micro–genocidios (feminicidio y juvenicidio) que enfrenta un país como México, exhiben el fracaso del Estado en materia de políticas públicas y desarrollo cultural, político y socio–económico para lo que se denominase —con cierto eufemismo— «fuerzas productivas». Con complicidad de intelectuales acríticos, desde el Estado se polariza la violencia contra los jóvenes al llamarlos ninis

(ni estudian, ni trabajan), pero el gobierno y la sociedad, incluyendo las instituciones educativas, han erosionado las oportunidades en materia de política educativa, empleo e integración social activa. La noción de ninis es una categoría social simplista que más bien funciona como un estereotipo que, lejos de explicar las cosas, las encubre. Consecuencia que se toma como causa estructural y no como lo que realmente resultaría ser: un síntoma de una problemática más amplia. El narco–estado policíaco militar no ofrece más que la reproducción de un sistema social de violencia, crimen y corrupción institucionalizados. En dicho contexto requerimos otras formas de conectarnos con la realidad social imperante y de reconectarnos con nuestra propia subjetividad. Ni subjetividades apocalípticas ni mucho menos integradas, tan obsceno el triunfalismo demagógico como la apología de la catástrofe.2 El capitalismo mundial integrado ha ido desarmando formas creacionistas y libertarias de subjetivación en función de un nuevo imperialismo del capital financiero virtual. La alianza que hoy se intenta establecer entre las semióticas económicas, jurídicas y tecno–científicas ha buscado, sin lograrlo por completo, aplastar semióticas plurales de subjetivación. Ante este contexto de crisis y desencanto generalizado, resulta imprescindible «organizar nuevas prácticas micropolíticas y microsociales, nuevas solidaridades, un nuevo bienestar conjuntamente con nuevas prácticas estéticas y nuevas prácticas analíticas de las formaciones del inconsciente» (Guattari, 2000, p. 48). Sólo si logramos que la praxis ecológica sea capaz de articularse con la micropolítica del El hecho de que en la actualidad haya más de 200 millones de migrantes (la mitad mujeres), no sólo muestra el evidente fracaso del modelo global del neoliberalismo, también evidencia la crisis del capitalismo cognitivo tardío, la exigencia de buscar otras formas de repensar el mundo y la producción de subjetividad social. 2


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deseo, teniendo como bisagra el juego abierto de la subjetivación creacionista, estaremos en condiciones de entrar en procesos de heterogénesis que posibiliten la reinvención política, ética y ontológica de una subjetividad viva. Aquí se oponen —como sugiere Guattari— los maquinismos vivientes autopoéticos subversivos, a los mecanismos de repetición individualista vacía y asfixiante.

porte del método y bajo la ausencia de una teoría prefigurada. Por tanto, el pensar biopolítico constituye un acercamiento analítico a lo social a partir de su producción ontológica compleja y múltiple. La biopolítica se asienta entonces en una multidimensionalidad ontológica del vivir que reclama una transdisciplinariedad epistemológica inédita. Emerge como un campo fronterizo que pone en relación diversas heterogeneidades culturales, políticas, (bio)tecnológicas con los ámbitos económicos, discursivos, jurídicos (Mendiola, 2009). La comprensión del concepto de biopolítica resulta escurridiza y compleja, supone el replanteamiento de la epistemología y, al mismo tiempo, la atención a nuevas formas de vida, de experiencia, de corporalidad; la actual recreación biotecnológica exige nuevas perspectivas de aproximación. El pensar biopolítico no sólo remite a nuevas lecturas sino que, en tanto pensar fronterizo que entrelaza heterogeneidades y singularidades, conforma prácticas y estilos de vida siempre atravesados por relaciones de poder, resistencia y confrontación. Nada le resulta hoy ajeno a la biopolítica. La producción de un poder biopolítico resulta ser una de las más grandes aportaciones del poder soberano. La política constituye el lugar donde la vida se transforma en el vivir bien. La ciudad humana, la polis, se funda a partir de la exclusión de la vida desnuda. La política — según Foucault— constituye el umbral que une lo viviente y el logos. La politización de la nuda vida es la tarea metafísica de humanizar el ser. En este sentido, la modernidad no es sino la radicalización de la estructura esencial de la tradición metafísica. Hay política porque el hombre es el ser vivo que, en el lenguaje, separa la propia nuda vida y la opone a sí mismo, y, al mismo tiempo, se mantiene en relación con ella en una exclusión inclusiva. El ejercicio que hoy caracteriza a la política es la vida. Todo aquello que queda excluido y marginado queda en estado de ruptura, en esta-

De la biopolítica al biopoder. De la biopolítica negativa a una biopolítica afirmativa La biopolítica es una noción social analítica que permite ver la emergencia de las formas de gobierno, gestión y administración de la vida. Asimismo, entrelaza la vida y la política, proyecta la política sobre la vida, e introduce la vida en el campo de la política. La tensión irreductible entre vida y política designa una encrucijada de problemas que cuestionan y provocan otros campos y otros conceptos. A comienzos del siglo xx, Rudolf Kjellén introdujo el concepto de biopolítica. Varias décadas más tarde, Michel Foucault usa dicha noción para definir una de las dimensiones fundamentales de la política moderna: el gobierno de la vida biológica de la población. Desde 1974 hasta 1979, tal problemática ocupó el centro de sus ref lexiones. En la última parte de La voluntad de saber, y en algunos pasajes de La vida de los hombres infames, anuncia una problemática que se ha puesto en circulación con la publicación de sus cursos en el Collège de France y, a partir de 1997, se abren nuevas lecturas de su obra a la par que se reactiva la ref lexión política de las últimas décadas en Europa, Estados Unidos y Latinoamérica. El campo multidimensional de análisis abierto por la discusión de la biopolítica rompe con las fronteras unidisciplinares y los estilos de pensamiento moderno. Nos obliga a pensar sin el asilo de la disciplina, sin el so-

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do de excepción. El estado de excepción no es algo que esté totalmente fuera sino algo que se halla en el límite, se revela como el umbral donde la norma se suspende. El juego lógico de la biopolítica es muy complejo, pues incluye excluyendo, y hace que lo excluido, lo forcluido, también forme parte de lo incluido. La biopolítica doméstica controla, reconfigura el cuerpo como objeto de manipulación científico–técnica. La novedad de la biopolítica moderna hace de la esfera humana un campo de experimentación calculada, y da cuenta de la micropolítica del poder, entendido el poder no como una sustancia («yo tengo el poder», o «el Estado soy yo»), sino como un entramado relacional complejo y multívoco. Ahora estamos transitando de un Estado moderno liberal a uno posmoderno neoliberal, en el que se trasladan sus funciones a la iniciativa privada — la Iniciativa México sería un claro ejemplo de la participación creciente que tiene el duopolio Televisa–Televisión Azteca, en la construcción de una nueva ideología neoliberal con fachada nacionalista. El capitalismo tardío desmantela al Estado providencialista, busca la realización de la utopía de Estado mínimo. Complica y difumina las cosas. En tal contexto, el estado de incertidumbre generalizada no sólo conforma el clima de inseguridad, corrupción y delincuencia organizada, sino que además resulta concomitante de un gobierno que se constituye como un Estado fallido incapaz de garantizar la vida, el trabajo, la salud, la educación y los derechos humanos de su población. En tal panorama, no hay que oponer el estado de derecho al estado de inseguridad, guerra, terrorismo, delincuencia, sino que hay que ver todo como un amplio rompecabezas de un mismo caleidoscopio social en crisis. Paradójico: cuanto más vivo el capitalismo tardío, tanto más exhibe su inviabilidad como proyecto humano, ecológico, cultural y político, macro–modelo in-

capaz de construir un sentido incluyente. El terrorismo actual sólo pudo haberse constituido bajo el fundamentalismo del mercado y su pretensión fascista de reconducir la vida humana entera a la esfera del consumo. La noción de biopolítica permite una relectura del narcotráfico en México, no como un fenómeno anómalo, sino como un elemento clave para entender la emergencia de nuevas formas de control y dominación. La alianza de cárteles muestra que también se globaliza el crimen y la delincuencia bajo redes, al utilizar las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación. En contrapartida, las formas de gobierno de la población implican una nueva micropolítica fascista, totalitaria y neoliberal. Al respecto, el reclutamiento paramilitar en el sur de California para limpiar Tijuana y el noroeste de México es mucho más que un caso terrible. Brandon Web, ex marine, y ex agente de la CiA, impulsa un lucrativo proyecto para crear una base militar desde la iniciativa privada para contrarrestar un posible estado de insurrección generalizada e ingobernabilidad en el vecino país del sur: «México está muy cerca de una guerra civil. Tendremos un millón de mexicanos cruzando la frontera y es la misma situación que hay en Afganistán y Pakistán» (Avilés, 2010). En el capitalismo tardío, el ser humano y su seguridad se vuelven objetivos prioritarios de una economía militar capaz de dispensar la muerte. El Estado delega la administración del gobierno de la vida a la iniciativa privada. El análisis de la biopolítica implica el análisis del régimen general de gobierno neoliberal, asunto que se puede comprender como la cuestión de la verdad; la verdad de la razón gubernamental. La formación biopolítica exige maneras de control cultural, intelectual, ideológico, estético y político. En ese sentido, las políticas educativas hegemónicas al servicio de un modelo instrumental–científico–técnico transforman el saber en mercancía y, como


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consecuencia, replantean la lucha de clases y la plusvalía como hegemonía tecno–científica y el plusvalor como el valor agregado de la innovación de un conocimiento aplicado.

La teoría pedagógica sería un hecho educativo consciente, ref lexivo, auto–formativo. Desde ese enfoque se impone una doble tarea: des–pedagogizar la pedagogía (sacarla del claustro académico especializado) y deconstruir genealógica y afirmativamente sus supuestos no explicitados (abrir una crítica creacionista de sus fuentes conceptuales). La pedagogía todavía está muy anclada en las discusiones del proceso de enseñanza–aprendizaje. Hay que salir del aula y regresar a ella con el «zoom» recargado de conexiones rizomáticas. A partir de tales premisas habría que recuperar una relectura del legado de Paulo Freire, como un legado vivo, y no un saber definitivo. Su intuición creadora justamente era la de pensar la teoría como un arsenal creativo de opciones prácticas frente a un problema concreto y no un dogma de conocimientos irrefutables. De tal suerte que se impone leerlo desde sus límites, a través de sus posibilidades, acompañando sus búsquedas pero también abriendo los ojos frente a sus cegueras y limitaciones: «la manera de homenajearme y comprenderme no es seguirme». Se impone resignificar la noción de «educación bancaria» como modelo de enseñanza– aprendizaje que reproduce el saber y el poder hegemónicos porque, al quedarse sólo en la dimensión de la denuncia, no alcanza a anunciar lo inédito viable de otro mundo, de otra utopía humanamente posible, como el propio Freire quisiera. Concomitante a la denuncia de la pedagogía de la opresión, es el anunciamiento —la buena nueva— de la pedagogía de la liberación, pedagogía de la esperanza y del amor radical; frente a una concientización de las clases obreras, otro devenir sin clase, sin clasicismo, pero con un proyecto de sociedad incluyente. Por encima de todo, Freire siempre rechaza cualquier tipo de solución preestablecida, cualquier respuesta general. Atender la experiencia es un trabajo de re–invención de sí, del

Repensar la pedagogía más allá de sus estrategias biopolíticas de control La noción de pedagogía, tal y como se ha concebido históricamente, tiene que ser deconstruida, no puede seguir utilizándose sin asumir su carga geopolítica de dominación eurocéntrica, elitista, jerárquica, reproductora del saber y del poder instituido. Tampoco se puede obviar que la pedagogía crítica sigue siendo concebida dentro del pensamiento moderno ilustrado de la crítica y del criticismo de las luces. Hace falta criticar la crítica, tomar distancia, establecer distancia desde nuestros textos y contextos, conocimientos e instituciones. El paidós greco–latino–alemán de la pedagogía no puede desecharse (como algunas propuestas de la pedagogía de la liberación), pero tampoco puede ni tiene por qué ser asumido y asimilado sin percatarse que constituye un iceberg que encubre un témpano lingüístico que presenta y representa al mundo. No en balde, en el mundo de la Grecia antigua —por lo menos con Platón y compañía—, se concibe la pedagogía desde la crianza de hombres libres como buenos ciudadanos de la polis frente a la barbarie. La paideia sería la formación cultural de la persona, el cultivo de los más altos valores en función de un modelo, atravesado por elitismo, sexismo y autoritarismo. La paideia, en tanto modelo pedagógico, fragua una biopolítica encaminada a educar, gobernar, dirigir, sublimar, depurar, transformar, cultivar al hombre como dueño de sí y del mundo circundante. La teoría pedagógica es un saber y un hacer del Hombre, como persona de autorrealización. Respira humanismo y antropocentrismo. Ya los pedagogos clásicos distinguen entre pedagogía y educación.

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otro y del vínculo con el otro. Ahora bien, el primer problema que salta a la vista, desde la visión freiriana, es que el proyecto educativo de emancipación en tanto proyecto colectivo de empoderamiento, tiene que sortear el inconveniente de tomar como punto de partida el lenguaje y la trama conceptual del pensamiento heredado. La recreación del conocimiento como búsqueda por la autonomía tiene que ir mucho más allá de una enérgica y honesta declaración de principios en contra de la educación colonial y el imperialismo. El micro–imperialismo y el colonialismo interno pueden ser tan persistentes y onerosos como las formaciones más visibles y espectaculares de dominación. Aunque Freire era consciente de que el educador no tiene soluciones, sino preguntas y problematizaciones abiertas, no deja de pasar, de contrabando, «consejos». Parecería que, frente a la crisis de la sociedad y de la educación, los educadores estarían llamados a dar respuestas y soluciones. Freire mismo había denunciado la paradoja de esa situación: por un lado, se les ningunea a los profesores de su incapacidad para actuar, y por otro lado, se les culpa de todo. Doble freno: insignificancia e inmovilización. De ahí que, en sus últimas obras e intervenciones, enfatiza más la dimensión ético–estética que la política: «educar es un acto vital y creador», «hacer que la vida sea un poco más bella y un poco más buena». Frente al cansancio existencial, la declaración del fin de las utopías y la debacle del socialismo realmente existente, Freire apuesta por la esperanza como apertura creativa a una condición humana inacabada. La crítica sin la creación está condenada a ser protesta ciega y vacía, la creación sin una crítica radical se recluye en evasión y desesperanza. El análisis político de la política tiene que descubrir y potenciar posibilidades para que «el inédito viable de la esperanza» sea realmente la apertura de un cambio

en la producción de subjetividades y vínculos (Freire, 2009b; 2006). Ahora bien, si educar crea seres libres, resulta muy difícil hacer con los viejos odres vinos nuevos. Una pedagogía de la pregunta tendría que rehacer por entero no sólo las cosas, sino el lenguaje y nuestro propio juego de subjetivación; tendría que interrogarse por los sentidos, supuestos y presupuestos de la misma noción de pedagogía. Para que advenga la palabra verdadera capaz de transformar el mundo, se tiene que trastocar de manera efectiva y activa el orden del saber y del proceder de ese saber en el seno de una vida encarnada. Mientras se siga pensando bajo el horizonte del humanismo antropocéntrico se estará bajo una relación de dominación sujeto–objeto que hace de lo otro un insumo de mantenimiento y poderío de la mismidad. Bajo la perspectiva occidentalista de dominación resulta una quimera concebir una relación de respeto por la diferencia y por los diferentes. Se requiere una nueva epistemología, como alguna vez lo intuyera el propio Freire. Educar es crear, liberar, potenciar la alteridad, emanciparse, y contagiar esas derivas creacionistas en el entorno circundante. De ahí que Freire concibiera el estudio como una empresa ético–estética de la singularidad: el estudio no se mide por el número de páginas leídas, sino por las ideas, imágenes e intuiciones creadas y recreadas: «Hay que leer un libro como se lee un rostro, un atardecer, una llamada de solidaridad, con una perspectiva crítica y comprometida con el mundo, con la promesa de iluminar la propia vida que vivimos y desvivimos». La interrogación permanente y el diálogo con incertidumbre no tienen por qué ser meras etiquetas sino estrategias heurísticas de concepción de nuevas ideas y prácticas. Es preciso ser justos, pues Freire luchó siempre por recuperar el sentido de la esperanza y contra la desmitificación de cualquier determinismo. Según Henry Giroux:


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La esperanza, según Freire, consiste en una práctica testimonial, un acto de imaginación moral que permite a los educadores progresistas pensar de otra manera para actuar de otra manera. La esperanza exige una vinculación con las prácticas para la transformación, y una de las tareas del educador progresista es «develar las oportunidades para la esperanza, a pesar de los obstáculos que se presenten». Las luchas políticas se ganan y pierden en esos espacios específicos, si bien híbridos, que unen los testimonios de la experiencia diaria con la fuerza del poder institucional. Cualquier pedagogía radical que se asuma como freiriana deberá reconocer la posición central de lo específico y de lo contingente en los contextos históricos y los proyectos políticos. Aunque Freire fue un teórico de la contextualización radical, también reconoció la importancia de comprender lo particular y lo local con relación a las fuerzas globales. Para Freire el alfabetismo, como una forma de leer y cambiar al mundo, debía ser reconceptualizado como ejercicio de ciudadanía, democracia y justicia globales. La insistencia de Freire acerca de que la educación radical se refiere al desarrollo y al cambio de los contextos permite ir más allá de las potencialidades políticas y pedagógicas que se encuentran en el amplio espectro de las prácticas sociales de la escuela; aunque las incluyen, no se limitan ellas (Giroux, 2007).

En Freire la esperanza nunca se concibe como un fin en sí misma, sino como un recurso para comprender y comprometerse en la crítica con el mundo, en la creación con los demás. De ahí que el contenido de la esperanza no sea una expectativa vacía, sino una subversión potente de vida, patente de plenitud, la mayor plenitud de todas las plenitudes, la del amor radical, amor profundo y verdadero por las personas y el mundo; amor espiritual encarnado en cuerpos y relaciones que se sustraen a la esfera del consumo. En un lúcido ensayo sobre las tareas de la educación

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católica en un mundo laico, señala que se trataría de recuperar la tensión conceptual, ético–política que se articula entre las nociones de mundanidad y trascendencia desde un aquí y un ahora que nos atraviesa, y que atravesamos, con toda una serie de contradicciones y ambigüedades. Considera que no podemos evadir las condiciones concretas de vida, las tradiciones culturales y la encarnación de un cuerpo singular que nos constituye. Justo allí es donde entra la esperanza: la apertura de lo espiritual en el espacio laico de la modernidad, una oportunidad de pensar la posibilidad como potencia de creación histórico–social. Considera también que hay coherencia entre una perspectiva crítica y el Absoluto, que tiene en su creación el límite de su poder. La cuestión es cómo armonizar a manera de los primeros padres de la Iglesia, libertad y potestad divina. La única implicación, o intromisión, de la divinidad se establece a través de la gracia que, lejos de oponerse, potencia la libertad y la creatividad singulares: «Esto no significa que el Absoluto sea neutro. Dio testimonio de que no es neutral con la encarnación del verbo, con lo que dio testimonio además de la imposibilidad de dicotomía entre trascendentalidad y mundanidad, historia y metahistoria» (Freire, 2009a, pp. 124 –125). No pueden eliminarse las opciones político–teológicas. No se hace docencia ni mucho menos investigación sin un sentido ético–político de la formación del ser humano. La espiritualidad horada el pensamiento moderno, también dinamita la religiosidad instituida, en tanto lo instituido funciona como camisa de fuerza del poder instituyente/destituyente. Lo espiritual nos reenvía de la filosofía a la teología, una teología liberada, emancipada del control logocéntrico. Lo espiritual nos religa con la esperanza. El sentido de la esperanza es un sentido antropológico cósmico, más allá del humanismo antropocentrista, reconecta lo estético, lo ético y lo político desde una uni-


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dad excedida por su sentido y horizonte de la verdad. Tales ref lexiones de Freire remiten a un gran pensador de la esperanza, Charles Peguy, poeta y cristiano socialista, quien aduce: Pero la esperanza, dice Dios, eso sí que me extraña, me extraña hasta Mí mismo, esto sí que es algo verdaderamente extraño. ¿Cuál no será preciso que sea mi gracia y la fuerza de mi gracia para que esta pequeña esperanza, vacilante ante el soplo del pecado, temblorosa ante los vientos, agonizante ante el menor soplo, siga estando viva, se mantenga tan fiel, tan en pie, tan invencible pura e inmortal e imposible de apagar como la pequeña llama del santuario que arde eternamente en la lámpara fiel? De este modo una llama temblorosa ha atravesado el espesor de los mundos, una llama vacilante ha atravesado el espesor de los tiempos, una llama imposible de dominar, imposible de apagar al soplo de la muerte, la esperanza (Peguy, 2003, p. 7).

De la misma forma que Peguy, para Freire y la teología de la liberación, la esperanza es inmortal. Niña de gratuidad que toca y trastoca los mundos reales y posibles desde la Gracia del don absoluto; donación de lo absoluto. En realidad —sentencia Peguy— «es ella la que hace andar al mundo entero, porque en verdad no se trabaja sino por los hijos» (Peguy, 2003, p. 7), por los que nos vendrán, por los supervivientes. Las obras de Freire y de Peter McLaren son fundamentales para descentrar la pedagogía, pero hay que trascender su esfera educativa y reconectar la pedagogía crítica y/o post–crítica con la educación política desde la geopolítica del conocimiento y, al mismo tiempo, más allá de las categorías de inclusión–exclusión, centro–periferia. La pedagogía crítica tiene que retomar una visión integral, holística, orgánica de la educación más allá de la parcialización del saber docente que hoy se impone con una serie de distinciones que impiden ver el bosque de la educación, para limi-

tarse a una parte del follaje de una hoja o arbusto. Necesitamos lecturas globalizantes que no sean totalizantes. La pedagogía crítica ha intentado crear espacios pedagógicos para el aprendizaje crítico, para enseñar y enseñarnos a pensar críticamente, pero como el continente resulta inseparable del contenido, hay que pensar el qué y el cómo no como dos movimientos paralelos o complementarios, sino como un mismo golpe de fuerza afirmativo donde crítica y creación son caras de una misma moneda. Se requiere una pedagogía más próxima al saber vivir socialmente compartido que al conocimiento socialmente lucrativo. La pedagogía crítica deja intacta una política de la verdad que asume las premisas fundacionales de la discursividad hegemónica. No es posible adscribir los proyectos socialistas, comunistas y de izquierda sin percatar que siguen atrapados en la lógica logo–falocéntrica y eurocéntrica. Cabe insistir que no se trata de rechazar estos movimientos libertarios, sino de deconstruir activamente su matriz diferencial de juegos de inclusión/exclusión. En ese sentido la noción de praxis marca un hito importante, pero aún resulta deudora del marxismo modernista y de su progresismo. La pedagogía crítica se intenta constituir más como una práctica que como una teoría; cree, con cierta ingenuidad, que es posible separar la teoría de la práctica. Ir a las cosas mismas sin la deconstrucción genealógica del trabajo conceptual. El mayor obstáculo que sortea la pedagogía crítica consiste en superar un discurso aparentemente liberador, que arenga contra la opresión y el capitalismo, pero que deja las cosas intactas. Hay muchos elementos valiosos que ha aportado la pedagogía crítica, como su intuición para situarse en el momento oportuno de problematización/intervención/conexión. También se destaca el compromiso del intelectual como clave del empoderamiento pedagógico; sin embar-


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go, su perspectiva redentora lleva otra vez a la reivindicación de un mesianismo total que en cualquier momento puede volverse totalitario. Asimismo, al asociar de manera un poco precipitada capitalismo, globalización, pensamiento hegemónico y meterlo todo en un mismo saco se corre el riesgo de no ver que hay fisuras, líneas de fuga, desequilibrios inherentes a las mismas instituciones e instancias del poder. El capitalismo no es un ente homogéneo ni un sistema cerrado, constituye una estructura abierta desestructurada y desestructurante. El capitalismo, como sugiere Jacques Derrida, es auto–deconstructivo. La auto–deconstrucción «no quiere decir que algo idéntico a sí mismo se desarticula a sí mismo, sino que es la propia auto–identidad, el propio autos es deconstruido» (Derrida, 2005, pp. 39 – 46). No obstante, el propio Derrida reconoce que aunque no haya algo unificado bajo la palabra «capitalismo», sí hay un proceso o tendencia que va absorbiendo sus propias contradicciones, su propia negatividad, sus diferencias internas. Proceso o tendencia de reapropiación y de identificación de todo bajo la objetivación del mercado y la reconversión, cada vez más acelerada, en objeto de consumo. En tal contexto, el papel de los intelectuales y los maestros del pensamiento cambia, frente a la alternativa que hoy prevalece del encierro académico erudito, o bien, el intelectual–espectáculo siempre proyectado en el mercado del conocimiento y en el mundo mediático (Derrida, 2005, pp. 39 – 46). Desde «la responsabilidad política» —noción que Derrida utilizó con bastantes reservas— hay que rechazar ambas tendencias. En la deconstrucción derridiana hay elementos de afirmación. Actividad afirmativa, pensamiento del sí, afirmación del deseo, oportunidad y horizonte de esperanza, pero como suele pasar con la mayoría de autores post–estructuralistas y posmodernistas, se dejan las cosas en el limbo de una apertura

suficientemente enigmática para que se pueda evadir el compromiso con la realidad. Los límites y las posibilidades de la praxis revolucionaria como política pedagógica son f lexibles y ambiguos. Los espacios pedagógicos de auto–transformación revolucionaria no se sostienen mediante un discurso de pedagogía crítica, en el mejor de los casos se puede activar su puesta en juego. Una cuestión relevante sería resignificar la pedagogía crítica como formación de ciudadanos críticos frente a los discursos científico–técnicos de instrucción o capacitación para el mercado laboral. Retomar la tradición del pensamiento postcrítico significa replantear el sentido del acto pedagógico como un acontecimiento poético y político de reconfiguración de la subjetividad humana. El sentido etimológico de paidagogós implica llevar, conducir, guiar; se trata entonces de pensar el hecho educativo como una parte de la problematización lúcida y lúdica, propositiva y afirmativa de la crisis global vigente, y no como su síntoma más palpable.

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Deriva sobre la pedagogía del amor radical Optimismo paradójico, palabra del porvenir, y porvenir de una palabra inédita. José Enrique Rodó y Paulo Freire se encuentran en el incierto comienzo del siglo xxi, como faros que arrojan un poco de luz en este mundo de oscuridad intelectual, emocional y expresiva, apabullado por los ref lectores del mercado y del espectáculo. Aprender a ver, desaprender lo visto. Aprender a desaprender. Apertura. No debe olvidarse que la capacidad de admirar es la gran fuerza del crítico —según Rodó, admiración como nueva habitación del ser y de las cosas. Así como aquellos autores estuvieron en contra de la democracia utilitaria y fueron sensibles a las injusticias sociales y a cualquier forma de opresión, pero lo hicieron mediante pensamientos y formas que finalmente crearon algo nuevo; nosotros tenemos la enorme


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exigencia de potenciar otros estilos de vida, con pensamientos y prácticas que muchas veces se presentan como libertarios e incluyentes (multiculturalismo, estudios de minorías y de subalternos), pero que en la práctica sirven para mantener el estado de cosas existente. Es indispensable retomar, desarrollar, deconstruir, resignificar la noción de la pedagogía del amor radical que se asume como heredera del legado freiriano, pero que bajo las relecturas de Shirley Steinberg y Donaldo Macedo otea nuevos horizontes. La pedagogía del amor radical va de la crítica a la creación, reinventa el poder como potencia colectiva de autogestión y empoderamiento horizontal. Sus premisas articulan valores éticos, políticos, cívicos cohesionados con la alegría de compartir. La alegría: potencia espinozista capaz de cambiar cualquier sentido y destino. El amor radical exige una coherencia entre la defensa de la vida cotidiana y la construcción de una teoría crítica sobre dicha realidad. No es compasión ecuménica altruista, sino entrega incondicional a la justicia, que exige una lucha también radical contra cualquier forma de injusticia y exclusión. Por eso reúne una fuerza expresiva que amalgama fragilidad y generosidad. Está abierto al género como una redefinición de las identidades sexuales. Los géneros dejan de ser etiquetas fijas y se convierten en espacios de exploración y experimentación de n sexos, y de una androginia plástica. Humor y amor: amor por el humor que implica saberse vivo, sentirse mortal, gozosamente mortal. Humor por la finitud y la condición humana siempre al borde del colapso, y también siempre con muchas posibilidades de salir adelante ante cualquier crisis. En todo caso, hay que reinventar las subjetividades, las relaciones y las conexiones sobre nuevas bases de convivencia y autocreación. Y la reinvención de una política afirmativa tendrá que traducirse en una apuesta por el derecho a soñar, antes de que lo ominoso de las pesadillas se vuelva real.

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Viabilidades y límites

de la etnografía educativa

DAnieL H ernÁnDeZ pALeSTino Unidad Académica de Antropología Universidad Autónoma de Zacatecas «Francisco García Salinas»

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En la investigación social contemporánea, la contribución de la antropología para la comprensión del hecho social educativo adquiere cada vez mayor relevancia. Este ámbito que comprende los acontecimientos, las experiencias y los discursos no explícitos —como el currículo oculto— que requieren de un ejercicio de traducción cultural, se nutre por la experiencia etnográfica, una de las ramas de tal disciplina. El presente texto expone tres aspectos pertinentes dentro del debate de la antropología educativa: 1) modo de construir la subjetividad etnográfica ref lexiva en el ámbito educativo intercultural, a partir de la posición interactiva del sujeto ante el objeto etnográfico; 2) condicionamientos externos institucionales para llevar a cabo el trabajo investigativo que se asume como experiencia etnográfica; 3) cuestionamiento al relativismo cultural, como una teoría conservadora que se ha entronizado en el ámbito académico de la investigación educativa y que nuevamente recupera terreno en el debate teórico contemporáneo. Asimismo, el núcleo del documento se ocupa del debate subjetividad/objetividad, cuya traducción convencional en la jerga antropológica desde 1951 se define como situación etic y emic, y que señala los límites y las posibilidades de la experiencia etnográfica. De esa forma se confronta la perspectiva de la antropología educativa con los distintos dilemas que enfrenta el investigador durante su experiencia etnográfica en el ámbito museístico comunitario de una región cultural rural urbana de Zacatecas, México.

Esterilidad y praxis en la etnografía educativa Existen diversos modos de definir y utilizar el término etnografía. Si bien algunos autores se muestran cautelosos con el término de etnografía educativa, pues ésta se halla suje-

ta a corrientes y polémicas teórico académicas que la apoyan o la confrontan como método disciplinario, para Rockwell (2005, p. 30) la etnografía no transforma «por sí misma las prácticas educativas», aunque puede producir nuevas actitudes ante la cultura escolar, ya que los procesos educativos modernos —políticos o colectivos— obedecen a su propia lógica y es el etnógrafo quien termina cambiando su conciencia del mundo. La única posibilidad de transformación ocurre en el propio etnógrafo, al involucrarse con las sociedades estudiadas modifica su concepción del mundo y su modo de relacionarse con los demás sujetos. No obstante, las respuestas de los actores sociales educativos ante las eventuales reformas que se viven periódicamente en ese sector, pueden incluir a la etnografía como un elemento de auto análisis que contribuye a clarificar la visión de los miembros de la propia institución y de sus conf lictos sociales. El punto de partida de este análisis considera que el tipo de investigación de corte etnográfico que se practica en las aulas se denomina, por la mayoría de los autores, como investigación educativa o interpretativa (Piña, 1997). Ello se debe al rechazo generalizado de la condición ideológica de la antropología colonialista, que fincó en la etnografía un modo de justificar científicamente los mecanismos de expoliación de las culturas africanas durante la última fase del periodo colonial del siglo xx. Esa demarcación impuesta a la etnografía se debe sobre todo a la ascendencia conservadora burguesa que tiñe a la antropología funcionalista. Autores como Goetz y Le Compte (1988), Berteley (2000), Velasco y Díaz de Rada (2003) asumen dicho término con precauciones epistemológicas o desde la perspectiva de la pedagogía crítica (Mac Laren (1998; Rockwell, 2005). Otros investigadores, por el contrario, utilizan la noción de etnografía en educación como parte de un enfoque antropológico interdisciplinario.


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A partir de las obras Adolescencia, sexo y cultura en Samoa (1928) y Creciendo en Nueva Guinea (1928) —traducida como Educación y cultura (1952)— de la antropóloga culturalista Margaret Mead, se abre un campo de conocimiento escolar al que se denomina antropología educativa; su tendencia fue continuada principalmente por antropólogos ingleses como W. Woodenough, lo que la convirtió en una alternativa investigativa en los contextos educativos. Durante la década de los cincuenta, el discurso etnográfico funcionalista es derribado de su nicho hegemónico junto al poder colonial europeo; por otra parte, el advenimiento de las teorías radicales de la cultura de las décadas de los sesenta y setenta contribuyó a su demolición (Jackorzinski, 2004). Una muestra de ese movimiento político e intelectual contestatario es la nueva tradición de la educación popular, la cual surge en Latinoamérica a finales de los setenta con los ideales de transformar la educación. La etnografía también se hace presente con las experiencias sociales vividas por los docentes, orientadas a impulsar un cambio social en las escuelas a fin de una mayor equidad. La constitución de ese nuevo paradigma se retroalimenta con la inf luencia de las teorías del desarrollo, en particular la teoría de la dependencia, la diseminación del pensamiento educativo, no formal de Paulo Freire, así como la irrupción de la teoría de la reproducción social de Pierre Bourdieu; a contracorriente con el enfoque centrado en los aparatos ideológicos del Estado de Louis Althusser, además del estudio de la hegemonía y el bloque histórico de Gramsci. El nuevo estilo de experiencia ref lexiva recibiría luego el nombre de Sociología educativa, la cual tiene un encuentro con la etnografía a través del activismo político. Elsie Rockwell y Justa Ezpeleta introdujeron la etnografía en la práctica docente escolar de la escuela pública mexicana en el entorno de

las reformas educativas y la expansión de ese sector político institucional, con el enfoque de «conocer la escuela por dentro» y «concienciar a la ciudadanía» (Díaz, 2005, p. 3). A partir de entonces se establece una nueva tradición teórica que envuelve a la etnografía con la práctica y la intervención docente, aunque sin generar —en su momento— una propuesta teórica, producto de esta nueva experiencia de investigación en el campo educativo. Al no generarse una profundización en el conocimiento de las regiones culturales y educativas del país, las experiencias etnográficas escolares comparadas quedaron fuera del estudio coyuntural del fenómeno educativo mexicano. Ello se manifiesta en los sesudos análisis de los expertos en educación, quienes comúnmente prefieren guiarse por cifras, datos oficiales o panorámicas ensayísticas, sin tomar en cuenta análisis político–culturales de situaciones concretas, o la suma de experiencias de observación rigurosa, llevadas a cabo en las distintas regiones del país, en combinación con las fuentes históricas y estadísticas documentales. Según Díaz Tepepa (2005) es posible reconocer dos grandes tradiciones epistemológicas en la etnografía. La primera intenta dejar atrás las deficiencias teóricas de los enfoques estructurales y superar las limitaciones de las perspectivas fenomenológicas. Esa orientación teórica (de corte neo–estructural con énfasis en el análisis institucional), procura ampliar el alcance de la construcción etnográfica y tratar el estudio de los procesos educativos como pequeños sistemas institucionales. El objetivo de tal enfoque radica en poner de relieve las particularidades locales significativas de los procesos institucionales, sin perder el referente de los contextos más amplios. La segunda se sitúa en la tradición del interaccionismo simbólico de la escuela de sociología de Chicago, la sociología comprensiva de Max Weber, el enfoque fenomenológico de Alfred Shutz y el concepto de realidades múl-

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tiples, la hermenéutica de Gadamer, Ricoeur y la perspectiva antropológica interpretativa. El propósito de esa tendencia teórica es el estudio de los significados socialmente compartidos. Esto implica considerar la intencionalidad, las voces de los actores, los estilos de interacción o patrones de comportamiento y el contexto general donde se efectúa la producción específica de textos simbólicos, comunicativos y culturales (Díaz, 2005). No obstante, tales enfoques han sido horadados por el relativismo cultural que con renovados bríos se mimetizó hábilmente en la ontología y la epistemología de esa perspectiva teórica. Esta investigación concibe una antropología ref lexiva que no se limita a una etnografía centrada en el estudio de la otredad, sino que amplifica su ámbito de conocimiento más allá de la experiencia de investigación participante en las instituciones educativas. Explorar toda la gama que envuelve al hecho educativo es una prioridad impostergable para establecer generalizaciones y ópticas panorámicas en torno a aquél. La experiencia etnográfica tiene un largo camino por recorrer en el ámbito escolar; hasta el momento no ha podido jugar un papel preponderante en el análisis histórico y contemporáneo del hecho educativo, a pesar del creciente número de investigaciones etnográficas en esa área de conocimiento. Las limitantes obedecen a dos factores: a) el renovado auge del relativismo cultural que ha reorientado el rumbo de la antropología hacia el análisis particular del encuentro etnográfico, sin confrontar la teoría con los hechos que involucran, por ejemplo, la cultura escolar con la política neoliberal globalizante; b) la excesiva burocratización en el sector académico imposibilita realizar trabajos de investigación etnográfica con la debida profundidad en los distintos ámbitos que envuelve la problemática escolar, con respecto de sus elementos comparativos exógenos y endógenos. Aunado a ello, las disposiciones del sistema burocráti-

co afectan las investigaciones que se producen alrededor de las múltiples problemáticas educativas. Dichos aspectos han limitado severamente el desarrollo de la investigación etnográfica en Latinoamérica, al grado de generar un retroceso tanto epistemológico como metodológico. Ese desfase se efectuó durante la década de los noventa, con el cuestionamiento de la teoría de la reproducción y del modelo de neutralidad constructivista estandarizado — propuesto por Bourdieu—, cuyo cimiento es el racionalismo aplicado al estudio de lo social que crea una polémica sobre la otredad (Jackorzinski, 2009). La carencia de investigaciones regionales comparativas que respaldaran el desenvolvimiento de esa teoría limitó su desarrollo.

Experiencia y subjetividad en la antropología educativa Michel Agar expresa refiriéndose a la labor del sujeto observador participante y de la etnografía: «Mi sensación acerca de este término es que no constituye ni un método ni una clase de datos; en lugar de eso es la situación que hace que nuestro trabajo sea posible a fin de cuentas» (Agar, 1986, p. 135). En efecto, en la constitución de la subjetividad etnográfica, el primer elemento que aparece en la trilogía sujeto, objeto y método es la posición del investigador participante como testigo ocular, frente al objeto que no puede ser tratado estrictamente como un problema de método. En la tradición positivista funcionalista, la posición de neutralidad y el objetivismo determinaba el ideal de cientificidad a partir de la observación empírica —un registro fiel de la vida ajena— como la única forma de legitimación objetiva; tal es el caso de la legendaria obra fundacional Los argonautas del pacífico occidental (1922) de Bronislaw Malinowski, que ahora se lee tanto como un género litera-


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rio como un trabajo pionero de la investigación etnográfica. Es imposible que el etnógrafo pase inadvertido en una cultura estudiada (realismo etnográfico ingenuo): el sujeto que observa sin ser visto. Moralmente es inverosímil que contemple una cultura sin alterar el contexto en el que se sumerge. No se halla exento de involucrar su punto de vista particular, parcial, prejuicioso, entrometido e incluso impertinente. Un ejemplo es la perspectiva de la «etnografía del aula», donde los profesores en su rol de observadores analizan el comportamiento de los alumnos —tratando de mimetizarse o pasar inadvertidos—, en aras de captar los significados de la conducta escolar. Peor aún es la enajenación que promueve la doble posición del investigador participante a través de asumir el don de la ubicuidad, a fin de captar los múltiples contextos significativos que ocurren simultáneamente en el entorno de la investigación de campo. Esa visión conduce al relativismo cultural cuando establece que el etnógrafo tiene que comportarse como un nativo para poder pasar desapercibido (Jackorzinski, 2004). La construcción de este estilo maniqueo denominado realismo etnográfico tiene como principal característica la posición que toma el narrador en el texto; el sujeto observador determina lo que se quiere observar y decide sobre la selección de los datos, así como la manera de transcribirlos otorgándole o no una voz al otro.

Tal visión no ha sido abandonada por completo en la antropología; tiempo después los antropólogos interpretativos, y subsecuentemente los posmodernistas, situaron el papel de la etnografía como un texto donde la discursividad ocupó un primer plano en la construcción de la subjetividad, o como un modo de asomarse al «foro interno» del etnógrafo, donde el estudio de la interpretación de los significados y las representaciones desplaza el análisis de los hechos sociales. Según Paul Rainbow, durante la segunda mitad del siglo xx la antropología transita desde una tradición descriptiva hacia una tendencia interpretativa, dialógica y heteroglósica; pero esas fases también coinciden con la crisis de los paradigmas objetivistas del estructuralismo y el marxismo. Clifford Geertz (1973) desencadena el debate con una nueva postura idealista denominada antropología cognitiva, que abandona definitivamente la búsqueda de modelos explicativos y se centra en el análisis hermenéutico de las estructuras psicológicas, mediante las cuales los individuos guían su conducta. La etnociencia representada por este autor renueva la perspectiva relativista a través de un discurso interpretativo, propone una visión de la cultura que tiene como base el estudio de los significados que los individuos designan a sus propios actos en el contexto de su conocimiento local. El tejido interpretativo de las tramas de significación es concebido como un proceso de subjetivación, donde el etnógrafo construye sus textos a partir de representaciones o como un juego de ficciones literarias (descripción densa). Si bien el análisis del texto cultural sustituye al realismo etnográfico, se sucede un abuso de éste porque se enfoca a la interpretación de las representaciones, se concibe un mundo en forma de significaciones y no de hechos. Esa perspectiva posmoderna cognitiva no pretende explicar los hechos sociales, concibe la cultura como un sistema de

El autor aparece al principio, en una introducción a la obra, para desaparecer después y dar lugar a la descripción científica, transparente, objetiva de la cultura ajena. El presente etnográfico coloca al otro en un orden temporal que no coincide con el del sujeto hablante; en el trabajo de campo, sin embargo, el sujeto como el otro están ubicados en el mismo orden temporal (Jackorzinski, 2004, p. 20).

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significados y descarta de antemano la observación científica de un determinado contexto sociocultural. La propuesta de la antropología posmoderna es insertarse en la cultura, «estar allí», y sostiene que «la fórmula de la observación participante es fallida y equívoca», pues parte de justificar el trabajo de observación como un principio de legitimación de las conjeturas o hipótesis (Clifford, 1995). No obstante, invita a abandonar el trabajo de campo —la observación propiamente dicha— y convertir al antropólogo en un intérprete de la cultura en contextos particulares; por otra parte, como señala Josep Llobera, el posmodernismo ha tratado de reducir a la antropología al nivel de la etnografía, que se asume entonces como un género literario. Ese enfoque subestima una de las principales tareas que la antropología se ha trazado: Explicar al hombre en su multiplicidad fenoménica, ya sea como ser biológico y cultural desarrollado histórica y socio culturalmente (...) Pero la antropología como disciplina que aspira al conocimiento científico no puede renunciar ni a ciertas reglas del juego epistemológico ni al cuerpo de conocimiento históricamente que la caracteriza (Llobera, 1990, pp. 15 –17).

embargo, la obsesión detallista, descriptiva e interpretativa de los significados propuesta por el relativismo cultural —con el camuf laje de otras teorías críticas— ha sido traspasada a la investigación de las instituciones escolares y de la identidad docente. Ello evitó la confrontación con los hechos, tal es el caso de la perspectiva autobiográfica que se orienta por la construcción del proceso de análisis de la práctica docente, por la tensión existente entre las relaciones de poder y los saberes instituidos, pero sin explicar cómo se edifican las prácticas sociales en los contextos regionales educativos. Es común encontrar esa perspectiva de corte relativista en otras tendencias teóricas de la corriente institucionalista. En torno al subjetivismo etnográfico se desprende que la posición moral, ética y política del investigador en el contexto estudiado es lo que determina la recopilación de los datos, lo cual compete a la etnografía que se desarrolla en la otra latitud de la otredad: las instituciones escolares. Establecer vínculos de campo implica adoptar una dimensión intersubjetiva que permanece fuera del control del etnógrafo, quien se halla limitado para observar los múltiples contextos que se suceden simultáneamente en la localidad.

¿Quién es el observador? En los últimos años, el relativismo cultural también se ha reinventado en el área de los estudios educativos. Ello se debe al auge de la biografía presentada como análisis de las representaciones que recrean el ethos educativo, donde el autor (el docente) a partir de discursos narrativos autobiográficos —una especie de pedagogía literaria— produce la propia mirada de sí mismo con la ilusión de hacer comprensible su contexto institucional. El estudio de la continuidad de las ideas, los símbolos y los significados ha originado notables avances en la comprensión de la mente humana y el análisis de la cultura. Sin

Una tarea primordial de los investigadores sociales, que introducen su experiencia en el estudio de un determinado fenómeno, es plantear preguntas e hipótesis y posteriormente desarrollar el trabajo de recolección. El fundamento del proceso al que Rockwell llama documentar lo no documentado, es el trabajo de campo, las entrevistas, la elaboración de los registros, la constante observación e interacción con los otros en una determinada localidad, así como el uso del diario de campo (Rockwell, 2009). Surge entonces la pregunta ¿cuál es la actitud que debe tomar el etnógra-


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fo ante los hechos y cómo desarrollar una etnografía moderna? Jackorzinski (2004) plantea que la actitud del etnógrafo «no necesita ser imparcial», ni tampoco requiere una autorización externa para ser calificada como una etnografía: una buena monografía es relevante por sus propios méritos académicos. No existe una norma o conjunto de normas, como en los métodos cuantitativos, que le otorguen una autoridad al trabajo etnográfico:

modernas y globalizantes donde el exotismo da paso a lo familiar, a la vida cotidiana o a aquello que permanece oculto en el inconsciente de los individuos. La otredad moderna mexicana implica el estado de nueva alteridad generada por la violencia actual, que no se había presentado desde la revuelta cristera al final de la década de 1920. La tarea investigativa del etnógrafo consiste en llevar a cabo la obtención de la información, mediante el conocimiento profundo de los sujetos que integran la cultura local. En este proceso es común que entre el sujeto y las personas entrevistadas se establezcan relaciones afectivas que obedecen a un modo particular en que se construye la cultura íntima en las regiones de México. Como señala Jackorzinski (2004) es preciso distinguir entre hechos y construcciones. Los primeros se refieren a esos sucesos o procesos que pueden ser susceptibles de ser observados y como algo que es externo al sujeto, mientras que las construcciones involucran a los sujetos sociales:

Mientras que explicamos los hechos, comprendemos los significados y aunque los dos procedimientos pueden formar parte del mismo proceso cognoscitivo, o lo que Paul Ricoeur llama «la dialéctica de la comprensión y explicación», los dos se basan en una lógica diferente. La intersubjetividad a nivel hermenéutico, en el nivel que podríamos llamar la comprensión de la comprensión. Mi sensación al comprender un acto o creencia es única, pero mi esfuerzo para presentarla, comunicarla y hacerla comprensible para los demás debe ser por definición, intersubjetiva (Jackorzinski, 2004, p. 148).

La operación comprensión–explicación no sólo constituye una situación hermenéutica, al mismo tiempo exige una participación del etnógrafo en la vida de los otros que pone a prueba su capacidad de comprensión del grupo social, con el objetivo de explicar la cultura. El etnógrafo educativo que se adscribe provisionalmente a un entorno para realizar una investigación se convierte en un agente externo, sometido a una rígida observación por los miembros de la comunidad educativa donde desarrolla su trabajo. Lo anterior conlleva una situación intersubjetiva, mediante la cual el investigador educativo construye su análisis a partir de una actitud sobre los otros; pero a diferencia de los contextos colonialistas de hace cinco décadas, hoy se anega en una serie de circunstancias

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¿Qué pueden aprender los antropólogos de los filósofos respecto al concepto de «persona?» ¿Qué modelo de «persona»? ¿Les puede resultar útil? El primer modelo está preñado de ideas metafísicas y éticas occidentales acerca de la persona humana, nos impone una sola manera de ver al otro. El otro se vuelve la persona, pero a un precio demasiado alto: pierde su naturaleza multiaspectual y se reduce a uno de sus segmentos. Los antropólogos no prejuzgan si las personas con las cuales interactúan son autómatas, racionales, conscientes, corporales o espirituales. Estos datos les pueden servir sólo incidentalmente en contextos éticos definidos: por ejemplo cuando preguntan bajo cuáles condiciones uno o más de sus socios nativos puede ser el portador de algunos derechos ¿Qué es lo mínimo que necesitamos saber acerca de alguien para garantizarle la posición de persona


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en este sentido? (Jackorzinski, 2004, pp. 113 –114).

En la construcción de la subjetividad, el etnógrafo debe estar consciente de que al participar en la vida de otros sujetos tiene que hacerse responsable de sus actos según el papel que le corresponda desenvolver, ya sea como crítico cultural, activista o militante, agente de desarrollo. El relato que a continuación se inserta ejemplifica esa situación, los pasajes se muestran como retazos de un diario de campo y notas escritas en el lapso de 1999 a 2005; cabe aclarar que ello no constituye un modelo de investigación etnográfica.

Intervención planeada, pliegues interculturales y experiencia museística Don Pablo, hombre de 65 años, pelo entrecano, rostro moreno bronceado y surcado de arrugas, ex capellán de la iglesia, y delegado municipal durante dos periodos, se convirtió desde el inicio en el líder moral del proyecto de construcción del museo comunitario. Guiado por su antigua experiencia como «maistro» albañil y contratista, dirigió la obra entre el invierno y la primavera de 2003, pues Mónica Soto, arquitecta residente de veintidós años contratada para hacerlo, a pesar de su talento evidenciaba su novel experiencia. A mediados de 1998, el Centro de Divulgación para el Desarrollo Sustentable (CeDDSU), agente externo a la comunidad y organización no gubernamental, tomó la iniciativa para desarrollar un proyecto de diversificación productiva a realizarse en la delegación municipal de Zóquite, apoyado por la Comisión Nacional Forestal (ConAFor). 65 albañiles pertenecientes a las cuadrillas de Cuco (el contratista de la obra) se afanaron por cinco meses en la cimentación, la construcción de la estructura (muros, columnas y loza de bóveda catalana de más de 900 m2 y 6 m de altura) en un predio baldío, zona de agostadero del ejido que carecía de pozo y

agua potable. Don Pablo tomó el mando de las acciones, estipulaba y modificaba las anomalías que revisaba acuciosamente en los planos de la obra y la memoria de cálculo. Cuco era un connotado contratista pero analfabeto, por lo que un ayudante le auxiliaba a leer las nóminas, sin embargo asombraba por su sentido de precisión, pues teóricamente era el encargado de coordinar la obra. Margarita, miembro del CeDDSU, se desempeñaba como administradora del proyecto y se encargaba de supervisar los suministros de los materiales para Cuco. Todos parecían dirigir la edificación, pero había una clara división del trabajo; pronto me di cuenta de la esencia organizativa autónoma que caracterizaba al proyecto y por ello había que actuar en consecuencia con ese principio. Los trabajos de cimentación generaron una discusión entre don Pablo, la arquitecta Mónica y Cuco. A instancia del primero se decidió colocar 50 columnas, ya que creía que por el peso de la estructura del edificio en cualquier momento podía desplomarse. Este tipo de desacuerdos iniciaron desde algunos meses antes, cuando las discusiones sobre cómo debía construirse el edificio excedían incluso los límites de la cordura. Las reuniones entre el comité coordinador y los ejidatarios, que cada quince días se reunían en la biblioteca municipal, se extendían por horas debido a que se desviaba el tema a prioridades como el abasto del agua. Otras veces aparecían viejos conf lictos entre los ejidatarios y los residentes de la comunidad. A pesar de la fuerza hegemónica del ejido, don Pablo —que no era ejidatario—, imponía su autoridad moral en las reuniones donde se congregaban las autoridades ejidales, agricultores, pobladores y miembros de la organización civil que coordinaban los trabajos técnicos. El CeDDSU me encomendó realizar el diagnóstico social comunitario para el desarrollo del proyecto de diversificación productiva,


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que incluía la propuesta de desarrollar un parque natural y un museo, aunque sin una clara definición museológica y museográfica. En lugar de aplicar una encuesta, decidí llevar a cabo un trabajo etnográfico que englobara la observación, la información testimonial, la recopilación de opiniones de la comunidad y su evaluación. Esta organización planteó el diseño original del museo, presentaba un perfil convencional con características de la arquitectura ranchera regional, 3 m de altura y una extensión rectangular de 500 m2 con estilo de una casa de campo construida con ladrillo, block y aplanado. El diseño de la fachada comprendía dos ventanas al frente y una puerta grande con un corredor frontal. No obstante, se omitía un dato primordial: en los matices del paisaje urbano se podían observar casas de adobe que indicaban un tipo de supervivencia arquitectónica antigua, además de un estilo de adaptación a las regiones áridas —ya sea como estrategia de sobrevivencia y resguardo o como un patrón funcional. Tal aspecto provocó que el proyecto original se modificara radicalmente. Después de efectuar el diagnóstico, en noviembre de 1999 me reuní con Rigoberto, Margarita (miembros de aquella institución) y la arquitecta Mónica, les presenté los resultados de la investigación etnográfica de la comunidad. Apoyado en los hallazgos, en las evidencias localizadas sobre las características del hábitat regional, así como en el patrimonio cultural identificado, propuse que el museo tenía que guiarse por el tamaño de la colección dado que localicé maquinaria agrícola antigua en el resguardo del ejido. Posteriormente, en la asamblea comunitaria se evaluó si la construcción del edificio podría realizarse por una arquitectura de tierra, ladrillo y adobe. Mónica estudió el diseño arquitectónico de las casas de adobe de la región de Guadalupe; tomó como modelo una nave fabril que databa del siglo xix llamada Compañía indus-

trial de Zacatecas, propiedad de la familia Sescosse, donde se producía ladrillo refractario. Mientras don Pablo sugirió el modelo constructivo regional que él conocía muy bien como contratista y «maistro» albañil. Por mi parte, localicé un material bibliográfico abocado a un proyecto de restauración arquitectónica de la granja y estancia Al–’Udhaibat, en WadiHanifa, al oeste de Riyadh, en Arabia Saudita. La casa emplazada en un terreno de 50 ha fue adquirida en 1986 por el sultán Salman inb ‘Abd al–’Aziz y su restauración fue encomendada al arquitecto egipcio SalehLamei. La reconstrucción contempló los elementos tradicionales de la arquitectura de tierra saudi árabe, pero integrada a las necesidades de la vida contemporánea de aquella región. La inf luencia del célebre arquitecto iraquí Hassan Fathy fue también notoria en este proyecto (Swan, 1999; Facey, 1999). Me entusiasmó la idea de sugerir una intervención museológica en una zona rural del semidesierto zacatecano con una perspectiva cosmopolita que vinculara comparativamente las regiones del Sahara y Zacatecas, pues las semejanzas entre los elementos arquitectónicos en el uso del ladrillo y del adobe en el hábitat de cada región coincidían en varios aspectos. Uno de ellos, tal vez el principal, es el esfuerzo brutal que supone domesticar a una naturaleza hostil para convertirla en un lugar próspero, lo cual se logra con una organización del trabajo y una actitud de desafío y adaptación. En ese aspecto, la vida de los habitantes de regiones desérticas de Arabia, Irak o de territorios nilóticos del África subsahariana, no resulta distante de los habitantes del semidesierto zacatecano. La tradición de la arquitectura de tierra en la región centro norte de la frontera con Mesoamérica se remonta a la cultura Chalchihuites correspondiente al posclásico temprano. Durante la época de la Nueva España esta tradición se fusionó con la arquitectura urbana

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española, en diversos municipios de Zacatecas es posible encontrar esa tendencia nítidamente. En la construcción del museo de Zóquite la vocación cultural por la arquitectura de tierra estuvo patente; en una de las primeras reuniones algún ejidatario propuso que el museo se edificara de adobe, pero don Pablo encaró con su autoridad y sin levantar la mirada dijo: —Primero, hay que fijarse en algunos detalles, miren, si el museo se construye de adobe, con el paso del tiempo se puede desgastar y quedar como los paredones de la antigua hacienda de Tacoaleche, que se encuentran en ruinas casi a la orilla de la carretera (...), tampoco me parece conveniente que se construya como una fortaleza cerrada; tiene que tener ventanas y entrada de luz natural porque puede quedar a oscuras. Así que tenemos que colocar unos amarres y ladrillo para soportar la estructura y colocar solamente dos muros de adobe en el interior del museo.

Continuamente volvía a su fijación de que el museo podía desplomarse si no se sostenía con las 50 estructuras. A pesar de ello se entusiasmó cuando le mostré las imágenes del proyecto arquitectónico de Al–’Udhaibat. Las similitudes tecnológicas entre la nave industrial zacatecana, la arquitectura de tierra empleada en la región de Guadalupe, comparadas con el proyecto de Arabia Saudita, documentaban la viabilidad de este tipo de vocación constructiva adaptada a las regiones áridas. La tradición del adobe en la arquitectura regional zacatecana y su viabilidad funcional como un material moderno fue lo que convenció a la asamblea comunitaria de emplearlo de forma similar en el proyecto museístico de Zóquite; las opiniones de Mónica fueron cruciales para consensuar los diferentes puntos de vista respecto al desarrollo constructivo. En un momento de la reunión, don Pablo observó detenidamente las imágenes ar-

quitectónicas del proyecto de Al–’Udhaibat. Luego de preguntarme sobre los materiales utilizados en la edificación de geometría rectangular (adobe y piedra) asintió: «Está muy bien, Daniel» y agregó: «podemos tomar algunos detalles de aquí». La construcción inició a fines de enero de 2003 y concluyó en junio del mismo año, el dinero fue gestionado a través del CeDDSU con el Fondo de Fomento a la Integración de Cadenas productivas (FiDeCAp). Liliana, encargada administrativa en la Secretaría de Economía, indujo la propuesta ante los evaluadores del proyecto del parque ecoturístico de que fueran los constructores locales de Zóquite los que licitaran la obra del museo, algo inaudito en tiempos de la administración de Fox y la política de expansión terciaria de «changarros» promovida a través de los pYmeS. El diseño arquitectónico resultó ecléctico, pues aunque se habían respetado los elementos de la arquitectura industrial regional investigados por Mónica y los sugeridos por don Pablo, éstos se fusionaron vagamente con los caracteres rectangulares del proyecto de rehabilitación de Al–’Udhaibat, aunque sin las soluciones elegantes propuestas en dicha construcción. La edificación se concluyó con terminados rústicos, aunque con un extraño efecto visual, pues de lejos aparenta una obra «negra» y en la medida que el visitante se acerca el lugar cobra su propia personalidad. Se erigió de ladrillo y adobe sin aplanado con incrustaciones de barras de acero, su dimensión es de 7 m de altura y 900 m de construcción en forma rectangular, en cuya loza serpentean los zig–zag con un movimiento geométrico. Se construyeron muros de adobe externos (en el vestíbulo) e internos, como elementos vernáculos que aluden a la arquitectura de tierra. El edificio se convirtió en el primero en su tipo a nivel nacional, porque fue el primer museo comunitario que se diseñó específicamente para albergar una colección.


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Un rasgo histórico del hábitat rural de Zóquite son los resguardos fabricados en adobe y piedra que protegen las viviendas como barreras infranqueables para el ganado, lo que supone muchos jornales de trabajo. El adobe constituye un material tecnológico, anteriormente se empleaba en la edificación de casas, pero con la entrada del ladrillo comercial dejó de utilizarse con ese propósito a fines de la década de 1970 y ya sólo fue usado en los resguardos. En la actualidad se emplea adobe en la fabricación de hornos cónicos aprovechados para cocinar antojitos regionales como condoches y gorditas. La antigüedad de estos hornos de origen egipcio data aproximadamente de 4 mil años antes de nuestra era, fueron introducidos por los españoles durante la conquista de México. También se elaboran a mano con lodo, pasto y agua. Una tecnología antigua de cocción casi extinta son los cocedores de piedra caliche que, aunque tienen forma de cono, presentan en su cúspide una terminación plana y circular. Rastreé esos artefactos domésticos y recorrí algunas casas de Zóquite donde aún se utilizaban los cocedores de adobe, comprobé que no quedaban vestigios de los fabricados en piedra caliche. Los datos recolectados alrededor de la vida cotidiana de la población, junto con los testimonios, opiniones e ideas propuestas por pobladores y miembros del comité animador del museo para el montaje de la exposición permanente, constituyeron la medida con que se integró la colección de objetos y se orientó el discurso museográfico. El resultado de esos diálogos fue el diseño de un guión donde se proyectaron estas ref lexiones interculturales para montar algunos artefactos y objetos expuestos. Un ejemplo de ese proceso de comunicación fue cuando el grupo animador decidió visitar varios museos comunitarios del estado de Zacatecas para encontrar el estilo y los

matices que buscábamos darle a la exposición permanente. Viajamos juntos al municipio de Pinos y constatamos su valioso acervo: una colección de varios números de la revista satírica mexicana «El Hijo del Ahuizote», una réplica de tienda de raya, diversos objetos arqueológicos sin fechamiento y una serie de bases con capelo donde se exhibían fósiles de mamut columbis. En Huanusco —región de los cañones— durante un recorrido en solitario visité un museo que exhibía distintas piezas arqueológicas, fósiles desprovistos de capelos y múltiples antigüedades, pero al mismo tiempo albergaba un establecimiento para la venta de pollos rostizados que, seguramente, se contaminaban con las esporas de los fósiles y objetos antiguos. Así que no se sabía si aquello era una pollería o un museo comunitario. En conclusión, la mayoría de las regiones donde se localizaban estos pequeños recintos carecía de un sustento financiero de mediano y largo plazo, así como de un respaldo gubernamental que les permitiera sobrevivir de manera digna. Más allá del entusiasmo de los animadores culturales para fundar sus museos, la incertidumbre se apoderaba de esas iniciativas; resultaba poco probable que lograran consolidarse institucionalmente cuando incluso carecían de un lugar propio donde exhibir sus modestas colecciones. Por lo regular, tales proyectos terminaban siendo un pasatiempo para los promotores o vehículos para la promoción política de las élites locales durante sus campañas políticas. Un análisis inmediato indicó que el grupo animador del museo de Zóquite debía tomar un camino alterno, a contracorriente con la ausencia de planificación y la excesiva burocratización de las agencias encargadas de las funciones administrativas del sector educativo y cultural. A principios de 2004, miembros del comité animador, al cual me integré formalmente, nos inscribimos en un diploma-

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do de museología organizado por el inAH en el Museo de Guadalupe. Ahí conocimos a Víctor Hugo, quien contaba con alguna experiencia en museografía y arte religioso; al poco tiempo se integró a nuestro equipo como museógrafo designado. Mi interés por conectar comparativamente las tecnologías domésticas de medio oriente con el norte de México permanecía constante. Realicé otra consulta bibliográfica en la misma línea. Localicé un museo en Arabia Saudita que presentaba una museografía interior con barcazas utilizadas por los marinos mercantes árabes en el mar de Omán, así como construcciones habitacionales tradicionales de adobe bien iluminadas. Este museo nacional de Saudi Arabia en Riad estuvo a cargo del arquitecto Raymond Moriyama. Tomé nota de la museografía e hice apuntes de diversas analogías entre ese proyecto emplazado en los Emiratos Árabes y los posibles acentos museográficos que podrían desarrollarse en el de Zóquite. Me concentré en documentar las casas de adobe y sus diferencias de tamaño y volumen. Inicié, junto con Raquel Ruiz, una prospección en la comunidad para identificar habitaciones que tuvieran la tecnología de piedra caliche. En uno de sus recorridos, Raquel llevó a cabo registros fotográficos de una casa en construcción que dejó al descubierto una antigua edificación tradicional de piedra caliche color blanco a punto de ser derruida. Mostramos las fotos al comité y propuse construir dos fachadas en el interior del museo: una tradicional de adobe y otra de piedra caliche a escala real que en poco tiempo sería demolida; de esa forma se recuperaría museográficamente el patrimonio cultural extinto. Juan Román se encargó de los trabajos de edificación de ambas fachadas —a escala real—, que transcurrieron en dos etapas durante varios meses en la sala destinada a la exposición permanente.

Don Pedro, un hombre bajito y risueño de 84 años que había practicado múltiples oficios, transportó su fragua completa que aún usaba para forjar instrumentos de herrería agrícola y ganadera, a fin de que se exhibiera en el museo. Se colocó una base rectangular de madera y se emplazó, al centro de la exhibición museográfica, el fogón provisto del fuelle donde se calentaban los metales. Del aro metálico de una vieja rueda de bicicleta se ajustaba una reata que, al moverse con una manivela, fungía como propulsor. La composición final producía un extraño efecto visual de una obra surrealista que recordaba el ready–made de Marcel Duchamp. Don Pedro pasó varias horas admirando su fragua artesanal hechiza de madera, después de ser colocada sobre una base rectangular de madera, con todos los instrumentos de trabajo acomodados horizontalmente. Meses después, Víctor Hugo, junto con tres ejidatarios —don Nacho, Juanito y Conrado—, efectuaron un detallado trabajo de iluminación, la circulación de áreas con materiales orgánicos y la instalación de los objetos seleccionados para la exhibición. Sólo faltaba ponerle nombre al museo, don Pablo sugirió: «Yo quiero que se llame el ‹Museo del camaleón›, porque en este lugar hace mucho tiempo había mucho camaleón». La propuesta no fue apoyada porque ninguno de los ejidatarios se hallaba familiarizado con esos reptiles y otros nunca habían visto uno. Así que se designó simplemente como «Museo de Zóquite». El plan del comité contemplaba adiestrar a los futuros custodios y guías comunitarios: Pablo Román, Ignacio Sosa, Isidro Ortiz y Juan Román tomaron un curso de museografía en el Museo de Arte Abstracto «Manuel Felguérez», a través de un programa de capacitación del Servicio Estatal de Empleo (See). Semanas después José Luis González, instructor del curso, realizó una prueba final. Una de las preguntas fue «¿Cómo aplicarán los conoci-


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mientos aprendidos en el curso?» Cada uno respondió:

das, la intervención del gobierno se redujo a financiar la construcción del edificio e impulsar su emplazamiento. Si bien la asamblea comunitaria tuvo fuerza para mantener vivo el proyecto, se carecía de recursos para solventar su mantenimiento y contratación de personal. En lo concerniente a los presidentes municipales, no comprendían el alcance educativo y cultural del museo; los secretarios de cultura mucho menos; los burócratas educativos que visitaron el museo, en lugar de ofrecer su gestión institucional solicitaron a los encargados el material audiovisual con que contaban, así como los materiales investigativos realizados para el desarrollo del proyecto museístico. La comunidad comenzaba a dudar de la viabilidad del museo. El comité se sentía responsable de llevar este objetivo a sus propios límites; de tal forma que después de cuatro años, los ejidatarios, los lugareños involucrados y los miembros que participábamos en la ong, suscribimos un acuerdo para concretar las metas restantes con la conformación de una sociedad civil donde se integraron los sectores mencionados. El montaje de la exposición «Tierra Yerma», del fotógrafo francés Lino Dalle Vedove, produjo una experiencia distinta para el grupo animador; ello significó abrir la óptica cultural del museo iniciada con la exposición fotográfica de Guillermo García, «Toro, visión nítida» en 2003, para cuya temática taurina se dispuso construir en el interior de la sala de exposiciones temporales una pequeña plaza de toros como museografía. En el caso de «Tierra Yerma», Lino llevó a cabo un trabajo fotográfico en el valle de Uyuni en Bolivia, entre los indígenas aymaras, y propuso montarla en Zóquite con elementos museográficos adquiridos de materiales vegetales de la región. Una vez más los pliegues entre una cultura de región árida (sudamericana, en este caso) y la de Zacatecas, confirmaba

Ignacio Sosa: —A mí me gustaría permanecer en el museo porque como es comunitario puedo prestar mis servicios como guía. Juan Román: —Pues yo quiero participar en la terminación de las construcciones del museo. Isidro Ortíz: —Quiero instalar una vulcanizadora en Zóquite porque ese siempre ha sido mi sueño.

A pesar de tales contrasentidos en la concepción del proyecto, en junio de 2004 comenzó otra tarea más complicada: promocionarlo y llevar visitantes. Surgió entonces la duda de cómo trasladar a los turistas si no había posibilidad de contar con trasporte ni apoyo de alguna entidad gubernamental, tanto del sector educativo como del cultural. El modelo educativo autónomo propuesto por el Museo de Zóquite escapó desde el inicio a la visión de la cultura oficial, por lo que las agencias de gobierno denegaron el pago de extensionistas, veladores, custodios y finalizaron su participación con el argumento de que el proyecto tenía que ser auto financiable. Quienes conocían del movimiento administrativo de gobierno, sabían que ninguno de los siete museos oficiales del estado de Zacatecas gozaba de financiamiento propio, todos dependían del presupuesto gubernamental. Al paso de los meses el ingreso era mínimo, por no decir inexistente, y el guión museográfico permanecía a la espera de concluir el montaje definitivo. Comparé nuestra labor con la de un escritor, percibí que tanto el texto como la novela, el cuento o el ensayo, la museografía podría considerarse también un texto interminable, aunque había que ponerle fin en algún punto. En una ocasión expresó mi colega Andrés Hasler que la vida cultural en México estaba llena de iniciativas sin mañana. No obstante que las condiciones del museo estaban crea-

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la tesis museológica propuesta de que es posible sustentar una cosmovisión global de las diferentes regiones áridas del mundo bajo una transnacional y cosmopolita. Pero la presencia de un extranjero y la atmósfera museográfica de la exposición pusieron en funcionamiento la imaginación de los zoquitenses: se forjó el mito entre los pobladores de que el museo era propiedad de un francés, no del ejido. Tal situación significó remar a contracorriente con ese nuevo obstáculo, y refrendar los vínculos afectivos con su patrimonio cultural a través de exposiciones con un carácter histórico regional zacatecano. No obstante las dificultades, la af luencia de visitantes y viajeros se elevó de manera notoria por el impacto visual que proyectaban las exposiciones museografías que no se remitían a recrear la cultura local, sino a trascenderla territorial y mentalmente. Fue así como poco a poco comenzó a difundirse una opinión positiva del museo tanto en el estado como en otras entidades de la región centro norte del país. Ello obligó al grupo animador a reorganizarse institucionalmente para recibir a los grupos de escolares. No obstante que la visita de las escuelas rebasaba los limitados conocimientos pedagógicos en educación museológica, constituyó un aprendizaje educativo para el grupo animador; este hecho permitió poseer experiencia para organizar de forma más estructurada los recorridos subsecuentes. En ocasiones acudían alumnos de diversas escuelas al mismo tiempo y había que distribuirlos en distintas actividades. El ambiente escolar era estresante, pero los ingresos eran generosos y posibilitaban el mantenimiento provisional. Sin embargo, era inminente que la ong se podía retirar en cualquier momento y eso implicaba cortar los signos vitales de la organización comunitaria. Esta limitante puso a prueba la fuerza cultural del proyecto y la capacidad del ejido para asumir la dirección y organización interna del museo.

Para el verano de 2005 los conf lictos y las divisiones entre los integrantes entraron en un estado de tensión permanente ante la imposibilidad de que las dependencias culturales y educativas auxiliaran el movimiento cultural del museo. Pero en agosto del mismo año, el ejido ratificó la donación de 20 ha para el desarrollo del parque ecoturístico; además, en el ámbito nacional el museo obtuvo uno de los veinticinco galardones del fondo pYme. El proyecto museológico y museográfico fue seleccionado para representar al estado de Zacatecas en uno de los pabellones montados en el World Trade Center, en México, Distrito Federal (Fondo pYme: 2005), sin que ninguna autoridad gubernamental se molestara en entregar a las autoridades comunitarias la medalla otorgada al museo. Pese a lo anterior, el deficiente trabajo de organización comunitaria realizado durante cinco años divergía de la vocación experimental del proyecto museográfico. Estos dos frentes sostenían objetivos comunes con un espíritu desafiante al orden oficial, que consideraba a los museos comunitarios como espacios limitados cultural y territorialmente. El proyecto se confrontó con la propia cultura local, que a lo largo de la historia había dependido de las agencias estatales, así como de una política lumpenizada e integrada por ideologías decadentes. De ese modo, desarrollar un propósito de tal magnitud contrastaba con el bajo nivel económico y educativo en Zóquite. Una mañana de abril, mientras esperábamos a los niños para ingresar al museo, el propietario de una carnicería —cercana al campo deportivo— colocó dos altavoces en el techo de su casa de dos pisos, debajo de la cual se hallaba su local comercial. Encendió su aparato a todo volumen con música programada con spots publicitarios de su negocio. Sin importarle la contaminación auditiva que provocaba en su entorno, continuó propagándola hasta tarde. Así pasaron semanas y meses, el


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tablajero no paraba de emitir a diario su polifonía con un volumen cada vez más intenso, pues colocó además otros dos altavoces. Me formulé entonces: ¿quién puede ser más irracional?, ¿un sujeto imponiéndole su gusto a la comunidad?, ¿una comunidad insensible al ruido y mediatizada por la tecnología, indiferente al entorno natural y cultural de su propio terruño?; o nosotros, que generábamos un proyecto sin una plataforma estatal y municipal de políticas culturales y educativas orientadas al desarrollo de iniciativas comunitarias autónomas en regiones rurales. Tuve ganas de irme para no volver.

basan la intencionalidad de aquel hecho. Al erigir una experiencia educativa transcultural y dialógica entre el investigador y los sujetos nativos, la construcción intersubjetiva se halla mediada por el modo de hacer ininteligibles los significados, a través de sus proyecciones mutuas del ser «real» y de la persona construida socialmente:

Intersubjetividades No siempre las culturas subalternas abogan por conceptos morales como desarrollo cultural, recuperación de la memoria colectiva, escuela de calidad, identidad docente o por premisas sociales como museo comunitario y educación sustentable. La palabra subjetivo indica todo aquello que varía con el juicio, las costumbres y las percepciones, debido a ello la intersubjetividad debe tener cabida en las descripciones y los análisis etnográficos. En la problematización de la subjetividad etnográfica, el investigador está obligado a tomar la actitud del otro y sumergirse con él en una esfera interactiva común, una situación compartida en un plano de relación abierta; ya sea cuando se trata de las expectativas que posibilitan el ingreso del investigador a la cultura íntima y los intereses que muestre el otro para proporcionarle algún tipo de información mediante las experiencias cotidianas, dudas y deseos que pueden participar en común en la vida cotidiana. El encuentro no sucede rápidamente, requiere de un tiempo y un espacio que no es controlado por el investigador, pues se somete a circunstancias que escapan del control del proyecto y que, como en el caso descrito, re-

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La «persona» es por definición un ser multiaspectual, un ser con su propia historia, una material «neutral», un ser inacabado, inconcluso, abierto. La «persona» presta sus aspectos para formar el objeto de las posibles interpretaciones, pero ella misma no se reduce a ninguna interpretación (Jackorzinski, 2004, p. 115).

En el caso de los pasajes etnográficos presentados, se refiere el desafío que encara el sujeto investigador cuando intenta analizar un contexto local rural urbano para producir un diagnóstico sociocultural; un documento que servirá de base para la toma de decisiones en el desarrollo del programa educativo ambiental y cultural. El proyecto es al principio un agente externo a la comunidad, pero al verlo tangible ésta llega a asimilarlo por completo. Aunque en el proceso de diseño, concepción y conclusión de la obra museológica el etnógrafo y sus sujetos de investigación participan activamente, las relaciones entre ellos siempre son asimétricas. El primero formula y reformula los fundamentos teóricos de su propuesta inicial, luego descubre y reconstruye los hechos a través de una narrativa etnográfica para después convencer al grupo animador de que su trabajo museográfico tendrá un resultado eficaz, siempre que ellos colaboren en la construcción del proyecto. Son los habitantes locales quienes califican al etnógrafo y deciden si abrirán las puertas de su percepción, no al revés. Una de las reglas no escritas en el trabajo etnográfico es la delimitación del tiempo des-


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tinado a una investigación, que puede abarcar uno o varios periodos de campo. Sin embargo el tiempo es relativo, pues lo importante en esa experiencia es describir y analizar el contexto cultural para así explicar la cultura. En este caso fue necesario enfrentar un desafío adicional: producir junto con los miembros del comité animador una museografía con la que se identificara la comunidad local. Para ello se formularon combinaciones experimentales inspiradas en la cultura de medio oriente, así como en la óptica nativa transnacionalizada y transculturizada de los zoquitenses en torno a su patrimonio cultural. El proceso de aprendizaje cultural fue mutuo e interactivo, la convivencia adquirió una ref lexión significativa cuando los miembros del comité conocieron las realidades regionales de otras iniciativas museísticas comunitarias, también condenadas al fracaso. Las condiciones que determinaron el derrotero de esos museos pusieron en situación de alerta al grupo responsable de llevar a buen término el proyecto de Zóquite. A pesar de que el etnógrafo realizó metódicamente su trabajo científico y su labor educativa como museógrafo, no estuvo exento de sucumbir a las ilusiones metafísicas que cimentó de manera idealizada junto con el grupo promotor del museo. Para Jackorzynski (2004) la labor ontológica de distinguir entre hechos (hecho observado) y construcciones (construcción social) es crucial en el resultado del análisis etnográfico; el observador parte del principio de que no depende del modo de concebirla, mensurarla, imaginarla, criticarla, ésta se manifiesta como algo externo al sujeto que debe hacer inteligible mediante la percepción, el sentido común, la lógica y el lenguaje. Ello permite discernir las descripciones de las personas en los contextos que se presentan exteriormente al antropólogo (hechos), además de las personas vistas como individuos que son percibidos, explicados por el investigador que interpreta

y hace comprensible los acontecimientos. Al final, este sujeto retorna a su mundo y a su fuero interno porque su trabajo ha concluido de manera provisional. Sus posteriores visitas esporádicas darán continuidad a los lazos de amistad y solidaridad con las personas involucradas en aquella aventura cultural, pero su presencia carecerá ahora de una actitud etnográfica concentrada ante los hechos. Asimismo, Jacorzinsky señala que quien postula una complementariedad entre objetivismo —la definición del proceso científico como diálogo entre hipótesis y experiencia, método y teoría—, se sintetiza con la metáfora del «otro construido» o la persona comprendida como una construcción social. El complemento de ese objetivismo es el subjetivismo que conforma una tarea que traspasa tanto la construcción del objeto de investigación como la experiencia existencial de los estados subjetivos, ello envuelve al investigador para cumplir los objetivos cognoscitivos en la comprensión del otro. El ejercicio de encuentro y mutuo aprendizaje constituye una forma de clarificar la posición que tiene el etnógrafo en el trabajo de campo. La etnografía educativa puede asimilar nociones de la antropología que permitan desmitificar la práctica docente y deconstruir al sujeto escolar en un espacio de comprensión cognoscitiva y resultados prácticos, que se desprenden de la experiencia de aprendizaje compartido en un entorno de saberes formales y aquellos pertenecientes a la esfera del conocimiento local. La dimensión de la antropología educativa trasciende la experiencia etnográfica y sitúa el análisis en una perspectiva holística que posibilita al investigador elaborar generalizaciones puntuales sobre los hechos analizados.


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