Psicoanalisis y cultura

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volumen 8, número especial

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Psicoanálisis y cultura

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De lo no interpretable

a la sublimación vÍCTOR M AnUEL C AsTiLLO C ABELLO Universidad Autónoma de Querétaro

Introducción La sublimación, desde su formulación en la teoría freudiana, ha resultado ser un concepto paradójico; no sólo por la dinámica que implica sino por las vicisitudes presentes en su estudio. Para Freud se presenta como una de las formas de satisfacción de la pulsión que, a diferencia del síntoma neurótico, pasa por alto la represión buscando evitarse la desdicha producida por el malestar en la cultura. La pulsión logra satisfacerse en otro lado evitando el choque con las exigencias y los parámetros sociales como motores de la represión. En Introducción del narcisismo se le define como «proceso que atañe a la libido de objeto y consiste en que la pulsión se lanza a otra meta, distante de la satisfacción sexual; el acento recae entonces en la desviación respecto de lo sexual» (Freud, 2002, p. 91). A su vez, paradójicamente, posibilita el desarrollo mismo de la cultura al sostenerse en las «actividades psíquicas superiores», esas científicas, artísticas y/o ideológicas; siendo así una especie de satisfacción que no puede deslindarse de lo social, pues se trata de un rasgo destacado del desarrollo cultural. Con base en lo anterior y tomando a la sublimación como una de las vicisitudes de la pulsión, este artículo se centra en la producción artística y en el objeto que implica tal modo de satisfacción. Asimismo, se cuestiona la posibilidad del psicoanálisis de interpretar la producción sublimatoria, en específico la artística, dado que ésta no se trata de una formación del inconsciente. Finalmente, se enfatiza el lugar que la sublimación tiene como estructural dentro del psicoanálisis, y se diferencia el nivel al que le corresponde considerar la producción artística.


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La pulsión y su objeto Al analizar la sublimación resulta imprescindible retomar la pulsión. Concepto fronterizo entre lo anímico y lo somático, que no debe ser entendido como fuerza de choque sino como fuerza constante proveniente del interior de un organismo y que impone una exigencia de trabajo al psiquismo; lo que da razón de la imposibilidad de la huida frente a ello. Freud propone como uno de los elementos característicos de la pulsión al Drang, como la fuerza misma, su empuje. Elemento que Lacan rescata al formular sus teorizaciones. La meta es el Ziel, cuya satisfacción es mediante la cancelación del estado de tensión de su fuente. Otra es la fuente como proceso somático, representado en la vida anímica por la pulsión. Por último, el objekt, su objeto, es el elemento más variable de la pulsión dado que no se encuentra enlazado directamente con aquélla (Freud, 2002). El objekt es de carácter instrumental, lo que abre un abanico de posibilidades de satisfacción ya que cualquier objeto puede usarse para alcanzar la meta de la pulsión, incluso el propio cuerpo según Freud. Tal carácter está posibilitado porque el objeto que anhela la pulsión y lo constituye es otro, por lo que ninguno de esos posibles será suficiente. Lacan, en el seminario «La ética del psicoanálisis», lo distingue. Es entonces que resalta la importancia de hacer entrar al Das Ding desde un inicio. Se trata de ese objeto primordialmente perdido y que encontraremos como nostalgia. Dicho Ding resulta de una naturaleza diferente al objekt, dado que el primero se halla íntimamente ligado a la pulsión pero se presenta como ausente; literalmente no está, lo que tiene consecuencias. Si el objeto de la pulsión tiene sólo un carácter instrumental, pues el objeto al que aspira la pulsión es ese Das ding, habrá que considerar que la cancelación total del estímulo resulta imposible, ya que ningún objeto alcanza a llenar ese lugar.

La sublimación en la ética del psicoanálisis En el seminario aludido Lacan propone ir distinguiendo el campo del más allá del principio del placer como fuera del orden simbólico; el cual queda anudado a la función regulatoria del principio del placer. Su relación consiste en ser el tratamiento significante del goce de las exigencias pulsionales. A su vez, retoma la función del Es freudiano como receptáculo de las pulsiones y busca diferenciarlo del inconsciente estructurado como un lenguaje. Cabe recordar que la función del principio del placer es buscar el bien del sujeto, implicado en la búsqueda misma de la huella de un objeto perdido por la acción de la estructura del lenguaje. Así, se define como: La Cosa es aquello que de lo real, padece de esa relación fundamental, inicial, que compromete al hombre en las vías del significante, debido al hecho mismo de que está somentido a lo que Freud llama el principio del placer y, espero que sea claro en sus mentes, que no es otra cosa más que la dominancia del significante– digo, el verdadero principio del placer tal como actua en Freud (Lacan, 2002, p. 160).

Otro modo de aproximarse a la relación propuesta entre lo simbólico y lo real de la cosa es desde la perspectiva hegeliana–kojeviana, aludiendo a la célebre tesis «La palabra mata a la Cosa»; en tanto que el registro simbólico impide el encuentro efectivo, real, dado que el lenguaje ya está mediando ese vínculo. La única posibilidad de un encuentro es entonces por la vía del significante.

De un vacío Lacan dedica gran parte de su seminario al asunto de la sublimación. Jacques–Alain Miller ha nombrado a ese apartado «El problema de la sublima-


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ción». La sección expone la forma en que la escuela kleiniana entendía tal concepto. Tal perspectiva implica «una función restitutiva–reparadora; una reparación simbólica de las lesiones imaginarias infligidas por la agresividad esquizoparanoide al cuerpo materno» (Recalcati, 2011, p. 60). Sin entrar en especificaciones teóricas sobre lo propuesto por Melanie Klein, Lacan rescata el énfasis colocado en el vínculo del sujeto con la cosa materna: «La articulación kleiniana consiste en lo siguiente —el haber colocado, en el lugar central de das Ding, el cuerpo mítico de la madre» (2002, p. 131). Para ejemplificar lo anterior Lacan recurre a un caso clínico descrito en un artículo de Klein. Refiere a Ruth Kjär, de quien se describen elementos que anudan la existencia de determinada relación entre el objeto de la melancolía y el de la sublimación. La mujer tiene episodios de depresión, sufre la existencia de un vacío inextinguible. Ayudada por su psicoanalista logra casarse y los estados ceden durante un tiempo, sin embargo, en un punto específico reaparecen. La joven pareja posee una casa con una pared tapizada de pinturas del cuñado. En algún momento éste consigue vender uno de los cuadros, dejando un hueco, un espacio en la pared. Es ese el punto en el que las crisis de depresión melancólica vuelven a presentarse. La manera que encuentra para salir de aquéllas es pintando una obra lo más parecida a la del cuñado, lo que deviene en el cesamiento de las crisis. El cuadro representa a una mujer negra y vieja, tema del que se desprenderían otra serie de pinturas. Después de un tiempo añade el retrato de una mujer específica, su madre, quien aparece como joven, fuerte y bella. Klein realiza su interpretación a partir de la angustia primaria de Ruth, la relación de agresividad entre ella y el cuerpo materno, manifestada en las pinturas donde la mujer vieja aparece. Mientras que en el caso de la mujer joven y bella, simboliza a la madre como objeto de amor, restaurada sim-

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bólicamente de las agresiones imaginarias esquizoparanoides (Recalcati, 2011). Massimo Recalcati, en «La sublimación artística y la Cosa», subraya la idea de que Lacan rescata dos puntos esenciales. Se enlaza la solución sublimatoria a los vínculos del sujeto con la cosa materna, en vez de enlazarlos al Yo. No implica la buena o mala voluntad del sujeto en cuestión, sino de una relación más estructural. Muestra la proximidad entre el objeto melancólico y el objeto de la sublimación, en el sentido de que se trata de un objeto perdido y del cual no hay posibilidad de un reencuentro. Ello implica un vacío que será condición para la posibilidad de la sublimación. De esa manera se manifiesta que la condición del acto creativo tendrá que ver con la relación entre el sujeto y un vacío. Sobre el vacío cristalizado en la pared se adviene una serie de cuadros buscando un lugar. La sublimación sólo podrá efectuarse sobre el fondo vacío de la cosa. No consiste en una materialización del objeto materno, sino en objetos que buscan colocarse en ese espacio. Lacan alude «en toda forma de sublimación el vacío será determinante» (2002, p. 160)

Definición del arte como ordenamiento de un vacío Lacan refiere que en una visita que hizo a su amigo Jacques Prevert advitió una colección de cajas de fósforos, le pareció de lo más agradable debido a su colocación, ordenamiento y el hecho de que todas fuesen iguales. Ante tal apólogo, Lacan sintetiza cómo es que un objeto de uso sufre un proceso de transfiguración significante (Recalcati, 2011). La caja de fósforos es arrancada de su valor, su lugar como objeto de uso, y es puesta en otro lugar. Se arranca del signo y se eleva su función significante. Aparece para ordenar un vacío; esta idea


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implica la renuncia a la función del signo llevándose a nivel del significante mismo, al momento en el que el objeto de uso ya no es más aquello. El objeto adquiere una dignidad con la que no contaba. Es un índice del vacío, esa autre chose que representa a la cosa. Pues «Un objeto puede cumplir esa función que le permite no evitar la Cosa como significante, sino representarla, en tanto ese objeto es creado» (Lacan, 2002, p. 148). No se trata de que la colección de cajas de fósforos represente a la cosa, pues resulta irrepresentable; sino que circunscribe ese vacío, lo delimita, marca un borde. Así, el objeto de arte implica una determinada organización que bordea el vacío de la cosa en tanto que ésta es irrepresentable: «Todo arte se caracteriza por cierto modo de organización alrededor de ese vacío» (Lacan, 2002, p. 160). A su vez, tal objeto se desliga de la idea de que viene a simbolizar a la cosa, pues su estatuto es sólo el de un índice. Entonces, el objeto que resulta crucial para el entendimiento de lo que la pulsión y la sublimación como posibilidad de satisfacción implica es el «Das Ding, no el objekt. Das ding, en la medida en que el hombre, para seguir el camino se da placer, debe literalmente contornearla» (Lacan, 2002, p. 119). El objekt es aquel objeto que el sujeto encuentra pero en un registro distinto, el simbólico, y que al efectuar halla la no correspondencia. El punto donde siente que, en efecto, algo se le ha ido de las manos. De esta forma se manifiesta que la condición del acto creativo se asocia con el vínculo entre el sujeto y un vacío: La sublimación que aporta al Trieb una satisfacción diferente de su meta —siempre definida como su meta natural— es precisamente lo que revela la naturaleza propia del Trieb en la medida en que se relaciona con Das Ding como tal, con la Cosa en tanto que ella es diferente del objeto (Lacan, 2002, p. 138).

Para Lacan el arte consiste en un ordenamiento del vacío, donde hay que considerar la posibilidad de que un objeto cumpla la función, en tanto significante, de ser índice de la cosa sin evitarla, como creación. El proceso sublimatorio se define entonces como elevar el objeto a la dignidad de la cosa. Ello se asemeja a «La fuente» de Marcel Duchamp, ese objeto arrancado de su valor como utensilio y que al ser colocado en una galería de arte aparenta estar fuera de sitio. El objeto no es pues la representación, sino un índice. En ese tenor, Massimo Recalcatti (2011) afirma que la elevación de un objeto imaginario a la dignidad de la cosa, a través de una operación simbólica, no es una represión ya que la sublimación es un modo de «presentificar» la cosa sin hacerse destruir por ella misma.

Benedetto Croce y el arte como intuición Desde este horizonte es válido preguntar sobre el lugar que debe ocupar el arte y el objeto de su creación con relación a lo que el psicoanálisis entiende por sublimación. Para responder a ello es pertinente concebir al arte como ordenamiento de un vacío y su objeto como aquél elevado a la dignidad de la cosa. Benedetto Croce, filósofo y político italiano, aporta ideas al respecto en su libro Breviario de estética (1912), en él aborda temas relativos al arte y la creación artística desde un punto de vista no psicoanalítico. El tema con mayor resonancia dentro de la filosofía de Croce es la estética. Benedetto reivindica la absoluta autonomía del arte respecto a cualquier otra actividad humana. El arte es intuición lírica, absolutamente desinteresada y autosuficiente. Es una síntesis entre un contenido de carácter sentimental y una forma de carácter intuitivo. La intuición artística constituye un todo con la propia expresión:


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El arte es visión o intuición. El artista produce una imagen o fantasma y el que gusta del arte dirige la vista al sitio que el artista le ha señalado con los dedos y ve por la mirilla que éste le ha abierto, y reproduce la imagen dentro de sí mismo (Croce, 1967, p. 16).

La definición niega que el arte responda a lo que se considera como un fenómeno físico. No se trata de formas y colores, sonidos y silencios, fenómenos de calor o electricidad. Elementos que han sido cuantificables en el ámbito de las ciencias, de los que se ha buscado su reproducción y cuando se intenta llegar a la localización más fina de la causa, se han remontado a los átomos y al éter y como manifestación de un incognoscible. Los fenómenos físicos resultan, paradójicamente, ser del orden de lo irreal. Dado que ellos responden más a lo que se desenvuelve por su lógica interna y por el asenso común, no de una realidad, sino como la construcción de nuestro intelecto en relación con los fines de la ciencia (Croce, 1967, p. 18).

Croce, al definir al arte como intuición o visión, niega que tenga una dimensión utilitaria; sobre todo cuando ese carácter remite específicamente a lo que podríamos decir, producir placer, dolor o cualquier otra sensación. La estética que considera al arte como aquello que produce placer es la hedonista, y se encuentra ligada a lo cánones de la academia debido a que es correlativa con lo considerado bello o feo. Es necesario distinguir que el placer, en sí mismo, no tiene algo de artístico; si bien resulta ser el efecto de quien lo admira, o de quien crea. Debe destacarse además la negación del arte como un hecho moral. La razón principal es porque el arte no es un acto voluntario. Hay un elemento que escapa al acto de la creación, en tanto resulta imposible un grado de anticipación en el artista al momento de crear. Si algo se anticipa no se halla en el orden de lo medible o justificable. Se

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encuentra como una intuición, que no puede ser juzgada por un orden de lo moral pues no se rige mediante ello. En otro nivel Croce refiere «Una imagen artística podrá ser un acto moralmente laudable o censurable; pero la imagen artística, como tal imagen, no es ni laudable ni censurable moralmente» (1967, p. 21). De ese modo, rescata al elemento, a la imagen, separada de la acción creativa; asimismo, afirma que es posible juzgar a una imagen en tanto imagen, pues no se rige por ninguna clase de código civil o artístico. La producción artística adquiere valor en sí misma. La última negación que implica es que el arte se niega a tener carácter de conocimiento conceptual. Tal conocimiento tiene como principal fundamento distinguir la realidad de la irrealidad. Ahí donde los teóricos se preguntan y arman hipótesis sobre el contenido de la obra, revisando si es física o metafísicamente correcto o veraz. Croce añade, «pero intuición quiere decir precisamente indistinción de realidad e irrealidad, la imagen en su valor de pura imagen, la pura idealidad de la imagen». (1967, p. 23). La idealidad es entonces el valor principal del arte que lo diferencia de la conceptualización, de su valor de uso, del juicio moral y de cualquier teorización, a lo cual apunta «El arte se disipa y muere cuando de la idealidad se extraen la reflexión y el juicio» (1967, p. 24).

Conclusión Lo anterior permite reflexionar acerca del papel que hay que otorgar al objeto de la producción artística dentro del psicoanálisis. Es preciso rescatar lo que el arte le enseña a éste y no al revés. Croce subraya el valor de la imagen por sí misma, libre de toda conceptualización, ya sea teórica o de uso, es decir ver la «pura imagen». Vacía de sentido al objeto del arte, lo que coloca a la imagen a nivel


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del puro significante, de uno capaz de ser índice de la cosa. Es entonces que el objeto adquiere una dignidad que no resulta ser la original. La intuición debe entenderse justo en la elevación que implica la creación artística, lo que evidencia un vacío estructural por medio de un objeto. Habría que colocar aquí mismo a la sublimación y subrayar la imposibilidad de categorizarla, conceptualizarla o emitir alguna clase de juicio, ya sea en nombre de la academia o de la moral. Pues el arte enseña al psicoanálisis cómo la sublimación permite trazar la trayectoria de la pulsión en torno a un vacío y la posibilidad de su satisfacción; no en el encuentro con un objeto, sino en el propio recorrido. A su vez, el arte como intuición permite considerar que se trata de una función que se aleja de cualquier tipo de teorización, y mucho más sobre las que buscan contemplar al objeto creado como objeto de estudio, encontrándose con definiciones vacuas que intentan hacer signo de aquello elevado a la función significante. Este objeto, ahora índice de la cosa, no debe ser interpretado a nivel de una formación del inconsciente, ya que resulta en sí mismo una interpretación; ello implica omitir los juicios y buscar el sentido donde se presenta la creación. Para Croce el arte se disipa al momento en que se desea extraer de él cualquier clase de significación y explicación, ya sea por su materialidad o la metafísica que pudiese inspirar (1967). Por todo lo expuesto se concluye que el objeto resultado de la producción artística y la función que implica, resultan ser aquello no interpretable de la sublimación.

Bibliografía Croce, B. (1967). Breviario de estética. Madrid: Espasa/ Calpe. Freud, S. (2002). Obras completas. Buenos Aires: Amorrortu. Lacan, J. (2002). El seminario 7. La ética del psicoanalisis. Buenos Aires: Paidós. Recalcati, M. (2011). La sublimación artística y la cosa. En Las tres estéticas de Lacan (pp. 37–82). Buenos Aires: Ediciones del cifrado.


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Convergencia y divergencia entre Freud y Sloterdijk a propósito de Dios y la ciudad A LFREDO E MiLiO HUERTA A RELLAnO A LEJAnDRA C AnTORAL POZO Universidad Michoacana de San Nicolás Hidalgo

En Moisés y la religión monoteísta, publicado de manera íntegra en 1939, Freud analiza específicamente a la espiritualidad; retoma el tema de la novela familiar para adjudicarle el estatuto de «fuente de toda poetización»1. Los grupos o las constelaciones de relatos míticos e individuales que van de la Alta Estima por el padre hasta el desasimiento de su autoridad, dan cuenta de un movimiento de la historia espiritual de la cual Freud se esfuerza por demostrar; por un lado explica la articulación de la historia de los pueblos con la divinidad y, por otro, las consecuencias que el desasimiento de la autoridad paterna posibilitan en el sujeto. Encuentra una ley que es individual y universal: así como los pueblos en la Antigüedad también los individuos poseen potencial para desasirse de una posición masoquista con respecto a un poder autoritario que lo oprime; no se trata del tema de la recapitulación, sino de un deseo imperioso e indestructible a través de los siglos que es verdadero y particular. La convicción que recorre el tejido del argumento es que el monoteísmo, al erigir a un Dios único, realiza el movimiento de «dar un paso más» en lo que Freud llama una historia de la espiritualidad; no sólo comprende establecer un Dios sino además el movimiento de su instauración como Dios–símbolo. Así, la proclamación del dios de Israel en el Deuterónimo, «Oye, Israel, Jehová, nuestro Dios, Jehová, uno es», enfrenta a Freud conVer Orozco M. y Huerta A. (2007). Entfremdung. UARiCHA. Revista de psicología, (9), 31-38. La posibilidad de la novela familiar como fuente de los mitos y las sagas está impulsada por el movimiento de los sentimientos hacia los padres, en particular hacia el padre; los mitos son el reflejo de las constelaciones temáticas de la estructura de aquélla.

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tra un problema muy sensible. Si bien la pascua, nos dice, se ha instituido para conmemorar el glorioso éxodo que partió de Egipto, no habrían en el tiempo de Moisés, dada la precariedad que sufría su pueblo, signos claros que dieran testimonio de que el pueblo judío fuera el elegido por la divinidad: «En el presente, los signos a favor de Dios eran harto mezquinos, los destinos del pueblo indicaban más bien que éste no contenía Su gracia» (Freud, 1996) Ante esa situación plantea ¿qué hizo que el dios no fuera, como los antiguos dioses o reyes que no cumplen con la función de asegurar la dicha de su pueblo, destruido?, ¿por qué el pueblo de Israel dependía más y más sumisamente de su dios mientras peor era tratado? Lo que Moisés habría dado a su pueblo sería algo más que la conciencia de ser el elegido, un factor adicional que radica en la forma misma de la representación de Dios. El don que Moisés otorga a su pueblo es el de la representación de un dios más grandioso; y a quien participara en la recepción del don, la gracia de compartir algo de esa grandeza. Al comparar la facticidad material de Yahvé con los dioses constructores de ciudades babilonias, se observa una franca desigualdad que en términos de poder favorece a éstos. La selección de las técnicas virtuosas de construcción y los materiales, y por ende la resolución de desafíos arquitectónicos de esa talla, evidencian una forma divina no tanto en su grandiosidad abstracto–representativa como la de Yavhé, sino fría y concreta como los muros (Browning, 2006). Por su parte, Sloterdijk (2004) advierte la capacidad de los babilonios en su oficio, quienes no requerían de la magia para conseguir grandes efectos. La narración bíblica sobre las construcciones del enemigo babilónico devela en él un deseo de construcción exacerbado; es ahí como, en términos de Sloterdijk, se revela el «meollo teológico». La teotécnica que exhiben esas construcciones mues-

tra que los hombres participan de la voluntad divina, y que Dios se manifiesta tanto a través de imágenes o reliquias como en edificios y murallas. Se trata entonces de un esquema teotécnico de grandes dioses constructores, quienes no podrían entenderse sin la ciudad: «Quien construye así ayuda a los dioses a manifestarse» (Sloterdijk, 2004, p. 255) La arquitectura mesopotámica celebra a una divinidad que, a ojos de aquellos que no están en condiciones de competir con esas edificaciones, aparece como hybris repulsiva. El dios de Israel no igualó nunca a esos grandes dioses constructores, no estuvo a la altura dice Sloterdijk. La tesis de ese autor refiere también, como la de Freud, el argumento de una salida que se asocia con la objetividad de la forma en la que se manifiesta la divinidad, sino con el sortilegio y el artificio de la creación de una representación de Dios; con ese plus que Moisés le agrega en el don que le habría entregado a su pueblo y que termina por modificar lo que Freud llama la historia de la espiritualidad, lo cual reestructura la relación de la espiritualidad con la verdad. Sloterdijk añade: Y si había de afirmarse de él, no obstante que era el único y todopoderoso, había que encontrar un método para superar las demostraciones babilónicas con medios que no tuvieran que ver con la construcción de ciudades. El dios judío se especializa a continuación en predecir y esperar el ocaso de las ciudades extranjeras soberanas, ya sea que estas perezcan por conquista externa o por fallas de construcción o por catástrofes ecológicas. Yahvé concede que las murallas proceden de infieles, que al construir tenían falsos dioses ante los ojos, pero da a entender inequívocamente que la fragilidad de las murallas proviene de él. De ahí puede desarrollarse un nuevo modo de decir la verdad: la manifestación profética de grietas en los muros de los otros. Este es el rasgo fundamental de la teología antibabilónica del judaísmo: deconstructio perennis (2004, p. 256)


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La empiria sensible de la demostración sucumbe ante la profecía del juicio de las grietas en los muros ajenos, lo que implica que el dios de los judios -grandioso más por su abstracción que por sus evidencias- renuncia a las construcciones propias y se conserva siempre como el observador que mantiene la interdicción de no rebasar sus límites. Según esta forma de la verdad cualquiera puede ser capaz de deconstruir lo que le venga en gana, sobre todo si en la operación se señala la debilidad y se busca la grieta clave para derribar la demostración. Deconstruir es aquí señalar las grietas en el muro ajeno, pero renunciando a las construcciones propias. Si bien para Freud significaría un triunfo de la historia del espíritu o del espíritu sobre la Historia, la interdicción silenciosamente enunciada mediante la prohibición de traspasar los límites, ésta dará todo su carácter de estasis —de castración de la satisfacción pulsional— a la neurosis. Con base en ello, ¿es un triunfo de la vida espiritual el desplazamiento del espíritu sobre la sensualidad, del movimiento que va de ella a la representación de un dios ausente en tanto que es símbolo en la imagen? La respuesta depende del lugar del psicoanálisis en esa serie o historia de desplazamientos. Hay una interpretación que opta por lo que podría nombrarse una salida sádica. En una nota marginal del texto de Sloterdijk se lee:

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Tal aseveración se asemeja sólo un poco a la tesis freudiana. El psicoanálisis que inventó Freud no es un espiritualidad ni está cargado con el peso del sado–masoquismo de la tesis de Sloterdijk, tampoco es deconstrucción.

Conclusión Al sostener en Moisés que el pasaje del politeismo al monoteismo es un sublime paso más en la historia de la espiritualidad, Freud no considera que el monoteismo es el momento en el que se entroniza un Dios más verdadero y que, por lo tanto, los anteriores dioses eran ídolos falsos venerados por pseudoreligiones. Dicho paso consiste en la producción de un dios–símbolo, que en cierta medida apunta al desasimiento del pueblo a ese dios: la simbolización rompe con el objeto o integra al objeto al conjunto de los significantes. Pasar de los dioses concretos al dios–símbolo implica si no la muerte de Dios sí un cambio de localización del mismo. Los dioses se habrían mudado bajo la forma de un dios a los suburbios del significante, abriendo con ese movimiento múltiples posibilidades.

Bibliografía Browning, W. (2006). Diccionario de la Biblia. Guía básica

En la historia del monoteísmo existe un pugna entre

sobre los temas, personajes y lugares biblicos. Barcelona:

la posición sádica (activa) y la masoquista (observado-

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ra) por el acceso privilegiado a la verdad. Está fuera de toda duda que el cristianismo, siguiendo el modelo judío, hizo que prevaleciera retórica y pedagógicamente, el masoquismo de los incompetentes frente al sadismo de los competentes; en consecuencia, la humildad aun sin obras, se ganó la reputación de conducir aún más cerca de Dios que el orgullo. Esta es la razón de por qué no pueden esperarse del lado cristiano y judío contribución alguna a una teoría positiva de la ciudad de poder» (2004, p. 258).

Freud, S. (1996). Moises y la religión monoteísta (vol.

xxiii).

Buenos Aires: Amorrortu. Sloterdijk, P. (2004). Esferas (vol. II). Madrid: Siruela.



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Conjeturas borgeanas acerca de la escritura:

una apreciación psicoanalítica C ARLOs L EOBARDO JAiMEs DÍAZ Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo

¿El narrador de la historia es quien la escribe? Jacques Lacan Otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullece las que he leído. Borges El inconsciente es algo como el aleph de Borges. Alain Miller

Ahondar en el Grafógrafo de Salvador Elizondo podría resultar peligroso y baladí, un riesgo de quedar encerrado en esa escritura enigmática y laberíntica, en posibilidades cuasi infinitas de planos escriturales.2 Bajo este supuesto es necesario desentrañar lo sepultado bajo la letra y la escritura para hallar alguna posible lectura. Tal hecho se presta para pensar en Borges también como (una) ficción3. Esa es una de las tantas posibilidades a las que remite su nombre, pues él se configuró en cuanto a su lectura, y sobre todo, en lo referido en y para sus textos. Así, los laberintos, el espejo y la escritura son factores fundamentales en su obra. Los juegos escriturales son determinados por sus precursores ante los espejismos que «Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo y también puedo verme ver que escribo […] También puedo imaginarme escribiendo que ya había escrito que me imaginaría escribiendo que había escrito que me imaginaba escribiendo que me veo escribir que escribo» (Elizondo, 1972, p. 9). 2

Esta afirmación corresponde a una deducción que aparece en Magias parciales del Quijote, donde Borges al cuestionarse por los efectos de referencia de la obra dentro de la misma obra, supone que «si los caracteres de una ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros, sus lectores o espectadores, podemos ser ficticios (Borges, 1952, p. 47). 3


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se desbordan entre la ficción y la realidad, la falsedad, la dualidad y lo infinito. Borges, quien retoma ideas de Thomas de Quincey, indica que todo aquello que se escribe (al menos en la literatura) ya fue escrito anteriormente, y el sentido de dicha repetición implica un entramado y complicado juego de escritor–lector. En «La biblioteca de Babel»4 (1941) retoma ese sentido: «la escritura metódica me distrae de la presente condición de los hombres. La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma» (Borges, 1941, p. 99). La escritura resulta ser una puesta en acto ante el registro de lo real que aparece en la mediatriz del orden del que escribe. Una creación en la inmediatez de la letra muestra la producción de la cual parte el sujeto, que a su vez es el producto del lenguaje y el efecto del inconsciente; aunque «lo escrito no es primero sino segundo respecto de toda función del lenguaje y que, no obstante, sin lo escrito no es en modo alguno posible volver a cuestionar el resultado más importante del efecto del lenguaje como tal» (Lacan, 1971, p. 59). Lacan señala en el Seminario 20 la función de lo escrito en su relación con la función del análisis, donde especifica la diferencia que existe entre leer la letra y leer. El aspecto que se conmemora cobra sentido al momento de interrogar la función de lo escrito. Si bien, él se jacta que sus propios Escritos no son para ser leídos; relación que se auspicia entre lo que se escribe y lo que se dice se consagra en el soporte [material] de la letra. La suerte que se encuentra en los artificios borgeanos apuesta por la directriz que pueda consolidarse en la palabra. Es así que el gaucho se anticipa a esa suerte de apotegma en que la escritura resignifica al autor y al lector, donde ambos se conjugan ante el efecto de la lectura. De esa maneLos textos que se aluden son Ficciones (1941–1944), El Aleph (1949) y El libro de arena (1975). A continuación sólo se mencionarán los nombres de los cuentos que se abordan. 4

ra el relato «La muerte y la brújula» puede pensarse como «una parábola que demuestra que la lectura es siempre una suerte de reescritura» (Bloom, 1994, p. 476). Borges se percata de las implicaciones de escribir, y sin dudarlo, pero sin evitarlo, incurre ante su efecto y al hecho de quedar sepultado bajo la letra misma. En el cuento «La busca de Averroes» enuncia: Sentí, en la última página, que mi narración era un símbolo del hombre que yo fui, mientras la escribía y que, para redactar esa narración, yo tuve que ser aquel hombre y que, para ser aquel hombre, yo tuve que redactar esa narración, y así hasta lo infinito (Borges, 1949, p. 127).

El sentido de la letra en la obra borgeana se desprende quizá ante la inmediatez de la palabra en cuanto a cierta configuración que permite una lectura, quien realiza dicha proeza puede configurarse como el autor de lo que se está leyendo. De ahí que «el temor a lo que Freud denominaba la novela familiar y a lo que podríamos llamar la novela familiar de la literatura confina a Borges a la repetición, a una excesiva idealización de la relación escritor–lector» (Bloom, 1994, p. 480). Se entiende que la letra es el soporte material del significante, «soporte material que el discurso concreto toma del lenguaje» (Lacan, 1957, p. 475); y que es ésta la que se lee, aunque lo escrito no sea para ser comprendido. Sin embargo, en la literatura no se lee la letra a pesar de que se encuentra en el origen. Se escribe porque hay algo que sigue insistiendo pero no se transmite: «nada es comunicable por el arte de la escritura» (Borges, 1949, p. 86). Al momento de leer esa letra, soporte material del significante, la significación adjudicada se estipula por el lector, que mediante el artificio de la lectura podría quedar encerrado bajo el peso incesante de la letra y de la repetición que se auspicia en el escribir: leer bien es también una forma de reescritura. Además, el significante no es precisa-


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mente lo que se escucha, no es un asunto que incumba a los oídos, por el contrario, Lacan especifica que es lo que debe de ser leído, de tal suerte que lo «que se diga queda olvidado tras lo que se dice en lo que se escucha» (Lacan, 1972–1973, p. 24). Es preciso suponer que la cosmogonía de Borges se funda en el lenguaje, en esa suerte de adscripción a la palabra que designa al mundo, ya que «en todo uso del lenguaje, existe la oportunidad de que se produzca lo escrito» (Lacan, 1972–1973, p. 46), en tanto que la palabra «produce hechos» (Lacan, 1971– 1972). De ese modo «La biblioteca de Babel» 5 resulta una metáfora del universo que demuestra el referente de la lectura de la letra, el efecto de lo que pudiera hallarse en dicha escritura permitiría dar algún sentido imaginario a cierta significación. Asimismo, El libro de arena demuestra que los efectos del discurso se estructuran de una manera infinita en esa inscripción del universo simbólico a través de una suerte de escritura; donde lo escrito mismo, en cuanto se distingue del lenguaje, muestra que éste se interroga desde lo escrito en la medida en que lo escrito no lo es, pero que no se construye, no se fabrica más que por su referencia al lenguaje (Lacan, 1971, p. 60). El artilugio conjetural de ambos relatos, y en específico del segundo, confabula una demostración de las múltiples interpretaciones a las que se presenta el corolario de la significación que se desprende en el efecto de escritura, donde cada significación sólo puede remitir a otra significación. No obstante, tal aspecto se predispone por una no– comprensión de lo que se lee. Lacan refiere que la letra surge primero del mercado, «que es típicamente un efecto de discurso» Al final del cuento aparece una breve nota con un comentario que realiza Letizia Álvarez Toledo, señala que «la vasta Biblioteca es inútil, en rigor, bastaría un solo volumen, de formato común, impreso en cuerpo nueve o en cuerpo diez que constara de un número infinito de hojas infinitamente delgadas» (Borges, 1941, p. 100). La reflexión advierte el sentido de lo que treinta y cuatro años después se consagraría como El libro de arena. 5

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(1972–1973, p. 48). Borges había expresado ya esa implicación en «La lotería de Babilonia», donde el sesgo de la lotería, a modo de inscripción escritural de intercambio, articula la interacción de nexo que determina el lenguaje. El hecho resulta en una analogía, la lotería como el corolario del vínculo que se da por medio del lenguaje. Dicha posibilidad se entrama de la siguiente forma: «a medida que el lenguaje se hace más funcional, se vuelve impropio para la palabra, y de hacérsenos demasiado particular pierde su función de lenguaje» (Lacan, 1953, p. 287) En «La escritura del dios» (1947) Borges establece la particularidad de leer el mundo, donde quizá se localice la palabra que falta en el orbe simbólico. Además existe la posibilidad de enunciar aquella palabra que podría situarse en el referente lacaniano de la verdad, la palabra que se colocaría en el lugar del S1, ya que según Lacan (1972–1973) lo bueno de cualquier efecto de discurso es que está hecho de letra. En el relato se narra cómo Tzinacán, preso en una celda circular, descubre la lectura de la letra absoluta en un jaguar. Tal vez sea esa peculiar forma de leer el mundo donde «la letra revela en el discurso lo que no por azar o sin necesidad, se llama gramática. La gramática es lo que del lenguaje se revela en lo escrito» (Lacan, 1972–1973, p. 58). Respecto al cuento de «El Aleph», Julia Kristeva lo define como «narración de la desmesura, del sin límite, de lo impensable, de lo insimbolizable» (1980, p. 35). El Aleph representa, si es posible hablar de una representación, la totalidad que acarrea el lenguaje en cuanto tal; ese símbolo de lo infinito se redoblaría a medida que se describe en una serie de pliegues infinitos sobre sí mismo, pues «cada realidad se funda y se define con un discurso» (Lacan, 1972–1973, p. 43), entonces el discurso cobraría sentido en la referencia a otros discursos. La analogía se manifiesta nuevamente en el objeto Aleph cuando éste aparece referido so-


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bre sí mismo hasta lo tras–infinito, aunque como otro que se desmiente en su condición de original y primero. Este sentido de la escritura bien puede especificarse como un límite, un litoral, ya que presenta un encuentro entre lo real y lo simbólico. El sentido de la letra a medida de que es escrita, permite el acceso de lo real al orden de lo simbólico. Es decir, «la función del escrito en tanto creación, es el movimiento de encuentro con lo imposible, instancia de la letra como litura de goce» (Mangifesta, 2004, p. 98). La letra, al romper con su sujeción imaginaria, de hallarse en el terreno del litoral pasa a cobrar efectos en lo literal (Lacan, 1971). El corolario de lo que expone Borges en la escritura, ya sea a manera de cuentos o de ensayos, adquiere un símil con Lacan relativo a los referentes de la letra, la escritura y la lectura en la posibilidad de arraigo que existe en quien lee; ello constituye una nueva suerte de reescritura, donde las interpelaciones de los palimpsestos permiten configurar un sentido ya no de quien lee sino de quien realiza la escritura, y que no por eso resulta ser el artífice de tal proeza. Finalmente cabe puntualizar «si lees a Borges a menudo y con atención, te vuelves un tanto borgiano, pues leerle es activar una conciencia de la literatura en la que él ha ido más lejos que ningún otro» (Bloom, 1994, p. 481).

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Historia de la maternidad L AURA HERnÁnDEZ M ARTÍnEZ Universidad Autónoma de Zacatcas

Si bien el acto biológico de procrear ha existido siempre, la maternidad ha cambiado a lo largo de la historia de la humanidad. A continuación se realiza un breve recorrido histórico de las representaciones sociales que se le han atribuido a la maternidad en las diferentes épocas. Los griegos veneraban y adoraban a la diosa madre. Píndaro la veneraba como Gran Madre, Diosa venerable y venerable madre, incluso le había dedicado un culto y una estatua. La madre o «Grande» como se le calificaba en Esparta, era honrada como madre de los dioses en Atenas, Corinto, Laconia, Mesenia, etcétera. En el siglo v a.c. el ateniense Solón celebraba a la gran madre de los dioses. Según se percibe existía una gran variedad de nombres para designarla, sin aclarar si se trataba de un conjunto de diosas o de una diversidad de formas de llamar a una gran diosa materna (Duby, 2001). Expertos en religión griega antigua señalan que la Gran Madre es ante todo un arquetipo. Por su parte, Neumann (1982) menciona que es una imagen interior eternizada en la psique y para la organización psíquica a la vez un centro de unificación inalterable. La mayoría de las diosas procrearon, sin embargo, ninguna se caracteriza por ejercer de forma entregada su maternidad. Aparecen en los mitos de Gea, Rea, Hera, Deméter y Cibeles y se asocian a la fertilidad tanto femenina como de producción agrícola, pero no se les reconoce como madres amorosas, tiernas o dedicadas al cuidado y a la atención de sus hijos. Para Shinoda (1998) Deméter es el arquetipo de la madre, representa el instinto materno, nutricio y generoso dispuesto a dar; encuentra gran satisfacción en cuidar y proveer, por lo que posee la cualidad de la persistencia materna. Una madre es aquella que ante la enfermedad de un hijo no se rinde jamás, negándose a ceder ante la enfermedad o el dolor. Según la mitología, Deméter era la madre más generosa, ayudó a criar a Demofonte, donó a la humanidad la agricultura y las cosechas; las mujeres que siguieran su ejemplo serían generosas y brindarían cuidados físicos y emocio-


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nales no sólo a sus hijos sino a toda la humanidad. Sin embargo, es importante resaltar que ese amor materno surgió después de que raptaran a su hija, es decir, cuando estuvo en peligro de muerte. Aunque el fin principal de las mujeres griegas era la maternidad, ninguna diosa parecía encarnar esa función femenina. Ello evidencia que el ejercicio de la maternidad de éstas más que de abnegación o dedicación exclusiva era de ausencia y descuido. En la Edad Media hubo poca documentación sobre «productividad femenina». Tomás de Aquino señala que la mujer fue creada sólo porque el hombre la necesitaba para la procreación, y así tener hijos que pudieran ser sus herederos. Por ello, a partir del siglo xii en los linajes que comienzan a expandirse sólo destacan las mujeres que se han dedicado a la maternidad, lo cual equivale en la nobleza a tener muchos hijos y ser una buena esposa (Duby, 2001). Cabe subrayar que por mucho tiempo la mujer fue considerada un ser inferior al hombre; en Grecia y Roma tenía como función principal la reproducción, la crianza y el cuidado de los hijos. Debido a que en esas culturas eran comunes el infanticidio, la exposición y el aborto, la representación social de la maternidad solamente implicaba parir sin plena responsabilidad de su bienestar. Para el siglo xv las madres tenían como función principal corregir a sus hijos e instruilos religiosamente, deberían moldear el alma de los niños, reprimir sus faltas con dulzura y rigor transformándolos en ministros del culto. Al padre le correspondía la enseñanza de los hijos, ya que la mujer tenía muy poco que enseñar. El amamantamiento era una de sus principales funciones de la madre, quien no lo hacía era vista como un monstruo, acusada de insensible, egoísta y cruel (Duby, 2001). Meler (2001) indica que en el Antiguo Régimen el sistema político se caracterizó por una monarquía absoluta; eso generó que a nivel familiar la

concentración del poder recayera en el padre, por lo que la mujer y los hijos quedaban doblegados a su autoridad. Asimismo, el trato que se le daba a los hijos no era igual, el mayor tenía un rango más elevado y se cuidaba el vínculo con él, podía ser criado en casa mientras que los hijos menores eran enviados al campo con nodrizas que recibían un salario por realizar esa función; las hijas eran educadas en conventos donde podían quedarse toda su vida o salir para casarse en matrimonios arreglados previamente por sus padres. De acuerdo con Badinter (1981) el amor maternal y abnegado que la sociedad ha impuesto a la mujer está determinado por circunstancias culturales y personales. Sostiene que en el siglo xvi la función de la madre se reduce a transmitir a los hijos la autoridad del padre, se percibe aversión al amamantamiento, e incluso la muerte de algún hijo no provoca dolor. Concluye que la madre carece de un amor natural para sus hijos, pues obstaculizan la búsqueda de su dignidad en el reducido mundo social en el que se les permite participar; tal fenómeno inicialmente urbano se va extendiendo a todos los estratos. Es hasta mediados del siglo xviii que inicia un periodo influido por el discurso filosófico, político y económico; el mercantilismo destaca el crecimiento de la población, por lo que la vida del niño es revalorada. Se pregona la felicidad y la igualdad, de manera que el poder del padre pierde fuerza; la base de la felicidad es la familia, de ahí la relación madre–hijo. El Estado fomenta ese acto y aumenta las responsabilidades de la madre hacia los hijos siempre en pro de su bienestar. Lo anterior genera la división de funciones: la madre cuidaría de la salud del niño y el padre de su educación moral. Así se da paso al nuevo rol de la mujer, una madre que de forma desinteresada hace todo por su hijo: lo amamanta, cuida su higiene, sufre por él cuando enferma. Ante ello la sociedad crea el estereotipo de una madre santa.


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Durante la época clásica en Roma la maternidad es un hecho biológico que únicamente involucra a la mujer, por lo tanto, dentro del universo simbólico sólo se le otorga el valor de madre (Marrades, 2002). Desde la prehistoria su figura es la misma, siempre en el seno de la familia, casada en una ocasión pero madre de un gran número de hijos. En la Edad Media la maternidad continúa siendo obligada para aquellas que desean participar del mundo profano, puesto que la mujer que no es noble, monja o madre legítima, no tiene ningún valor en la sociedad feudal. Para el siglo xiv la maternidad se asocia cada vez más al dolor; los subsecuentes siglos están marcados por la desintegración de las familias, pues a causa de la carencia económica los hombres salen de sus hogares en busca de trabajo. Para el siglo xix en Francia el tema de la maternidad se politiza y el trabajo de la mujer es necesario en el florecimiento del capitalismo. A raíz de la Revolución francesa, la filosofía de la Ilustración, las ideas sociales del protestantismo y el traslado de las cuestiones privadas de las mujeres al ámbito político, se sientan las bases de las causas feministas. En 1837 en Norteamérica, con la Asociación Nacional de Mujeres, se cuestiona la maternidad, lo que significa nuevas oportunidades (Lartigue, 1996). El estado encuentra en la familia un modelo moral: el hombre es la máxima autoridad a la que se hallan sometidos madre e hijos. Ese tipo de organización social permea la reflexión filosófica occidental y el discurso político moderno que se instituye como conciencia de la sociedad (Ponce de Leon, 1994). En opinión de Lagarde, la maternidad: Idealiza para las mujeres las vivencias contenidas en la procreación, en la crianza y cuidados directos personales, les asegura que a través de la maternidad encontrarán el sentido oculto para sus vidas, obtendrán gratifi-

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caciones materiales y simbólicas, vivirán la forma más valorada de amor y serán felices. Esta cultura no devela el contenido real de la maternidad con sus contradicciones, sus conflictos, su carga de trabajo y abandono del yo misma. Tampoco otorga recursos a las mujeres para asumir de manera voluntaria la maternidad, ni para enfrentarla en mejores condiciones, si deciden andar por ese camino (1994, p. 19).

En la actualidad la mujer desempeña otras actividades dentro del ámbito laboral; sin embargo, la maternidad se forja y se vive distinto dependiendo el contexto socio–histórico de cada familia. Lagarde menciona: La maternidad es el substrato social, cultural y político que organiza para millones de mujeres un modelo de vida y una cultura conformados por actividades, por relaciones y jerarquías sociales, personales e íntimas, comunitarias, nacionales. Todavía ahora, el sentido de la vida de todas se define en torno a la maternidad, para muchas de manera exclusiva; para otras, que son cada vez más, la maternidad coexiste con otras prioridades. Así de manera diversa, la maternidad es parte aguas de la identidad de género y de la vida cotidiana de las mujeres (1994, pp. 21–22).

Existen posturas contrarias, por ejemplo Simone de Beauvoir (1949) afirma que la maternidad es una de las molestias del cuerpo femenino y un impedimento para el pleno desarrollo. McLaren (1976), Badinter (1981), Ariés (1987) y Ferro (1991) constatan que los contenidos de la maternidad y los modos de ser madre han variado históricamente y con ello la percepción del valor y las funciones atribuidas a los niños y a la infancia. Riquer (1996) sostiene que cualquier contenido de la maternidad se construye socio históricamente sobre la base de tres elementos: a) determinadas condiciones materiales, b) contextos específicos de relaciones sociales, c) discursos que integran el


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campo de fuerzas antes referido. Los contenidos de la maternidad se crean y modifican con lentitud, además dentro de una misma sociedad difieren a pesar de que exista un modelo dominante. La maternidad se representa con base en los discursos y las relaciones sociales que implican condiciones materiales específicas. Estas últimas permiten una representación social del concepto transmitido a cierto grupo social. Cabe mencionar que a lo largo del tiempo han existido las buenas madres, pero también aquellas que no quieren a sus hijos al extremo de abortarlos o abandonarlos; sin embargo, el modelo dominante ha sido el primero. La buena madre surge en europa hacia el siglo xvii y se consolida en el xix, circunstancia que posibilita la fragmentación de grupos domésticos como unidades de producción, reproducción y consumo. Los descubrimientos relacionados con la anatomía y la fisiología femenina y masculina rigen el concepto de maternidad y la visión de la infancia como una etapa que requería cuidados especiales (Riquer, 1996). En el siglo xix y xx se acentúa la conformidad de la mujer en su función de madre, puesto que se trata de un fenómeno determinado por la naturaleza. Autores como Freud incluyen dentro de ésta los rasgos de la buena madre (Badinter, 1981). Es en el Renacimiento cuando se atribuye a la mujer una bella apariencia, posteriormente los pensadores ilustrados le conceden bondad, cualidad moral que le brindaría la oportunidad de cuidar de otros. En el xix con el conservadurismo se retoma la idea de que la mujer no necesita excitación sexual, con la consolidación del modelo de buena madre termina desexualizada y desapasionada (Porter, 1993, citado en Riquer, 1996). Concerniente a México existen dos prototipos principales de la maternidad, en principio la virgen de Guadalupe cuyos símbolos se multiplican: amor, bondad, pureza, generosidad, buena madre asexuada. Este ideal parte de un mito gestado des-

de la conquista y se ha transmitido a través de la historia. En seguida, la figura de la Malinche, mujer ultrajada, utilizada, sometida, devaluada; metafóricamente se le ha descrito como la madre de los mexicanos, en opinión de Paz es la «chingada». Según la historia se trata del mestizaje a partir de la traición de la Malinche a su propia raza; se interpreta como una violación de su etnia materna, lo que daña su lenguaje, sus costumbres y su cultura (González, 2002). A la Malinche también se le concibe como llorona, pues por su traición se le ha negado el descanso y ha sido condenada a llorar eternamente. Simboliza a la madre capaz de matar a su propio hijo ante la amenaza del padre por llevárselo (González, 2002). En sí, la representación social de la madre en México es vista de forma ambivalente: el amor antepuesto a la maldad. Esto último se ha transformado de acuerdo con el contexto, la situación política y el modo de producción económica (Meler, 2001). Al igual que Riquer (1996), cuando se piensa en el modelo de la buena madre debe concebirse a las madres reales con bondad o carente de ella debido al contexto. En México, la edad, la etnia y el nivel socioeconómico definen ser una «buena madre». Finalmente, la mujer no siempre ha ejercido la maternidad de la misma manera, ha pasado por etapas donde su interés principal no siempre han sido los hijos. Entonces, no es de extrañar que la mujer actual, la mujer que trabaja fuera de casa, decida como sus antepasados renunciar, descuidar o complementar el cuidado de sus hijos con otro tipo de actividades, donde de modo paulatino va ganado espacios.

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