Psicoanalisis y malestares

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volumen 8, número especial

Investigación Inv Inve s ig st i ac aciió ión ón

CIENTIFICA CIENT CIENTI IFICA FICA

diciembre 2014,

Psicoanálisis y malestares

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La conceptualización freudiana del síntoma

como respuesta al malestar

C aRLOs a LBERTO GUERRERO vEGa Universidad Autónoma de Querétaro

Introducción La propuesta de Sigmund Freud en torno al síntoma tiene diversas variables y vicisitudes; cada una corresponde a su ejercicio clínico, modificando y construyendo el concepto alrededor del fenómeno que se le presentaba. La transformación en la estructura del concepto responde a un cambio en el modo en que practicaba la clínica; sin embargo, es comprensible que su obra y trabajo intentan objetivar aquello que se encuentra en lo subjetivo. Esta práctica, misma que remite al ejercicio de la clínica y su nacimiento, en Freud es evidente en distintas afirmaciones: «El sentido de los síntomas es por regla general inconsciente» (Freud, 2012a, p. 255) y «el sentido del síntoma reside, según tenemos averiguado, en un vínculo con el vivenciar del enfermo» (Freud, 2012a, pp. 246–7). Si bien el síntoma tiene un estatuto presuntamente inconsciente, la interpretación del analista lo designará para otorgarle un sentido. Es conocido el hecho de que en la clínica es la observación o «la mirada» la que brinda ese sentido; por ende, se buscará el origen clínico en el que se formó Freud, en seguida se procederá a una clínica propia del psicoanálisis. A continuación se presenta un esbozo de un proyecto de investigación más amplio cuyo propósito es indagar en el ejercicio clínico realizado por Freud para efectos del psicoanálisis. La intención es descubrir de qué manera la construcción del síntoma como concepto, desde su base médica hasta su apreciación en el psicoanálisis, interfiere en la noción de una clínica psicoanalítica y en su transmisión.


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Malestar y respuesta El ser humano se siente amenazado por el malestar, además su avance como civilización ha partido de éste. La experiencia más inmediata es el malestar que nos causa nuestro propio ambiente al hallarnos en desventaja física; como dolientes de varias carencias, nos vemos envueltos en un sufrimiento constante respecto a las condiciones del entorno. El hombre se hace de artificios para poder combatir lo que le aqueja, pero el exterior siempre será constante y cambiante. El mismo malestar podemos hallarlo en una perspectiva quizá más próxima, en una piedra en el zapato, claro ejemplo de que ni siquiera el avance tecnológico industrial del calzado puede detener lo imprevisible ni sus consecuencias. Este exterior constante al que se alude no es el único origen del malestar humano; Freud, en Malestar en la cultura (1930) por ejemplo, puntualiza los peligros que acechan a la especie humana. El primero es la naturaleza, incierta y hostil; el segundo es el cuerpo y sus afecciones endógenas y exógenas; el tercero está constituido por las relaciones siempre insatisfactorias con sus semejantes. Del segundo siempre se manifestará cierta incomodidad, como es el caso de las secuelas de las inclemencias del medio ambiente en el organismo y las enfermedades que se desarrollan. El origen de la medicina se asocia necesariamente a esta segunda fuente como la aplicación de técnicas específicas que ayudan a menguar un determinado malestar, y su consecuente transmisión como un saber a otros individuos. Michel Foucault propone que «en el alba de la humanidad, antes de toda vana creencia, antes de todo sistema, la medicina, en su integridad, residía en una relación inmediata del sufrimiento con lo que lo alivia» (2012, p. 83). Lo anterior remite a la simple acción de cambiar de posición, si acaso la postura anterior (estar sentado, parado, acostado) podía generar desde una incomodidad hasta un sufrimiento. Insiste

que es una relación de «instinto y de sensibilidad, más aún que de experiencia» (2012, pp. 83–84) por lo que no se recurría a un saber escrito o especializado, ni siquiera a una observación objetiva. Se cometían acciones concretas a fin de reducir el malestar y éstas en su primer nivel de relación social, pasaban de padres a hijos: «Antes de ser un saber, la clínica era una relación universal de la humanidad consigo misma» (Foucault, p. 84). Posteriormente, ese saber inauguraría una de las disciplinas más antiguas de la humanidad, la medicina, entendida como una respuesta a ese malestar.

Freud: médico y clínico Freud inventa al psicoanálisis con la finalidad de dar respuesta a un malestar, un sufrimiento que imperaba en su época: la histeria. Algunas mujeres sufrían de diversos síntomas, como parálisis, convulsiones, irritabilidad, entre otros y no existía tratamiento que condujera a una cura lograda. El problema radicaba en el método clínico que era insuficiente para diagnosticar la enfermedad desde su origen con entera certeza. Meynert, maestro de Freud, trabajaba particularmente con enfermos mentales, entre ellos se encontraban las histéricas. La histeria representaba un gran enigma. Desde Hipócrates persiste la dificultad en localizar su causa; se argumentaba que tal vez se asociaba con un útero desplazándose a lo largo del cuerpo, hecho que ocasionaba malestares y estragos en la mujer. Es prioritario distinguir entre la clínica y la medicina. La primera es el estudio de la enfermedad, sin necesariamente buscar una cura, aparte de indagar sobre las causas que la producen, entrega una descripción adecuada; la segunda ocupa el saber de la clínica y de la ciencia a fin de brindar la cura que a la clínica no le compete. Distintos docentes contribuyeron en la formación de Freud respecto al método clínico, para fines


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de este trabajo sólo se revisarán a Theodor Meynert y Jean–Martin Charcot Meynert (1833–1892) fue un psiquiatra alemán considerado como «el mayor anatomista del cerebro» (Roudinesco, 1999, p. 25). Brinda una explicación anatomo–fisiológica a las perturbaciones mentales. La anatomo–fisiología es el método de observación de la forma y la función del cuerpo humano; emplean también este método Brücke y Nothnagel. Antes de su viaje a París, Freud concibe el origen de la histeria como orgánico, similar a la explicación anatomo–fisológica; sin embargo, el tratamiento y la nosografía no bastaban para encontrar una cura al malestar de las histéricas. Charcot (1825–1893) por su parte, se centró en un método anatomo–clínico, definido como «método de observación médico, cuyo objeto es reconocer en el individuo vivo, con la ayuda de signos precisos extraídos de la exploración física, las modificaciones patológicas de los órganos profundos» (Fresquet, 2005). Lo anterior le permite dimensionar una causa distinta en los fenómenos histéricos. Con el uso de la hipnosis, Jean–Martin reproducía los síntomas histéricos en los pacientes, concluyó que el origen de la enfermedad no radicaba en el órgano, por lo que era catalogada como una enfermedad nerviosa. Freud descubrió en este método una forma más ágil de examinar la histeria, pero al detenerse en su etiología como nerviosa se enfrentó a varias dificultades. La neurología de Charcot sostenía que la causa de tales estados nerviosos, ligeros o graves trastornos funcionales, provocaban parálisis orgánicas. Freud interroga la tesis de Charcot sobre la lesión cortical, con la que dilucidaba la histeria. También hace ver cómo a pesar de los avances en los métodos de exploración de su época, la medicina no lograba encontrar daño alguno en las estructuras del cuerpo: «Muchos rasgos de su cuadro patológico nos disuaden de esperar que alguna vez, con medios de examen más finos, pudiéramos comprobar alteraciones capaces de provocar la enfermedad» (Freud, 2011b, p. 117).

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Freud se enfrenta a una dificultad de carácter clínico. Los métodos de los que parte son insuficientes para determinar una causa concisa del origen de la histeria y su localización. Del método anátomo–clínico de Charcot heredará el diagnóstico diferencial, de ahí que en su artículo «Algunas consideraciones con miras a un estudio comparativo de las parálisis motrices orgánicas e histéricas» (1888) lleva a cabo una clínica diferencial, sustentada en los métodos antes descritos. Efectúa además una comparación entre la nosografía neurológica y la anatomía con relación a la histeria y sus parálisis. Distingue las parálisis histéricas de las parálisis orgánicas, éstas comprenden afecciones perifero–espinales, subyugadas a las reglas de reacción y funcionamiento establecidas por la neurología, en contraste con las parálisis histéricas donde tales reglas no pueden verificarse. Otorga un carácter nervioso a la enfermedad y putualiza lo siguiente: En efecto, según le he oído decir a Charcot, la histeria es una enfermedad de manifestaciones excesivas que tiende a producir sus síntomas con la mayor intensidad posible. Es un carácter que no se muestra solamente en las parálisis, sino también en las contracturas y las anestesias. Bien se sabe a qué grado de distorsión pueden llegar las contracturas histéricas, que casi no tienen parangón en la sintomatología orgánica. También se sabe cuán frecuentes son en la histeria las anestesias absolutas, profundas, de las cuales las lesiones orgánicas sólo pueden reproducir un débil esbozo. Lo mismo vale para las parálisis. A menudo son absolutas en grado extremo [...] el brazo paralizado está absolutamente inerte, etc. [...] Por el contrario, se sabe que en la parálisis orgánica la paresia es siempre más frecuente que la parálisis absoluta. La parálisis histérica es, entonces, de una delimitación exacta y de una intensividad excesiva (Freud, 2011c, pp. 201–2).

A continuación surge una interrogante que inaugurará un proceso indagatorio visible en su obra: «¿A qué se debe que las parálisis histéricas, no obs-


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tante simular ceñidamente las parálisis corticales, diverjan de ellas [...] y a qué carácter general de la representación especial será preciso referirlas?» (Freud, 2011c, p. 204). A lo que aducirá: «La respuesta a esta cuestión contendría una buena parte, e importante, de la teoría de las neurosis» (Freud, 2011c, p. 204) . En ese sentido, «la histeria se comporta en sus parálisis y otras manifestaciones como si la anatomía no existiera, o como si no tuviera noticia alguna de ella» (Freud, 2011c, p. 206). Lo anterior confirma que la causa de las parálisis histéricas es muy distinta de la anatomía del sistema nervioso. Este último argumento hace pensar en la localización de otro cuerpo, otro aparato, que rebasa el entendimiento anatómico del periodo. Se trata de una manera de aceptar, implícitamente, una ruptura con la tradición clásica de la medicina moderna, entendida como la promotora del denominado «paralelismo psico–físico», anunciado como «lo anímico [...] comandado por lo corporal y dependiente de él» (Freud, 2011b, p. 116). Una vez esbozado el método de observación empleado por Freud con la intención de ubicar el origen de la histeria en otro lugar, es indispensable ahora localizar el para qué. Más que un trabajo teórico pretendía encontrar la cura a esa enfermedad. Aunque ya se explicó el tránsito de su tradición médica a una clínica, es necesario profundizar en dos elementos más: la relación entre la clínica y la conceptualización del síntoma de este otro cuerpo, y el invento del tratamiento adecuado para la histeria.

Cabe mencionar que habrá una repercusión distinta en cualquier otra clínica, debido al modo en el que el psicoanálisis tratará la conceptualización del síntoma.

Síntoma y medicina

Síntoma como concepto

En medicina, el síntoma refiere a un acontecimiento subjetivo pues el propio paciente lo señala, a diferencia de los signos que en la clínica aluden a lo cuantificable o conmensurable mediante diversos métodos. El término es fundamental en la construcción de la nosografía, puesto que se trata de una manifestación clínica, concreta de la noción de

En 1893 Freud inicia una conferencia en el Club Médico de Viena de la siguiente manera: «Los fundamentos más directos para la génesis de síntomas histéricos han de buscarse en el ámbito de la vida psíquica» (2012d, p. 29). Esta aseveración hace una ruptura crucial con la psiquiatría, la cual localizaba la causa en los fenómenos físicos o nerviosos. En

patología o enfermedad. Aunque el paciente remite sus síntomas, es el clínico quien los retoma, reorganiza o descarta a fin de establecer un diagnóstico. Así, signo y síntoma constituyen lo que se conoce por semiótica, subdisciplina de la nosografía que en conjunto con la etiología, la patogenia, la nosobiótica y la patocronia conforman el campo de la clasificación y descripción de la enfermedad. Este modo de abordar al pathos, le permitía al médico contemplar y reunir señales que en su cúmulo reflejaban una enfermedad específica. Su objetivo primordial es la eficiencia del diagnóstico y del tratamiento, se deja de lado el discurso de la idea del paciente sobre su padecer por considerarse una creencia que obstaculiza la cura. En este punto el aporte de la clínica freudiana devela que en el síntoma, incluso en medicina, se percibe cuando algo no funciona bien no obstante la ausencia de signos: Desarrollé la idea de que la psiquiatría clínica hace muy poco caso de la forma de manifestación y del contenido del síntoma individual, pero que el psicoanálisis arranca justamente ahí y ha sido el primero en comprobar que el síntoma es rico en sentido y se entrama con el vivenciar del enfermo (Freud, 2011a, p. 235).


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el curso de su elaboración teórica es imposible hacer caso omiso de una posición del síntoma como signo. Si bien, el estatuto del origen del síntoma ha cambiado desde su inicio en la disciplina médica, la lectura clínica que «todo síntoma es signo» (Foucault, 2012, p. 131). se mantiene. Es pertinente rastrear la noción de signo que Freud comienza, puesto que en ningún punto de su obra lo declara o lo define cabalmente. En adición, es necesario hacer un recorrido de la conformación del síntoma como concepto a lo largo de su obra, pues los encuentros clínicos y las elaboraciones teóricas derivados de los casos que atendió, suponen un cambio en su postura. En «Fantasías histéricas y su relación con la bisexualidad» (1908), Freud enumera en una lista un grupo de definiciones en torno al síntoma: 1. Símbolo mnémico de ciertas impresiones y vivencias (traumáticas) eficaces. 2. Sustituto del retorno asociativo de esas vivencias traumáticas. 3. Expresión de un cumplimiento de deseo. 4. Realización de una fantasía inconsciente al servicio del cumplimiento de deseo. 5. Sirve a la satisfacción sexual y figura una parte de la vida sexual de la persona (en correspondencia con uno de los componentes de la pulsión sexual). 6. Retorno de una modalidad de la satisfacción sexual que fue real en la vida infantil y desde entonces fue reprimida. 7. Compromiso entre dos mociones pulsionales o afectivas opuestas. 8. El síntoma asume la subrogación de diversas mociones inconscientes no sexuales, pero no puede carecer de un significado sexual. De este modo, registra en condiciones observables al método psicoanalítico los fenómenos psíquicos y ubica un origen del síntoma con relación a una enfermedad. Como ejemplo, en «Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico» (1914), Freud insiste: «El que a la luz de la experiencia adquirida en los últimos veinte años relea aquella historia clínica redactada por Breuer [...] colegirá con facilidad la verdadera interpretación de esa formación de síntoma» (2012e, p. 11). Pese a encontrarse en un

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lugar distinto en el psicoanálisis al que tradicionalmente se le otorga en medicina, la mirada del clínico objetiva tal síntoma y lleva al estatuto de signo el malestar del paciente, es decir, signa, en pos del saber que oculta, al síntoma. Posteriormente, en la 27ª conferencia (1917), asocia al síntoma con el psicoanalista que se encuentra en su interior en posición particularmente ventajosa, porque es uno mismo el que, en calidad de objeto, está situado en su centro. Todos los síntomas del enfermo han abandonado su significado originario y se han incorporado a un sentido nuevo, que consiste en un vínculo con la trasferencia (Freud, 2011f, p. 404).

Anticipa otra dimensión de la neurosis de transferencia e inaugura una nueva línea del tratamiento psicoanalítico en función de los avatares de la transferencia. Ello constata que el sentido que Freud otorga a ese concepto y aquel que evoca como formación del inconsciente, varía según el contexto (un contexto clínico), mismo que no puede reducirse a una última expresión perteneciente al sentido unívoco. El ejercicio de la clínica psicoanalítica muestra que el invento freudiano (la teoría psicoanalítica y su método clínico) proporciona al síntoma una dimensión que no existía antes de su instauración. Después de Freud, el síntoma para el psicoanálisis, es el síntoma en tanto que posible de ser escuchado. Fabián Schejtman postula que en opinión de Freud «el síntoma comporta un mensaje desconocido —inconsciente— para el sujeto que lo padece» (2006, p. 63). Ese mensaje ignoto, presente en el síntoma, es el que la interpretación analítica busca descubrir. El movimiento crucial hecho por Freud es haber establecido que a ese sentido no puede accederse más que por un proceso que se asemeja en todo al modo en que se descifra un jeroglífico. Tal aproximación parte de las dificultades clínicas con las que se enfrenta, así como de la Medicina de su época.


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Puesto que Freud no aclara ni enfatiza en una definición de signo ni de clínica, se parte de las ideas sobre semiótica expresadas por Foucault en El nacimiento de la clínica (1963) donde sitúa al signo como el síntoma mismo, pero «en su verdad de origen» (2012, p. 133). Así, es posible tomar la noción de clínica proporcionada por Foucault como agente de comparación para entender la establecida en el psicoanálisis freudiano. En el mismo texto, Foucault plantea la idea de que el síntoma «se convierte en signo bajo una mirada, sensible a la diferencia, a la simultaneidad o la sucesión, y a la frecuencia» (2012, p. 132), ello remite a la idea acerca de la originalidad que supone el dispositivo analítico inaugurado por Freud, en el que la escucha adquiere una función principal. Se constata que el concepto de «mirada» se emplea no únicamente sobre lo que está en el campo de la vista, sino que puede incluir sin mayor problema el de la escucha. La originalidad del tratamiento freudiano radica en que para ese momento la escucha proporciona un sentido distinto al síntoma. No era reciente el hecho de otorgarle gran relevancia a la palabra del enfermo (Bleuler y la medicina en Suiza ya lo hacían), pero sí lo era el brindarle un sentido adquirido sólo bajo el oído del analista. Esta afirmación presente en Foucault, que convierte al síntoma en signo, incluso mediante el oído clínico del psicoanalista.

sis se realiza en el transcurso de las dificultades clínicas con las cuales la disciplina hace impasse. Frecuentemente se pretende hacer caso omiso del pasado médico de Freud, pero trabajos como los de Ola Andersson o Maria Dorer han demostrado que su teoría está muy influenciada por su formación académica y clínica. Remitirnos a esos orígenes posibilitan seguir el camino que este analista trazó para dar cabida a su método.

Bibliografía Foucault, M. (2012). El nacimiento de la clínica. México: Siglo xxi. Fresquet, J.L. (2005). La mentalidad anátomo clínica. Recuperado de http://historiadelamedicina.org/ment_anat.htm Freud, S. (2011). «Algunas consideraciones con miras a un estudio comparativo de las parálisis motrices orgánicas e histéricas, 1888». En Obras completas (vol. i). Buenos Aires: Amorrortu. Freud, S. (2011). «Tratamiento psíquico (tratamiento del alma) 1890». En Obras completas (vol. i). Buenos Aires: Amorrortu. Freud, S. (2011). «17ª conferencia. El sentido de los síntomas». En Obras completas (vol.

xvi).

Buenos Aires:

Amorrortu. Freud, S. (2011). «27ª conferencia. La transferencia, 1917». En Obras completas. Buenos Aires: Amorrortu. Freud, S. (2012). «Sobre el mecanismo psíquico de fenómenos histéricos, 1893». En Obras completas (vol. iii). Buenos

Conclusiones

Aires: Amorrortu. Freud, S. (2012). «Contribución a la historia del movimien-

Se cree que la clínica psicoanalítica exhibe una forma distinta, al de la clínica médica, de signar al síntoma. En los albores del psicoanálisis, Freud propuso un aparato psíquico, enteramente ilocalizable por la neuroanatomía, o la medicina de su época. No obstante, persistió en integrar su disciplina al de las ciencias contemporáneas. Por tanto, logró situar distintos conceptos que dan forma a la teoría psicoanalítica. La construcción de conceptos dentro del psicoanáli-

to psicoanalítico, 1914». En Obras completas (vol.

xiv).

Buenos Aires: Amorrortu. Freud, S. (2012). «Fantasías histéricas y su relación con la bisexualidad, 1908». En Obras completas (vol. ix). Buenos Aires: Amorrortu. Roudinesco, E. (1999). La batalla de cien años. Historia del psicoanálisis en Francia. Madrid: Fundamentos. Schejtman, F. (2006). La trama del síntoma y el inconsciente. Buenos Aires: Del Bucle.


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El dolor a partir de la impedimenta agresiva del superyó

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M aRÍa L aURa sanDOvaL a BOYTEs GaBRiELa GaLinDO MORaLEs Universidad Autónoma de Querétaro

Introducción Uno se siente culpable cuando ha hecho algo que discierne como «malo». Pero en seguida se advierte lo poco que ayuda semejante respuesta. Acaso, tras vacilar un tanto, se agregue que pueda considerarse culpable también quien no ha hecho nada malo, pero discierne en sí el mero propósito de obrar de ese modo; y entonces se preguntará por qué el propósito se considera aquí equivalente a la ejecución (Freud, S. 1930 [1929], p. 120). Ahora bien, ese sentimiento de culpa es mudo en el enfermo, no le dice que es culpable; él no se siente culpable sino enfermo (Freud, S. 1923, p. 50).

La noción del superyó presente en la formación del síntoma se encuentra apostada con un sello particular a la problemática de la culpa. El superyó ocupa un lugar central en la clínica, denostando que en la relación del hombre con la ley y del hombre con la violencia, interna y externa, se dibuja en una topología de borde. Como sugiere Gerez Ambertín (2003), él está siempre en el límite entre el ello y el mundo exterior, entre el ello y el Edipo, entre la pulsión y la formación del inconsciente, entre el deseo y el goce. No es exagerado afirmar que justamente debido a su amplitud y complejidad, el superyó asuma fases tan controvertidas y genere tantos malentendidos. Se destaca que el superyó no solamente avasalla al yo, sino que co– manda de forma impasible a lo peor. Se trata de insistir de forma implacable en la subjetividad. Si bien una lectura de «El yo y el ello» indica un superyó heredero del complejo de Edipo, la propuesta de esta alocución se basa en dos citas menos referenciadas de este libro:


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CIENTIFICA Mientras que el yo es esencialmente representante del mundo exterior, de la realidad, el superyó se enfrenta como abogado del mundo interior, del ello (Freud, S. 1923 p. 37). [...] Descender de las primeras investiduras de objeto del ello, y por tanto del complejo de Edipo, significa para el superyó algo más todavía [...] lo pone en relación con las adquisiciones filogenéticas del ello y lo convierte en reencarnación de anteriores formaciones yoicas, que han dejado sus sedimentos en el ello, y puede subrogarlo frente al yo (Freud, S. 1923 p. 49).

Entonces no hay una sola herencia del superyó, sino dos, quizá la menos observada es esta última, el superyó como heredero de ello. ¿Cómo entender una instancia que responde a los requerimientos del ello, al tiempo que atiende las más elevadas exigencias del alma en la escala de valores morales?, ¿qué papel juega el síntoma y el dolor en todo esto?, ¿podría el dolor ser resultado de la agresividad del superyó?, ¿de qué manera se vincula la culpa con la impedimenta agresividad de esta instancia? A partir de estas interrogantes se establecerá la función del superyó y sus dos herencias: la del padre y la de la culpa como punto clave o impedimenta en la generación del dolor.

La noción del superyó El tomar a la letra el «superyó» como «heredero del complejo de Edipo», deja de lado textos como El malestar en la cultura, y consigue de esa manera un «superyó bueno». Gerez Ambertín es enfática cuando subraya que esta cita tendría que leerse con su complemento: «El superyó es heredero del complejo de Edipo por la suplencia de la falta ante la Ley» (1993). En 1923 Freud propuso el superyó (Über–Ich) literalmente sobre el yo o por encima del yo, con la publicación de El yo y el ello, dentro de la estructura teórica de la segunda tópica. La traducción al cas-

tellano (heredera a su vez de la inglesa), es un tanto desafortunada debido a que al utilizar el prefijo «súper», se le otorga cierto viso de superioridad respecto al resto de las instancias, incluso casi como si se tratara de un juicio de valor, que puede ir en menoscabo del mismo vocablo. Freud al encontrase frente a sus nuevos descubrimientos clínicos, particularmente en aquellas entidades donde el dolor puro, el sufrimiento, se detiene en el sentimiento de culpabilidad inconsciente, como es el caso del duelo, o en la culpa particular de sujetos con neurosis obsesiva o melancólicos, de tal suerte que brinda un lugar especial al superyó. Aquí es posible abusar del carácter censor y represor del superyó, además, no hay que perder de vista que, desde los primeros escritos de Freud sobre el aparato psíquico, esta instancia diversa del yo, auspiciada en sus orígenes por la consciencia moral o Gewissen, es responsable del surgimiento de ideas de culpa, reproches, autocríticas y no se encuentra al servicio de la organización de la realidad. En ese sentido, la segunda teoría del aparato psíquico (compuesto por el yo, el ello y el superyó) se remonta al periodo de la desaparición del Complejo de Edipo, el cual llega como una interdicción a la realización del deseo incestuoso que los padres imponen al niño, por lo que el yo del niño permanece bajo un conjunto de exigencias morales, que en adelante el sujeto se impondrá a sí mismo: «El superyó es el heredero del complejo de Edipo y el subrogante de los reclamos éticos del ser humano», con el complemento de «por la suplencia de la falta ante la Ley» (Freud, 1979, p. 55). En la teoría psicoanalítica se denomina en el superyó a esa autoridad parental internalizada en el momento del Edipo, incluso de diferencia en el yo como parte de él. ¿Qué es lo que en realidad se trasmitió en el Edipo? El superyó es la huella psíquica y duradera de la solución del principal conflicto de la escena edípica. Este conflicto cuya sali-


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da será la resolución final del drama, consiste en la oposición de la Ley que prohíbe y la supuesta consumación del incesto. En opinión de Nasio (1996) ese conflicto no se sitúa entre la Ley interdictoria y el deseo incestuoso del niño, sino entre la Ley y la satisfacción impensable, es decir el goce que significaría la realización de dicho deseo. La ley no prohíbe el deseo, prohíbe exclusivamente la plena satisfacción de ese deseo, es decir, prohíbe el goce. El conflicto de cual resulta el superyó no se sitúa entre la Ley y el deseo, sino entre la Ley y el goce absoluto. El niño por miedo a ser castrado se resigna a la prohibición parental y acepta renunciar —con temor y odio— a concretar su deseo, mas no por ello queda el deseo suprimido. Al someterse el niño a la prohibición quiere decir que asimila la ley y la hace psíquicamente suya; una parte del yo se identifica con la figura parental interdictoria mientras que la otra continúa deseando. Así, el niño se vuelve capaz (al precio de desdoblarse) de enfrentar la Ley interdictoria, lo que da paso a la constitución de lo que se denomina el superyó; en consecuencia, es a la vida psíquica, no sólo la huella permanente de la Ley de prohibición del incesto, sino también el asegurador de la repetición a lo largo de la existencia, lo que marca para el niño la salida del Edipo. Sin embargo, esta instancia se ubica también en una dimensión primaria: No es posible reducir la ‹instancia critica›, homologada en muchas ocasiones a la consciencia moral y a la censura a todo campo de las identificaciones, pues se trata de un más allá del inconsciente que ancla sólo en la identificación fundante del sujeto (Gerez Ambertín, 1993, p. 46).

Se trata de una identificación sostenida en la incorporación del padre primordial, y es incorporado porque desde ahí deja oír su eco crítico. El superyó como esa instancia crítica entre el complejo materno y paterno, pese a la importancia

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del complejo materno, sólo la palabra del padre es la que significa lo prohibido. La instancia crítica o consciencia moral (Gewissen) ni paterna ni materna, sólo es un residuo inadmisible del incesto y del parricidio. Da cuenta de las fallas del padre, las cuales remiten desde la culpa a un pecado original, resto irremediable que llama a las voces del superyó. Sin dejar a un lado el superyó como heredero del complejo de Edipo, comprende que su su origen no es a partir del sepultamiento de éste, sino que permanece establecido como una instancia crítica en el discurso de la cultura. Proponer una «instancia crítica» desde el padre permite advertir no sólo sus paradojas sino también las del superyó. De ese modo, se evita la imagen de entender un superyó con un padre escondido en el hijo, que ejerce una afanosa vigilancia. Asimismo, expresa un goce masoquista relacionado con el castigo Pegan a un niño. Exteriorización mezclada de un intento de seducción y aniquilamiento con culpa concurrente. Se trata de una confesión de incesto y parricidio que en un mismo e insistente berrinche y en un solo acto bifurca deseo (como llamando al Otro) y goce (como sometimiento masoquista que convoca castigo). El superyó, al ser heredero del ello, por su ligazón con el padre terrible, perverso y demoníaco que instiga desde el meollo pulsional, es a la vez heredero del Complejo de Edipo, en lo que respecta a la suplencia del padre en tanto incidencia de la Ley del Padre Muerto. La Ley del Padre Muerto es una ley sostenida por la dureza de un excedente pulsional, que empuja desde un imperativo convertido en voz que se hace oír gozando. Freud sostiene que después de la matanza de ese padre cruel, que se apropia de todas las mujeres surge una figura vengativa y feroz, una «moción maligna», denominación que aparece como pre–nombre del superyó: Originariamente, vale decir, al comienzo de la contracción de la enfermedad, la amenaza de castigo recaía,


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CIENTIFICA como entre los salvajes, sobre la persona propia; en todos los casos se tuvo miedo por la propia vida; sólo más tarde la angustia de muerte fue desplazada sobre otra persona, una persona amada. El proceso es bastante complicado,

do el principio de exogamia y la prohibición del incesto. El crimen funda la Ley, sobre la base de una deuda simbólica; se une la aparición del significante, con el lenguaje y con la ley.

pero lo abarcamos en su totalidad. Por lo común, la base para que se forme la prohibición es una moción maligna —un

Cómo no habría de reconocerla Freud, en efecto, cuando

deseo de muerte— hacia una persona amada (1980, p. 77).

la necesidad de su reflexión le ha llevado a ligar la aparición del significante del Padre, en cuanto autor de la Ley,

El padre prefigura la ley primordial, un padre al que se le mata y se le llora, por el cual se eterniza la ambivalencia al complejo paterno de que se aniquile y se sostenga al padre. De aquí deriva la incorporación caníbal, que permite la identificación de un fragmento del poder del padre. El amor por el padre muerto instaura el arrepentimiento y la culpa común de los hermanos a la manera de un lazo social; sin embargo no todo es amor, es igualmente odio al padre asesinado, es temor a su venganza, a su revancha. Este padre de la horda en Tótem y tabú es colocado en el lugar de Tótem, su Ley primordial regula las alianzas y relaciones de parentesco. Lacan apunta en «Función y Campo de la Palabra y el Lenguaje en Psicoanálisis» (26 y 27 de septiembre de 1953) de Escritos 1, que la Ley primordial al regular las alianzas sobrepone el reino de la cultura al reino de la naturaleza, la prohibición del incesto no es más que un eje subjetivo: Esta ley se da a conocer como correlativa al orden del lenguaje. Pues ningún poder sin las denominaciones de parentesco tienen alcance de instituir el orden de las preferencias y de los tabús que anudan y trenzan a través de las generaciones el hilo de las estirpes.

El superyó, será el portador de esa Ley que regula las interdicciones incestuosas de los deseos edípicos. Después de la muerte del padre, se come al padre (se le incorpora) e impone en el mito de la horda primitiva, un estricto cumplimiento de la Ley: el padre termina funcionando como ley, establecien-

con la muerte, incluso con el asesinato del Padre —mostrando así que si ese asesinato es el momento fecundo de la deuda con la que el sujeto se liga para toda la vida con la Ley, el Padre simbólico en cuanto que significa esa Ley es por cierto el Padre muerto (Lacan, 1955–1956, p. 538).

Las implicaciones de un superyó atado a dos herencias: El Edipo y el ello En el superyó se traza una topología trágica, la de la pulsión de muerte, masoquismo primario y compulsión a la repetición, desde aquí el superyó se separa del principio de realidad para entregarla por completo al yo. La consciencia moral, la culpa y la autocrítica, constituyen constelaciones superyoicas, pero no son el superyó, no obstante sí negocian desde la lógica del deseo inconsciente. En la relación exterior–interior, lo que insiste desde un resquicio es el superyó. ¿Desde dónde hablar del superyó como heredero del Complejo de Edipo o como agente del ello? Al proponer un superyó desde el poder ingobernable de la pulsión, la cual encuentra su terreno en el ello, deja tajantemente cualquier posibilidad de asignarle alguna participación en el examen de la realidad, deponiéndola al yo. La fuente del superyó está en el ello, que al posicionarse en lo auditivo se ubica en lo absolutamente primario. Fuente del ello que tiene su origen, en el montaje de la pulsión, confirmado lo que Freud aclara en Die Entwurf al postular su origen primario del desvalimiento del lenguaje del niño, lo que coloca al sujeto a merced de otro prójimo.


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Complementariamente, cuando se acota la identificación en el superyó, tiene una raíz primaria, pues se trata de una identificación basada en la incorporación: Esto nos reconduce a la génesis del ideal del yo, pues tras éste se esconde la identificación primera, y de mayor valencia, del individuo: la identificación con el padre de la prehistoria personal. A primera vista, no parece el resultado ni el desenlace de una investidura de objeto: es una identificación directa e inmediata (no mediada), y más temprana que cualquier investidura de objeto (Freud, 1984, p. 33).

En esta serie primaria: Masoquismo primario, represión primaria e identificación se sostienen el superyó. Por tanto, en las identificaciones, el ideal del yo se enlaza a instaurar un modelo del semejante, y un modelo sexual direccionado por el padre, sin embargo: El superyó no es simplemente un residuo de las primeras elecciones del objeto del ello, sino que tiene también la significatividad (Bedeutung, «valor direccional») de una enérgica formación reactiva frente a ellas. Su vínculo con el yo no se agota en la advertencia: «Así (como el padre) debes ser», sino que comprende también la prohibición: «Así (como el padre) no te es lícito ser, esto es, no puedes hacer todo lo que él hace; muchas cosas le están reservadas (Freud, 1984, p. 36).

Ambos mandatos son necios, únicamente la Metáfora Paterna posibilita el ser o no ser del padre más allá del padre mismo. El Imperativo Categórico toma el carácter compulsivo del ello a través del «debes ser o tú no debes ser». Las consecuencias del Edipo traerán una identificación con el padre, que si bien se entiende como la idealización del yo, tampoco se debe ignorar la prohibición, puesto que hay privilegios que no se pueden efectuar ya que son sólo del padre y el realizarlos provocarían el descumplimiento de la ley.

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Entonces, ¿cuál es el alcance de esta relación entre superyó y padre? En principio, se postula al superyó como la mera identificación del padre; en seguida, se ubica al complejo paterno como raíz del superyó. La relación padre–superyó, surge de la formación sustitutiva de la «añoranza del padre», misma que tiene dos fases: la primera simbólica– imaginaria, resultado del padre muerto, y la segunda real–imaginaria, donde el odio y la aspiración por conseguir el poder del padre logran reavivarlo haciendo de quien debía mandar una ley como muerto, una potencia que elimina cualquier pacto simbólico y que obliga al sujeto a someterse a él de manera masoquista. «El superyó nace del ello» concluye Gerez Ambertín, enlaza a la pulsión de muerte y al masoquismo. Esta instancia decide la gravedad de la neurosis y advierte el papel que desempeña la culpa en la constelación del superyó. Superyó y culpa no son sinónimos para Freud, por el contrario, ésta se nutre de aquel. De tal forma que es posible ubicar tres registros diferentes de culpa: consciente o sentimiento de culpa; inconsciente y culpa muda. La primera surge como percepción en el yo, de una crítica que proviene del superyó. La segunda remite al sujeto a la posición del sujeto en la estructura de la falta donde se anuda culpa con angustia de castración (angustia de consciencia moral) y de muerte. Finalmente existe una culpa muda, sin expresión en el yo ni en la consciencia moral, que busca escapar al sometimiento vía la formación del inconsciente. En la culpa muda, sólo hay compulsión silenciosa que anima al castigo de padecer. Esta clasificación de la culpa que orienta la clínica, posee su fuente en el superyó. La culpa se posiciona en la neurosis obsesiva, en la cresta de la culpa consciente e inconsciente, cuando el sujeto se siente culpable sin haber cometido acto alguno, aun así pueden presentarse casos graves en «la culpa muda. El obsesivo inflaciona la hiperculpabildad» (Gerez Ambertín, 1993, p. 97).


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En síntesis, es importante marcar las premisas que constituyen las hipótesis fundamentales de la armazón del superyó: a) Como la cultura encajada en la subjetividad, desde el exterior, una instancia erótica que anuda pulsión de vida y pulsión de muerte y deja como saldo una marca erótica y otra hostil en el interior: Ideal del yo y superyó. b) Como el trazo de una erótica interior–Ideal del yo–ordena a los humanos a unirse, lo que genera el aumento del resto hostil, la presión en la subjetividad

manidad del pecado original, acto que expresan las religiones, en particular la cristiana. El concepto de sentimiento de culpa se muestra como un factor esencial de la etiología que alude al dolor, también es la base de un lazo social. El sentimiento de culpa en el psicoanálisis aparece siempre ligado a otras nociones: censura, consciencia moral, ética, responsabilidad, ideal del yo, imperativo categórico, superyó, punición, angustia, deseo, castración, moción maligna, tabú, odio, padre, etcétera, y se expresa a la manera de unos:

genera culpa. c) Como el Padre Muerto impone un límite a lo pulsional y une el deseo con la ley como res-

Mandatos insensatos que irrumpen sorpresivamente en

to vivo, que no hace metáfora, pulsiona des–uniendo al

el más «normal» de los sujetos —como en el caso de las

deseo y degradándolo a un goce letal (Gerez Ambertín,

neurosis obsesivas— compulsiones irrefrenable, coer-

1993, p. 121).

ción inexplicable, obediencia masoquista, rasgos de carácter indelebles, prácticas autodestructivas silenciosas

El superyó y la culpa

o estrepitosas, actos expiatorios y sacrificiales ligados a culpas infundadas, estruendosos fracasos como respues-

En una de estas afecciones, la neurosis obsesiva, el senti-

ta al triunfo, extraños empeoramientos en momentos de

miento de culpa se impone expreso a la consciencia [...].

franca mejoría, delitos perpetrados para obtener casti-

Pero no hay que sobrestimar los vínculos con la forma

gos que apacigüen oscuras culpas, crímenes inmotiva-

de neurosis. También en la neurosis obsesiva hay tipos

dos, cobardía moral (Gerez Ambertín, 1993, p. 9).

de enfermos que no perciben su sentimiento de culpa o sólo lo sienten como un malestar torturante, una suerte de angustia, tras serles impedida la ejecución de ciertas acciones [...]. Acaso venga a cuento aquí la puntualización de que el sentimiento de culpa no es en el fondo sino una variedad tópica de la angustia, y que en sus fases más tardías coincide enteramente con la angustia frente al superyó (Freud, 1979, p. 131).

Aunque la culpa desempeña una función preponderante en la mayoría de las estructuras clínicas psicoanalíticas, la cita anterior permite cercar este estudio y al mismo tiempo destacar su importancia en la neurosis obsesiva y la forma como Freud la presenta: una variable de la angustia y más concretamente como angustia frente al superyó. En El malestar en la cultura (1930), Freud enfatiza los efectos de la culpa y su consecuencia de redimir a la hu-

La culpa como una premisa que no obstante permite cuestionar ¿qué sujeto en su relación con el semejante no se siente que en algo ha fallado, siente culpa y por tanto se ve impelido a enmendar?, ¿qué diferencia hay entre un cínico y un sujeto que ha curado su sentimiento de culpa?, ¿es posible una cura del sentimiento de culpa, que produzca cínicos o psicópatas, otro tipo de sujetos con sensibilidad particular en el ámbito relacional? En el fondo de lo ético, como hilo conductor que permea la elaboración teórica sobre la responsabilidad, se encuentra el concepto del sentimiento de culpa, el cual se apuntala en dos posibilidades: la primera constituye el punto de partida de todas las reflexiones histórico filosóficas sobre la ética; y la segunda un obstáculo para la expresión responsable del sujeto porque tal como se presenta en la


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clínica psicoanalítica el sentimiento de culpa es la enfermedad de la posición ética del sujeto: Propongo aquí que de la única cosa de la que se puede ser culpable, al menos en la perspectiva analítica, es de haber cedido a su deseo [...]. Hacer las cosas en nombre del bien y, más aún, en nombre del bien del otro, esto es lo que está muy lejos de ponernos al abrigo, no sólo de la culpa, sino de toda suerte de catástrofes interiores. En particular, esto nos pone ciertamente al abrigo de las neurosis y sus consecuencias (Lacan, 1960, pp. 379–380).

Adicionalmente, se debe distinguir la idea cristiana de la culpabilidad, ligada a la generalidad moderna de la moral; y la de culpabilidad asociada a la responsabilidad, articulada al concepto griego de ética. La moralidad se vincula con lo universal, el deber ser, lo ideal, la moral pensada, lo teórico, lo religioso–teológico, lo externo y las normas; mientras que lo ético desde lo griego, se fundamenta en lo particular, el ser, lo real, la moral vivida, lo práctico, lo filosófico–civil, lo interno y las convicciones. Así pues, la moral es culpable en sentido judeo–cristiano, en tanto que la ética es humana social, griega y responsable. Lacan muestra que el sentimiento de culpa implica la emergencia del deseo del sujeto, en la ética del psicoanálisis es un obstáculo para que el sujeto actúe en conformidad con su deseo. El superyó al ser el amo del yo y al estar íntimamente ligado a él, tiene acceso a cada pensamiento, deseo o fantasía del sujeto. Inclusive, el sentimiento de culpa aparece también como la reacción terapéutica negativa, donde «se llega a la intelección de que se trata de un factor por así decir ‹moral›, de un sentimiento de culpa que halla su satisfacción en la enfermedad y no quiere renunciar al castigo del parecer» (Freud, 1923, p. 50). En su funcionamiento es posible que se hayan apoyado las religiones, entre ellas la judeo–cristiana, para construir la idea de un dios

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como significante de un saber mirante y acusador, al cual se le ha atribuido siempre un ser omnisciente, omnipresente y omnipotente, características de la noción de un padre que cualquier niño se forma en los primeros años. El superyó como representante en la psique de la instancia parental tiene a su haber continuar con las funciones de ésta, que en esencia consisten en coartar el deseo del niño. Si el sueño y su texto es cumplimiento de deseo, la instancia superyoica introduce un límite en el que los sueños autopunitivos, las pesadillas y la necesidad de castigo son la realización de las posibilidades del sujeto, la culpa en cambio se orienta a impedir que el yo alcance su deseo, se ubica en la inhibición, la necesidad inconsciente de castigo, la reacción terapéutica negativa y la ganancia de la enfermedad. Empero la culpa indica el camino de deseo. Mientras el deseo permea en la clínica bajo la condición de una desculpabilización; la culpa aparece paralizando al sujeto, impidiéndole ser y crear, es un desenlace de la acción sádica del superyó en el yo. Es el control que tiene el superyó sobre el yo en cuanto al cumplimiento de su deseo. «No obstante, conserva a lo largo de la vida su carácter de origen, proveniente del complejo paterno: la facultad de contraponerse al yo y dominarlo» (Freud, S., 1923, p. 49). Con ello inferimos que el sentimiento de culpa se encuentra reducido o a la inversa donde hay sentimiento de culpa el deseo se contrae y aquel se expresa por medio de los actos de necesidad inconsciente de castigo. Así como una acción llega a estar determinada por el deseo, la responsabilidad ética; otra puede estar comandada por el sentimiento de culpa y dirigirse al caos y al estrago. La primera es una posición psicoanalítica lacaniana, la segunda es de corte filosófico, especialmente kantiano. Sobre la culpa el mejor ejemplo sigue siendo Edipo, que al final termina en condiciones tan la-


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mentables porque lo invade la culpa al extremo de psíquico, lo físico y lo social. Quien se siente culpable, merece un castigo, busca por distintas vías, pues la meta es sólo una, pagar una dura pena. Un sujeto así no puede experimentar «la tranquilidad del alma». En los que delinquen por sentimiento de culpa, confirma Freud, la compulsión oculta del síntoma, es lo real de la necesidad de castigo por la culpabilidad inconsciente. Freud y Lacan destacan la reiterada compulsión presente en la clínica, malestar, sufrimiento o goce. Como si el sujeto no pudiera frenar sus aspiraciones estoicas de mortificación y prefiriera el dolor antes que el placer, o bien como si la repetición compulsiva formara la oportunidad de perpetuar en el presente las situaciones desagradables. Desde esta perspectiva, se evidencia la imagen de los sujetos que fracasan al triunfar. Cabe mencionar que Freud explica que no existe una consciencia moral antes de que pueda registrase la presencia de un superyó, pero la consciencia de culpa existe antes que el superyó, y por tanto antes que la consciencia moral. Esta consciencia de culpa primigenia se origina en la angustia frente a la autoridad externa, deriva del conflicto surgido ante la necesidad de amor y el esfuerzo de la satisfacción pulsional; de ahí resulta la inclinación a agredir, como primer acto moral donde se inserta al prójimo. Freud en Malestar en la cultura (1976), resalta los términos referentes a la misma constelación y que se adhieren al superyó, entre ellos constan la consciencia y sentimiento de culpa, la necesidad de castigo y el arrepentimiento. Insiste que la dureza del superyó y la severidad de la consciencia moral (que es función del superyó) son lo mismo y se expresan en el sentimiento de culpa. La angustia que indica se encuentra en la base de todo vínculo, es una angustia frente a la instancia crítica, se expresa como una necesidad de castigo, y representa a un yo masoquista, que debido a la exteriorización pulsional ha devenido tal, ante la presencia de un

superyó sádico. Ello demuestra una especie de ligación erótica entre el yo y el superyó. Entonces la impedimenta agresiva es cambiada en sentimiento de culpa al ser oprimido y transferido al superyó. La impedimenta agresiva del superyó en el caso de tensión se vuelve audible como reproches, mientras que sus exigencias permanecen inconscientes. El superyó como instancia de la segunda tópica, tendrá a su haber la estructuración y la división del sujeto contra sí mismo. La culpa previa a la instauración del superyó se exterioriza como angustia social. La angustia no ligada, aparece como necesidad de castigo; de suerte que representa los reproches de la consciencia moral y ejerce su accionar de enjuiciamiento y censura a los propósitos del yo. La consciencia moral como función y resultado del superyó ejerce su función censora; pero el censor es el superyó, cuya labor es agresiva y silenciosa. La consciencia moral freudiana difiere de la kantiana en la que voz interior pende de un principio objetivo y de validez universal, es absolutamente insobornable. La freudiana en cambio, en su relación con el deseo inconsciente puede negociar y tornarse sobornable. El neurótico conoce el recurso del engaño y la mentira. La consciencia moral tiene en este punto una clara percepción del yo; sin embargo es diferente la consciencia moral, como función del yo, de la angustia superyoica que se exterioriza como pura angustia o plena necesidad de castigo. Es la culpa muda que empuja a esa necesidad de castigo, no demanda, no hace lazos con la formas inconscientes y la consciencia de culpa.

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El campo lacaniano de las psicosis en los años cincuenta ELiUTH C aLDERÓn saUCEDO Universidad Autónoma de San Luis Potosí

Forclusión Freud nos lo ha dicho previamente, lo que el sujeto ha cercenado (Verworfen) de la abertura al ser no volverá a encontrarse en su historia, si se designa con ese nombre el lugar donde lo reprimido viene a reaparecer. Jacques Lacan (1954)

El psicoanálisis freudiano partió del abordaje clínico de la histeria; la teoría lacaniana inició con la clínica de las psicosis, específicamente con la paranoia. Aunque sus puntos de partida son distintos, las dos teorías tienen la finalidad de explicar lo concerniente al fenómeno psicótico. A fin de comprender el término forclusión se dará un recorrido por las significaciones primarias. El significante primordial para que se instaure, requiere de una preeminencia de lo simbólico; la división del sujeto, como consecuencia de la metáfora paterna y el significante Nombre–del–Padre. El concepto forclusión da cuenta de una anulación simbólica, que acentúa la invalidación del significante del Nombre–del–Padre, asimismo esta invalidación condena al fracaso a la Metáfora Paterna. La forclusión encierra tres mitos: el primero es la universalidad del pene, el segundo es la madre castrada como el Uno de la existencia y el tercero es la falta como tal. Finalmente, actúa sobre el todo, el Uno y la falta. La forclusión determinará una regresión tópica al estadio del espejo que aparece en la clínica en forma de desestructuración imaginaria con el correlato del surgimiento, en lo simbólico, de un significante recortado de la cadena que constituye un fenómeno elemental: «Es una significación que fundamentalmente no remite más que a sí misma, que permanece irreductible» (Lacan, 1955, p. 52).


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Cuando el infans es introducido al mundo del lenguaje se enfrenta con lo real, siendo desde el lugar del Otro donde se dará la significación a la demanda, al inscribirse la demanda se deja algo fuera de la inscripción, eso que se queda afuera de la significación no es más que lo real. Las demandas por sí solas no tienen significación, para que se logre la significación debe venir desde el lugar del Otro, ello instituye un paso fundamental que permite la constitución del sujeto. No obstante, para que sea sujeto deseante es necesario que advenga el Nombre–del–Padre a implementar la Ley, hecho que producirá un corte en el seno narcisista entre el infans y la madre, de manera que el infans se encuentra en el campo de la castración. Este último pasará de la dialéctica de ser el deseo de la madre a la dialéctica del tener, es decir, se adviene la emergencia de un sujeto deseante. En la psicosis, al estar forcluido el significante del Nombre–del–Padre, eso no sucede y es definitivo para el sujeto, lo que queda fuera de las significaciones simbólicas y es imposible que advenga como sujeto deseante. Lo anterior es la condición para la estructura psicótica, pero para que se desencadene es indispensable algo más, es decir, en un determinado momento de su vida, un sujeto pre–psicótico puede ser llamado a responder desde ese lugar simbólico que no está constituido, porque le falta el significante primordial y allí se desencadena la psicosis, cuando el Presidente Schreber se enfrenta al llamado de lo simbólico viene el declive y se instala la psicosis. Hasta ese momento el pre–psicótico se sostuvo por suplencia de la metáfora paterna, por la metáfora delirante, operación de restitución que implica que allí donde no se inscribió el significante Nombre–del–Padre, se coloca otro significante, por ejemplo un neologismo. El primer momento de la forclusión es sosegado clínicamente, es decir, la no inscripción del significante del Nombre–del–Padre. El segundo es retum-

bante, cuando tiene que disponer de esa inscripción que no fue realizada es que aparece el brote psicótico como una cascada de significantes que se estabilizarán en la metáfora delirante y empieza el delirio como tal, que es un modo de significación, pero que no hace lazo social. Entiéndase que en la psicosis sí existen las significaciones, las que no existen, son las significaciones determinadas simbólicamente. Se puede afirmar que el delirante está en el mundo del lenguaje, mas no en la significación de la palabra. Es un mundo de significaciones no simbolizadas que retornan de lo real. Las palabras son cosas que el psicótico padece, en el delirio él es también objeto y sin significaciones susceptibles de ser interpretadas. Lacan enuncia: Uno de nuestros psicóticos relata el mundo extraño en que entró desde hace un tiempo, todo se ha vuelto signo para él. No sólo es espiado, observado, vigilado, se habla, se dice, se indica, se lo mira, se le guiña el ojo, sino que esto invade el campo de los objetos reales inanimados, no humanos (1955, p. 19).

Es un código nuevo que no tiene una significación que sea inteligible. En ese parámetro, Freud está convencido que el inconsciente es un lenguaje, un conjunto de signos, símbolos y representaciones de objeto y de palabras. Lacan traduce de su retorno a Freud que el inconsciente se estructura como un lenguaje, la prueba de todo sucede como si Freud tradujese una lengua extranjera, y hasta la reconstituyera mediante entrecruzamientos [...] si es que alguien puede hablar una lengua que ignora por completo, diremos que el sujeto psicótico ignora la lengua que habla (Lacan, 1955, p. 23).

Es comprensible que el inconsciente es parte de un lenguaje fundamental, constituido desde el encuentro frustrante del nuevo individuo a una realidad inexplorable, que sus primeros trazos vienen de ese


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enfrentamiento con lo bruto de lo real. Después las pinceladas simbólicas e imaginarias conformarán un nuevo sujeto del lenguaje: ese ser estará atravesado y manejado por las redes infinitas del lenguaje. Hyppolite considera que en lo inconsciente, todo no está tan sólo reprimido, es decir, desconocido por el sujeto, luego de haber sido verbalizado, sino que hay que admitir, detrás del proceso de verbalización, una Bejahung primordial, una admisión en el sentido de lo simbólico, que puede a su vez faltar (Lacan, 1955, p. 23). Lacan expone que en la psicosis en lugar de la represión originaria, opera el mecanismo de la Verwerfung freudiana. Sin embargo, agrega la concepción del tiempo como un elemento que se instituye en la constitución subjetiva, por lo que propone el término jurídico de la forclusión. Puede ocurrir que un sujeto rehúse el acceso, a su mundo simbólico, de algo que sin embargo experimentó y que en esta oportunidad no es ni más ni menos que la amenaza de castración. Toda la continuación del desarrollo del sujeto muestra que nada quiere saber de ella, Freud lo menciona textualmente, en el sentido reprimido (Lacan, 1955, pp. 23–24). La forclusión opera con la finalidad de rechazar esa realidad amenazante de la que nada quiere saber. J.C. Maleval rastrea el origen del término forclusión y descubre que es de «uso corriente en el vocabulario jurídico procedimental y significa la caducidad de un derecho no ejercido en los plazos prescritos» (Maleval, 2002, p. 61). De igual modo consideró que existe una forclusión restringida que es distinta a la forclusión generalizada, la cual implica que para el sujeto, no sólo en la psicosis, sino en todos los casos, existe un sin–nombre, un indecible; la forclusión restringida sería la que opera específicamente sobre el Nombre–del–Padre. Lacan reformula el mecanismo de la proyección para la psicosis, proponpe la alienación invertida como la causa en los procesos delirantes. Asume

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que lo que cae bajo la acción de la Verwerfung tiene un destino totalmente diferente; «todo lo rehusado en el orden simbólico, en el sentido de la Verwerfung, viene a retornar en lo real de la estructura psíquica» (Lacan, 1955, p. 24). La Verwerfung es un concepto que expresa una exclusión más pronunciada que la producida por la represión. Lacan exhibe que en el caso clínico freudiano del Hombre de los Lobos (1917–1919), se manifiesta un problema de la función simbólica, al considerar que toda asunción de la castración por un Yo (je) se vuelve imposible para el niño cuando en la infancia sufre la experiencia de la alucinación del dedo cortado. Jugaba en el jardín junto a mi niñera y tajaba con mi navaja la corteza de uno de aquellos nogales que también desempeñan un papel en mi sueño. De pronto noté con indecible terror que me había seccionado el dedo meñique de la mano (¿derecha o izquierda?), de tal suerte que sólo colgaba de la piel. No sentí ningún dolor, pero sí una gran angustia, incapaz de arrojar otra mirada al dedo. Al fin me tranquilicé, miré el dedo, y entonces vi que estaba completamente intacto (Freud, 1979, pp. 78–79).

En este caso clínico no existe Bejahung en realización del plano genital; no hay en el registro simbólico huellas de tal plano. La única huella que se tiene es la emergencia de una pequeña alucinación. La castración, que es precisamente lo que no ha existido para él, se manifiesta en la forma que él se imagina: haberse cortado el meñique. En la lógica lacaniana, «el suceso de la alucinación [...] viene de «la denegación y la reaparición en el orden intelectual de lo que no está integrado por el sujeto», y por otro lado, la Verwerfung y la alucinación, vale decir, la reaparición en lo real de lo rehusado por el sujeto» (Lacan, 1955, pp. 25–26). En otras palabras, todo aquello que queda fuera de la cadena simbólica retorna en lo real.


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Los neologismos En el fenómeno alucinatorio lo que está en juego son las funciones simbólicas de la historia del sujeto: «Toda historia por definición es simbólica» (Lacan, 1955, pp. 25–26). Asimismo exponer la historia es efectivamente hablar de lenguaje, de una inserción en el mundo simbólico, como un lugar, un espacio con el mundo hecho de metáforas. Pero cuando se rehúsa la entrada a esa realidad, se desvía la meta, por lo tanto, actúan otros mecanismos patógenos que cambian cada una de las líneas de la vida del sujeto. La psicosis es una enfermedad mental, cuyas raíces se encuentran en el conflicto que surge a partir de la falta de simbolización del significante primordial y del cual se produce una particular conformación de la realidad. Lacan considera que «no se vuelve loco quien quiere» (Lacan, 1955, p. 27). En esta afirmación se expone que todos los fenómenos psicóticos tienen una génesis en las estructuras fundantes del psiquismo, es decir, desde la construcción con los registros: imaginario, simbólico y real. En el sujeto psicótico existen ciertos fenómenos elementales, en especial la alucinación, en la cual el sujeto se muestra totalmente identificado con su Yo, con el que habla, o al Yo totalmente asumido bajo el modo instrumental, el habla de él, el sujeto. Entonces el sujeto articula lo que considera que escucha. El Yo es siempre otro y habla por alusión, además en el fenómeno psicótico existen alteridades, como se percibe con los delirios de Schreber. El lenguaje en el fenómeno psicótico se manifiesta a partir de la existencia de una densidad que a veces es la forma misma del significante, dándole ese carácter francamente «neológico», fundamental en las producciones de la paranoia. Maleval delibera que «los neologismos son uno de los trastornos del lenguaje en las psicosis [...] se trata de una palabra nueva que se forma (neologis-

mo lexical) o de una palabra conocida a la que se le da otro sentido (neologismo semántico)» (Maleval, 2002, p. 164). En el caso freudiano del presidente Schreber, se perciben palabras originales, palabras plenas, como por ejemplo, Nervenanhang, adjunción de nervios, palabra enunciada por las almas examinadas o los rayos divinos; también la palabra almicida, asesino de almas. Por consiguiente, a nivel de significante, Lacan analizó que: El delirio se distingue precisamente por esa forma especial de discordancia con el lenguaje común que se llama neologismos. A nivel de significación, se distingue justamente —la significación remite siempre a otra significación— porque la significación de esa palabra no se agota en la remisión a una significación (Lacan, 1955, p. 52).

En las memorias del presidente Schreber se constatan dos tipos de fenómenos donde se dibuja el neologismo: la intuición y la fórmula, por intuición delirante se entiende aquel fenómeno pleno que tiene para el sujeto un carácter inundante, que lo colma, en este caso cuando expone la importancia de la lengua fundamental, Schreber ostenta el poder y el dominio para comprenderla. La fórmula es cuando ya no remite a nada la significación, a lo único que aspira es a la repetición, a la reiteración, a la insistencia constante, terminando en un «estribillo». Ambas representaciones, la más plena y la más vacía, detienen la significación, son un peso en la red infinita del discurso del sujeto. Se encuentra un vasto número de manifestaciones en la estructura del lenguaje, que enuncia siempre una forma descifrable y comprensible. Lacan enuncia que «el registro de la palabra crea toda la riqueza de la fenomenología de la psicosis, allí se ven todos sus aspectos, descomposiciones, refracciones» (Lacan, 1955, pp. 56–57). Por consiguiente, en la estructura de la palabra «el sujeto recibe siempre un cierto mensaje del otro en forma invertida. La pa-


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labra plena, esencial, la palabra comprometida, está fundada en esta estructura» (Lacan, 1955, pp. 56–57). Es en el núcleo del lenguaje donde se estructura el sujeto. En la clínica psicoanalítica se realza el interés en la estructura de la palabra y en la letra: «La unidad de la palabra en tanto que fundante de la posición de ambos sujetos es ahí manifiesta; el signo en el que se reconoce la relación de sujeto a sujeto, y que la diferencia de la relación del sujeto al objeto» (Lacan, 1955, p. 58).

La alienación invertida y ¿a quién le habla el psicótico? La palabra en tanto hablar al otro es hacer hablar al otro en cuanto tal. Sin embargo, siempre se habla desde los otros, como lo es el lenguaje (deseo, objeto, Otro, falo). La razón delirante es de esta forma: «tú eres mi mujer; tú eres mi amo. El otro es el Otro Absoluto, es decir, es reconocido y no conocido. Esta incógnita en la alteridad del Otro es lo que caracteriza esencialmente la relación de palabra en el nivel en que es hablada al otro» (Lacan, 1955, p. 59). No solamente se habla al otro, sino que se habla del Otro en tanto objeto. Respecto a la alienación subjetiva, el Yo humano es el Otro, y al comienzo el sujeto está más cerca de la forma del Otro que del surgimiento de su propia tendencia. «En el origen él es una colección incoherente de deseo —éste es el verdadero sentido de la expresión cuerpo fragmentado— y la primera síntesis del ego es esencialmente alter ego, está alienado» (Lacan, 1955, p. 61). El sujeto deseante se constituye en torno a un centro que es el Otro en tanto le brinda su unidad, y el primer abordaje que tiene del objeto es en cuanto objeto del deseo del Otro. Lacan expresa lo siguiente: La relación con la palabra, algo que proviene de un origen diferente: exactamente la distinción entre lo imaginario y lo real. En el objeto está incluida una alteridad

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primitiva, por cuanto primitivamente es objeto de rivalidad y competencia. Sólo interesa como objeto de deseo del Otro (1955, p. 61).

Asociado al análisis, se entiende que el conocimiento paranoico es un conocimiento instaurado en la rivalidad de los celos, en el curso de esa identificación primaria que se intentó definir a partir del estadio del espejo. Esta base de rivalidad y competencia en el fundamento del objeto es precisamente lo que es superado en la palabra, en la medida en que concierne al tercero. La palabra es siempre pacto, acuerdo: Esto te toca a ti, esto es esto y esto es lo otro. Pero el carácter agresivo de la competencia primitiva deja su marca en toda especie de discurso sobre el otro con minúscula, sobre el Otro en cuanto tercero, sobre el objeto (Lacan, 1955, pp. 61–62).

Ahora bien, el Otro, en tanto absoluto, es una parte central de la estructura y del fenómeno paranoico. Dialéctica que entraña la posibilidad de que Yo sea intimado a anular al Otro. El punto de partida es la alienación en el Otro. La dialéctica del inconsciente implica la posibilidad de la superación de la lucha a través del pacto logrado por la palabra; en el caso de la psicosis este nivel aparece como imposibilidad. Entonces «el Otro en tanto que no es conocido, y el otro que es Yo, fuente de todo conocimiento, es fundamental. En este intervalo, en el ángulo abierto entre ambas relaciones debe ser situada toda la dialéctica del delirio» (Lacan, 1955, p. 63). Es interesante comprender en las facetas del delirio qué tipo de lenguaje está en juego. Las preguntas esenciales son: ¿quién le habla?, ¿a quién va dirigido el mensaje contenido en el delirante?: «¿De qué les habla? De él, sin duda, pero primero de un objeto diferente a los demás, de un objeto que está en la prolongación de la dialéctica dual: les habla de algo que le habló» (Lacan, 1955, p. 63).


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El fundamento de la estructura paranoica es que el sujeto comprendió algo que él formula, algo que adquirió forma de palabra y le habla. Nadie obviamente duda de que sea un ser fantasmático, ni siquiera él, pues siempre está en posición de admitir el carácter perfectamente ambiguo de la fuente de las palabras que se le dirigen. El paranoico testimonia acerca de la estructura de ese que habla al sujeto. Lacan expresa que la alienación es la forma general de lo imaginario, y la alienación en la psicosis: «A partir del momento en que el sujeto habla hay Otro con mayúscula. Si no, el problema de la psicosis no existiría. Los psicóticos serían máquinas con palabras» (Lacan, 1955, p. 63). El quién habla en la psicosis dirige a encontrar la lógica del delirio. Según Lacan, «el asunto es saber cuál es la estructura de ese ser que le habla, que todo el mundo está de acuerdo en definir como fantasmático. La parte en el sujeto que habla, es el inconsciente» (Lacan, 1955, p. 64). El inconsciente no se funda después de la instauración de la metáfora paterna, entonces, ¿existe él inconsciente en la psicosis?, ¿cuál es la relación con la palabra, en lo imaginario y lo real? Hay una etapa, lo demuestra la psicosis, en la que parte de la simbolización no se lleva a cabo. Esta etapa primera precede a toda la dialéctica neurótica, basada en que la neurosis es una palabra que se articula, en tanto a lo reprimido y su retorno, son una sola y única cosa. Sucede entonces que «algo primordial en lo tocante al ser del sujeto no entre en la simbolización, ya sea, no reprimido sino rechazado» (Lacan, 1955, p. 188). La alienación invertida en la psicosis es el mecanismo que hace retornar del exterior lo que está cautivo en la Verwerfung, es decir, lo que ha sido dejado fuera de la simbolización general que estructura al sujeto, retorna desde lo real. La alienación invertida es lo imaginario en tanto tal, ubicándonos en el plano del otro con minúscula: el ego habla por intermedio del alter ego. En la alienación invertida encontramos el delirio de celos, donde se

manifiesta la identificación al otro, con una inversión del signo de sexualización, además es latente una alienación invertida del mensaje, cuando el otro es cambiado de sexo.

El esquema R Los elementos que componen la enseñanza de Lacan son los registros real, simbólico e imaginario. «La tripartición de lo simbólico, lo imaginario y lo real —categorías elementales sin las cuales nada podemos distinguir en nuestra experiencia— se sitúa en la dimensión del ser. Sin duda, no gratuitamente, son tres» (Lacan, 1953, p. 395). Lo imaginario es el registro que se instituye junto con la formación de la imagen del cuerpo y del yo, teniendo como base las imágenes que son percibidas del Otro, imágenes constitutivas que dan lugar a las identificaciones que vienen de la relación especular que permite una errónea imagen de unidad ante el espejo y con la ayuda del Otro. Con las miradas del Otro se obtendrá la alienación hasta el júbilo de la unidad de la imagen del cuerpo en una gestalt. «La alienación es constituyente en el orden imaginario. La alienación es lo imaginario en tanto tal» (Lacan, 1956, p. 210). La imagen restablecida aloja la fragmentación originaria, misma que le permite una construcción de los procesos anímicos. Lo simbólico es el registro que tiene el peso del lenguaje donde se encuentran la red de palabras que se localizan antes de la llegada del infans, siendo la función simbólica la que viene a representar y darle un sentido a dichas imágenes: «La función simbólica constituye un universo en el interior del cual todo lo que es humano debe ordenarse» (Lacan, 1956, p. 51). Lo real es el registro que no es posible ser simbolizado y permanece fuera de las redes del lenguaje, por lo tanto, es prescindido de la vida psíquica. Por ejemplo, en el fenómeno psicótico se enuncia una falla de lo simbólico razón por la que aquello que no se


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rechaza retorna desde lo real en «la forma de delirios y alucinaciones». La propuesta de Lacan para el campo de la psicosis, se aprecia en el esquema R:

Figura 7. Esquema R.

El triángulo simbólico queda por i como ideal del Yo, M como el significante del objeto primordial y la P como posición en a del nombre del Padre; los otros vértices, i y m, representan los dos términos imaginarios de la relación narcisista, es decir, el Yo y la imagen especular (Lacan, 1956, p. 58). En este esquema, se puede comprender la unión que tiene el plano de lo Imaginario y Simbólico por lo Real, la dinámica edípica pone de manifiesto con particular claridad esta unidad, donde la muerte del padre otorga acceso al deseo de la madre. Al verlo como rival se lleva a cabo aquella en el plano de lo simbólico. En el plano de lo imaginario se encuentran las distintas relaciones: en un inicio, la alienante madre–hijo, posteriormente la de la madre con su falo y el niño en búsqueda de su objeto perdido; además muestra cómo se efectúa la estructuración del sujeto por medio del corte amoroso entre madre–hijo. Se empieza por la triangulación madre–hijo–falo, entra después el nombre del padre, lo que separa a ambos de esta unión alienante primaria, para la buena estructuración del sujeto, para no dejar que la madre absorba por completo al hijo y lo deje alienado, como en el caso de la psicosis. Lacan discurrió que la estructura de la psicosis se desencadena a partir de la falta del significante primordial, el Nombre–del–Padre. Por tanto, existe un desanudamiento de los registros, porque el nivel simbólico de la palabra no se establece como en

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el caso de la neurosis, mismo que impide que se logre anudar con lo real y lo imaginario. En lo imaginario hay una alienación invertida, donde no se logra una separación para que se produzca la identificación con el Otro. En la lógica de Lacan se entiende que la relación psicótica en su grado último de desarrollo, implica la introducción de «la dialéctica fundamental del engaño en una dimensión transversal con respecto a la relación auténtica. El sujeto puede hablarle al Otro en tanto se trata con él de fe o de fingimiento, pero aquí es en la dimensión de un imaginario padecido» —característica fundamental de lo imaginario— donde se produce como un fenómeno pasivo, como una experiencia vivida del sujeto, ese ejercicio permanente del engaño que llega a subvertir cualquier orden, mítico o no, en el pensamiento mismo. Que el mundo, tal como lo verán desarrollarse en el discurso del sujeto, se transforma en lo que llamamos una fantasmagoría, pero que pasa él es lo más cierto de su vivencia, se debe a ese juego de engaño que mantiene, no con otro que sería su semejante, sino con ese ser primero, garante mismo de lo real (Lacan, 1956, pp. 102–103).

¿Qué es el comienzo de una psicosis? Lo primero que debemos comprender es que en la psicosis no existe una prehistoria, como en el caso de las neurosis, lo que encontramos es que algo del mundo exterior que no fue primitivamente simbolizado, el sujeto se encuentra en absoluto inerme, incapaz de hacer funcionar la Verneinung con respecto al acontecimiento. Se produce entonces algo cuya característica es estar absolutamente excluido del compromiso simbolizante de la neurosis, y que se traduce en otro registro, por una verdadera reacción en cadena a nivel de lo imaginario, o sea en la contradiagonal de nuestro pequeño cuadrado mágico (Lacan, 1956, pp. 126–127).


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El sujeto psicótico por no poder restablecer el pacto del sujeto con el otro, por no lograr esa mediación simbólica entre lo nuevo y él mismo, pasa a realizar otro modo de mediación completamente diferente del primero, sustituyendo la mediación simbólica por un pulular, o sea, «una proliferación imaginaria», en la que se introduce de manera deformada y profundamente «a–simbólica», la señal de la mediación posible. Finalmente, «la relación del psicótico con el mundo es una relación de espejo» (Lacan, 1956, pp. 126–127).

toda la cadena significante, una vez que se ha instaurado la falta en ser. Por último, se comprende que el psicótico es un mártir de ese inconsciente que se encuentra abierto, dando al término mártir su sentido: ser testigo.

Metáfora del Nombre–del–Padre

Bibliografía

En la psicosis no existe el significante del Nombre– del–Padre, partiendo de una alteridad en el Yo, con la relación con el Otro, imposible de simbolizar. La metáfora del Nombre–del–Padre interviene como operadora de la simbolización de la Ley (prohibición del incesto), de la castración simbólica. A continuación se ve la fórmula propuesta por Lacan:

Freud, S. (1979). «La historia de una neurosis infantil. El

El psicótico, en el sentido en que es, en una primera aproximación, testigo abierto, parece fijado, inmovilizado, en una posición que lo deja incapacitado para restaurar auténticamente el sentido de aquello de lo que da fe, y de compartirlo en el discurso de los otros (Lacan, 1956, p. 120).

hombre de los lobos (1918 (1914))». En Obras completas (vol. xvii). Buenos Aires: Amorrortu. Lacan, J. (1984). Seminario 1. Los Escritos técnicos de Freud (1953). En Buenos Aires: Paidós. Lacan, J. (1984). Seminario 3. Las psicosis. Buenos Aires: Paidós. Lacan, J. (1984). Seminario 5. Metáfora paterna i y

ii (1958).

Buenos Aires: Paidós. Nombre del Padre Deseo de la Madre

=

Deseo de la Madre Significado del sujeto

=

n

–P F

Lacan, J. (1984). De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis (1958). Buenos Aires: Paidós. Maleval, J. (2002). La forclusión del nombre del padre. Buenos

Figura 8. La Metáfora Paterna (1958, p. 539).

La Metáfora Paterna es «el significante que en el Otro, en cuanto lugar del significante, es el significante del Otro en cuanto lugar de la Ley» (Lacan, 1956, p. 564). El Nombre–del–Padre sustituye el deseo de la madre, por lo tanto, queda reprimido. El deseo de la madre se transforma en una incógnita para el niño, a partir de la cual podrá sostener una pregunta por el deseo. El Nombre–del–padre hace que todo significado se remita al falo (F). Todas las significaciones son fálicas, ya que todo el lenguaje nos remite al falo. El falo es el símbolo de una ausencia y el significante primario, es el causante de

Aires: Paidós.


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La transgresión en la mirada,

viñetas de la clínica

JaiME sEBasTiÁn F. GaLÁn JiMÉnEZ xOCHiQUETZaLY YERUTi DE ÁviLa R aMÍREZ vÍCTOR JaviER nOvOa COTa Universidad Autónoma de San Luis Potosí

Sobre la mirada Lacan (1968/2008), en el seminario De un Otro al otro, indica que definir una mirada es algo complejo, ya que ésta sólo se presenta «bajo la forma de una extraña contingencia simbólica de aquello que encontramos en el horizonte y como tope de nuestra experiencia, a saber, la falta constitutiva de la angustia de castración» (p. 81). El ojo y la mirada componen lo que él denomina «esquizia», en la que se manifiesta «la pulsión a nivel de campo escópico» (p. 81). La visión se aborda como una vía que ordena, configura la representación y además «algo se desliza, pasa, se transmite, de peldaño en peldaño, para ser siempre en algún lado eludido» (p. 81). La antinomia entre la mirada y la visión, entre el objeto que mira y el sujeto que ve, es tratada por Gerber (2008), quien afirma que «la mirada contiene algo inaccesible para la visión pues cuando miro un objeto no sé, no puedo saber, que éste ya está siempre mirándome de antemano, y desde un punto en el cual no puedo verlo» (p. 143). También destaca que «la mirada es así el objeto que la visión no alcanza» (p. 144). Al respecto, Lacan (1956/1994) aclara: «En efecto, todas las relaciones con el cuerpo propio establecidas a través de la relación especular, todas las pertenencias del cuerpo, entran en juego y quedan transformadas por su advenimiento al significante» (p. 191). Leclaire (1981/1983) también insiste en el aspecto somático y sensible del significante, precisa que el significante es tanto cuerpo como letra y que al hablar de abertura se alude a la boca o a los ojos. Tales ideas permiten el acercamiento al estadio del espejo, que representa un aspecto fundamen-


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tal en la estructuración de la subjetividad y en el establecimiento del orden imaginario, no sólo desde lo óptico o visual, sino desde la mirada de otro que confirma simbólicamente la identificación especular; Lacan (1949/2003) lo conceptualiza como la transformación producida en el sujeto cuando asume su imagen. Lo que es la estructura, es la palabra que introduce aquello que otorga reconocimiento, aquello que al ser enunciado, conforma. La palabra es, ante todo, ese objeto de intercambio por el cual es posible reconocerse (Lacan, 1954–55/1983). En el seminario Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, Lacan (1964/1987) acude a Sartre en el apartado «La mirada como objeto a minúscula» y argumenta que la mirada es la que sorprende porque cambia las perspectivas, las líneas de fuerza, de mi mundo y lo ordena, desde el punto de nada donde estoy, en una especie de reticulación radiada de los organismos. Lugar de la relación de yo (moi), sujeto anondante, con lo que me rodea, el privilegio de la mirada es tal que llega a hacerme escotomizar, a mí que miro, el ojo del que me mira como objeto. En tanto que estoy bajo la mirada, escribe Sartre, ya no veo el ojo que me mira, y si veo el ojo, entonces desaparece la mirada (p. 91).

No comprende en realidad una mirada vista, sino una «imaginada por mí en el campo del Otro» (Lacan, 1964/1987, p. 91) y también «podemos darle cuerpo a la mirada» (p. 91). En las viñetas clínicas que se presentan a continuación se aprecia que puede sacrificarse el cuerpo a consecuencia de una mirada. Lacan constata que «se trata incluso de algo que puede muy bien sostener una existencia o devastarla» (1968/2008, p. 231). La mirada es, por tanto, un punto de partida, una posibilidad de representar y organizar los mundos interno y externo. Una mediación que puede ser devastadora o integrar una hechura, una construcción imaginaria que sirve de umbral

de contención y soporte. Como apunta De Ávila (2009), «determinada por la mirada que construye y conforma, o que destruye y deforma» (pp. 34 –35). Bleichmar (1988) declara que a veces es necesaria una mirada que atestigüe la posibilidad del ser de ser único. Butler (2002) escribe que el cuerpo puede ser controlado mediante la mirada: «Esto llegará a ser esencial para comprender la noción del falo entendido como un significante privilegiado que parece controlar las significaciones» (p. 123), y agrega que produce y está en juego en una relación imaginaria con el otro del que devendrá el yo.

La mirada y su transgresión El término transgresión implica «franquear un límite, de atravesar un linde, franqueamiento que anula el orden precedente, en el sentido de que anula el límite y crea uno nuevo, que es él mismo franqueamiento» (Leclaire, 1981/1983, p. 113). Es algo que atraviesa excediendo un límite, dejando marcas. Lacan (1968/2008) indica que existe la posibilidad de que una mirada deje huella, incluso una relación de «escritura con la mirada como objeto» (p. 287). Al examinar el caso de una mujer con histeria, Lacan (1964/1987) considera que «el deseo del hombre es el deseo del Otro», lo que es funcional, ya que la muchacha hace galas de las atenciones de los caballeros hasta que «tropieza con su padre —y lo que encuentra en la mirada del padre es el rechazo, el desprecio y la anulación de lo que sucede ante sus ojos— y de inmediato se arroja por encima de la baranda de un pequeño puente de ferrocarril» (p. 46). La mirada de reproche del padre, coincidente con los casos aludidos en este artículo, exige tentativas de resignificación. En el caso de x, una mirada provocó un exceso en la trama simbólica, exceso de impresiones que anulan las redondeces del cuerpo y borran sus contornos. En el caso de a, un aumento de peso y la saturación simbólica con la


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que se busca producir la desaparición imaginaria de lo que atrae a la mirada del Otro: la causa. Tales casos dan cuenta de la mirada en su dimensión seductora; la mirada del otro es convocada para participar en un encuentro de reciprocidad especular: un cuerpo que seduce. Convocar es un llamado, de esa forma puede cumplir la doble función de llamar y de acudir a un llamado. Llamado sin palabras, escópico. En ese sentido, Charmoille (2003) sugiere que hay una mirada que «no se limita más al ver, dado que oye» (p. 3). Lacan (1960/1988) insiste en que la transgresión es aquello que desafía la ley, cercano al goce y que desde Sade se llama crimen; sin embargo, ese campo del límite se presenta en la transgresión. Durante la pulsión escoptofílica uno logra: El goce del Otro, y otro que sólo está allí para tapar el agujero con su propia mirada, sin conseguir que el otro vea siquiera un poquito más lo que es. Ocurre más o menos lo mismo en la relación entre el sádico y el masoquista, siempre que se perciba dónde está el objeto a (Lacan, 1968/2008, p. 233).

Concerniente a esa condición de exceso que puede producirse en el encuentro de la mirada, Gerber (2008) pondera que: La mirada sólo puede existir en tanto oculta porque si se develara al sujeto éste se descubriría, literalmente, es decir, perdería aquello que lo cubre y se vería entonces en toda la desnudez de su ser de objeto, ser de haber sido, desde siempre, objeto del goce del Otro (p. 144).

Así, la condición transgresiva de la mirada mancha, es decir, deslustra algo en la configuración de la imagen del cuerpo. Samaniego (2004) propone que «por ello se toma muy en cuenta la función que ejerce la mirada en la vida inconsciente de un individuo, es decir la mirada es más que captar imágenes. La mirada puede transmitir mensajes,

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por ejemplo de amenaza» (p. 381). No emite palabras pero figuras, trazos, líneas, reflejos o imágenes mudas se delinean para seducir, convocar u horrorizar. En efecto, la mirada posee una dimensión transgresiva. Tal afirmación encuentra soporte en La muerte en los ojos, donde Jean–Pierre Vernant (1985/1988) enuncia: «En su dimensión de terror, cruzar la mirada con el ojo que por no dejar de mirar fijamente se torna la propia negación de la mirada» (p. 105). Es decir, la fijación de la mirada se traduce como exceso, como terror que guarda algo de ominoso y mortífero. Zizek (2008), en En defensa de la intolerancia menciona que un sujeto puede considerar potencial amenaza a su «precario equilibrio imaginario» (p. 91), esto ocurre si alguien emite una mirada «golosa». Parece que presentir una mirada golosa invade el cuerpo e impide las posibilidades de representar el deseo y la seducción, traduciendo un exceso, un erotismo desproporcionado, desmedido y por ello, amedrentador. Para Lieberman (2008) «la mirada de otro sujeto sobre el cuerpo propio, es lo que más se acerca a la experiencia de la llamada escisión subjetiva. Es un momento de extrañamiento. El cuerpo es un extraño que habita en el sujeto» (p. 46). Hinojosa (2004) considera que debido al temor de ser devorado, deyectado o mutilado, la mirada puede cristalizarse en angustia. En consecuencia, una salida imaginaria que puede apaciguar al sujeto puede ser la manifestación de síntomas obsesivos o la fobia. En opinión de Dolto (1986), la imagen corporal es un cuerpo hablado que se estructura con el discurso y la mirada del otro. Por su parte, Recalcati (2003) explica que el sujeto con anorexia ante el espejo, en lugar de encontrar la mirada benévola del Otro, es decir, de poderse mirar desde ese punto, encontró una mueca de escarnio o de desprecio. Esa mueca se fija en el sujeto como una imagen indeleble que invalida su especularización narcisista y le deja en un estado de suspensión —anulación de la tendencia a la unidad y creación de lazos—


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anulación de Eros. Esa mueca del Otro no llega a anular el ser del sujeto, al contrario, le marca, deja una invalidación que desencadena una dimensión con tendencias persecutorias en la imagen del cuerpo. El espejo siempre le devuelve una imagen imperfecta (incompleta o saturada), «es como si significase retroactivamente esa mueca del Otro como juicio superyoico sobre el cuerpo como campo abordado por un goce excesivo y engorroso» (p. 88). Aquella mirada que viene a la mueca del Otro siempre está puesta en todos y no se va, por lo cual, se busca en el lugar de la estética el refugio de esa imperfección, que se relaciona con la mirada introyectada, mirada fija que permanece como tatuaje hasta que las formas femeninas del cuerpo desaparecen. En la obesidad, se pierden en el exceso de grasa y carne, mientras que en la anorexia se anulan en el exceso de desgracia y huesos. Magtaz (2006) relata que su paciente Vera, una mujer con anorexia, «decía que las personas mostraban, a través de su mirada, que sentían repudio por ella». El escarnio de la mirada se repite. A una primera mirada cuya forma o intensidad transgredió y acometió psíquicamente, se asocia a posteriori a otra(s) mirada(s) que expresa(n) repudio. La máscara anoréxica «esconde la herida abierta de un desinvestimiento primario delante de la imagen de sí» (Magtaz, 2006, p. 132). En la proclamación «no me mires», que parece escucharse de pacientes con anorexia, el cuerpo es colocado como escenario de atracción al repudio que descarna. Tal vez el repudio de la mirada que mira constituye la vía a través de la cual adolescentes con anorexia inconscientemente se vengan. Vengan la marca de transgresión de una mirada que desnudó su sexualidad, acometiendo lo femenino. Para no olvidar y vengar una transgresión supuesta, los huesos perpetúan. Para vengarse y castigar, pacientes con anorexia «dan sentencias de muerte» (Magtaz, 2006, p. 130). En ese sentido, el temor a la mirada «fija» se explica si se piensa que, en

la medida en que ésta no se mueve, hace presente un sin límite, el goce del Otro en el lugar de su falta, goce del Otro que convoca al sujeto a darle cuerpo, darle su cuerpo (Gerber, 2008, p. 146). Recalcati (2003) transcribe las palabras de una paciente en la que permanece —y prevalece— en el imaginario dicha mueca: «Cuando me miro al espejo me odio. A veces el asco por mi cuerpo es tan fuerte que quisiera partirme en pedazos» (p. 89). Se puede negativizar el cuerpo por la angustia frente al encuentro con la mirada de escarnio, golosa o de desprecio del Otro, mirada de exceso que rebasa las posibilidades de representación. La mirada puede inflamar, expandir o consumir las formas, los bordes o la totalidad del cuerpo. La sensación de recorte de alguna forma fálica en el cuerpo opera al introducir un signo negativo que avanza hasta el esqueleto, así, no basta adelgazar, sino eliminar las formas eróticas del cuerpo: «Dejar de estar en el propio cuerpo, estar fuera, expulsados, alejados del propio cuerpo es el efecto consecuente de esta insuficiencia narcisista de la imagen» (Recalcati, 2003, p. 54). En la anorexia, «el hueso es el que viene a ocupar el lugar de la imagen del cuerpo, donde en esta sustitución el sujeto realiza no ya una pérdida de sí mismo, sino un reencuentro» (Recalcati, 2003, p. 57). La mueca o mirada transgresora se convierte en huella, en inscripción sobre la que la conformación imaginaria del cuerpo se vuelve insostenible, un signo negativo: un menos. La dificultad de elaborar el evento en que la mirada deja de ser constitutiva para tornarse destructiva hace que lo real se emplee para simbolizar ese evento del que nadie cuenta, nadie se da cuenta. Todo se consume y todo resta.

La mirada (mueca) y dos casos clínicos A continuación se trabajará la teoría relacionada con dos casos. El primero es sobre x de 16 años quien acude enviada por su madre. x pesa 45 ki-


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los, mide 1.65 metros y asegura no estar preocupada por peso o calorías aunque confiesa alimentarse «un día sí y un día no». Ella tiene un padre biológico, del que sabe poco porque no le frecuenta, y un padrastro al quien llama padre. Su familia también incluye a una hermana mayor y un hermano menor. Considera que su madre «no deja a mi papá [padrastro] y eso que ¡no aporta nada!». En el segundo, a de 21 años presenta un notable sobrepeso y una apariencia desaliñada. Tiene una hermana diez años menor, cuenta con pocos recursos, su padre es alcohólico con cáncer en la tiroides y su madre se dedica al hogar, pero no vive con ellos. Ambos casos se examinarán en subapartados: el cuerpo y la mueca, a fin de dar orden al discurso y rescatar del extenso de cada uno sólo aquello que se inserta en la temática abordada.

El cuerpo Recalcatti (2003) desarrolla la idea de que la obesidad patológica se inscribe en el registro de la evidencia. El cuerpo delgado de la anorexia y «el cuerpo desbordante de grasa de la obesidad apuntan a una clínica de la mirada: el cuerpo del sujeto es el lugar evidente en el que se pone de manifiesto una disfunción» (p. 274) y es justo en esa clínica donde se enlazan los casos de las dos pacientes. a y x se encuentran atravesadas por una mueca, por la mirada que son capaces de combatir sólo con lo real de su cuerpo, que se presenta como evidencia. Juchnowicz, Resnik y Sola (2003) consideran que en numerosas ocasiones los cambios en el cuerpo inciden en el sujeto (adolescente), ya que el otro comienza a apreciar a la mujer en función de sus partes, no como unidad o totalidad, sino a sus senos, sus piernas, sus caderas; esa mirada fragmenta, despedaza y negativiza el cuerpo. x cuenta: «Me comí un chocolate otro día porque me pelee con [...]» «y luego comí nada». Se le preguntó cómo se sentía al no comer: «de todas

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formas es mi cuerpo». Agregó: «Si Dios se lo hubiera querido dar a mi mamá, se lo hubiera dado a ella». En opinión de Caparrós y Sanfeliu (2004) en la anorexia suele escindirse al propio cuerpo que es como el de la madre, quien al mismo tiempo obstaculiza la autonomía. Hay una dificultad de diferenciación, prevalece un conflicto de incorporación entre unirse y distinguirse del cuerpo materno. El discurso de x desemboca en aquel que Lacan (1956/1994) apuntaba, esa nada como una continuación del acto de comer, un proceso que se logra en lo simbólico, que aparece como solución, capaz de hacer un corte entre la madre y ella, intento radical de diferenciación con el cuerpo materno. Adicionalmente añadió: «Quisiera ser gorda, chaparra y fea», pues considera que sólo de ese modo la valorarían por quien es: «No sé, ya estaba comiendo y todo pero después ya no comí», «cada vez tengo más problemas», «a veces quiero y a veces no quiero a las personas». Lo anterior alude a su malentendido con el Otro, a ese lazo social identificado con la madre (Hekier y Miller, 1994). El deseo de x de ser gorda, chaparra y fea empata con el cuerpo de a, ambas en una tentativa extrema por sepultar las formas femeninas del cuerpo, ocultar la figura femenina (Silvestri y Stavile, 2005). Al respecto, a sufrió abuso a los cinco años y ahora dibuja comics porque «es mi manera de vengarme»; afirma que necesita «veinte mil máscaras para salir a la calle» y «el cuerpo es muy importante, le da presentación y se elige siempre lo mejor que tenga, pero me gusta tener sobrepeso porque así sé que me quieren a mí». Por su parte, x delcara: «Si me fuera de mi casa, la comida no sería problema», lo que se refiere justamente a esa fantasía de poder hacer una distancia simbólica con la madre, aquello que de alguna manera consideró solución a su conflicto: la comida ya no sería un problema si pudiera dejar de estar saturada por su madre y acosada por su padre (padrastro).


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En su relación hay un vínculo muy estrecho: «Mi mamá ha estado de un ánimo a otro, bueno igual que yo». La idea que repite, «igual que yo», esa relación fusional planteada por Caparrós y Sanfelui (2004) se halla en esa madre dominante que no deja espacio para el deseo de su hija, que además le impide la separación y la consecuente diferenciación. Hekier y Miller (1994), expresan que se trata de un gastarse para el Otro, en el que la madre prometió ser suficiente, se apropió del discurso, del cuerpo, del estado de ánimo. La noción de suficiencia materna entraña un conjunto de funciones temperadas (sin excesos), necesarias en la organización psíquica y la estructuración de una imagen. Los casos de a y x revelan condiciones de exceso, falla o falta en una función de una relación que acomete (cada una en su singularidad) el campo imaginario y especular del cuerpo de las pacientes, que rebasa sus posibilidades de representar el exceso o mina sus recursos de diferenciación. Dolto (1986), al describir jóvenes con anorexia, considera que manifiestan un problema de amor y deseo frente al padre y de rivalidad con la madre. Por ejemplo, el hecho de que las formas femeninas resulten visiblemente evidentes supone de modo simultáneo una incitación al deseo y una amenaza al ya fragilizado narcisismo, de ahí que x exponga: «No me gusta la ropa pegada», «yo llamo la atención aunque ande toda pandrosa», como si no fuera suficiente usar la ropa holgada. Un exceso en la mirada del Otro no pudo ser representado. Tanto el exceso en la mirada como la transgresión del deseo se conjugaron y anularon cualquier posibilidad de representación. Se le preguntó: ¿qué pasa si eres atractiva para los hombres?, respondió que «nada», que le han dicho muchas veces, pero que ella prefiere no arreglarse, puesto que nunca sale y cuando lo hace no se arregla. En adición comentó: «Yo sería feliz con otro cuerpo», «antes de ver tus sentimientos van a ver

tu cuerpo». ¿El cuerpo de mujer?, x: «Si, bien feo, no sé, tampoco me gustaría ser hombre, a veces sí, no sé». x considera que no es positivo ser vista «porque siento que nada más me van a querer como un trofeo». Ese estatuto en que el cuerpo es colocado como objeto de consumo, adelgazar para dar menos a Otro, disminuir o desaparecer aquello que la mirada se apropia, intentar arrebatar el cuerpo jugando con los kilos (que suben y bajan) mediante adiciones y sustracciones. Dinámica de control no solamente sobre el cuerpo, también con la provocación de la mirada y deseo del Otro. Así, una dimensión destructiva gobierna las formas del cuerpo. En la fantasía de x, su cuerpo pudo ser tomado por el Otro, serle arrebatado, y la anorexia le pone a salvo de forma imaginaria, o cuando menos, tiene menos cuerpo, menos espacio al deseo del Otro.

La mueca (mirada transgresora) cree que su madre jamás la mira, sólo ve las cosas que le pide, a sus funciones en casa, pero nunca a ella como persona. En consecuencia, x reclama y denuncia una falla en la mirada materna. Incluso se deja marcas en las muñecas, «y ni así se dio cuenta». «Es que mi mamá no sabe quién soy, ella dice que me conoce muy bien y todo pero no es cierto», «mi mamá dice: tú no estabas pensando en el dolor que me podías causar... ¿y el mío?». Por ende, manifiesta un esfuerzo destructivo ambivalente entre unirse y diferenciarse del cuerpo materno. Además, fue forzada a tener relaciones sexuales con su novio, lo que detonó su temor y privación de todo estímulo erótico, por lo que el cuerpo deviene en lugar de censuras radicales y renuncias extremas: «Antes sí me gustaba»; antes «de secundaria, de la primera vez que pasó lo de mi papá» (las amenazas de transgresión: se metía al baño cuando ella se aseaba, tomaba su ropa interior). x


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«Pero aún estaba muy delgada, un amigo me dijo que era porque me tragaba todo, en lugar de comida comía problemas» «ahora trato de enfrentarlos y engordo» (debido a la delgadez de x, engordar es parte de la cura) «yo los cree y son mi responsabilidad». Con este discurso aparece la fantasía de curación que enlaza al cuerpo, al hablar de la mueca y la mirada que el padrastro le dio, la que se dio ella a sí misma; en seguida hace alusión a la madre: «Si ella supiera lo que se siente que te vean así y después decirlo y que piensen que eres una mentirosa», «y que por estar protegiendo a mi hermano me manda a la fregada». Piensa que su madre «no quiere ver... no sé». De acuerdo con Lacan (1962), lo que ha ocurrido con x puede provenir de la reversibilidad de ciertas culpas pulsionales, aquello que amenaza a través de la mirada del padrastro se invierte de tal modo que, proveniente de la reversibilidad de la libido del cuerpo propio a la del objeto se genera la angustia. La angustia que cumple con la función de señal de la relación de un sujeto (Lacan, 1963). Jean–Michel Oughourlian (2008), en el prefacio del libro Anorexia e desejo mimético de René Girard, define la anorexia como «una verdadera enfermedad de la rivalidad» (p. 8) y reflexiona: «¿Se puede pensar que las jóvenes dejan de alimentarse y arriesgan la vida para parar la violencia que las rodea?» (p. 8). Concluye que «si tal hipótesis tuviera alguna validad, la anorexia sería, en efecto, una enfermedad del deseo y de la rivalidad, pero no sería una locura sin sentido» (p. 8). La amenaza en la mirada, la posibilidad de la transgresión en x provienen del temor al incesto o fantasías incestuosas, la mujer con anorexia deja de comer para desaparecer las redondeces del cuerpo, la feminidad y el atractivo en él, como estrategia defensiva para ponerse a salvo del deseo incestuoso del padre, del deseo fusional de la madre. En el caso de a el deseo se encuentra catapultado al lado opuesto, en lugar de comer nada es satu-

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ración e indiferenciación de las formas femeninas del cuerpo. Cuando explica el tamaño de su cuerpo a declara: «Tengo miedo de que mi padre me desee sexualmente, y a veces cuando tengo ropa ligera me mira con deseo y eso me asusta mucho», «él me mira al cuerpo y me da miedo, y se me caería el mundo si algo pasara». Concerniente al padrastro de x: «La semana pasada tenía ropa interior mía en su cuarto, y le dije a mi mamá y no hizo nada, dijo que había sido el gato quién había llevado la ropa»; «pues qué asco que mi padrastro haga eso y me vea así, pero, en eso yo no puedo sola, si no me ayuda mi mamá, ¿qué hago?», «ella debería castrarlo». Se observa la prevalencia simultánea de afectos que provocan temor y decepción, odio y culpa. Ventoso (2002) asevera que es la imagen del cuerpo negativizada frente a la mirada del otro. La mueca e insuficiencia narcisista de la imagen (Recalcati, 2003). Lo mismo sucede con a. Las fantasías incestuosas en x y a se plasman en el cuerpo (Tubert, 2001). x: «La cara si me gusta pero de aquí a abajo [señala su cuello] no estoy a gusto con mi cuerpo». Según Caparrós y Sanfeliu (2004) y Tubert (2001) aparece la imposibilidad en la anorexia de hablar de la condición sexuada del cuerpo: «Un amigo me dijo hace unos días que ya sabía a dónde se me iba la comida y me vio por atrás»; y se señaló «otros decían que era la niña hoja porque estaba plana por los dos lados. O la niña culpa porque nadie se la quería echar», «me gustaría sobresalir por mis estudios, vestirme súper pegada se me hizo como venderme. Yo no soy mi cuerpo, yo soy yo». Se presenta la dificultad de lidiar con el deseo (el propio y el del otro), de ver su cuerpo como (im)propio, la anorexia como tentativa de aniquilar la sexualidad del cuerpo, de convertirse en un ser andrógino asexuado, libre de exigencias, deseos y mandatos de su cuerpo, control omnipotente, aislada–escindida.


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Conclusiones Bibliografía A nivel de campo escópico la pulsión está implicada en esa mirada golosa, en que devenir objeto para la mirada del otro se convierte en inscripción de exceso (transgresión), la cual afecta la conformación imaginaria del cuerpo que se torna sin representación. La mirada de escarnio desprende al sujeto de la corporalidad o le fragmenta. La mirada como transgresión en x se convierte en angustia por la reversión de esa pulsión escópica. Así, la mirada de escarnio que se despliega sobre el cuerpo de cada una de las pacientes, esa mirada de la que parecen quedar presas entre la transgresión y las dificultades de representación, busca desecharle mediante los kilos, el peso del cuerpo, sus contornos. Desaparecer las redondeces del cuerpo, la feminidad y el atractivo en él, como estrategia defensiva para ponerse a salvo del deseo incestuoso del padre y de la indiferenciación con la madre. La mirada del padre de a que se posa sobre su cuerpo con amenaza de la caída de la función paterna. Ocultar en la grasa el cuerpo mirado es producir la desaparición imaginaria de lo que atrae a la mirada del Otro: la causa de la mirada. Sostener con el crecimiento del cuerpo la función paterna. x y a pretenden ser algo distinto a su cuerpo. Cuerpo que recibe la insoportable mirada con la que lidian a partir de un conflicto fundado en la dificultad de representar el exceso y defenderse de la transgresión. La fantasía enlazada de ambas se relaciona con un cuerpo al que rechazan activamente, buscando ocultar esa reversión pulsional, la culpa por incitar una mirada de deseo o una mueca de decepción. La imagen corporal se reconfigura a través de la nada o de la saturación. La feminidad sepultada a través de la obesidad y de la anorexia configuran tentativas de apaciguar la golosa mirada del Otro que han internalizado y de la que intentan refugiarse (en los huesos) o resguardarse (en la grasa).

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Sociedad y plus de goce: la complicidad ideal del discurso capitalista EDGaR MiGUEL JUÁREZ saLaZaR Universidad de Michoacán de San Nicolás de Hidalgo

La sociedad en la obra de Jacques Lacan es algo más que un simple concepto. Lo anterior dista de ser una propuesta tendenciosa puesto que nunca se encuentra una definición absoluta o totalitaria para un concepto tan complejo. En sus primeros trabajos sobresale lo social como «tensión» necesaria para la conformación de la personalidad (1933, p. 285); sin embargo, todavía no se alcanza a definir a profundidad aquello que deba ser entendido como sociedad; quizá sólo sea posible interpretar los primeros alcances de lo social de manera ulterior al discurso de Roma, donde el lenguaje se torna totalmente esencial para la teoría lacaniana. Gracias al peso que le brinda al significante se estructura la base de la sociedad dentro de un universo más profundo como el propuesto por la cadena significante. El lenguaje es la estructura fundamental de los individuos, es ese algo que «preexiste en los sujetos» (Lacan, 1957, p. 463). Al enfatizar en la posibilidad y sus alcances Lacan sostiene que «el sujeto, si puede parecer siervo del lenguaje, lo es más aun de un discurso en el movimiento universal del cual su lugar está ya inscrito en el momento de su nacimiento, aunque sólo fuese bajo la forma de su nombre propio» (1957, p. 463). Conviene precisar las palabras «siervo» del lenguaje y del discurso y «universal». Al ser el sujeto siervo del lenguaje se vuelve un sujeto ligado a las formas discursivas donde se encuentra conformado. Por tanto, está barrado por lo simbólico, presa de los significantes. Lo anterior es esencial para comprender a la sociedad como una parte de ese discurso propuesto por el Otro (A). El sujeto se halla entonces sometido a la cadena significante y es el Otro (A) quien aparece como ese cúmulo de significantes que compone la base de la cadena que estructura al sujeto y sus avatares sociales:


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Lo que distingue a una sociedad que se funda en el lenguaje de una sociedad animal, incluso lo que permite percibir su retroceso etnológico: a saber, que el intercambio que caracteriza a tal sociedad tiene otros fundamentos que las necesidades aun satisfaciéndolas, lo que ha sido llamado el don como hecho social total» (Lacan,

guración proporcionada por el Otro (A). Sin embargo, no debe sugerirse una estructura fija e inamovible sino una estructura variante y aleatoria como en esencia lo es para el pensamiento de Lacan. Así, quedamos ante la exposición de una sociedad emanada de la disposición del Otro (A).

1955, p. 392). Es lícito deducir que la noción de sociedad puede ser

Es el lenguaje quien vierte en el sujeto necesidades alejadas de la simple acción cultural del sujeto. El que exista una distinción entre una sociedad animal y una sociedad como la nuestra no obedece a la simple aparición del lenguaje sino a la condición del significante en el lenguaje y las posibilidades que éste concede a los sujetos. Por tal motivo la sociedad y su conformación simbólica poseen un alcance discursivo mayor que cualquier sociedad animal, puesto que los sujetos están provistos de necesidades simbólicas otorgadas sólo por un orden social establecido. El significante se articula dentro de esta cadena discursiva a la luz de otros significantes que le dan relevancia a la estructuración de los sujetos y su discurso. En Lacan aparece como hic et nunc, es decir la posibilidad de articular a la sociedad como un significante, el cual devela su peso a partir de su correlación con otro significante. Este autor insistía en la facilidad de

Ese valor desconocido del significante es el mismo que posibilita su entrada dentro del plano inconsciente. Hasta ahora hemos dejado abierta la posibilidad a la inserción del significante dentro del universo simbólico del sujeto. Es indispensable incidir en que la sociedad tal cual nos es expuesta, articula una serie de asociaciones propias y falsas; dado que si convocamos a la idea del significante la sociedad queda enmarañada dentro de otros significantes que cubren la verdad del sujeto: «La experiencia lo prueba: mientras más no significa nada, más indestructible es el significante» (p. 265). En ese sentido, Pavón–Cuéllar aclara:

criticar lo que puede tener de arbitrario o de huidizo el

La sociedad misma no se manifiesta de la misma mane-

uso de una noción como la de sociedad, por ejemplo.

ra a todos sus miembros. Cada miembro tiene un punto

No hace tanto tiempo que se inventó la palabra, y resul-

de vista diferente que le permite ver las cosas completa-

ta irónico ver a que impasse concreto lleva, en lo real,

mente diferentes. Ese punto de vista es la posición única

la noción de la sociedad como responsable de lo que le

de cada uno en la estructura significante de la sociedad

ocurre al individuo, cuya exigencia ha dado lugar final-

(2009, p. 119).

puesta en duda. Pero precisamente en la medida misma en que podemos ponerla en duda es un verdadero significante. Y por esa misma razón entró en nuestra realidad social como una roda, como la cuchilla de un arado» (1956, p. 265).

mente a las construcciones socialistas (1956, p. 265).

Que la sociedad se presente como un impasse concede a la interpretación del significante no sólo en su unidad de engaño a partir de su cadena; implica también la relación que este significante va a guardar con la estructura que conforma la confi-

La sociedad nunca tendrá la misma representación para cada uno de los sujetos, entonces se produce la amalgama del significante y su encadenamiento. La respuesta llega dentro de las posibilidades de unión entre los sujetos. Incluso debe articularse en aquello que puede entenderse como producto del


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hombre. Es pues donde debe referirse a la cultura; no obstante, la cultura. Lacan lo enuncia en una explicación de la obra El Balcón, de Jean Genêt: Genêt nos presentifica, nos encarna sobre el plano de la perversión, lo que a partir de este momento toma su nombre, a saber, que en un lenguaje recio podemos en el día de gran desorden, llamar: todo el burdel en el que vivimos, en tanto que es como toda sociedad, siempre más o menos en estado de degradación de la cultura (1958, p. 272).

En principio, toma la degradación a la cultura y descubre una relación denominada «rapport» que une al sujeto y su palabra. Se trata de la enunciación de un encuentro, una acción simbolizada y enmarcada en la perversión a partir del orden degradante establecido por la sociedad. Para Lacan el hecho de encontrar una cultura degradada por la sociedad se debe a la instauración de un orden social: Es una relación adulterada, si es una relación en la que cada uno ha fracasado y donde nadie se reencuentra, no es menos cierto que esta relación continúa sosteniéndose, por degradada que esté, para ser presentada ante nosotros, [...] por lo menos como algo que está ligado a esto que existe, a lo que se llama orden (1958, p. 273).

La relación social se logra gracias a la presencia de un orden diseñado por una especie de savoir faire social. El cual reproduce patrones aleatorios e inamovibles para seguir manteniendo la relación del sujeto y su discurso. Esta relación de orden establecida por la sociedad parece ser articulada también en las posibilidades del sujeto y su goce otorgado por la contingencia de la transgresión a la ley y la renuncia al goce. La acción de estos conceptos se concentran dentro de los alcances discursivos de los sujetos. Evidentemente, la perversión y la neurosis se posicionan como efectos del discurso. Como menciona

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Braunstein: «El goce no es una función vital; aparece en tanto que la vida está mortificada por la palabra y por la ley» (2006, p. 76). Lo anterior indica que la inserción de la palabra y el sujeto se plasma en un vínculo de goce en la inserción perversa de éste como en su renuncia. A fin de vislumbrar un poco dicha renuncia, este plus, como un efecto del discurso y en cuanto a los del mercado en el sentido capitalista, sirva de modelo esgrimir la función del trabajo, el cual se explica como una renuncia al goce por parte del sujeto. Sin embargo, aquello que se obtiene de ganancia por renunciar al goce es la máscara del objeto a, un plus que otorga el Otro (A) por haberse instaurado una función social como el trabajo. Función que dilucida de igual modo el malestar en la cultura por efecto de la exigencia social del trabajo. Si algo puede producir malestar es el efecto de lo que se entiende ab origine de una exigencia social. No obstante, se percibe en el ejemplo del trabajo un pago simbólico, un significante adherido a éste, el dinero. Es pertinente precisar la idea marxiana de la plusvalía con la intención de modular este punto. Marx enuncia en una primera aproximación a la plusvalía como «el remanente del valor del producto sobre la suma de sus elementos de producción» (1867, p. 160). En general, es ese excedente que obtiene el capitalista a partir de la explotación de la fuerza de trabajo del obrero. En opinión de Lacan (1969), «el Otro está en el mercado que totaliza los valores» (p. 17). Entonces, es el Otro (A) quien configura a manera de intercambio ese excedente, tal cual podemos observar también en la teoría marxiana del valor de uso y el valor de cambio. Si el Otro (A) se halla intrincado en ese excedente delimita las posibilidades de su transgresión y de su aceptación en cuanto tal. Es así como se erige el sujeto dentro del discurso del Otro (A). Es innegable la relación del concepto de plusvalía en Marx y plus de goce en Lacan; por tanto,


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sería conveniente comprender la lectura de ambos conceptos en la ilación de los designios del orden social, mediatizado por la incesante renuncia al goce por parte del sujeto. Que el sujeto renuncie al goce por efecto del discurso tiene implicaciones más allá del orden inconsciente puesto que es el desarrollo de todo un semblante en el sujeto social el que promueve la existencia de la renuncia. El mundo social, si se permite la expresión, se encuentra mediatizado y conformado a la par del orden del trabajo. La ruptura con dicho orden implicará asimismo mecanismos que excluyan, segreguen y mutilen a aquellos seres gozantes absolutos. De acuerdo con Marx, «cuando el proletario proclama la disolución del orden actual del mundo no hace más que pronunciar el secreto de su propia existencia, ya que él es la disolución de hecho de este orden del mundo» (1844, p. 84). Si se comprende la existencia de un poder de Estado realizado por quienes tienen fundamentalmente un poderío económico, se podrá entender que la evocación de la verdad del proletario logra revertir el orden porque él mismo ha sido quien le ha dado vida a ese orden mismo. De tal forma, el proletario revertirá el orden social si decide atender a su voluntad emancipatoria como proletariado. Lo anterior es propuesto a la luz de que el proletariado a diferencia del esclavo no sabe de su goce, por tal motivo renuncia por efecto del discurso a éste y obtiene a cambio un excedente que permite el libre desarrollo de la economía capitalista de mercado. Que exista una sociedad facilita la represión del deseo del sujeto, lo condena a una renuncia a su mismo deseo. Esta renuncia es la que posibilita que el sujeto se encuentre operando de manera convencional e incluso con entera conformidad ante los designios del Otro (A). «El esquema de la relación de la perversión con la cultura, en tanto que ella se distingue de la sociedad. Y si la sociedad implica por su efecto de

censura una forma de disgregación que se llama neurosis» (Lacan, 1961, p. 42). Es así que la cosa funciona en un discurso ideal para una sociedad representada y auspiciada por la ley. El universo simbólico matiza las exigencias sociales en las que el sujeto basa su comportamiento. La neurosis es el malestar general a partir del constreñimiento del deseo del sujeto. No obstante, el sujeto es el menos responsable de dicha condición; es sin duda el resultado de toda la amalgama de prohibiciones e incitaciones al goce promovidas por el Otro (A) y la ley que de él deviene. En su clase del 4 de abril Lacan expone: «La relación del deseo del sujeto, del sujeto al deseo del Otro no tiene nada que ver con cualquier cosa que sea intuitivamente soportable en ese registro» (1962). Alude a un registro psico–sociológico, lo que sugiere que es precisamente ese orden el que nos disfraza el deseo, ya que se halla establecido en una disposición de consciencia. Si la repetición se determina en un constante retorno hacia la posición del deseo, la condición social es la que nos hace repetir cada vez más a partir de él y nos dirige de manera directa hacia la posición del goce. Se palpan dos condiciones para la explicación social en Lacan. Por un lado, la edificación simbólica significante de la sociedad a partir del discurso del sujeto y su asociación. Por el otro, sostenemos que el plus de goce en Lacan, esa renuncia, es efecto del discurso del sujeto que a su vez tiene entera relación con las formas en las que la sociedad se desarrolla. Si existe un discurso dominante en el Otro (A) que construye las ilaciones sociales debe pensarse en los alcances constitutivos de discursos que someten a la sociedad para que funcione de tal o cual manera. La sociedad, entonces, tiene una función que regula el deseo del sujeto y a su vez se aprovecha a aquellos que se dejan sujetar al Otro (A). Si pensamos en una sociedad actual mecanizada y confeccionada como tal, es imposible no reflexionar en


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el cómo la renuncia al goce entra en complicidad con la dialéctica donde queda articulada la sociedad como significante y que facilita que la discursividad del consumo siga su avasallante camino. Si el sujeto renuncia a su goce cae en el engaño del objeto a que es insaciable e insoportable. Finalmente, el discurso sigue reproduciendo significantes que lo sustituyan a merced de quienes tienen el poder político y económico. La apuesta final es la conjunción de ambos significantes para que las condiciones sociales se estabilicen en la explotación del proletariado; sin embargo, no se trata sólo del proletariado sino también de las condiciones materiales de existencia donde se desarrolla el sujeto. Allí donde el discurso debe de movilizar nuevos significantes que incidan en el orden social que se establece. Puesto que el orden establecido condena al malestar del trabajo y su intercambio en un mercado que valoriza en exceso el consumo, es prioritario cuestionar e incidir el orden del mercado y los avatares que construye.

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Lacan, J. (2009). «La instancia de la letra en el inconsciente, o la razón desde Freud». En Escritos 1. México: Siglo xxi. Marx, K. (1994). «Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel». En La cuestión judía y otros escritos. Barcelona: Planeta. Marx, K. (2006). El Capital: crítica de la Economía Política i. México: Fondo de Cultura Económica. Pavón–Cuéllar, D. (2009). Marxisme Lacanien. París: Psychophores.



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La histeria ¿una forma clínica actual? ivOnnE siERRa ORTiZ HÉCTOR FERnanDO sÁnCHEZ aGUiLaR vÍCTOR JaviER nOvOa COTa Universidad Autónoma de San Luis Potosí

Introducción La histeria es un tema ampliamente tratado por el psicoanálisis clásico y contemporáneo; sin embargo, es necesario constatar su transformación con respecto a la concebida por Freud. Un recorrido teórico sobre las primeras teorías freudianas, del trauma y la de la fantasía como origen inconsciente de la histeria, así como una revisión de las formulaciones contemporáneas permitirá forjar una visión precisa sobre aquello que la distingue de otras formas clínicas. La histérica encierra un enigma en torno a su feminidad. Popularmente ve en ella la expresión máxima. El psicoanálisis postula que se encuentra muy lejos de ser mujer, está imposibilitada de acceder a su feminidad debido a su alienación dentro de una identificación viril, que siguiendo a Freud (1932) es producto de uno de los destinos de castración, cuando la niña decide seguir esta vía al tomar noticia de la castración de su madre. Asimismo, la conceptualización de los distintos padres de la histérica dilucidará la dialéctica de su deseo. Deseo que se halla preso dentro de la identificación con el padre, ante lo cual, la propuesta psicoanalítica apuntará a activar procesos psíquicos que le permitan ir más allá de dicha identificación fálica y abrir una nueva interrogación sobre su deseo. Se aborda la dificultad de establecer un diagnóstico desde esta área, resaltan puntos estructurales que ayuden al clínico a dar cuenta de la estrategia del deseo del caso en cuestión. Ello inevitablemente incidirá en las estrategias utilizadas para la dirección de la cura. Se retomará el papel del cuerpo histérico, su aspecto conversivo ya no basta como signo distintivo de dicha neurosis, sus marcas, la falización, la paradoja del cuerpo en la histeria, etcétera. La finalidad de la presente investigación tiene como cometido proporcionar una visión puntual sobre aspectos para la determinación de dicha


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forma clínica, y reflexionar sobre las posibilidades de tratamiento dentro del saber psicoanalítico.

Primeras elucidaciones sobre la histeria en psicoanálisis El psicoanálisis se relaciona estrechamente con los estudios realizados por Freud en 1885–1886 durante su estadía en la Salpêtrière con Charcot, de ahí que su técnica usada en la clínica psicoanalítica se vincule al tratamiento del sufrimiento histérico. Freud concibe la primera teoría sobre la génesis de la histeria como la huella psíquica de un trauma, en específico de un trauma sexual vivido a temprana edad por el infante al ser seducido por un adulto. En 1900 considera que el origen de la histeria ya no se debe a un trauma real en la historia del paciente, se enfoca a la vida sexual infantil, donde cada una de las experiencias vividas por el niño a nivel de las zonas erógenas alcanza por sí misma el valor de un trauma. Deja de lado la teoría del trauma por considerarla improbable, pues rastrear en todos los casos de histeria una seducción real por parte del padre parecía algo dudoso. Tal viraje crucial se encuentra plasmado en la carta que envía a Fliess en 21 de septiembre de 1897, en la que escribe «Ya no creo más en mi neurótica». Ese abandono abre paso a la fantasía inconsciente de la histeria. Justo esta segunda teoría es la que predomina hasta nuestros días; sin embargo ¿qué sucede con las histéricas actuales? Si bien cada vez se producen menos síntomas similares a los de la época de Freud, la histeria parece adoptar formas más sutiles, de suerte que la conversión como característica esencial de dicha forma clínica pronto a desaparecerá. Más allá de la ceguera histérica o la imposibilidad de caminar, es importante destacar los signos concernientes a la histeria de hoy. La histeria sufre transformaciones junto con el devenir histórico, pues siempre está alerta a la

moda, al juicio vigente, a las convenciones imperantes. Sensible a la aprobación de las mayorías, abandona el lecho de enferma —la sociedad de ahora no tiene tiempo para cuidar enfermos—, el beneficio secundario no rinde sus frutos (Bleichmar, 1991, p. 118).

¿Cómo se juega la función paterna en la neurosis histérica? La figura del padre tiene una importancia fundamental en cada una de las formas clínicas de las que se puedan hablar en psicoanálisis. Freud trabajó este aspecto desde el primer momento en que habló sobre una teoría acerca de la contracción de la histeria. En un principio se diferenció la participación del padre, siendo aquel quien se acercaba al infante para seducirlo, se aludía a una faceta perversa, una faceta que provocaba una sorpresa desagradable. En un segundo momento, cuando hizo referencia a la teoría del fantasma y no de la del trauma, el padre era partícipe de las fantasías sexuales del infante. En definitiva desempeñaba un papel preponderante dentro de la neurosis histérica. Catherine Millot (1988) en Nobodaddy. La histeria en el siglo delinea una doble figura de la carencia paterna: la del padre muerto, impotente para abrigar goce, y la del padre perverso, seductor. Esta doble figura se percibe en los historiales clínicos de los estudios sobre la histeria, se diferencia en un inicio la muerte del padre como el suceso por el cual algunas de las histéricas enferman (Anna O., Elizabeth Von R., Emmy Von N.), la otra apariencia del padre, la del perverso seductor, también se encuentra en los historiales (Katarina y Rosalía H.). Pese a esta doble figura, Freud privilegia la perversión del padre seductor como el elemento clave para describir la etiología de la histeria. Una vez que se le resta importancia a la teoría del trauma y se destaca a la teoría del fantasma, se men-


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ciona a propósito del caso Dora, que todas las asociaciones de la joven se relacionaban con el padre; los reproches, las quejas. El padre aparece aquí como el punto tope de las asociaciones, el límite de lo decible, se le compara con el ombligo del sueño, punto en que convergen las cadenas asociativas del contenido latente, y se obtiene así el señuelo para distinguir la oscuridad del deseo, la repulsión y la atracción; el tabú (si es posible llamarlo de esa forma). Entonces, el deseo reprimido por el padre viene a ser la etiología de la histeria, la culpa que es devuelta al infante por sofocar el deseo incestuoso, el deseo prohibido, reprimido que se vincula a una ley: el complejo de castración, es decir, el límite interno de la ley edípica, la prohibición al incesto. Al reiterar sobre la doble figura del padre se vislumbra uno de sus ideales, el deseo añorado, incluso al denunciar la figura de un padre perverso y seductor da testimonio de su existencia. Stella Maris Rivadero, en Histeria, sostiene que la histérica es aquella que se ocupa más fervientemente y trabaja para lograr que haya padre en algún lugar. Sin importar el sacrificio que ello represente. Una tarea casi imposible, como lo hizo Elisabeth Von R. al intentar restituir la dicha de la familia que se perdió al morir su padre. La figura del padre en psicoanálisis no es una persona en específico, Freud abrió esta propuesta tomando en cuenta las diferencias del padre totémico y el padre edípico. Por su parte, Lacan alude a tres registros: simbólico, imaginario y real. El padre simbólico es una posición, una función, la cual regula el deseo en el complejo de Edipo y propicia una distancia, también simbólica, entre la madre y el hijo. El padre imaginario soporta la rivalidad infantil, deviene el prototipo con el que se identificará el niño y en el caso de la niña espera una promesa de él, ambos en la dimensión de la instauración de un universo fálico. El padre real muestra lo real de él en cuanto a la imposibilidad de dar cuenta de su deseo y de su castración.

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Feminidad e histeria El estudio sobre lo femenino ha sido un tema exhaustivamente tratado por el psicoanálisis, los trabajos de Freud al respecto generaron conmoción entre los movimientos feministas de la época, los cuales calificaron su teoría de machista; no obstante, una mirada más profunda hacia sus postulados tendrá como cometido conocer parcialmente la posición histérica con relación a la feminidad: «El enigma de la feminidad ha puesto cavilosos a los hombres de todos los tiempos» (Freud, 1932, p. 105). El desarrollo libidinal se manifiesta paralelamente en los dos sexos, para los dos el primer objeto es la madre, dicha elección responde al tipo de apuntalamiento, pues ha sido ella quien ha satisfecho sus necesidades primordiales. Se genera así una ligazónmadre preedípica, a la que Freud atribuye un valor imprescindible al momento de tratar de entender a la mujer, posteriormente, esa ligazón será sustituida por otra hacia el padre, misma que provocará sentimientos hostiles hacia la madre, puesto que la ha privado de tener pene, que pueden durar incluso toda la vida. El fantasma inconsciente fundador de la histeria es la amenaza de castración. Nasio (1991) remite que en la niña sería más bien una castración ya consumada, donde el brote histérico es la angustia despertada por el cuerpo de la madre, y que se equipara con la angustia que experimenta la mujer histérica ante la penetración sexual, percibida en demasía como peligrosa y desintegradora. Freud (1932) postula que la feminidad normal en la mujer es uno de los tres destinos a los que puede claudicar una vez que ha tomado noticia de la castración de la madre y por tanto de la suya. Se le presentan diversas vías: inhibición sexual o neurosis, complejo de masculinidad y feminidad normal. La histeria pudiese transitar por cada uno, porque de cierta manera dan cuenta de expresiones de la feminidad.


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El complejo de castración se encarga de normativizar el deseo sexual, pero no incide en lo femenino, probablemente se sitúe dentro del primer destino, que hace alusión a uno de los intentos de Freud por entender la histeria, cuya etiología condujo a intimidades de la vida sexual: «No vacilo en considerar histérica a toda persona a quien produce asco cualquier ocasión de excitación sexual, manifieste o no, esta persona síntomas somáticos» (Freud, 1987, p. 60 citado en Nasio, 1991, p. 47). La envidia del pene pone fin al onanismo, la niña expresa el disgusto con su clítoris y hacia toda satisfacción proveniente del él. Se renuncia a la actividad para pasar a la pasividad, aquí tiene lugar la vuelta hacia el padre, se busca en él, el pene que le fue negado. Consecuentemente se prepara el terreno para la venida de la feminidad. La envidia de pene sería quizá un deseo por excelencia femenino, el cual impacta en la conformación de la feminidad y en la elección de objeto, que tiende a ser con relación al hombre que de niña le hubiese gustado ser: «Adjudicamos a la feminidad, pues, un alto grado de narcisismo [...] de suerte que para la mujer la necesidad de ser amada es más intensa que la de amar». (Freud, 1932, p. 122). Concerniente a la feminidad en la histeria, Bleichmar (1991) se centra en una identificación temprana, preedípica de la niña hacia la madre, por medio de la que se definirá su ser mujer, a esto denomina feminidad primaria, a través de ella se formará el yo ideal preedípico femenino de la niña, gobernado por las significaciones que emanan de lo femenino. La posterior castración de la madre vendrá a erigir el falicismo, instituido como símbolo de poder, símbolo perdido que remembraba una creencia preedípica: la omnipotencia materna, en la que la madre encarnaba el poder, el todo, la completud imaginaria. Ahora el pene vendrá a compensar esa carencia. El ideal femenino primario se pierde con la castración pues encuentra difícil identificarse con

esa madre en falta, a lo que erige al padre como su ideal: «El interrogante mayor a dilucidar no es cómo hace la niña para cambiar de objeto y pasar de la madre al padre, sino cómo se las arregla la niña para desear ser una mujer en un mundo paternalista, masculino y fálico» (Bleichmar, 1991, p. 19). Genera así una necesidad de recurrir a una referencia fálica para restablecer su narcisismo y hace del hombre el centro de su vida. Reacciona ante las situaciones que la humillen con el medio que conoce por excelencia, controla su deseo al mantenerlo insatisfecho. Para Lacan (1956), la histeria se estructura con el cuestionamiento ¿qué es una mujer?, pregunta que atañe tanto a los hombres como a las mujeres. Debido a la disimetría por la que pasa la niña en el complejo de Edipo, no hay simbolización del sexo de la mujer en cuanto tal: «En tanto la función del hombre y la mujer está simbolizada, en tanto es literalmente arrancada al dominio de lo imaginario para ser situada en el dominio de lo simbólico, es que se realiza toda posición sexual normal» (Lacan, 1956, p. 253). Desde esta perspectiva, Lacan sostiene que la mujer no existe, lo que hace del sexo femenino algo vacío, un agujero simbólico en el que se gesta la pregunta histérica, cuya solución parece girar en torno a la maternidad, al deseo de ser madre y con esto, portar el falo que le fue negado en un principio; pero esto sólo responde parcialmente sobre lo femenino. Distintas son las concepciones que se tejen de la feminidad en la histeria. Pareciera que detrás de ellas existe una alienación dentro de lo viril por parte de la histérica, alienación que no le permite acceder a la feminidad, a su ser mujer.

El cuerpo en la histeria En psicoanálisis es de gran importancia tener una construcción sobre lo que se concibe como el cuerpo. Todavía más, ¿cómo se puede pensar el cuerpo


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en la histérica?, ¿cuáles son los elementos particulares presentes en esta forma clínica? El cuerpo en psicoanálisis es aquel que requiere, solicita y en ocasiones grita para ser escuchado, no es visto como la mirada médica lo estudia. Es evidente que el cuerpo en esta área, no es el que de manera biológica y orgánica se piensa, sino el que se construye mediante los efectos de la palabra. No se nace con un cuerpo, sino que se construye, se delimita y se identifica a partir del surgimiento del yo. De acuerdo con Nasio (1991) el cuerpo en la histeria, sufre en una paradojal existencia, en la angustia, además puede pensarse mediante la idea de un cuerpo dividido en una zona genital y otra no– genital; la primera con la característica principal de estar aquejada por diversas inhibiciones sexuales y la segunda, por encontrarse excesivamente erotizada. Lo anterior acompañado de una total aversión y repulsión a cualquier contacto que suponga una excitación o relación sexual. Ello da cuenta de la paradoja de la vida sexual del histérico.

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la teoría del fantasma, lo que está tras ella es siempre la angustia de castración. Prevalecen la voz del padre como prohibidora del incesto y la mirada hacia el cuerpo castrado de la madre. La división entre las zonas genital y no genital clarifica la conversión histérica, Nasio (1991) refiere una falización del cuerpo, un momento en el que la angustia focalizada sobre el falo se desplaza hacia el resto del cuerpo y deja desprovista de carga libidinal la zona genital, por lo que deviene un cuerpo que sufre de ser un inmenso falo. Los síntomas inscritos en el cuerpo pueden servir como indicio, para pensar que se está frente a una histeria (sin perder de vista que la conversión no basta por sí misma para definirla). En tales enfermos, lo corporal se incorpora en los síntomas, fantasías, sueños, etcétera, donde resalta ese aspecto. El cuerpo funciona como una superficie de expresión en la que la palabra se inscribe a modo de sufrimiento.

¿Cómo hablar del diagnóstico y el tratamiento en la histeria?

La conversión histérica En la histeria existe una íntima relación con el cuerpo, fueron los síntomas que no tenían etiología orgánica los que Freud escuchó en un primer momento al ser silenciado. La anatomía que la medicina pregonaba no era suficiente para los cuerpos que sufrían de afecciones denominadas histéricas, ahora se sabe que la anatomía que se juega dicha neurosis no tiene, en lo absoluto, nada que ver con la que la biología trabaja. Este es el cuerpo que utiliza la histérica, el que habla y «Lo hace mediante sus sufrimientos, sus conversiones» (Farias, 2010, p. 2). Es el cuerpo que escuchó Freud, las conversiones, las conversaciones (sofocadas) que lo aquejaban. La conversión es un ahorro de displacer psíquico desplazada a lo somático. Desde el punto de vista económico, surge por el desplazamiento de una sobrecarga de energía afectiva que en términos de

El diagnóstico en la clínica psicoanalítica se asocia al tratamiento que ha de llevarse a cabo para perseguir la cura. Dor (2006) comenta que el diagnóstico está envuelto en una paradoja, pues únicamente puede ser confirmado al final del análisis. En ese sentido, ¿cómo establecer un diagnóstico de histeria previo al análisis para determinar el tratamiento adecuado? La escucha representa la única herramienta con la que cuenta el clínico, privilegiando la palabra del paciente. Cuando se dejan de lado los datos empíricos, el diagnóstico sólo alcanza cierto orden al apoyarse en la palabra en la medida en que es un vehículo que hace presente la fantasía. No obstante, existen ciertos elementos estables de los que el clínico puede hacer uso con la mayor prudencia posible con la intención de establecer hipótesis iniciales, tal es el caso de los rasgos estruc-


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turales, los cuales constatan elementos estables y específicos que anuncian una estrategia del deseo del sujeto (Dor, 2006). Por tanto, el diagnóstico definitivo en psicoanálisis permanece en suspenso hasta el final. Para este autor es imperioso distinguir entre síntomas y rasgos estructurales con el objetivo de mostrar los elementos estables dentro de las neurosis, hecho que facilita su diferenciación diagnóstica.

¿Cómo debe proceder el clínico ante el tratamiento de la histeria? La extraordinaria diversidad de las constelaciones psíquicas dadas, la plasticidad de todos los procesos psíquicos y la riqueza de los factores determinantes se oponen a una mecanización de la técnica y permiten que un procedimiento generalmente justificado no produzca en ocasiones resultado positivo alguno, mientras que un método defectuoso logre el fin deseado (Freud, 1913, p. 334). Con respecto a la estrategia, el deseo, la estructura histérica posee formas particulares de proceder en cuanto al deseo. Al desear, la histérica busca la manera de que el otro desee en su lugar, delega su deseo en el otro, por lo que en análisis se cuestiona el deseo del paciente a fin de situar nuevamente el lugar del surgimiento del deseo, reubicarlo. La dinámica histérica se concentra en la represión y el desplazamiento, se desea a nivel del cuerpo, generalmente se elige una parte enferma, también se presenta una inversión de los afectos sexuales, el sujeto tiende a minimizar situaciones auténticamente sexuales, así como a erotizar situaciones que conllevan muy poca carga sexual: «Las estrategias que sin saberlo utiliza el sujeto en la construcción sintomática nunca son ciegas, sino que obedecen a una estructura» (Dor, 2006, p. 41). Al ser el síntoma un cumplimiento de deseo, en él se encuentra cautivo el deseo; el síntoma se convierte en una metáfora, una sustitución significante.

Propuesta del psicoanálisis Según Lacan (1956), la neurosis se sostiene con base en la pregunta ¿qué es una mujer?, interrogante que la lleva a identificarse con el padre para desde ese lugar tratar de responder. A su vez, dicha identificación le permite aseverar la incógnita, por ende, la apuesta del análisis gira en torno a la activación de nuevas formas de elaboración, donde logre ir más allá y se convierta en agente de su propio deseo, trascender lo fálico. Dicho pasaje conlleva necesariamente un duelo, que en la histérica es el duelo de esa identificación viril, que le impedía acceder a su feminidad, a su ser mujer, a su deseo. Ese duelo posibilitará ir más allá. Nasio (1992) alude al atravesamiento de la angustia como algo necesario para perseguir la cura desde dicha forma clínica. Indica que una de las mayores dificultades que encuentra el psicoanalista en el camino de la cura de su paciente histérico, consiste en descubrir la forma de desanudarlo de la angustia que ha cargado la mayor parte de su vida, pues aunque parezca insólito percibe en esa angustia un efecto tranquilizador, una fijación irresistible a la que el histérico se ata y de la cual no quiere renunciar. El trabajo del clínico consistirá entonces en crear todas las condiciones indispensables en análisis para que el paciente experimente una angustia nueva, la concerniente a la angustia de castración, logre atravesarla y la deje. Desde esta perspectiva el fin del análisis de la histeria consiste en instalar una histeria de transferencia y resolverla en análisis, buscar otra salida que no sea la conversión, se trata de que el analista conduzca al paciente a un estado de angustia equivalente al origen fantasmático de su neurosis y resolverla juntos, atravesar la angustia. En opinión Millot (1988) la dirección de la cura es esa posibilidad para deshacer las fijaciones pulsionales del paciente, es decir, que renuncie a los goces que mantenían cautivo el deseo y que sirva para fines distintos.


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«Atravesar la angustia significa ser atravesado por ella» (Nasio, 1922, p. 101). El exitoso atravesamiento de la angustia por el sujeto generará que acepte la pérdida, y comprenda que en dicho atravesamiento será imposible ser un todo, estar completo e inevitablemente habrá una pérdida, pero la misma no pondrá en peligro la integridad de su ser, asumirá que está irremediablemente castrado. Al hacer esto la angustia ya no tendrá razón de existir y se extinguirá, le permitirá al sujeto ser quien fue en un principio, de igual modo la percepción de la identidad sexuada sufre un drástico cambio, ahora el sujeto asume su identidad de ser hombre o mujer y pasa de inmediato a cuestionarlo. Al atravesar la angustia el sujeto se separa de su niño fálico, al cual reencontrará una y otra vez en su vida, con la diferencia de que ahora le producirá un quantum considerablemente menor de angustia.

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tionarse sobre su deseo. Por lo que debemos preguntarnos sobre la dimensión fálica implicada en la histérica. ¿Qué tan válido es pensar a la histeria en la posmodernidad, en cuanto a la falta de límites? O sobre el lugar que tiene la función paterna frente al goce que se impone al sujeto y lo imposibilita para ponerse a la altura de su deseo. Lacan en un momento dado hizo un retorno a Freud para cuestionar la manera en que se leía su obra, corresponde a nosotros regresar a su lectura y cuestionar la psicopatología actual y cómo ésta puede ser vislumbrada a partir de la obra freudiana.

Bibliografía Bleichmar, E. (1991). El feminismo espontáneo de la histeria. Estudio de los trastornos narcisistas de la feminidad. México:

Conclusiones

Siglo xxi. Dor, J. (2006). Estructura y perversiones. Argentina: Gedisa.

La circulación social y cultural se ha movido de lugar, ello sin duda impacta en los procesos psíquicos que se llevan a cabo en la singularidad de cada caso, lo que propicia que la sintomatología escuchada en la clínica actual cambie. ¿Cómo se podrían pensar las manifestaciones histéricas en la contemporaneidad? En la actualidad la clínica psicoanalítica imperante es una clínica de lo real puesto en el cuerpo, lo real es inaccesible a la palabra y a la imposibilidad de tramitación simbólica. ¿Podría pensarse la anorexia en el límite como una forma de histeria reciente?, ¿qué sucede con las marcas en el cuerpo, con los intentos de suicidio, las autoflagelaciones, las fobias incorporadas al cuerpo, las locuras histéricas, etcétera? Si la estructuración psíquica de la histérica se produce a partir de la instauración de la ley paterna, se inserta en una dimensión fálica que la mantiene cautiva y que le impide acceder y cues-

Farías, F. (2010). El cuerpo de la histérica–el cuerpo femenino. Recuperado de http://www.champlacanien.net/public/docu/3/rdv2010pre5.pdf Freud, S. (1895). «Proyecto de Psicología». En Obras completas, (tomo i). Buenos Aires: Amorrortu. Freud, S. (1896). «Etiología de la histeria». En Obras completas (tomo iii). Buenos Aires: Amorrortu. Freud, S. (1913). «La iniciación del tratamiento». En Obras completas (tomo ii). Buenos Aires: Amorrortu. Freud, S. (1932). «33 Conferencia. La feminidad». En Obras completas (tomo xxii). Buenos Aires: Amorrortu. Lacan, J. (1956). «La pregunta histérica». En Seminario iii. Las psicosis. Argentina: Paidós. Lacan, J. (1956). «La pregunta histérica (ii). ¿Qué es una mujer?». En Seminario iii. Las psicosis. Argentina: Paidós. Millot, C. (1988). Nobodaddy. La histeria en el siglo. Buenos Aires: Nueva Visión. Nasio, J. (1991). El dolor de la histeria. Argentina: Paidós. Rivadero, S. (1998). Histeria. Recuperado de http://www. efba.org/efbaonline/rivadero–06.htm



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Pulsión de muerte y melancolía:

mujeres en una clínica psiquiátrica

L iLiana CRUZ FiGUEROa C aRMEn ROJas HERnÁnDEZ Universidad Autónoma de San Luis Potosí

La meta de toda vida es la muerte, Lo inanimado estuvo ahí antes que lo vivo. Freud (1920)

Siguiendo a Laplanche y Pontalis (1979) se entiende la pulsión como un proceso dinámico consistente en un impulso (carga energética, factor de motilidad) que hace tender el organismo hacia un fin. De acuerdo con Freud, tiene su origen en una excitación corporal, su fin es suprimir el estado de tensión predominante en la fuente pulsional, gracias al objeto logra alcanzar su fin. Las pulsiones son representantes de todas las fuerzas provenientes del interior del cuerpo y que se transfieren al aparato anímico (Freud, 1920). Una pulsión es un esfuerzo, inherente a lo orgánico vivo. La concepción freudiana es dualista, pues hace una distinción entre las pulsiones de vida y las pulsiones de muerte. Para fines de esta investigación nos concentraremos en esta última. La vida pulsional en sí, sirve de provocación a la muerte, de esa manera se convierte en prototipo de la pulsión, cuya especificidad reside en el movimiento regresivo al estado anterior (Freud, 1920). Aunque tempranamente aparecen indicios en la obra freudiana del concepto de pulsión de muerte y en 1933 en las Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis indicó que la pulsión de muerte no estaba ausente de ningún proceso de la vida, es hasta 1920 en Más allá del principio del placer cuando se articula. Aquí surge como eje central en los escritos psicoanalíticos, como una de


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las fuerzas fundamentales que mueven al ser humano e incluso a la materia (Poissonnier, 1999). Si en realidad alguna vez la vida surgió de la materia inanimada, Freud (1933) indica que tiene que haber nacido en ese momento una pulsión que quisiera volver a cancelarla, reproducir el estado inorgánico. Es más fácil reconocer las manifestaciones de las pulsiones sexuales debido a su gran plasticidad, a su capacidad de cambiar la vía de sus metas, de sustituir una satisfacción pulsional por otra (Freud, 1933, p. 90).Por el contrario, la pulsión de muerte es más difícil de ubicar, puesto que actúa siempre en silencio, dirige sus esfuerzos a eliminar todo aquello que incrementa la tensión psíquica de modo que intenta eliminar cualquier fuente de excitación, se encarga de reconducir al ser vivo orgánico al estado inerte, busca reposo y se expresa particularmente en forma de destrucción, de desunión y desligazón de objetos (Freud, 1923, p. 41). La pulsión de muerte es muda (Freud, 1923), es capaz de surgir bruscamente y de provocar cierto tipo de modificaciones, ya que sólo podemos percibir sus manifestaciones cuando fusionan con la libido (Pommier, 2001). Generalmente dicha pulsión es exteriorizada y escenificada como destrucción (Freud, 1923, p. 42); sin embargo existen casos como el de la melancolía, donde se aprecia el modo en que se dirige hacia el yo, no hacia objetos externos. Existen circunstancias donde es posible vislumbrar una desmezcla pulsional, casos donde una de las pulsiones prima en la vida del sujeto, respecto a la melancolía, la pulsión de muerte (Freud, 1923). Dentro de la teoría psicoanalítica, se relaciona con compulsión de repetición y lo define como una exteriorización de lo reprimido (Freud, 1920, p. 20). Es decir, se trata de la acción de pulsiones que estaban destinadas a conducir a la satisfacción. Tal compulsión de repetición es de origen inconsciente, y sitúa al sujeto de manera repetitiva en situaciones dolorosas, además, escenifica réplicas de expe-

riencias antiguas (Roudinesco y Plon, 2005, p. 887). En este proceso prevalece una huella de satisfacción libidinal. Para dilucidar el vínculo entre la compulsión de repetición y la pulsión de muerte, Freud incursiona en el ejemplo del juego de uno de sus nietos, ubica el juego del Fort–Da! precisamente como una forma de dar muerte a la cosa. Ese juego es una constante repetición que interpreta como una manera de que el niño tome una posición activa ante la partida de la madre y así conseguir satisfacción. Mediante los juguetes del niño se representa una vivencia displacentera, sin embargo el jugar a desaparecer esos juguetes (Fort) podría revelar cierta venganza hacia la madre por su ausencia, además de brindar mayor satisfacción el poder ser activo en el regreso de dichos juguetes (da!). Hasta ahora se ha examinado el concepto de pulsión de muerte desde la perspectiva freudiana, en seguida para enlazar la importancia de este término con la clínica de la melancolía se tomarán también en cuenta las aportaciones que Jacques Lacan hizo sobre la pulsión muerte y la clínica psicoanalítica. Pese a la propuesta dualista de Freud, Lacan argumenta que si existe una pulsión es la pulsión de muerte. Se trata entonces de un monismo pulsional; esto es, la clínica psicoanalítica sería clínica de la pulsión de muerte. De esa manera construye su concepto de goce y lo relaciona directamente con el cumplimiento concreto de la satisfacción de la pulsión de muerte. Lacan (1964) reafirma a Freud al asegurar que la pulsión de muerte es un concepto fundamental en el psicoanálisis, para él la pulsión, nace desde el otro y es pulsión de muerte. Es violenta por contradicción, y esto es lo que la representa, es ingobernable. Dicho autor plantea que la pulsión es uno de los cuatro conceptos fundamentales: inconsciente, transferencia, repetición y pulsión. El concepto es básico en el psicoanálisis cuando toca lo real, y la


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pulsión tiene que ver con algo que está más allá del lenguaje, de lo decible, por lo tanto es real. La pulsión, tal como la percibe Lacan se inscribe en un enfoque del inconsciente en términos de manifestación de la falta y de lo no realizado. Deviene como «un montaje sin pies ni cabeza», es vista bajo el registro de lo real y permite al sujeto alcanzar «lo que había antes de los juegos seriales de la palabra, y lo que es primordial para el nacimiento de los símbolos» (Roudinesco y Plon, 2005, p. 888). Es a través del deseo de muerte que el sujeto encuentra su afirmación ante el otro (Lacan, 1953, citado en Pommier, 2011, p. 46). Poissonnier (1999) indica que la pulsión de muerte surge con el lenguaje y Pommier (2011) la sitúa en el centro de la vida, es decir, reconoce el mundo de propagación de la corriente mortífera en la vida, hace surgir en las vueltas del trabajo analítico, la posibilidad de una inversión del fenómeno. Ahora bien, esta investigación parte de la realización de una intervención clínica con mujeres hospitalizadas por depresión en una Clínica Psiquiátrica y de la articulación de las eventualidades de esta práctica. Se analizan las conceptualizaciones de la pulsión de muerte, la compulsión de repetición y la clínica de la melancolía. El interés de llevar a cabo una intervención clínica sustentada en la teoría psicoanalítica se desencadenó de los siguientes cuestionamientos: ¿cuáles son las posibilidades de trabajo que permite una intervención clínica con mujeres hospitalizadas por depresión en una clínica psiquiátrica?, ¿cuál es la relación de la pulsión de muerte con la forma clínica de la melancolía? Se pretende hablar de las posibilidades de un trabajo terapéutico inscrito en un discurso institucional, como es el psiquiátrico, pero que rige su práctica en las aportaciones de la teoría psicoanalítica, y de las eventualidades de la intervención. ¿Es posible hablar de clínica de la melancolía? Frecuentemente se reitera que la clínica de la me-

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lancolía es en efecto la clínica de la imposibilidad, y en la práctica son notables las complicaciones con las que el clínico se encuentra. Sin embargo, también existen verdaderas posibilidades de un trabajo terapéutico, que si bien, no deviene en análisis, si da cuenta de cierto tipo de movimientos (no se trata de movimiento subjetivo, sino de que algo se gesta en el trabajo terapéutico) en las personas con quienes se trabaja. Freud (1985) vislumbra a la melancolía como una especie de hemorragia interna, la cual —sostiene en un primer momento— es causada debido a una gran tensión o excitación sexual. Asegura que el melancólico experimenta un vacío en lo psíquico, por el cual derrama la libido. A la par de esto manifiesta un gran empobrecimiento del yo y de lo económico; este empobrecimiento funcional como inhibición tiene un efecto parecido al de una herida abierta. Es por ello que el melancólico experimenta un constante vaciamiento. En su texto Duelo y melancolía (1917) denota con mayor precisión los procesos psíquicos involucrados en la melancolía, para explicarla se sirve de compararla con el duelo normal que deviene de la pérdida de un ser querido. Considera a la melancolía como una desazón profundamente dolida, una cancelación del interés por el mundo exterior, la pérdida de la capacidad de amar, la inhibición de toda productividad y una rebaja en el sentimiento de sí que se exterioriza en autorreproches, autodenigraciones y se extrema hasta una delirante expectativa de castigo (Freud, 1917). En la melancolía, al igual que en el duelo, se ha suscitado una pérdida, la de un objeto amado: se ha perdido como objeto de amor. Una diferencia puntual que hace Freud de la melancolía con respecto al duelo, es que en la primera a pesar de saber a quién se perdió, se desconoce lo que se ha perdido de él (Freud, 1917). La pulsión de muerte siempre actúa en silencio, busca reposo y se expresa particularmente en for-


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ma destrucción, de desunión y desligazón de objetos. En ese sentido, con base en la experiencia de trabajo clínico con mujeres internadas en una clínica psiquiátrica, y diagnosticadas con depresión mayor, existe una impresionante «anestesia», un displacer y desgane absoluto por la vida y lo que la compone, se describen en múltiples ocasiones como «cansadas de vivir», se muestran lentas en su caminar, en su habla, su tono de voz es bajo; dicen no soñar pues duermen muy pocas veces y los lapsus son poco notables. Se muestran inhibidas además en el sueño, la vigilia, la comida, el aseo, la sexualidad, es como si el vivir per sé les cansara infinitamente, además de vivir de una manera sufriente. Nos atrevemos a constatar que se muestran marcadamente paralizadas. Se percibe una tendencia autodestructiva exteriorizada en la melancolía. La mayoría de las pacientes con quienes se ha trabajado a lo largo de dos años en la clínica psiquiátrica fueron internadas por intento de suicidio, algunas llevaban incluso más de diez intentos en un periodo muy corto. Dichos intentos iban desde los cortes profundos en las muñecas, brazos y piernas, algunos incluso dañando articulaciones, consumo de fármacos y ahorcamiento. Lo anterior, aunado a constantes autodenigraciones de su persona: «no valgo nada», «no debería seguir viviendo», «soy una basura, un trapo sucio», «me siento vacía»; dichas frases son habituales y forman parte de su vida. Freud (1914) repara en torno a la internalización del objeto perdido y la escisión que experimenta el yo del melancólico al hacer dicho objeto parte de su yo. La autodenigración del melancólico en realidad se dirige hacia el objeto, hacia ese objeto que se ha perdido. Es el objeto lo que el melancólico intenta destruir, lo que lástima, de lo que se queja, lo que odia. Otra de las características en la melancolía, al menos lo notable hasta ahora con las mujeres hospitalizadas en la clínica psiquiátrica, es que exis-

te una fuerte imposibilidad de moverse, es como si algo dentro de ellas las condujera hacia su propia destrucción. Incluso asumen que aquello que les acontece no es coincidencia ni destino, sino que llegan a involucrarse en esos eventos repetitivos, a grado de provocarse cierto daño ellas mismas. Existe una fuerza constante de volver hacia su momento de origen más arcaico, la muerte. Asimismo, durante el trabajo terapéutico aún después de conseguir cierto tipo de elaboraciones, hay un momento donde la persona repite una escena de la que no logra dar cuenta como repetición, más bien es como si lo viviera por primera y única vez; sin embargo muchas veces se cuestionan: «¿por qué siempre me pasa lo mismo?», «¿por qué mi destino insiste en agobiarme?». El enfermo se ve forzado a repetir lo reprimido como vivencia presente, en vez de recordarlo en calidad de fragmento del pasado. Esta reproducción tiene siempre por contenido un fragmento de la vida sexual infantil y, por tanto, del complejo de Edipo y sus ramificaciones, regularmente se escenifica en el terreno de la transferencia (Freud, 1920, p. 18). En la vida cotidiana y en la clínica se constatan las experiencias de personas que tienden a repetir los mismos eventos a lo largo de su vida, sufren la repetición de escenas displacenteras. Es común escuchar en la cultura popular que todo ello es a causa del destino. Cabe inquirir qué es lo que realmente conduce al ser humano a revivir de manera continua situaciones anteriores. En el orden de lo inconsciente nada resulta azaroso y menos aún una simple casualidad. El ser humano es agente activo de varias de las cosas que le suceden y responsable de la posición que tome ante dichas situaciones. Entonces, ¿por qué las personas constantemente se sienten atrapadas como en un laberinto?, ¿a qué se debe que revivan cierto tipo de acontecimientos? Freud ubicó —en un primer momento— al origen de este fenómeno como pulsión de destino o compulsión de repeti-


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ción. Esta última es una de las formas de recuerdo, pero también una de las características centrales de la pulsión y su tendencia regresiva (Rocabert, 2013, p. 260). Freud muestra uno de los momentos principales de la labor terapéutica: el proceso mediante el cual la libido es forzada a pasar de los síntomas a la transferencia (Freud, 1916, p. 414). En la clínica se complejiza el trabajo porque a ciertas personas les es muy difícil llevar un duelo, su libido se encuentra aferrada al objeto perdido y no se percatan de su posibilidad de redireccionarla hacia nuevos objetos. Así el análisis como práctica clínica permite crear, mediante la transferencia, las condiciones necesarias para que entre en juego la escena con frecuencia repetida. Ello brinda la oportunidad de observar, analizar, e interpretar los eventos repetidos y la actitud del paciente frente a eso. A través de la interpretación el paciente puede construir nuevos diques que lo inmiscuyan en la escena. La repetición en la transferencia posibilita al analista hacer un corte con el ciclo vicioso, hecho que obliga al paciente a cuestionarse y a tener cierto movimiento. El sujeto satisface algo que va en contra de lo que podría satisfacerlo, lo satisface en el sentido de que cumple con lo que ese algo le exige. No se contentan del todo con su estado; sin embargo, se contentan. El trabajo del analista es saber qué es «ese algo» que se ha quedado contentado (Lacan, 1964, p. 173). Ahora bien, en términos de la práctica clínica, la intención del trabajo terapéutico con la población descrita anteriormente fue crear un espacio que favoreciera una relación dialéctica, al introducir la dimensión de la palabra y la interlocución. En la intervención se buscó que las pacientes no sólo relataran una historia de su vida, sino que se inscribieran en ella, se apunta a la inscripción histórica, historizada de su padecer subjetivo (Braunstein, 1990, p. 39). Se intentó que fueran capaces de

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ubicarse como agentes de cambio y no sólo como víctimas de un padecimiento, que se vieran a sí mismas como personas con la posibilidad de un cambio subjetivo ante su realidad con una posición activa ante los acontecimientos de su vida. Si bien la teoría psicoanalítica demuestra que la pulsión de muerte siempre se entrelaza con la vida, es indispensable comprender que la melancolía es una forma clínica al servicio de la pulsión de muerte, además no es fácil que la pulsión de vida se mantenga al frente. Al interior de ella se verifican las manifestaciones más puras. La clínica confía en las múltiples posibilidades de trabajo terapéutico. En ese sentido, nuestra labor es creer en la pulsión de vida.

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La geometría del cuerpo a LFOnsO saRaBia ROMO

En la segunda mitad del siglo xix la medicina interna y la patología lograron consolidar un estatus científico. Las ciencias naturales se constituían bajo los presupuestos de una base positivista, desde esta perspectiva el cuerpo se entiende como un organismo que funciona, enferma y se cura con base en una causa orgánica, argumento sobre el cual se construye la psicopatología. A partir de las investigaciones sobre las causas anatómicas responsables de las enfermedades, se verificaron grandes descubrimientos y progresos. Claude Bernard (1813–1878), Louis Pasteur (1822–1895) y Sadi Carnot (1837–1894), destacan en las ciencias biológicas, éstas subyacen a la lectura de las enfermedades del cuerpo. La constitución de la racionalidad anatomoclínica, según Foucault (1963), permitió la construcción de un saber médico en la sociedad moderna, cuyo objeto de estudio es el individuo como cuerpo enfermo. Tal conocimiento se articuló a las prácticas sociales, principalmente en lo que concierne a medicina y a su enseñanza dentro del hospital, donde se observan las manifestaciones patológicas en serie. En opinión de Bichat, la clínica médica adquirió soberanía de la mirada; en términos de Descartes y Malebranche, ver era percibir. Es una «época que marca la soberanía de la mirada, puesto que en el mismo campo perceptor, después de las mismas continuidades o de las mismas imperfecciones, la experiencia lee, de una sola vez, lesiones visibles del organismo y la coherencia de las formas patológicas» (Foucault, 1963, p. 2). Por lo tanto, la mirada determina el cuerpo del individuo, produce la organización de una lengua racional acerca de él, es decir, un discurso con la estructura científica respecto de lo humano. Es «una clínica ordenada enteramente por la anatomía patológica. Es la edad de Bichat» (Foucault, 1963, p. 139). Cuando Freud comenzó a dedicarse a la clínica de la histeria, la anatomía demostró su imposibilidad para explicar la sintomatología de la histérica. Después de su estancia en la Salpêtrière, en 1886, al lado de Charcot, hizo un trabajo comparativo de las parálisis orgánicas y de las histéricas.


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Escribió «Algunas consideraciones para un estudio comparativo de las parálisis motoras orgánicas e histéricas» (1893[1888–1893]), mismo que representa la línea divisoria entre las escrituras neurológicas y las psicológicas de Freud. Las investigaciones de Charcot y Freud provocaron un cambio radical en la forma de dilucidar, entender y escuchar la histeria, no concretamente por el sinnúmero de dudas que se despertarían en él. Las neurosis, que hasta entonces eran afecciones generales del sistema nervioso, como la epilepsia, en lo consecutivo se separaron de las neurológicas puesto que no correspondían al mismo grupo de enfermedades en el que la causa era una lesión demostrable, semánticamente regresaban a su significado original; «afección psíquica sin base anatómica conocida» (Pichot, 1988, p. 9). En la lengua francesa se clarifica esta diferenciación al transcribir de distinto modo la letra griega épsilon del término neurón, del que toman su origen etimológico: pathologie neurologique (patología neurológica) versus pathologie néurotique (patología neurótica), diferencia que implica un nuevo planteamiento dentro de la nosografía. Por su parte, Charcot y Bernheim pusieron en tela de juicio la explicación del origen anatómico o fisiológico de la histeria, pero nunca trataron el punto medular. En medio del debate entre ellos se encontraba Freud, quien vislumbró nuevos derroteros que lo condujeron a develar un nuevo campo de saber y una nueva modalidad del lazo social: el psicoanálisis. Así, la ciencia se basa en el pensamiento filosófico cartesiano, cuyo principio es deshacerse de todas las opiniones, creencias e impresiones incapaces de basar el conocimiento satisfactoriamente exacto. La proposición cartesiana «pienso, luego existo», implica que la existencia del sujeto se fundamenta en su pensamiento, un pensamiento distinto de las ideas, sólo posible con la severidad de las matemáticas. Pensamiento independiente del

cuerpo, libre de las pasiones y de sensaciones, dolores, inclinaciones, satisfacciones e insatisfacciones. Pensamiento y cuerpo, res extenso, se definen como sustancias perfectamente distintas, paralelas y coexistentes, representado por la dualidad cuerpo–alma (Descartes, 1637). En efecto, la medicina al adoptar el pensamiento cartesiano se alejó de la tradición griega y separó el cuerpo y el alma. Se consagró con los nuevos parámetros que confluirán en el siglo xix, es decir, grandes descubrimientos científicos de los factores etiológicos, innumerables enfermedades y desarrollo de recientes recursos diagnósticos y terapéuticos. El discurso médico se sostiene en una posición que puede explicarse de manera directa sea de origen orgánica o psíquica, la afección le llega desde afuera al enfermo, por esa razón, la curación deberá venir también desde afuera. El sujeto es puesto en el lugar de objeto–cuerpo–depositario de una afección y de un saber sobre su afección que lo hacen ser ajeno de lo que le pasa y de la forma en que pudiera solucionarlo. En el fondo se trata del mismo modelo explicativo de la posesión demoníaca: algo entra en el poseso y la solución es sacar o exterminar eso ajeno que lo posee. No se pretende criticar el discurso médico pues se entiende que para avanzar en la dirección y a la velocidad que se requiere (la tecnología es una herramienta eficaz en lo que se refiere al diagnóstico y al tratamiento), necesita disecar el cuerpo dentro de los cánones de la observación científica por medio de una metodología que puede y requiere excluir al sujeto, porque no debe tomarlo en cuenta en tanto deseante en el proceso del padecimiento. Hacerlo implicaría entrar en una dimensión del propio deseo que por definición se aparta de la propuesta científica y racional de concebir la realidad. Freud intenta formular en términos científicos una teorización no sólo de las histéricas sino de la


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vida psíquica en general. La escucha, la escritura y la interpretación que hacía de los historiales clínicos de sus pacientes mostraban desde un inicio que esa forma particular de escucha, de lectura y de escritura, por más que se esforzara, no tendrían manera de traducirse, en el paradigma positivista de la ciencia que él mismo defendía y trataba de seguir. Cuando escribía sus casos encontraba cierta ambigüedad en cuanto al género: se parecían más a novelas que a las historias clínicas redactadas por sus colegas de los restantes campos de la medicina. Freud poseía una preparación muy vasta, tenía conocimientos de termodinámica e histología, aunado a su erudición literaria y filosófica. Cabe mencionar que en el año de 1930 se esperaba que se le concediese el premio Nobel de medicina por la invención del dispositivo analítico para la cura de las neurosis; no obstante, le otorgaron el premio Goethe por su aportación a la lengua y a la literatura alemana. En la epicrisis de la historia clínica de Elisabeth von R., Freud lo explica: No he sido siempre un psicoterapeuta, sino que me he educado como otros neuropatólogos en diagnósticos locales y electroprognosis y por eso a mí mismo me resulta singular que los historiales clínicos por mi escritos se lean como unas novelas breves, y de ellos esté ausente por así decir, el sello de seriedad que caracteriza lo científico. Por eso me tengo que consolar diciendo que la responsable de ese resultado es la naturaleza misma del asunto, más que alguna predilección mía (1893, p. 174).

Desde su origen, su consolidación como teoría psicoanalítica e inclusive en su lectura, se considera que el psicoanálisis debe responder a un paradigma, de ahí que se le obligue a tener una propuesta positivista, un planteamiento epistémico; la epistemología es la justificación y el aval filosóficos del conocimiento científico, una explicación científica, se deja de lado que el conocimiento científico se

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fundamenta en un pensamiento racionalista que en primera instancia excluye de su ámbito otros saberes no epistémicos e inconciliables con la idea central del psicoanálisis: lo inconsciente. Pese a la relación tan estrecha del surgimiento del psicoanálisis con la ciencia, es posible situarlo entre esos otros saberes no implicados en el paradigma científico, considerados plenamente en el campo del saber cuya historia no sólo antecede sino que acompaña y rebasa al conocimiento científico que encuentra en su método severas restricciones. La importancia de los saberes diferentes al conocimiento científico se evidencia aun desde el racionalismo kantiano, lo que Kant denominó condiciones trascendentales, es lo mismo que en la tradición Brentano–Husserl se reconoce como condiciones intencionales y en esta línea de argumentación se muestran otros caminos no estrictamente racionales que se sitúan en la base del conocimiento o mejor dicho del saber» (Taylor, 1997).

De acuerdo con Lacan (1966), la medicina se adentra en su fase científica una vez que empieza a incluir a todos los individuos en sus efectos. De ese modo, le proporcionará las condiciones mínimas para vivir. El desarrollo científico inaugura y coloca en un primer plano el derecho del hombre a la salud. El poder de la ciencia le otorga la posibilidad de pedir al médico su cuota de beneficios. Aunque el funcionamiento del cuerpo humano siempre fue objeto de investigación, dependiendo el contexto social, fue imperante que su engranaje obtuviese el estatuto científico. El desarrollo de las disciplinas biológicas cambia drásticamente la clínica médica (Courel, 1996), pues se busca legitimar sus prácticas casi de forma exclusiva a través del endoso que la ciencia puede ofrecer. Este análisis acentúa la contribución innegable de los avances de la ciencia en su pugna contra las enfermedades. No obstante, sobresalen algunos as-


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pectos en los cuales las ventajas no son obvias, el médico deja de lado aquellas que no tienen definición claramente orgánica. Bajo la influencia de la ciencia moderna, la medicina pretende seleccionar las enfermedades que presentan lecturas clínicas consideradas legítimas, privilegiar evaluaciones posibles con los recursos de la tecnología médica. El hoyo abierto por la dualidad cuerpo y pensamiento, formulado por Descartes, es el punto en el cual el psicoanálisis recoge lo que excluye la ciencia (Courel, 1996). Sin embargo, no sólo es el cuerpo separado del sujeto por la dicotomía cartesiana lo que queda perdido para el sujeto de la ciencia, también excluye el goce del cuerpo: Un cuerpo es algo que está hecho para gozar, para gozar de sí mismo. La dimensión del goce está excluida completamente de lo que llamé epistemo–somática. Pues la ciencia no es incapaz de saber qué puede, pero ella, al igual que al sujeto que engendra, no puede saber qué quiere (Lacan, 1966, p. 92).

La exclusión por la ciencia de la dimensión del goce del cuerpo provoca que la ciencia tome a éste en un registro purificado, además no lo comprende como el sustrato de un goce. Es decir, la ciencia es capaz de saber lo que puede, pero no se pregunta acerca de su deseo. Lacan delimita los efectos del progreso de la medicina en el cuerpo humano como una falla epistemo–somática, ya que elimina por completo de su aprehensión lo tocante al goce que forma parte de la naturaleza corporal. Concerniente a los avances en la medicina se trata de una falla epistemológica, ello significa que el progreso de la ciencia a partir de Descartes ocurre al precio de la ignorancia del aspecto del goce por parte de la ciencia. El cuerpo para la medicina es un cuerpo disecado por la ciencia, un cuerpo sin goce, un cuerpo puro. El psicoanálisis responde a las preguntas acerca del saber sobre el goce. Lacan indica que «Freud [...] inventó lo que debía responder a la

subversión de la posición del médico por el ascenso de la ciencia: a saber, el psicoanálisis como praxis» (1966, p. 94). Freud, al escuchar de una manera desconocida a sus pacientes histéricos, subvierte, desarticula, descentraliza, según Lacan, el cogito de Descartes; crea un nuevo campo de saber y una modalidad de la clínica. «Aquí se revela la disimetría entre Freud y Descartes. No está en el paso de la fundamentación de la certeza del sujeto. Radica en que el sujeto está como en su casa en el campo del inconsciente. Y es porque Freud afirma su certeza, se da el progreso mediante el cual nos cambia el mundo» (1964, p. 44). La medicina moderna establece que el cuerpo del histérico está fuera de su campo, es decir, no cabe para los alcances de la metodología científica cartesiana. Los síntomas de los histéricos sobrepasan cualquier objetividad y razón propias del discurso científico. En ese sentido, a la histeria se le excluyó de la investigación médica. Por otra parte, cuando Freud decidió dedicarse a la clínica de la histeria, la anatomía se reveló insuficiente para explicar la sintomatología histérica. El concepto de conversión, considerado por él, modificó de forma radical la noción del cuerpo predominante en la medicina del siglo xix. Freud produjo un desplazamiento de la mirada por la escucha, introdujo una modificación en la práctica terapéutica; con ello el foco de la clínica dejó de ser el síntoma y comenzó a ser lo dicho por el paciente. Esta perspectiva abrió otro campo para la investigación en una dimensión diferente del cuerpo. Así, la noción del cuerpo, con Freud fue subvertida y deducida del campo de la medicina hacia el psicoanálisis, el cual toma la cuestión del cuerpo desde el hablaser/ hablante; por ende, el cuerpo es un cuerpo dicho, tejido por la cadena significante en su relación con el Otro, cuerpo inscrito y escrito por/en el lenguaje. Se pretende acentuar que ni en el discurso que precede a la nosografía médica, ni en el discurso


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médico–científico, ni en el trabajo clínico y teórico de Freud anterior a 1893 en «Estudios sobre la histeria» (1893–1895), se trata lo esencial, lo insoportable de la sexualidad en tanto prohibida, incestuosa y causa de aquello que permanece sin explicarse cuando el cuerpo es pensado desde un paradigma científico que implica un saber a priori sobre los sujetos, un saber que se presupone que alguien tiene acerca de otro sujeto al que también se le presupone no sólo una ignorancia sobre él mismo sino una posición de cuerpo–depositario de lo que le pasa. El psicoanálisis, desde su origen, se ocupa de un cuerpo que es marginal dentro del campo de trabajo y de investigación de la medicina. La represión de la subjetividad es constitutiva del discurso científico. El psicoanálisis no tiene por objeto llenar un supuesto desconocimiento de la ciencia o aumentar sus límites, si así fuera, la ciencia sería su meta y el psicoanálisis un referente de ese discurso: «En el discurso analítico, no se trata de un discurso científico, sino de un discurso para el cual la ciencia nos proporciona el material, esto es algo muy diferente» (Lacan, 1971–1972, p. 73). Bajo dicha perspectiva, el avance de la ciencia acaba de generar más trabajo a los psicoanalistas, puesto que son ellos quienes se ocupan de esta área. Melman sostiene que «los progresos de las ciencias se convierten en un buen aviso para los psicoanalistas, poco a poco, los psicoanalistas van a ser imprescindibles» (1993, p. 39).

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