Binoca / Pintar-Pintar Editorial

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Directoras de la colección: Ángela Sánchez Vallina Ester Sánchez

Primera edición: diciembre de 2008 Edición original en gallego-asturiano

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de los textos: Marisa López Diz de las ilustraciones:

© Tina García

de esta edición:

© Pintar-Pintar Comunicación Proyecto: Pintar-Pintar Comunicación Piñole 1, 33011 - Oviedo www.pintar-pintar.com Texto: Marisa López Diz Ilustración: Tina García Diseño: Pintar-Pintar Comunicación Imprime: G.Rigel, S.A. - Asturias D.L.: ISBN: 978-84-936802-0-6 Impreso en la UE

No se permite la reproducción total ni parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la trasmisión en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea electrónico,mecánico, por fotocopia, por registro u otros medios, sin el permiso previo y escrito de los titulares del copyright.




“Para quien hace de la vida un viaje interminable desde el corazón”. Marisa López Diz

“Para mis padres, Mª Joaquina e Ignacio”. Tina García



Ángel era un niño con el pelo del color de las mazorcas de maíz y listo como un zorro. Le gustaba jugar con sus amigos de la escuela. Solamente los profesores lo llamaban Ángel, todo el mundo lo conocía con el nombre de Binoca.


Lo primero que hacía Binoca nada más levantarse de la cama era darle de comer a su mascota, una lechuza que había encontrado herida cerca de casa de su tío. En cuanto se levantaba de la cama, agarraba un tarro donde tenía los gusanos y corría a darle el almuerzo a la lechuza, que lo miraba con unos ojos grandes y amarillos. —Toma, lechucilla, los escogí para ti. Todavía están vivos —le decía mientras le daba de comer, agarrando los gusanos con los dedos. Pero Binoca también tenía dos mascotas más. Tenía un perro que se llamaba Turrón y un gato amarillo que se llamaba Azafrán y con los que jugaba todos los días, pues a Binoca le encantaban los animales. Después de dar de comer a la lechuza, se dirigía a la cocina y desayunaba un bol de leche con galletitas que le hacía su abuela. —Binoca, no llegues tarde a la escuela —le decía su madre. El niño cogía la mochila, la caña de pescar y se montaba en la bicicleta, bajando una gran cuesta como un relámpago. Pero un día a Binoca le sucedió una cosa que iba a cambiarle la vida.

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Salía del colegio como todos los días y, como le gustaba mucho leer libros de aventuras, antes de marchar sacó de la biblioteca un libro viejo de tapas medio rotas y con muchos dibujos que estaba olvidado en un rincón. Se montó en la bicicleta, puso el libro debajo del brazo y se fue por los caminos más apartados de la carretera para tratar de encontrar un sitio tranquilo donde poder leer sin que nadie le molestara. Dejó la bicicleta tirada a la orilla del camino y se sentó en una enorme piedra cerca de un arroyo. Acababa de empezar a leer cuando vio entre los árboles algo que se movía. Primero pensó que se trataba de un animal, así que se quedó quieto mirando muy callado hacia aquellos matorrales. Cuando estaba casi seguro de que detrás de la maleza se escondía un animal pequeño, escuchó un silbido. —¿Quién está ahí? —gritó el niño, pero nadie le respondió. —No pienses que te tengo ningún miedo. Ahora mismo voy a ver quién eres —dijo mientras caminaba valiente pisando las hojas que crujían bajo sus pies. Se acercó despacio hasta el sitio de donde había salido el silbido y apartó con la mano una hoja grande... ¡Dios mío! ¿Qué era aquello? Allí delante ante sus ojos estaba un hombrecillo pequeño y viejo con una barba blanca y un sombrero de colores que llevaba una enorme camisa azul y unos pantalones rojos. Cuando Binoca fue a echarle mano, el hombre desapareció. —¿Dónde estás?

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Un silbido detrás de él le hizo volver la cabeza y allí estaba otra vez aquel personaje la mar de raro. —¿Quién eres tú? —preguntó el niño. —Soy el Espíritu de los Libros —contestó al mismo tiempo que hacía una pirueta en el aire. —¿El Espíritu de los Libros? Nunca escuché a nadie hablar de ti. ¿Dónde vives? —Yo vivo en los libros. Cuando estoy cansado de estar viviendo en uno, me voy para otro hasta que alguien me libera. —Y hasta ahora ¿nadie te había liberado? —Tú eres el primero. Ya tenía ganas de estirar un poco las piernas —dijo mientras daba saltitos de alegría. —¿Y cuánto tiempo hace que vives en este libro? —¡Muuuuuuuuchos años! —Entonces... ¿para liberarte solo hay que abrir el libro en el que vives? —Sí, pero escucha... —dijo en tono misterioso bajando la voz— Ven, acércate que voy a decirte un secreto.

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Binoca acercó la oreja a aquel personaje pequeño y escuchó todo lo que le decía. La barba del Espíritu de los Libros le hacía cosquillas en la oreja. —¿Lo has entendido? Binoca le dijo que sí con la cabeza. —Bien, pues ya que me has liberado... tienes derecho a... —¡Pedir tres deseos! —gritó Binoca loco de contento. —No, mucho mejor que eso. Tienes derecho a acompañarme en un viaje mágico. —¿Un viaje mágico?

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—Ven, te enseñaré una cosa. El niño se fue tras el Espíritu de los Libros, que corría más que un corzo y saltaba de un lado a otro como una liebre. Atravesaron el bosque hasta llegar al pie de un roble muy grande que tenía un agujero en el tronco. —Ya hemos llegado —dijo el anciano deteniéndose delante del roble. —¿Y ahora qué pasa? —preguntó Binoca recuperándose todavía de la carrera. El anciano sacó de entre su camisa una tacita de madera y recogió agua en una fuente que había allí llenándola hasta el borde. Después, se la dio al niño para que la bebiera. —Toma, bebe de un trago. El niño obedeció y se lo agradeció, pues tenía una sed como un perro. Nada más beber, el anciano le dijo que se introdujera con él en el agujero del roble. —Yo no quepo, soy demasiado grande para ese agujero. —Ven, mete la mano primero. Binoca hizo lo que le mandaba el viejo y nada más meter la mano sintió una fuerza tremenda que lo aspiró para dentro en un segundo. —¡Aaaaahhhh! Binoca sintió que caía por un túnel oscuro donde no se veía nada. Ya se estaba arrepintiendo de haberle hecho caso a aquel viejo loco cuando, de repente, fue frenando hasta caer sentado en un sillón muy mullido y confortable. —¡Bienvenido! —escuchó decir a una vocecilla.

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