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5. Palabras finales

5. Palabras finales

Si reconstruimos la historia de las relaciones entre curacas en el repartimiento de Luringuanca durante la segunda mitad del siglo XVII, lo que emerge en perspectiva histórica es cómo, tras una crisis de sucesión, el nuevo cacique principal y gobernador interino, don Juan Picho, trató de acomodarse a su nueva posición de primus inter pares —respecto de los otros caciques de parcialidad e indios principales, potenciales gobernadores interinos—. El poder del curaca, suponemos que a través de disímiles mecanismos para negociar y generar consenso, se fue afianzando en las distintas doctrinas del repartimiento de Luringuanca. La dificultad estribaba en el hecho de tratarse de una legitimidad en gran medida impuesta desde arriba, por una decisión de las autoridades virreinales, las cuales ampararon a don Juan Picho frente a otros candidatos de manera, al parecer, arbitraria.

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Es cierto que don Juan Picho no era un indio tributario, sino que provenía de una familia de caciques. Pero, a diferencia de la rama de caciques principales Limaylla, que podía ampararse en una supremacía tradicional que situaba a sus miembros por sobre los otros indios nobles de Luringuanca desde el siglo XVI. Don Juan Picho, principal de Sincos, se hallaba al mismo nivel que los demás indios principales y caciques de tasa de los otros pueblos del repartimiento. Así, el ascenso de un cacique de tasa hacia los puestos más importantes de la organización nativa del poder era un complejo proceso que tomaba varias décadas y que, en este caso, comenzó con la oposición inicial de uno o más pueblos hasta devenir en un relativo consenso que garantizaba la estabilidad temporal en el poder. Entendido esto, pretender explicar el origen de la acusación de hechicería de 1690 contra don Juan Picho a partir del expediente mismo y de los datos que exclusivamente este aporta, es hacer un corte demasiado tajante en una historia más larga de conflictos.

Algunos de los móviles de los curacas involucrados comienzan a aparecer solo si precisamos el contexto externo a la causa de hechicería y nos ceñimos a una perspectiva de mediana duración, unos cincuenta años. Las acusaciones de hechicería pasan a entenderse como una expresión de la trasgresión de las normas tradicionales de sucesión, pues a partir de 1655, y por situaciones en gran medida fortuitas, los representantes del Rey ejercieron una fuerte influencia en la sucesión curacal y en la designación de los gobernadores interinos del repartimiento. La rivalidad entre los distintos curacas vecinos daba así el impulso definitivo a las averiguaciones emprendidas por el visitador de la idolatría.

La historia relatada hasta aquí explica los temores de don Juan Picho respecto de la posibilidad de perder el gobierno, como nos lo transmitieron los hechiceros convocados por don Juan para aliviar sus inseguridades. Esta historia permite comprender también el convencimiento de don Juan acerca de la existencia de curacas enemigos, a quienes él también había agredido y que ahora pretendían el cargo que

él ocupaba. Si bien tales temores se traducían en acciones emprendidas por don Juan en la esfera de la magia —como el consultar hechiceros y llevar a cabo sesiones de adivinación—, el temor no era por eso menos real. Dichos caciques enemigos buscaban deponer a don Juan a través de la fórmula mixta —ya explorada para el caso de Ananguanca en el capítulo anterior—, de las acusaciones de hechicería ante las autoridades eclesiásticas y de los capítulos formulados ante las autoridades laicas residentes en la ciudad de Lima. Así, se aprecia cómo las causas de hechicería e idolatría seguidas en el valle de Jauja de la segunda mitad del siglo XVII escondían, en realidad, la constante pugna entre caciques dentro de los repartimientos del valle. A través de una auténtica estrategia de apropiación de la justicia virreinal para sus propios fines, los curacas se valían de estas acusaciones para deponer a otros curacas rivales. Este era el caso de la causa judicial contra don Juan Picho y él lo sabía muy bien, por lo que en su defensa recalcó que los que testificaban en su contra lo hacían llevados «de enuidia del Govierno».

Don Juan Picho logró que el visitador actuante en reemplazo del recusado Martínez Guerra diera la causa por conclusa el 9 de noviembre de 1691. La sentencia del Arzobispado, del 15 de abril de 1693, absolvió a don Juan y a los demás acusados.57 El éxito del cacique hechicero se explicaba por varios factores. Aparte de su habilidad personal en el plano judicial para lograr que se recusara al visitador enemigo, y de que su principal acusador se arrepintiera de denunciarlos, sus buenas relaciones con el corregidor y con los franciscanos fueron decisivas en el resultado favorable de la causa. No sabemos por cuánto tiempo más don Juan Picho debió enfrentar la oposición de otros caciques, mientras fue gobernador interino de Luringuanca. Tampoco sabemos cuánto tiempo más gobernó. La causa por hechicería fue solo un escollo para el cacique, superado por su habilidad y sus buenas relaciones.

Reorientando ahora el enfoque, conviene situarnos en la perspectiva de los agresores y abandonar la de los curacas agredidos, como don Juan Apoalaya o don Juan Picho, con el fin de analizar el caso inverso: el de cómo un cacique principal también podía y sabía valerse de graves acusaciones de brujería para defender su curacazgo y la preeminencia de su linaje. El personaje a quien acompañaremos en sus batallas legales y mágicas será ahora don Carlos Apoalaya, cacique principal y gobernador de Ananguanca.

57 Véase el f. 129v. El 8 de febrero de 1692 se hallaba don Juan Picho en Lima pidiendo al arzobispo que se diera fin a la causa (f. 131r-131v). La sentencia en AAL. Hechicerías e Idolatrías, leg. 9, exp. 1 [1691], folio final. Véase también leg. 9, exp. 1 [1693].

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