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Capitales de los reinos de la Costa Norte

Krzysztof Makowski

nacionales —por ejemplo, los capetingios se llamarán a sí mismos reyes de los franceses y no reyes de los francos como lo hacían siglos atrás los merovingios—. En el contexto mencionado vuelve a consolidarse el papel del centro, de la capital del reino, y del palacio real en la capital. Este palacio, a diferencia de otras residencias del rey, se constituye en el centro del espacio soberano, el centro en el que se manifiesta el poder del rey vivo y se realizan todos los actos políticos relevantes.

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La palabra ‘palacio’ en castellano, como en otros idiomas europeos, viene del latín ‘palatium’, derivado de una de las siete colinas de la campiña romana —el Palatino, donde la leyenda situaba el palacio de Rómulo y, posteriormente, se construyeron los palacios de Augusto, Tiberio así como la imponente Domus Flavia; la Domus Aurea de Nerón se extendía al pie de la famosa colina— (Alessio 2006).

La palabra ‘palatium’ como denominación del lugar desde donde se ejerce el poder entra el vocabulario del latín medieval a partir del siglo VII después de Cristo y se difunde en toda la Europa cristiana con el canon arquitectónico carolingio y con el programa ideológico de la renovación del Imperio romano, cuyos orígenes en las personas de Julio César y Augusto, residentes en el Palatino, se entrelazaban en la memoria histórica con los de la cristiandad.

El palatium carolingio, según el modelo de la residencia de Aquisgrán, la ‘cuarta Roma’, se componía de una amplia sala con columnas, la aula palatina, el lugar de reunión del rey con sus señores, de la galería que daba a los aposentos laterales y de la monumental capilla en el extremo opuesto del complejo (Hubert y otros 1968). Los emperadores y los reyes de la Europa medieval construían palacios en todos sus feudos para atender en constantes viajes las necesidades de las más alejadas provincias y limitar las ambiciones de sus vasallos. Palacios similares construían también los obispos.

Por cierto, los palacios edificados en el siglo XVI por los reyes de España distaban mucho del palatium carolingio no solo en forma. Su macizo trazo de cuadrilátero con uno o varios patios internos, numerosos pisos y torres en las esquinas dominaba orgullosamente el paisaje (véase El Escorial o el Alcázar de Toledo). Cientos de habitaciones permitían albergar y atender toda la numerosa corte, a la guardia y a cientos de sirvientes. Su sólido aspecto defensivo es heredero de la tradición de castillos urbanos, una solución híbrida, entre castillo y mansión palaciega, aunque

Garu, región Huánuco, provincia de Yarowilca, distrito de Choras, uno de los sectores residenciales del asentamiento construido durante el Periodo Intermedio Tardío (1100-1470 d.C.)

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no se resigna a perder los elementos característicos de las antiguas fortificaciones cuyos cánones se han formado desde el siglo XIII en Italia (Soraluce 2008: 272) y durante el siglo XV en España8 .

Los cronistas españoles que llegan a los Andes podían, por supuesto, guardar también el recuerdo de otras formas ibéricas de la residencia real y, en particular, del palacio morisco, heredero de las villas helenístico romanas, todo un pueblo de patios, pórticos, aposentos, espacios rituales y de producción. La Alhambra y la ciudad palacio de Medina Azahara, construida por Abderramán III son sus mejores exponentes.

Esta tradición se encontrará en la península con otra más reciente, pero también de raíces helenístico-romanas, la de villas palladianas, ubicadas siempre, como las de Roma en el campo, separadas de la hacienda contigua por un vistoso jardín. Al llegar al corazón político de Tahuantinsuyo, los conquistadores parecen haber captado cierto parentesco funcional entre esta clase de residencias reales y los palacios-haciendas de los incas en las cercanías del Cuzco, como la de inca Pachacútec en Ollantaytambo y Machu Picchu (Burger y Salazar 2004; Protzen 2005: 23; Rowe,1990) o de Huayna Cápac en Quispeguanca (Farrington y Zapata 2003) y Yucay (Makowski y Hernández 2010: 176, nota 17; Hernández 2009).

¿Cómo se explica en este contexto la ausencia de un término simple y tradicional para la residencia oficial del gobernante? Una probable y sugerente explicación está en la manera de concebir el poder real en Tahuantinsuyo, distinta de la europea del siglo XVI, la que a su vez repercute directamente en las formas arquitectónicas en las que este poder pueda manifestarse, realizarse y legitimarse. Por cierto, desde una aproximación comparativa (Christie y Sarro 2006; DeMarrais y otros 1996; Evans y Pilsbury 2004; Moore 1996b, 2005) resulta lícito asumir que todas las sociedades complejas preindustriales contaban con formas de arquitectura monumental pública en las que se materializaban algunas de las ideas rectoras de la ideología del

8 El surgimiento de los castillos en España ocurrió en el marco de la guerra civil de Castilla, en el siglo XV, cuando los señores oligárquicos buscan retomar el control de las ciudades en su lucha contra los reyes de la dinastía Trastámara. Sus fortificaciones se convirtieron en los primeros castillos militares de España. Los castillos señoriales eran edificios compactos y jerarquizados, con una planta rectangular delimitada por dos torres hacia los extremos. En el centro se encontraba la torre de honor, estructura de mayor tamaño que controlaba el acceso a un patio porticado (Cobos Guerra y Castro Fernández 1990).

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poder, y donde el gobernante no solo aparecía en público sino también moraba por lo menos temporalmente. A esta forma la denominamos «palacio», que, en primera instancia, es un espacio público, y a nivel secundario, un espacio privado, si bien a menudo este adjetivo no se aplica bien ni siquiera al área de vivienda (Moore 2005). Sin embargo, no tiene por qué existir un patrón universal de palacios, dado que son la manifestación del poder y la estructura de este varía entre las distintas sociedades, tanto en el tiempo como en el espacio. La historia y la arqueología comparadas de la arquitectura considerada palaciega en el mundo, dentro de los complejos urbanos o fuera de ellos, revelan una gran diversidad de formas desde relativamente sencillas hasta extremadamente complejas.

En el grupo de las formas sencillas están los tipos de arquitectura destinadas esencialmente a brindar residencia al señor, eventualmente a su linaje, y su guardia personal: por ejemplo, el palatium, los castillos medievales. En muchos casos las funciones residenciales y de recepción se realizan en el mismo ambiente techado y relativamente monumental. En el otro extremo se sitúan laberínticos complejos, verdaderas ciudades con múltiples patios y recintos en las que la parte residencial se pierde o incluso está ausente, como en el palacio principal de Amarna en Egipto. Esto se debe al hecho de que el palacio es concebido como la imagen materializada del orden cósmico y el escenario legítimo de todas las actividades políticas del Estado.

El templo o la capilla suele ser incluido en el complejo o, por lo menos, colinda con él. La gran tradición de los palacios de la Edad de Bronce en Mesopotamia, Egipto y el mundo egeo —recuérdese el famoso laberinto de Minos, el palacio de Cnosos en Creta, o la ‘ciudad prohibida’, el palacio de los emperadores chinos— son buenos ejemplos de esta segunda manera de concebir el palacio. La diversidad mencionada a su vez deriva de las diferencias sociales, políticas, ideológicas y de organización económica.

El modo como la violencia se institucionaliza y ejerce con fines políticos, así como el desarrollo tecnológico de la guerra y de la construcción, es, por supuesto, igual de relevante. Por ejemplo, las subsiguientes etapas de la evolución de la residencia política de élite mediterránea, la villa-hacienda tardo-romana (desde siglo IV después de Cristo), el palatium carolingio (desde siglo IX después de Cristo), y la torre residencial, conocida como torre de homenaje, defendida por un cerco de murallas, el castillo rural y el castillo urbano (desde el siglo XIII/XIV

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después de Cristo), y el palacio de la aristocracia y la casa-hacienda de la nobleza (manor, en inglés), generalmente no fortificados (desde el XVI después de Cristo), corresponden directamente a los siguientes estadios de la transformación social y política en Europa preindustrial: el sistema económico del colonato romano vinculado con la doctrina del emperador como dominus-ac-deus (señor y dios, en latín), el feudalismo señorial de la alta Edad Media, el feudalismo mercantil y las monarquías absolutas protonacionales de la baja Edad Media, y la consolidación del primer sistema-mundo en el Renacimiento con la progresiva consolidación de monarquías parlamentarias.

Con esta línea de razonamiento, las dificultades para definir tipológicamente el palacio en las tradiciones arquitectónicas andinas se explican por las particularidades del sistema social y político imperante en el Perú prehispánico. A diferencia de las monarquías europeas del siglo XVI, la soberanía del sapa inca, su realeza, no se manifestaba nunca y bajo ninguna perspectiva, en el cuerpo vivo de un mortal con nombre propio, predestinado para gobernar por derecho de sangre, sucediendo a su padre o hermano y por la voluntad de un solo dios.

Como los dioses del panteón cuzqueño, Inti-Punchao, Huanacuari, Illapa y Viracocha (Makowski 2001; 2015; Ziólkowski 1997), el sapa inca podía desdoblarse y, de hecho, sus poderes terrenal y divino se manifestaban en diferentes cuerpos ‘consustanciales’ como bultos, mallquis, huauques y segundas personas. A lo largo de su vida, el sapa inca cambiaba de nombre (D’Altroy 2010; Houston y Cummins 2004; Ziólkowski 1997a, 2010).

Por otro lado, las características hegemónicas del sistema del poder requerían que el gobernante esté en un constante movimiento dentro del valle del Cuzco y fuera de él, incluso tan lejos como en la nueva capital fundada en la sierra septentrional de Ecuador. Sus movimientos obedecían a los mandamientos del calendario ceremonial, del oráculo y de la política (Ziólkowski 1997a).

El inca acompañaba a sus capitanes en la gesta de la conquista, en persona o más a menudo por medio de uno de sus cuerpos ‘cosustanciales’. El poder de sapa inca, electo entre varios descendientes de Manco Cápac, no solo se negociaba en el momento de la elección sino que estaba puesto a prueba durante su vida y requería a menudo de un fino juego político con los nobles incas y foráneos.

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Por último, no hay que olvidarse que ni los palacios ni los rebaños ni las tierras de cultivo eran propiedad exclusiva de un individuo. Las posesiones incaicas tuvieron carácter corporativo (D’Altroy 2002: 263-286; Murra 1980; Ziólkowski 1997b; Zuidema 2004). Por las características tecnológicas e ideológicas de la guerra ritualizada, que enfatizaba la destreza individual del guerrero y el combate mano a mano, las defensas necesarias en el caso de asedio con máquinas no formaban parte del diseño de las residencias de élite inca.

Como se desprende de lo antedicho, no había en esta realidad política lugar para la ‘casa única del único rey’. Coricancha, el templo y el lugar de culto de los ancestros del linaje de Manco Cápac y no el palacio de Pachacútec se constituía simbólicamente en el centro del cosmos imperial. El poder itinerante y ubicuo del soberano necesitaba de múltiples espacios sacralizados de manifestación: plazas cercadas (canchas) y aulas techadas (kallankas).

Su vida familiar y privada, como hombre de carne y hueso, no estaba expuesta a la vista y curiosidad de cortesanos y de la familia como era el caso de Europa renacentista. Todo lo contrario, se desarrollaba en espacios reservados y sacralizados como corresponde al representante de la deidad mayor en la tierra, de manera similar como en muchas monarquías antiguas. Las características particulares del poder y de su materialización en forma de la arquitectura palaciega que observamos en el Cuzco son en buena parte extensivas a otras regiones de los Andes y también a las épocas precedentes al Tahuantinsuyo (Campana 2006; Chapdelaine 2006; Christie y Sarro 2006; Isbell 2001b, 2004, 2006; Mackey 2003, 2006; Moore 2003; Makowski y otros 2005; Pillsbury 2004, 2008; Pillsbury y Leonard 2004; Salazar 2004; Salazar y Burger 2004; Houston y Cummins 2004; Villacorta 2003, 2004, 2010).

Cuzco, una ciudad diferente9

Las diferentes fuentes del siglo XVI señalan que los incas a partir de Viracocha, antecesor de Pachacútec, al que se atribuye la creación del imperio, construían,

9 La primera versión de este texto fue publicada con mi contribución a un artículo más largo, escrito en colaboración con Carla Hernandez: K. Makowski y C. Hernández, «Las casas de Sapa Inca». En: K. Makowski (ed.), Señores de los Imperios del Sol, pp. 173-183. Lima: Banco de Crédito del Perú.

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cada uno, varios complejos palaciegos: por lo menos uno en el caso del Cuzco monumental y varios fuera de la capital, generalmente en los valles aledaños como el de Urubamba (Hernández 2009, Makowski y Hernández 2010). En comparación con las propiedades de las provincias, los palacios del Cuzco ocupaban una extensión relativamente limitada.

Pese a ello, sus recintos amurallados formaron al cabo de aproximadamente cinco generaciones la traza del núcleo monumental urbano de la capital. Este núcleo se constituía eventualmente en el cuerpo del felino imaginario cuya cabeza está integrada por el imponente complejo ceremonial, y defensivo, de Sacsayhuamán, dedicado quizá entre otros al dios del trueno y del cielo nocturno Illapa, y la cola por la unión —tinkuy— de dos riachuelos que dan origen al río Huatanay (Rowe 1967; Santillana 2001). En la base de la cola se encuentra Coricancha, el famoso templo de culto dinástico dedicado en primera instancia al Sol, Apu Punchao, y considerado el centro simbólico de Tahuantinsuyo.

Hay que enfatizar el hecho de que la tradición señala por la boca de Sarmiento de Gamboa (1988: cap. XIII, p. 59) a este mismo complejo como el lugar donde residían los gobernantes anteriores a Inca Roca. Es ahí donde el leyendario Manco Cápac al fundar el Cuzco habría construido su palacio, el Inticancha. La misma ambigüedad se repite en el caso del palacio de Inca Viracocha, Kiswar Kancha, que ha sido también señalado como el templo del dios Viracocha.

En los tiempos de la conquista española, el conjunto de palacios se extendía alrededor de una gran plaza, Hanan Aucaypata, que se encuentra en la actual Plaza de Armas. Del lado Sur-Oeste la plaza se abría hacia el conjunto de andenes, Cusipata. Otras plazas alineadas —Intipampa (Chiquipampa), Hurin Aucaypata y Limacpampa— separaban la zona de la residencia de los gobernantes incas del área de Coricancha-Inticancha, donde según la tradición moraban sus antecesores, cuando el Cuzco era la capital de un pequeño señorío local. Desde la plaza Hanan Aucaypata, se ingresaba a los palacios de Huayna Cápac (Casana), de Inca Roca (¿?) o Túpac Yupanqui (Cora Cora), y de Huáscar (Amarucancha), ubicados respectivamente en sus esquinas Noroeste y Norte. Del lado opuesto, estaba el Acllahuasi. En el lado este de la plaza, se encontraba el templo de Viracocha y/o el palacio del inca de mismo nombre (Bauer 2004: 111-137; Makowski y Hernández 2010: 178-179, notas 28-32).

Recinto principal al interior del Coricancha, Cuzco.

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Cabe enfatizar las características muy particulares del Cuzco como la capital del imperio y como el complejo urbano. Estas características lo diferencian de las ciudades españolas del siglo XVI. Las primeras diferencias están en la relación entre el campo y la ciudad, así como entre los espacios públicos con los palacios reales, por un lado, y los espacios residenciales de élite y del pueblo, por el otro.

A diferencia de una ciudad de Castilla o de Andalucía, cuyo casco compacto está separado material, social y simbólicamente del campo, entre otros, por el cerco de las murallas —como lo era también el Cuzco colonial— en el Cuzco de los incas este límite no existe. Los andenes, los campos-pampas, se entreveran con las áreas de uso urbano. Las recientes investigaciones sobre el paisaje modificado de la cuenca alta de Huatanay (Mar y Beltrán 2014a, 2014b) han demostrado que las actividades de construcción del casco urbano fueron siempre precedidas por obras de gran envergadura, mediante los cuales no solo se ampliaba la red de canales, sino se modificaba completamente el relieve de terreno creando amplios andenes. Su complejidad y la calidad de mampostería guardaba relación directa con la importancia del edificio que soportaba (véase Coricancha). El diseño de la traza urbana era condicionado por el resultado de estas obras de ingeniería.

Por otro lado, al cruzar, como lo hizo Rowe (1967, 1990), las fuentes etnohistóricas con las arqueológicas, se descubre con sorpresa que tampoco se puede definir el centro como un espacio donde se manifiestan y se concentran todos los poderes del Estado.

Ningún castillo, palacio o templo, ninguna plaza en la que convergen todas las calles principales marca en el paisaje este estratégico lugar. Los aillus del Cuzco, tanto los nobles descendientes de Manco Cápac, los incas, como las comunidades autóctonas subyugadas, los incas de privilegio, residen de manera dispersa entre campos y canales alrededor del núcleo monumental. Sus casas no forman barrios, se trata de aldeas y estructuras aisladas, edificadas a distancia visual una de la otra y cercanas a los campos de cultivo. Los caminos y ante todo los sistemas de canales organizan el espacio de la cuenca de Huatanay (Bauer 2004; Rowe 1967; Sherbondy 1982, 1986).

Por otro lado, la vida religiosa de los habitantes de la capital tampoco transcurría en un templo mayor del centro, en la plaza delante de él y en los templos de los barrios, como después de la conquista española (Flores Ochoa 2009). Los complejos ceremoniales que sorprenden aún hoy por su monumentalidad y envergadura,

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Sacsayhuamán y Coricancha se sitúan, como hemos visto, en dos extremos opuestos del centro. Tres principales fiestas del Tahuantinsuyo, el Cápac Raymi, el Inti Raymi y Situa, cuya función política al lado de la religiosa queda fuera de duda, pues se pone de manifiesto en ellas el origen divino del poder del sapa inca, no se celebraban en Hanan Aucaypata, sino en los templos solares alejados del centro monumental e implicaban amplios recorridos a través de la campiña (Zuidema, 2004; 2010).

En realidad, la mayor parte de las ceremonias en el frondoso calendario ceremonial imperial tuvieron por escenario lugares sagrados (huacas) —328 o más de 350— diseminados por toda la cuenca de Huatanay dentro de la línea de horizonte y fuera de ella (Bauer 2000; Zuidema 2010). Es necesario también subrayar que, hasta donde sepamos, no se ha llegado a formar en la prehistoria incaica una forma canónica del templo, similar a la basílica cristiana, estupa budista, pirámides de Teotihuacán o el templo grecorromano en sus múltiples variedades de planta y pórticos de columnas (perístasis).

La lista de lugares sagrados dentro del núcleo monumental del Cuzco y fuera de él (sistema de ceques) pone en claro que una imagen de culto, un ídolo encerrado en el espacio techado de algún recinto sagrado, no ha sido el objeto de veneración recurrente. La lista de huacas (Rowe 1979) está integrada por las fuentes y rocas modificadas enmarcadas en la arquitectura muy variada de plazas y recintos, por los accidentes de relieve de terreno y rocas en las cimas y en las pendientes de los cerros, por las piedras de formas especiales expuestas en nichos y plazas, los fardos que contenían cuerpos de los incas muertos o bultos hechos con partes incineradas de estos con parte del cuerpo (pelos y uñas; Bray 2015).

Las menciones de formas figurativas son completamente excepcionales. Solo un reducido porcentaje de las huacas se ubicaba en el núcleo monumental. La piedad de los fieles se expresaba más en recorridos, carreras, peregrinajes, procesiones que tuvieron por escenario el paisaje de la campiña que en las reuniones en espacios abiertos y cerrados, aunque las ofrendas, los bailes y los banquetes requerían, por supuesto, también de ellos. No obstante, ni unos ni otros tuvieron por el lugar preferente el espacio urbano y menos su centro.

Ello no quiere decir que el espacio urbano tuviese carácter secular, a diferencia de la campiña. Todo lo contrario, la distinción entre los espacios sagrados y seculares no resulta operativa. No solo hay huacas importantes en forma de piedras, bultos o fuentes dentro de los palacios, sino que los importantes rituales del Estado se desarrollaban en las dos plazas principales. Ambas plazas contaban con los ushnus, altares de libación, en los que el sapa inca ofrecía chicha al Punchao, el dios Sol diurno, protector de la dinastía de Manco Cápac.

El espacio de Hanan Aucaypata fue ocupado originalmente por una laguna y luego convertido en un símil del mar (cocha) cubriendo la superficie de la futura plaza de una capa gruesa de arena del mar, traída ex profeso (Santillana 2001: 260, 261). Los principales ritos se realizaban de manera alterna en una de las plazas, durante los meses cruciales para la agricultura, respectivamente, durante la estación de las lluvias en Hanan Aucauypata y durante la estación seca en Hurin Aucaypata.

La disposición de los participantes vivos y muertos (fardos transportados en literas) en la plaza, sus acciones, movimientos y gestos se estructuraban al parecer de tal manera que se expresaban en ellos los principios cosmológicos del orden natural y social. Por ejemplo, durante la fiesta de Situa los representantes de los aillus del Cuzco con sus fardos se agrupaban según los puntos cardinales en dos mitades y cuatro parcialidades frente el Sapán Inca parado en la cercanía del ushnu, en cuyo orificio vaciaba llegado el momento el sagrado brebaje (Zuidema 1980).

Los agudos análisis de los relatos de los cronistas, de los documentos judiciales y de los relatos etnográficos hechos por Zuidema (2004, 2010 inter alia), Sherbondy (1982, 1986), Urton (1981, 2004) y Pärssinen (2003), entre otros, evidencian que estos mismos principios regían en términos ideales —como modelo de referencia— sobre la organización del sistema de riego, de los espacios cultivados y pastoriles, del cielo nocturno, de la sociedad y del poder. Solo conociéndolos se puede entender, por lo menos en parte, las razones que impulsaban a los habitantes del Cuzco de transformar el paisaje del valle modelando y puliendo inmensas rocas (Van der Guchte, 1990) e ubicar la mayoría de templos y residencias fuera del núcleo urbano monumental.

Desde la perspectiva de la cosmología inca, la que se expresa en primera instancia en la geografía sagrada y en las características particulares de la capital, el conjunto de palacios se encuentra en la mitad superior de un todo que es el valle, cerca del lugar preciso donde se une el río de arriba (hanan), el que recibe innumerables confluentes, y

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el río de abajo (lurin o hurin: Cerrón Palomino, 2002), el que a diferencia del anterior no recibe sino distribuye el agua por medio de canales a los campos de cultivo.

Un río similar, la Vía Láctea, se encarga en repartir el agua por el universo desde su fuente primigenia, el mar primordial siguiendo el ciclo de las dos estaciones. En la percepción indígena, los dos segmentos del valle se diferencian uno del otro también por el tipo de cultivos. Por ejemplo, los tubérculos altoandinos versus el maíz y la coca.

Según este modelo ideal, cada valle en este y en el otro mundo posee la misma organización en la que las dos mitades complementarias, pero diferentes (hanan y hurin o lurin) se dividen en veinte amplias parcelas (‘barrios de agua’) de acuerdo con el recorrido de canales y la distribución de manantiales (puquios). Cada parcela está usufructuada por otra comunidad o linaje noble, de ahí el número canónico de aillus comunes y nobles (panacas) del Cuzco (Sherbondy 1982, 1986). Es cierto, la realidad política ha modificado este modelo ideal de organización.

En este contexto, no debe extrañar que las fuentes de agua superen en el número a todos los tipos restantes de los lugares sagrados en el listado de las huacas del Cuzco, transmitido por Cobo (Rowe 1979). En este listado quedó registrado un complejo sistema, conocido como el sistema de ceques, el que otorgaba sustento religioso a los derechos de usufructo de agua y de suelos, así como de otros derechos políticos y económicos.

En el listado se respeta todas las reglas cosmológicas que acabo de exponer: la división del espacio en dos mitades complementarias, del tiempo en dos estaciones y quizá en meses de calendarios ceremoniales, de la sociedad en aillus y panacas ordenadas en tres categorías de parentesco (Zuidema 2004, 2010), cada una, con sus huacas tutelares, sus ancestros convertidos en piedras o rocas y sus fuentes. Así, los derechos históricos de las comunidades y de los incas estuvieron inscritos en el paisaje de la ciudad y de la campiña por medio de los lugares sagrados (huacas).

Cabe por supuesto preguntarse con Rowe (1979, 2003b) y con Rostworowski (2006, 2007), cómo se llegaba a coincidir la realidad política cambiante que contaba en cada generación con nuevos actores, incas y sus panacas, con un modelo rígido ideal del orden natural y social establecido supuestamente para siempre en los tiempos de Manco Cápac y eventualmente reformado por Pachacútec, fundador del imperio. Creemos que luego de cada elección por medio de negociación o imposición se llegaba a acomodar la nueva realidad en el marco los principios generales del ideal político-religioso. La versión transmitida por Cobo a partir de un registro de las huacas sobre quipus es, de hecho, una de las más recientes versiones y se dejan leer en ella compromisos, negociaciones e inevitables omisiones.

Según las reglas de geografía sagrada que acabamos de describir, Coricancha e Inticancha, los palacios-templos de los incas legendarios y semilegendarios, forman el centro y desde ellas hacia afuera los informantes de Polo de Ondegardo y de Cobo trazaron las líneas imaginarias que correspondían a los cordeles de los quipus en los que estaban anotadas nudo por nudo las subsiguientes huacas, con sus características, con sus ofrendas y con sus devotos. Respecto al resto de palacios, el área de Coricancha e Inticancha se clasifica como la mitad subordinada, dado que sus residentes principales temporales y permanentes correspondían a los linajes nobles lejanamente emparentados, a través de las generaciones pretéritas, con los incas en ejercicio.

Como recordamos, el conjunto de las plazas de Hurin Aucaypata separaba la parte ‘baja’ (Hurin Cuzco), consagrada en mayor grado a cultos agrarios y de origen, de la parte ‘alta’ (Hanan Cuzco), donde pernoctaban a menudo los incas en ejercicio y sus parientes más cercanos. La parte alta con su plaza era escenario de ritos de guerra y de propiciación de lluvias.

Como se desprende de lo expuesto en el acápite anterior, ni el concepto tipológico y funcional renacentista del palacio, ni tampoco el del templo, estos mismos que siguen en alguno modo vigentes en la cultura del Occidente hasta hoy, resultan operativos cuando se los usa en los análisis de la arquitectura monumental, «pública», cuzqueña. Tampoco resulta útil el modelo ideal manierista de la ciudad como una villa fundada ab novo —véase Lima o el Cuzco colonial— sobre la traza ortogonal de manzanas con su organización en zonas concéntricas y claramente separadas unas de otras: el castillo o el palacio en el centro o en el promontorio, la Plaza de Armas y las manzanas vecinas con los palacios urbanos, luego las manzanas burguesas, las periferias de la plebe y, finalmente, la campiña. La mera similitud formal del núcleo compuesto entres los ríos Saphi y Tullumayu con este tipo de traza, así como la mención sobre la obra de Pachacútec como el gran urbanista hicieron que generaciones de historiadores de arquitectura dejaban de lado las evidentes particularidades del Cuzco prehispánico.

Urbanismo andino. Centro ceremonial y ciudad en el Perú prehispánico

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Ciudad y centro ceremonial1

Los descubrimientos de las últimas décadas del siglo XX pusieron en tela de juicio el valor universal de los modelos procesuales clásicos del desarrollo urbano, fundamentados por los estudios pioneros de patrones de asentamientos en las cuencas bajas del Éufrates, Tigris y Karún, por un lado, y en la planicie mexicana, por el otro (Marcus y Sabloff 2008). Los Andes Centrales proporcionan una perspectiva particularmente cómoda para evaluar los alcances del debate, debido a las características únicas del urbanismo en sentido amplio que se desarrolla en el Perú prehispánico y la sorprendente fecha precoz de sus orígenes en el primer milenio de la vida plenamente sedentaria, aún sin conocimiento de cerámica, desde la segunda mitad del cuarto milenio antes de Cristo.

El propósito de este capítulo es definir al urbanismo andino en su contexto tecnológico y social propio. Asimismo demostrar que sus principios rectores se oponen en varios aspectos a las características esenciales del sistema urbano, tal como este se manifiesta en Mesopotamia o en el área de interacción de Teotihuacán. Para ello, se evaluarán los alcances de la discusión sobre la arquitectura monumental pública en el Periodo Precerámico Tardío. Luego se revisará las aproximaciones teóricas subyacentes en el debate. El análisis comparativo de las características de asentamientos considerados urbanos en los Andes Centrales, con el énfasis en las expresiones del urbanismo inca en el valle de Lurín, servirán de sustento para fundamentar la apreciación general que resumimos a continuación.

Considero que el urbanismo andino se ha desarrollado en el contexto tecnológico completamente diferente en comparación con los demás urbanismos de la antigüedad: sin medios de transporte de grandes volúmenes de bienes por mar, por la vía fluvial o la vía terrestre (salvo caravanas de camélidos), sin animales de tiro y sin herramientas que puedan reemplazar la fuerza de brazos humanos en el trabajo

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agrícola, como el arado, sin guerras tecnológicamente sofisticadas por el uso del arco, ballesta, máquinas de asedio, armas ofensivas y defensivas de bronce y hierro, así como de algún tipo de caballería. Además, este desarrollo tiene por escenario un medio ambiente desértico y agreste que dificulta tanto la comunicación, como la producción agrícola a gran escala.

Todas estas características condicionan las tendencias a mantener el patrón disperso de asentamientos residenciales de extensión menor de 4 hectáreas, con los promedios oscilando alrededor de 1 hectárea, a lo largo de la secuencia y desde las primeras fases de sedentarización hasta la conquista española. Los asentamientos considerados urbanos por los estudiosos tienen características de centros ceremoniales, incluso cuando se constituyen en capitales políticas y en centros administrativos.

Por lo general, carecen de defensas, salvo atalayas y templos fortificados. La arquitectura monumental, tanto la que se concentraba en estos asentamientos como la que fue distribuida a lo largo de caminos y canales de riego, orientaba a los flujos de mano de obra y de productos, convertía el paisaje profano en un escenario sagrado, y otorgaba a los tributos, en trabajo y en productos, el carácter de obligación religiosa. Las preparaciones para la guerra y los intercambios comerciales no escapaban de este marco ceremonial. El paisaje organizado por medio de la arquitectura cumplía asimismo el papel del soporte material de la memoria social compartida, un soporte indispensable para una sociedad ágrafa.

El debate sobre el hipotético urbanismo precerámico en el Norte Chico

El urbanismo prehispánico es uno de los temas más polémicos en la arqueología de los Andes Centrales, con posiciones discrepantes en cuanto al concepto mismo, a la cronología del proceso, a la función de los complejos supuestamente urbanos, y a las características del contexto social y económico. Las discrepancias y las contradicciones se han exacerbado aún más en la última década cuando la sorprendente arquitectura monumental del Periodo Precerámico Tardío (2.7001.800/1.500 antes de Cristo) en la costa centro norte del Perú fue reinterpretada por Ruth Shady (Shady 2006; Shady y Leyva 2003; Shady y otros 2001) como la evidencia de procesos de nucleación, característicos para las ‘revoluciones urbanas’ de la prehistoria.

Centro ceremonial inca de la Fortaleza de Paramonga, valle bajo del Rímac, Lima.

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Shady (2000) considera que el desarrollo de la agricultura de riego al interior de los valles y de la pesca con redes en las zonas costeras hayan condicionado el desarrollo precoz de una civilización urbana en el área de interacción que comprende la costa y la sierra entre los valles de Santa y de Chillón, con las cuencas colindantes de la vertiente oriental. El sitio de Caral, conocido antes como Chupacigarro Grande (Burger 1992: 76; Engel 1957, 1987; Kosok 1965: 223; Williams 1985), se hubiera convertido, según el tenor de esta misma hipótesis en la capital urbana de un Estado territorial, cuya organización basada en hunos, sayas y pachacas anticiparía el orden administrativo del Tahuantinsuyo (Shady 2000, 2003a, 2003b, 2006).

La hipótesis de Shady se fundamenta en apariencia sobre sólidas evidencias empíricas. Hasta la fecha cerca de cuarenta conjuntos arquitectónicos monumentales precerámicos se han identificado a lo largo de los valles Fortaleza, Pativilca, Supe y Huaura, tanto en el litoral del océano Pacífico como tierra adentro. Sin duda, se trata de sitios cuya extensión y complejidad arquitectónica no fue superada en ninguno de los periodos posteriores. Hasta el presente, muchos de ellos dominan el paisaje semidesértico de las márgenes de los oasis costeros, como la única obra del pasado visualmente perceptible.

Por otro lado, desde el punto vista formal, sus componentes, como pirámides aterrazadas, plataformas, plazas circulares hundidas, anticipan a la imponente arquitectura ceremonial de los periodos Inicial y Horizonte Temprano, de los que constituyen además el antecedente inmediato. Es más, se ha comprobado que la introducción de la cerámica no se relaciona con ningún otro fenómeno cultural de relevancia, de modo que el término cronológico ‘Periodo Arcaico Tardío’ debería ser sustituido, por otro, que describe mejor el contexto cultural de la época, a saber ‘Formativo Precerámico’ (Makowski 1999, Lumbreras 2006).

La similitud evidente entre los conjuntos monumentales del Periodo Precerámico y los centros ceremoniales posteriores, como Cahuachi en el valle de Nazca, a los que algunos investigadores atribuyen características urbanas (por ejemplo, Rowe 1963, Canziani 2009), refuerza la hipótesis de Shady. Las diferencias en la extensión entre un sitio precerámico y otro, y la complejidad de la arquitectura pública, brindan asimismo el sustento para la aplicación de clásicos modelos jerárquicos en la intrepretación de la organización espacial de asentamiento en cada valle. Por consiguiente, Caral como el hipotético centro administrativo primario estaría a la

Pirámide de Caral, Sector H, valle de Supe, Lima.

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cabeza de una vasta red de centros secundarios y terciarios, distribuidos en Supe e incluso en los valles vecinos.

No obstante, la polémica que se ha desatado acerca de los factores que desencadenaron el proceso, y acerca de los contenidos sociales y políticos sociales que están detrás, evidencia que la pregunta si el fenómeno de arquitectura monumental tiene o no características urbanas no resulta operativa, y no lleva a respuestas convincentes. Ello se debe a amplias discrepancias en cuanto a lo que puede considerarse justamente como tales características. Estas discrepancias inducen al alto margen de arbitrariedad en las interpretaciones. Por ende, resulta aconsejable sustituir la pregunta ¿si los asentamientos son no urbanos? por la pregunta ¿cómo entender las múltiples posibles funciones sociales de la arquitectura pública, incluidas las dimensiones políticas y religiosas, en el contexto de las primeras fases de la vida sedentaria del Periodo Arcaico Tardío?

La propuesta de Shady constituye, sin proponérselo, una especie de reductio ad absurdum (‘reducción al absurdo’) de los planteamientos tradicionales y consagrados de la arqueología procesual, tanto aquella inspirada por Steward (Steward y otros 1955) como la influenciada por el modelo de la revolución urbana de Childe (1974). En ambas propuestas el desarrollo urbano está condicionado por el desarrollo tecnológico que posibilita el incremento exponencial y sostenido de la densidad demográfica. El desarrollo de un complejo agropecuario de alto rendimiento en cuanto a valores energéticos de carbohidratos y proteínas de origen animal y vegetal, y la aparición de medios eficientes de transporte, en particular fluvial y marítimo (Mesopotamia), pero también terrestre (caravanas de camélidos en los Andes), están entre los factores decisivos para que las ciudades, populosas aglomeraciones humanas, aparezcan y sean viables.

Con estas premisas, Canziani (2009: 181-309) ubica en una monografía reciente la construcción de las primeras ciudades en los Andes Centrales recién en su periodo de Desarrollos Regionales Tempranos (500 antes de Cristo-700 después de Cristo), el que se iniciaría con el ocaso de Chavín y de la tradición de centros ceremoniales tempranos y terminaría con la expansión Wari. Siguiendo la propuesta marxista, Childe (1974) otorgaba también el papel crucial a otras innovaciones tecnológicas que afectaban profundamente a la organización y al rendimiento de la producción (fuerzas de producción) y a las relaciones entre seres humanos (relaciones de producción). La domesticación de animales de tiro, el invento del arado y de la trilladora jugaban en este razonamiento el papel central, pues sin ellos no se hubieran podido transformar las relaciones comunitarias basadas en la reciprocidad y el trabajo mancomunado, lo que originaba una sociedad estratificada en clases con la propiedad privada de la tierra y del ganado, la explotación de mano de obra y la apropiación de excedentes por la élite como principios del nuevo ordenamiento (modo de producción asiático; véase la discusión crítica del término en Godelier 1969, 1975).

Los arqueólogos procesualistas, seguidores de neoevolucionismo de Leslie White y James Steward (1955 inter alia), a su vez, ponían mayor énfasis en el desarrollo de la agricultura tecnificada de riego y en la domesticación avanzada de plantas de alto rendimiento, como el maíz. En el debate sobre la urbanización en Mesopotamia papel a parte se atribuía a la institucionalización de la violencia y a la tecnificación de la guerra, en el contexto del creciente conflicto endémico entre las ciudadesEstado nacientes. El uso del nuevo costoso armamento, espadas, hachas y dagas de bronce, cascos y armaduras, así como carros de batalla y luego máquinas de asedio, ha dotado a las élites del poder coercitivo, ha revolucionado las estrategias de la guerra y tuvo notable repercusión en la arquitectura de ciudades (murallas, fosas y puertas fortificadas).

La difusión tardía de la metalurgia de bronce a partir del siglo IX después de Cristo (Lechtman y Farlane 2006; Lechtman 2007) no ha provocado resultados similares en los Andes. La formación de élites guerreras (Chamussy 2009; Makowski 2010) fue tomada en cuenta por varios investigadores del pasado prehispánico del Perú para encontrar las causas del proceso urbano y también para definir las razones por las que las formas menos complejas de la organización de poder, como las jefaturas y los señoríos, fueron sustituidos por el Estado (por ejemplo, Carneiro 1970; véase también el resumen en Arkush y Tung 2013).

Cabe acotar que la formación de las élites guerreras no es el origen de la violencia, pero sí implica su institucionalización y notable incremento respecto a periodos anteriores (Keeley 1996). Arkush y Tung (2013) demuestran que la formación de las culturas guerreras al fin del Horizonte Temprano y al inicio del Periodo Intermedio Temprano se correlaciona directamente con un claro incremento de huellas de violencia en individuos adultos y que antes los niveles de violencia interpersonal

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tienen niveles poco significantes. En las épocas posteriores, la violencia disminuye en tiempos y áreas donde arqueólogos ubican a complejos estados territoriales y se incrementan en las zonas y periodos de fragmentación de poder (por ejemplo, Periodo Intermedio Tardío y la costa de los Andes Meridionales).

Shady (y otros 1999, 2000, 2003a, 2003b; Shady 2006: 61-63, inter alia) visiblemente no cree que las estrategias de subsistencia basadas en agricultura aún incipiente, pesca, recolección y caza (por ejemplo, Dillehay y otros 2004), y la ausencia de todos los demás factores condicionantes del desarrollo de la tecnología, demografía, transporte y comercio, hayan sido el impedimento para que Caral y otros centros ceremoniales del Norte Chico tuvieran carácter de aglomeraciones urbanas. Según ella, en el caso de los Andes ya en los inicios de la vida sedentaria (Arcaico Medio y Temprano) se hubiera producido la separación de destinos históricos.

Algunas poblaciones, las de la cultura Caral, entraron en la senda de la civilización mientras que las asentadas fuera de este polo privilegiado se quedaron en el estadio de la barbarie. Los lectores que optan por dar crédito a su hipótesis se pueden topar con la sorpresa al enterarse que el vertiginoso desarrollo de las «ciudades sagradas» no ha continuado, cuando al inicio del primer milenio después de Cristo las tecnologías agropecuarias, y los avances de domesticación de animales y plantas —implicando el mejoramiento genético en relación con usos alimenticios o de materia prima que se les daba— adquirieron niveles comparables con los que se registran en los siglos XV y XVI después de Cristo.

Por el contrario, la tradición arcaica de la arquitectura ceremonial se ha extinguido al inicio del Horizonte Temprano, salvo en algunos centros de la sierra, como Chavín y Kuntur Wasi (Burger 1992, 2008; Fux 2015; Conklin y Quilter 2008; Onuki 1995; Rick 2008; Seki 2014). Es más, en el valle de Supe y en los valles aledaños del Norte Chico no se registraron niveles semejantes del esfuerzo constructivo mancomunado hasta la conquista española. La arquitectura pública de etapas posteriores a los periodos Arcaico y Formativo Temprano es tan modesta que su presencia poco se nota en el paisaje. Ningún punto de comparación con la envergadura de pirámides y plazas tempranas.

Queda también en el tintero la pregunta: ¿Por qué el patrón de asentamiento del Periodo Precerámico Tardío, al que Shady (ob. cit.) atribuye características urbanas, guarda tan pocas similitudes con las formas urbanas que se conoce en la Costa Norte durante el Horizonte Medio, un periodo en el que varios Estados regionales, cuya existencia está fuera de la discusión, por ejemplo, Moche, Wari, etcétera, se habrían enfrentado en una lucha por la hegemonía?

El tenor del debate sobre el hipotético urbanismo precerámico demuestra que no se tienen respuestas claras a estas preguntas y tampoco hay consensos. Jonathan Haas y los miembros del Proyecto Norte Chico (Haas y otros 2004a, 2004b; Ruiz y otros 2007) consideran que la arquitectura monumental del Periodo Precerámico es la expresión material de competencia política no exenta de violencia, entre líderes de las poblaciones costeras, cuya subsistencia depende de la pesca y marisqueo, y líderes de las poblaciones de agricultores tierra-adentro. Estas últimas poblaciones cultivan el algodón indispensable para la producción de redes y, por lo tanto, preciado por los vecinos del litoral. El conflicto contribuye en afirmar liderazgos locales. No obstante, dado el desarrollo tecnológico y la densidad demográfica no se dan aún las condiciones para la formación de jefaturas complejas (complex chiefdom) y menos de Estados territoriales. Los asentamientos con la arquitectura pública tuvieron carácter y función de centros ceremoniales.

A medida que avanzan las investigaciones se incrementan las voces críticas en contra de los modelos procesuales mencionados a partir de las lecturas de las evidencias de corte heterárquico. Rafael Vega-Centeno (2008a, 2008b, 2010), a partir de sus excavaciones en el cerro Lampay y de las prospecciones en el valle de Fortaleza, enfatiza en el carácter y en la función eminentemente ceremonial de la arquitectura. Recuerda, asimismo, que los tipos de edificios se repiten tanto en los asentamientos que cuentan con un solo monumento aislado, y que, por lo tanto, no suelen ser catalogados como urbanos, como en los sitios que los tienen varios.

El montículo-plataforma con una plaza circular hundida es la forma más recurrente tanto en el valle de Fortaleza como en las otras cuencas del Norte Chico. Los resultados de las excavaciones en el cerro Lampay coinciden con los de Caral en varios aspectos de importancia primordial. La plataforma se está constituyendo cuando un edificio queda intencionalmente sepultado con rellenos y sellos. Cuando sobre la plataforma se construye otra estructura, la que también puede resultar sepultada intencionalmente, el montículo resultante adopta la forma piramidal. Por otro lado, los recintos abiertos y techados de cerro Lampay, como los de Caral,

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fueron construidos en un esfuerzo mancomunado de grupos compuestos por sus posteriores usuarios, y carecen de accesos restringidos. Todo lo contrario, el flujo libre, pero ordenado de visitantes, está asegurado.

Alejandro Chu (2008) demuestra a su vez en Bandurria que los asentamientos con la arquitectura monumental precerámica, construidos en la costa por las poblaciones, cuya subsistencia dependía en buen grado de pesca y de marisqueo, no difieren en complejidad, ni tampoco formalmente de los sitios situados tierra adentro. Ambas investigaciones apuntan a la conclusión de que cada comunidad territorial solía construir su edificio ceremonial, de forma aislada, en el centro del espacio controlado, o al lado de otros edificios similares en el centro ceremonial compartido con los vecinos o aliados.

Como bien lo observa Vega-Centeno (2008b: 39), «las diferencias de escala entre estructuras —mínimas en ciertos casos, notables en otras— podrían explicarse de diversas formas: por el número de remodelaciones y ampliaciones experimentadas, como producto de la mayor o menor longevidad de los edificios, por la escala de grupo comunal involucrado o por distintas contingencias dentro de la trayectoria de dicho grupo. A esto habría que añadir la observación de que varias estructuras de mayor escala en los complejos de Fortaleza han sido construidas sobre montículos naturales, con lo que adquirieron su volumen actual».

Las conclusiones de Vega-Centeno coinciden con las críticas a las que Makowski (2000, 2008) ha sometido la propuesta de Shady (2003a, 2003b, 2006). Caral está descrito y documentado por la investigadora (Shady 2006: 34-48) como un conjunto de agrupaciones de arquitectura pública y residencial diseminadas sobre un área de 66 hectáreas. Las construcciones de forma piramidal y plataformas asociadas a plazas circulares suman 5,27 hectáreas de área construida, mientras que las estructuras residenciales de élite ocupan 0,08 hectáreas de área construida, según Shady (2006; cfr. Shady y otros 2001). Las edificaciones de menor envergadura, en las que las funciones residenciales parecen también combinarse con las ceremoniales, suman no más de 3 hectáreas del área construida. Estas edificaciones se encuentran ubicadas sobre las laderas de los cerros aledaños en la periferia del núcleo monumental.

Las 58 hectáreas restantes corresponden a los descampados entre y alrededor de espacios construidos. Las estructuras de Caral se distribuyen en dos grupos

Pirámide del Anfiteatro, Sector L, Caral, valle de Supe, Lima.

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ubicados en la cercanía de dos de las siete edificaciones claramente ceremoniales cuyos volúmenes dominan el paisaje. Shady (ibídem) reconoce que por lo menos parte de los ambientes en las estructuras consideradas de élite tuvieron funciones rituales. Debido a las asociaciones encontradas, y en particular por la limpieza ritual de pisos, queda abierta la interpretación alternativa de estos ambientes como lugares destinados para reuniones festivas y todo tipo de actividades ceremoniales —ayunos, ritos de iniciación y banquetes— las que requieren de espacios techados, provistos de plataformas y banquetas.

Si bien las áreas entre edificios —en particular el área central, llamada «plaza» por Shady (2006: 36)— fueron, seguramente, utilizadas como espacios de comunicación e, incluso, pudieron servir como lugares para la realización de actividades, no hay evidencias de una traza planificada con plazas y/o avenidas; tampoco hay indicios que la mayoría de edificios fue localizada y construida con el mismo proyecto urbanístico. Shady (ibídem) sugiere lo contrario, pero a partir de un solo argumento no muy convincente: la supuesta división del conjunto en dos mitades, alta y baja, separadas por un accidente geomorfológico, el borde de una terraza fósil.

Tampoco está claro qué porcentaje de las construcciones estuvieron en uso simultáneo durante los mil años o más de la existencia del centro ceremonial o ciudad sagrada planteados por Shady. Obviamente, las características del material lítico no permiten construir cronologías relativas finas. En la larga lista de fechas calibradas (Shady 2006: 60, tabla 2.7) llama la atención la posible relación entre el inicio de la construcción de la Gran Pirámide y de la Pirámide Cuadrada, por un lado, y el uso de unidades residenciales en los sectores A e I (pisos de ocupación y áreas de descarte), por el otro. Ambos hechos se podrían situar entre 2.600 y 2.500 antes de Cristo (calib.).

De hecho, la Gran Pirámide sigue en construcción hasta, por lo menos, el siglo XXI antes de Cristo (calib.). Las fechas relacionadas con los rellenos de plataformas de otros dos edificios monumentales, las pirámides del Anfiteatro y del Altar Circular, son posteriores y corresponden al lapso entre 2.300 a 2.000 antes de Cristo (calib.). Por lo visto, la extención y la apariencia monumental de Caral hoy parece ser el resultado de acumulación de eventos de construcción que se sucedieron durante por lo menos seiscientos años. En todo caso, incluso asumiendo que la extensión del área construida no haya variado en Caral a lo largo de los siglos de su existencia, lo que es muy poco probable, un asentamiento con 5,27 hectáreas de la arquitectura ceremonial pública y con 3,08 hectáreas de construcciones supuestamente residenciales, difícilmente amerita el adjetivo de urbano. Por estas y otras razones, Canziani (2009), en una reciente historia de urbanismo andino, tilda el fenómeno de la época de Caral de ‘urbanismo incipiente’, y la propia Shady siente la necesidad de agregar el adjetivo ‘sagrada’ al nombre de ciudad cuando se refiere a sus excavaciones.

El debate sobre Caral se parece en más de un aspecto a la discusión que se ha desencadenado a raíz del descubrimiento de Jericó y de Çatal Hüyük (Makowski 2000, 2008 y este volumen). Ambos asentamientos paradigmáticos, respectivamente, para el Neolítico Precerámico y Neolítico Temprano del Creciente Fertil, y en particular el segundo, fueron caracterizados como ‘urbanos’ por sus descubridores con todos los contenidos socioeconómicos —clases sociales, comercio a larga distancia, entre otros— que este adjetivo suele implicar. Sin embargo, tras algunas décadas de estudios avanzados, los resultados contradijeron esta primera impresión (Wason 1994, Hodder 2007 inter alia). Tanto Jericó como Çatal Hüyük resultaron muy distantes en aspectos económicos y sociales, y también en cuanto al sustento tecnológico, de las ciudades de la Edad de Bronce, que se desarrollaron en este mismo territorio varios miles de años después.

No obstante, se ha demostrado que las primeras épocas de vida sedentaria también tienen sus dimensiones de complejidad. Una de estas dimensiones que parece manifestarse también en los Andes Centrales se relaciona con el culto de los ancestros. Sin la proliferación de las ‘casas de memoria’ (Hodder 2006), profusamente decorados con relieves y pinturas decorativas, que Mellaart (1967) y Gimbutas (1991) erróneamente consideraban templos, el aglutinado Çatal Hüyük que carece de calles, plazas, y edificios públicos en sentido estricto, quizá nunca hubiese sido tildado de ciudad.

Hodder (2006, 2007) y su equipo han demostrado que estas casas fueron alguna vez residencias comunes de familias extensas, y luego se transformaron en lugares de culto de muertos por parte de los descendientes. Recientes descubrimientos en Göbekli Tepe, y algunos otros sitios vecinos de Anatolia (Schmidt 2009), demuestran que los primeros ejemplos de la arquitectura ceremonial de notable complejidad que

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se conocen en la historia de humanidad, no se relacionan con algún tipo de sociedad urbana, y ni siquiera fueron hechos por sociedades sedentarias.

En Göbekli Tepe, Schmidt ha documentado una larga tradición de construcciones que se parecen a kivas de los indios Pueblo, y que cuentan con un círculo de monolitos en forma de la letra ‘T’ dispuestos en círculo ovalado, al interior de cada estructura. Los monolitos están decorados en relieve con diseños figurativos variados en bajorrelieve. La tradición se inicia en el Periodo Epipaleolítico y continúa en el Neolítico Precerámico (PPNA), entre el undécimo y noveno milenio antes de Cristo (C 14 cal.). La interpretación que el investigador da a este sorprendente hallazgo aporta nuevas luces a la discusión teórica acerca de las relaciones entre el poder, la religión y sus expresiones materiales en arquitectura y en iconografía.

Según Schmidt (2009: 264), «los cazadores-recolectores dependían de territorios muchos más extensos para su subsistencia comparados con los campesinos [...]. En ese sentido, las reuniones cíclicas fueron imprescindibles para la sociedad subdividida en grupos reducidos. En estas reuniones se intercambiaban objetos que los grupos pequeños no podían adquirir o producir por su propio esfuerzo. De este modo se comprende la relevancia fundamental de ciertos sitios que, en su función de lugares centrales, garantizaban este modo básico de comunicación para sociedades preneolíticas».

El razonamiento de Schmidt coincide en varios aspectos con el tenor de discusión sobre el fenómeno megalítico en Europa neolítica. Recordemos que los asombrosos monumentos monolíticos fueron hechos por poblaciones asentadas en áreas menos favorecidas en cuanto a la calidad de suelo y el clima en Europa, poblaciones que experimentaban la transición del mesolítico al modo de vida neolítico (Sherratt 1995). Como en el caso citado, se trataba de grupos numéricamente reducidos y en varios casos aún no sedentarios.

Las razones para invertir el tiempo social en la talla, en el transporte y en la construcción de tumbas con entierros múltiples, así como de espacios ceremoniales, debieron ser tan variados como las formas de edificaciones, y como sus orientaciones respecto a los puntos relevantes del paisaje circundante. El encendido debate y la abultada literatura del tema lo sugieren. Hay un relativo consenso en cuanto a la relación directa entre estas actividades edilicias y la conservación de memoria y de identidad por parte del grupo involucrado (Tilley 1994, 2004 inter alia). Por medio de rituales, las historias de origen, los mitos compartidos se inscribían en el paisaje organizado mediante construcciones megalíticas.

Al margen de los debates sobre el abanico de posibles funciones sociales del monumento y su relación comprobable con el paisaje (Barrett y Ko 2009), el fenómeno del megalitismo en la prehistoria europea invita a revisar paradigmas de uso común en la arqueología andina. Uno de ellos concierne al supuesto y esperado vínculo causa-efecto entre el surgimiento de sistemas políticos de carácter jerárquico y coercitivo, por un lado, y la inversión del tiempo social en la construcción de edificios públicos, por el otro (Scarre 2012). Se suele asumir que la ideología de élites emergentes, o ya establecidas, se materializa de manera preferente en la arquitectura (por ejemplo, DeMarrais y otros 1996).

Por ende, la presencia/ausencia de esta clase de la arquitectura pública es considerada como un indicador de intereses antagónicos y de mecanismos de dominación en las relaciones entre actores sociales, y en particular de la presencia/ausencia de la estratificación, de la ciudad y del Estado (véase adelante). Por supuesto, el razonamiento descrito no se aplica a los casos que acabamos de presentar, los que demuestran que el postulado carece de valor universal. Se ha visto, como en los Andes del Periodo Arcaico, en Europa y en Asia de los Periodos Mesolítico y Neolítico Precerámico, ciertas comunidades territoriales compuestas de grupos numéricamente restringidos, realizaban el esfuerzo mancomunado para construir tumbas para sus ancestros y/o centros y lugares ceremoniales y/o para inscribir en el paisaje vestigios materiales de su memoria compartida y fijar relaciones de poder entre poblaciones y líderes (Scarre 2012).

Hay una clara relación inversa entre esta particular estrategia y el desarrollo tecnológico. Con el progreso en materia de agricultura y ganadería, las poblaciones del área donde se manifestaba el fenómeno megalítico dejaron de construir nuevas estructuras, y sus líderes eventualmente volvieron a usarlas de manera oportunista. Es significativo que los vecinos de los pueblos que cultivaban la tradición megalítica tampoco desarrollaron esta clase de arquitectura, a pesar de que se trataba de grupos plenamente sedentarios, ocupando mejores suelos de Europa, y considerados exitosos pioneros de neolitización.

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Fenómenos y condicionamientos similares se observan también en el Nuevo Mundo fuera del área centroandina, como en el valle de Misisipi y en la baja Amazonía. Hole (2012) concluye con convicción en el capítulo de conclusiones del volumen consagrado al contexto social en el que aparece la arquitectura monumental en las sociedades del Periodo Arcaico y Formativo de ambas Américas (Burger y Rosenzweig 2012): «Monumentos se presentan en amplia gama de diferentes tamaños y sirven para propósitos variados en el caso de las sociedades cuyo rango de complejidad varía desde cazadores-recolectores a Estados. Queda claro a partir de las contribuciones en este volumen que el nivel estatal y el poder coercitivo no son necesarios para que la gente sea inducida a emprender labores de construcción de envergadura monumental»1 .

Resulta, por ende, necesario, desde el punto de vista metodológico, hacer un deslinde entre la construcción de espacios ceremoniales y el fenómeno urbano. Por cierto, ambos espacios son lugares en los que se materializa la cultura (‘To materialize culture is to participate in the active, ongoing process of creating y negotiating meaning’: DeMarrais y otros 1996: 16), negocia el poder y se establecen relaciones cruciales para la subsistencia. No obstante, para entender bien los mecanismos de poder, puede ser muy útil la distinción que hace Mann (1986) entre los poderes autoritario y difuso.

Las características de organización de las sociedades en vía de sedentarización y del neolítico (formativo) precerámicos, y de la arquitectura ceremonial misma, sugieren que las ideologías religiosas ampliamente compartidas, los rituales inclusivos, son las fuentes del poder de convencimiento que manejan los líderes. Es, por lo tanto, el poder difuso el que se materializa, no el poder autoritario. En cambio, la aparición posterior de monumentales palacios, de los templos con el acceso restringido, y más aún de los templos-mausoleos del culto del gobernante único, a menudo honrado con la imagen y con la inscripción que lo perennizan e inmortalizan, deificándolo, hechos que ocurren en el contexto de procesos de urbanización evolutiva o compulsiva (Makowski 1999, 2002, 2008a, 2008b véase adelante) son expresiones claras de un poder autoritario que busca el equilibrio con el poder difuso, para garantizar su legitimidad.

1 «Monuments occur in vastly different sizes and serve different purposes amog societies that range from hunter-gatherers to states. It si clear form the essays in this volume that state level society and physical coercion are not necessary to induce people to undertake monumental works» (Hole 2012: 457). Pampa de las Llamas-Moxeque, Casma, Áncash.

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Por otro lado, varios prehistoriadores consideraron necesario recurrir, con razón, a las propuestas teóricas de Bourdieu (1977) para entender las dimensiones económicas en el contexto de sociedades fragmentarias, preestatales. Los conceptos de capital simbólico, en forma de honor, honradez, solvencia, entrega, de capital cultural objetivado, que se vuelve visible en la acumulación de objetos extraordinarios, de capital social, conseguido a través de la red de relaciones que establece cada agente, son de utilidad para captar la esencia de los juegos de competencia entre líderes y entre linajes en los espacios ceremoniales. La capacidad de organizar los banquetes en los que se sellan los pactos y legitimizan las jerarquías incipientes entre líderes frecuentemente elegidos de manera democrática, y, por un tiempo determinado, ha sido reconocida en las últimas décadas como uno de los aspectos centrales en la manifestación de poder en las sociedades preindustriales (Bray 2003a, 2003b; Dietler y Hayden 2001; Jennings y Bowser 2008; Kaulicke y Dillehay 2008). El capital económico acumulado por las comunidades con sus líderes se transforma en estas fiestas en los capitales simbólico y social.

Las teorías y los modelos relativos a la ciudad en los Andes

La polémica sobre el urbanismo andino se originó a partir de tres propuestas, formuladas respectivamente por Collier (1955), Rowe (1963) y Lumbreras (1974, 1987), las que se desprendían, respectivamente, de las definiciones comparativa, pragmática, y axiomática del fenómeno urbano. Similar diversidad de enfoques caracteriza a la discusión del fenómeno urbano también en otras áreas del mundo (Marcus y Sabloff 2008).

Según Collier (1955), el desarrollo cultural en la costa del Perú sigue la línea evolutiva que Adams y Wittfogel (ibídem) observaron en los restantes focos prístinos de civilización. Entre el fin del Periodo Formativo y el Periodo de Desarrollos Regionales, la introducción de riego forzado y el desarrollo de otras tecnologías (ganadería, metalurgia) posibilitaron un marcado aumento de población. En consecuencia, se habrían producido conflictos armados, apareció la élite guerrera, la que pronto había entrado en el conflicto latente con la vieja élite sacerdotal. Así, se habrían creado condiciones para que los señoríos teocráticos del Formativo se transformen en Estados seculares, militaristas y expansionistas, por ejemplo, Wari. Aquella secuencia hipotética de estadíos se vería fundamentada por la siguiente evolución de formas arquitectónicas:

Castillo de Huarmey, Cultura Wari, Costa norte.

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1. Centros ceremoniales del Formativo. 2. Capitales de Estados regionales: pueblos grandes, aglutinados alrededor de enormes templos-pirámides (Desarrollos Regionales). 3. Tipos urbanos de poblamiento planeado (los términos son de Collier 1955), cuya aparición estaría relacionada con el estadío militarista (Wari).

Los planteamientos de Collier (1955) fueron retomados por Schaedel (1966, 1978, 1980), quien ha hecho los primeros intentos de contrastarlos de modo sistemático con los criterios empleados por Adams (1966) para cruzar los resultados de prospecciones en las áreas respectivas de Uruk (Mesopotamia) y Teotihuacán (México). Los influyentes trabajos de Adams (1966, 1981, 1988; Adams y Nissen 1972) y de Schaedel convencieron a generaciones de investigadores que el proceso de la evolución social y política relacionados con el surgimiento de la ciudad y del Estado en el área de Uruk se repite en otras áreas culturales, en variantes poco significativas.

En los Andes el enfoque comparativo fue adoptado posteriormente, entre otros, por Shimada (1994) para el caso de urbanismo mochica, Isbell (1988, Isbell y McEwan 1991 inter alia) para el caso de urbanismo wari). Isbell y sus colaboradores aplicaron la metodología elaborada por Adams (ob. cit.), Wright y Neely y Wright (1994). Con el supuesto que el fenómeno urbano estuvo condicionado por la consolidación de estructuras administrativas del Estado, su presencia o ausencia podía ser inferida a partir de las relaciones jerárquicas y espaciales entre asentamientos; el tamaño, y la diferenciación formal de conjuntos de arquitectura, confrontada con la distribución espacial de sitios permitiría distinguir, según los lineamientos del modelo, entre los rangos de capital, centro regional, provincial, distrital, etcétera. Para los seguidores del enfoque comparativo que trabajan el área andina, el fenómeno urbano es tardío; nace entre el siglo VII y el IX después de Cristo, y se relaciona de modo directo con la transformación de cacicazgos en Estados expansivos.

A diferencia de Schaedel, Rowe (1963) no le dio mucha importancia a criterios formales, demográficos y de organización espacial. Según él, la distribución nuclear no es por sí sola diagnóstica para los sistemas urbanos, pues se conocen tipos de organización acorítica (con asentamientos grandes y distanciados entre sí) y sincorítica (nuclear), en zonas mayormente rurales durante la antigüedad clásica. Su definición de la ciudad es pragmática y de orden funcional. La define como el lugar permanente de residencia de administradores, comerciantes, artesanos y militares.

La presencia de la población permanente permite hacer la distinción entre una ciudad y un centro ceremonial, mientras que el tipo de ocupación, y no el tamaño, marca la diferencia entre una ciudad y un pueblo. Desde esta perspectiva, que podría ser caracterizada como pragmática, los asentamientos que carecen de núcleos públicos formalmente diferenciados, y ocupan el área menor de 4 hectáreas, son de naturaleza aldeana. Las evidencias sugeridas para determinar si un asentamiento fue una ciudad, un centro ceremonial o un centro administrativo, a saber la ocupación de las élites residentes, no se consiguen por supuesto sin las excavaciones sistemáticas en área y a largo plazo.

Por consiguiente, los partidarios del enfoque pragmático usan a menudo los tres términos que acabamos de mencionar alternativamente, como sinónimos o como términos compuestos. Por ejemplo, ciudad sagrada, centro ceremonialadministrativo, centro ceremonial poblado. Siguiendo los planteamientos de Rowe y sus propuestas cronológicas, Burger (1992) interpretó el crecimiento del área circundante el templo de Chavín de Huántar, en los siglos IV y III antes de Cristo como la expresión de un urbanismo incipiente. Algunos autores intentaron retroceder la fecha del inicio del urbanismo en los Andes mucho más hacia atrás, al segundo o incluso tercer milenio antes de Cristo (Pozorski y Pozorski 1987; Shady 2003a, 2003b, 2006; Haas y Creamer 2004; Haas y otros 2004a, 2004b).

Sus propuestas se fundamentaban en la relativa frecuencia con la que rasgos considerados diagnósticos para centros administrativos y/o urbanos se manifiestan en la costa del Perú desde del Periodo Precerámico Tardío, y durante el Periodo Inicial, a saber: 1. Diseño espacial planificado u ordenado. 2. Complejidad formal y diferenciación funcional de la arquitectura monumental. 3. Presencia de zonas de vivienda, y de preparación de alimentos, en la vecindad de arquitectura monumental. 4. Área total que frecuentemente supera 10 hectáreas y puede llegar a 220 hectáreas (Caballo Muerto, Pampa de las Llamas-Moxeque; véase la síntesis en Seki 2014).

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La teoría de Carneiro fue evocada por Haas (1987) como sustento teórico para fundamentar el surgimiento temprano de organizaciones políticas complejas. Shady (Shady y Leyva 2003) prefirió, en cambio, adaptar a su manera la teoría de la revolución urbana de Childe, y enfocar el tema desde la perspectiva ecléctica, comparativa, pragmática y axiomática a la vez.

Los usuarios de la acepción axiomática asumen que la existencia de extensos complejos de arquitectura monumental, diversificada formalmente y rodeada de áreas de vivienda, de almacenaje y de producción, implica necesariamente el grado avanzado de complejidad socioeconómica, llamado urbano (Southall 1998). En su opinión, el Estado despótico, con el desarrollado aparato coercitivo, y el urbanismo constituyen fenómenos tan universales como indisociables en los orígenes de la civilización. En la arqueología andina estos planteamientos se introdujeron a raíz de una interpretación del modelo de Collier (Steward y otros 1955) por Lumbreras (1974, 1986, 1987) y su alumno, Canziani (1987, 2009, 2010), siguiendo las pautas de Childe. Sus ideas han calado profundamente en la percepción del fenómeno de urbanismo por arqueólogos peruanos, del mismo modo como las de Collier y Schaedel en las investigaciones de estudiosos estadounidenses.

Según los lineamientos de materialismo histórico, la revolución neolítica inevitablemente estaría creando bases para la segunda revolución urbana, siempre y cuando el sedentarismo generalizado estuviese sustentado por eficientes sistemas agropecuarios, capaces de generar excedentes almacenables. El incremento del excedente crea, conforme con la propuesta, el sustento necesario para el número cada vez mayor de productores especializados y dirigentes. En estas condiciones, la aparición de las clases sociales con intereses antagónicos es inminente, y con ellas el surgimiento del Estado con su aparato coercitivo.

La clase dominante reside en la ciudad, la que se convierte también en la sede de los poderes del Estado. El desarrollo urbano es, desde esta perspectiva, el reflejo material de la formación de clases sociales. Originalmente, Lumbreras relacionaba el origen del fenómeno urbano en los Andes Centrales con las causas que hicieron surgir el Estado expansivo wari en la región de Ayacucho, entre el siglo V y VI después de Cristo. Los avances en los estudios sobre los periodos Arcaico (Precerámico) y Formativo (Periodo Inicial y Horizonte Temprano) lo han hecho cambiar de opinión y retroceder esta fecha, de manera coincidente con la propuesta de Rowe, hacia el fin del Periodo Formativo.

Canziani (2009), a su vez, asume en el contexto del debate sobre la arquitectura del Periodo Precerámico que paradójicamente la ‘revolución urbana’ tuvo en los Andes un carácter evolutivo con cambios lentos y acumulativos. El proceso de urbanismo se iniciaría a fines del cuarto milenio antes de Cristo y demoraría más de tres mil años consolidarse al compás del surgimiento de élites sacerdotales y luego de élites guerreras cuyas relaciones con el campesinado habrían adquirido con el tiempo características antagónicas.

A diferencia de los tres enfoques anteriores, la perspectiva funcional no se inspira en los resultados de prospecciones y de reconocimientos de superficie. Por el contrario, sus propuestas se fundamentan en las excavaciones sistemáticas, realizadas dentro de presumibles conjuntos urbanos, y están alimentadas, con frecuencia, por la reflexión posprocesual en arqueología. Aquellos resultados entraron en abierta contradicción con supuestos teóricos iniciales. Se ha investigado tanto los complejos planificados, hipotéticas capitales provinciales de imperios (por ejemplo, Azángaro wari: Anders 1986 o Huánuco Pampa inca: Morris y Thompson 1985), como asentamientos de crecimiento relativamente desordenado (por ejemplo, Cahuachi nazca: Silverman 1993, o Wari y Conchopata: Isbell 1988, 2001, 2009). En ambos casos se ha encontrado pocas áreas estrictamente residenciales, cuya extensión total estuvo en desproporción flagrante (por debajo de 10 por ciento del área total) respecto a la gran extensión de recintos abiertos y techados para reuniones, calles, pasadizos y plazas.

Los asentamientos planificados del Horizonte Medio resultaron ser muy distantes en cuanto al uso y a la organización del espacio urbano de las colonias griegas o ciudades helenístico-romanas de traza supuestamente inspirada en las obras de Hipodamo de Mileto y/o descrita por Vitruvio. Por ende, los seguidores del enfoque funcional prefieren guardar mayor prudencia a la hora de usar conceptos de la ciudad y del urbanismo, los que están relacionados de manera indisociable con la reflexión histórica sobre el origen y el desarrollo de la cultura occidental.

La perspectiva funcional implica un reto: hay que afrontar la reconstrucción del contexto cultural indígena a partir de las evidencias recuperadas en la excavación sistemática, y

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de la lectura crítica de fuentes históricas provenientes del Periodo Colonial Temprano. Este difícil camino fue de algún modo trazado por Rowe (1967) en el precursor artículo sobre las características particulares del Cuzco como capital de Tahuantinsuyo. Lo siguieron también John Murra y Craig Morris cuando se enfrentaron al reto de entender uno de los centros administrativos inca de mayor complejidad, fundado en medio de la puna, el de Huánuco Pampa (Morris y Thompson 1985).

¿Urbanismo o urbanismos?: la universalidad de modelos procesuales en tela de juicio

Tanto la perspectiva comparativa, de inspiración neoevolucionista, como la perspectiva que llamamos axiomática, de corte neomarxista, se fundamentaban sobre el supuesto de carácter paradigmático que el proceso de formación de ciudades y luego de Estados e imperios, reconstruido a partir de las prospecciones y excavaciones en la cuenca baja del Éufrates y Tigris, tiene el carácter universal y se repite, por lo tanto, con mínimas variantes en todas las áreas del mundo donde se orginaron las civilizaciones prístinas.

Las diferencias ambientales, tecnológicas e históricas no tendrían, por lo tanto, relevancia y no afectarían por nada la lógica de dicho proceso (Childe 1974; Adams 1966, 1981; Service 1975; Schaedel 1966, 1978, 1980). La falacia de este supuesto se evidenció en las últimas décadas a raíz del vertiginoso avance de las investigaciones arqueológicas en el Oriente Próximo. Se ha demostrado que: 1. El proceso de formación de primeras ciudades en Mesopotamia ocurrió mil años antes de la ‘revolución urbana’ descrita por Childe, esta misma que hoy recibe el nombre de la ‘segunda revolución urbana’ (Frangipane 2001; Akkermans y Schwartz 2003; Butterlin 2003; Yoffee 2005). 2. El proceso no se circunscribe a la cuenca baja sino que abarca tanto a la cuenca alta como a las cuencas vecinas, las que forman el centro dentro de una gran área de interacción que amerita por la primera vez en la historia de humanidad el nombre de ‘sistema mundo’ (Algaze 1993, 2001; Rothman 2001). 3. La evolución del patrón de asentamiento durante el tercer milenio antes de Cristo en el área de ‘Uruk countryside’ (Adams y Nissen 1972) no puede considerarse universal porque no se aplica a otras partes de la misma cuenca, ni tampoco a otras cuencas, como el valle del Nilo. 4. El paisaje urbano de las cuencas del Éufrates y Tigris varía también en diacronía, pues dos otras ‘revoluciones urbanas’ suceden a la ‘segunda’, conforme cambia la organización económica, social y política durante el segundo y primer milenio antes de Cristo, antes de la conquista persa (Ramazzotti 2002; Ur 2010).

Hoy cabe poca duda que, durante Chalcolítico Tardío y Bronce Temprano (cuarto y tercer milenio antes de Cristo), el tamaño promedio y la organización espacial de asentamientos guardaban relación directa con la calidad de suelos, el balance y características de recursos hídricos (Córdova 2005). Ramazzotti (2003) distingue cinco regiones en la parte media y baja de la cuenca de dos ríos (véase también Wilkinson 2000, 2003). Cada una posee características diferentes respecto a las demás en cuanto a la organización espacial de asentamientos.

La típica organización jerárquica, producto del proceso sostenido de nucleación (Adams 1966, 1981) con la población concentrada en varios asentamientos muy grandes (mayores de 200 hectáreas) y grandes (mayores de 40 hectáreas), rodeados de aldeas medianas (mayores de 5 hectáreas) y chicas dispuestos en las orillas de cursos de agua, incluida la red de canales, caracteriza solo a dos zonas entrecuencas de Uruk-Warka y al área de Nippur, aunque en el paisaje de esta última zona predominan asentamientos chicos por debajo de 1 hectárea. Algunas de las cinco regiones estuvieron periódicamente alteradas por sequías, otros (cuenca baja) por incrementos de salinidad a raíz del riego intensivo. Por consiguiente, ninguno, salvo el valle de Diyala, gozaba de estabilidad, y las secuencias de cambios en el patrón de asentamientos durante el cuarto y tercer milenio son marcadamente diferentes.

No se dispone de datos analizados con esta misma metodología para la parte alta de la cuenca del Éufrates y Tigris. No obstante, las evidencias de las excavaciones sistemáticas realizadas en los últimos 25 años sugieren que se trata de una evolución que posee también características particulares (Ur 2010) y no es comparable con los procesos observados en la cuenca del Uruk (Uruk countryside), pese a la indudable interacción, particularmente fuerte en el periodo Uruk. En este último periodo acontece una rápida transformación del sistema de asentamientos en el alto Éufrates y Tigris, gracias la fundación de colonias Uruk, como Habuba Kabira, y el crecimiento de centros locales cuya

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cultura material es también fuertemente influenciada por la cultura Uruk, como Tell Brak (Rothman 2004; Akkermans y Schwartz 2003).

La comparación entre estas seis áreas en Mesopotamia y el valle del Nilo refuerza la impresión que varios tipos de urbanismo y varias secuencias de procesos aglomerativos tempranos se observan en el Oriente Próximo, todas en buena parte condicionadas por las características del medio ambiente y también por respuestas tecnológicas a los retos que este impone a las sociedades sedentarias y pastoriles. Por otro lado, la comparación mencionada invita a reconsiderar las relaciones entre el proceso de urbanismo (revolución urbana) y el surgimiento el Estado. Varios egiptólogos (Kemp 1989; Midant-Reynes 2000; Wilkinson 2001) han coincidido en observar que el Estado territorial que se forma en la cuenca del Nilo carece de antecedentes de ciudades-Estado como ocurrió en la vecina Mesopotamia.

Trigger (1985, 2003) ha sugerido de manera acertada que la historia de urbanismo en Egipto difiere diametralmente de la de Mesopotamia. El urbanismo en Egipto tiene carácter compulsivo y se origina como consecuencia del surgimiento y evolución del Estado territorial. El origen del Estado fue tradicionalmente ubicado a fines de Nagada III, pero hoy se dispone del número creciente de evidencias, en particular procedentes de los cementerios de élite, que sitúan los inicios de este proceso muchos siglos antes (Seidlmayer 2009).

Los centros ‘urbanos’ son capitales, centros administrativos y ceremoniales a la vez. Los más grandes de ellos (por ejemplo, Saqqara), con diseño planificado, de trazo ortogonal, fueron construidos para los obreros y funcionarios encargados del mantenimiento de las necrópolis reales. La mayoría de población vive en asentamientos chicos de carácter rural, e incluso los centros urbanos principales, como Hieracompolis, poseen un área muy restringida (Butzer 1976; Seidlmayer 1996; Wilkinson 1996; Trigger 1995, 2003: 139-140). Diferente es también el lugar de la arquitectura ceremonial monumental en el contexto considerado urbano en ambos casos. En Egipto, las áreas residenciales de tamaño relativamente reducido en comparación con la envergadura de espacios públicos ceremoniales se construyen para albergar a los constructores y los funcionarios de los palacios, de los templos o de las necrópolis.

En Mesopotamia la arquitectura monumental, tanto de los templos como de los palacios, aparecen tarde en la secuencia (Uruk Tardío) tras varios siglos de crecimiento sostenido de los asentamientos, y los espacios urbanos están ocupados mayormente por densa arquitectura residencial (Liverani 2006; Stone 1997, 1999; Crawford Harris 2004; Van De Mieroop 1997). Los recientes trabajos en Mesopotamia están invitando también a una profunda reevaluación de la definición de la revolución urbana propuesta por Childe. El desarrollo de los centros urbanos de la cultura Uruk (hacia 4.000-3.100 antes de Cristo) antecede por más de mil años el uso generalizado de la escritura en la cuenca. En los asentamientos urbanos del valle alto solo se han encontrado evidencias de sistemas contables (tokens).

Es asimismo evidente que tanto la primera como la segunda revolución urbana anteceden por varios siglos el incremento de la estratificación social y el surgimiento de la propiedad privada a fines del tercer milenio antes de Cristo (Steinkeller 2007; Trigger 2003). Los investigadores destacan tanto el carácter relativamente igualitario (Yoffee 2005) de las primeras sociedades consideradas ‘urbanas’, como el papel de la religión con ciertos matices ‘chamánicos’ en su vida política (Butterlin 2003). En la discusión surgieron dudas acerca de la validez del uso de criterios y conceptos acuñados para describir la realidad política y económica de los Estados de la segunda mitad del tercer milenio antes de Cristo para definir los procesos del surgimiento de las sociedades complejas durante el cuarto milenio, y, en particular, del concepto de la ciudad-Estado y del sistema-mundo (Algaze 1993, 2001).

Se ha propuesto, entre otros, diferenciar entre una aldea grande que cumple el papel del centro y una ciudad, y caracterizar los desarrollos prehistóricos Obeid y Uruk como protourbanos en esencia (Butterlin 2003; Ur 2010), en vista de contrarrestar el sesgo mencionado. Por otro lado, el concepto de jefatura (chiefdom) como de señorío (complex chiefdom) tampoco ayudan a definir con precisión la diversidad de sistemas políticos complejos que emergen en Mesopotamia del cuarto milenio (Stein 2001; Frangipane 2001).

Los investigadores enfatizan también las características particulares del urbanismo autóctono emergente en alta Mesopotamia y en Anatolia colindante (Stein 2001), como la ausencia de la arquitectura ceremonial monumental, comparable con los templos de Uruk (Liverani 2006). En algunos asentamientos, como en Arslan Tepe se registra en cambio primeros ejemplos de arquitectura palaciega y de las tumbas de élite guerrera (Frangipane 2001).

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Estas nuevas evidencias invitan una vez más repensar la aplicabilidad de influyentes modelos comparativos propuestos en el siglo XX por Steward y otros (1955), Adams (1966) y Service (1975). En Mesoamérica, como en Mesopotamia, la nucleación y la aparición de la arquitectura pública ocurrieron, por lo general, de manera simultánea. En ambos casos, el proceso de desarrollo ‘urbano’ tuvo carácter evolutivo, ha antecedido por varios siglos el uso de la escritura y abarcó regiones diferentes desde el punto de vista ecológico.

Los estudios recientes ubican los orígenes del proceso en el Preclásico Temprano (Clark 2009), entre 1.600-900 antes de Cristo C14 (cal.), en el contexto político y social, interpretado como el periodo de formación de jefaturas que antecedieron al Estado olmeca. La arquitectura y las estatuillas de élite, incluidas las imágenes de jugadores de pelota, ofrecen un cómodo sustento para esta interpretación. Hay que enfatizar también en el papel de la plaza para juego de pelota que forma el centro de asentamientos protourbanos. Uno de ellos, el Paso de la Amada en Chiapas, llega a tener 140 hectáreas de extensión y cuenta con arquitectura ceremonial de carácter monumental en su centro (Clark 2009).

A juzgar por estas evidencias, más allá de las similitudes aparentes, hay también notables diferencias cuando se comparan los procesos urbanos en ambas áreas nucleares de desarrollo de civilizaciones prístinas. En Mesopotamia, la inversión del tiempo social en la construcción de templos se incrementa gradualmente con el desarrollo de la ciudad-Estado. El centro ceremonial, a menudo cercado con murallas, que comprende la pirámide escalonada-zigurat, otros templos de traza horizontal, y un palacio, llega a ser componente universal del paisaje urbano recién a partir de la Segunda Revolución Urbana (Crawford 2004).

Cabe recordar, sin embargo, que en varias ciudades-Estado de la cuenca alta, como Ebla o Mari, el palacio y no el templo se constituía en el centro del tejido urbano. Los antecedentes de la arquitectura pública ceremonial en los periodos Obeid y Uruk (Primera Revolución Urbana) son modestos. El edificio de culto repite en Mesopotamia del Sur el plano de una casa multifamiliar. Por otro lado, la mayoría de investigadores que trabajan en Mesopotamia (por ejemplo, Frangipane 2001; Stein Klein 2001; Yoffee 2005) están de acuerdo con que la ‘revolución urbana’ ha condicionado desarrollos sociales y políticos que carecen por completo de rasgos comunes con jefaturas. Se ha visto líneas antes que grandes diferencias se observan también cuando se compara los casos de Mesopotamia y de Egipto (Cowgill 2004). Trigger (1985, 1995, 2003) ha sido el primero en exponer estas evidencias y proponer un modelo alternativo de interpretación: relativamente brusco surgimiento de un Estado regional que impulsa la fundación de centros urbanos (Egipto: Kemp 1977, 1989) versus lenta evolución del sistema protourbano que anticipa la formación de peer polities, primeras ciudades-Estados históricos, preaccadienses (Mesopotamia).

Desde la perspectiva teórica propuesta por el autor, esta diferencia se puede describir también de otra manera. El urbanismo egipcio posee características de un urbanismo compulsivo, promovido por el Estado territorial más antiguo del Oriente Próximo. De ahí la fuerte recurrencia de asentamientos planificados. En cambio, el urbanismo mesopotámico se constituye en el caso paradigmático del urbanismo evolutivo. Wilson (1997) y Kolata (1997) han intentado utilizar esta propuesta de Trigger (ob. cit.) para definir mejor la relación entre el urbanismo y el Estado en los Andes.

Ambos coinciden en que no hay evidencias en registro que permitan interpretarlas como pruebas de la formación de varios ciudades-Estado en competencia, respectivamente para el valle de Santa y la cuenca del Titicaca. Sus argumentos hacen pensar que las particulares expresiones del urbanismo andino guardan mayor similitud con el valle del Nilo que con el proceso de evolución urbana en Mesopotamia. No obstante, es menester tomar en cuenta que el Estado territorial egipcio carece de antecedentes de más de cuatro mil años de desarrollo de sociedades complejas con características de jefaturas, jefaturas complejas y Estados, como el Tahuantinsuyo.

A su vez, es posible seguir cambios sociales y vaivenes de la coyuntura política, auges y crisis, de un Estado despótico por intermedio de la impresionante arquitectura pública del Egipto Antiguo: necrópolis, centros ceremoniales, templos fuera del ámbito urbano, ciudades, fortalezas. Los antecedentes de esta arquitectura en la época predinástica, cuando el poder estuvo repartido entre jefes de varias comunidades territoriales en competencia, son más que modestos (Seidlmayer 1996; Wilkinson 1996; Middant-Reyes 2000). Se presume que los espacios ceremoniales se creaban mediante construcciones de materiales perecibles días antes de las fiestas para desmontarlas luego total o parcialmente.

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A medida que la discusión del fenómeno urbano por arqueólogos e historiadores abarca nuevas áreas de América indígena, África y Asia, antes no incorporadas en el discurso sobre el origen de la civilización, el debate se vuelve más encendido, la diversidad de procesos urbanos y también de características de asentamientos y sus redes es más evidente (Marcus y Sabloff 2008). La idea de que el concepto de urbanismo es una herramienta comparativa para describir una rica diversidad de destinos históricos no es nueva. Tampoco es nuevo el convencimiento de que, dada esta diversidad, el urbanismo no se debe circunscribir a una sola imagen paradigmática, acuñada a partir de la realidad moderna, la que se forja con el capitalismo mercantil del fin de la Edad Media y consolida con la Revolución industrial.

Sospecho que la intuición más o menos consciente de la diversidad de urbanismos fue compartida por generaciones de historiadores, de arqueólogos clásicos y de medievalistas desde Foustel de Coulanges. Para todos ellos quedaba muy en claro cuán diferentes eran, por ejemplo, las poleis griegas de tiempo de la gran colonización, en comparación con las ciudades helenísticas y romanas, y estas con complejo urbanismo medieval. A lo largo de siglos cambiaban drásticamente las relaciones entre la ciudad y el Estado, entre los habitantes de las ciudades y las clases dominantes, las que no necesariamente residían de manera permanente en el casco urbano.

El seguimiento de estas diferencias fue siempre relevante en la historiografía marxista de ayer y hoy. Por ejemplo, en una síntesis de historia de urbanismo reciente, escrita desde la perspectiva de materialismo histórico, Aidan Southall (1998: 8, 15 y passim) enfatiza las diferencias abismales de relaciones entre la ciudad y el campo que se manifiestan en diferentes lugares y épocas históricas que Marx consideró diagnósticas para la definición de sus modos de producción, a saber el Oriente Próximo, Grecia, Europa medieval, la Era Moderna (véase el cuadro):

Si bien la redefinición de los modos de producción y la caracterización del urbanismo grecorromano por Southall son discutibles, la idea de fondo es convincente. En cada urbanismo se materializan los mecanismos económicos, las relaciones sociales y las instituciones políticas vigentes en el lugar y en la época. Asimismo, cada tipo de paisaje urbano es un poderoso elemento activo

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Modo de producción asiático

Ciudad y campo indisociables (unity of town and country) Modo de producción antiguo Ruralización de la ciudad (ruralization of the city)

Modo de producción feudal Relaciones antagónicas entre la ciudad y el campo (antagonism town y country)

Modo de producción capitalista Urbanización del campo (urbanization of the country)

del sistema, en tanto como infraestructura, como expresión del poder y como la materialización de los múltiples capitales (Bourdieu 1977), acumulados por los actores sociales, y también como vehículo de la memoria compartida.

Es evidente, por ejemplo, para todo visitante culto, la relación cambiante en el paisaje mediterráneo entre las múltiples tipos de residencias de élite, rurales y urbanas, fortificadas o no, por un lado, las ciudades de distinta traza, planificadas o no, por el otro, y templos así como conventos, a medida que transcurren los siglos y cambian los condicionamientos tecnológicos y socioeconómicos. El conocedor de la historia descubre diversos paisajes culturales sobrepuestos desde los tiempos romanos hasta nuestros días.

La cambiante estructura de tenencia de tierra, condicionada por las tecnologías agrícolas está también inscrita en el paisaje (por ejemplo, Vermeulen y De Dapper 2000). Por otro lado, para Marx y varios de sus seguidores posmodernos (por ejemplo, Mann 1986, Wolf 1982), el tipo de urbanismo como todo el sistema económico están condicionados por el desarrollo tecnológico y en particular por los medios de transporte marítimo, fluvial y terrestre. Desde la perspectiva delineada, resulta obvio que el urbanismo que nace en el seno de la variante andina del modo de producción basado sobre parentesco, con un sistema económico caracterizado por la propiedad corporativa y por el monopolio de Estado en intercambios a larga distancia (Murra 1980; Burger 2013; Goldstein 2013; Topic 2013; Stanish y Cohen 2013), y además con serias limitaciones en cuanto al volumen de bienes que se podrían transportar, debería poseer características singulares que lo distinguieran de los demás.

Levantamiento 3D de la Huaca de la Luna (Tavera en Gavazzi, 2010). Plano general de las Huacas del Sol y de la Luna (Proyecto Arqueológico Huacas del Sol y de la Luna, 2010).

Plano de la Huaca de la Luna (Proyecto Arqueológico Huacas del Sol y de la Luna, 2010).

Las particularidades del urbanismo andino

Tras recoger las observaciones y críticas de Rowe (1967), Morris (1972), Morris y Thompson (1985), Silverman (1993), Anders (1986), entre otros, sugerí (1996, 1999, 2000, 2002, 2008) que el sistema andino fue en su esencia antiurbano, si se toma por referencia las características esenciales del urbanismo occidental. El mismo término usó de manera independiente Kolata (1997) para referirse a las características de las capitales de Tiahuanaco.

En los Andes Centrales, la mayor parte de población en todas las épocas, desde el Precerámico, vivía en asentamientos dispersos, localizados fuera del límite de cultivos. Su área promedia no sobrepasaba 4 hectáreas, salvo casos de capitales regionales, probables lugares de residencia de élite guerrera. Muchos de los sitios grandes y medianos de tamaño mayor de 4 hectáreas deben su tamaño al crecimiento horizontal durante fases sucesivas en las que asimismo se abandona zonas previamente usadas. Escasas aglomeraciones cuentan con amplias zonas residenciales comprobadas y cuya extensión supera 200 hectáreas. Por ejemplo, las Huacas del Sol y de la Luna, Wari, Pampa Grande, Cajamarquilla, Chan Chan y Huánuco Pampa deben su existencia al urbanismo compulsivo del Estado (Morris 1972).

Ninguna sobrevivió a la coyuntura política que ha contribuido en su fundación. Los complejos considerados urbanos cumplían la función de capitales, centros administrativos y ceremoniales. En los Andes, eficientes ideologías religiosas y nutridos calendarios ceremoniales regulaban desplazamientos anuales de grupos de población, y con ellos de servicios y bienes requeridos, por ejemplo, la descripción del sistema inca por los cronistas españoles (Rowe 1967; Von Hagen y Morris 1998). La arquitectura monumental, distribuida a lo largo de caminos y canales de riego, y agrupada en los centros ceremoniales de distinto rango, orientaba a los flujos de mano de obra y de productos, convertía el paisaje profano en un escenario sagrado y otorgaba a los tributos, en trabajo y en productos, el carácter de obligación religiosa.

Las preparaciones para la guerra y los intercambios comerciales no escapaban de este marco ceremonial. Desde la perspectiva de la historia de instituciones políticas, el urbanismo andino podría definirse en primera instancia como la materialización del poder difuso (Mann 1986) y, por lo tanto, como el medio

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y el escenario de transmisión de ideologías religiosas, así como el instrumento poderoso de la memoria social inscrita en el paisaje (Silverman 2002). Élites de los señoríos (complex chiefdoms) y de los Estados incoados emergentes utilizan estos mecanismos y recursos ancestrales para tejer redes del poder de carácter esencialmente hegemónico (D’Altroy 2002).

El desarrollo incipiente de medios de transporte marítimo y terrestre pone serias limitaciones para la organización territorial del poder hasta el Horizonte Tardío. De ahí, los instrumentos de análisis heterárquica de uso reciente en la historia de investigaciones (por ejemplo, Dillehay 2001; Vega-Centeno 2004, 2008; Janusek 2010) resultan de suma utilidad para comprender las características y funciones de los centros.

Mi hipótesis tiende a explicar las siguientes características particulares del urbanismo sui géneris andino: 1. La inestabilidad del sistema de asentamientos. Esta se refleja en la ausencia de los tell urbanos, estratificados, en largos hiatos ocupacionales, los que se observan en la estratigrafía de asentamientos con ocupaciones múltiples, y en cambios drásticos en la distribución espacial de sitios cada 400 a 600 años. 2. La predominancia de la arquitectura pública (en promedio, más de 60 por ciento del área total del sitio) que incorpora a los espacios sagrados, y margina a los espacios domésticos, en todos los complejos considerados urbanos, y documentados hasta el presente. 3. La recurrencia de las formas de arquitectura ceremonial, por ejemplo, la plaza, el patio hundido, el recinto cercado, la plataforma escalonada, la pirámide con rampa, en los sitios calificados como centros urbanos o administrativos. 4. Los antecedentes sorprendentemente precoces de varias formas de arquitectura ceremonial y del particular sistema andino de asentamientos, caracterizado en los numerales 1-3, en el Precerámico (Periodo Arcaico) Medio y, sobre todo, Tardío.

La mayoría de autores relaciona orígenes del urbanismo andino con el particular tipo de asentamiento extenso que corresponde a la definición del centro ceremonial poblado. Este tipo de asentamiento con arquitectura monumental pública y

Huacas del Sol (primer plano) y de la Luna, vista desde el Oeste hacia el Cerro Blanco; entre las dos pirámides se extienden área residenciales.

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