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Francesca Denegri
El diálogo establecido a partir de estas reflexiones en torno de las batallas por la memoria que se escenifican en el Perú, resulta fecundo sobre todo en cuanto al tema del encuentro y desencuentro entre las culturas andina y europea. Este encuentro aparece más productivo en el siglo XVI con Garcilaso y Guamán, pero posteriormente se torna áspero y conflictivo por la tendencia dominante a esencializar la diferencia, como se demuestra en el caso del Informe de Uchuraccay, y desde una perspectiva distinta pero también esencializadora, en el caso de los historiadores dependentistas sobre cuyo trabajo reflexiona Jorge Bracamonte.1
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Gabriela Ramos nos presenta las estrategias que siguen los conquistados apenas ocurrido el encuentro para representarse a sí mismos dentro de un sistema comunicativo que es nuevo para ellos, como es la escritura. Empieza con una reflexión sobre el sistema ritualístico que mantenían los incas para fijar la memoria de los antepasados y sobre lo que luego, tras la conquista por un imperio letrado, significaría para su sentido de identidad la ausencia de escritura en su propia cultura.
En ese sentido, las estrategias a las que echan mano Garcilaso y Guamán para integrarse a esa nueva forma de representación simbólica y de transmisión de la memoria resultarían emblemáticas. Al adoptar la escritura del conquistador como registro, tanto el Inca como el cronista se ven obligados a transformar sus propias formas de recordar, de ordenar el tiempo y de ordenar las relaciones sociales en el espacio. La crónica de Guamán y los comentarios de Garcilaso son ejemplos de una apropiación lograda de la escritura y de la forma de pensamiento occidental, mientras que lo que luego nos señalan Santiago López y Jorge Bracamonte es más bien el repliegue que ocurre en este proceso quinientos años después. (El repliegue, como luego me comentó Nelson Manrique, se podría haber iniciado por el desequilibrio que provocó entre las dos culturas la desaparición de las élites incaicas, de las que Garcilaso es fiel representante).
1. Por decisión del autor, no se ha incluido su trabajo en la presente obra.
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A pesar de la violencia con que se da el encuentro entre las dos culturas en el siglo XVI, no solo en el nivel histórico sino también en el nivel personal —piénsese en la desgarradora historia familiar de Garcilaso—, es evidente que se crea un discurso productivo y fértil. Es cierto también que en este proceso es mucho lo que los vencidos pierden, mucho lo que deben conceder a la cultura occidental que ya en ese momento se ha erigido como cultura universal, pero no es menos cierto que en ese discurso que están tejiendo las primeras generaciones de peruanos aparece ya una nueva identidad mestiza que funciona con su propia lógica. La pregunta que asalta al lector hoy es si Guamán y Garcilaso hubieran podido definir los contornos de esa nueva identidad fuera de la escritura. Sospecho que no, que acaso habrían quedado condenados a cientos de años de anonimato, o habrían acaso pasado a abultar el número de cadáveres contables de los comuneros de Uchuraccay. En el mejor de los casos, habrían pasado quizás al estado de huesos y restos humanos que cientos de años más adelante recogerían para su estudio los arqueólogos que menciona Jorge en su ponencia.
Con el texto de Santiago López, tenemos la contraparte del escenario que elabora Gabriela Ramos. En aquel se nos presentan los diversos ángulos que componen la mirada desde la que Vargas Llosa evalúa a los comuneros de Uchuraccay, y las estrategias a las que acude para representarlos como arcaicos, irracionales y primitivos desde su posición occidental, moderna y letrada. La estrategia de representar al otro como contraimagen del yo es muy antigua y sirve, como bien lo sabemos, para autorizar al autor y a la cultura que él representa. El poder que ejerce el Perú moderno sobre los otros grupos sociales emanaría de esa monstruosidad del Perú arcano y remoto que se construye en el informe. Si es cierto entonces que la contraimagen autoriza con eficacia al escritor, lo es también que al hacerlo crea una aporía en el texto, que es también la aporía de esa historiografía sobre la que reflexionará Jorge, y que no sería finalmente sino el impasse de nuestras formas de recordar en el Perú del siglo XXI.
Gabriela nos presenta la mirada del que es mirado por Occidente, la mirada del Otro, y Santiago en cambio nos revela la mirada del que mira, quinientos años después. El informe sobre la matanza de Uchuraccay redactado por Vargas Llosa está configurado por un solo discurso, lo que implica que esa tensión tan productiva en los textos de Garcilaso y Guamán se ha perdido, porque faltaría esa otra voz, esa otra lógica de aquellos comuneros cuya presencia es tan perturbadora en el campo de batalla, como desconcertante es la ausencia de su voz en el Informe, que es la memoria oficial del país. En el Informe los comuneros se han convertido en la Alteridad
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radical e intolerable con la que no se puede negociar. Porque ocurre que ese Otro no ha accedido a la escritura y por ende solo puede responder con gestos que son ininteligibles para Vargas Llosa y que quedan cristalizados en el baile de esa ‘mujercita’ diminuta que danza golpeando suavecito con unas ortigas las rodillas de los comisionados, una ‘mujercita’ tan radicalmente Otra que parecía salida de un Perú distinto de aquel en el que transcurría la vida del escritor.
Esa ‘mujercita’ es una presencia siniestra por su apariencia liminal, como la muñeca de Hoffman que Freud examina en su célebre texto sobre lo siniestro. Tiene cuerpo de niña pero rostro enjuto de anciana, parece frágil pero es agresiva y violenta, su silueta es humana pero lo que contiene no lo parece. La mujer danzante representa la otredad traumatizante, el negativo del otro especular con el que de niños nos identificamos en el espejo. Con la ‘mujercita’ no hay identificación posible, ni empatía, por ello aparece representada en la dimensión de lo intolerablemente Real, que en el texto surge con fuerza gracias a ese recurso que los formalistas rusos llamaron la desfamiliarización y que Vargas Llosa maneja con verdadero virtuosismo en esta escena.
Esta escena dramática casi parece un simulacro de otros episodios de desencuentros entre culturas que se repiten con ciertas variantes en otros espacios y tiempos, pero siempre en la misma situación de antagonismo bajo la dinámica de dominación colonial. Desde la escena primordial a la que alude Jorge Bracamonte en la que Atahualpa recibe la Biblia de manos del Padre Valverde para, acto seguido, llevársela al oído y finalmente, al no escuchar nada, tirarla al suelo y desencadenar la debacle que inaugura el desencuentro que ‘pasó a ser historia’. Como no es una situación privativa del Perú, el episodio se escenifica en todos los espacios donde el encuentro entre dos culturas se da bajo una comunicación defectuosa. Está ahí la historia del levantamiento de los indios chamulas que ocurre en 1867 en San Cristóbal, Chiapas, recreada por Rosario Castellanos en su novela Oficio de tinieblas, y que culmina cuando los indios, guiados por un aprendizaje incompleto de la historia sagrada, crucifican a uno de sus pares con la esperanza de que ahora sí, con un cristo indígena propio, podrán por fin acceder a los mismos derechos de los que gozan los ladinos. Ahí está también la historia que relata Borges en El informe de Brodie acerca del joven médico porteño que llega a una estancia en la Patagonia donde se encuentra con una familia de peones analfabetos. Para aliviar el agobio de las horas vacías el médico lee en voz alta El Evangelio según San Marcos, sin sospechar el impacto que la
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historia sagrada tiene en su público oyente. Estos, después de cada sesión de lectura, se retiran en silencio al galpón para preparar la utilería necesaria para crucificar a su propio cristo, el propio lector, acto que se ejecutará en la última escena del cuento.
Lo que sucede en todas estas historias es un malentendido grave que emana de una traducción defectuosa desde la cultura escrita a la oral. Para el médico porteño y para los ladinos chiapanecos, la escena de la cruz simboliza la muerte del redentor, que se recrea simbólicamente todos los domingos en la consagración. Para los chamulas y los patagones el simbolismo del proceso no tiene el mismo peso que la ritualización literal del hecho. Ritualización que nos conecta con la imagen que nos presenta Gabriela Ramos cuando reflexiona acerca de cómo la memoria de los Incas del panteón era honrada con actos rituales, y con la imagen que aparece en el Informe de la mujercita danzante que ritualiza su versión de la tragedia de Uchuraccay con ese baile que impresiona tanto al letrado Vargas Llosa, y de paso a su público lector. En realidad, estas historias de malentendidos resultan aterradoras porque se instalan en ese vacío entre el esfuerzo de la memoria y la escritura de la historia donde la ambigüedad deshumaniza el sentido de los contenidos.
Jorge Bracamonte señala cómo en el discurso de los historiadores de las décadas de 1970 y 1980 el discurso andino resulta central para inaugurar el concepto de idea crítica, pero cómo al centralizarlo, lo esencializa. Como ocurre en el caso de Vargas Llosa, quien también participó en el movimiento de izquierda en su juventud y en quien la preocupación por el Perú andino es también central (Lituma en los Andes, La utopía arcaica, Historia de Mayta, entre otros). Mientras que en el discurso de los historiadores que menciona Jorge hay una suerte de proyectismo, una tendencia a idealizar aquella fuerza de lo andino que favorece la confrontación con la cultura occidental, en el caso de Vargas Llosa la esencialización no pasa por esos cauces, sino más bien por el cauce opuesto, que es el de la esencialización radical de lo andino, como lo sugiere convincentemente la ponencia de Santiago. En cambio, en el discurso historiográfico de la década de 1990, el campo de visión lateralizaría el discurso andino. Al desplazarse el enfoque hacia los procesos urbanos, el interés por lo andino quedaría supeditado al interés por lo subalterno: la servidumbre, las mujeres, los negros, los chinos, los jóvenes, los cholos, pero no necesaria ni exclusivamente lo andino.
Parece paradójico que de todas las épocas tocadas en esta mesa, la colonia temprana, el Perú de las décadas de 1970 y 1980, y el Perú de fin
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de siglo, sea precisamente la colonia la que aparece como la época más productiva. Quizás no nos debería sorprender tal constatación, porque es entonces, y no ahora, cuando se practica un discurso esencialmente bifocal en el que dos lógicas culturales se enfrentan entrelazándose, para ensamblar una historia nueva, una identidad nueva, que es la mestiza, una identidad que lleva las huellas de la cultura oral y la escrita. Como sostienen desde los estudios culturales pensadores como Gayatri Spivak y Edward Said, es importante insistir en la presencia del otro foco simultáneo, esto es, no solo aquel que se formula la pregunta de ‘cómo llamo yo al otro’, sino también ‘cómo me llama el otro a mí’. Insistir en la creación de una nueva forma de contar y de historiar que encarne también el sentido de la agencia subalterna desde la oralidad y que, por lo tanto, al hacerlo, desplace la centralidad del intelectual y de aquello que el intelectual reconoce como cultura.
Casi la totalidad de historias que relatan episodios de enfrentamientos como la de Uchuraccay son historias que nos han llegado enmarcadas en las representaciones discursivas de aquellos que se ganaron el derecho a contar la historia del conflicto. Porque la escritura narrativa, vale la pena recordar, siendo el discurso de los vencedores, sirve para recrear la subalternidad como alteridad —monstruosa o redentora— pero alteridad siempre. En contraste, si quisiéramos pensar en cómo sería la historia contada por el subalterno, por aquella ‘mujercita’ demencial que incomodó a Vargas Llosa, por ejemplo, tendríamos que imaginarnos eso que Ranajit Guja llama una ‘escritura al revés’, es decir, una escritura fundada en la sospecha de que acaso la narrativa y la escritura sean cómplices de las relaciones de dominación y subordinación vigentes en nuestra sociedad actual. En suma, habría que imaginar una forma de contar en la que el sujeto subalterno utilice ese instrumento de poder que es la escritura para su propio provecho, como en su tiempo lo hicieran Guamán y Garcilaso, y que es precisamente lo que la mujer danzante de Uchuraccay con sus cintas de colores y su ramo de ortigas en la mano no tiene la posibilidad de hacer.
12 Guillermo Nugent
III.
Arte y memoria
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