PLAN PASTORAL DIOCESANO 2012-2021
TEMAS DE REFLEXIÓN CURSO 2013/2014
“LA RENOVACIÓN ECLESIAL EN LA PERSPECTIVA DE LA SANTIDAD”
Curso 2013/2014. Temas de reflexión. “La renovación eclesial en la perspectiva de la santidad”
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Curso 2013/2014. Temas de reflexión. “La renovación eclesial en la perspectiva de la santidad”
Curso 2013/2014
Temas de Reflexión Llamados a la Santidad PRESENTACIÓN GENERAL El Segundo Programa Anual de nuestro Plan Pastoral Diocesano nos propone como objetivo general la llamada a la Santidad. Con el lema “Hemos encontrado al Mesías”, bajo la protección de San José y teniendo como textos de referencia ineludible Novo Millennio Ineunte y Christifideles Laici, en este curso buscaremos la consecución de otros tres objetivos más específicos: 1.- Impulsar la coherencia entre la fe y la vida para la vivencia plena de la propia vocación y misión, cuidando la vida espiritual. 2.- Ayudar a descubrir el sentido del pecado y a fortalecer la conciencia moral como medio de conversión del corazón, mediante el sacramento de la penitencia. 3.- Celebrar los sacramentos de la iniciación cristiana en clave de primera llamada a la santidad. Los Temas para la Reflexión que presentamos tienen la finalidad de ayudar a profundizar en cada uno de estos objetivos desde la meditación personal y el diálogo en grupo. Partiendo de la necesidad de la conversión y del redescubrimiento de la llamada personal a la Santidad que Dios nos hace a cada uno de nosotros, con la guía del texto evangélico de Hechos de los Apóstoles referido a la vida de las primeras comunidades cristianas, culminan con una exhortación a comprender y vivir adecuadamente la vocación laical. A diferencia de años anteriores, no se trata temas de formación en sentido estricto, sino que buscan más bien fomentar la oración y la reflexión, a modo de lectio divina complementada con un cuestionario que ha de trabajarse personalmente y que puede ser compartido en el grupo de referencia. Con ello quiere insistirse en la importancia de cuidar la vida espiritual desde la meditación sobre la Palabra, fuente de vida y santidad. Así lo hicieron muchos hermanos nuestros antes que nosotros, especialmente quienes entregaron su vida por amor a Dios, permaneciendo fieles a la fe que profesaban, a quienes ahora veneramos como siervos de Dios y en quienes tenemos un modelo seguro en el camino de la santidad. Como ya es práctica consolidada, estos temas de reflexión están pensados para ser trabajados por cualquier persona y en cualquier tipo de grupo, ya sea parroquial o perteneciente a algún movimiento, asociación o congregación religiosa, y son complementarios de los planes de formación propios que se puedan estar llevando en cada realidad. El hecho de que las diferentes realidades presentes en la Archidiócesis de
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Toledo los adopten como instrumento para su reflexión ayudará, igualmente, a crear comunión. Si se ve oportuno, las conclusiones a las que pueda llevar la oración y la reflexión, transformadas en propuestas concretas que puedan ser integradas en los próximos programas anuales de aplicación del Plan Pastoral, pueden hacerse llegar por correo electrónico a la siguiente dirección: secretariappd@architoledo.org. En su Carta Pastoral para este curso, nuestro Arzobispo D. Braulio anima especialmente a los fieles laicos a que renovemos nuestro encuentro con Jesucristo, a que fortalezcamos nuestra identidad cristiana para, desde ahí, transformar el mundo en ejercicio de la vocación a la que hemos sido llamados: la vocación laical. Pide, además, a todos los que formamos la Iglesia de Toledo que comencemos la transformación por nosotros mismos. Este es el objetivo final de los Temas de Reflexión.
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Primera Parte
Anuncio Lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles (2,1-47) [Nuevo comienzo. Pentecostés] 1
Al cumplirse el día de Pentecostés, estaban todos juntos en el mismo lugar. 2 De repente, se produjo desde el cielo un estruendo, como de viento que soplaba fuertemente, y llenó toda la casa donde se encontraban sentados. 3 Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se dividían, posándose encima de cada uno de ellos. 4 Se llenaron todos de Espíritu Santo y Playa de Copacabana, JMJ Río 2013 empezaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía manifestarse. 5 Residían entonces en Jerusalén judíos devotos venidos de todos los pueblos que hay bajo el cielo. 6 Al oírse este ruido, acudió la multitud y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propia lengua. 7 Estaban todos estupefactos y admirados, diciendo: «¿No son galileos todos esos que están hablando? 8 Entonces, ¿cómo es que cada uno de nosotros los oímos hablar en nuestra lengua nativa? 9 Entre nosotros hay partos, medos, elamitas y habitantes de Mesopotamia, de Judea y Capadocia, del Ponto y Asia, 10 de Frigia y Panfilia, de Egipto y de la zona de Libia que limita con Cirene; hay ciudadanos romanos forasteros, 11 tanto judíos como prosélitos; también hay cretenses y árabes; y cada uno los oímos hablar de las grandezas de Dios en nuestra propia lengua». [Testimonio de Pedro con los Once] 12
Estaban todos estupefactos y desconcertados, diciéndose unos a otros: «¿Qué será esto?». 13 Otros, en cambio, decían en son de burla: «Están borrachos». 14 Entonces Pedro, poniéndose en pie junto con los Once, levantó su voz y con toda solemnidad declaró ante ellos: «Judíos y vecinos todos de Jerusalén, enteraos bien y escuchad atentamente mis palabras. 15 No es, como vosotros suponéis, que estos estén borrachos, pues es solo la hora de tercia, 16 sino que ocurre lo que había dicho el profeta Joel: 17 Y sucederá en los últimos días, dice Dios, que derramaré mi Espíritu sobre toda carne y vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán y vuestros jóvenes verán visiones y vuestros ancianos soñarán sueños; 18 y aun sobre mis siervos y sobre mis siervas derramaré mi Espíritu
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en aquellos días, y profetizarán. 19 Y obraré prodigios arriba en el cielo y signos abajo en la tierra, sangre y fuego y nubes de humo. 20 El sol se convertirá en tiniebla y la luna en sangre, antes de que venga el día del Señor, grande y deslumbrador. 21 Y todo el que invocare el nombre del Señor se salvará. 22 Israelitas, escuchad estas palabras: a Jesús el Nazareno, varón acreditado por Dios ante vosotros con los milagros, prodigios y signos que Dios realizó por medio de él, como vosotros mismos sabéis, 23 a este, entregado conforme al plan que Dios tenía establecido y previsto, lo matasteis, clavándolo a una cruz por manos de hombres inicuos. 24 Pero Dios lo resucitó, librándolo de los dolores de la muerte, por cuanto no era posible que esta lo retuviera bajo su dominio, 25 pues David dice, refiriéndose a él: Veía siempre al Señor delante de mí, pues está a mi derecha para que no vacile. 26 Por eso se me alegró el corazón, exultó mi lengua, y hasta mi carne descansará esperanzada. 27 Porque no me abandonarás en el lugar de los muertos, ni dejarás que tu Santo experimente corrupción. 28 Me has enseñado senderos de vida, me saciarás de gozo con tu rostro. 29 Hermanos, permitidme hablaros con franqueza: El patriarca David murió y lo enterraron, y su sepulcro está entre nosotros hasta el día de hoy. 30 Pero como era profeta y sabía que Dios le había jurado con juramento sentar en su trono a un descendiente suyo, 31 previéndolo, habló de la resurrección del Mesías cuando dijo que no lo abandonará en el lugar de los muertos y que su carne no experimentará corrupción. 32 A este Jesús lo resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos. 33 Exaltado, pues, por la diestra de Dios y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, lo ha derramado. Esto es lo que estáis viendo y oyendo. 34 Pues David no subió al cielo, y, sin embargo, él mismo dice: Oráculo del Señor a mi Señor: “Siéntate a mi derecha, 35 y haré de tus enemigos estrado de tus pies”. 36 Por lo tanto, con toda seguridad conozca toda la casa de Israel que al mismo Jesús, a quien vosotros crucificasteis, Dios lo ha constituido Señor y Mesías». [Reacción de los oyentes] 37
Al oír esto, se les traspasó el corazón, y preguntaron a Pedro y a los demás apóstoles: ¿Qué tenemos que hacer, hermanos? 38 Pedro les contestó: «Convertíos y sea bautizado cada uno de vosotros en el nombre de Jesús, el Mesías, para perdón de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo. 39 Porque la promesa vale para vosotros y para vuestros hijos, y para los que están lejos, para cuantos llamare a sí el Señor Dios nuestro». 40 Con estas y otras muchas razones dio testimonio y los exhortaba diciendo: «Salvaos de esta generación perversa». 41 Los que aceptaron sus palabras se bautizaron, y aquel día fueron agregadas unas tres mil personas. [Testimonio eclesial] 42
Y perseveraban en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones. 43 Todo el mundo estaba impresionado y los apóstoles hacían muchos prodigios y signos. 44 Los creyentes vivían todos unidos y tenían todo en común; 45 vendían posesiones y bienes y los repartían entre todos, según la necesidad de cada uno. 46 Con perseverancia acudían a diario al templo con un mismo espíritu,
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partían el pan en las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón; 47 alababan a Dios y eran bien vistos de todo el pueblo; y día tras día el Señor iba agregando a los que se iban salvando. REFLEXIÓN Al cumplirse el día de Pentecostés… Cincuenta días después de la Pascua, Israel celebra la fiesta litúrgica de la renovación de la Alianza, la Alianza del Sinaí, la Alianza que es el gran regalo de Dios a su pueblo, después de haberlo sacado de Egipto, de la esclavitud, a la libertad. En el Sinaí, en el desierto, hacía muchos siglos, Dios había manifestado su poder, su gloria y su santidad; el pueblo, entonces, había quedado aterrorizado por el espectáculo, y había quedado temeroso de ver a Dios; ahora, en cambio, se produce una manifestación de Dios distinta, diversa, más espiritual, pero no menos poderosa: De repente, se produjo desde el cielo un estruendo, como de viento que soplaba fuertemente, y llenó toda la casa donde se encontraban sentados. Desde antiguo, Israel había comprendido que el término que sirve para nombrar al viento en su realidad física es muy adecuado para nombrar las realidades espirituales que trascienden la materia: el alma humana, los espíritus angélicos y el mismo espíritu de Dios. Por otra parte, cuando Dios sale de su misterio para revelarse al hombre, su manifestación puede ir acompañada de efectos físicos, propios de este mundo creado: la tempestad, un fuego devorador o una brisa suave. Aquí es un estruendo, como de viento que soplaba fuertemente, junto a unas lenguas, como llamaradas; pero lo importante no son las manifestaciones físicas, sino el efecto espiritual: se llenaron todos de Espíritu Santo. Jesús había dicho: «aguardad que se cumpla la promesa del Padre, de la que me habéis oído hablar, porque Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo dentro de no muchos días» (Hch 1,4-5), «recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros y seréis mis testigos» (Hch 1,8). Ahora la promesa se cumple, en el momento establecido, de repente. Reciben el Espíritu Santo los Apóstoles, María, la madre de Jesús, y algunos discípulos (cf. Hch 1,13-14), quienes habían perseverado en la oración, estando todos juntos en el mismo lugar. En la fiesta litúrgica de la renovación de la Alianza, Dios renueva la Alianza una vez más y la hace nueva, sellándola en los corazones de sus fieles con su mismo Espíritu, según había prometido por boca de los profetas. La intervención directa de Dios produce un doble movimiento: los Apóstoles salen a la calle y la multitud que allí se encontraba, al oír el ruido, acude y se reúne en torno a ellos. De forma aparentemente casual, el plan de Dios se cumple y los Apóstoles se encuentran cara a cara con los que han de recibir el anuncio de la salvación. ¿Quiénes eran, en ese momento, conscientes de la profundidad de lo que estaba sucediendo? Los oyentes estaban todos estupefactos y desconcertados, diciéndose unos a otros: «¿Qué será esto?». Es la curiosidad la que les anima, la expectación, la intuición de que algo, quizás importante, está sucediendo, la conciencia de estar en el sitio justo en el momento justo. Otros, en cambio, decían en son de burla: «Están borrachos». La intervención de Dios no es plenamente evidente, se produce en el claroscuro, tiene manifestaciones externas, pero es, sobre todo, interior. Los Apóstoles tienen una certeza plena,
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desbordante, casi explosiva; pero los que ven y oyen, ante lo desconocido, no acaban de aclararse sobre qué es lo que sucede; se requiere un discernimiento, y éste no es fácil, es sutil: por un lado está la tendencia a dejarse arrastrar por el entusiasmo percibido en los que anuncian; pero, por otro, está la tentación de no hacer caso, de desechar con tono displicente lo que está aconteciendo, de hacer, incluso, una broma fácil, un chiste: «Están borrachos». Sin embargo, todos ellos van a oír el anuncio. Misterio del plan de Dios, que hace presente la salvación ofrecida a todos, tanto a los que él mismo ha dispuesto favorablemente a acogerla como a aquéllos que, por su propia libertad, resisten a la gracia. Y a ambos, por medio de mensajeros débiles, humanos, pecadores, para que la libertad del receptor sea plena, «adaptando incluso la medida y la fuerza probatoria de los milagros a las exigencias y disposiciones espirituales de sus oyentes, para que les fuese fácil un asentimiento libre a la divina revelación sin perder, por otro lado, el mérito de tal asentimiento»1. Gusta Dios de llevar suavemente al que por él se deja llevar, y de mostrarse con toda su humildad a quien sabe que le ha de rechazar. Sin embargo, el mensaje de Dios es un mensaje de salvación. Entonces Pedro, poniéndose en pie junto con los Once, levantó su voz. Todas las miradas se centraron en él, entonces, como también hoy. Después de la resurrección del Señor, éste actúa invisiblemente, pero se hace visible en la Iglesia, y ésta tiene en la Roca —consolidada por Cristo— su centro de unidad. Y la figura de Pedro merece, ciertamente, toda nuestra atención. ¡Tan humano! Desde el principio hasta el final. Cualquiera de nosotros se podría ver reflejado en él, en este pescador de Galilea, pequeño empresario de la época, pero de condición humilde, con su familia y su negocio, pero que un día se arrojó a los pies de Jesús y, abrazándolo postrado, le dijo aquellas palabras de «apártate de mí, que soy un hombre pecador» (Lc 5,8). El mismo que, en el momento de la crisis de la comunidad de discípulos, supo permanecer al lado del Señor, diciéndole aquello de: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn, 6,68); y que amaba tanto al Señor que no dudó en prometerle: «Aunque todos caigan por tu causa, yo jamás caeré» (Mt 26,33), y, sin embargo —como nosotros—, cayó, y, por ello, «lloró amargamente» (Mt 26,75); pero fue rescatado del abismo de su debilidad por el amor misericordioso del Señor, que no dudó en encomendarle, por tres veces en un mismo día, el cuidado del rebaño de corderos (cf. Jn 21,15-17) rescatado por su sangre, la sangre del cordero de Dios. Pedro, que huyó ante la cruz y que un día —años más tarde— tuvo que ser reprendido por san Pablo, «porque era reprensible» (Gal 2,11) —porque le faltaba el valor de actuar con valentía y transparencia delante de los hermanos cristianos provenientes del paganismo—, aquí, sin embargo, actúa con una firmeza sobrenatural que no es suya, que no viene de él, sino de Cristo en él. «Judíos y vecinos todos de Jerusalén, enteraos bien y escuchad atentamente mis palabras. Es propia del apóstol la valentía, la claridad, la libertad. Y lo es también interpretar la realidad desde una luz que proviene de la eternidad, reconocer en lo cotidiano la seriedad de lo que acontece bajo la guía providente de Dios, sin perder el contacto con la realidad, pero desvelando su significado profundo: No es, como vosotros suponéis, que estos estén borrachos, pues es solo la hora de tercia —sobre las nueve de 1
PABLO VI, Carta Encíclica Ecclesiam suam (6-VIII-1964), nº 36.
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la mañana—, sino que ocurre lo que había dicho el profeta Joel: “Y sucederá en los últimos días […] que derramaré mi Espíritu sobre toda carne”, sobre vuestros hijos y vuestras hijas, sobre los jóvenes y los ancianos… El Espíritu que llena a Pedro —y a los Once, y a María, y a los discípulos— da testimonio de sí mismo por boca de Pedro, un testimonio humilde y alegre, un testimonio en el que la palabra desvela la realidad del acontecimiento. Del mismo modo que una sonrisa de acogida acaricia el corazón de la persona amada cuando le da la bienvenida, el Espíritu que llena a Pedro en su carne —en su debilidad, en su humana naturaleza, en su pequeñez— da testimonio de su deseo de derramarse sobre todos, de bajar del cielo como un rocío fecundo que llene la Tierra de una felicidad sobrenatural que produzca como fruto la justicia. Esto es lo que está en acto, en germen, pero que en el mismo momento que se anuncia se está expandiendo y difundiendo, como el pequeño tallo de la semilla que se abre camino en la tierra endurecida del invierno para despuntar en primavera. Obraré prodigios […]. Y todo el que invocare el nombre del Señor se salvará. ¿El nombre de qué Señor? El Señor que no está presente visiblemente, pero que está obrando invisiblemente; que está sobre la Tierra, pero que está obrando en la Tierra; que ha muerto, pero que está difundiendo la vida, y no una vida cualquiera, no una vida limitada, sino una vida que es gracia sin medida, una vida que impregna de eternidad a todo el que la recibe. Israelitas, escuchad estas palabras: a Jesús el Nazareno […] vosotros […] lo matasteis, clavándolo a una cruz por manos de hombres inicuos. El anuncio de Pedro no habla sólo de profecías celestiales, sino que denuncia claramente, con crudeza, el gran pecado de los oyentes: vosotros […] lo matasteis. Un pecado oculto incluso a la conciencia de los que escuchan, pues ninguno de ellos, probablemente, se sentía responsable de lo que había sucedido. Sin embargo, el Espíritu lo saca a la luz: vosotros […] lo matasteis. Esta denuncia de Pedro está en relación directa con la reacción de los oyentes que san Lucas describe a continuación del discurso: Al oír esto, se les traspasó el corazón. Este dolor de corazón es el signo de la conversión. Comprender, caer en la cuenta, de la responsabilidad propia en el mal, y sentir la punzada de dolor por el mal cometido, que estaba oculto, pero que es desvelado precisamente por aquél que nos ama y nos corrige como a hijos, no para condenarnos, sino para ofrecernos la salvación. El milagro de Dios es precisamente éste: hacernos pasar del pecado, al amor; de la muerte, a la vida: Vosotros […] lo matasteis […]. Pero Dios lo resucitó, librándolo de los dolores de la muerte. Esta palabra de Pedro no se refiere sólo a los oyentes de entonces, sino que resuena a lo largo de la historia en los oídos y en el corazón de todos los que hemos acogido el cristianismo. Es una interpelación dirigida a todas y cada una de las personas que Cristo quiere acercar a sí: “eres un pecador, es verdad que tú me mataste, porque yo he muerto por tus pecados, pero yo he resucitado y vivo para siempre, porque la muerte no podía retenerme bajo su dominio, y por eso ahora te ofrezco la vida, si te acoges a mi misericordia”. El Espíritu Santo que habla por boca de los testigos de la resurrección nos interpela personalmente, nos pone de cara a nuestra realidad, desmonta en un santiamén la fachada externa de bondad y de honorabilidad que nos esforzamos en mantener ante los demás y ante nosotros mismos, tranquilizando continuamente nuestra conciencia y
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empujando a lo más profundo del subconsciente nuestra conciencia de pecado, nuestra realidad de muerte interior. Por eso, el verdadero apóstol actúa como Jesús con aquella samaritana que se encontró junto al pozo de Sicar y que es modelo de la Iglesia; cuando ella le pide: «Señor, dame esa agua: así no tendré más sed» (Jn 4, 15), él la sitúa, antes que nada, ante su realidad de pecado, y, por ello, le contesta —como cambiando de tema—: «Anda, llama a tu marido y vuelve» (Jn 4,16). Pero lo más impresionante del anuncio de la salvación es que no se detiene en la acusación, sino que pone todo el énfasis en el canto de las maravillas que hace el Dios que ama la vida y la reparte sin medida, que ha resucitado a Jesús y nos promete a nosotros participar en su destino. Pedro cita extensamente el salmo 16 (15) refiriéndolo a Cristo: “Por eso se me alegró el corazón […] y hasta mi carne descansará esperanzada. Porque no me abandonarás en el lugar de los muertos, ni dejarás que tu Santo experimente corrupción”. Pedro anuncia la alegría del corazón de Cristo, por la obra del Padre, que ha transformado la amargura de la pasión en la dulzura de la resurrección, y ha conducido a su Mesías de las tinieblas del reino de los muertos —el infierno— a la luz del cielo, donde la visión del Padre cara a cara es la felicidad eterna del Hijo: “Me has enseñado senderos de vida, me saciarás de gozo con tu rostro”. Esta felicidad del Hijo no es sólo de su naturaleza divina, sino también de la débil naturaleza humana que el Verbo asumió para hacerse nuestro hermano, su humanidad, que en esta vida ocultaba la presencia de la divinidad bajo su apariencia humilde, pero que ahora está glorificada y actúa desde el cielo en favor nuestro, enviándonos el Espíritu del cual él es fuente, motivo por el cual san Pablo llama a Cristo «espíritu vivificante» (1 Cor 15,45). En efecto, exaltado […] por la diestra de Dios y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, lo ha derramado: ésta es la realidad que la Iglesia experimenta y de la cual da testimonio: A este Jesús lo resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos. […] Esto es lo que estáis viendo y oyendo. La prueba de que Dios nos ama como hijos es que «envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo» (Gal 4,6), de tal modo que dicho Espíritu «da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios» (Rom 8,16), nos da la certeza de que el amor con que el Padre ama a su Hijo está realmente en nosotros (cf Jn 17,26). Pedro, con los Once, y con María, y con los discípulos, da testimonio de que el Espíritu ha sido enviado, pero no es un testimonio que se reduzca sólo a palabras, porque el Espíritu está en ellos, verdaderamente, y en ellos se hace visible en cierta medida. Hay algo que los oyentes deben comprender, porque les va en ello la vida: sólo en Cristo reside este poder, sólo él puede transformar el corazón del hombre para que pase de estar dominado por el odio a recibir el amor de Dios, para que pase de la muerte a la vida, de la incredulidad a la fe, del sinsentido desesperanzado a la esperanza cierta en la vida eterna, de la tibieza del egoísmo al fuego de la caridad; sólo él, porque sólo él ha sido constituido Señor y Mesías, él, a quien tantas veces nosotros hemos despreciado, explícita o implícitamente, porque lo juzgamos «herido de Dios y humillado» (Is 53, 4), porque hicimos oídos sordos a lo que él anunciaba, sin darnos cuenta de que él nos ofrece la única vía de salida que existe al dominio del pecado y de la muerte sobre el conjunto de nuestra existencia. Pedro concluye: Por lo tanto, con toda seguridad conozca toda la casa de Israel que al mismo Jesús, a quien vosotros crucificasteis, Dios lo ha constituido Señor y Mesías. ¡Ésta es la situación! Nosotros hemos crucificado a Cristo, y ahora resulta que él, que
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cargó con nuestro desprecio, es nuestro salvador, nuestro único salvador. Se entiende que este anuncio, esta explicación, traspasara el corazón de los oyentes, de manera que, a continuación, preguntaran: ¿Qué tenemos que hacer, hermanos? La pregunta indica que, realmente, han captado la gravedad de la situación. La escena recuerda a la de un conductor que recobrara la lucidez después de haber confundido el norte con el sur y que, además, estaba abocado al precipicio, cuando, por misericordia, el mismo guía que él previamente había despreciado le da un último aviso para que pare y dé una vuelta completa de 180º, so pena de perecer. El anuncio de la resurrección no es, pues, una mera testificación de un acontecimiento que sucedió en la historia, sino que es una palabra como espada de doble filo que llega al corazón del oyente para denunciar la doblez en la que vive, de espaldas a Dios y a su Mesías, y que suscita, por obra del Espíritu, el deseo de hacer, de verdad, algo al respecto, para despertar, de una vez, del sueño de la muerte que hasta ese momento nos ha dominado y empezar a pertenecer —¡pertenecer realmente!— al Señor de la vida. Es como sembrar una semilla preñada de vida en un terreno hediondo por la presencia de un estiércol muerto, pero en el que Dios se complace de sembrar su semilla divina para producir una floración maravillosa de vida, precisamente en la tierra en que la muerte reinaba y dominaba. La buena noticia consiste en comprender que, a pesar de la gravedad de la situación en que el hombre se encuentra, todavía está a tiempo —mientras viva— de tomar la salida de la salvación: «Convertíos y sea bautizado cada uno de vosotros en el nombre de Jesús, el Mesías, para perdón de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo». Así de sencillo y así de radical. Convertíos. Hay que convertirse. Convertirse quiere decir dar la vuelta, dar un giro, tomar la dirección opuesta a la que uno alegremente tenía por buena. Pero la conciencia de la magnitud de la equivocación vital cometida no es suficiente: es Dios el que transforma, es Dios el que sana, es Dios el que resucita. Por eso hace falta un sacramento: el bautismo. Bautizarse significa descender hasta lo más hondo de la fosa de nuestra debilidad, para que toda ella quede sumergida en las aguas purificadoras de un diluvio divino que mata al hombre viejo, con toda su fuerza de pecado y de muerte, y hace resurgir al hombre nuevo, a imagen del nuevo Adán, rebosante de vida verdadera y de gracia: recibiréis el don del Espíritu Santo, un principio de vida divina, que nos hace sentir y discernir lo bueno, lo que agrada a Dios, y que nos da la fuerza necesaria para cumplirlo, para que no nos alejemos de él, y no perezcamos de sed eterna, alejados de la fuente de aguas vivas. Con estas y otras muchas razones dio testimonio y los exhortaba diciendo: “Salvaos de esta generación perversa”. La invitación es apremiante. Pedro no está invitando a degustar una práctica que puede hacer más agradable o positiva la existencia, a modo de complemento útil a lo que ya hacemos, como si ya fuéramos buenos y sólo necesitáramos algún retoque de detalle; se trata, más bien, de salvarse, de tomar conciencia de que estamos envueltos por una perversión que juzgábamos buena y que la luz del Mesías hace que la contemplemos, por primera vez, en toda su maldad. Es el ofrecimiento de una barca de salvamento a los pasajeros de un buque que se está hundiendo, aunque ellos hasta ese momento lo ignoraran. Los que aceptaron sus palabras se bautizaron, y aquel día fueron agregadas unas tres mil personas, una multitud asombrosa. No dice que todos lo aceptaran, pero los que
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aceptaron la palabra de Pedro encontraron aquel día, verdaderamente, la salvación, por medio del sacramento del bautismo, y quedaron incorporados a la comunidad eclesial, y, con ella, a Cristo, su Señor. Así lo testimonia la frase final: día tras día el Señor iba agregando a los que se iban salvando. Que no es decir: los que no aceptaron el anuncio de aquel día se condenaron —porque poderoso es Dios para ir conduciendo a cada hombre a la salvación en el momento oportuno—, pero sí es aclarar que no es posible la salvación sin que se produzca en nosotros la conversión, previo anuncio de la salvación y aceptación de la misma bajo el impulso de la gracia, para incorporarnos, de forma efectiva, al cuerpo místico de Cristo. El párrafo final del capítulo, en el que se describe la vida de la comunidad eclesial a impulsos del Espíritu Santo, no tiene desperdicio. Éste es el resultado, el fruto de la conversión auténtica a la que nos acabamos de referir. Dios no niega su Espíritu Santo al que de verdad se lo pide, y en la vida de la primitiva Iglesia contemplamos hasta qué punto era el Espíritu de Cristo el que realmente la animaba. Y perseveraban en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones. El mensaje sintético del primer anuncio, el kerygma, se desarrolla en una doctrina, la enseñanza de los apóstoles, que reciben con la misma devoción y obediencia con la que respondieron al anuncio primero que les salvó la vida. De ese modo, en esa enseñanza, se va desgranando, en el día a día, la riqueza para la vida que está contenida en Cristo, con quien los Apóstoles convivieron, y a los que éste dijo: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado» (Mt 28,19-20). Sin embargo, la Iglesia primitiva no era una simple comunidad discente, no se trataba sólo de aprender; lo más característico es que perseveraban […] en la comunión, de manera que vivían todos unidos y tenían todo en común. En ellos se cumplen las palabras de Cristo: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros» (Jn 13,35). Y esto era visible. Tertuliano, al final del siglo segundo, en el Apologeticum, ponía en boca de los paganos la frase que se ha hecho famosa para describir a los verdaderos cristianos: «¡mirad cómo se aman!». Esto era algo tan esencial y, al mismo tiempo, era vivido con tanta autenticidad, que san Pablo, a los cristianos de una de las primeras comunidades cristianas, les dice: «Acerca del amor fraterno, no hace falta que os escriba, porque Dios mismo os ha enseñado a amaros los unos a los otros; y así lo hacéis con todos los hermanos» (1 Tes 4,9-10). Es lo que nos confirma en otro lugar el libro de los Hechos de los Apóstoles: «El grupo de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma: nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía, pues lo poseían todo en común» (Hch 4,32). La libertad con respecto a las posesiones, la superación de la idolatría del dinero, es la piedra de toque de la comunión verdadera: vendían posesiones y bienes y los repartían entre todos, según la necesidad de cada uno. Sin embargo, no se trata de una forma de organización económica basada en la propiedad colectiva, sino de una unión espiritual: con perseverancia acudían a diario al templo con un mismo espíritu. Por ello, el centro de la comunidad está en el amor de Cristo, que se difunde sacramentalmente en la eucaristía: perseveraban […] en la fracción del pan […]. Con perseverancia […] partían el pan en las casas. La perseverancia no se entiende en sentido voluntarista, sino vital: no podían prescindir de
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la presencia de Cristo en la acción de gracias sacramental, porque de ella recibían permanentemente la vida, una vida que se expresa y se desarrolla en la oración constante, individual y comunitaria: perseveraban […] en las oraciones, oraciones sobre todo de alabanza y de bendición: Con perseverancia acudían a diario al templo con un mismo espíritu, […] alababan a Dios. No es de extrañar que semejante modo de vida causara una admiración generalizada: Todo el mundo estaba impresionado […] y eran bien vistos de todo el pueblo. Es verdad que, en parte, esta admiración se debía a milagros llamativos que realmente se producían, pues los apóstoles hacían muchos prodigios y signos. Sin embargo, el mayor signo era la comunidad misma, en su milagrosa vitalidad animada por el amor divino, que permitía vivir bajo el signo del amor de Dios las realidades más cotidianas: tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón. Y este testimonio es lo que, más que nada, propiciaba la rápida expansión de la comunidad: día tras día el Señor iba agregando a los que se iban salvando.
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CUESTIONARIO PARA LA REFLEXIÓN PERSONAL Y COMPARTIDA EN GRUPO “La llamada a la santidad” que nos propone nuestro Plan Pastoral Diocesano como centro para la reflexión y la tarea en este curso 2013-2014, invita a realizar una mirada profunda sobre cómo vive nuestra Iglesia Diocesana esta llamada y a situarnos ante los nuevos retos evangelizadores que los tiempos que vivimos nos plantean. El texto de los Hechos de los Apóstoles que se nos ofrece nos ayudará a iluminar dicha mirada. El discurso de “primer anuncio” de Pedro se sitúa en una sociedad y cultura distinta a la nuestra. ¿Cómo describiríamos sus semejanzas y diferencias en relación con la sociedad y cultura actual? Leemos en el texto: “acudió la multitud”, “quedaron desconcertados”, “estaban todos estupefactos y admirados”, “están borrachos”; ¿Cómo relacionamos estas expresiones con las que se suelen escuchar en nuestros ambientes ante las propuestas evangelizadoras que realiza la Iglesia en general y los cristianos en particular? ¿Cuáles son las causas y las consecuencias de estas expresiones para nuestra tarea evangelizadora? ¿Por qué cuesta tanto la transmisión de la fe a las nuevas generaciones de hoy en día? Detengamos nuestra mirada en las palabras de Pedro. ¿Cuál fue el centro de su predicación? ¿Dónde colocamos nosotros el acento o los acentos de nuestras experiencias y programas pastorales y de nuestro anuncio evangelizador? ¿Qué representaba la vida de las primeras comunidades cristianas para su tarea evangelizadora? “Eran bien vistos de todo el pueblo”. ¿Podemos decir hoy esto de nuestras comunidades cristianas? ¿qué planteamientos deberíamos cambiar, renovar o potenciar, a nivel personal y comunitario, para que se diese esta circunstancia? ¿Qué tendríamos que hacer hoy para conseguir oyentes dispuestos a escuchar lo que los cristianos podemos aportar para la tarea de construir un mundo mejor?
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Segunda Parte
Santidad El ejemplo de la primera comunidad cristiana que hemos meditado en la primera parte de este documento nos permite reflexionar sobre los objetivos que el pastor de nuestra diócesis de Toledo, sucesor de los Apóstoles, propone a nuestra consideración para el presente año Confesionarios JMJ Madrid 2011. pastoral, y que podemos resumir en tres palabras: evangelización, conversión y santidad. Comenzaremos por orden inverso, porque la santidad es el fin, y en todas las cosas es la meta lo primero que hay que tener presente para poder orientarse debidamente. SANTIDAD La llamada a la santidad es el principal objetivo del presente año. Ello no debe sorprender; ya en la Carta Apostólica Novo millennio ineunte, el beato Juan Pablo II subrayaba que «el camino pastoral» de todo el nuevo milenio debe situarse en la perspectiva de la santidad (nº 30). De este modo, el bienaventurado Juan Pablo II no hacía otra cosa que recoger y aplicar uno de los aspectos más novedosos y característicos de la principal constitución dogmática del Concilio Vaticano II, la Lumen gentium, sobre la Iglesia, que dedica su capítulo V a la «vocación universal a la santidad». Ahora bien, ¿qué es la santidad? ¿Qué relación puede tener con el cristiano corriente, el cristiano de a pie? ¿No es la santidad algo para ascetas o para especialistas? En realidad, no. La santidad no es otra cosa que la realidad que acabamos de describir en la primera comunidad cristiana, y que se realiza, en diversa medida, cada vez que se da la conversión y la efusión del espíritu. La santidad no es, pues, una especie de «toque» espiritual que hay que añadir a lo que ya hacemos en la Iglesia, no es un mayor empeño en los propósitos de oración o de apostolado, la santidad es una radical pertenencia al santo, al único bueno, a Dios, que se da en la «comunidad de los santos», es decir, en la Iglesia o cuerpo de Cristo, constituida por la efusión del Espíritu, convertido, éste, en principio vital, individual y colectivo. La santidad es, por tanto, un don, un regalo de Dios, y un principio de vida. No es algo inalcanzable, sino algo bien concreto, que se manifiesta también de modo concreto en la comunidad cristiana y en su modo de vida. No es algo opcional o de supererogación, sino algo necesario en la comunidad cristiana verdadera. Como comenta Juan Pablo II en la Novo millennio ineunte, «este ideal de perfección no ha de ser malentendido, como si implicase una especie de vida extraordinaria, practicable sólo
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por algunos “genios” de la santidad. Los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno» (nº 31). La principal manifestación de esta santidad es el amor de caridad propio del cristianismo, que se identifica con Cristo mismo, que es quien lo difunde en los corazones. La santidad se puede percibir, como se percibe el testimonio del Espíritu que nos confirma interiormente que realmente somos hijos de Dios y hermanos entre nosotros. El atributo principal de la santidad es, pues, la pertenencia radical a Cristo; la santidad es al cristiano y a la comunidad cristiana lo que el amor de unión esponsal es a los cónyuges; por el vínculo sagrado del matrimonio, éstos se pertenecen el uno al otro, como el cristiano y la Iglesia pertenecen a Cristo en sentido profundo, y es esta pertenencia íntima la que le permite al cristiano y a la Iglesia recibir como don la misma naturaleza de Cristo, su santidad fontal y el amor que lo define. Sentirse llamado a la santidad no es, pues, empeñarse en batir un récord o sentir una inclinación por lo extraño y raro, sino querer vivir lo que como cristianos realmente somos, y vivirlo con una autenticidad que nos permita disfrutar, al mismo tiempo, de lo que nuestra condición de cristianos nos ofrece gratuitamente si la vivimos con coherencia. CONVERSIÓN Ahora bien, la santidad tiene un camino, sin el cual no se da. Sin ese camino no se puede encontrar ni experimentar. En sí misma, es puro don gratuito, pero para recibirla hace falta una condición. Esa condición es la conversión del corazón. La importancia de la santidad, como la acabamos de describir, su importancia incluso práctica, concreta, para nosotros y para nuestras comunidades, nos hace caer en la cuenta de la importancia paralela de la conversión que a la santidad nos conduce. Con frecuencia asociamos la conversión a darnos golpes de pecho, a la humillación voluntaria, a la emoción vinculada a la conciencia de haber pecado o de habernos equivocado en la vida. En ciertos momentos asumimos, por así decir, el papel de plañideras sobre nuestra propia existencia, y confiamos que dicho llanto amargo sirva para purificarnos de nuestro pecado, especialmente si demostramos el valor suficiente para acercarnos a un sacerdote, en el sacramento de la reconciliación, y confesamos detalladamente nuestros pecados, sin omitir ninguno, como si la mera enunciación de los mismos en dicho contexto sagrado pudiera exorcizar de un plumazo el dominio que el pecado ejerce sobre nosotros, sobre nuestras vidas y sobre nuestras comunidades. Estos aspectos, realmente presentes en la experiencia de la conversión y en el mismo sacramento de la penitencia, pueden hacernos olvidar que la esencia de la conversión es otra, tal y como nos lo descubre el texto de los Hechos de los Apóstoles que hemos meditado. La conversión nace, ante todo, del anuncio de la palabra de Dios que juzga con una luz divina nuestra vida y toda nuestra existencia y, bajo el influjo de la gracia, nos hace comprender que necesitamos, de verdad, un cambio radical, un cambio de rumbo, un cambio de dirección, porque toda nuestra mentalidad previa estaba equivocada, porque estábamos engañados, porque no veíamos nuestra culpa y ahora vemos, en cambio, a un tiempo, tanto nuestra propia culpa, inexcusable, como la misericordia que gratuitamente se nos ofrece. La conversión tiene un efecto sensible, pero no es un mero sentimiento superficial; la emoción que la acompaña brota de lo más íntimo de ese misterioso núcleo interior del
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hombre y de la persona que la sagrada Escritura denomina «corazón». El sentir el corazón traspasado al que aluden los Hechos de los Apóstoles es literal. El proceso de conversión puede ser lento, porque llegar a ese nivel profundo del corazón puede requerir un camino progresivo en el que Dios nos va disponiendo y preparando, pero, en sí misma, la conversión es el momento puntual del cambio, el punto de inflexión que reorganiza la existencia de un modo nuevo. La conversión lleva, es verdad, a hacer un profundo examen de conciencia, a sentir el dolor de los pecados, a sacarlos a la luz, confesándolos, y a hacer penitencia por ellos, para expiarlos y para purificarnos del dominio que ejercen sobre nosotros, sobre nuestros hábitos y sobre nuestra vida. Sin embargo, en sí misma, la conversión es previa a todo eso. La conversión es, ante todo, la respuesta del hombre que, bien dispuesto por la gracia, responde positivamente al anuncio del Verbo de Dios que, de diversos modos, en diversos momentos y por medio de diversos ministros, nos llama a dejar que Dios revolucione radicalmente nuestra existencia, abriendo el oído a la voz que nos pide, con urgencia: «¡convertíos y creed en el Evangelio!» (Mc 1,15). EVANGELIZACIÓN La conversión nace, pues, del anuncio, y, por tanto, de la iniciativa de Dios, que elige anunciadores y los envía a nosotros para que nos ofrezcan la salvación. Y es que el cambio de rumbo que caracteriza a la conversión no es otra cosa que la aceptación de la salvación ofrecida, de la solución real a nuestro problema existencial de fondo con el que bregamos de la mañana a la noche a lo largo de los años de nuestra vida. Una solución no se percibe como tal si no se la ve en acción, si no se experimenta cómo funciona y que funciona realmente. Por ello, la salvación sólo la puede ofrecer el que realmente la tiene y puede hacerla visible; Dios la tiene, y la comunidad cristiana —la verdadera, la auténtica— la tiene, porque vive de ella y la transparenta en su vida misma, en su palabra y en su misión. Los Apóstoles, en Pentecostés, ofrecen a los oyentes —y, a través de ellos, a la humanidad entera— «la» solución; porque están llenos del Espíritu Santo, porque es él el que los envía y el que actúa y habla por medio de ellos, con signos y prodigios y, ante todo, con la comunión y la alegría en la entrega hasta la muerte martirial que es el signo inequívoco de quien ha recibido en su corazón el sello de Cristo y se deja impulsar por él hasta el momento del encuentro definitivo en la vida eterna. Pero la lección que esta escena bíblica nos da a nosotros, hoy, para este curso 20132014, no consiste en un melancólico recuerdo de las maravillas obradas por Dios en el pasado, en los tiempos reflejados en las Escrituras sagradas. «Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (Mt 28,20). Como dice el mismo Pedro, “la promesa vale para vosotros y para vuestros hijos, y para los que están lejos” —también para nosotros, que estamos “lejos” en el espacio y en el tiempo—, para cuantos llamare a sí el Señor Dios nuestro. ¡Y él nos llama hoy! ¡Él nos pide hoy una respuesta! Pero nos equivocaríamos si pensáramos que la evangelización requiere una perfección tan alta que sería inalcanzable para nuestra pobre condición de pecadores; lo que caracteriza a los anunciadores del Evangelio es, precisamente, una debilidad patente en la que se realiza, sin fisuras, una fuerza poderosa de santidad, de amor y de
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misericordia que proviene —claramente— de Dios y no de nosotros: «llevamos este tesoro en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros» (2 Cor 4,7). Nadie que medite sobre la persona de Pedro en el Evangelio podrá pensar que Dios no puede elegirle a él; nadie que considere la realidad humana del sagrado colegio apostólico podrá pensar que la vocación a ser evangelizador no va con él. La evangelización es, pues, una gracia, un don, la máxima promoción del hombre, al que se le concede, por la misericordia de Dios, no sólo experimentar la salvación, sino transmitir la semilla divina que la multiplica en el mundo y en el universo. Del mismo modo que el mayor gozo del hombre no es sólo venir a la existencia en una familia, sino poder experimentar la fecundidad de transmitir la riqueza de vida que un día recibió, también a nivel espiritual el gozo mayor consiste en poder transmitir, realmente la vida divina recibida. Y es que la transmisión de vida que se produce en la evangelización es algo bien real y que es percibido como real. Las vasijas de barro que contienen el tesoro divino transmiten realmente dicho tesoro; la luz de Cristo que brilla en nuestros corazones ilumina realmente a quienes reciben el anuncio viendo el reflejo de Cristo en nosotros (cf. 2 Cor 4,6: «el Dios que dijo: “Brille la luz del seno de las tinieblas” ha brillado en nuestros corazones, para que resplandezca el conocimiento de la gloria de Dios reflejada en el rostro de Cristo»). Y la transmisión de la vida conlleva el gozo mayor, también a nivel espiritual, porque es lo que nos hace semejantes al Padre, al bienaventurado, al dador y fuente de toda vida. En este sentido, actuar como instrumentos de Cristo en la evangelización no sólo no degrada al hombre, no sólo no lo cosifica, sino que lo enaltece. El ser «pescador de hombres» no degrada ni al pescador ni a los pescados, del mismo modo que ser contratados para trabajar en la viña no resta dignidad a los que se veían obligados a desperdiciar la propia existencia en un ocio culpable… La instrumentalización divina realiza a la persona, porque el instrumento divino es, precisamente, la persona misma renovada, enaltecida, purificada, y porque, además, el ser humano ha sido creado para ello, para dar fruto, y en ello hallará, en consecuencia, su gozo más íntimo y puro. AMOR La evangelización, la conversión y la santidad se resumen, pues, en «un formidable requerimiento de amor»2, una invitación, una llamada, urgente y vibrante, del Dios que es amor y que quiere realizar en nosotros su designio de amor. El hombre ha sido creado para amar y ser amado, para amar y ser correspondido, para conocer el amor y no un amor cualquiera, sino un amor verdadero, infinito, siempre nuevo, que lo envuelva por dentro y por fuera y se renueve cada día en una infinidad de días sin fin. Hay unas palabras de Juan Pablo II, en su primera encíclica, Redemptor hominis, nº 10, que nos hablan de este misterio de amor del hombre en su relación con Dios y con Cristo:
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PABLO VI, Carta Encíclica Ecclesiam suam (6-VIII-1964), nº 36.
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«El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente. Por esto precisamente, Cristo Redentor […] revela plenamente el hombre al mismo hombre. Tal es […] la dimensión humana del misterio de la Redención. En esta dimensión el hombre vuelve a encontrar la grandeza, la dignidad y el valor propios de su humanidad. En el misterio de la Redención el hombre […] es nuevamente creado. ¡Él es creado de nuevo! […] El hombre que quiere comprenderse hasta el fondo a sí mismo […] debe […] acercarse a Cristo. Debe, por decirlo así, entrar en Él con todo su ser […]. Si se actúa en él este hondo proceso, entonces él da frutos no sólo de adoración a Dios, sino también de profunda maravilla de sí mismo. […] En realidad, ese profundo estupor respecto al valor y a la dignidad del hombre se llama Evangelio, es decir, Buena Nueva. Se llama también cristianismo. Este estupor justifica la misión de la Iglesia en el mundo, incluso, y quizá aún más, “en el mundo contemporáneo”»3. Este amor infinito existe y nos ha salido al encuentro y hay quien lo ha experimentado y quien nos lo ofrece gratuita y generosamente, porque no tiene sentido reservarse egoístamente el amor, porque —a diferencia de lo que sucede con el dinero— reservarlo para sí significaría perderlo; es más, paradójicamente, el amor sólo se experimenta en toda su intensidad cuando se dona, y por eso Dios nos lo ha donado, amándonos hasta el extremo (cf. Jn 13,1: «Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo»). Pero, del mismo modo que la generación es un momento que requiere una preparación cuidadosa, un noviazgo, un matrimonio, un conjunto de condiciones apropiadas, también la evangelización, la conversión y la santidad requieren, previamente, una Iglesia, una Iglesia real, un conjunto de personas que se han puesto en seguimiento del cordero de Dios que quita el pecado del mundo, para conocer su amor, para experimentarlo y para aprender de él. Jesús no fundó una gran Iglesia, sino una pequeña Iglesia, pero una Iglesia real, verdadera, auténtica, una Iglesia formada por hombres y mujeres concretos, débiles y pecadores, pero que experimentaron, también de forma concreta, la salvación, en su propia existencia y en las de los hombres y mujeres de los que la divina providencia hizo sus compañeros de camino. Por eso siguieron a Cristo hasta el final, en la medida de sus fuerzas, y fueron levantados por él cuando estas fuerzas les faltaron. Y recibieron el don del Espíritu. Y, purificados por su obediencia a la verdad, experimentaron, ya en esta vida, la alegría de pertenecer a Cristo y de amarse los unos a los otros, de verdad e intensamente (cf. 1 Pe 1,22-23: «Ya que habéis purificado vuestras almas por la obediencia a la verdad hasta amaros unos a otros como hermanos, amaos de corazón unos a otros con una entrega total, pues habéis sido regenerados, pero no a partir de una semilla corruptible sino de algo incorruptible, mediante la palabra de Dios viva y permanente»). Quienes nos han transmitido la vida cristiana nos han engendrado, Cristo nos ha engendrado por medio de ellos (cf. las palabras de Pablo en Flm 1,10: «Te recomiendo a 3
JUAN PABLO II, Carta Encíclica Redemptor hominis (4-III-1979), nº 10.
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Onésimo, mi hijo, a quien engendré en la prisión», así como en Gal 4,19: «Hijos míos, por quienes vuelvo a sufrir dolores de parto, hasta que Cristo se forme en vosotros»). Del mismo modo que cada una de las células del cuerpo nace de otra célula y todas ellas nacen de una célula original, Cristo nos ha engendrado a todos, pero no lo ha hecho sin la colaboración de los hermanos, que nos han transmitido la vida que de él mana sin cesar. La unión y cohesión de este organismo está en el amor, es el amor su linfa vital, y el que no experimenta dicho amor es que ha empezado a secarse y corre el riesgo de ser separado de la vid, sin cuya savia vital nada podemos hacer (cf Jn 15,5: «sin mí no podéis hacer nada»). «¡El hombre es amado por Dios! Este es el simplicísimo y sorprendente anuncio del que la Iglesia es deudora respecto del hombre. La palabra y la vida de cada cristiano pueden y deben hacer resonar este anuncio: ¡Dios te ama, Cristo ha venido por ti; para ti Cristo es “el Camino, la Verdad, y la Vida!” (Jn 14, 6)»4.
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JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica postsinodal Christifideles laici (30-XII-1988), nº 34.
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CUESTIONARIO PARA LA REFLEXIÓN PERSONAL Y COMPARTIDA EN GRUPO Benedicto XVI, en uno de sus discursos en los que reflexionaba sobre la santidad, se preguntaba: ¿qué quiere decir ser santos? ¿Quién está llamado a ser santo? Tal vez esta sea la pregunta clave de nuestra reflexión en este curso pastoral 2013-2014. Nos ayudarán en el discernimiento, además de las reflexiones que aquí se están ofreciendo, el Capítulo V de la CONSTITUCIÓN DOGMÁTICA SOBRE LA IGLESIA y la Carta Apostólica de Juan Pablo II “NOVO MILLENNIO INEUNTE”. A la luz de estos textos nos preguntamos: ¿Cuál es el alma de la santidad? ¿Cómo podemos recorrer nosotros el camino de la santidad? ¿Podemos hacerlo con nuestras propias fuerzas? ¿Qué conciencia tenemos los fieles de nuestra diócesis de la vocación a la santidad, que es un don que se da a cada bautizado pero, al mismo tiempo, un compromiso que ha de dirigir toda la vida cristiana? ¿Cómo vivimos la santidad los fieles laicos desde nuestra inserción en las tareas temporales? Encarnación-cruz-muerte-resurrección. ¿Cómo experimentamos estas dimensiones de la vida cristiana en nuestro proceso de santificación personal y eclesial? ¿Cómo crecer en santidad en las actuales circunstancias de vida? ¿Qué repercusiones tiene para la evangelización “poner la programación pastoral bajo el signo de la santidad" (NMI 31)? ¿Qué representa o ha de representar la santidad en nuestra tarea evangelizadora? Juan Pablo II, en la carta apostólica Novo Millennio Ineunte, señala que “los caminos de la santidad son personales y exigen una pedagogía de la santidad verdadera y propia que sea capaz de adaptarse a los ritmos de cada persona”. Y señala como principales medios: La oración La Eucaristía dominical El sacramento de la reconciliación La primacía de la gracia La escucha de la Palabra El anuncio de la Palabra ¿Cómo vivimos en nuestras comunidades eclesiales todos estos medios que nos ofrece la Fe de la Iglesia?, ¿Qué podríamos hacer para potenciarlos en nuestra Diócesis? Juan Pablo II también afirma que “esta pedagogía debe enriquecer la propuesta dirigida a todos con las formas de ayuda personal y de grupo, y con las formas más recientes ofrecidas en las asociaciones y en los movimientos reconocidos por la Iglesia”. ¿Cómo nos ayuda en esta santificación la pedagogía que nos ofrece el grupo o el movimiento al que pertenecemos?
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Tercera parte
Vocación laical COMUNIDADES CRISTIANAS La exhortación apostólica Christifideles laici (30-XII-1988) — de cuya publicación celebramos, en este año de 2013, el 25º aniversario— habla, en su nº 34, dedicado a la nueva evangelización, de la necesidad de formar «comunidades eclesiales maduras», así como del papel insustituible de los laicos en esta tarea: «Esta nueva evangelización […] está destinada a la formación de comunidades eclesiales maduras, en las cuales la fe consiga liberar y realizar todo su originario significado de adhesión a la persona de Cristo y a su Evangelio, de encuentro y de comunión sacramental con Él, de existencia vivida en la caridad y en el servicio. Los fieles laicos tienen su parte que cumplir en la formación de tales comunidades eclesiales, no sólo con una participación activa y responsable en la vida comunitaria y, por tanto, con su insustituible testimonio, sino también con el empuje y la acción misionera entre quienes todavía no creen o ya no viven la fe recibida con el Bautismo»5. ¿Quiénes son los fieles laicos? La Christifideles laici, desarrollando la doctrina de la Lumen gentium del Concilio Vaticano II, destaca dos características: una general, que los laicos comparten con los demás fieles, ya sean consagrados o ministros sagrados, y una característica específica, que los distingue de los demás grupos de fieles. La primera es la novedad cristiana; la segunda es la índole secular: «La condición eclesial de los fieles laicos se encuentra radicalmente definida por su novedad cristiana y caracterizada por su índole secular»6. Comencemos por esta última (nos 15-17); la «índole secular» significa que el «mundo» es el ámbito y el medio de la vocación de los fieles laicos, porque éstos no son llamados a abandonar el lugar que ocupan en el mundo, sino que, al contrario, son llamados por Cristo en su misma situación intramundana, lo cual confiere una relevancia teológica y eclesial a su misma existencia y actuación en el mundo, en el ámbito secular. En este sentido, Christifideles laici, nº 15, cita a Lumen gentium, nº 31, afirmando que los fieles laicos «son llamados por Dios para contribuir, desde dentro a modo de fermento, a la santificación del mundo mediante el ejercicio de sus propias tareas, guiados por el espíritu evangélico, y así manifiestan a Cristo ante los demás, 5 6
Ibid. Ibid., nº 15.
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principalmente con el testimonio de su vida y con el fulgor de su fe, esperanza y caridad». Los laicos son, pues, fermento en medio del mundo; sin embargo, lo propio del fermento es su actividad transformadora, su vitalidad; el lugar en que el fermento actúa —la masa— es condición de su actuación, pero su virtud transformadora proviene de la naturaleza íntima del fermento mismo. Comprendemos, así, que lo que caracteriza a los laicos, frente a los demás fieles, es el permanecer en el mundo; sin embargo, lo verdaderamente relevante para ellos no es su elemento diferenciador —su ámbito propio de actuación y de vida— sino la radical novedad cristiana que comparten con los demás fieles y que es fruto de la gracia del bautismo recibido. Ahora bien, la Lumen gentium, al destacar, en su capítulo II —dedicado al «Pueblo de Dios»—, la importancia fontal de la común condición cristiana de todos los fieles, recibida en el bautismo, independientemente de las diversas especificaciones y carismas recibidos con posterioridad, en base al sacramento del orden y a las vocaciones de especial consagración, lo que ha puesto de relieve, para nuestro tiempo, es la importancia capital —y la urgencia— de revitalizar la vida cristiana misma, desde la perspectiva de la comunión y la unidad del cuerpo eclesial, en orden a una potenciación de su dinamismo, en su realidad interna y también con vistas a su expansión evangelizadora hacia fuera, en el mundo que nos ha tocado vivir. Quiere esto decir que, al final, el camino práctico a seguir para potenciar el papel de los laicos no está tanto en permitir el acceso de los laicos a tareas tradicionalmente reservadas a los clérigos o a los religiosos (por ejemplo), sino, más bien, en la renovación misma de las comunidades cristianas, para que éstas lleguen a ser signo de unidad, en medio del mundo, unidad que es fruto de la radical novedad del amor cristiano, el único capaz de unir a fieles de la más diversa índole humana —por edad, condición social, cultura, capacidades o intereses humanos— y eclesial —sacerdotes, religiosos y laicos— en un único cuerpo eclesial, convertido en potente antorcha luminosa de la gloria de Dios en medio de las tinieblas del pecado y de la muerte, y testigo de la alegría y la exultación de la novedad cristiana frente a la desesperanza y la tristeza de un mundo abocado —si no escucha el mensaje de la salvación— a la vanidad de una existencia que se desentiende de las realidades eternas, que son la meta para la que hemos sido creados. Es decir, que la clave no está en privilegiar el papel de los laicos en competencia con el de los sacerdotes y religiosos, sino en un redescubrimiento de la vitalidad de la Iglesia gracias a comunidades maduras en la fe, en las que cada uno ocupe su lugar, según la diversidad de ministerios y carismas, pero en la que el centro lo marque la presencia viva de Cristo, celebrado en la eucaristía y presente en la comunión eclesial y en la vida y testimonio individuales de cada uno de los fieles. EL CAMINO DE LA RENOVACIÓN «A vino nuevo, odres nuevos» (Mc 2,22). Estas palabras de Cristo nos señalan cuál ha de ser el camino de la verdadera renovación eclesial. El vino nuevo es la plenitud de riquezas de la nueva Alianza, que Cristo hace presente; pero este vino nuevo, este contenido nuevo, requiere un nuevo continente. Jesús utiliza esta expresión para defender a sus discípulos frente a las críticas de los fariseos, que los consideraban poco
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ejemplares. Sin embargo, a pesar de sus imperfecciones, los discípulos de Cristo eran los que habían tenido el discernimiento de reconocer al Mesías verdadero y de ponerse en camino para seguirlo; y esto era, en aquel momento, lo verdaderamente importante. Aludiendo a la necesidad de tener discernimiento, Jesús declaró en otra ocasión: «La planta que no haya plantado mi Padre celestial, será arrancada de raíz» (Mt 15,13). Que es como decir: Dios bendice lo que él suscita, lo que él siembra, lo que él mismo promueve; en cambio, lo que no tiene esta raíz divina, no da fruto. Pero el problema está en que, con frecuencia, no es fácil ver qué es lo que el Señor suscita; por eso, en la parábola de la cizaña, el dueño del campo advierte a sus siervos que no se pongan a arrancar hierbas, porque «al recoger la cizaña podéis arrancar también el trigo» (Mt 13,29). Ahora bien, en todo momento de la historia, incluso en tiempos de crisis espiritual, el trigo sembrado por Dios está realmente presente en el campo del mundo y de la Iglesia; se trata de reconocerlo. El reconocimiento se realiza comprendiendo cuál es el fruto propio de cada semilla. Y, una vez reconocida como buena semilla, lo que Dios nos pide es que acojamos lo que él ha sembrado. El ciego de nacimiento del evangelio de Juan, después de haber sido interrogado una y otra vez con motivo de su curación milagrosa por parte de Jesús, llega un momento en que les pregunta a los judíos: «¿también vosotros queréis haceros discípulos suyos?» (Jn 9,27). Hubiera sido lo lógico; sin embargo, sabemos que nuestra respuesta no siempre es la lógica, que a veces rechazamos incluso lo que se presenta avalado por frutos evangélicos, con lo cual podemos correr el riesgo de condenar de nuevo a Cristo. Programar una renovación no es fácil, precisamente porque la renovación verdadera nace de raíces suscitadas en el marco de un designio divino que a nosotros se nos escapa en gran parte y que a veces, para más inri, chocan con las programaciones que, incluso con la mejor voluntad, nuestra mentalidad humana ha concebido, «pues lo que es sublime entre los hombres es abominable ante Dios» (Lc 16,15). Por ello, Juan Pablo II se pregunta: «¿Acaso se puede “programar” la santidad? ¿Qué puede significar esta palabra en la lógica de un plan pastoral?»7. El desafío es inmenso, pero la respuesta a estas preguntas del papa puede ser afirmativa, siempre que nos situemos en la perspectiva adecuada, la que requiere la tarea que el Señor nos encomienda: «“En realidad, poner la programación pastoral bajo el signo de la santidad es una opción llena de consecuencias. Significa expresar la convicción de que, si el Bautismo es una verdadera entrada en la santidad de Dios por medio de la inserción en Cristo y la inhabitación de su Espíritu, sería un contrasentido contentarse con una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad superficial. Preguntar a un catecúmeno, “¿quieres recibir el Bautismo?”, significa al mismo tiempo preguntarle, “¿quieres ser santo?” Significa ponerle en el camino del Sermón de la Montaña: “Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5,48)»8. Con estas palabras, el papa nos invita a tomar una opción seria, una opción que tendrá consecuencias concretas en nuestras programaciones y planes, pero que se refiere 7 8
JUAN PABLO II, Carta Apostólica Novo millennio ineunte (6-I-2001), nº 31. Ibid.
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a algo mucho más profundo. Con suavidad, el papa pone el dedo en la llaga: es verdad que muchas veces hemos vivido un contrasentido, una incoherencia, que nos hemos contentado con una vida mediocre. ¿Por qué? Porque hemos acallado nuestra conciencia con una ética minimalista, de manera que nuestros criterios de actuación no se distinguen de los que se promueven en este mundo paganizado. Y porque las raíces de nuestra religiosidad están con frecuencia en los sentimientos subjetivos o superficiales, y no en la hondura del corazón, al que Dios querría llegar. Ante esta situación, el papa nos recuerda que «el Bautismo es una verdadera entrada en la santidad de Dios», ese bautismo que nosotros hemos recibido, mayoritariamente, cuando éramos niños, por lo cual ni siquiera lo recordamos. Pero hubo un tiempo en la Iglesia —y ese tiempo está volviendo— en que el bautismo lo recibían los que deseaban con ardor, los que estaban dispuestos a comenzar un catecumenado serio, y cuando a estas personas, jóvenes o adultos, se les preguntaba «¿quieres recibir el Bautismo?», ellos sabían perfectamente que lo que se les estaba preguntando era: «¿quieres ser santo?», por lo que responder a esta pregunta dando un sí a la Iglesia —representada por los pastores, cabeza de la comunidad cristiana— suponía ponerse «en el camino del Sermón de la Montaña», aspirar a la perfección que consiste en «la inserción en Cristo y la inhabitación de su Espíritu», que transforma nuestra débil naturaleza y nos da la capacidad de amar como Dios ama. VIDA SACRAMENTAL El camino de la renovación eclesial está marcado, pues, por un redescubrimiento de las riquezas escondidas en nuestro bautismo, por una actualización de sus virtualidades. En el caso de los no bautizados que se acerquen a la Iglesia, ello implica un catecumenado serio, según las directivas del Directorio diocesano de iniciación cristiana. Pero, ¿qué hacer en el caso mayoritario de los fieles que ya han recibido el bautismo? En este caso, no se puede hablar de una preparación al sacramento, puesto que ya lo han recibido; pero sí de un redescubrimiento, de una invitación seria —con propuestas concretas— a superar la inercia de nuestra eventual mediocridad o cristianismo aguado. Hay una constante en la pedagogía de Dios que hemos de tener siempre presente a la hora de colaborar en su designio: Dios nos conduce a él, en su Iglesia, propiciando el encuentro con Cristo, por medio de los sacramentos. Para los que comienzan ese camino, se trata, sobre todo, del bautismo, por el que se inicia la vida cristiana, y la eucaristía. Para los que ya están en el camino cristiano, el sacramento de la reconciliación supone la renovación de la gracia de perdón del bautismo. Para unos y para otros, la eucaristía ha de ser siempre el centro, «fuente y culmen de la vida cristiana»9. La eucaristía es un sacramento que sólo tiene sentido desde la fe; sin embargo, Dios nos lleva a la fe por medio de la eucaristía, por medio del contacto vital con Cristo en la eucaristía, actualización de la pascua nueva de la nueva Alianza y presencia viva constante de Cristo en medio del pueblo que camina, por el desierto de esta vida, hacia la tierra prometida de la Jerusalén celeste. Del mismo modo que la primera comunidad 9
CONCILIO VATICANO II, Constitución dogmática Lumen gentium (21-XI-1964), nº 11.
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cristiana perseveraba en la «fracción del pan», la renovación eclesial requiere recuperar una vida cristiana eucarística, en la que la misa no sea percibida como un precepto oneroso sino como la gran gracia concedida por Dios a su pueblo, en la que se construye la comunidad cristiana y en la que a ésta le es dado exultar, a impulsos del Espíritu, en un canto de júbilo y acción de gracias. Sin embargo, para acceder a la eucaristía, el Señor nos pone en camino de conversión. Para los catecúmenos, ese camino culminaba en el bautismo. Para los ya bautizados, el sacramento de la reconciliación permite renovar esa gracia original, recibir, por así decir, un segundo bautismo. En el sacramento de la penitencia los cristianos de hoy, necesitados de nueva vida, podemos redescubrir nuestra pertenencia al amor infinito de Dios, ser sumergidos en su misericordia, experimentar la inocencia de un nuevo comienzo. Pero ¿es posible romper el círculo de las confesiones que, con frecuencia, son anodinas o rutinarias y tienen una escasa repercusión en nuestra vida cristiana? ¿Cómo acercar al sacramento de la penitencia a la gran mayoría de fieles que prescinde casi completamente de él por considerarlo algo prescindible o superado? ¿Cómo formar la conciencia de aquéllos que se dejan guiar por criterios subjetivos de conveniencia en vez de escuchar la palabra de Cristo que nos habla en el Magisterio de la Iglesia? La respuesta a estos acuciantes interrogantes pastorales debe nacer de una escucha de la palabra de Dios y de una comprensión profunda de los caminos humildes por los que él nos conduce. Hemos de asimilar, por tanto, que la renovación eclesial que anhelamos pasa por el testimonio eclesial y por el anuncio explícito de la salvación, pues «quiso Dios valerse de la necedad de la predicación para salvar a los que creen» (1 Cor 1,21). La gracia escondida en el sacramento de la reconciliación saldrá a la luz, pues, cuando los destinatarios de la acción pastoral sientan realmente el corazón traspasado ante una predicación de la palabra de Dios que llegue a su vida concreta, porque les ofrezca una salvación que, de verdad, toque el núcleo de su existencia, ese corazón del hombre de hoy en el que anida, escondido, el dominio del pecado y de la muerte, y cuya malicia ha de quedar al descubierto —descorridos los velos bajo los que ocultamos nuestro pecado—, por obra del bisturí de la palabra de Dios; sólo entonces podremos acoger con gozo, en el sacramento, una salvación que se nos ofrece gratuitamente y que tiene realmente poder para hacernos nacer, de nuevo, del agua y del Espíritu (cf. las palabras de Pablo a los presbíteros de Éfeso en Hch 20,32: «os encomiendo a Dios y a la palabra de su gracia, que tiene poder para construiros y haceros partícipes de la herencia con todos los santificados»). En el caso concreto del sacramento de la penitencia, ello supone destacar uno de los aspectos más descuidados del mismo: la conversión que ha de preceder a la recepción del sacramento, que no se limita a un examen de conciencia rutinario, a hacer un simple elenco de faltas o pecados, sino que nace de la convicción profunda de que nuestra vida debe dar un giro completo a la luz de la palabra de Dios. Para que la predicación de la Iglesia alcance este nivel de eficacia, es imprescindible la formación de comunidades cristianas maduras en la fe, que den los signos propios de la fe, como son la comunión, la unidad de corazón y el amor; pero no cualquier amor, sino el amor específicamente cristiano. La combinación de este testimonio creíble con el anuncio explícito del evangelio en su radicalidad transformadora del hombre es la que
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propicia el milagro de la conversión que la Iglesia busca como camino de su propia renovación. En fin, este camino de conversión culminará en la eucaristía y se alimentará de ella, pero no una eucaristía vivida de cualquier manera, sino una eucaristía celebrada en la plenitud de signos que propicien la participación activa que pidió el Concilio Vaticano II. EL ENCUENTRO CON CRISTO «Hemos encontrado al Mesías» (Jn 1,41). Estas palabras de Andrés a su hermano Simón expresan la alegría, la ilusión y la esperanza ante la novedad experimentada en el encuentro personal con Cristo. Ese primer encuentro supuso para Simón Pedro, y para los demás discípulos, el comienzo de un camino con Jesús; dicho camino, en el que Pedro fue dócil al Maestro, culmina en la efusión del Espíritu de Pentecostés, día en que Pedro, lleno del Espíritu Santo, junto con la Iglesia fundada por Cristo, proclama con valentía el mensaje de la salvación. A lo largo de este año, es, precisamente, el encuentro con Cristo lo que trataremos de impulsar, en docilidad al Espíritu, buscando que los fieles puedan experimentar la radical novedad de lo que Cristo nos ofrece, en su misma persona, por medio de la Iglesia. Este año lo ponemos, además, bajo el especial patrocinio de san José. Él es el custodio del Mesías y, por ello, es también el custodio de los bienes de la redención. Él recibió del ángel del Señor estas palabras: «José, hijo de David, no temas acoger a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo, pero ella dará a luz un hijo; y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,20-21). La revelación que contienen estas palabras desvelan a José una misión que él asume en obediencia de fe: recibir como hijo al fruto del seno de María, que él no ha engendrado, pero que es el mayor don de Dios, para él y para la humanidad entera, porque sólo él salva del pecado y de la muerte. La palabra de Dios, revelada en el misterio, despeja las dudas y miedos de José, y, por su obediencia, se forma la sagrada familia, modelo de la Iglesia y de la comunidad cristiana que acoge en su seno el don de la presencia viva de Cristo para iniciar un camino de maduración en la fe. El camino de la sagrada familia, en medio de persecuciones, pero que experimenta en sí misma el gozo incesante de la presencia de Jesús, es modelo para nuestra Iglesia diocesana en este año en que, bajo la guía de san José, anhelamos una renovación eclesial que nos conduzca por caminos de santidad.
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CUESTIONARIO PARA LA REFLEXIÓN PERSONAL Y COMPARTIDA EN GRUPO Juan Pablo II, en su exhortación apostólica Christifideles Laici, recordando el Concilio Vaticano II, reafirma “la plena pertenencia de los fieles laicos a la Iglesia y a su misterio, y el carácter peculiar de su vocación, que tiene en modo especial la finalidad de «buscar el Reino de Dios tratando las realidades temporales y ordenándolas según Dios»”. ¿Qué nos sugieren estas palabras? ¿Hay conciencia y convicción en nuestra Iglesia diocesana –pastores y fieles– de esta afirmación? Señalemos signos positivos Compartamos las carencias más notables En la reflexión que estamos siguiendo se habla sobre la importancia de “crear comunidades eclesiales maduras en la fe en las que cada uno ocupe su lugar, según la diversidad de ministerios y carismas, pero en la que el centro lo marque la presencia viva de Cristo”. ¿Es un criterio habitual en nuestras comunidades eclesiales el discernimiento pastoral para tal fin? ¿Funcionan los Consejos Pastorales Parroquiales? ¿Son espacios reales para la participación laical en la consulta, organización y planificación pastoral? ¿Existe la suficiente libertad para que los laicos vayan discerniendo conforme a su proceso de discípulos de misión que el Señor les confía? En el número 17 de Christifideles Laici se indica que “La vocación de los fieles laicos a la santidad implica que la vida según el Espíritu se exprese particularmente en su inserción en las realidades temporales y en su participación en las actividades terrenas· ¿Qué significado concreto tienen estas palabras para la vida ordinaria de los fieles laicos? ¿Qué consecuencias se derivan de ellas? A la luz de este texto analizamos y valoramos cómo es la presencia de los cristianos laicos de nuestra Diócesis en la sociedad. ¿Cuáles son las causas personales o comunitarias de sus logros, aciertos o carencias? ¿Cómo impulsar esta presencia, al mismo tiempo, transformadora y evangelizadora? ¿Qué características ha de tener? ¿Cuáles creemos que deben ser hoy los campos prioritarios de nuestro compromiso evangelizador? ¿Qué pasos deberán dar nuestras comunidades eclesiales para descubrir, cultivar, y fortalecer la vocación cristiana de los fieles laicos? ¿Podría estar la respuesta en la formación? ¿Qué tipo de formación creemos precisa y conveniente? ¿Cómo llevarla a cabo? Planteemos propuestas operativas concretas.
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Plan Pastoral Diocesano 2012-2021
SEGUNDO PROGRAMA ANUAL
ACTIVIDADES DEL PLAN PASTORAL DIOCESANO ACTIVIDADES DEL PLAN PASTORAL DIOCESANO
Fecha
Actividad
2013
Jornada Curso. 21 septiembre
Diocesana de
Lugar
Inicio
Organismo responsable
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Destinata rios
de
Ponencia. Presentación del 2º programa anual del Plan Pastoral Diocesano. Talleres y presentación de proyectos de las Delegaciones y Secretariados diocesanos.
Toledo (Salón Colegio Infantes)
Vicaría General
II Jornadas de Pastoral.
2014
10-12 enero
8 marzo
Ponente principal: D. Guzmán Carriquiry Lecour, laico, actual Secretario de la Comisión Pontificia para América Latina y anteriormente Subsecretario del Pontificio Consejo para los Laicos. Talleres sobre “Religiosidad Popular y caridad”, “Experiencias en defensa de la vida” y “Niños y su encuentro con Cristo, los oratorios”
Via Crucis diocesano.
Toledo (Salón Colegio Infantes)
Secretaría Coordinación PPD
Toledo 16:30
Secretaría de Coordinación del PPD y Delegación Diocesana de Religiosidad Popular, Hermandades y Cofradías.
Toledo
Vicaría General
Jornada Diocesana de Fin de Curso y Vigilia de Pentecostés.
7 junio
Mañana: actividades por movimientos y ámbitos pastorales. Tarde: o 17:00 Mesas Redondas: Laicado y religiosidad popular; laicos y presencia pública; laicos y caridad, etc.. o Festival (Pza. del Ayuntamiento) o Vigilia de Pentecostés en la Catedral Primada.
Toda la diócesis
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