Índice
· Maria Pallarol Collados PERDIDOS EN EL FAUSTO: BUSCANDO A LA DIVINIDAD 3
· Laura Oteros Rodríguez STEINER Y LA FILOSOFÍA ORIENTAL DE NÂGÂRJUNA: UNA POSIBLE ALTERNATIVA AL NIHILISMO POSMODERNO 14
· Federico Avalle EL ACTO DE LEER 23
Radiografías POESÍA Y COTIDIANIDAD: DANIEL RAMOS AUTÓ, RICARD MILLÀS Y JORDI CLOTAS 26
Entrevista a Santiago Ambao 28
B- 38570-2009
2013-5580
Perdidos en el Fausto: buscando a la Divinidad
-Maria Pallarol Collados-
Amoral. Anticristiano. Ateo. Satánico. Estos son algunos de los epítetos con los que en numerosas ocasiones uno se topa en la lectura de estudios que versan sobre la persona del genio alemán Johann Wolfang Goethe. Calificativos, estos, que arrecian si de la obra que estamos hablando en cuestión es de la que es sin duda una de las mayores obras universales de todos los tiempos: Fausto. Sin embargo, estas coordenadas que establecen algunos críticos resultan tan inexactas como peligrosas si se atienden de una manera parcial. Además, matar a la deidad o extirpar cualquier tipo de credo religioso en la obra fáustica significaría mutilar gran parte de la cosmovisión del autor alemán. Tampoco puede verse el Fausto como una obra en la que se enfrentan estrictamente las fuerzas del Bien (Dios) contra el Mal (el Diablo), lucha a la que muchos lectores piensan que van a asistir antes de aventurarse en la lectura de la obra. La dificultad en Goethe y, por ende, en su Fausto, reside en desentrañar el ingente amasijo literario, filosófico y teológico que compone su obra. El analista o estudioso fáustico debe alejarse de cualquier postura reduccionista y atreverse a asumir el reto de adentrarse en un universo, a veces insondable, resulto de un genio creador que abarcaba gran parte del saber universal de occidente hasta el siglo XIX. Y el objetivo de este ensayo no va a ser exactamente el de desenmarañar ese conjunto inabarcable del saber goethiano sino el de trazar un hilo conductor que nos lleve al epicentro de la cosmovisión goethiana en Fausto. Una cosmovisión en la que los hombres y Dios, o los dioses, se confunden pero en la que todavía no asistimos a la orfandad del hombre respecto a Dios, como Nietzsche pronunciaría un siglo después en su célebre frase “Dios ha muerto”. La historia de Fausto se inspira en Historia del doctor Johann Fausto, probado taumaturgo y nigromante, que había sido objeto ya de otras versiones noveladas o adaptadas para el teatro de marionetas como es el caso de la versión de Christopher Marlowe, La trágica historia de D. Faustus (1589), que se llegó a representar también en Alemania. El tema del hombre que pacta con el diablo para alcanzar lo que no consiguen el resto de los mortales normales partía de la tradición medieval y estaba perfectamente integrado en las coordenadas religiosas de la época de Goethe, la que se halla entre el siglo XVIII −siglo que trae consigue la Ilustración y la Revolución Francesa−
hasta los albores del siglo XIX –que en materia cultural se traducirá en la aparición del Romanticismo−. En las adaptaciones que se hicieron del tema fáustico durante el primer periodo de la Ilustración la imagen del héroe apóstata se torna en una suerte de personaje ridículo, mago y oscurantista finalizando todas ellas, como ocurría también en las versiones anteriores a este periodo, con los demonios llevándose a Fausto. Sin embargo, será Lessing – probablemente el poeta alemán más importante de la Ilustración- quien aportará la mayor novedad: Fausto es presentado de un modo positivo y finalmente es salvado por los ángeles (tal como ocurrirá al final de la segunda parte del Fausto de Goethe). La joven generación inmediatamente posterior a la Ilustración, el Sturm und Drang (preludio del llamado Romanticismo alemán y cuyos miembros favorecerían la irrupción y el éxito de Goethe), vio en este Fausto de Lessing un modelo de titán a la misma altura que otras figuras tan representativas para el Romanticismo alemán como fue Prometeo, que valora sobremanera la libertad y que pone en entredicho tanto la erudición estéril como la tradición religiosa. Goethe publica en 1773 el Urfaust (Fausto original), versión que retocaría hasta 1808 cuando publica la primera parte conocida de Fausto y en 1833, un año después de su muerte, aparecería la segunda parte. Sin embargo, la versión fáustica de Goethe significaría un rompimiento total con la versión reaccionaria de la leyenda. A diferencia de los anteriores héroes, el impulso que le empuja no solo a firmar el pacto con el diablo (representando en la figura de Mefistófeles) sino en el conjunto de su proceder es completamente distinto. Lo que mueve a Fausto no es la codicia, maldad o vagancia sino el deseo de saber. Un conocimiento del mundo que ya no se encuentra codificado en los libros, sino que se trata de un saber que pasa por la experiencia vital plena y total y que ansía rebasar cualquier tipo de límite humano o natural. De ahí el pacto con el diablo en la versión de Goethe. En Goethe no se trata de un desafío a Dios o a los dioses, sino un desafío del hombre al mismo hombre. La diferencia de este Fausto es la visión humanista que le confiere Goethe y que, por ello, lo libera de toda noción de culpa. Esto no quiere decir que lo libre gratuitamente de ir al infierno; si al final de la obra de Goethe queda “exculpado” y redimido, para sorpresa de Mefistófeles y de nosotros los lectores, es porque, como reza el coro de ángeles que se lo lleva: “Aquel que se afana siempre aspirando un ideal, podemos nosotros salvarle” [Goethe, 2004: 496]. En resumidas cuentas, esa búsqueda incesante de la verdad es causa de errores en Fausto pero a la vez es lo que lo salva. Su personaje debía ser vivo, un hombre y, por lo tanto, un ser que yerra, que se equivoca, pero que busca incesantemente la verdad. No es de extrañar que sean muchos los que han visto en Fausto una alegoría a la tragedia del hombre moderno. Un hombre, como Goethe, que vive a caballo entre el siglo XVIII y XIX, uno de los momento históricos que tuvo que afrontar y asimilar el mayor número de cambios económicos,
políticos y sociales a los que la humanidad había asistido hasta entonces. Goethe nace en 1749 en el seno de una familia protestante y acomodada de Fráncfort de Mena, una de las ciudades más cosmopolitas de Alemania en el siglo XVIII. Para entonces, la influencia de la Ilustración, y con ella la fe en la suprema razón, había llegado a Alemania. Frente al “valle de lágrimas” en el que vivía inmersa la humanidad hasta entonces, ahora el filósofo alemán Leibniz afirmaba que éste era el “el mejor de los mundos posibles” a pesar de todos los aspectos negativos existentes, aspectos que era necesario mejorar a través de la enseñanza y la tolerancia. Al mismo tiempo, el orden económico y social estaba cambiando con el impacto de la revolución industrial y con ella, el afianzamiento, del capitalismo. Una revolución industrial, que en la Alemania de mediados del siglo XVIII que empezaba a resurgir económica y socialmente tras la debacle de la Guerra de los Treinta Años, todavía no tenía tanta presencia como en Francia o Inglaterra. Sin embargo, sí que influiría decisivamente en la visión del nuevo hombre en la sociedad moderna; es decir, de cómo el hombre a partir de su ingenio y su capacidad de acción podía incidir y acelerar el progreso mundial; un ejemplo de ello serían las máquinas inventadas por el propio hombre y que se incorporaron en el proceso industrial en pos del progreso económico y social. Lo que es evidente es que Goethe fue producto de su época y, a pesar de su universalidad, dio respuesta en su obra a las cuestiones que le plantearon su momento histórico y su entorno. No hay casi corriente intelectual importante de fines del siglo XVIII que no tenga su reflejo en Fausto: la filosofía clásica (Kant, en particular, pero también Hegel), el "culto al genio" del Sturm und Drang, las nacientes teorías estéticas del clasicismo, las incipientes muestras del Romanticismo alemán, etc. Además, en la obra de Goethe no hay aspecto público o privado de la vida del autor (de sus viajes, intereses, experiencias, de los sucesos decisivos de su tiempo) que no hiciera mella en su poema. Goethe es muy consciente de la realidad histórica que le ha tocado vivir y le da la importancia que ésta tiene en su actividad como escritor. En todo este panorama descrito hasta aquí cabe detenerse y preguntarse por un momento: ¿Y Dios? ¿Qué papel tenía Dios en este convulso despertar del hombre moderno? De momento, no va a quedar clarificada esta respuesta – pues esto lo veremos más adelante a partir del estudio de la obra de Fausto-, pero estimo necesario que empiece a asomar esa pregunta. No obstante, estamos ante un hombre que si bien todavía no vive en un mundo falto de dioses, ya no necesita de su aprobación o tutoría para obrar y, por lo tanto, participar en el progreso histórico. Ahora el mayor aliado del hombre es el propio hombre y el conjunto de acciones que de él se suceden repercuten en el resto de los hombres. Y esto viene representado con uno de los mayores hitos históricos del siglo XVIII: el estallido de la Revolución francesa, propiciado por la consolidación de la burguesía a su vez apoyada en las masas que también reclamaban su cuota de participación en el progreso histórico. Y Goethe pretendía hacer de su Fausto, como hizo constar en numerosas ocasiones en sus cartas a
Schiller, un reflejo de ese salto al que se veía abocado el hombre moderno y, por ende, él mismo: Fausto no es una historia predeterminada, sino el reflejo de los vaivenes espirituales del propio Goethe y, por añadidura, de la época de transición del ancien régime despótico ilustrado al revolucionarismo liberal del XIX […] Era un confuso panorama social y humano, ese del primer tercio del siglo XIX. Y su poema se centraba en la lucha trágica, la contradicción entre sentimiento de lo absoluto, innato al hombre, y las limitaciones que le impone la forma específica de sociedad de su tiempo. [Mínguez, 1984: LI]
Goethe vio en Prometeo un personaje totalmente emparentado con su Fausto, un lazo sanguíneo que ya los miembros del Sturm und Drang habían establecido previamente entre Prometeo y el conjunto de la humanidad. Un titán que se atrevía a contradecir el designio del dios del Olimpo, Zeus, al otorgarle a la humanidad el fuego del que había sido privada. Escribe Goethe en su oda “Prometeo” (1774): Aquí estoy, formo hombres a imagen mía, una raza semejante a mí: que sufra, llore, goce y se alegre y que no te respete, ¡Como yo! [Goethe, 1982:51]
Este declarado rechazo a la autoridad de los dioses recuerda a los versos que Fausto le expele al inicio de la obra al Espíritu de la Tierra en los que le plantea la cuestión capital que le apasiona al hombre moderno: FAUSTO: ¿He de retroceder ante ti, engendro de la llama? […] ESPÍRITU DE LA TIERRA: Te igualas al espíritu que tú concibes, no a mí. FAUSTO: ¿No a ti? ¿A quién, pues? Yo, imagen y semejanza de Dios, ¿ni tan siquiera me igualo a ti? [Goethe, 2004:47-48]
Sin embargo, como señala Mínguez, Fausto había contado con participar de lo divino (a la inversa de Prometeo, que soñaba con participar de lo humano, dejar de ser inmortal) por semejanza con la Divinidad. Esa igualdad que presupone Fausto con Dios, a su vez, plantea un vago e inseguro punto de partida. Una confusión cósmica y humana que resultará difícil de descifrar dentro de ese revoltijo compuesto por el Dios cristiano, espíritus, demonios, pasando por los dioses paganos y sus respectivos seres mitológicos con los mismos hombres. Los papeles establecidos hasta el momentoen materia de teología, por lo que respecta al Dios cristiano, y en materia de orden social, por lo que respecta al hombre, queda en la obra de Goethe totalmente trastocado. Así se hace constar este batiburrillo cósmico y humano desde el inicio de la obra con el “Prólogo en el Cielo” donde Mefistófeles es sorprendentemente bien recibido por El Señor y los Arcángeles, quienes hablan en
un tono que recuerda al de los personajes de la mitología griega de la segunda parte de la tragedia. Es más, es el propio Dios quien le pone a Fausto en bandeja de plata a Mefistófeles, retándole a que lo corrompa con sus dotes diabólicas. EL SEÑOR: ¿Conoces a Fausto? MEFISTÓFELES: ¿El doctor? EL SEÑOR: Mi siervo. […] Pues bien, es cosa tuya. Desvía de su origen a este espíritu, y si en él puedes hacer presa, llévatelo contigo por tu senda abajo […]. MEFISTÓFELES: (Solo) De tiempo en tiempo pláceme ver al Viejo, y me guardo bien de romper con él. Muy linda cosa es, por parte de todo un gran señor, el hablar tan humanamente hasta con el diablo. [Goethe, 2006:35-36]
Ya en el prólogo, parece que estemos asistiendo a un juego entre niños, un proceder que aleja a Dios y al Diablo de la visión cristiana construida sobre los arquetipos del Bien y el Mal y que los acerca a aquellos dioses tan humanos y, por lo tanto, imperfectos, de la mitología grecolatina. Si el dios en los cielos se comporta como un humano inmortal, el humano sobre la tierra lo hace como un dios mortal. Y en estas ansías de ser un dios, el hombre moderno decide prescindir de la noción del Bien y Mal cristianizantes porque ya no le sirven para entender el nuevo proceso que le ha tocado vivir y si hace falta no dudará en pactar hasta con el mismísimo diablo para cumplir su meta. Y del mismo modo, lo hará Fausto: FAUSTO: Bien sabes tú que no se trata de placer. Al vértigo me abandono, al más amargo de los goces, al odio amoroso, al enojo avivador. Mi pecho, curado ya de afán de saber, no debe cerrarse de hoy en adelante a dolor alguno, y lo que está repartido entre la humanidad entera quiero yo experimentarlo en lo íntimo de mi ser; quiero abarcar con mi espíritu lo más alto y lo más bajo, acumular en mi pecho y el mal de ella, extendiendo así mi propio ser al suyo, y como ella misma, estrellándome yo también al fin. MEFISTÓFELES: […] Ese Todo no se ha hecho sino para un Dios; Él mora en un eterno esplendor; a nosotros nos ha puesto en las tinieblas, y únicamente a vosotros convienen el día y la noche. FAUSTO: Pero ¡yo lo quiero! [Goethe, 2004:87-88]
Fausto puede pactar con el diablo porque ya no lo teme. El Fausto medieval representaba la lucha del hombre entre Dios y el demonio; el de Goethe no representa esta lucha religiosa, sino una lucha filosófica-panteísta de la persona que sabe que no ha nacido predeterminadamente sino que se hace a sí misma, con su propio esfuerzo. Y es en esta concepción donde campea una figura humana e histórica profundamente admirada por Goethe y toda su generación: Napoleón.
Goethe era un individuo a caballo entre el siglo XVIII y el XIX: mantenía los presupuestos mítico sociales de la burguesía ascendiente de aquel siglo de luces y de déspotas ilustrados, clase enamorada de la clase social superior; pero vivió asimismo el descalabro barrunta al «hombre nuevo», cuya encarnación vio en Napoleón, capaz de reestructurar, desde presupuestos originales, el orden social conmocionado por la revolución. En cuanto a ésta, se le cruzó como lo que fue, una catástrofe, necesaria y salvífica, horrible y justiciera, pero catástrofe al cabo. [Trías, 1980:73]
Y en efecto era así. Napoleón Bonaparte, hijo de unos campesinos corsos- a diferencia de otros hombres fuertes como Julio César o Alejandro Magno que procedían de una clase aristocrática-, fue capaz de restablecer la estabilidad de Francia tras la cruenta Revolución francesa y de hacerse con el poder por sus propios méritos. Un hombre hecho a sí mismo. Prueba de esta actitud fue cuando el Papa que asistió a su nombramiento de emperador cuando iba a colocarle la corona de laurel a Napoleón, éste último se la quitó de las manos y se la puso el solo a sí mismo. Puede que Goethe, no aprobara en todos los sentidos la Revolución francesa pero lo que está claro es que entendió que con ésta vino más que la revolución de una burguesía que reclamaba un cambio radical en la estructura social; con ella vino el impacto de un hombre nuevo, cifrado en la figura de Napoleón. Si en la primera parte de la obra, Fausto ansiaba experimentar todas las facetas posibles de la vida humana, en la segunda su deseo máximo se traducirá en el del poder (“Lo que yo ambiciono es el dominio, el señorío. La acción es todo, la gloria nada es”) [Goethe, 2004:426]. De nuevo, como ocurrirá en la primera parte, nos dará cuenta de que no nos hallamos ante un hombre vulgar. Es decir, en la primera parte, su pacto con el diablo no pasa por el ansia de acumular placeres o bienes materiales, sino por el de deseo de saber, de humanidad universal. Del mismo modo, en la segunda parte ese anhelo de poder no se traduce en la de un dominio tiránico sino en el de un orden establecido que, aunque dirigido por él, proporcione la mayor libertad a su pueblo. Dice Fausto cuando está a punto de morir: Sí, a esta idea vivo entregado por completo; es el fin supremo de la sabiduría: sólo merece la libertad, lo mismo que la vida, quien se ve obligado a ganarlas todos los días. Y de esta suerte, rodeados de peligros, el niño, el adulto y el viejo pasan bien aquí sus años. Quisiera ver una muchedumbre así en continua actividad, hallarme en un suelo libre en compañía de su pueblo también libre. Entonces podría decir al fugaz momento: «Detente, pues;¡eres tan bello!». La huella de mis días terrenos no puede borrarse en el transcurso de las edades. En el presentimiento de tan alta felicidad, gozo ahora del momento supremo. (FAUSTO cae de espaldas. (Los LÉMURES lo cogen y lo tienden en el suelo). [Goethe, 2006:484]
Quisiera retomar el verso que cité previamente para detener nuestra atención de nuevo sobre él: “Lo que yo ambiciono es el dominio, el señorío. La ACCIÓN es todo, la gloria nada es.” [Goethe, 2004: 426]. Y remarco la palabra “acción” porque nos traslada a la primera parte de la obra en la que Fausto se encuentra en su gabinete de estudio donde reflexiona sobre el saber humano, momento antes a su primer encuentro con Mefistófeles:
FAUSTO: (Abre un libro [el Evangelio de San Juan] y se dispone a trabajar) Escrito está: «En el principio era la Palabra»…Aquí me detengo ya perplejo. ¿Quién me ayuda a proseguir? No puedo en manera alguna dar un valor tan elevado a la palabra; debo traducir esto de otro modo si estoy bien iluminado por el Espíritu. Escrito está: «En el principio era el Sentido»…Medita bien la primera línea; que tu pluma no se precipite. ¿Es el pensamiento, lo que todo lo obra y crea?... Debiera estar así: « En el principio era la Fuerza»…Pero también esta vez, en tanto que esto consigno por escrito, algo me advierte ya que no me atenga a ello. El Espíritu acude en mi auxilio. De improviso veo la solución y escribo confiado: «En el principio era la Acción». [Goethe, 2006: 71-72]
Esta libre interpretación poético-humanista del texto bíblico sería impensable sin aquel poderoso aliento democratizador y humanizador que supuso la obra napoleónica en toda Europa. Ya no es la Palabra el principio -entendida por Goethe como letra muerta-, ni la autoridad de la Biblia, ni de los escritos de los Padres de la Iglesia. Lo importante ahora es la Acción. Un hacer en que el individuo, como microcosmos que es, está tan gozosa como fatalmente comprometido a afrontar la totalidad, el macrocosmos. Un hacer que condena al hombre desde su nueva posición de titán a inaugurar y sostener el mundo. El mundo, por lo tanto, ha dejado de ser Creación y el hombre Criatura. Éste solo se define en función de lo que hace en el mundo y el mundo, a su vez, será aquello que de él haga cada hombre. Goethe, por lo tanto, está sustituyendo el principio religioso del mundo que era básico en el Ancien Régime anterior a la revolución y a Napoleón por el principio de una evolución producto de un esfuerzo individual, accesible a todos, pero de la que no todos somos capaces. El mito fáustico en Goethe, en resumidas cuentas,
pasa a integrar lo
filosófico con lo vivencial. Este célebre monólogo de Fausto es una metáfora de la repulsa que Goethe sentía hacia la inutilidad de un saber libresco, teórico y ajeno a la vida. Es decir un racionalismo caduco, fruto del enciclopedismo que trajo consigo con la Ilustración francesa, que para el escritor alemán reflejaba la inutilidad del saber de su tiempo y que se oponía a la primacía de la experiencia vital. Por esta razón, Fausto, desesperado y desengañado por el saber enciclopédico, reivindica la <<acción>> como principio que debe regir el mundo. La ciencia, tal como la ofrecía la Enciclopedia francesa, era un simple amasijo de conocimientos compilables, se podía “aprender” toda. Wagner, el criado de Fausto, tenía razón cuando decía que lo quería saber “todo”. Pero un conocimiento reducible a compendios, no es tal conocimiento, y eso es lo que agita y atormenta a Fausto. La burla que Goethe hace de ella por boca de Wagner no era un caso aislado. El culto a la personalidad que hacían los miembros del Sturm und Drang era el polo opuesto al espíritu de masificación “racionalista” de los enciclopedistas. Era, en definitiva, el intento de escapar de la creciente cárcel de las letras hacia los dominios del espíritu. Y Goethe militaba también en ese bando. La naciente inspiración de Fausto era un intento de rebasar la letra, el espíritu. Goethe pretendía plasmar en su Fausto una nueva visión del mundo basada en la totalidad y universalidad de pensamiento y
sensibilidad. Nos encontramos, entonces, ante una obra de una ambición tan solo comparable con la de Cervantes en su Don Quijote, pero jamás antes vista en un poeta hasta Goethe. La experiencia que le posibilita el pacto diabólico es que le permite dar forma a la acción. Dice José Miguel Mínguez al respecto: Para éste [el pacto es] un medio de conocimiento e investigación, más allá de las unilateralidades de la insuficiente cultura escolar, libresca, teórica. Fausto busca alcanzar plenitud humana y máxima penetración en los misterios, y ello con sus solas capacidades de percepción, más las nuevas posibilidades de vivencia y percepción que espera del pacto, posibilidades ahora elevadas al máximo. En el pacto y lo relacionado con él está implícita la problemática del placer que se desea intelectualizar […] Un placer del que se espera hacer un instrumento… y [finalmente] de poder… [Mínguez, 1984:LXI]
Esta misma amplitud de miras en el saber universal del poeta alemán, se hace patente de una manera similar en el ámbito de la religión. Goethe es de entrada un cristiano convencido en lo que a la práctica privada se refiere, y su evolución en los principios religiosos podría resumirse diciendo que va desde un convencimiento panteísta de su juventud - como admirador de las tesis de Spinozaa un humanismo ético, propio de su época de autor clásico. Sin embargo, lo que resulta una constante en toda su trayectoria vital y literaria es esa alergia a aferrarse a principios establecidos. La ortodoxia responde para él a una actitud inaceptable. Lo que queda claro es que a Goethe no le interesa una religión de la palabra o de la fe; lo que a él le interesa es una religión de la acción. Si bien es cierto que su adscripción a la gran logia de la masonería en 1783 influiría en su obra, como señalan la mayoría de estudiosos de Goethe [Mínguez, 1984:XXX], precisamente por fidelidad a ésta y al secretismo que exigía, su influjo en la obra goethiana no se evidencia tan abiertamente como si lo harán, bajo mi punto de vista, otras corrientes heterodoxas del cristianismo. No obstante, el objetivo principal de la masonería que es la búsqueda de la verdad a través de la razón y fomentar el desarrollo intelectual y moral del ser humano, además del progreso social es, a grandes rasgos, el objetivo de la obra fáustica. Ese gran arquitecto del mundo, o gran hacedor del universo, que defiende la masonería responde a esa religión de acción que comulga perfectamente con Goethe. Cuando el poeta contaba con tan solo 20 años, cayó en sus manos un libro que sería decisivo para su configuración teológica: Historia ilustrada de las iglesias y de los herejes, de un teólogo pietista1 llamado Arnold. En esta obra, Arnold demuestra que el verdadero cristianismo se encontraba en las sectas perseguidas desde los albores del cristianismo hasta el momento, cuyos herejes glorificaba y casi santificaba. Sin adscribirse abiertamente al pietismo o a las tesis 1
El pietismo era una corriente de devoción religiosa nacida en el siglo XVII que, frente a la sequedad del culto protestante, reivindicaba la libre expresión del sentimiento ante la experiencia religiosa.
defendidas por Arnold, sí que es cierto que probablemente de esa lectura le vinieron al poeta los intereses de tipo místico en su vertiente de oposición heterodoxa al dogma clerical protestante, una postura que le acompañaría hasta el final de su vida. Y fue también muy probablemente durante esta lectura cuando Goethe entró en contacto con el gnosticismo [Bloom, 2005:220]. El gnosticismo fue un conjunto de corrientes filosófico-religiosas que llegaron a fundirse con el cristianismo en los tres primeros siglos de nuestra era pero que posteriormente fueron a pasar a ser considerados como movimientos heréticos. Sospechosamente, como iremos viendo, muchos son los puntos que convergen entre la obra de Fausto y las de estas diversas corrientes que configuran el gnosticismo. Ya apuntaba anteriormente, en la descripción del “Prólogo en el Cielo”, cuando nos es conocido el nombre del mortal Fausto a partir de la conversación mantenida entre El Señor y Mefistófeles, que pese a encontrarnos ante dos figuras religiosas perfectamente identificables dentro de la mitología cristiana (EL Señor =Dios, Mefistófeles= Diablo) los principios morales sobre los que se erigía el cristianismo (la concepción del Bien y el Mal como dos fuerzas totalmente antagónicas) queda hecha trizas ya desde el inicio de la obra. La imagen de un mundo movido por “pura maldad” o, del lado opuesto, por “pura bondad” era ya históricamente insostenible en 1808 (la fecha de publicación de la primera parte del Fausto). Y ahora TODO –incluida la religión− pasaría a ser estudiado y vivido bajo el tamiz de lo humano. Los dioses y los hombres estaban más cerca que nunca, hasta el punto de confundirse en un mismo amasijo en el que no se sabe muy bien dónde empieza lo humano y dónde acaba lo divino. Y, por lo tanto, esos dos puntales de la moral cristiana (El Bien enfrentado al Mal) pasaran a formar parte en Fausto de un mismo todo indivisible. Ya no existe el mal que niega el bien: mal y bien son necesarios. En el libro VIII de Poesía y Realidad, el mismo Goethe afirma abiertamente que Lucifer y la caída de los ángeles rebeldes no son sino productos necesarios de la actividad incesante de la Divinidad. Lo mismo ocurrirá en el Fausto. Afirma Borghesi: Goethe hace de Mefistófeles, del mal, el muelle que mueve hacia la acción, hacia lo que es positivo. Se trata de esa idea, que va a tener mucho éxito, según la cual el camino hacia el Cielo pasa por el infierno. El hombre se hace hombre, vivo, inteligente, libre, sólo saboreando a fondo lo amargo de la vida. La inocencia del “alma buena” es, por lo contrario, inercia, parálisis, muerte. Con su dialéctica de lo negativo, Hegel le dará a esta idea una suntuosa envoltura teórica. El hombre debe pecar, debe salir de la inocencia natural para devenir Dios. Debe realizar la promesa de la Serpiente: debe conocer, como Dios, el bien y el mal. Este conocimiento «es el origen de la enfermedad, pero también la fuente de la salud, es la copa envenenada en la que el hombre bebe la muerte y la putrefacción, y al mismo tiempo el punto manantío de la reconciliación, porque mostrarse como malo es en sí la superación del mal». [Borghesi, http://www.30giorni.it/articoli_id_77631_l2.htm, n.d.]
Esta imagen de la Serpiente bíblica vista como una liberadora del hombre y la humanidad fue principio fundamental para una de las sectas gnósticas: los ofitas, de los que Goethe había oído hablar [Mathieu, 2002:4]. Los ofitas es un nombre genérico para algunas de las sectas gnósticas que aparecieron en Siria y Egipto surgidas alrededor de 100 d.C. Su nombre deriva del griego ophis,
“serpiente”. Todas estas sectas tenían en común la gran importancia que le dan a la serpiente de los relatos bíblicos de Adán y Eva, ya que este animal simbolizaba la conexión entre el árbol del conocimiento (del Bien y del Mal) con la “gnosis”, que significa conocimiento. En este “sagrado” enlace entre el Bien y el Mal, Satanás y Dios se unen en el hombre y, por lo tanto, en la obra de Goethe, lo harán en el personaje de Fausto, quien no se puede entender al margen su homónimo “malvado”, Mefistófeles. Mefistófeles es el oponente y complemento necesario de Fausto, a quien, aunque desea hundir, no hace sino ayudar en su continua aspiración hacia la plenitud, hacia lo superior: “El mal, como en el Fausto de Goethe, es lo que da energía, lo que
despierta
al
bien
dormido.
El
Diablo
es
la
fuerza
de
Dios.”
[Borghesi,
http://www.30giorni.it/articoli_id_77631_l2.htm, n. D.] Y hasta el mismo Dios que aparece en la obra asume y afirma este principio creador que nace del binomio del Bien y Mal. Le dice a Mefistófeles en el Prólogo en el Cielo: Sólo tienes que mostrarte, libremente, por lo que eres; no he odiado nunca a tus semejantes; de todos los espíritus que niegan, el burlón es el que menos me molesta. La actividad del hombre se relaja demasiado fácilmente y el hombre se abandonaría con placer en un descanso absoluto. Por eso me gusta poner a su lado un compañero que lo estimule, y actúe, y debe, como el Diablo, crear. [Goethe, 2006:36-37]
La muerte para Goethe no supone un final. Está convencido de la existencia de la vida después de la muerte. Naturalmente, sabe que es algo difícil de probar y que no depende más que de la propia subjetividad. Así se lo expresa a Kanzler Müller: La prueba de la inmortalidad cada uno la lleva en sí mismo […] Es un autoconvencimiento, es una verdad plenamente individual que no necesita de argumentaciones racionales. La vida más allá de la muerte viene dada a quien eleva la propia realidad, a quien configura con la actividad la propia personalidad, a quien vive en connivencia con el orden moral del mundo. [Goethe, 2001:33]
Estamos, pues, ante la prueba de que Goethe no era ateo, pues éstos niegan la vida después de la muerte. Y es él mismo en su obra que como Dios creador otorga la salvación en la otra vida a aquel que “eleva la propia realidad, a quien configura con la actividad la propia personalidad, a quien vive en connivencia con el orden moral del mundo” −del mismo modo que establecían los gnósticos, para quienes la salvación se ganaba a través de la adquisición del conocimiento divino el cual liberaba a uno de las tinieblas−. Si esa salvación a Fausto ya le viene dada por su inherente deseo de saber todos los aspectos de la humanidad, queda plenamente asegurada por ese otro motor que lo acompaña también durante las dos partes de la obra: el amor. El amor hacia Margarita que lo acciona a lo largo de la primera parte, será la fuerza que lo salve de la condenación eterna al final de la obra: UNOS ÁNGELES: Cerniéndose en la atmósfera más alta y llevando la parte inmortal de Fausto.) Háse librado del Malo el noble miembro del mundo de los Espíritus. <<Aquel que se afana siempre aspirando un ideal, podemos nosotros
salvarle>>; y si además, desde las alturas, por él se ha interesado el amor, el coro bienaventurado le acoge con una cordial bienvenida. [Goethe, 2006: 496]
La elevación del espíritu humano alcanza su cuota de eternidad por la fuerza redentora del amor: La culminación del espíritu es para aquél [Goethe], el sublime y magnánimo poder espiritual del amor. Sólo por éste todo se torna transparente. Nos viene de arriba, de Dios y es dote de lo divino. […]El amor espiritual es el más noble testimonio de un contacto suprasensible. Sin él todo se derrumba. Solo en este espacio espiritual puede originarse la irrupción hacia la máxima experiencia de los valores. Y aquí Goethe logra sus más vigorosos versos; aquí adquirimos el “presentimiento de la dicha suprema”. Es lo mejo, y cualquiera denominará a lo mejor, Dios, su Dios. [Rintelen,1949: 130]
Dios, en suma, es en Goethe un sentimiento sublime incapaz de traducirse en una sola palabra porque engloba aquello que es tan excelso que es difícil de nombrar y que el hombre, en sus ansías de alcanzar lo divino, intenta alcanzarlo mediante la acción: MARGARITA: ¿Crees en Dios? FAUSTO: […] Nómbralo como quieras, llámale Felicidad, Corazón, Amor, Dios. Para ello no tengo nombre; el sentimiento es todo. […] [Goethe, 2006:166-167]
En Goethe todo está impregnado por ese espíritu que envuelve a la vez al hombre y a la divinidad, un espíritu que a su vez, desde su cosmovisión panteísta del universo, está íntimamente ligado a la naturaleza y la vida. Y la naturaleza es una creación que pasa obligadamente por la destrucción. La concepción del hombre moderno que se erige en Fausto no solo pasa por querer alcanzar su estatus de dios mortal sino por representar el cambio de toda una cosmovisión que posteriormente desembocaría en la nueva sociedad moderna. Un cambio de mentalidad que asume ese conjunto de elementos antagónicos como un todo que forman la totalidad del hombre y su cosmovisión de la vida. Y aunque los caminos que conducen al paraíso pasen por el infierno, en todo caso, todo empieza y acaba por la ACCIÓN del hombre y no de los dioses.
Bibliografía Bloom, Harold, El canon occidental, Barcelona, 2005. Goethe, Johan Wolfang, Fausto, Alianza Editorial, Madrid, 2006. ______, Fausto, Bruguera, introducción de José Miguel Míndez, Barcelona, 1984. Jané, Jordi, “El Fausto en su contexto histórico”, Encuentros con Goethe, Editorial Trotta, Madrid, 2001. Lukáks, György, Goethe i el seu temps, Edicions 62, Barcelona, 1967. Rintelen, Fritz Joachim, “La imagen del hombre en Goethe”, Goethe, Mendoza, 1949. Söhngen, Gotlieb, El cristianismo en Goethe, cuadernos Taurus, Madrid, 1959.
Steiner y la filosofía oriental de Nâgârjuna: una posible alternativa al nihilismo posmoderno
-Laura Oteros RodríguezEn Diez posibles razones para la tristeza del pensamiento (2005, Siruela) George Steiner exhibe una profusa reflexión acerca del origen de la tristeza humana en la que van entrando en juego diversos elementos que se relacionan entre sí para explicar la existencia de una base nihilista y pesimista que parece dominar nuestro pensamiento. Todas sus ideas son presentadas a colación de una cita de Schelling, quien atribuye a la tristeza del pensamiento la fuente de conocimiento: “Un velo de melancolía va unido al proceso del pensamiento (a la percepción cognitiva).” [Schelling, 1809] Steiner presenta diez razones para esta tristeza. En primer lugar, menciona que el pensamiento es ilimitado. Después afirma que el pensamiento no está bajo control. La tercera es una de las más importantes a tener en cuenta si queremos trabajar desde la perspectiva de las filosofías orientales: El pensar nos hace presentes a nosotros mismos […] Pensar en nosotros mismos es el componente principal de la identidad personal […] La suspensión del pensamiento […] es simultáneamente, tautológicamente, la suspensión del ego. [Steiner, 2008: 33]
Las concepciones del yo occidentales y orientales En 1637, en el Discurso del método, Descartes −fundador de la filosofía moderna gracias a la duda metódica− habló de una res cogitans a partir de la cual se puede afirmar el cogito ergo sum, esto es, que la conciencia implica la existencia. Desde esta perspectiva el pensamiento constituye el sujeto, el yo. Ahora bien, ¿qué implica entonces el estado contrario, el cese del pensamiento?
Curiosamente, en sánscrito, el concepto de “yo”, que es sinónimo a su vez de “alma” se corresponde con “atman2” cuya mejor traducción es “el No-Yo”, lo cual encaja muy bien en el contexto en el que se inscribe, el de la filosofía oriental, en donde el estado de éxtasis consiste en llegar al vacío. De hecho, el principio fundamental del budismo entiende el yo no como un ente o cosa (res) pensante y tangible sino como una convención lingüística carente de fundamento que no es algo estático sino un flujo continuo, un conjunto de estados de conciencia cambiantes. El sujeto cartesiano al que se aludía antes ya hace tiempo que quedó desfasado en Occidente. Después de esta propuesta teórica, las ideas de Freud y Lacan –para quienes el sujeto forma parte integrante del mundo, a diferencia de Descartes, que lo sitúa fuera y separado de la realidad empírica− han difundido la creencia en un sujeto descentrado esclavizado por los placeres. Desde entonces se habla del inconsciente y de su relación con el lenguaje. Recordemos que el inconsciente se estructura como un lenguaje en el que el lapsus, el chiste y el síntoma se inscriben en una cadena de discurso inconsciente que duplica la cadena del discurso verbal del sujeto. Además, después de superar el momento edípico, el niño pasa a ser un sujeto porque ha pasado del estadio de lo imaginario al de lo simbólico, el del lenguaje. En definitiva, resulta que vivimos en un sistema de comunicación centrado en el yo y que se identifica con los objetos del mundo, en el cual el deseo de cada uno está sometido al deseo del otro, pues pasar a lo simbólico, al uso del lenguaje, implica que a la fuerza perdamos el primer objeto de deseo (la madre, el petit a) en nombre del Padre (Althusser lo llama la Ley de la Cultura). Lo que queda entonces en el inconsciente, se diría desde el psicoanálisis, es una reminiscencia no de la madre sino de la ausencia de esta. Queda el deseo del otro. El deseo es el deseo del deseo del otro. Confiemos o no en esta tesis, lo cierto es que refleja una realidad de la conciencia social occidental: el yo está descentrado y sólo se reconoce al identificarse con los objetos. Y ahí radica el sufrimiento y la consiguiente tristeza de pensamiento. Mantienen puntos en contacto el psicoanálisis y ciertas corrientes filosóficas orientales como el budismo y el hinduismo en estas dos cuestiones: el lenguaje y el sufrimiento constitutivo del hombre derivado del uso de este. En este sentido, el budismo predica que el objetivo es precisamente romper con este proceso de identificación con los objetos del mundo para salir del saṃsara, del encadenamiento causal de la impermanencia de todas las cosas que se rige siguiendo el dharma, la Ley Universal:
El deseo y la ignorancia determinan un acto.
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En realidad es muy difícil traducir este término desde Occidente. Tiene sentidos diferentes para el budismo y el hinduismo. Atman también significa naturaleza, esencia, vida, aliento, corazón, alma, mente. Como adjetivo significa propio, suyo, de uno mismo.
Del acto realizado brota la conciencia (de un yo). La conciencia condiciona los fenómenos físicos y mentales (afirmación de la existencia individual). Los fenómenos físicos y mentales condicionan las seis facultades (los cinco sentidos y el órgano mental). Las seis facultades condicionan el contacto con el mundo. El contacto engendra las sensaciones. Las sensaciones crean el deseo, el ansia. El deseo incita a obtener el objeto deseado. La absorción del objeto condiciona un devenir. El proceso del devenir condiciona un nacimiento. El nacimiento, necesariamente, condiciona la vejez, el declive, la pérdida, etc.
El proceso de identificación con los objetos del mundo que dicta la Ley Universal de la filosofía budista, podría resumirse, pues, siguiendo el encadenamiento causal de los axiomas ignorancia > acto > conciencia > fenómenos físicos y mentales > seis facultades > contacto con el mundo > sensaciones > deseo > absorción objeto > devenir > nacimiento > declive. Llegar a salir de este ciclo es el objetivo del budismo. Por ello se quiere buscar un camino de curación o salvación del sufrimiento. Para que esto suceda es imprescindible entender, precisamente, que no hay sujeto. Tal y como dijo Borges en “Budismo, una conferencia por Jorge Luís Borges”: el budismo niega el yo […] Una de las desilusiones capitales es la del yo. El budismo concuerda así con Hume, con Schopenhauer y con nuestro Macedonio Fernández. No hay un sujeto. Si digo “yo pienso” estoy incurriendo en un error, porque supongo un sujeto constante y luego una obra de este sujeto, que es el pensamiento. No es así. Habría que decir, apunta Hume, no “yo pienso” sino “se piensa”, como se dice “llueve”. Al decir llueve, no pensamos que la lluvia ejerce una acción; no, está sucediendo algo. De igual modo, como se dice hace calor, frío, llueve, debemos decir: se piensa, se sufre, y evitar el sujeto.
El pensamiento de Nâgârjuna Este planteamiento hace obligatoria la mención de Nâgârjuna (II-III), el filósofo indio del que más se ha escrito últimamente y que Karl Jaspers ha incluido entre las grandes figuras de la filosofía universali. Sus ideas, que constituyeron la base de la secta mahâyâna dentro del budismo tradicional, giran en torno al concepto de “vacuidad”. Según este pensamiento, todo está vacío y el conocimiento verdadero reside, pues, en el vacío, aunque esta misma tesis carezca a su vez de fundamento. Se inauguran así los fundamentos de la vía media, según los cuales la sabiduría se alcanza siguiendo las tesis del ser y no ser de la existencia. El vacío, en este sentido, no podría ubicarse ni en el ser ni en el no ser; y el silencio, que
también se encuentra en esta vía media de perfección por ni afirmar ni no afirmar tesis alguna, sería el estado de conocimiento perfecto. De hecho, según los nikâya, cuando se le preguntó al Buda por la identidad de las cosas guardó silencio. Con esta indeterminación dice Nâgârjuna que “nunca lograremos comprender si mientras el Bienaventurado estaba [en vida] existía o no existía; si existía y no existía al mismo tiempo; o si ni existía ni no existía” [MK:25.18] Esta tesis o carencia de tesis no debe sorprendernos, pues el lenguaje está hecho de tal forma que todo lo podemos decir o negar o inventar. De acuerdo con Steiner [2005:20] “el pensamiento manipula los símbolos como el lenguaje manipula las palabras y la sintaxis”. En Fundamentos de la vía media, Nâgârjuna expone el concepto central del origen condicionado de todas las cosas y su consecuente vacuidad. Esta es su obra más importante e influyente, tanto en su contexto histórico originario como en el panorama actual. Sus tesis aparentemente nihilistas – en realidad no son nihilistas, como se verá- y deconstruccionistas dialogan ahora con las tendencias posmodernas. Con Rorty, Foucault y Borges, por ejemplo. También se puede relacionar, en su modo de filosofar irónico, con otras figuras como Nietzsche, o también con Heidegger y Wittgenstein. Con Nâgârjuna la palabra vacuidad, que ya aparecía en la literatura anterior a él, adquirió un nuevo significado, ahora filosófico. Se convierte en el concepto que designa “la verdadera naturaleza de todo lo existente, de todos los seres, de todas las conciencias, de todos los pensamientos” [Arnau, 2005:59]. Con esta idea se renueva el pensamiento budista y surge el madhyamaka. Si extrapolamos esta idea a la concepción del yo de la que hablábamos antes, cobra sentido que ya en la literatura de los nikaya [cfr. Arnau, 2005] el yo fuera una creación mental que también participa de la ilusión del mundo. Aparte de tener esa capacidad de transmigración, no deja de ser un producto de la imaginación movido por el deseo. No parece estar tan lejos esta idea, de nuevo, de la teoría psicoanalítica. Parecería, pues, que la verdad no se descubre sino que se crea, ya que depende de la imaginación y de la ilusión mágica del lenguaje. Con el lenguaje nos proyectamos sobre el mundo y sus objetos, con lo cual el lenguaje es condición de la experiencia, como ya advirtió Derrida [2000].
Y para reconocer la ilusión de la lógica es menester la meditación y la percepción atenta. Y así se llegará al ascetismo intelectual. De no proceder de esta manera, esto es, dejándose caer en el apego excesivo a las palabras, la idea se puede transformar en una especie de creencia contra la que hay que reaccionar porque si no “los textos serían la pantalla donde se proyectan las inclinaciones y obsesiones del lector” [Arnau, 2005: 56]. Lo que hay que procurar es la cultivación de un yo que se ha deshecho de prejuicios y preferencias para la elucidación del significado.
El origen condicionado de las palabras En este sentido, Nâgârjuna muestra que existen palabras dentro de otras (implícitas, entre líneas) por lo que, de nuevo, veríamos que lo que se designa carece de realidad en tanto que no está constituido por esencia alguna, sino que se trata de una convención, una representación o dramatización. Cada lenguaje humano traza un mapa del mundo de diferente manera […] Cuando muere un idioma muere con él un mundo posible […] Un idioma entraña un potencial ilimitado de descubrimiento, de reconstrucción de la realidad, de la articulación de los sueños, es decir, de lo que llamamos mitos, poesía, conjeturas metafísicas y discurso de la ley [Steiner, 1998]
Así pues, una de las concepciones preestablecias que este filósofo indio del siglo II (o III) desarma o deconstruye para defender su ideal vacuo es el dharma, las realidades elementales o los elementos constitutivos de la realidad que menciona el abhidharma, los cuales, a diferencia del atomismo griego, eran instantáneos. Para esta tradición budista precedente, son los deseos los que funcionan como fuerza motriz para los dharmas, y para poder controlarlos hay que poner en juego el juicio mediante el discernimiento y eso sólo se consigue con la meditación y la práctica de una cultura mental (bâhavâna). No obstante, Nâgârjuna considera que toda afirmación, incluida la doctrina budista, está condicionada por la intertextualidad y por ello carece de esencia y es vacía. Tiene naturaleza de ilusión. De hecho, “dado que todas las cosas tienen un origen condicionado son vacías” [MK: 24.18] Lo esencial del hombre está en sus carencias […] lo esencial de cualquier cosa (dharma) se manifiesta en lo que le falta. Ni nosotros ni las cosas estamos completos. Esta carencia fundamental (niḥsvabhava) hace a las cosas apoyarse unas en otras, hace a los hombres hermanarse y a las acciones coordinarse. El antiesencialismo metafísico se conecta así con una preocupación existencial: el problema del sufrimiento, y se enraiza en los inicios mismos del budismo, que vio que donde hay dolor, hay un suelo sagrado. [Arnau, 2005:282]
Pero la nada de este pensador no es la Nada ni el Absoluto; la vía media que él defiende pasa por reconocer que lo que existe es vacío pero que esto carece de importancia porque la afirmación de ello también es vacía. Hay que situarse entre estos dos extremos, el eternalista y el nihilista. La metáfora de la ilusión mágica será la figura retórica por excelencia que empleará el filósofo para difundir sus enseñanzas, a la vez que es una de las herramientas de comunicación que existe desde que tenemos conciencia –en psicoanálisis se menciona también, siempre junto a otro mecanismo, el de la metonimia-. En ella, en la metáfora se dan lugar, simultáneamente, lo verdadero y lo falso. Son ilusiones, y literalmente pueden ser la imagen reflejada en un espejo, un
espejismo, un sueño, la magia o el eco. Así aparece en MK: “La metáfora no pretende la identidad con el objeto aunque de algún modo lo señale, y tampoco busca su alejamiento definitivo pues ella misma lo rememora” [Arnau, 2005:76]. La condición de la metáfora es la condición misma del lenguaje. “Si se da la identidad entre la palabra y su objeto, la palabra fuego quemaría en la boca. Si se diera su diferencia, el conocimiento no sería posible.” [Catuḥ-stava, Lokâtîta 7] Borges lo dice de otra manera: “La idea de tigre no tiene por qué ser rayada”. Así pues, la condición de la metáfora es la condición de todo lenguaje. La metáfora engaña, tiene una apariencia y un significado diferenciado, condicionado. Por eso Nâgârjuna abogará por el discurso de la literatura, el más vasto sistema de comunicación basado en ella, y en este sentido su obra se entiende mejor como narrativa que como filosofía. Favorece a la literatura frente a la filosofía, al contrario que hizo Platón, para quien, de hecho, su concepción de la idea también era lo opuesto a Nâgârjuna (para este último, conocer es olvidar, frente a Platón, donde es recordar). Es una retórica antes que un edificio conceptual. Lo que propone es reconocer el engaño de la palabra como cultura mental. Vale la pena recoger lo que menciona Arnau a continuación [2005:77]: La identidad entre las palabras y las cosas, entre el sonido y el sentido, es la aspiración de toda poesía; su diferenciación el propósito de toda filosofía (de todo pensamiento). El verso niega ambas posibilidades. El término y su referente no pueden ser ni idénticos ni distintos, esa participación ambivalente en la identidad y la diferencia es la condición de toda metáfora y quizá la condición misma de todo lenguaje
Como Foucault, Nâgârjuna señala el hecho de que estamos conformados por el lenguaje, un sistema de metáforas heredadas y llenas de supuestos que funciona de forma subrepticia para acuñar unos valores culturales específicos. Como bien dijo Nietzsche: ¿Qué es entonces la verdad? Una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes; las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son; metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora ya consideradas como monedas sino como metal [Nietzsche, 1994]
De la creencia de que el lenguaje es el instrumento de la verdad es de lo que hay que desprenderse para evitar el apego y así el sufrimiento. El método para ello es tomar cualquier idea no como verdad sino como suposición útil. Steiner, con otras palabras, también menciona el hecho de que la verdad es algo ilusorio que se corresponde con la convención: “El concepto mismo de verdad integral –toda la verdad y nada más que la verdad- es un ideal artificial cuyo reino se limita a los tribunales o a los seminarios de lógica” [1998:230]
Pero la realidad última del madhyamaka, es decir, la que no es convencional sino trascendente, se ubica en un lugar afuera, más allá del lenguaje (paramartha). La raíz de esta palabra está en relación con la griega “u-topía”, “no-lugar”. De esta manera, la verdad vendría a ser aquello inconcebible por el lenguaje. Steiner dirá: la palabra oculta mucho más de lo que confiesa; opaca mucho más de lo que define; aparta mucho más de lo que vincula. El terreno que media entre el hablante y el oyente es inestable, sembrado de trampas y poblado de espejismos, aun cuando se trate del discurso interior, cuando “yo me hablo a mí mismo”, esta dualidad que es en sí misma producto de la “otredad”; es inestable y está sembrada de trampas y espejismos. “Los únicos pensamientos verdaderos –dijo Adorno en su Minima Moralia- son aquellos que no llegan a captar su propio significado” [1998:238]
Todo esto no es más que una indagación acerca de la naturaleza del lenguaje concebida sorprendentemente en el siglo II que entiende la retórica como la postergación del significado, lo cual se relaciona directamente con la teoría de la autorreferencialidad del lenguaje de Derrida, según la cual las palabras, con el uso, caen en un juego de diferenciación y postergación de los significantes contribuyendo a una ilusión de identidades. Concebir la palabra como elemento de una intertextualidad, cuestión que ya ha aparecido y ahora retomamos, significa aplicarle la teoría de la condicionalidad y la relacionalidad que se ha mencionado. La palabra está abierta a muchos significados diferentes. “El significado es el uso”. La palabra depende de su contexto. Esto, que ya se dijo en el siglo II, ahora se puede relacionar con teorías modernas del lenguaje como la teoría del significado “no referencial” o la del significado “no egocéntrico” [cfr. Huntington, 1989:113]
La retórica del silencio En este contexto, el lenguaje del silencio es la herramienta para la meditación al que aspira la retórica del bodhisattva. George Steiner es, como se ha visto, uno de los grandes pensadores contemporáneos preocupado precisamente por el poder que ejerce la palabra, el lenguaje, en nuestra sociedad. Este pensador también destaca el carácter engañoso de las palabras. De hecho, una de las razones que arguye para la tristeza del pensamiento es que el lenguaje vela tanto como revela por su carácter rígido y escamoteador. Está, por lo tanto, en consonancia con lo dicho por Nietzsche más arriba. Es por ello que este filósofo, en Lenguaje y silencio, defiende como Nâgârjuna que el silencio a veces es lo más elocuente. Su particular concepción de una “filosofía del lenguaje” pasa por un estudio crítico de la literatura como la estructura más vasta de “comunicación semántica, formal, simbólica” [Steiner, 1982:17] –la misma concepción de la literatura se ve en Nâgârjuna- en la que la lingüística está estrechamente relacionada. En los ensayos de este volumen, Steiner nos recuerda que “el lenguaje es el misterio que define al hombre” [1982:46].
Volviendo a la cuestión de la importancia del silencio como fuerza comunicativa carente de verbo, el polifacético pensador alemán menciona, precisamente, las metafísicas orientales budistas y taoístas. Y lo hace porque, como se ha podido observar con el pensamiento de Nâgârjuna arriba expuesto, el más alto estado contemplativo supone haber traspasado el lenguaje convencional para adentrarse en un silencio trascendente. Parafraseo aquí un párrafo de Steiner que corrobora esto: “La atención mental, los períodos de interiorización y concentración pueden hacerse más profundos mediante técnicas de meditación. En ciertas tradiciones orientales y místicas, por ejemplo el budismo, esta disciplina puede llegar a grados casi increíbles de abstracción e intensidad” [2005: 91]. De igual forma como lo concibieron los poetas místicos, lo inefable está más allá del lenguaje, y sólo cuando se han deconstruido sus estructuras puede comunicar para el verdadero entendimiento. La subida del monte Carmelo de San Juan de la Cruz sería un buen ejemplo literario:
Para venir a gustarlo todo, no quieras tener gusto en nada. “Para venir a saberlo todo, no quieras saber algo en nada. Para venir a poseerlo todo, no quieras poseer algo en nada. Para venir a serlo todo, no quieras ser algo en nada. Para venir a lo que no gustas, has de ir por donde no gustas. Para venir a lo que no sabes,
has de ir por donde no sabes. Para venir a poseer lo que no posees, has de ir por donde no posees. Para venir a lo que no eres, has de ir por donde no eres. Cuando reparas en algo dejas de arrojarte al todo. Para venir del todo en todo, has de dejarte del todo en todo. Y cuando lo vengas del todo a tener, has de tenerlo sin nada querer.
Pero el silencio se conquista después de haber discutido mucho. He aquí la razón de ser del texto de Nâgârjuna Abandono de la discusión: es el preámbulo al silencio ganado a pulso después de la batalla filosófica de su época y hasta de la nuestra: La suspensión del juicio que proclama Nâgârjuna pretende ese ingreso en la vida religiosa y esa retirada del mundo, pero, […] para alcanzar ese objetivo no basta con callar. Hay que debatir, argumentar y ganar, y, una vez obtenida la victoria, alejarse de las ágoras del debate interminable. [Arnau, 2003:17]
El silencio de este tipo es diferente de otros silencios. Es la comprensión y aprehensión de la vacuidad. Y esto es, sobre todo, un escudo contra los engaños del lenguaje y las metáforas de la ilusión. Así se entiende mejor la tristeza del pensamiento. La vacuidad es una actitud y cultura mental con la que se cultiva la serenidad de aquél que se sitúa en la vía media. Con este escudo uno se protege de la ideología causante del sufrimiento –ya que implica el apego a unas ideas que son
falsas, heredadas y condicionadas por otras-. Steiner, en la cuarta razón para la tristeza, en esta misma línea, afirma que: “los experimentos-pensamientos […] no dejan de ser ficciones. Alimentan religiones e ideologías. […] El lenguaje trata constantemente de imponer un dominio sobre el pensamiento” [2005:49-50] La ideología que se impone sin pasar por el filtro de la suposición se caduca porque no puede cambiar. Este sufrimiento o tristeza causado por el lenguaje –teniendo en cuenta que hasta la causalidad es una realidad convencional- se plasma inevitablemente en el pensamiento, en donde el silencio adquiere resonancias. La nueva retórica llamada del silencio, acuñada por Valente entre otros, se hace eco de este pensamiento, valga el oxímoron: Quisiera un canto que hiciera estallar en cien palabras ciegas la palabra intocable. Un canto. Mas nunca la palabra como ídolo obeso, alimentado de ideas que lo fueron y carcome la lluvia. La explosión de un silencio. […]3
Bibliografía Althusser, L., “Freud y Lacan” en Estructuralismo y psicoanálisis, Argentina VVAA, 1970 Arnau Navarro, J. La palabra frente al vacío. Filosofía de Nâgârjuna, Fondo de Cultura Económica, México, 2005 Descartes, R. Discurso del método; estudio preliminar, traducción y notas de BELLO REGUERA, E.; ed. TECNOS, Madrid, 2003. Fatone, V. El budismo nihilista, editada por la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de la Plata, Tomo XXVIII, La Plata, 1941 Jameson, F. Imaginario y simbólico en Lacan, ediciones el cielo por asalto, Bs As, 1995 Jaspers, K. Los grandes maestros espirituales de Oriente y Occidente, Tecnos, Madrid, 2001 Nâgârjuna, Fundamentos de la vía media, edición y traducción del sánscrito de Juan Arnau Navarro, Ed. Siruela, Madrid, 2004 Petrovna Blavatsky, H. Glosario teosófico, Ed. Kier, 5ª edición, Buenos Aires, 1982 Sánchez Baumgarten, V. Introducción a la obra de Lacan, Cuadernos del Instituto Michoacano de Ciencias de la Educación, México, 1996 Santoni, E. El budismo, trad. de Fernando Diez Celaya, Acento editorial, Madrid, 1992 Steiner, G. Lenguaje y silencio. Ensayos sobre la literatura, el lenguaje y lo humano. Gedisa, Barcelona, 1982 ________ Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento. Siruela, Barcelona, 2005 Zimmer, H. Filosofías de la India, ed. Joseph Campbell, Sextopiso, New York, 1951
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Fragmento de “Un canto” de José Ángel Valente, en La memoria y los signos (1960-65).
El acto de leer -Federico Avalle-
Uno de los errores más comunes y que mejor evidencian la condición de escritor novato, entre quienes tenemos la innegociable necesidad de plasmar nuestras ideas sobre el papel, es acometer nuestros textos con la inocente intención de abarcar temáticas tan enormes y complejas, que por su naturaleza, escapan a los esfuerzos y capacidades de una sola persona. Son pocos los héroes que pueden transformarse en un punto de inflexión en la historia del pensamiento. Cientos de miles de años y cientos de miles de millones de seres humanos han pasado por este planeta, y apenas han sido unos pocos los que como Descartes, Nietszche o Platón, pudieron acometer sus hercúleas obras del pensamiento, sin sucumbir ante el peso de tamaños acometidos. Pues bien, quien les escribe, como ya habrán podido comprobar, dista mucho siquiera de parecerse a alguno de estos monstruos del pensamiento humano. No obstante, y evidenciando mi condición de escritor novato, cometí el error de encarar este artículo intentando abarcar una temática tan grande y compleja como el universo mismo. Sí, lo confieso, en un primer momento este artículo tenía la intención de abarcar cabalmente la profunda y conflictiva relación que ha tenido en la historia humana, “la religión y la literatura”. Evidentemente no tardé mucho en comprender que lo que tenía por delante escapaba a mis capacidades. Por lo tanto, decidí revisar mis objetivos y en efecto dirigirme hacia metas más asequibles. En ese sentido trabajé y el fruto de esa conveniente poda es lo que debo comunicar al lector antes de comenzar siquiera a versar sobre la temática en sí misma. Ha quedado claro que religión y literatura son universos en sí mismos hiper-complejos, y por lo tanto, aún más compleja es la relación entre ambos, también ha quedado claro que antes de perdernos en la enormidad de la temática, es conveniente dedicarnos a una parcela acotada que esté dentro de nuestras posibilidades. También se nos evidenció que un sólo hombre, por muy mínima que sea la parcela sobre la que esté versando, no podrá acometer un texto cabal y fiel al tema que intenta diseccionar mediante el análisis. Dicho entonces esto, es pertinente ir acabando este preludio diciendo finalmente que este texto, que como ya dije busca ser inocente de grandes pretensiones, intentará en la medida de mis posibilidades, ofrecer al lector algunas someras líneas relativas a esta temática tan grande y
compleja, que lejos de ser expuestas como discursos cerrados, buscarán funcionar como disparadores de una posible y futura construcción de ideas.
Ahora bien, esa parcela sobre la que nos avocaremos y sobre la que versará este artículo en concreto, es la referente a ese tipo particular de conflicto inevitable que surge de las lecturas e interpretaciones de los textos sagrados y que necesariamente derivan en líneas divergentes y muchas veces contrapuestas. Nos referiremos someramente tanto a la lectura de quienes pretenden ser fieles en la interpretación de los textos sagrados, como de quienes intentan, manifiestamente, transgredir mediante la creatividad los valores “intocables” de la religión. Es decir, aquellos que por su condición de artistas han construido desde la creatividad, piezas del pensamiento capaces de poner en cuestión esa enorme y supuestamente intocable construcción humana que damos en llamar “lo sagrado”. Existen innumerables ejemplos en donde la lectura de los textos sagrados ha derivado en líneas de interpretación divergentes. Ahí tenemos a los Midrashím, de la cultura hebrea. Sabios dedicados a la lectura e interpretación de las escrituras, cuyo objetivo manifiesto es la elaboración de un corpus de conocimientos legales, folklóricos, etc., asequibles al vulgo. Se tratan, los textos midrásicos, de una especie de adaptación de las escrituras a los tiempos concretos, mediante el método de la exégesis. Evidentemente, como el lector podrá suponer, estos sabios pretendieron y pretenden ser enteramente fieles al texto, no hay en ellos intención alguna de subvertir los valores originales sino todo lo contrario, es decir, afirmarlos. Aún así, de esas lecturas han surgido líneas divergentes. Por ejemplo, tenemos la escuela de Ismaël por un lado y la escuela del Rabbi Akiva por el otro. No tiene mucho sentido que en este artículo nos dediquemos a los pormenores de estas divergencias, salvo anotar el hecho de que la lectura de los textos sagrados, incluso entre quienes pretenden ser fieles, deriva casi inevitablemente en construcciones disímiles. Pero la lectura, entendida como un acto potencialmente cismático, no se circunscribe exclusivamente a la tradición rabínica. También tenemos las distintas tradiciones musulmanas y las líneas de divergencia surgidas de la lectura del sagrado Coran. Un dato curioso a destacar en este sentido, es el hecho de que la palabra Midrash, que hace referencia a las interpretaciones rabínicas de la Torá, tiene la misma raíz etimológica que la palabra “Madrasa”, que hace referencia a las múltiples y a veces disidentes escuelas dedicadas al estudio e interpretación del Coran. Como podemos seguir observando, la interpretación divergente que surge de la lectura de los textos sagrados, es una constante en la historia de las relaciones particulares que se establecen, mediante los textos originales, entre las religiones y sus fieles. La lectura y el estudio de un texto concreto, atravesado por los tiempos también concretos
en los que se desarrolla, derivan casi necesariamente en líneas divergentes que en algunos casos han llegado incluso a la lucha por el poder, con su habitual y lamentable cuota de sangre y muertes que ello conlleva. Pero podríamos ir incluso más allá, y si nos pusiésemos a ahondar en el hecho, descubriríamos que también han surgido divergencias en todas las creencias basadas en textos sagrados, budismo, cristianismo etc. Por eso, llegados a este punto, y a modo de recapitulación, urge manifestar entonces lo que viene siendo dicho desde el principio de este artículo, a decir, que toda lectura y toda interpretación implica siempre en mayor o menor grado, algún tipo de heterodoxia. No importa cuán poderoso sea el deseo de ser fiel a la escritura original, el lector siempre deja algo de sí mismo en la interpretación del texto. La prueba de ello está en las distintas líneas divergentes que han resultado de las distintas lecturas de los textos sagrados. Ahí tenemos el protestantismo, la iglesia ortodoxa, el catolicismo, los suníes, chiíes, sufíes, las distintas escuelas midrásicas del judaísmo, etc. Todos, absolutamente todos, reclaman para sí el derecho a ser considerados los más fieles interpretadores de los textos sagrados. Y sin embargo todos, por su sola existencia, demuestran que en toda interpretación, necesariamente hay un grado de traición al texto original, que deriva en una lectura “nueva” y divergente. Por lo tanto, cabe decir entonces que no es, como algunos sostienen, potestad única del escritor literario trasgredir o subvertir los valores originales de un texto. También transgreden quienes no pretenden hacerlo. La diferencia entre unos y otros, está en el grado y en la intención más o menos consciente de transgredir los imperativos que entrañan los textos “intocables”. El literato, evidentemente y a diferencia de los lectores ortodoxos, no tiene la voluntad consciente de ser fiel. Casi me atrevería a decir que la voluntad del artista, por definición, es en efecto la de subvertir el orden establecido. Son innumerables y conocidos los ejemplos en los cuales el arte de la literatura ha entrado en conflicto abierto con esos guardianes de las ortodoxias religiosas que damos en llamar “conservadores”. Por este motivo, es decir, por la enorme cantidad de ejemplos que existen, dejo al lector minucioso el repaso por la historia de la literatura y sus puntos de encuentros conflictivos con las religiones, y me limitaré a mencionar, a modo de somero ejemplo, únicamente la obra borgeana Tres versiones de judas. Resulta una fatalidad inevitable para mi, que desde el principio de este artículo vengo sosteniendo la idea de que la lectura es un acto esencialmente creativo, recordar al que quizás haya sido el más poderoso y prolífico lector de los tiempos recientes; J.L Borges. Muchas veces dijo Borges que antes que nada, y sobre todas las cosas, él era un lector. Llegó a afirmar incluso que el acto de leer y el acto de escribir son en esencia el mismo acto.
Entre todas sus profundas construcciones, y sobre todo, de sus agudos e irónicos ejercicios de lectura, para mi es inevitable recaer finalmente en Tres versiones de Judas. Esta no sólo es una obra maestra de la literatura, sino también una pieza de alta precisión argumental, ya que no es arbitraria en sus conclusiones, sino que se trata de un perfecto silogismo que respeta fielmente las premisas religiosas a la vez que consigue llegar a conclusiones exactamente contrarias a lo que la tradición nos dice respecto a Judas. Una manera sutil e irrefutable que tiene Borges de recordarnos que el acto de leer, es en sí mismo un acto de creación literaria (ergo, un acto dinámico y no de posicionamiento pasivo ante un texto original). Y es justamente por esto que toda lectura es necesariamente divergente y en algún grado revolucionaria, porque la lectura entraña, incluso para quienes se erigen como guardianes de “lo sagrado”, un acto potencialmente peligroso ya que implica, desde su íntimo funcionamiento, la posibilidad casi inevitable de construir ideas revolucionarias y superadoras.
Radiografías
Poesía y cotidianidad
Daniel Ramos Autó, Noches de tripas y corazón en la garganta. Antología poética (2006-2011), Versos & Reversos: El gato errante, Barcelona, 2011. ISBN: 978-84-615-3731-0 Ricard Millàs, La sombra del felino, Versos & Reversos: El gato errante, Barcelona, 2011. ISBN: 978-84-615-3733-4 Jordi Clotas, 42 desgarros intempestivos, Versos & Reversos: El gato errante, Barcelona, 2011. ISBN: 978-84-615-3732-7
La Editorial Versos & Reversos nos vuelve a sorprender con tres poemarios de tres autores diferentes: Daniel Ramos Autó, Ricard Millàs y Jordi Clotas. Diferentes no solo por sus nombres, sino también por sus construcciones poéticas. Pero no cabe la mayor duda de que esta selección de poetas comparte una característica común, una característica que podría marcar el nuevo rumbo de la poesía contemporánea: la cotidianidad. Los elementos cotidianos más dispares se juntan mediante el verso para crear ambientes y sentimientos muy cercanos a cualquier lector. Se trata también de tres autores que indagan en el significado de la creación poética y su impronta en el mundo contemporáneo. Así pues, a lo largo de su antología, Daniel Ramos nos propone un viaje en esta cotidianidad a través de la selección de poemas de seis de sus obras. Nos convierte en observadores, en voyeurs de las vivencias del “yo” poético. En este sentido, el poeta empieza por contarnos un desengaño amoroso con una suerte de diario versificado en el cual, de manera cronológica, el “yo” poético lleva a cabo una crónica personal de superación: “Mi dolor ya nada tiene que ver contigo”. A partir de este proceso de curación, Daniel Ramos indaga en la importancia del tiempo, sobre todo del recuerdo y de la memoria, que enlaza directamente con la idea de la muerte. Pero no se trata de una muerte física, definitiva, sino de pequeñas muertes que coinciden con las diferentes etapas vitales
que se van cerrando para dejar paso a un constante renacer que, a su vez, abre paso a “todas las vidas que vendrán”. Ricard Millàs se acerca a la poesía desde otra perspectiva, desde una crudeza más desconcertante que concuerda con el tributo que rinde a algunos artistas como Bukowski, Leonard Cohen o Hemingway. En este sentido, sus poemas son bofetadas que nos embriagan por su violencia, su erotismo y su ritmo condensado, pero frenético. Tres pilares que se confunden y desembocan en este sello de la cotidianidad. Al igual que Daniel Ramos, la figura poética se entiende mediante la metáfora de los espejos, es decir, las vivencias del poeta deben quedar plasmadas en su poesía. De ahí que se vuelve imprescindible vivir la vida al máximo para poder expresarla: “debo seguir escribiendo/ debo amar, beber, vivir y reír.” Porque: “Lo importante es la realización de un acto, /no importa el camino, no importa/ el éxito. Lo realmente importante es/ las acciones.” Acciones que los lectores van descubriendo y compartiendo al hilo de los versos. Jordi Clotas, del mismo modo que los dos poetas anteriores, nos ofrece un poemario dedicado a la cotidianidad más cercana de los seres humanos, creando así universos comunes que invitan a una lectura crítica y suspicaz de la realidad que nos rodea. Clotas nos invita a viajar por las calles y los ambientes de una Barcelona familiar y parecida a cualquier ciudad europea. El escritor comparte, junto a Ramos y Millàs, la idea de que el poeta se caracteriza por ser un observador capaz de transcribir los acontecimientos que le rodea. De hecho, acumula duras críticas contra el consumismo, contra el hambre de los niños del tercer mundo, pero también el hambre que ha despertado la crisis económica que nos acecha en estos tiempos. En resumen, estos tres poetas conjugan sus versos a nuestro tiempo, a nuestra contemporaneidad más cercana e invitan al lector a reflexionar sobre ello, pero también a adentrarnos en un universo poético plagado de situaciones comunes en las cuales cada lector puede encontrarse reflejado.
Entrevista a Santiago Ambao
Premio Joven 2009 Narrativa de la Universidad Complutense de Madrid con Burocracia, Santiago Ambao se considera una joven promesa de la literatura hispánica. Hemos querido adentrarnos en el universo de este escritor de novelas y microrrelatos.
En La peste peor (2007) se plantea el concepto de la “azarocracia”. ¿La idea surge como elemento argumental o un ejercicio de la ironía? Las dos, sin duda. Considero que cualquier elemento que se introduzca en una novela, ya sea un ejercicio de la ironía o un intento de reflexión o una propuesta estética o filosófica o un recurso para hacer reír o angustiar, cualquier elemento, debe estar integrado orgánicamente al argumento. Es decir que no podría hacer esa división: el argumento va creciendo a medida que uno, como autor, va encontrando distintos caminos por los que transitar. Este ejercicio de la ironía surge del argumento, y al mismo tiempo el argumento surge de ese ejercicio. ¿La peste peor se puede circunscribir a los cánones del surrealismo, literatura fantástica o realismo mágico? Toma algo de cada uno, creo. Tiene elementos del surrealismo, tiene elementos fantásticos o cuasi fantásticos, y hay una influencia del realismo mágico, sin duda. Pero también tiene mucho del absurdo y del humor, y diría que también de la ficción política. El nombre del lugar de los hechos, Vilcabamba, remite al último refugio de los incas. ¿Tiene alguna relación con la cultura incaica? Bueno, el nombre de Vilcabamba aparece por el lugar en dónde empecé a concebir esta historia: el pueblo de Vilcabamba, en Ecuador. Se dice que sus habitantes alcanzan una longevidad exagerada, y uno de los ejes de la novela es ese: que en el pueblo la gente ha dejado de morir. Pero nunca pretendí proponer ningún tipo de vínculo entre la trama y el fin de la civilización incaica. En tu novela Burocracia (2009), ¿la presencia de “los portales” –aquellos aparatos que emiten diálogos entre los ciudadanos– es una metáfora sobre las redes sociales? La verdad es que nunca lo pensé así. De hecho esos portales tampoco se definen en la novela como “aparatos”. No tienen una explicación racional, son algo así como un exabrupto de la naturaleza. Sin embargo sí es verdad que me interesaba especialmente partir de esa obsesión que muchos servicios de inteligencia tienen por interceptar el contenido de los correos electrónicos –y otras formas de comunicación y expresión existentes en la web– en busca de potenciales riesgos. Pero me despertaba curiosidad la idea de invertir los términos. Este no es un Estado que se esfuerza por articular formas de vigilancia, sino uno que se encuentra, de un día para otro, con una herramienta que le permite hacerlo. Y por supuesto, se ve tentado a utilizarla, aunque no la comprenda. ¿La ciudad sin nombre de unos 50 millones de habitantes y escenario de la novela es una alusión a Buenos Aires? Esa ciudad tiene muchos elementos que la vinculan con Buenos Aires, claro. Empezando por la variante del castellano que se habla, y tal vez también el modo en que sus habitantes “interpretan” la
política. Pero tiene elementos también de Madrid y de Barcelona. Sobre todo porque escribí la novela a mitad de camino entre estas dos, y Buenos Aires siempre está presente. Pero también me interesaba ubicar la novela en un lugar indeterminado, para reforzar lo indeterminado del tiempo en que ocurre. La historia no se ubica en el pasado ni en el futuro, tampoco en el presente, claro. Sería algo así como un tiempo alternativo, y me pareció que ese tiempo alternativo necesitaba un lugar alternativo. ¿Qué situaciones reales o ficcionales te han llevado a plasmar una atmosfera llena de personajes anclados en la depresión y la monotonía crónica? Bueno, la situación de consumo compulsivo que vivió España durante tanto tiempo, para mí, siempre tuvo algo de esas falsas alegrías que contienen una depresión latente. Supongo que vivir en ese contexto, intuir la tristeza tan grande que las rebajas maquillaban, de alguna manera me marcó un camino. Tras ganar el Premio Joven 2009 Narrativa de la Universidad Complutense de Madrid con Burocracia el jurado coincidió en que: “es la novela que podría haber escrito George Orwell, Franz Kafka o Jorge Luis Borges”. ¿Cuál es tu comentario al respecto? No sé muy bien por dónde apareció esa frase, pero en todo caso me parece bastante injusto para con estos tres monstruos. Y también muy difícil para mí de sostener; o más bien imposible. Sí, por supuesto: estos tres autores me han influenciado mucho. Yo creo que beber de buenas fuentes significa un buen principio para cualquier autor, pero un buen principio no representa ni la centésima parte del camino. Son muy pocos los autores que logran estar a la altura de sus influencias. Visto desde este punto de vista, la frase me parece –siendo prudente– desmesurada. En clave metafórica, ¿Las historias de Burocracia y de La peste peor son “exabruptos descomunales de Dios”? ¿Cuál es tu concepto de Dios? Este es un tema complicado. Nadie puede afirmar que Dios exista, pero tampoco negarlo. Sí: existe la posibilidad de que Dios exista. Sin embargo, teniendo en cuenta que los documentos más confiables que lo describen son obras de ficción, cualquier Dios imaginable es posible. Por supuesto, también lo es uno inimaginable o ninguno. En este sentido, uno podría proponer que, por ejemplo, Rajoy es Dios. O que Dios es una reproducción fiel de Rajoy. El problema es que como según la bibliografía disponible sus designios son inescrutables, la tentación de demostrar con la lógica –o la intuición– humana que Rajoy no es Dios estaría destinada, irremediablemente, al fracaso. Digo esto de que Rajoy podría ser Dios de la misma manera que Dios podrías ser vos o yo o un ser altísimo y de pies peludos que viva en Trenque Lauquen o una entidad gaseosa e inodora con acento croata. Pero de todas estas alternativas, claramente la de pensar que Rajoy podría ser Dios me parece la más triste. Por ese motivo no reflexiono mucho al respecto, a no ser que sea en el marco de la ficción, con un fin estrictamente lúdico. ¿Cómo observas el panorama de la novela negra en el ámbito hispánico? No soy muy lector de literatura contemporánea –o por lo menos de literatura tan contemporánea–, y mucho menos de novela negra. La verdad, no tengo ni idea. ¿Has encontrado una nueva veta en los microrrelatos o es un género que cultivas desde tus inicios? Empecé a escribir microrrelatos hace unos tres o cuatro años. Escribía novela desde mucho antes. La verdad, empecé un poco como un juego. Es un género que me parecía atractivo para desarrollar ficción en un blog. Pero muy rápido me sedujo. Por un lado, me fascina eso de poder contar una historia en diez o cinco líneas (incluso hasta en una sola). Y también me parece un excelente
entrenamiento: es un género en el que uno toma consciencia del valor que tiene cada palabra en un texto. Nos podrías contar tu experiencia de impartir talleres dedicados a este género en Barcelona. Es muy gratificante. Primero porque muchas personas que se dedican a escribir cuento o novela –y también poesía– por ahí miran al microrrelato con cierto recelo. Y está bueno ver que esas personas, cuando superan sus prejuicios y encaran el género, suelen fascinarse. Pero también porque muchos asistentes a los cursos no son escritores, sino lectores que se le animan al género por considerarlo más “abordable”. Por supuesto, escribir un buen texto siempre es difícil, así sea de cincuenta palabras o de cincuenta mil. En este último caso, el prejuicio sobre “lo fácil que es escribir microrrelatos” ayuda a que quienes quieren escribir y no se han atrevido a hacerlo lo intenten. Y por supuesto, participar de un taller de cualquier género –ya sea como asistente o coordinador–, lo obliga a uno a pensar más rigurosamente ese género, y la literatura en general. Y eso sin duda repercute de forma positiva en la propia producción. En tu microrrelato, "El relojero manco" escribes: "La narración es un mecanismo de relojería". Podrías explicarnos un poco más tu idea. ¿Crees en la perfección literaria? Vamos por partes: eso lo dice el personaje. Mucha gente considera a un texto como a un mecanismo, y este micro parte de esa idea, que no necesariamente yo comparto. De hecho, no creo ni por asomo en la perfección literaria. Ni siquiera en la perfección a secas. Un texto es propuesto por el autor, pero completado por el lector. Es decir que no me parece que un texto pueda ser perfecto, porque eso implicaría que no necesita al lector. Sí creo que los textos tienen leyes internas –no digo leyes generales, cada texto construye sus propias leyes, cada texto es un universo–. Me parece que el trabajo del autor es hacer lo posible por entender esas leyes, ordenar los elementos que lo componen y quitar lo prescindible. En todo caso, me resulta más interesante ver a un texto como a un organismo que como a un mecanismo. Un organismo que muta a lo largo del tiempo – según qué lecturas lo completen–, que necesariamente debe estar equilibrado aunque siempre guarda misterios. En muchos microrrelatos, se percibe una temática común: el suicido, la muerte. ¿Por qué esta elección? La idea del suicidio siempre me atrajo, no sólo en los micros. En Burocracia es un elemento fundamental, y en La peste peor aparece también en un momento clave. Creo que es algo que le pasa a muchos escritores, ¿no? Esa idea de que alguien pueda desafiar el instinto más básico, que es el de supervivencia. Hasta en los contextos más extremos, la mayoría de la gente tiende a elegir vivir. Sin embargo hay personas que se arrojan hacia la muerte. ¿Por qué alguien elige hacerlo? ¿Cuál es la motivación para apurar lo inevitable? Estas preguntas me inquietan, y por eso esta temática resulta más o menos recurrente en mis textos. Pero no tengo una respuesta más precisa que esa. Por otro lado, también predomina la presencia del color gris. ¿Se trata de una metáfora del interior de los seres a los cuales das vida? ¿De un aviso para el lector de que se va a desembocar en la muerte? No creo que todo lo gris desemboque en la muerte. Bueno, todo desemboca en la muerte, pero quiero decir que esa idea de lo gris no es utilizada por mí como un vaticinio. De hecho lo gris muchas veces implica un amesetamiento, y la muerte, más que idea de estancamiento me genera cierto vértigo. Son pocos quienes rompen con lo gris, tanto para buscar colores como para buscar una huida desesperada. Supongo que lo gris no representa sólo la tristeza o la tragedia. Ciertas euforias o exaltaciones son muy grises. Por ejemplo esas alegrías desmesuradas que llevan a muchas personas a festejar cuando un multimillonario en pantalones cortos mete un gol. La alegría ante el gol me parece más o menos legítima, pero esa idea de que el gol lo hizo un multimillonario me desasosiega. Y más si tenemos en cuenta que ese multimillonario lo es gracias al dinero que
alguna gran empresa debe lavar. Y más aún si ese tipo que acaba de gritar el gol trabaja para esa gran empresa por un sueldo miserable, y necesita de esa alegría para, justamente, no deprimirse por lo miserable de su sueldo. Bueno, ese es un tipo de alegría un poco gris, también. Varias veces encontramos un nombre topográfico un tanto extraño: Durañona. ¿Qué es Durañona? ¿Dónde se encuentra? Ah, Durañona. Yo nunca estuve ahí, la verdad. Aunque leí bastante sobre esa isla. Siempre me llamó la atención, sobre todo, la forma en que su sociedad se organiza. Eso de las siete clases sociales y los sorteos que el Estado lleva a cabo para promover la movilidad social. Y también su religión bipartidista o la práctica del empastillamiento con dedal, tal vez un poco bárbara para nuestro gusto aunque muy extendida allí. En fin, me resulta un lugar muy curioso, pero no sé exactamente dónde se encuentra. Y lo poco que sé de él me genera más desconcierto que otra cosa. Cultivas dos géneros narrativos de extensión totalmente antagónica. ¿Qué te aporta cada género? ¿En cuál de los dos te sientes más cómodo? En los dos me siento igual de cómodo. De hecho también escribo relatos y tengo un par de novelas breves inéditas, es decir que también me interesan los géneros de extensiones intermedias. Creo que cada historia pide una extensión determinada, un estilo, un ritmo. Y básicamente lo que me interesa es la narrativa. Para acabar, ¿qué proyectos tienes entre manos? Hace muy poquito terminé una novela llamada Cuarentena que es algo así como una mezcla entre política ficción, economía ficción (si que este género existe), intriga psicológica y ciencia ficción. También tengo prácticamente terminadas una novela llamada Treinta y seis metros –que cuenta una historia muy chiquita, de un tipo agobiado por su rutina que, sin proponérselo del todo, empieza a llevar adelante una doble vida un tanto atípica– y una nouvelle llamada Palazos al aire, que se sostiene más que nada en el absurdo. Y ahora mismo estoy poniendo a punto un cuento para una antología sobre textos de escritores americanos que escriben desde España. Y cada tanto, claro, algún micro para el blog de “La Morsa a la Deriva” también cae.