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por Enzia Verduchi
Raúl Gómez Jattin, el exiliado de la gloria
n FERNANDO LINERO
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Conocí a Raúl, creo que fue en el año 1987, en casa de la cantautora Beatriz Castaño, en las torres que rodean la Plaza de Toros, las que diseñó Salmona. Acababa de salir de una de sus dolorosas reclusiones de la Clínica Monserrat de la 127 –como Pound, Raúl también tuvo su St. Elizabeth–. La locura fue la que construyó su historia, la que fraguó la razón encubierta de su obra y la que alineó su perspectiva de la vida y sus derrotas. Por esa misma época estaba entregado a la escritura del Tríptico cereteano que posteriormente publicaría la editorial Simón y Lola Guberek.
Después del cuadernillo que le publicara un condiscípulo suyo, con una selección de no más de treinta poemas, la figura de Raúl no tardó en hacerse notar en el contexto, no sólo por su poesía sino, además, por su contextura física: robusto, imperativo y nervioso, con un rostro en el que podían intuirse los aires de la lejana aldea de Beirut desde donde llegaron sus ancestros.
Su actitud no era la de una persona modesta –no tenía por qué serlo, en él había mucho fuego–, pero no era difícil descubrir que tenía un corazón generoso que profesaba la amistad desinteresada y bondadosa, y paradójicamente una reserva íntima que no podía esconder.
Acostumbrábamos a encontrarnos en el centro de Bogotá con algunos poetas amigos. Recuerdo entre otros a Joaquín Mattos Omar, Robinson Quintero Ossa, Rafael Del Castillo, Mauricio Contreras y mi hermano Guillermo Linero. Entre marihuana y aguardiente discutíamos de lo santo y de lo profano, intercambiando pareceres. No sé cómo fueron posibles esos días. Todos hacíamos equilibrio sobre la frágil cuerda de la alegría, sin importarnos la ciudad y sus fauces. Discurríamos portando una cándida irresponsabilidad que nos salvó de su arremetida especialmente agresiva. Nadie pensaba en la posibilidad de que lo derribara un golpe, nadie lo esperaba. Nos sostenía la libre e ingenua persuasión de que sólo existíamos para la Poesía, con la claridad de que tal convencimiento no servía para ningún fin, pero nos tocó un tiempo particularmente lleno de desprecio por el arte y por el poeta, cuando lo cardinal es lo que se puede manosear, cuando las imágenes y los sueños son repudiados y de la ciencia sólo se tiene interés en aquello que se puede convertir en dinero.
Recuerdo de esas sesiones –donde todos leíamos nuestros textos, práctica esta que desafortunadamente hemos olvidado–, especialmente, los poemas del recetario Leponex, los mismos que escribió en el hoy desaparecido Grand Hotel, al pie del Museo del Oro del Banco de la República, y que luego constituirían el libro Hijos del tiempo, si no me equivoco. Recuerdo el color oportuno de su voz desplegando una palabra insustituible, cargada de música, efecto al que tanto provecho le sacaba cuando leía en público.
Sin acobardarse, sin renunciar nunca a su condición de poeta, abiertamente, sin benevolencias, sin explicar nada, sin reclamar la venia de la razón, sin pedirle permiso incluso a la poesía, nos dejó versos cargados de fuerza y sexualidad que contienen a un hombre, a un verdadero hombre.
Hecho de la misma materia de César Vallejo, también sintió como él los heraldos negros de la muerte con el olvido, la soledad, la desidia, la estigmatización y el odio que en vida le profesaron los suyos y muchos ajenos.
De Raúl se han afirmado muchas cosas imprecisas y no es mi intención detenerme en eso. Simplemente puedo afirmar que era un ser extremadamente sensible, herido por el mundo, asediado por la enfermedad y las debilidades humanas; que le tenía tirria al poder que se le encarama en la cabeza inclusive a esos que no lo poseen, y, por la misma vía, antipatía por esos que le veneran, con sus rancios fines, vegetando en su antiguo y restringido mundo; nunca escondió su odio a la vulgar vida burguesa –por mediocre–, al matrimonio, al empleo… Sin tapujos nos mostró su personalidad, la humanidad de su naturaleza; escuetamente, sin abstracciones, como suelen hacerlo los no puristas; comprometido consigo mismo con la misma intensidad de vida y de lenguaje, en concordancia con Drummond de Andrade cuando nos dice que «no se trata de escribir bien, de tener buenos sentimientos o buenas razones, sino de ser hombre en el poema».
Raúl tenía muy claro que la Poesía es un arte que requiere la diligencia y el estudio más dificultosos; que es el arte de la pasión íntima, del estremecimiento vital y que la verdadera felicidad del poeta consiste en poder escribir sus poemas. Su auténtica desolación radicó en percatarse de que no pertenecía al lugar, a la familia, a la ciudad, al país…
Hoy vuelve a mí ese 22 de mayo nefasto en que el poeta Rómulo Bustos me llamó, poco después de las siete de la mañana, para darme la noticia de que el amigo Raúl –un accidente relegado de Dios– había perecido en un accidente de tránsito.
Mi muy querido Raúl, igual hoy todo sigue triste y vago: la desunión, la falta de juicio y la fragmentación del mundo hacen de la realidad un esperpento. No hay duda de que los mejores empeños del hombre han sido infecundos.
Todos los hombres tenemos barreras y algunos pueden escogerlas, tú escogiste la peor: la Poesía, pero acaso por eso la palabra grandeza tiene hoy verdadero sentido, la que el tiempo te confiere. Eres un grande. Tu libertad ha sido tan larga y ancha que lleva veinte años superando a la muerte.
Acaso te consuele saber que aquí seguimos tus amigos, los mismos en las mismas; que es cierto que casi todo lo que escribimos procede de la desolación, pero también es cierto que en todos nuestros versos se puede hallar un pico de esperanza, mi querido Raúl.
Raúl Gómez Jattin. Foto: Milcíades Arévalo, Archivo Casa de Poesía Silva.