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Gómez Jattin, la bestia tierna que escribía y soñaba
n JOAQUÍN MATTOS OMAR
Raúl Gómez Jattin empezó a escribir poesía en firme sólo después de que la locura entrara por las ventanas de su vida como un ventarrón oscuro a mediados de la década de 1970 –cuando rondaba los 30 años– y lo apartara por completo de sus estudios de derecho en Bogotá y, prácticamente para siempre, también de su carrera de actor, autor y director de teatro. Desde entonces, ni la locura ni la poesía se separaron jamás de él hasta el mismísimo día de su muerte, ocurrida la madrugada del jueves 22 de mayo de 1997, en Cartagena.
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Sin embargo, él insistiría tiempo después en que era la poesía la que le había deparado locura. Cabe entonces preguntarse: ¿qué fue primero en él, la poesía o la locura?
La pregunta no es una simple bagatela. Los críticos literarios se han dividido entre quienes afirman que el desgarramiento y la fuerza desbocada de su poesía proceden de su delirio vesánico y quienes, desde la orilla contraria, como es el caso de Darío Jaramillo Agudelo, plantean que su obra es enteramente fruto de la lucidez de la que él solía gozar por temporadas, pues, a su juicio, no es cierto que escribiera poemas durante sus crisis mentales.
Por mi parte, creo que acaso la verdad sobre este delicado asunto no esté en ninguna de estas posiciones opuestas, sino en una intermedia: los estados de locura y de lucidez (o de cordura) no estaban, en la conciencia de Gómez Jattin, absoluta y herméticamente separados entre sí, como si de dos compartimientos estancos se tratara. De modo que ni en la locura perdía él del todo las nociones ni los recuerdos propios de su etapa de cordura, ni durante esta última (que era cuando, aceptémoslo, escribía sus versos) quedaba por completo privado de las imágenes, las emociones y las sensaciones que experimentaba en medio de la locura.
Una situación análoga a la anterior (locura versus creación poética), y que puede iluminarla, es la que se presenta en la relación creación poética versus estado inducido por sustancias psicoactivas. Pues bien, en el poema «Elogio de los alucinógenos», Gómez Jattin expresa lo que su poesía debe a estos. Así, «Decir mi soledad y sus motivos sin amargura / Acercarme a esa mula vieja de mi angustia / y sacarle de la boca todo el fervor posible / toda su babaza y estrangularla lenta / con poemas anudados por la desolación» es un don que atribuye al hongo stropharia. Asimismo, añade, «hay imágenes en mi escritura / que volvieron gracias a su embrujo enfermizo», refiriéndose ahora al causado por la cannabis sativa, en virtud de la cual también «Ciertos amores regresaron investidos de fulgor / eterno Algunos pasa-
jes de mi niñez volcaron / su intacta lumbre en el papel Desengaños / de siempre me mostraron sus vísceras».
Como toda gran obra poética, la de Raúl Gómez Jattin requirió también del concurso de un amplio bagaje cultural y literario universal, y en ello sí hay que ser de una tajante claridad: no era él un ingenio lego que debía su producción lírica sólo a la inspiración de sus arrebatos demenciales, sino que su trabajo tiene también como soporte el dominio técnico y la educación de la sensibilidad adquiridos en el conocimiento de una larga y variada tradición literaria, teatral y artística en general, así como histórica y mitológica.
El frecuente uso que él hace del registro lingüístico vulgar, soez, no es el resultado de su falta de elaboración formal. Es el producto de una elección estilística deliberada, de la misma manera que en otras zonas de su obra, como en el libro Hijos del tiempo (1989), él decidió optar por una escritura de nivel culto y de un tono austero, sereno, casi clásico.
Esta variedad de su lenguaje, sin embargo, está siempre al servicio de un núcleo de obsesiones temáticas que le confieren una identidad inconfundible a su poética: la soledad, el dolor, la angustia, la intemperie, el sexo (o el pansexo) y el amor, este último casi siempre bajo la forma del amor ausente, o del amor no correspondido, o incluso del puro deseo de amar sin tener a nadie a quien amar.
Otro rasgo bien marcado en su trabajo es el que representa su dimensión narrativa. En efecto, ya desde su primer libro, Poemas (1980), pero sobre todo en Retratos, Amanecer en el valle del Sinú y Del amor, que conforman el Tríptico cereteano (1988), Gómez Jattin crea o recrea un espacio concreto, el valle del Sinú, con sus características geográficas y paisajísticas propias, y sitúa allí una serie de personajes a los que retrata uno a uno –siendo el principal de ellos, desde luego, él mismo, quien aparece con nombre propio, Raúl Gómez Jattin–. El resultado de esto es una trama de historias que configuran un mundo lírico-narrativo singular, de cierto sabor terrígeno, como de algún modo lo había hecho también su admirado Luis C. López. Él mismo se lo dijo con todas las letras al escritor bogotano Milcíades Arévalo: «El Tríptico es en el fondo una novela escrita en poesía. El primer protagonista soy yo y lo que he visto en mis contemporáneos».
Ese talante y genio narrativos también se aprecian en Hijos del tiempo, en el que los personajes cuyo perfil describe y cuyas historias narra no son ya los de su comarca nativa (salvo el último, Lola Jattin, su madre, que da lugar al más bello de esos poemas), sino famosas figuras de la historia o la mitología, correspondientes a diferentes edades de la humanidad y a una gama de culturas repartidas por toda la Tierra. El tono que predomina allí es poco menos que un tono menor, incierto, pues, como le escribió a este redactor en septiembre 15 de 1989, se trata de «tipos de hombres que se matan o los matan, en las ansias de perdurar y a veces de amar».
Ángel, poeta y niño, Gómez Jattin lleva ya más de 20 años en los abismos de la muerte, pero su poesía crece y crece, como ese árbol que al loco, en uno de sus propios poemas, «le crece por la boca / con raíces enredadas en el cielo».
Raúl Gómez Jattin y Joaquín Mattos Omar. Foto: Archivo particular de Joaquín Mattos Omar.