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«Este maldito gozo de cantar». Poesía argentina en el Festival Internacional de Poesía de Bogotá

«Este maldito gozo de cantar»

POESÍA ARGENTINA EN EL FESTIVAL INTERNACIONAL DE POESÍA DE BOGOTÁ

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Fragmento del prólogo general del libro Panorama de la poesía argentina actual, en dos tomos, publicado por Corpoulrika en el marco de las versiones xxviii y xxix del Festival Internacional de Poesía de Bogotá.

POR OSVALDO PICARDO

I. EL MAPA DE LOS INVITADOS

Osvaldo Picardo. Foto: archivo particular. [...] Hace falta decir, que hace casi 30 años, de los casi 40 de la revista Ulrika, que se organiza y lleva adelante uno de los más importantes festivales internacionales de poesía de Latinoamérica. Una tarea que hace de Colombia una tierra de poesía.

Al leer los poetas argentinos que asistieron al Festival se obtiene con claridad no un simple listado, sino un mapa con el lugar entrañable que hemos ocupado dentro del contexto latinoamericano, a contramarcha del extraño proceso diluyente que ocurre dentro de las propias fronteras argentinas, donde se han ido perdiendo lectores, público e interés hasta en el mundo académico universitario.

El mapa del que hablo se llena de variados relieves y texturas y permite intuir algunas conclusiones. Sobresale la heterogeneidad y la prodigalidad de la escritura más que la forma estética con que cada poema nos conduce por una geografía singular donde hay denominadores temáticos (erotismo, violencia, metapoesía, política, género) y tensiones formales (lirismo, antipoesía, verso medido o libre) que se reiteran, con las variaciones del caso, en poetas que nacieron entre dos límites cronológicos: 1924, como es el caso de José Luis Mangieri, y 1982, en el de Mariana Suozzo. Por otro lado, las rutas conducen a valles y llanuras conformados por una escritura predominantemente de mujeres que ha obtenido un creciente reconocimiento desde la década de 1970 y va reclamando con fuerza el nuevo paisaje donde es indiscutible el aporte de la obra de Diana Bellessi, Irene Gruss, Estela Figueroa o Paulina Vinderman, entre otras muchas poetas.

II. EL CONTEXTO NECESARIO

Para adentrarme en el mapa de estos autores argentinos debo imaginar una especie de gps que me guíe con un sentido

exploratorio, en el que importe más lo que se va anotando que la prisa por llegar. Por eso mismo, para no perder a los lectores en el camino, será conveniente una descripción breve del contexto en que nos movemos. A la poesía argentina no deberíamos pensarla como un todo, sino como una fragmentación de la lengua y de los relatos de la realidad. Su variedad y abundancia dan cuenta de las muchas singularidades del siglo xx, pero sin concretar un conjunto acabado y homogéneo que se prolongue en el xxi. Si bien poetas como Leopoldo Lugones, Jorge L. Borges, Alejandra Pizarnik o Joaquín Giannuzzi definieron y protagonizaron momentos importantes del siglo xx, ellos no son sino una muestra de algo que no terminamos de precisar y que, de alguna manera, se fragmenta, multiplica y dispersa después de los años 80, sin solución de continuidad en el siglo xxi.

Como afirma Marta Ferrari, un panorama rápido del siglo xx e inicios del xxi presenta por lo menos cuatro preguntas básicas: 1) ¿Cómo escribir después del Modernismo hispanoamericano?, 2) ¿Cómo hacerlo después de Lugones?, 3) ¿Cómo volver a escribir después de Borges? y 4) ¿Cómo se hizo posible escribir después del golpe militar del 76?

No es el momento para desarrollar cada «cómo» de las preguntas, será suficiente centrarnos en la última pregunta, que contextualiza la obra realizada por los autores invitados y seleccionados en el primer tomo. Para eso tengo que referirme a la etapa de posdictadura, que se desarrolló a partir de la escritura de los años 80, tras la reapertura democrática. La censura, tanto como la desaparición de personas o el exilio forzado, casi borraron el sistema poético anterior y dieron lugar a una frágil actividad editorial y a una no menos débil práctica artística, en la que, excepto algunas voces destacadas, muy pocas pudieron hacerse oír. Hicieron falta tres o cuatro años para organizar una respuesta al miedo en el ambiente reinante de represión y muerte. Las revistas publicadas por entonces marcan tres líneas estéticas importantes que no puedo dejar de mencionar: la revista Último Reino (1979), de Víctor Redondo, y otros que alentaban una poética de rescate neorromántico; un año después se publica Xul. Signo Viejo y Nuevo, dirigida por Jorge Santiago Perednik, Arturo Carrera y Néstor Perlongher, entre otros que alientan una línea neobarroca; y en 1981, Jonio González y Javier Cófreces publicaron el primer número de La Danza del Ratón, quienes distantes de la poética neorromántica van a definir una línea «objetivista».

Después de la reapertura democrática, en 1986, se publica Diario de Poesía, dirigida por Daniel Samoilovich y en cuyo consejo de redacción convivieron poetas de diversa procedencia y formación, como Jorge Aulicino, Jorge Fondebrider, Daniel Freidemberg, Daniel García Helder, Diana Bellessi, entre otros. Si bien no adscriben a un credo poético común, esta publicación será identificada con la poesía «objetivista» y con la línea que instituye su Premio Hispanoamericano en 1995, con el que se alentará la nueva poesía de los años 90.

Diana Bellesi, 2014. Foto: Augusto Starita/ Secretaría de Cultura de la Presidencia de la Nación. cca-sa 2.0g.

Diario de poesía, portada de la celebración de su 25 aniversario.

Juan Gelman y Rodolfo Alonso, 1994. Foto: cortesía de Santiago J. Alonso.

Así, en la década de 1980 vemos agruparse, a diferencia de otras épocas en que el panorama era más homogéneo, numerosas líneas y tendencias: los neobarrocos (Arturo Carrera, Néstor Perlongher, Tamara Kamenszain, Héctor Piccoli), los objetivistas (Daniel García Helder, entre otros), los neorrománticos (Víctor Redondo, Ma. Julia de Ruschi Crespo, Pablo Narral, Jorge Zunino y otros) y un amplísimo registro de voces «independientes» (Alejandro Schmidt, María Teresa Andruetto, Rogelio Ramos Signes, Inés Araoz, Estela Figueroa, César Cantoni, Osvaldo Picardo, Juan Carlos Moisés, Abel Robino, Héctor Freire, Ricardo Costa, Niní Bernardello, Luis Benítez, Pablo Anadón, Roberto Malatesta, Sandra Cornejo...) que, sobre todo, se desarrollaron en el «interior» del país –y a veces, en el exilio– publicando en las revistas mencionadas o en los diarios de sus provincias, o donde podían.

Muchos de estos poetas irán a contribuir, desde sus singulares voces y estéticas diversas, a lo que se llamó «poesía de pensamiento», que intenta reordenar, por encima de etiquetas generacionales, el actual panorama de la poesía en Argentina.

La etapa denominada «poesía de entresiglos» ocupa ya la finalización del período de la posdictadura (1983-2008) y en ella se impone un mandato de escritura a las nuevas promociones. Este cambio va dejando abandonadas en el camino infinidad de categorías clásicas y vanguardistas, las cuales sirvieron a varias generaciones anteriores y que se habían convertido en la manera transgeneracional de comunicar las experiencias poéticas y las prácticas artísticas. Aquel viejo deseo revolucionario de fusionar poesía y vida que sostuvieron las vanguardias se consuma hoy en la espectacularización de lo cotidiano y de lo real inmediato. Un dato importante para tener en cuenta es que este proceso de cambio fue nuevamente hegemonizado por el centralismo porteño y el olvido de las otras regiones.

Este es el contexto resumido en que la mayoría de los autores invitados al Festival fueron elaborando sus respectivas obras.

III. «ESTE MALDITO GOZO DE CANTAR»

Así se queja Juan Gelman de la tarea no siempre feliz de escribir poesía, en un

poema llamado justamente «Oficio», en el que acuña versos inolvidables como «me duele el aire, sufro el sustantivo / pienso qué bueno andar bajo los árboles / o ser picapedrero o ser gorrión...». Habría que observar al oficio poético no sólo como queja doliente del poeta, sino como la afirmación gozosa de que la escritura en sí misma requiere de trabajo y un aprendizaje que no es simple ni común. No basta qué decir, también hay que saber cómo. Todos los poetas reunidos en esta obra son maestros en su oficio y no cabe duda de que saben cómo se hace un poema. Muchos de ellos, generacionalmente, han pertenecido o simpatizado con una tendencia poética que privilegió y militó el cruce de política y poesía. La literatura argentina desde sus orígenes instaló diversos discursos no literarios dentro de la poesía, y entre ellos no faltó el discurso político. Poesía y política, desde el gaucho «Martín Fierro» en adelante, no es un cruce que resulte extraño en Argentina. Es una mezcla capaz de contener en su seno más que la experiencia gauchesca o la del testimonio comprometido, y sin dudas, la que produce un corte profundo al lenguaje poético tradicional, otorgándole el tono y el ritmo propiamente argentino, según la rígida norma porteña de la época.

V. LA POESÍA ES UNA LEJANÍA QUE NOS UNE

La tarea del poema conduce muy lentamente –toda una vida– a una relación particular con las cosas, un modo de tratarlas y, sobre todo, de sentirlas y pensarlas: «Esa inteligencia ardiente» que «puede tomar y consumir una zona de la realidad e iluminarla», decía Juan L. Ortiz. Nunca hubiera sido posible ese mundo sin el texto. El poema devuelve una experiencia de la que sabíamos poco, o, mejor aún, es la experiencia misma en perpetua aproximación. En este libro, por eso, no hay textos, hay vidas. Eso es una obra.

Los poetas argentinos invitados hace tiempo a la distante Bogotá, para leer sus poemas, están unidos con todos los otros poetas latinoamericanos no sólo por haber compartido el espacio del Festival Internacional de Poesía, sino por «este maldito gozo de cantar». El recital es un ahí y ahora en que el creador tiende a ponerse a un costado de su palabra y siente la lejanía que el tiempo y las fronteras alimentan. La poesía –se quiera o no– adquiere un compromiso de conciencia con un modo de belleza y de verdad; asume una conducta ante los hechos y las palabras. [...] No hay lugar para la indiferencia o el cinismo. Y tal vez el rincón al que se desplaza bajo la sombra del mercado editorial, ese grado de invisibilidad al que lo destierran los dispositivos de la industria y de la crítica literaria, no sean sino una de las características que debe a esa conciencia. El poema habla el idioma de los sobrevivientes, el idioma de quienes aún poseen lo que han perdido. 

Juan L. Ortiz. Foto: cedoc/ Gatopardo.

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