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Hacia otra mirada

POR NESTOR FENOGLIO

Sobre Jazmín del país, de Rodolfo Alonso (Ediciones Ocruxaves, 1988).

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Portada de Jazmín del país de Rodolfo Alonso. Me sucede muchas veces, cuando camino, que en una esquina –en un momento– elevo la vista y descubro este hermoso balcón, aquella trabajada cornisa, que estuvieron siempre; y me sucede que, como uno está irremediablemente acostumbrado a un ritmo de vida que no va ni ve más arriba de los ojos, quedo de pronto abrumado.

También me figuro, algo fácilmente refutable, que nos acostumbramos a mirar horizontalmente la vida, quizás por las características de la especie (no deja de asombrarme que nuestra verticalidad sea apenas un estadio de una teoría evolucionista o la aspiración de un antepasado cuadrúpedo por alcanzar una fruta) por un digitado apego a las cosas de la tierra (cosas de la sociedad de consumo, seguramente) o por una forma inconsciente de justificación del discurso religioso.

Sucede también que nuestra escritura «horizontal» (lineal) nos organiza de esa manera; y de esa manera entendemos el mundo.

Por último, me sucede que releí Jazmín del país, de Rodolfo Alonso, y estas arbitrariedades –convenientemente perdonadas– recrudecieron frente al intento (in-útil) del autor por evadir la horizontalidad de nuestro lenguaje, la cosmovisión que conlleva, apelando a otra forma de percepción, a otra mirada…

Quien lee a Rodolfo Alonso debe adecuarse drásticamente a otra mirada, distinta de la que estamos acostumbrados. Jazmín del país tiene (desde su ya estilizado formato) una poesía que nos obliga primero a respirar diferente. Versos breves que inauguran para el lector un recorrido de arriba abajo, más una consecuente liberación de las normas de puntuación (es habitual que Alonso eluda los puntos y las comas, punto final inclusive) hacen que ese lector olvide (se cuestione) los estratos y la horizontalidad y se sorprenda con las trayectorias verticales de las cosas cantadas por el poeta (árboles, plantas, hombres, cielo y seguramente dios).

Esta redefinición de la mirada deja la anécdota y se dirige firmemente a lo ontológico mediante la creación del espacio poético donde la forma amalgama –da identidad– a un discurso de la fugacidad. Alonso prefiere rápidamente lo natural (desde el mismo título del libro) y la elevación de los objetos (la propia de «ser vertical» y la ideal que extiende «hacia arriba» la forma real) aparece como una forma de religión, una construcción gótica.

En «Flores hembras nombradas», Alonso, sin otra indicación para los lectores que la disposición vertical de la forma –no hay una sola puntuación en los más de treinta pareados de ese poema– se refiere a las «flores hembras nombradas / por sabios y por simples». Con dos versos breves define «el aromo puntual / que regalan los años // Y el lapacho que es rey / de su propia corona».

Esta poesía intenta romper, quizás, la linealidad del tiempo (la forma lineal que tenemos de entender el tiempo) y, sobre todo, la del idioma.

En el primero de los casos «Vamos a entrar ahora, deslizándonos, / como quien cuenta ausencias, / en esta dura edad donde los muertos / amigos empiezan ya a ser tantos / casi como los vivos», de «La línea de la sombra», lógicamente, dedicado a Joseph Conrad.

Esa fugacidad «No revive la carne calcinada ni el hueso quebrado se endurece ni la lengua cortada retoña otra vez. Nadie regresa de la muerte. Ni la memoria se cura de su sarna, la conciencia de su mal aliento, la moral doble de su hedor», de «Carne tajada».

En «Cielo de los hombres» (la verticalidad está propuesta desde el título) se enuncia nuevamente el eje de la aspiración ideal frente a lo cotidiano. Por un lado «Todos los actos retumban sordamente contra la cóncava oquedad», pero también «se diluyen de inmediato en esas dulces / praderas inmensas y desiertas». Y continúa: «Pero el azul preciso y frío resulta una escandalosa razón de más para vivir / igual que cualquier otra».

La fugacidad aludida, esa mirada «hacia arriba», esa ruptura del tiempo lineal, adquiere matices existenciales en «Contrariando» («Bajo el bárbaro cielo / la despiadada noche // Los rescoldos del miedo / inspirando el horror // Comidos digeridos / por la ávida nada // El ojo insobornable / que tiembla en el vacío»); y se reconoce en varios pasajes más, como en «Esa voz», donde el poeta afirma que «Realmente / no he venido a la tierra / más que a oír ese canto del viento / entre las altas hojas / y pasar como él».

Los poetas Hugo Mujica y Rodolfo Alonso. Universidad de Guadalajara, 2014. Foto: Adriana González.

Respecto de la linealidad del lenguaje, el intento (consciente o no) de forzarla es ostensible, desesperado. Además de la evidente estilización de la forma (hay un permanente trabajo de anulación del sintagma –su estructuración) se visibiliza

Miembros de Poesía Buenos Aires, circa 1954: Jorge Souza, Rodolfo Alonso, Nestor Bondoni, Francisco Urondo, Osmar Bondoni, Edgar Bayley y Raúl Gustavo Aguirre. Foto: cortesía Santiago J. Alonso. una constante tarea sobre la relación de las palabras entre sí y de la palabra misma, su descomposición.

Esa doble lucha (una batalla desigual, irremediablemente perdida) se manifiesta plenamente en ese vasto ejercicio ontológico que es «¿Nosotros?»: «Nos otros / nuestros otros / nosotros somos otros / somos el otro nos / somos el otro / somos el otro nuestro / el otro es nos…», etcétera.

Precisamente en este y en otros poemas se hace visible el enlace del primer eje semántico propuesto (el de la fugacidad o el de la «mirada vertical») con el del lenguaje: las esencias son destacadas hacia arriba, la forma dispone verticalmente la materia, el mismo lenguaje intenta disolver su linealidad.

El mérito de Alonso consiste en el hecho de que la forma, su forma, no prefigura su materia: puede decir como «El joven fresno dice» (otro poema de este libro) que «no tomo forma / soy mi forma».

No es extraño entonces que se sucedan las alteraciones o especulaciones con la palabra, tanto en su forma (significante) como en su significado. Así lo reconocemos en «Anti-funeral» («Fiera vida feroz, / y ferozmente amada»), en –evidentemente– «Nadiesmasquenadie», en «Al Leteo» («Intensa invicta insomne / inquietante invisible / invasora invadida») y en «Éxitos de la pobreza» («… // Vacío de los ahítos / (sabor saber sediento)»).

Esta problemática del lenguaje es también explícitamente reconocida en «Carne talada»: «Después vienen las trampas del lenguaje, los juegos de la retórica servil (esa que Heráclito entrevió como “arte de conducir a la matanza”). La artesanía de embrollar con los sentidos al sentido, de hablar para no hablar, mostrar para no ver, señalar ocultando».

Finalmente me permito indicar la «irrealidad» de esta poesía, que puede ser «idealista» (no creo en la clasificación y por ello los calificativos son tentativos y, desde luego, precarios): pretende que el hombre levante la vista y que el idioma «contenga» o «represente» –desde su irreversible linealidad– lo múltiple, lo diverso, lo no alineado. Intento francamente vano (¿no reside allí la grandeza de la poesía?); y, lo que es más terrible (como quien inicia una revolución sabiendo de antemano su fracaso), intento no inocente.

Es la plena asunción de la futilidad del acto, que se congrega así en una «única verdad»: «Me dices / que el mundo / es así / y que yo / me lo imagino / en cambio / como deseo que fuera // ¿Pero cómo / podría / soportarlo / si no se me ocurriera / –aun en sueños– / llegar a ser / distinto?». 

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