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Julio Salgado

(Frías, Santiago del Estero, 1944)

Testigos

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Son testigos ocultos. Semillas en la tierra de un sembrado. El ruego de los enamorados y el crepúsculo Deletrean la luz en sus palabras. Tanta habla Llevada por el cuerpo de las sombras en los árboles. Tanto murmullo escrito en las paredes y la carne. En lo excesivo. En lo prudente. Qué significa la verdadera soledad con esa misma luz y el nudo corredizo de la noche que se escapa. Recuerda la prosa de un poema Su instinto de pecado acercando una delgada venda. El paraíso robado de los puertos Llevado a las visiones como un beso Ahogándose en los labios. El pan de un corazón y su reclamo. La desnudez de la saliva apresurada sobre la desnudez del desencanto. Esa clarísima razón que traba el cierre del vestido. Apenas el relámpago que avisó con la mudez al trueno.

Pasaje

De allí lo que quedaba Buscaban sus vihuelas los efímeros. Tengo los piquillines. Los huertos de poleo donde duermo. El celo en movimiento. Lo que se ve me digo. Corrió la imagen de su hechura. Espejo contra espejo. Volaban las montañas. Caían las ovejas desterradas. Las tijeras. Caían los esquiladores y las casas. De ahí el devoto de la sortija y el veneno. El mágico secreto donde se baña el mangangá comiendo de la flor en el tatuaje de la flor. Todo por un anochecer en esa oscurecida libertad de las estrellas. Yo creo en los azules vagabundos. Convido a los amantes sin idilio la espada De San Jorge. Lo escarlata del rojo. Aquel escarabajo Que vive en los anillos de mis dedos y en el cielo.

Isla 55

He leído a Simónides. En la lectura he descubierto el retrato de mi mujer bella como el cuarto de un hotel en las Galápagos. Enigmática como un taxi iluminando con sus faros los textos de un papiro. Las locas serpientes que salen de sus cabellos liberan las terrazas de los edificios donde se asientan sus fantasmales trenzas escarlata. Mi mujer tiene una gran herida en la boca húmeda y roja como las perlas enterradas en el fruto de un granado. Ingeniosa con el agua de sus ojos escribe en mi memoria. Dice que es la tejedora que vive en la otra vereda. Sólo nos separa el campo un monte de vinales donde corren las doncellas con sus altos tacones derritiéndose sobre leche cuajada. Absolutamente bella pone sus pies en una escalera como si yo no recordara las cosas que pasan en esa misma escena.

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