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Robinson Quintero Ossa el raro oficio de la amistad

POR FERNANDO LINERO MONTES

Los poetas somos por lo general seres solitarios, acaso por eso le damos una extraordinaria importancia a la amistad. Gabo decía que la soledad del escritor es muy grande, que el único antídoto contra ella eran los amigos, pero estos se están acabando, aunque las redes sociales nos hagan creer que los tenemos por miles. Los verdaderos recorren parte del camino a nuestro lado, reparando los mismos signos, soportando el peso de las mismas cargas de la época y son muy escasos. No obstante, en estos malos días de emergencia sanitaria, en los que todo parece empeorar, en los que no se valoran las cosas per se sino por lo que se pueda obtener de ellas, es bueno saber que todavía existen algunos que siguen con nosotros de pie, esperando no se sabe qué pero ahí. Robin es uno de ellos. Enamorado del sigilo, del cavilar y la entereza, pertenece a ese exiguo linaje proscrito de los que hacen valer la humanidad e invariablemente están al corriente de su gestión y de lo que deben amparar. Siempre trabajando como una abeja, metido de cabeza en proyectos diversos. Su tono coloquial gusta de coger paisajes patéticamente prosaicos de la cotidianidad y volverlos Poesía; igual que un malabarista de lo simple, domesticando piedras, viajes y quehaceres. Todavía su alegría de niño se embebe en las luces de los pueblecillos que observan los excursionistas desde las alturas y se hipnotiza con los faros de los buses que circulan las carreteras arrinconadas en la montaña; y con su propio reflejo en el vidrio de la ventana. Es un romántico anacrónico que aún confía en el éxito del lenguaje.

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Fiel a los mandatos de su intuición, sin escuchar esas voces que intentan sacarlo del camino, ha sabido, siempre poseído (¿poeseido?) por un taciturno desasosiego, transformar el amor y el dolor, la placidez y el infortunio en herramientas pretexto para construir el suyo.

La gente piensa que en los «desfiladeros» literarios todo es rencilla y desencuentro. Por mi parte allí he descubierto verdaderos afectos. De allí provienen la mayoría de mis amigos que en realidad son pocos. ¿Qué sería de este extraño viaje sin su compañía? ¿Cómo darle curso a la aventura?

Creo que nuestro primer encuentro fue a principios de los años ochenta, en el Olimpo, una pequeña colina que fungía como zona de tolerancia –para descanso y relax de los alumnos– al interior del campus de la Universidad Externado de Colombia. Mi hermano Guillermo, que estudiaba Derecho allí mismo, fue el que estableció el contacto. Yo estudiaba Filosofía y Letras muy cerca, a unos metros nada más, en la Universidad de La Salle. Éramos jóvenes, bellos, airosos, alegres y apuestos. ¿Quién lo creyera? Si bien por esa época firmaba los poemas con el seudónimo de Robinson Cabal, con seguridad no estaba en los suyos como no lo está hoy tampoco. De inmediato empezamos una conversación que todavía

Robinson Quintero Ossa, Fernando Linero Montes y Evelio Rosero Diago, ca. 1995. Foto: archivo particular. dura. Una plática sobre la Poesía, es decir, sobre la vida. Y la hemos mantenido sin retos y sin rivalidades, con divergencias, por supuesto, pero más con afinidades; concebida desde el encuentro, sin descuidar la crítica de nuestros versos y canciones. Confieso que uno de los últimos lectores a quien encomiendo la lectura de mis libros, antes de entregarlos a la imprenta, es a Robin. Él puede dar fe de ello. Siempre hago caso de sus sugerencias. Por casi medio siglo lo he visto respetar y transigir con todo su esfuerzo porque entiende del indudable costo del amor. Soy testigo de que le ha entregado devotamente la vida a la Poesía. Como un pájaro libre se ha dejado llevar por los vientos de su azaroso cielo, con la certeza –por fortuna– de que nunca va a conseguir el poema que quiere. Con Robin he tomado aguardiente y leído versos hasta el hartazgo; he compartido abatimientos comunes –el país derrumbándose–; he compuesto y grabado páginas, en una alianza espontánea surgida del sólo gusto por la canción, ese cuarto de al lado donde se dan cita la Poesía y la Música. Pertenecer a una misma generación hace que nuestras experiencias personales tengan mucho en común; ha permitido que en el trasegar de nuestra búsqueda nos hayamos encontrado en más de un cruce; incluso en el del fracaso de nuestro tiempo y de nuestro escenario vital, y con un agregado extraordinario: la sospecha fundada de que la humanidad puede desaparecer en cualquier momento. Más allá de los ímpetus y de la egolatría está la providencia de la amistad.

Cómo me gustaría pisar de nuevo esos lugares fijos e impenetrables; repasar otra vez los espacios del ayer en los que nada se ha alterado, para encontrarme con ellos. Quiero creer que no estoy hablando con la exaltación de la memoria, que todo fue verdad.

En estos días en que sentimos más intensamente que nos vamos quedando sin lugar, que somos sobrevivientes de un espacio donde casi todos se han ido, he sentido el imperativo de escribir estas líneas. No sé adónde se han ido. No sé adónde vamos. Ya no se puede retroceder, sin más nos resta cubrir la distancia que falta para llegar al cielo o al infierno. Lo más probable es que el arribo sea al sitio del olvido que para algunos resulta más pavoroso que la misma muerte.

Es bueno anotar que la afinidad se da por muchas cosas y que también todas las divergencias pueden coincidir en la amistad. Ella ensancha nuestro espacio mental. Consentir esas evidencias con respeto, hace que la vida sea menos ardua, agrega a la impresión de naufragio un tinte necesario de concordia y de destino compartido que nos acerca al vencimiento del encierro y de la ingratitud.

Este es mi taciturno homenaje a la firmeza, el furor y el juicio con los que Robin ha ejercido ese raro oficio de la amistad. 

Santa Marta, abril 12 de 2021.

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