P A S A J E R A S (Crónicas de viaje)
Desde
las canasteras Texto: Florencia Goldsman / Imagen: Muriel Frega
E
scribo esta crónica desde una de las experiencias más extremas de Guatemala: viajar en camioneta (lo que sería en la Argentina un colectivo interprovincial). Escribir en este viaje es una osadía. Cada treinta segundos suelto la birome para aferrarme al asiento de adelante como si estuviera en el Samba. Mi espina dorsal se retrae y soy un gato asustado cuando el chofer da un timonazo en la curva. La inercia del bus me amenaza con expulsarme del asiento y desparramar mi humanidad en el pasillo. En estos meses he comprobado que la mayoría de mis amigos guatemaltecos no toma estos colectivos. Y si alguna vez lo hicieron ya no recuerdan cómo es viajar parado y adherido a un extraño por la presión de la masa, o sentado de a cuatro en un asiento en el que, en realidad, sólo caben dos niños. Es que las coloridas y también llamadas “canasteras” son los resabios del transporte escolar relegado desde hace décadas por los Estados Unidos. Diría el escritor guatemalteco Javier Payeras que estos buses parecen infiernitos que cuando pasan desperdician humo en nuestras narices. En Centroamérica, esta resaca del transporte público con sus carteles “School Bus” nos recuerdan que en este territorio nos comemos las sobras que descarta Norteamérica. Pasamos un derrumbe. Son piedras enormes que se desploman en medio de las rutas. Todos los años reparan los caminos para que al año siguiente esos pesados meteoritos vuelvan a aterrizar en el medio. La cumbia reggaeton suena fuerte. El
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encargado de cobrar el boleto se ríe de mi acento y de mi cabeza despeinada y casi rubia aclarada por el sol chapín. Los derrumbes sobre la carretera son aquellos accidentes inevitables en Guate. Son puntos de convergencia, los únicos -me atrevo a decir en humilde suicidio teóricoque reúnen a los dos polos sociales. La clase media alta en sus carros y la baja (más del 80% de la población) que viaja en camioneta. Todos a merced de la gran piedra. Inesperada, dura e injusta que nos mata sin reconocer clases ni etnias. Me hace pensar en el candidato político que va primero en las elecciones para presidente: un ex militar de comprobada participación en los genocidios que azotaron a este país por más de diez años y que diezmó a gran parte de la población indígena. Su lema “mano dura” y un puño que intimida se repite (como las latas de Campbell´s de Andy Warhol) en todos los rincones del país. Rocas, muros, banderas y carteles nos recuerdan que la única salida es un puño cerrado que mete miedo. Tal como la amenaza de una gran piedra cayendo y partiéndonos el cráneo. Pena de muerte y mano dura aúnan a ricos y pobres en un mismo reclamo de “seguridad”. Otra curva violenta. Inevitable sacudón, hace frío y estoy lejos de casa.
Geishas de colores Las “seños” guatemaltecas (en especial las indígenas), como la que viaja sentada a mi lado, son las geishas de este viaje. No dejan de atrapar mi mirada. Su pelo azabache, largo, suelto o trenzado en enigmáticos peinados con cintas que
“En Centroamérica, esta resaca del transporte público con sus carteles ‘School Bus’ nos recuerdan que en este territorio nos comemos las sobras que descarta Norteamérica.” identifican sus pueblos de origen. Orgullosas de sus güipiles (blusas multicolor), con las faldas rectas o voladoras, pero siempre largas al
importante de extranjeros. Muchos vienen en el práctico formato de turista uniformado en chalecos marca Columbia o atuendos rotulados con North Face. Son los soldaditos de la Lonely Planet. Pero también está el “gringo” voluntario. Aquel que, como yo, además de “turistear” intenta “ayudar”. Aunque cada día
se asoman. Ya estamos cerca de la gran ciudad que ¡sí! cada día disfruto más con sus mercados y sus florecientes centros culturales. La que en la última semana sufrió cuatro temblores que no llegaron a terremoto. Inevitables sacudones de la naturaleza. Si la tierra tiembla lo sufrimos todos por igual. Las paredes parecen gelatina tanto en la zona 5 como en el condominio de la zona 14. Las medidas de la escala de Richter en boca de todos. Así como ese cínico latiguillo que repite sordo y ciego: “Nada cambia en este país. Esto siempre ha sido un desastre y seguirá igual. ¿Por qué deberíamos hacer algo?”. Y que resuena, por qué negarlo, a mi país de origen. Antes de ponerme la mochila para bajar del bus, me imagino qué pasaría si mis amigos guatemaltecos se tomaran, de vez en cuando, una camioneta. ¿Cambiaría su experiencia? Como si con apretujarse un poco y descubrir el modo en que viaja el 90% del país se pudiera palpar la real diferencia. O como alguien teorizó hace muchos años: quizás, me arriesgo kamikaze, sentirían en carne propia las “condiciones materiales de existencia”. Tal vez, nos obligaría a pensar si la diferencia social extrema en este país es realmente inevitable. Como la roca que se vuelve mísil y parte nuestras cabezas como una cáscara de nuez.
“Vamos llegando a Guatemala city. Ese lugar en que los titulares de ‘robo’ e ‘inseguridad en aumento’ se multiplican como las piedritas a los bordes de la carretera.”
tobillo. En las telas pájaros, flores y figuras geométricas parecieran escaparse del bordado. Muchas veces viajé apretada con ellas y siempre me contagiaron alguna carcajada. O al menos una mirada cómplice. Como si la historia les hubiese enseñado, pese a la persecución y al machismo imperante, a oponer la mirada risueña como escudo. Como si la verdadera herencia maya -comercializada, vaciada de significado e incasillable- residiera en no tomárselo tan a pecho. Vuelvo a pensar en otra de las curvas de este viaje. Seguro que no soy la única “gringa” que se sube a estas camionetas. Guatemala, descubro, cuenta con una influencia
me desencuentre más con esa idea. ¿Quién soy yo para venir a “ayudar”, y de qué manera, en una cultura bastante opuesta a la mía? El barro de una roca deja su huella a la vera del camino. Algunos carteles de desvío que parecen dibujados a mano, imprecisos, casi borroneados, nos ayudan a seguir. Vamos llegando a Guatemala city. Ese lugar en que los titulares de “robo” e “inseguridad en aumento” se multiplican como las piedritas a los bordes de la carretera. Metrópolis de inverosímiles centros comerciales. Ciudad de dos caras en la que las grandes mansiones observan a la urbe desde las sierras. Ventanales privilegiados que espían tranquilos al hombre de la calle yendo a trabajar. Bastan quince minutos, en 4x4 con vidrios oscuros, para viajar desde un barrio sellado hasta llegar a uno de los barrios más pobres de Centroamérica. Los jóvenes de ahí provienen de familias de origen indígena que fueron obligados a exiliarse, sin escalas, desde el campo o la selva hacia la jungla de cemento. Buscan un futuro que no llega. Choque entre un camión y un auto. Quedamos atascados y los curiosos
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