REMITENTE
El ilusionista
–Lo rebato así –gritó el Dr. Johnson y golpeó con la punta de su pie una piedra. A lo lejos, el obispo Berkeley se preocupa: la piedra sigue ahí, pero el Dr. Johnson ha desaparecido. José Jaime Ruiz
Año 8 / Número 5 / Mayo 2010 DIRECTOR GENERAL José Jaime Ruiz ruizjj@prodigy.net.mx EDITORA RESPONSABLE Zaira Eliette Espinosa Leal espinosa.zaira@gmail.com DIRECTOR CONCEPTUAL Óscar Estrada DISEÑO Violetta Ruiz vinoentetrapak@gmail.com PUBLICIDAD Y RELACIONES PÚBLICAS Monterrey Gerardo Ledezma gledezma40@gmail.com
Índice
EDGAR OMAR AVILÉS RODOLFO JM
4
6
7 GONZALO SOLTERO 8 ERIKA MERGRUEN 9 OMAR NIETO 11 ANTONIO MALPICA 13 BERNARDO ESQUINCA 17 ALBERTO CHIMAL
MIGUEL ÁNGEL FERNÁNDEZ
Zaira Espinosa espinosa.zaira@gmail.com
GABRIEL TRUJILLO MUÑOZ
Argentina, Uruguay, Paraguay José Luis Robinson robijose@gmail.com
PEPE ROJO
Imagen de portada e ilustraciones interiores: Alberto Viloria http://almuertovelorio.com
ALEJANDRO TOLEDO
POSDATA es una publicación de divulgación cultural gratuita editada y distribuída por Buró Blanco, con oficinas en Urano 251 Col. Contry, Monterrey, N.L., México. CP 64860 Redacción y publicidad: 83 4938 52 Certificado de Licitud de Título y Contenido: No. 14788 No. de Reservas de Derechos: 04-2009-091012562300-102 Año 8 / Número 5 / Mayo 2010 Los artículos firmados son responsabilidad de sus autores y no necesariamente reflejan la línea editorial de POSDATA.
24
19 20
BERNARDO FERNÁNDEZ BEF
29 RICARDO BERNAL 33 JOSÉ LUIS ZÁRATE 35 GILBERTO CASTREJÓN 37 GERARDO SIFUENTES 39 FG HANGHENBECK 43 RICARDO CHÁVEZ CASTAÑEDA MAGALI VELASCO
46
27
45
El gran fantaseador Édgar Omar Avilés La fantasía es la más científica de todas las cualidades, porque sólo ella reconoce la interconexión del mundo. —Charles Baudelaire
¿Hay un arte del fantasear? Es decir, ¿existe una tradición sobre el fantasear y uzn diálogo propositivo entre sus autores y críticos? Cuando leí el cuento “La Máquina Preservadora” de don Philip K. Dick supe que hay un grupo selectísimo que hace arte con la fantasía. Dicho cuento está situado en la Guerra Fría, en un mundo constantemente amenazado por bombas y misiles. El protagonista es un científico melómano que teme por el destino de las partituras de música (tan de papel, tan de tinta, ¡ay! tan frágiles). ¿Cómo hacer para que el legado de Mozart perdure en un mundo de estallidos? Su conclusión es que no es el acero lo más fuerte, lo más recio para perdurar, sino los animales. Se imagina a las partituras, con garras y colmillos, defendiéndose, luchando por su permanencia en el mundo. Sin demora construye la Máquina Preservadora, un ingenio en donde por un extremo se coloca una partitura y por el otro surge un animal definido por la naturaleza de las notas, el cual ha de luchar por su preservación a lo largo de las décadas y, si es necesario, de los siglos, en espera de tiempos mejores para la humanidad y para la música, hasta que otro científico melómano en el futuro cree una máquina en donde se coloquen estos extraños y fieros animales y los reconvierta a partituras musicales (y el cuento sigue con algo de fortuna, pero desaprovechando esta magnífica idea). Cuando leí el cuento me pregunté: ¿cómo a un humano se le pueden ocurrir cosas así? Me pareció una idea tan original que sentí que K. Dick era un delfín o una gallina, pero no un humano. Y entonces comprendí que hay grados en la calidad del fantasear y algunos pocos hacen de éste un arte, son los grandes fantaseadores. Los otros son fantaseadores diletantes, tributarios, tundeteclas y los hay hasta plagiarios. Habrá quien diga que todo acto narrativo es un juego de imaginación y de creación de mundos, aún en las novelas históricas. Tiene razón y no se trata de que la narrativa se subordine a lo fantástico. Ni siquiera la narrativa de corte fantástico debe de subordinarse a la fantasía en sí (puede haber grandes
POSDATA 4
ideas fantásticas que estén pobremente abordadas desde un punto de vista narrativo). Lo que propongo es paladar para medir cuándo en el arte, y por ende en la narrativa, hay, además, una propuesta de arte a nivel de fantasía, y se deje de pervertir esta cara palabra. Recordemos que lo perverso consiste en desconocer las diferencias (por ejemplo, lo mismo da tener sexo con una mujer que con una niña). La perversión puede ser por malicia o ignorancia. En la Edad Media, con la llegada de los caracteres sexuales secundarios, una niña de once años era desposable. Hoy día, conociendo todo lo que implica, nos parece perverso. De la misma forma, la fantasía es pervertida constantemente por malintencionados y por ignorantes. Los malintencionados plagian ideas, los segundos admiran a los primeros o toman ideas que flotan en el aire sin mayor responsabilidad o conciencia. Toda la oferta de descafeinados y basura confunde, pervierte y hace labor de especialista la investigación de fuentes originales y de separar la paja del trigo. Esto crea mucho ruido que hace difícil, lento, torpe, el diálogo entre aquellos que hacen verdadero arte y quienes buscamos degustarlo. Para dejar las cosas en claro: estamos hablando de la fantasía no como una herramienta para el arte, sino como un arte en sí, de tal modo que su discusión y crecimiento no sería sólo en lo narrativo, sino en todas las ramas de las demás artes y técnicas. La parte fantástica de una pintura podría dialogar con la parte fantástica de una novela o con la parte fantástica de una melodía o de una película o de la ciencia (el científico Roger Penrose en alguna ocasión propuso la existencia de entidades matemáticas con vida; seres sin materia, abstractos, cuya existencia fluye en el mundo de los números. Esto ocasionó un desaguisado con su colega Stephen Hawking, con el cual ha publicado libros y ensayos a cuatro manos, a quien le pareció un exceso de imaginación). Reconocer a la fantasía como un arte en sí, permitiría que no se le tenga que justificar con la razón, que se
le deje de ver como simple retirada de la realidad o subordinada o criada de todo y de todos. El arte no necesita justificación y sin embargo es fundamental. Pero para los más necios, basta decirles que existen fantaseadores que crean cosas concretas para la vida (curas de cánceres, purificadores de aire radioactivo, modelos económicos, teorías unificadoras del cosmos, supercomputadores y lavadoras) y para estos fantaseadores es invaluable alimentar sus espíritus con fantasía artística para que generen con más éxito ideas que ayuden para que los humanos no nos extingamos tan pronto. La fantasía por su nolinealidad da saltos cuánticos, se teletransporta. En el mundo concreto, muchos de estos saltos son al vacío, pero a veces se llega a tierras firmes y entonces desde allí se llama a la razón y a la ciencia dura para que vayan a ese lugar al que de manera lineal se hubiera requerido un millón de años para llegar. Es fundamental escuchar el diálogo entre los fantaseadores (esos pocos que han sabido escuchar entre todo el ruido) para poder gozar con su arte y poder apuntalarlo ya desde la esfera del degustador, del crítico o del creador. Aún más: propongo para aquellos que sostienen esta revista que hagan un repaso de la narrativa fantástica que conocen (y luego, si es posible, consideran la pintura, el cine, la danza, etc.) y juzguen qué obras de esas que recuerdan se desenvuelven en: a) Fantasía de tundeteclas: aquella que se sitúa en mundos ya creados: duendes, dragones, vampiros, etc. sin proponer nada nuevo. Ejemplo: la saga de la novela Crepúsculo de S. Meyer. Cuando leo o veo una historia de vampiros, me pregunto… Además de la pereza y pobreza imaginativa ¿hay alguna otra razón por la cual el escritor no se inventó su propio monstruo?
Luego de que usted ha hecho un repaso por sus lecturas fantásticas, podría continuar con lo que tiene a mano: los cuentos que componen este especial de Posdata. En él están incluidos algunos de los más propositivos fantaseadores en activo de México (faltan algunos, pero no sobra ninguno), quienes además, y sobre todo, son estupendos escritores, al igual que los ensayistas que nos engalanan. Los invito a estar atentos ante la idea sorprendente, ante la conexión imposible, ante la maravilla. Ante esa sonrisa de satisfecha complicidad que el alma esboza cuando el arte le susurra. Porque, vale la pena reiterarlo, el fantasear es un arte en sí.
b) Fantasía de diletante: modificaciones más o menos creativas a lo ya existente. Ejemplo: la saga de las novela de Harry Potter de J. K. Rowling (al final de cada uno de los siete libros debería de haber un índice de obras “consultadas”). c) Fantasía de arte: aquella que conecta lo que no se ha conectado. Que propone y se atreve. (En la narrativa, puede estar tanto en los personajes, en el conflicto, en la historia, en la atmósfera, en la forma, o hasta en todo el conjunto). Ejemplo: Ubik de Philip K. Dick Naturalmente, habrá una enorme gama entre cada unas de estas tres apresuradas demarcaciones.
POSDATA 5
La venganza de los excéntricos Rodolfo J.M.
Por alguna razón, en México la literatura fantástica ha sido históricamente cosa de excéntricos. Si bien tal adjetivo designa algo que se sale de órbita, algo que rompe la norma, también y por definición indica desconfianza. Es lógico, en un país donde lo normal suele ser una literatura institucionalizada, aquellos que van a contracorriente son ignorados; y si resulta imposible ignorarlos, se les etiqueta de raros. “He aquí un autor excéntrico.” Hay otra connotación para la palabra raro: escaso; y lo cierto es que estos autores escasean en el panorama nacional. O al menos así lo era hasta que las generaciones nacidas a partir de la segunda mitad de los años 60’s empezaron a publicar. Alimentados desde la infancia con los frutos de la contracultura y el pop, los intereses literarios de estos autores compitieron saludablemente con las historias de superhéroes, detectives y astronautas, que a ritmo de rock y en formato de comic, película o videojuego, se enfrentaban a supervillanos, monstruos alienígenas y asesinos seriales. El resultado fue la presencia cada vez más constante de escritores que encontraron el vehículo ideal para su imaginación en los mal llamados subgéneros, es decir el relato policíaco, de ciencia ficción, terror, y fantasía. ¿Y por qué “mal llamados subgéneros”? Porque aceptar esa etiqueta sería aceptar por principio que se trata de obras de segunda categoría, de un producto que cumple con características de mercado muy particulares. Como las sagas de Star Wars o de Harry Potter, o de Freddy Krugger, y Los expedientes X. Las etiquetas, ya se sabe, tienen una función muy práctica a la hora de hacer inventarios y generar estadísticas. También son indicadores de mercado, pero si bien es cierto que los libros son un producto comercial, no debemos cometer el error de aplicar el mismo criterios a la obra. Si el objetivo es contar una historia, ya sea en forma de novela o de cuento, el autor recurrirá a los recursos que considere más convenientes para que su historia sea contada de la mejor manera posible. El terror, la ciencia ficción, son escenarios tan validos como el romance o la dramatización de un hecho histórico. Por lo demás, será la imaginación del autor y su rigor narrativo lo que
POSDATA 6
otorgue vida a una historia y la dote de esa magia y libertad que a falta de una mejor palabra llamamos literatura fantástica, y que a falta de mejores referentes trae siempre a cuento vampiros descafeinados, marcianos con trajes diseñados durante la Guerra fría, o reinos mágicos donde inevitablemente habrá elfos y/o dragones en algún punto del mapa. Y esa es otra razón para no aceptar la etiqueta, una literatura que representa la libertad imaginativa y creativa, no puede mirarse como un subgénero ni como una excentricidad. La nueva literatura fantástica mexicana, al menos, trasciende esas fronteras; de los subgéneros hace cajas de herramientas, llenas de recursos y posibilidades; de la excentricidad hace tradición. Los autores y textos reunidos en este volumen son la muestra de: 1).- Que hay una literatura fantástica mexicana activa, diversa, y cada vez más madura. 2).- Que existe un diálogo entre estas obras de imaginación y un sector de la crítica literaria. 3).- Que muchas de las propuestas más imaginativas e innovadoras en la literatura nacional contemporánea suelen alojarse allí, bajo la estorbosa etiqueta de algún subgénero. Queda el lector advertido de que está por entrar a terrenos donde la razón y la cotidianeidad se ven invadidas por poéticas de irrealidad. Tenga también en cuenta que la imaginación, al igual que el lenguaje, es un virus al que será expuesto. Pero despreocúpese, sea usted bienvenido.
La catarata Alberto Chimal
Al bebé, pequeño, frágil, su cabeza todavía desnuda, lo tienen ya sobre la pila. Está despierto: siente la humedad, intuye el frío que cala a la piedra aunque no los conozca ni sepa nombrarlos. Pero los padres, de pronto, parecen indecisos. Pasan segundos. Los mira el sacerdote. Y nosotros, amontonados, quitándonos la palabra en murmullos temblorosos, trepidamos; especulamos. ¿Qué harán? ¿Le irán a poner (después de todo) Hermenegildo? ¿Le pondrán Óscar, Diocleciano, Ramachandra? ¿Piotr, Leonardo? ¿Humberto, Lloyd, Sabú, Carlos, Antonio, Werner, François, Pendelfo, Abderramán, Fructuoso, Berengario, Clodomiro, Florian, Jasón, Guglielmo, Lee, Clark Kent, Martín Lutero, Rocambole, Cthulhu…?
—Mauricio —dicen.
—¿Qué?
—Ya dijeron Mauricio.
—¿Mauricio?
Mauricio es “oscuro” y Alberto es “brillante”; la elección, nos decimos, tiene su poesía: —Aunque el conjunto suena horrible. —Espantoso. —¡Lo van a hacer un desdichado! —grita Belerofonte, pero los padres y Mauricio Alberto, que ya se van, no pueden escucharnos. Nuestras voces son el rumor del agua que se agita. Abajo, más en lo oscuro, laten los sueños y los monstruos.
—Y Alberto. De hecho, Mauricio Alberto. —¿Mauricio Alberto? —¿A qué horas? —y algunos no lo quieren creer, se demoran en la negación, pero es verdad: el agua del cuenco se derrama sobre la piel tan joven, y todos caemos con ella, todos desesperados, todos queriendo nadar con al menos una ilusión de bracitos y piernitas, de fuerza corporal y en verdad de cuerpo, y como no tenemos no nos queda sino seguir para abajo, cada vez más rápido, hasta dar con la frente que no entiende nada, y a la que sólo Mauricio, el muy detestable, y el perro de Alberto, se pueden asir con las garras que les dio el rito, y se vuelven marca en el cuerpo y se vuelven el niño, y nos ven a todos los demás mientras resbalamos, rechazados; mientras volvemos, todos, Óscar, Diocleciano,Ramachandra, Piotr, Leonardo, Humberto, Lloyd, Sabú, Carlos, Antonio, Werner, François, Pendelfo, Abderramán, Fructuoso, Berengario, Clodomiro, Florian, Jasón, Guglielmo, Lee, Clark Kent, Martín Lutero, Rocambole, Cthulhu, Peter, Terencio, Goran, Emil, Cuauhtli, todos los nombres que volvemos en la catarata pequeñísima hacia el fondo de la pila, el fondo de los recuerdos y las posibilidades, a dormir hasta la siguiente ceremonia.
POSDATA 7
Tres de magia Gonzalo Soltero
FANTASMA Me mira. Aunque no logro distinguirlo siento sus ojos huecos y fríos. Un fantasma habita el fondo de la página. También lo escucho. Ahí está. Un alarido mudo, sostenido, casi permanente. El silencio puede ser la voz más terrible. Con esa voz me llama todo el tiempo sin que pueda hacer otra cosa que atenderlo. Escribo estas líneas para romper su maldición, pero la tinta no es suficiente. Permanece ileso tras las palabras. Sólo hay una manera de callarlo: un tajo definitivo que impregne su blancura de una tinta más viva. Rompiendo mi cuerpo romperé su silencio. Algo me detiene. La sábana con que me taparán será una versión ampliada de esta página. Cubrirá para siempre mi silencio con el suyo.
QUIROMANCIA —Se lo digo ahora o nunca —le advirtió la gitana mientras seguía con la uña esa línea que avanzaba sobre su palma hasta detenerse abruptamente, como este enunciado— su vida termina aquí, en este punto.
VUDÚ Después de la comida Daniela anunció que me tenía un regalo. Lo recibí con la mano derecha. Al ver qué era la izquierda buscó de inmediato la madera de la mesa: un gólem de trapo con mis iniciales en una calcomanía sobre el corazón y un juego de alfileres atado al pulso inerte de la muñeca. Parecía sonreírme con sus rasgos toscos. —Tienes que encontrar qué hacer con él—dijo Daniela casi disculpándose. Tomó su abrigo y salió como si huyera. Estuve a punto de entregárselo al valet cuando me dio las llaves del coche, pero me detuve. No podía ser tan fácil. Sus fines podían ser proféticos. Mandarlo al excusado: atraer una muerte por ahogamiento. Lanzarlo a la basura: la ruina profesional. Mi destino seguiría cifrado en su cuerpo de tela, ahora en otras manos y con todos esos alfileres. ¿Cómo deshacerse
POSDATA 8
de él sin que resintiera el abandono? En el camino lo vigilé con el rabillo del ojo. Alguna influencia comenzaba a ejercer sobre mí, le había abrochado el cinturón de seguridad. ¿Y si lo dejaba en una juguetería, rodeado de muñecas sensuales? En una luz roja miré sus ojos cruzados en tache. ¿Estaban siempre abiertos o cerrados? La avalancha de bocinas me devolvió al volante; me había perdido en su mirada. En dos días saldría de viaje. Sería la ocasión ideal para que el muñeco saliera de mi vida. Rumbo al aeropuerto tiré los alfileres por la ventanilla del taxi. Al pasar seguridad lo arropé en mi impermeable. Temía el efecto de los rayos X. En la sala de espera los guardias comenzaron a rondarme. Hay pocas cosas más inquietantes que alguien mirando fijamente un muñeco antes de tomar un avión. Comenzaron a llamar para el abordaje. En la bolsa de revistas frente a mi asiento le hallé una madriguera a su medida. Al aterrizar le dije: Ve el mundo y elije el mejor lugar para hacer lo que tengas que hacer. Su boca cosida parecía sonreír de nuevo. Caminé por el pasillo sin volver la mirada, como si me alejara de un explosivo palpitante. Me pareció haber cumplido su voluntad cabalmente. Ahora que escribo estas líneas, viendo mi mano arrastrarse sobre la hoja, me pregunto (si la pregunta de veras es mía) quién de los dos narra esta historia.
El oficio del abuelo Erika Mergruen
29-septiembre-1999 Hermanísimo: Hola José, espero que estés bien. Aprovecha mi saludo para dárselo a nuestros padres. Como verás estoy un poco retrasado con la correspondencia, pero mi ausencia en correos se debe a una buena causa: preparar el examen de admisión a la universidad. En unos quince días sabré si pertenezco a la que será la nueva generación de administradores (¡guáuuuu!). Esta ciudad es avasalladora: miles de rostros revolotean por sus calles día tras día, irrepetibles. Los sonidos son infinitos, luces de distinta intensidad, ejes y avenidas. Por las noches la vista se pierde tratando de adivinar la cotidianeidad que se oculta detrás de todas esas ventanas. Y la comida, no hay límite posible. En los súpers, en los mercados o en la extensa variedad de restaurantes y cafeterías de esta gran ciudad puedes transportarte a cualquier estado del país o al rincón más exótico del planeta: carnitas de Michoacán, birria de ¡ay Jalisco no te rajes!, especies de la India, agridulces de Indonesia y la hermosa transparencia del pescado crudo del Japón. Por cierto, el otro día fui con el abuelo a un restaurante de comida árabe en el centro histórico. Uno de los platillos, hojas de parra, me maravilló. Con las hojas de la vid hacen paquetitos rellenos de una mezcla de carne y arroz, los ponen a cocer y los sirven con aceite de oliva. Sí hermano, pequeños trozos de res amortajados, bien muertos pero deliciosos (¿insistes en ser vegetariano?). Ya te invitaré cuando vengas a visitarme. Y hablando del abuelo, él está como nunca. Aunque toda la familia no se explica por qué no abandona su oficio, pues entre todos le dan lo necesario para tener una vida holgada, lo veo siempre activo, concentrado en hacer sus gelatinas. A medio día entra en la cocina, blanca y reluciente de azulejos, prende las hornillas, llena las ollas de agua para que hierva 20 minutos —Pa’que se mueran todos los demonios— así les dice a los microbios —son como los demonios, no se ven pero ahí están. La grenetina la compra por kilo y en un estante (donde la abuela guardaba los chocolates, ¿te acuerdas?) tiene numerosos frasquitos con etiquetas donde él escribe nombres chistosísimos: mango-reconciliador, fresa-pasión, marlimón, piña-alegría, el jerez que espanta... Ya que hirvió el agua le vierte la grenetina, revuelve vigoro-
samente, elige un frasco y hecha una cucharada de algo parecido al vidrio molido. Deben ser extractos fuertes y edulcorados porque nunca lo he visto usar azúcar. Ya que tiene la mezcla la vacía en moldes desechables y al refrigerador. Todas las mañanas se levanta a las seis y diez en punto para desmoldarlas. Luego se baña, se viste, desayuna y entonces saca al portal la misma mesa de madera que conociste: vestida con mantel blanco y ahí pone las pequeñas vitrinas que llena con gelatinas multicolores con la solemnidad de quien realiza algún rito secreto... ¡Ah, qué el abuelo y sus locuras!, pero lo hacen sentir y verse bien. Bueno hermano, un abrazo y hasta el siguiente timbre postal. Fernando ••• 18-octubre-1999 Hermano: Saludos, José, espero que todo marche bien. Me dio gusto oír tu voz el día que les anuncié por teléfono mi entrada a la universidad. Ya conocí algunos personajes interesantes y a una “personaja”... más interesante. Se llama Alicia, como la Alicia en el país de las maravillas. ¿Recuerdas la película? Un delirium tremens infantil. Y hablando de alucinar quiero contarte algo, y creo que por eso te escribo esta vez. Vas a pensar que estoy loco, pero si no te lo cuento a ti, ¿entonces a quién? Anteayer entré a la cocina mientras el abuelo preparaba sus gelatinas. Le comentaba que eran un éxito pues en menos de dos horas vendía las tres vitrinas. Mientras le decía que era el mago de la grenetina me quedé observando el interior de la olla que contenía la mezcla de jerez. Dentro de mi cabeza apareció una sombra y yo corrí. No, no corrí fuera de la cocina sino con el pensamiento, corrí y corrí hasta que empecé a caer y la sensación de vértigo me paralizó hasta que el abuelo me sacudió con sus manos —¿qué viste ahí dentro m’ijo?— —nada abuelo— le contesté y él sonrió diciendo -vaya, al fin alguien más tiene el don. Esto no termina ahí; regresé al día siguiente, o sea ayer, y mientras veía el líquido sabor rojo (fresa, frambuesa o lo que se te ocurra) mi pensamiento olió a una mujer, saboreó sus labios
POSDATA 9
y sintió la necesidad de dar. Así fue como conocí a Alicia, guiado por esa sensación que traje cargando todo el día. Te preguntarás qué quería decir el abuelo con eso del don y yo creo que ha de ser el de estar loco. Hace una hora fui a la cocina a conseguir una respuesta y el abuelo me pidió que eligiera un frasco, yo tomé el mar-limón, me pidió que echara una cucharada a una olla y que le dijera qué veía: el mar, un barco lleno de corsarios bebiendo y contando el botín... y él en lugar de hablar al psiquiátrico para que vinieran por mí, abrió la puerta del clóset donde se guardan las escobas y me tendió una red de esas que usan para cazar mariposas, y me dijo —vístete todo de negro, nos vemos a la medianoche en la azotea, y no olvides la red. Pues bien, hermano, eso voy a hacer, después de llevar esta carta al correo antes de arrepentirme de haber escrito esto. Ya te contaré lo que pasará en unas horas. Te quiere, Fernando.
esto— le pregunté. Mi oficio, el oficio del abuelo, soy cazador de sueños. En esto se me han ido los días, en la universidad y en aprender el oficio. Porque no basta salir con la red y cazarlos. Ya cristalizados se muelen y se clasifican en los frascos, ¿los recuerdas? Ahora yo también los nombro, el otro día cacé un vainilla-canción de cuna, bueno para los que han perdido la inocencia y con el cual, agregando yemas de huevo, se obtiene una jericalla deliciosa. Hay algunos que no se pueden usar, aquellos que se convierten en cristales negros (como carbones). Esos se guardan en el baúl del sótano para que no escapen: son los malos augurios, los sueños perturbados o los no-sueños. Pero el verdadero oficio no es la elaboración de las gelatinas, no. El verdadero oficio es saber cuál debes venderle a cada cliente. ¿Te imaginas al padre Benito comiéndose una de fresa?, ¿o a un cardíaco con la de jerez? (sí, aquélla de la que te conté).
11-noviembre-1999
Espero tu visita el próximo mes. Podrás conocer a Alicia. Podríamos ir los tres a comer hojas de parra y por la noche salir a cazar.
José:
Te extraña.
Antes que nada, me disculpo por no escribirte inmediatamente, con lo cual te hubiera ahorrado la angustia con la que me acabas de hablar hace unas horas. La única justificación es la fascinación y el asombro. Pero toda historia tiene su principio:
Fernando
•••
A la medianoche, como lo dije, fui a la azotea. Ahí estaba el abuelo con su disfraz de invitado al velorio y blandiendo su red como un quijote moderno. -—Bien, Fernando, ahora vamos a buscarlos. Empezamos a saltar por las azoteas y los tejados, como si un espíritu felino nos hubiese prestado agilidad e instinto. El abuelo se detuvo, escuchó, —ahí vienen, la caza ha comenzado. Movía la red, saltaba, se agachaba. Al principio no veía a la supuesta presa pero ellos comenzaron a tomar forma. Eran como trozos de vapor ligeramente coloridos. Unos sólo flotaban, otros surcaban el cielo fieros y veloces; algunos, dóciles, entraban por sí solos en la red. Después de dos horas llenamos una pequeña bolsa de lona. -Muy bien, Fernando, ahora regresemos, sólo queda esperar el amanecer. El abuelo tendió un mantel de plástico sobre la azotea de su casa y colocó encima las pequeñas nubes. Amaneció. Los rayos solares provocaron una inesperada reacción química en sus presas: se cristalizaron. —Qué son abuelo, qué es
POSDATA 10
La mecánica cuántica y la teoría de la relatividad en Juan José Arreola Omar Nieto La literatura fantástica mexicana no sólo ha aportado a la literatura latinoamericana de imaginación nombres de relevancia como Rubén Dario, Francisco Tario o Juan Rulfo, a quienes se les puede ubicar como hacedores de una fantástica clásica y mo-derna, respectivamente. Se cree que en América, Jorge Luis Borges inauguró lo que se considera narrativa posmoderna. En México, el genio de Juan José Arreola, autor de Varia Invención, La Feria o Bestiario, también aportó adelantos sin parangón a este tipo de literatura, en la que la metáfora filosófica, científica o metafísica, crea espacios que dejan detrás el halo romántico y la trama inocente, para dibujar espacios aterradores que surgen de devastar el mundo dinamitando los conceptos en los que fincamos nuestro concepto de “realidad”. La posmodernidad es un término polémico aunque algunos teóricos como Gianni Vattimo, Umberto Eco o Jean Francois Lyotard ya han delineado su estética puntualmente. El término “fantástico” registra una polémica similar. Sin embargo, podemos decir que lo fantástico se produce cuando uno de los ámbitos, transgrediendo el límite, invade al otro para perturbarlo, negarlo, tacharlo o aniquilarlo. No se trata, como piensa Tzvetan Todorov, sólo de textos que refieren fantasmas, vampiros, hombres lobo, brujas o muertos. La estrategia de lo fantástico radica en que un ente codificado como “extraño” o “sobrenatural” irrumpa en el terreno de “lo familiar”. De esa manera, el paradigma clásico de lo fantástico se inaugura en El castillo de Otranto de Horace Walpole, fórmula que se rompe en La metamorfosis de Franz Kafka, relato paradigmático de lo fantástico moderno donde lo sobrenatural se presenta como natural. En la narrativa fantástica posmoderna la estrategia es distinta: lo extraño y lo familiar se mezclan para poner en entredicho, a través de una metáfora filosófica, o una paradoja, el concepto de “realidad”. ARREOLA, ESCRITOR FANTÁSTICO POSMODERNO En “El Guardagujas” de Juan José Arreola, publicado en 1952, el tema de la relatividad del tiempo y el espacio, así como de la observación por el Principio de Incertidumbre de Heinsenberg, constituyen su materia prima. En 1905, Albert Einstein publicó un artículo
que sería la base de la Teoría de la Relatividad General. En él, Einstein postula que ningún objeto puede viajar a una velocidad mayor que la de la luz, y si hubiese alguno que pudiese hacerlo, no podría ser observado por estar fuera del espectro de la luz. Dicha postura, como diría Einstein, debía ser aceptada por todo aquel que estuviese “dispuesto a abandonar la idea de un tiempo absoluto”. De ahí deriva la idea de Tiempo Relativo. Einstein descubrió que la luz tarda en llegar a un punto específico tiempos diferentes dependiendo del lugar en el que se encuentre el observador, que es de donde parte la medición. Así, a diferentes observadores, diferentes tiempos. Hawking señala: “en la teoría de la relatividad no existe un tiempo absoluto único, sino que cada individuo posee su propia medida personal del tiempo, medida que depende de dónde está y de cómo se mueve...” En cuanto a la mecánica cuántica, la concepción de la materia, como una esencia estable de la que estamos hechos todos los objetos y todas las cosas, no posee un sentido absoluto. En 1926, Werner Heisenberg se percató de que para predecir la posición y la velocidad futuras de una partícula, había que ser capaz de medir con precisión su posición y velocidad actuales. El modo de hacerlo era iluminar con luz la partícula en cuestión. Heisenberg se dio cuenta que la luz perturbaba a la partícula, de tal manera que si insistía en determinar con mayor precisión su posición y su velocidad irradiándola de más cuantos de luz, ésta modificaba su vibración y su posición. Así, si la ciencia no puede describir con precisión ni la materia ni el tiempo, y por ende, no puede establecer una verdad central, ni verdades alternas confiables, ¿quién puede decirse poseedor de la verdad absoluta? “EL GUARDAGUJAS”, RELATIVIDAD Y MECÁNICA CUÁNTICA En “El Guardagujas” de Arreola se pone en juego una metáfora filosófica que cuestiona la verdad y la percepción de la realidad. El cuento narra la historia de un viajero que es advertido por un guardajugas de la posibilidad de que el tren que espera tal vez no llegue a pesar de que exista la estación y existan las vías. Incluso, en caso de subir, corre el riesgo de
POSDATA 11
otros viajeros que por lo tardado de sus trayectos se han enamorado y creado comunidades enteras a la mitad de la ruta. Por si fuera poco, la falta de puentes ha obligado a los viajeros a desarmar el tren para poder pasar al otro lado del abismo, entre otros tantos casos extraños. El asunto central de “El Guardagujas” es que los “espacios tiempos” son una serie de historias relativas a la experiencia (el tiempo experimentado en un haz de luz) de varios observadores sobre un hecho real único, un viaje de rutina en un tren. En suma, una fábula donde cada individuo posee su propia medida personal del tiempo. Al desplegar un horizonte de sucesos posibles, Arreola dibuja un estado de cosas sin verdad absouta. El drama consiste en que no sea posible predecir —como en la mecánica de Heisenberg— un hecho físico con precisión. Afirmar que por ahí ha pasado un tren o lo contrario “equivaldría a cometer una inexactitud”, dice el guardagujas. Se sabe que Einstein, parado en la orilla de las vías del ferrocarril, vio pasar a un hombre jugando ping pong en uno de los vagones. Entonces se preguntó cómo era posible observar un tiempo (el del hombre jugando ping pong) dentro de otro tiempo (el del tren que avanza a una velocidad determinada), sin dejar de lado el único elemento que permanecería constante: la gravedad que permite que ambos no salgan disparados al espacio. “El Guardajugas” ficcionaliza esta idea exponiendo que la realidad que todos concebimos es sólo una posibilidad, y que en todo caso, es producto de una observación personal. Por si fuera poco, “El Guardajugas” usa la idea de simulacro, la cual pone aún más en entredicho el concepto de realidad en el que todos creemos. Así se lee: “— ... Sólo le recomiendo que se fije muy bien en las estaciones. Podría darse el caso de que usted creyera haber llegado a T., y sólo fuera una ilusión...” Tal vez es por ello, que en el propio prólogo de Confabulario, libro que contiene a “El Guardagujas”, Arreola confiese: “Amo el lenguaje por sobre todas las cosas”. Y en efecto: ¿qué mayor aspiración del lenguaje que crear un mundo posible únicamente a base de palabras? Tal es el espíritu de lo fantástico posmoderno de uno de nuestros máximos exponentes de la literatura mexicana, Juan José Arreola. onieto75@hotmail.com
POSDATA 12
Santiago Vergara Antonio Malpica
In memoriam el otro, el mismo
No había vuelto a aquel pequeño café de la colonia Roma en por lo menos diecisiete años: el humor debe tener algo de predisposición meditada para obligarnos a maniobras como esa. Carlos Orrantia entraba por la puerta y en sus ojos adiviné un presagio; casi lamento haberlo reconocido y más el haberlo llamado a mi mesa. Tardamos en abandonar el cómodo terreno de la plática trivial más tiempo del que para mi gusto era necesario, pero el momento tenía cualidades de lugar común (café expreso, brisa suave, otoño) y descuidamos —probablemente a propósito— aquella antigua costumbre que teníamos de discutir las malévolas intenciones de algún filósofo de la época. Por fin, después de superar este inefable y excesivamente trabajado protocolo, me atreví a preguntar por Santiago. Alguna satisfacción pareció nacer en su rostro. “Murió algo así como dos años después de que te fuiste”. Un especial regocijo me invadió a mí también. A los dos días regresé a Salamanca, a mi plaza de maestro, a mi Quevedo y a mi Fray Luis de León, a mi poesía inédita y mi melodrama existencial. Y no hubiese pensado más en la fatalidad de aquellas tardes de hacía dos décadas si no hubiese recibido, tan imprevisible como inoportuno, el paquete amarillo con remitente de Orrantia. La única nota decía: “Probablemente a ti te interese más esto que a mí. Son los únicos escritos de mi tío Santiago que se salvaron de las llamas”. Miré y sopesé el paquete con angustiosa calma. En ese complejo atado de papeles se encontraba un fortuito compendio de la obra de Santiago Vergara. Descompuse el paquete y miré superficialmente la meticulosa grafía del sabio. Sentí que pisaba tierra santa; como Moisés frente a la zarza luminosa. El alivio fue casi tan inmediato como el terror que lo precedió: los apuntes estaban compuestos por signos incomprensibles, aquellos signos mágicos de los que seguramente estaban plagados los sueños de Santiago. El silencio se tornó espeso y, ante la posibilidad de una insufrible y tormentosa reflexión vespertina, dispuse el fuego en la chimenea.
Corría el año del setenta y siete, setenta y
ocho tal vez. Las visitas a la casa de Orrantia habían sido motivadas, primero, por las caderas de su hermana Lourdes y, después (una vez que Lourdes se embarazó de un taxista), por el juego de dominó, el exquisito aroma de repostería que inundaba su casa y los dejos de trascendencia que embadurnaban nuestra plática de coca-cola fría. Cuántas veces fingimos comprender la poesía de Villaurrutia, los pasajes entonces audaces de la música de la Trova Cubana; cuántas veces equivocamos citas, fechas y nombres de referencia. Cuántas veces nos enamoramos y decepcionamos ante las negras espaldas de las fichas girando sobre la mesa. Yo todavía estudiaba letras en la UNAM; él, soñaba con un Nobel de física y el posgrado en Alemania. Algo en Santiago me consternó desde aquella primera vez que entramos al cuarto donde se alojaba; Carlos había olvidado ahí unos libros de Kurt Vonnegut y entramos intempestivamente. Mientras él se deshacía en elogios hacia el escritor —su último gran hallazgo: ya había devorado el Desayuno de campeones y el Matadero cinco— yo no podía retirar la mirada de aquel hombre en silla de ruedas con la respiración y el sueño apacibles de un santo. Orrantia reparó en mi turbación y explicó: “Es mi tío Santiago, el paralítico del que te platiqué”. La cosa no dio para más y no volví a tener contacto con Santiago Vergara hasta la tarde, pocas semanas después, en que Carlos me citó en su casa y llegué antes que él; la madre de Carlos charló conmigo hasta que dieron las cinco y tuvo que marcharse a su clase de inglés. La creciente incomodidad que acompaña al extraño que, abandonado en casa ajena, se ve obligado a estudiar el tapiz de los muebles, la disposición de las persianas y la ilegible firma en cada cuadro de la estancia, fue la que me motivó a entrar al cuarto del tío Santiago y atisbar. Sus ojos estaban enormemente abiertos y fijos en el punto exacto en que yo aparecí. La falta de previsión ante tal suceso me hizo brincar, asustado. El miedo, no la educación, hizo que me disculpara y traté de desaparecer de espaldas. Su voz, hermética, nasal, me llamó con cortesía. “Acércate”, dijo,
POSDATA 13
como si agregar más hubiese sido innecesario. Sus ojos eran de un azul profundo y brillante; todo en él estaba quieto, excepto la boca, —que, apretada, aventuraba regulares movimientos circulares— y los ojos, que apartó de mí inmediatamente, cerrándolos con exagerada delicadeza. Me senté frente a él y traté de distensionar la calma con lo más evidente: “Qué tal, me llamo...” Cuando apareció Carlos en la puerta, se dio entre nosotros un intercambio mudo de miradas; en mi cara no había interrogante alguna y seguramente pensó que estaba yo a salvo. Me condujo al comedor y reiniciamos nuestra falaz rutina intelectualoide de todos los días. En mi memoria puedo revisar lo siguiente respecto a esa primera entrevista con Santiago: que sólo me sorpendió su impecable elocuencia. Cualquiera hubiera dicho que leía mientras hablaba. Se lo hice notar a Carlos pero él no quiso agregar nada. La voz de Pablo Milanés agotó la tarde y yo no me volví a acordar del paralítico. Fue al día siguiente, cuando fui a saludar a Santiago, antes de que Carlos, Felipe y yo nos entregáramos a la sesión de café, dominó y Kierkegaard, que se me reveló la tragedia del minusválido. Felipe Covarrubias había llevado un libro de Emerson y Orrantia tenía intenciones de aplastarlo con su más pesado Schopenhauer, así que no me importó perder unos minutos con Santiago. Si hubiese sabido lo espantosamente relativos que serían esos “minutos”, probablemente jamás habría osado siquiera saludar a Santiago. Una suerte de trance extático se dibujaba en sus ojos y temí interrumpir alguna cavilación importante, por lo que no entré del todo al cuarto. Giró la cabeza y me invitó a entrar, al igual que el día anterior. Me llamó “Arturo” y lo corregí; él culpó a su mala memoria y no creí que tuviera mayor importancia, hasta que casi de inmediato me volvió a llamar Arturo y pensé que podría estarse burlando. “Estoy maldito”, fue lo que dijo, poco después, sin emoción alguna en las palabras. Santiago Vergara cargaba con el anatema de la desmedida apreciación del paso del tiempo. Con una pausa en la voz que cada vez me parecía menos producto del histrionismo que del esfuerzo desmesurado, me contó que aproximadamente cuando tenía diecinueve años (mi edad, pensé) se dio cuenta de que tenía una noción muy peculiar del paso del tiempo; no de un modo regular, como la mayoría de las personas, sino minuciosa, detallada. Pudo darse cuenta de que percibía el movimiento y
POSDATA 14
las transformaciones a un grado microscópico si esforzaba su concentración para ello. Así, comenzó a ejercitar su mente para detectar cambios mínimos en las alteraciones del mundo. Podía observar cada aletear de un colibrí, el momento exacto en que un proyectil destruía una superficie o el abrir y cerrar de un obturador cinematográfico con la misma facilidad con que antes admiraba un paisaje. Esta cualidad, que podía parecer más bien óptica o auditiva (podía “alargar” la nota de una frecuencia altísima a su composición más grave, podía “pasearse entre las longitudes de onda”, según sus propias palabras) era, en realidad, de naturaleza lúdica. Cuando se dio cuenta de que podía incrustar sus pensamientos entre cada minucia de tiempo fue cuando comenzó su infierno. Pudo advertir que su mente, sus ideas, su capacidad de reflexión, se mantenían intactas mientras escudriñaba al máximo cada ciclo. “Todos pueden entender que el tiempo es divisible. Todos pueden percibir el paso de una hora, de un minuto y hasta, ¿por qué no?, de un segundo”, me dijo con el ánimo de un asceta. “Aun en el más perfecto encierro, aun en la más terrible oscuridad o el más inquietante silencio, la gente puede adivinar el paso del tiempo sólo por el ritmo de su respiración, los latidos del corazón o la práctica de algún movimiento; esto puede ser válido aun si sólo se tiene de referencia el imperceptible murmullo de las ideas al arrastrarse por la trama del pensamiento”. Reparé en sus parpadeos mecánicos, de artefacto medieval. “Excepto yo”, añadió abrumado por su aparente contradicción. “Mi mesura es por completo subjetiva”. Cuando regresé con Orrantia y Covarrubias, ya habían dejado por la paz la confianza en sí mismo de Emerson y, con algunos cigarrillos sin filtro, disfrutaban de los discos de Sidney Bechet que Covarrubias había aportado a la velada. Orrantia me estudió y declaró perdida la batalla. “¿Impresionante?”, dijo detrás de las elipses góticas del humo de su cigarro. “No me lo trago”, fue lo que atiné a decir. “Ya sabía. Yo tampoco”. Covarrubias no entendía pero no se esforzó por entender. “Mi tío, que está chiflado”, fue lo que agregó Carlos, y me extendió el Matadero Cinco. “Utilicemos como ejemplo los vehículos de Zenón. Si la tortuga avanza diez metros en diez segundos, avanzará un metro por segundo. Del mismo modo, para recorrer un centímetro utilizaría una centésima de segundo. Podríamos internarnos más y más
en esta reflexión hasta que el desplazamiento de la tortuga sea nulo; en ese preciso momento en que el tiempo se vuelve indivisible y el mundo se torna intransmutable, es en donde se originan mis tribulaciones”.
un lapso que él supuso de veinte días —dieciocho meses, según su propia cronología— aprendió a escapar de su laberinto. “Sin embargo, el sueño y otras divagaciones me recluyen nuevamente de vez en vez. Es una acrobacia difícil de mantener”.
No tuve que meditar mucho mi decisión: lo que ocurría a Santiago Vergara no tenía nada que ver con Billy Pilgrim, aunque la teoría de Vonnegut resultara interesante. Aún así, comprendí que el tormento de Santiago no escapaba de la linealidad del tiempo —para trasponerse a varias dimensiones, como ocurría con Pilgrim—, sino que estribaba precisamente en ella. Una rara sensación de incomodidad me delató en la siguiente sesión de dominó y Orrantia me permitió conversar con Santiago las veces que quise a partir de ese día.
Pocas en realidad fueron las tardes que invertí en su charla, a veces genial, a veces difícil, siempre inquietante. En ocasiones creí comprender su desdicha más que él mismo, pues en todo momento su ánimo me pareció inmutable. La primera vez que de un segundo a otro me pidió que le recordara el tema de nuestra plática una congoja infinita me invadió. “Estuve perdido”, dijo a guisa de disculpa. La sola idea de que hubiese estado fuera un mes, un año o una década en ese interludio que para mí había sido instantáneo me parecía insoportable. Recuerdo que después de cada visita me prometía a mí mismo no volver a casa de Orrantia.
Vergara había nacido en Puebla. Un accidente en la escuela secundaria le paralizó de la cintura para abajo. Además de estos dos sucesos, ninguna otra cosa era memorable en la vida de Santiago; si acaso, que su hermana le dio asilo cuando murieron los abuelos de Carlos. Del mismo modo que un perro puede distinguir un aroma entre mil —habilidad que para nosotros los humanos es, no solo imposible, sino incomprensible— Santiago podía distinguir un microsegundo entre un millón. Cuando descubrió su singular virtud, la extensa trama del tiempo se le mostró como un gran lienzo, digno del más perfecto análisis, así que comenzó a detener su atención en la filigrana de que estaba compuesto cada segundo, cada minuto. El recurso fue gozoso, hasta que perdió el control. “Basta con desear no pensar en algo para estar pensándolo todo el día”, dijo, citando fatalmente a algún ominoso filósofo. Y así fue como comenzó a perderse en la trampa tendida por ese maravilloso laberinto molecular. El horror se acendró cuando su atención —su propio y monstruoso golem— le exigió más y más sin que él se lo propusiera. El primer día de su pesadilla perdió tres años en cavilaciones cuando, según sus cálculos, sólamente habían transcurrido siete horas y media. “Lloré in vitro cada hora de cada día de ese tiempo de artificio”, dijo sin azoro. A fuerza de un constante y agotador esfuerzo consiguió —después de un sinfín de lamentables y ¿por qué no decirlo? inagotables caídas— distraer su mente con la emulación de ciclos más acordes con el tiempo de los mortales. Golpeaba su mano con periodicidad sobre sus rodillas, rechinaba sus dientes o ladeaba contínuamente la cabeza. Así, en
Me confió alguna vez su inquietud por comenzar a escribir. Quería llevar una bitácora para afianzar su memoria pero nunca se decidió. En sus múltiples y terriblemente azarosas caídas en el hoyo del tiempo había logrado varias proezas, que mencionaba con imperceptible gusto. Había detectado un error en las teorías de M. Guyau, por ejemplo, (yo pensé que alguien que vivía en las entrañas del monstruo tenía por fuerza que conocer su misterio); había inventado un lenguaje basado en el italiano pero con solo dos vocales y quince consonantes. También había escrito —imaginado— un ciento de novelas, cuentos y obras dramáticas. “Cuando el lugar a donde uno va no hay libros, hay que inventarse los propios”, afirmaba. No obstante, la totalidad de estas obras se perdió, pues sólo veía su literatura como el pasatiempo necesario —cruel ironía— mientras lograba escapar del encierro. “Ojalá tuviera la memoria de Milton”, se quejó alguna vez. Cuando mi familia decidió mudarse a Guanajuato, no quise despedirme de él por temor a que me llamara “Arturo” o algo aún menos aproximado. La última vez que charlamos le pregunté qué hay en ese punto en que el tiempo y el grado cero Kelvin conviven. “Cuando se descomponen las frecuecias a su mínima expresión —sin importar la naturaleza de cada onda— la luz y el sonido se detienen. Creo que si pudiéramos hablar de un absoluto, éste sería. Dios, mañosamente, aprovecha este espacio para trabajar”, me contestó con algo que tomé por una sonrisa. A los dos años de haberme marchado de la colonia Roma, según datos proporcionados por el
POSDATA 15
mismo Orrantia, Santiago muri贸 por vez definitiva a sus veinticinco a帽os, consumido por un oportuno incendio.
POSDATA 16
Mientras sigan volando los aviones Bernardo Esquinca
Esa noche Gabriel Galván no soñó con aviones que caían. Despertó empapado en sudor y con una certeza: el cataclismo estaba por ocurrir. De inmediato pensó en Lydia, la aeromoza pelirroja y de senos puntiagudos que habitaba sus fantasías. Se levantó del catre, fue al lavabo y mojó su rostro con agua fría. Después, mientras se ponía su desgastada gabardina beige, miró por última vez la pared que había cubierto con recortes de periódicos: el testimonio de que su labor había sido cumplida durante los últimos diez años. Dirigió también su mirada hacia el armario: nunca lo había abierto, nunca conocería el contenido dejado ahí dentro por su antecesor. Abrió la puerta y contempló brevemente el horizonte: siempre le había parecido que los amaneceres en la Ciudad de México eran como partos lentos y dolorosos, en los que el Sol nacía muerto. Se escurrió entre los tendederos cargados de ropa hasta el borde de la azotea. Ahí le aguardaba su posesión más preciada: un pequeño telescopio que había robado de una feria de ciencia, cuando trabajaba como velador en el Museo del Chopo. A través del lente observó el Aeropuerto Benito Juárez. Los avones aterrizaban y despegaban en medio de la inmensa urbe, casi con pereza, ajenos a la tragedia que se avecinaba. Regresó al cuartucho y extrajo de debajo del catre una caja de zapatos vacía. Dentro metería lo que había preparado para cuando este momento llegara. Sabía perfectamente lo que tenía que hacer y lo que sucedería. Lo había soñado infinidad de veces: los policías confundiendo sus acciones para que un pequeño sacrificio restaurara el frágil equilibro entre el cielo y la tierra. Además, Lydia estaría a salvo. Mariano Ruiz observó la fotografía: el sujeto en realidad no parecía peligroso, más bien tenía pinta de acosador de mujeres en el metro, de esos que necesitan el anonimato de la masa para cometer actos sin trascendencia, como excitarse mirando de cerca unos pezones erectos por el frío de la mañana o frotarse entre empujones contra el culo de una mujer; quizá eyacular en silencio. Sin embargo, el Departamento de Seguridad del aeropuerto --basado en alarmantes reportes-- creía que estaba preparando un atentado. Su misión era seguirlo y, en caso de comprobar la sospecha, eliminarlo silenciosamente: nadie echaría de menos a un lunático que, según
el informe que le habían proporcionado, era un desempleado que vivía en un cuarto de azotea en la colonia Balbuena, sin amigos cercanos ni parientes conocidos. Se sirvió en un vaso dos dedos de Passport que bebió de un solo trago, colocó su pistola en la sobaquera y se puso su gabardina beige… El parecido de los atuendos lo hizo sonreír. ¿Las cosas ocurrían por casualidad o porque había una suerte determinada? Hizo a un lado ese pensamiento y salió a la calle donde una llovizna mugrienta empezaba a caer en la colonia Doctores. ¿De dónde vendrá esta lluvia?, se preguntó, porque él estaba convencido que la Ciudad de México era la ciudad sin cielo. Lydia se miró en el espejo del baño y comprobó que el uniforme azul estuviera bien acomodado en su cuerpo: desabrochó un botón en medio de sus pechos y alisó la falda en torno a sus caderas. Removió el interior de su bolsa en busca del lápiz labial y se topó con la pequeña libreta de color negro. Hacía tiempo que no pensaba en ella y en su misterioso dueño: ese pasajero habitual de la aerolínea, tímido, con el que apenas había intercambiado unas cuantas palabras pero del que sabía muchas cosas gracias a ese diario que había olvidado en el asiento. Ahora lo llevaba en su bolsa para devolvérselo la próxima vez que lo viera. Ese cuaderno contenía los registros de una mente extraña. Su dueño soñaba todas las noches con aviones que caían sobre la ciudad. Cada accidente estaba descrito con detalle, incluyendo el número de pasajeros y las mutilaciones que sufría cada cuerpo. Pero lo más curioso es que el pasajero estaba convencido —lo dejaba claro al final de cada relato— que sus sueños evitaban que ocurrieran auténticos accidentes. Se consideraba una especie de guardián cuya actividad onírica propiciaba un balance entre “las criaturas del aire y las criaturas de la tierra”, obligadas a convivir “en esta ciudad condenada al cataclismo por tener un aeropuerto en sus entrañas”. Parte de su “labor” consistía en viajar continuamente y sentir de cerca “la música de los aviones, que es la música de la paranoia”. Sintió un escalofrío al recordar el contenido de aquel siniestro diario, y deseó encontrarse pronto con el hombre. Esas ensoñaciones ajenas empezaban a incomodarle. Mientras subía las escaleras hacia la azotea del
POSDATA 17
edificio, un recuerdo bloqueado en su memoria comenzó a emerger. Mariano sentía una familiaridad con Gabriel Galván y eso no se debía solamente a que utilizaban gabardinas parecidas. Lo había visto antes, pero ¿dónde? Recorrió los últimos escalones esquivando bolsas de basura y una vez afuera se dirigió a la puerta marcada con el número 7. Arriba, el cielo era una lápida gris e impersonal, una fosa común en donde se perdían los aviones salidos del aeropuerto. Una patada bastó para introducirse en el cuartucho. Sabía que Galván no se encontraba dentro: se lo había confirmado el conserje. Olía a humedad y a químicos, como un antiguo cuarto de revelado fotográfico. Corrió la cortina de la única ventana para permitir que entrara la luz del día. Un catre, un escritorio de madera y un armario cerrado con candado componían el mobiliario. En uno de los cajones del escritorio encontró un puñado de tarjetas de crédito robadas. Se acercó a la pared cubierta con recortes de periódicos. Se trataba de noticias que reseñaban percances aéreos menores ocurridos en el aeropuerto Benito Juárez: aterrizajes forzosos, salidas de pista, turbinas incendiadas... Mariano se estremeció al ver uno de los recortes: reseñaba un incidente en el que había sido pasajero. Cuatro años atrás, cuando regresaba a la ciudad después de eliminar a un indeseable en Tijuana, dos de los motores del avión se apagaron y el aterrizaje se llevó a cabo entre violentas sacudidas. No hubo mayores daños. Mariano se pasó una mano por la frente como intentando borrar aquella imagen y salió a la azotea. En una esquina encontró una pequeña barra de metal. Regresó al cuarto y la utilizó para reventar el candado. Dentro del armario había distintos químicos con los que se podían fabricar bombas caseras. En ese momento, más detalles del incidente del avión volvieron con toda claridad a su cabeza. Pánico generalizado. Mujeres rezando y niños llorando. Él sudaba. El hombre que estaba a su lado le apretó el brazo y le dijo con una extraña calma: “No se preocupe, no pasará nada. Anoche soñé con aviones que caían”. Era Gabriel Galván. Lydia arrastraba su maleta en medio del ajetreo habitual del aeropuerto. Gente caminando apresurada en todas direcciones, conversaciones nerviosas, ruido en los altavoces. Una música que parecía más parte del caos que del progreso. ¿Qué sostendrá a los aviones en el aire?, se sorprendió reflexionando. Y entonces lo vio, caminando hacia ella, con una caja de zapatos en la mano. En la mesa había un diario recién estrenado. La úni-
POSDATA 18
ca anotación era de ese día. “Todo se resuelve hoy. Si tengo éxito, mi labor habrá concluido y otro me sustituirá. Otro que olvidará su nombre y su pasado. Así es como funciona esta misión”. Mariano sintió un latigazo de adrenalina, tomó su celular y se comunicó con los hombres de seguridad del aeropuerto. “El sujeto de la gabardina beige lleva una bomba. Ustedes saben quién es. Mátenlo”. Lydia se detuvo y comenzó a buscar la libreta negra en su bolsa. Estaba nerviosa. No la encontraba y el hombre estaba casi frente a ella. De pronto, escuchó una serie de gritos. Lo que ocurrió a continuación lo observó en cámara lenta: dos agentes de seguridad sacaron sus armas y dispararon. El hombre hizo una mueca de dolor y soltó la caja. Ésta se abrió y de su interior se desprendió una suave lluvia de confeti rojo que le acarició las mejillas. Mariano observaba el aeropuerto con el telescopio. Ni un solo avión se movía. Hacía unos minutos se había comunicado con él un agente de seguridad. “Blanco eliminado. No encontramos la bomba. El aeropuerto será cerrado el resto del día mientras investigamos”. Levantó la vista: nada perturbaba el cielo. Antes de abandonar la azotea, en un gesto mecánico, dejó su gabardina sobre el catre.
Esa noche comenzaría a soñar con aviones.
***Cuento tomado del libro Los niños de paja (Almadía, 2008).
La biblioteca invisible de la ciencia ficción mexicana Miguel Ángel Fernández Delgado
Así como en la música, en la literatura nacional se le ha dado el nombre de géneros literarios alternativos a la producción impresa que, en su mayoría, no lleva etiquetas comerciales reconocidas y que los críticos consideran ajena a las corrientes y autores que en su opinión pertenecen a la línea principal de nuestra literatura. Aquí hallaremos a los autores publicados por consejos nacionales y estatales de cultura, y con libros en pequeñas casas editoriales que rehuyen una clasificación fácil como lo son quienes cultivan la literatura fantástica, ciencia ficción, terror y novela negra o policiaca. Los géneros literarios alternativos hechos en México, además de sufrir el menosprecio del común de los lectores aficionados que sólo frecuentan reconocidas plumas extranjeras, rara vez son tomados en cuenta como temas de estudio por tesistas, investigadores y críticos nacionales, hasta que aparecen estudiosos extranjeros que vienen a descubrir el hilo negro y a decirnos que hemos sido incapaces de reconocer una tradición muy original y no menos valiosa, y es entonces que nuestros compatriotas se atreven a estudiar lo que antes creían un tabú académico. En la hasta ahora única tesis doctoral sobre el tema de la literatura de imaginación nacional, debida al canadiense Ross Larson comenta que para hacerse de la materia prima para su investigación, le fueron tan valiosas sus visitas a las librerías de viejo y a las colecciones particulares que la búsqueda en las bibliotecas de instituciones académicas reconocidas. La situación no ha cambiado desde 1973, fecha de la defensa de su tesis. En 1981, María Elvira Bermúdez, citando un capítulo de la tesis de Larson que se publicó en la revista Cuadernos Hispanoamericanos de Madrid, reconoció la existencia de unos cuarenta autores mexicanos que han escrito ciencia ficción, y menciona otros trece con obra publicada a partir de 1945. Sin embargo, el material para llevar a cabo un estudio actualizado está todavía más disperso que antes, porque a partir de la década de 1980 la producción ha aumentado en número considerable.
co, lo cual puede aplicarse tristemente, quizá sin exagerar, a toda la cultura popular nacional, dieron pie a que aparecieran artículos, tesis y estudios que limitaban las aportaciones nacionales a la ciencia ficción a una docena de títulos, todos ellos muy recientes, y a la aparición de autores que en la presentación de sus libros aseguraban con orgullo y sin temor a equivocarse, que eran los primeros en el país que incursionaban en dicha corriente vanguardista. Ya en 1985, William David Foster había identificado a la ciencia ficción latinoamericana como un terreno cultural prácticamente alejado del interés de los investigadores. Sin conocer el estudio de Foster, el primer compatriota que incursionó en el estudio de la ciencia ficción nacional, fue Gabriel Trujillo Muñoz, quien publicó el primer borrador de una cronología de la larga tradición de lo publicado en México desde finales del siglo XVIII, en 1989. Desde entonces, los estudios, aunque con lentitud, han aparecido en varios rincones de la república mexicana. El principal problema para su continuidad es siempre la misma: el gran problema para conseguir las fuentes de donde brota el conocimiento, las bibliotecas y repositorios con colecciones especializadas. En 1991, se fundó la Asociación Mexicana de Ciencia Ficción y Fantasía, Asociación Civil. Cuando incursioné en el estudio de la ciencia ficción mexicana, en 1996, me di a la tarea de coleccionar todo lo que estuviera a mi alcance. miganfd@yahoo.com.ar
La poca difusión que lograron la tesis de Larson y el artículo de Bermúdez, así como la existencia del círculo vicioso que hemos mencionado en relación al estudio de los géneros literarios alternativos en Méxi-
POSDATA 19
Enrique González Martínez: la poesía del apocalipsis Gabriel Trujillo Muñoz
Enrique González Martínez (1871-1952), poeta mexicano, y heredero universal del modernismo latinoamericano, fue a un mismo tiempo el enterrador y el sobreviviente de esta época legendaria de las letras hispanoamericanas. Sin embargo, los años treinta del siglo XX no parecen haber sido una etapa propicia para su andar como poeta y para su vida personal. En la literatura se le sigue considerando un maestro de la lírica, cuya retórica, sin embargo, suena anacrónica y cuyo tono sentencioso no congenia con los aires irónicos o visionarios de la poesía que está labrando una nueva poética a través de las plumas de Pablo Neruda, Vicente Huidobro, César Vallejo en el cono sur del continente y de Xavier Villaurrutia, Carlos Pellicer, Salvador Novo y José Gorostiza en México. González Martínez, como lo remarca José Emilio Pacheco en su Antología del modernismo (1884-1921) (1970), ha optado por la pedagogía sobre el narcisismo: su poesía se manifiesta como una obra “introspectiva, didáctica, panteísta, que busca la soledad y el silencio para el autoconocimiento y autodominio por medio de la voluntad disciplinada, puede verse en términos de estilo como la aspiración a un nuevo clasicismo. Fluido, preciso, siempre elegante, sin caídas ni excesivas alturas”. La falta, pues, de una visión épica y de una ambición literaria que fuera más allá del poema correctamente escrito y pedagógicamente elocuente lo apartaba de sus contemporáneos en la tarea de edificar una nueva poesía latinoamericana: más irracionalista, más experimental. Don Enrique González contaba con una intuición creativa y una autocrítica formal que le permitieron comprender el escenario en que ahora se debatía la literatura moderna y el papel que ejercía en ella, es decir, su marginación estética frente a las nuevas corrientes poéticas en boga (surrealismo, ultraísmo, poesía social, etc.) y su anhelo de no quedarse atrás, de renovarse a su modo. Se percató, como el maestro de la lengua castellana que era, que el punto de unión entre su poesía anacrónica y las nuevas formas poéticas era su apego al simbolismo. Lo que necesitaba eran temas que hablaran del mundo contemporáneo y que expresaran una idea de la realidad acorde a los tiempos que se vivían, a los tiempos que él mismo vivía.
POSDATA 20
Los años treinta fueron, como es bien sabido, el preámbulo de la segunda guerra mundial y se caracterizaron por conflictos locales de gran violencia donde intervinieron por igual los regímenes totalitarios del momento –la Alemania nazi, el Japón imperial, la Italia fascista, la Unión Soviética–, así como las débiles democracias renuentes a colaborar con la paz del mundo –los Estados Unidos, Inglaterra, Francia–. En esta continua confrontación que iba aumentando en intensidad, destrucción y número de víctimas, las palabras de los poetas de la época, desde W. H. Auden a Pablo Neruda, tomaron bando y apoyaron sus respectivas causas con poemas epopéyicas de lucha y de dolor. Pero el factor principal para que don Enrique se diera a la tarea de contemplar a la humanidad con un tono más sombrío y más profético fueron sus pérdidas personales: en 1935 murió su esposa y en 1939 su hijo, el también poeta Enrique González Rojo. Por eso, en un poema titulado “Dolor” (1935), González Martínez escribió que “aquel día / volvió la sombra y regresé a mi nada. / Creí que el mundo, ante el humano asombro, / iba a caer envuelto en el escombro / de la ruina total del firmamento...” Entre estas dos muertes tan cercanas, González Martínez se dio a la tarea de escribir, como José Emilio pacheco señalara, “poemas de absoluta maestría, en la más honda línea elegíaca española… El dolor personal, el drama íntimo cedía el paso al sufrimiento del mundo”. Y el poema que establecía, a la vista de sus lectores, este drama a la vez íntimo y mundial, fue “El diluvio de fuego (Esbozo de un poema)” (1938), que fue dedicado a Enrique González Rojo un año antes de la muerte de quien fuera no sólo su hijo sino su amigo y su colega. Este poema responde también a una tradición de ver lo que traerá el futuro por parte de la poesía mexicana del siglo XX. Ya otro autor modernista como Amado Nervo (1870-19 19), contemporáneo de don Enrique, había dedicado textos líricos a la exploración del cosmos como empresa del porvenir y la existencia del universo como un eterno retomo, como un cuento de nunca acabar. Pero en “El Diluvio de fuego”, Enrique González Martínez da un paso adelante en la poesía futurista latinoamericana y nos expone, en tono bíblico y con voz de profeta en
el desierto, lo que le espera a la humanidad en un mañana donde el pacto de los hombres con la divinidad está roto y la desesperación sustituye a toda esperanza. Como un eremita que está más allá de las debilidades humanas, de las flaquezas de la civilización, el poeta conmina al orbe: ¿Qué es lo que hicisteis, hijos del bien y de la luz, en dónde arrojasteis el oro de la vida? Supisteis sólo envilecer su nombre.
y el Apocalipsis será efecto de una humanidad enloquecida, de civilizaciones incapaces de combatir su propio odio. Para Enrique González Martínez, el porvenir que nos espera es un reflejo del presente que él vivía en su época, en el mismo momento en que los japoneses invadían China, la guerra civil española estaba en todo su apogeo y las democracias europeas doblaban las manos ante las amenazas de Hitler, provocando amplias migraciones de gente huyendo para salvar su vida, sus creencias, su libertad: Súbita llamarada brotará del abismo y de la altura;
La fuga de los siglos Arrastró la vergüenza por el orbe... Hicisteis del amor retozo inmundo,
la mar encadenada romperá su clausura y bañará de sangre la llanura.
y en la verdosa ciénaga en que el morbo se esconde,
En púrpura la hoja
hozando está la piara
trocará sus verdores, y por ella
de vuestros corazones.
correrá savia roja. Serán cárdena huella
Enturbiasteis el agua de la fuente;
la luz del sol y el llanto de la estrella.
Vuestros rijos de cabra mancillaron las flores. ¡Vergüenza para el lirio de la margen
En pavoroso vuelo,
que eleva al cielo su blancura insomne!
alados monstruos de figura extraña
¡Vergüenza para tórtolas que arrullan
descenderán del cielo
su celo entre los árboles del bosque!
descargando su saña en el río y el llano y la montaña.
Con miedo de engendrar para el futuro, matasteis, al nacer, hijos deformes,
De la más alta cumbre,
y los que se libraron
con loco estruendo pasarán encima,
de la saña de Herodes,
y saetas de lumbre
se ahitan de chipar filtros de muerte
que airada fuerza anima,
en las lívidas ubres de agrietados pezones.
un cráter abrirán en cada cima.
Después de que el ángel de la noche enmudezca y el ángel de la muerte extienda sus alas por el mundo, aparecerán “cuerpos heridos de dolencias extrañas, / y cada primogénito nacerá sordo y ciego”. Luego viene la lluvia roja, la lluvia de fuego que da nombre a este poema épico. Y entonces la visión de un futuro aún más destructivo y voraz hará acto de aparición
Cruzarán la pradera máquinas de siluetas misteriosas, sembrando en su carrera la muerte de las cosas:
POSDATA 21
los árboles, las mieses y las rosas.
en que hay nieves en calma sobre montes teñidos de verdores eternos,
Bajo viento iracundo,
en que cantan las flores si las mueve la brisa
que turba la palabra y el sentido,
y se mecen las aves como flores del viento,
resonará en el mundo
en que hay ríos enormes como mares en viaje,
penetrante alarido
en que hay lagos más puros y más hondos que el cielo...
cual fuga de rebaño perseguido. Con el infante ciego, Irá la madre en alocada ronda Huyendo de aquel fuego... ¡Doquiera que se esconda, la alcanzará la furia de la onda! En el Apocalipsis descrito por Enrique González Martínez, como lo decía Max Henríquez Ureña en su Breve historia del modernismo (1954), “hay nobles y puras efusiones líricas, inspiradas por grandes dolores y sacudimientos morales”. Había en su voz un “desasosiego interior”. Como médico de profesión y lector asiduo de William Shakespeare y Edgar Allan Poe, su poesía era un diagnóstico de las enfermedades físicas e intelectuales que el mundo padecía y de los grandes abismos morales que la civilización occidental enfrentaba con tanta torpeza y cobardía. Por eso su visión del futuro le otorga la esperanza de un nuevo nacimiento a “la tribu inocente” que, muy a la Rousseau, deja atrás la civilización y regresa a la naturaleza “alta la frente y con el pie seguro”. Y esta tribu es la que repuebla el mundo “como niños cándidos, perdidos / en el bosque de un cuento”, pues: Cual vasos de elección, quiso la vida conjurar en vosotros un destinó siniestro, y en vuestros ojos limpios y en vuestras manos puras cristaliza un augurio y se cuaja un misterio... Crecisteis al amparo de una tierra de asombro en que el verano es dulce y piadoso el invierno, en que hay bosques añosos de palmeras erguidas que parecen alzarse para ver a lo lejos,
POSDATA 22
¡Aleluya, aleluya! Repoblad de alegría la amargura del tiempo; cantad mientras se hunden las manos afanosas en la entraña del suelo; sembrad en cada surco simiente de verdad para que presto os la devuelva en fruto de paz y de justicia que sea en el convivio bebida y alimento. Del árbol resinoso en que anidan los pájaros, desgajad cada día los perfumados leños y echadlos en la hoguera del amor infinito y agrupaos en torno de la pira de fuego...
Y después de limpiar lo viejo y de guardar para sí el linaje humano, la divinidad en persona, el mensajero del cosmos, la esencia misma de la naturaleza observa este nuevo principio, esta nueva oportunidad de comenzar todo de nuevo esperando que en esta ocasión las cosas salgan bien y la humanidad no termine nuevamente destruyéndose con alegre inconciencia. Por eso el poeta-dios impele a la tribu errante, la única sobreviviente del diluvio de fuego de una guerra atroz, a que pueblen el mundo sin herirlo, sin destrozarlo. Pero la duda queda:
Corred por la campiña, enlazadas las manos en júbilo fraterno; pero sabed almacenar visiones
de vuestra propia soledad adentro.
Del corazón en ascuas que se incendia a sí mismo, brota la clara frente de todo lo que es bello... Cread, cread milagros de color y de línea, de cántico y de verbo...
Resucitad un mundo en que todo se mire como a través de un velo
paso al mañana “para dar música al viento / y acosar al dragón en su guarida”. La visión fantástica delineada por los mitos judeocristianos se instala como un clarín de advertencia, como una mirada más allá de la muerte de la civilización. Sólo queda, en esta realidad calcinada, un atisbo de nosotros mismos como portadores de la destrucción, como los ángeles terribles del caos final. Al leer este poema uno no puede reconocer las similitudes con el mural de el hombre en llamas que José Clemente Orozco pintara por aquellas fechas: un ser envuelto en el fuego del conocimiento, en la hoguera de su propia identidad. Un ser habitando su propio holocausto.
¿Será el mundo anunciado?
De esta forma, “El diluvio de fuego” es un aviso retumbante en pleno tiempo de asesinos y canallas, un “clarín de alerta” ante la destrucción venidera. Pero es, también, un canto a la indestructibilidad del espíritu humano, un himno de alabanza a la gracia de estar vivos en pleno cementerio, a la vida que vence todos los obstáculos, incluyendo el de su propio dolor, el dolor de un esposo viudo, el de un padre que entierra a su hijo. De tal materia humana está hecha la obra última de Enrique González Martínez, un hombre en duelo y un poeta mayor.
¿Lograréis comprenderlo?
gtmmx@hotmail.com
tejido con los hilos de la lluvia... ¡Qué trémulos desfilarán mañana a vuestros ojos paisajes y silencios!...
¿Se os irá de las manos como aquel de otro tiempo?…
“El diluvio de fuego” se integrará, décadas después, en El nuevo Narciso y otros poemas (1952), poemario publicado el mismo año de la muerte de Enrique González Martínez. La literatura apocalíptica del viejo maestro del modernismo debe verse, entonces, más que como una visión pesimista del porvenir del género humano como una utopía donde la naturaleza bondadosa revierte las heridas que ha dejado el mundo civilizado, esa, época mecanicista que le ha tocado vivir y padecer al poeta y, ante la cual, ha puesto en pie un poema que pregona, sobre “la culpable humanidad ya muerta / y en polvo convertida”, el ave fénix de una nueva vida, el “virginal tesoro” de la primavera que vuelve por sus fueros. Porque el poeta es un mensajero del futuro, un emisario de la vida en todas sus manifestaciones, pues su misión, como nos lo recuerda don Enrique, es abrir
POSDATA 23
P.d. que te recuperes Pepe Rojo
Dos muñecas viejas y unas medias rasgadas. Una jeringa usada (pero sólo por ella, si la memoria le servía bien, sólo por ella) y una vela casi completamente derretida. Dejó la cuchara y la poca droga que quedaba. Adentro, en el cuarto, Ricardo. Ricardo “nunca te voy a dejar”, Ricardo “no me controlo cuando estoy pedo”, Ricardo “mejor me lo como yo porque tengo que trabajar”. Melissa (pinche nombre setentero otorgado por una madre setentera) entró al baño para orinar antes de irse. Al salir, se miró en el espejo. Ya no aguantaba su pelo largo. Pues bueno, el pelo se quedaría. Salió a la sala y tomó una botella de Corona rota, Ricardo se la había aventado a ella o viceversa, los recuerdos eran difusos. De nuevo en el baño, el torpe filo del cristal más que suficiente para dejar su pelo lo más corto posible. El piso del baño, filigrana capilar. Un último vistazo. Ricardo desnudo, con esa complexión amarilla provocada por el asfalto, la contaminación y la droga. Melissa le tomó el pulso. Ahí estaba, como tambor de guerra. Una última cosa. La última y nos vamos. Calentó la heroína en la cuchara, la jeringa bebió todo de un sorbo. Encontrar la vena no fue difícil. Formaban carreteras en los brazos de Ricardo. Las cicatrices en el antebrazo eran ciudades. Melissa inyectó el contenido entero de la jeringa. Dulces sueños, le dijo, antes de besarlo en los labios. Ojalá nunca despiertes. Y Melissa mudó de ciudad. Las reglas de la calle son universales. Melissa buscó una esquina. La encontró rápidamente. Un padrote que probó la mercancía varias veces antes de ponerla a la venta, tres putas que la miraban con desconfianza, y, al final, una esquina. Le decían la punketa, con su pelo destazado y sus medias rotas. No importaba. Poco a poco, sus colegas fueron enfermando. A la peor de ellas, a la que más la molestaba, Melissa le regaló una crema facial. Mezclada con ácido de batería. La segunda quedó embarazada. Melissa perforó, con una jeringa (benditas ellas), todos sus condones. La tercera renunció, después de dos noches en que Melissa no hizo otra cosa más que verla fijamente.
Melissa y su esquina. El padrote no dijo nada, Melissa era buen negocio. Los hombres que llegaban con ella siempre estaban vencidos de antemano. Hombres cansados y cobardes, derrotados por el alcohol y la necesidad. Hombres. Melissa y sus dos muñecas, pensando. Las muñecas son entrenamiento, piensa. Entrenamiento para aprender a adivinar qué desean y cómo reaccionan los otros. Melissa se aburrió pronto, la vida estaba en otro lado. Juntó el dinero que había ahorrado, pasó a casa de su “administrador”, tal como su padrote gustaba llamarse y le regaló una botella de whiskey. Primero lo emborrachó y dejó que jugara con ella. Cuando ya estaba borracho, Melissa le sirvió una bebida más. Hielos, whiskey y veneno de ratas. Empezó a convulsionarse y Melissa lo golpeó en la cabeza con un palo de golf. Golf. Pendejo, ni que supiera jugar. Se aseguró que dejara de respirar y lo arrastró hasta meterlo debajo de la cama. Regresó a la cocina y le dió un trago a su bebida. Whiskey. Wish-key. La llave de tus deseos. Tomó las llaves del coche y salió. Atrás de una planta, recogió su mochila. Dos muñecas y unas medias rotas. Y quién sabe cuántas cosas más. Melissa prendió el motor y decidió parar hasta que el cansancio le impidiera manejar más. “Las niñas buenas van al cielo”, decía una calcomanía. Necesitaba otra ciudad. Secretaria, pues. La entrevista no había sido fácil. Una mujer le había hecho miles de preguntas. Todas fáciles de contestar. pero había algo más. Si hubieran sido animales, se habrían deshecho los rostros con sus garras. Por supuesto, hubieran sido felinos. Un ejemplo más de meados territoriales. Un hombre, su próximo jefe (decisión de Melissa, no de él), había entrado justo a tiempo. Melissa sonrió amablemente a la entrevistadora. Perra engreída, habría sido la traducción de la sonrisa, muérete aquí. La entrevistadora entendió todo. Su nuevo jefe no. Tres semanas entretenidas. Primero y antes que nada, limpiar el terreno. Nutrasweet con naftalina para la
POSDATA 24
perra, el azúcar del café con un poco de su saliva, para los demás. Compró una muñeca y la abrió. Después, en el jardín de su departamento, sacó la hormiga madre de su nido, con algunos huevos, y los metió dentro de la muñeca. Como bono, desperdicios alimenticios. Lo envolvió como regalo y se lo dió a su rival, “por todas las atenciones que has tenido conmigo”. Le dijo que era una muñeca mágica, que no la podía abrir. Días después, justo antes de la hora de salida, diluyó un ácido en un vaso de agua y se lo llevó a la perra, que más tarde se disculpó y dijo que tenía que regresar a su casa, pues se sentía “indispuesta”. Melissa sonrió, y cuando se despidió, le susurró al oído, “abre tu muñeca y juega con ella, te sentirás mejor”. La perra nunca regresó. Meses después, se enteró que había estado internada en un hospital siquiátrico. Terreno limpio, sigue vida fácil. El objetivo era obvio: el jefe. Pero no el amable, el jefe del jefe. Los primeros pasos, simples pero tediosos. Hacer bien el trabajo, hacer bien el café y mezclarlo con un poco de orina, que cargaba en un frasco dentro de su bolsa. Coquetear lo suficiente como para que parezca inconciente. Otro mes, cambio de oficina. El jefe, como todos los jefes. Cuarenta años, a medio divorcio, preguntándose a dónde había ido su juventud. El resto fue fácil. Mostrar un poco de cuerpo accidentalmente, tú sabes, estás tan ocupada trabajando que no te has dado cuenta que se te desabrochó un botón de la blusa. Mostrar preocupación por él a nivel personal. Esconder algodones con tu perfume en su escritorio. Escuchar sus aburridas y elaboradas quejas contra su esposa. Quedarse a trabajar tarde. Rutina. Archivando hasta tarde. El jefe, mirándola más que de costumbre. Bien, hoy es el día. Primero, un poco de sangre en el lipstick. Benditas jeringas. La saliva nunca es suficiente. Después, las preguntas adecuadas y el jefe se destapa, como una botella de vino espumoso barato, salpicando todo de sus problemas y después de besarla, de promesas. Melissa, sangre en sus labios, tímida, preocupada. No sé, le dice, tengo que pensarlo. Burro con zanahoria, carnada en el anzuelo. El otro muerde y además, se siente bien al hacerlo. Heroico. Gozando sus impulsos. Dos o tres citas más, hasta que acaban en su casa. El jefe ya no se llama jefe, se llama Arturo. Necesito que
tus promesas se hagan realidad, con lágrimas en los ojos. Por lo pronto, el enganche de un nuevo departamento. Después, carro del año. No aguanto la situación en la oficina, humedad en los grandes ojos de Melissa, todos me ven como si fuera una puta. OK, mi amor, mejor deja de trabajar. Noches después, una visión. Madrugada, y varios whiskeys encima. En el cristal de la botella, puede ver a la esposa de Arturo, con los ojos desorbitados, entrando a la oficina y buscando algo en la bolsa de su abrigo. Melissa sonríe y apura otro trago. Mucho tiempo libre, tiempo para trabajar. Primero y antes que nada, la esposa y los hijos. Halloween, Dios, como adora Halloween. Viejo truco. Navajas en los dulces. Un hijo sin lengua. Arturo en crisis, y ella empujándolo, paso a paso, hacia el divorcio. Arturo llega a su departamento, antes de regresar a su casa con su esposa. Trae cosas para que su “familia”, (Melissa odia cuando él dice eso) cene. Perfecto. Melissa le hace de cenar y, en la comida para la esposa y los hijos de Arturo, huevos de gusanos. El otro hijo muere pronto. La esposa, al borde de la locura y el dolor. Arturo deshilándose, poco a poco. Necesitamos seguridad, mi amor, antes que nada. Arturo le regala joyas. No son suficientes. Arturo empieza a hartarla, come de su mano como perrito faldero. Melissa deja en su ropa señales que sólo una mujer puede leer. Días más tarde, la esposa de Arturo toca el timbre de su puerta. Melissa la esperaba. Pendeja, llegaste a mi casa, eres mía. Gritos y reclamos. Melissa ríe. Llanto y lágrimas. Melissa ríe aún más. La esposa se va, y Melissa recoge del sillón unos cuantos cabellos que dejó. Más que suficiente. Saca una de sus muñecas y le cose los cabellos. Después, orina sobre ella. Todas las noches, susurra obscenidades en el oído de la muñeca. Desorden del sueño, diagnostican los doctores a la esposa de Arturo, sin saber muy bien qué pensar. Arturo se divorcia. Melissa graba risas de Arturo junto a las quejas y los gemidos del sexo. Manda por correo el cassette a casa de la esposa. A la vuelta de la esquina, Melissa lo sabe, está la locura. Arturo, estoy preocupada, ¿qué pasaría si te mueres? Me sacaste de trabajar, ¿no? ¿Qué voy a hacer si tu me faltas? Cambios en el testamento, acciones en varias empresas, bienes raíces. Gracias Arturo,
POSDATA 25
eres lo mejor que me ha pasado en la vida. Mientras tanto, correo diario, un folleto que dice, en elegantes cursivas, “Como mejorar tu matrimonio”. Melissa toma la muñeca con los cabellos de la esposa. Abre la cabeza de trapo y mete un pequeño cactus que le robó, junto con una fotografía de Arturo. Riega la cabeza diariamente con un poco de cloro, hasta que los ojos quedan completamente en blanco, y las facciones se empiezan a desvanecer. Mi ex-esposa sigue mal, dice Arturo, ahora es migraña. En ese momento, la demanda por la custodia del único hijo que le queda. Argumentos: inestabilidad mental. Pobre mujer. El cactus empieza a podrirse. Ya es hora, piensa Melissa. Vuelve a susurrarle secretos a la muñeca. Es culpa de Arturo, le dice tiernamente, todo es su culpa. Suena el teléfono en el departamento de Melissa. Sopla sobre sus uñas para que seque el barniz y deja que suene tres veces. Contesta. ¿Conoce usted a Arturo Rendón? Lo sentimos mucho, señora, pero tenemos malas noticias. Melissa hace un ruido como si algo, una piedra, un sollozo, se le atorara en la gargante. Le gusta, es jugar a la manzana de Adán. La historia es triste, Melissa llora frente a los policías. La ex-esposa, sí, una mujer completamente desequilibrada, va a la oficina de Arturo, saca una pistola y dispara seis veces. Meses después, Melissa manda una muñeca al hospital siquiátrico donde se encuentra la ex-esposa de Arturo. Adentro, incluye una tarjeta. “Que te mejores”. Melissa da un trago largo y lento a su whiskey. Lame sus labios y mete un pedazo de papel, impreso con una carita feliz, debajo de su lengua. Revuelve los papeles que hay sobre la mesa de la sala. Oficialmente es una mujer rica. Muñecas, piensa, voy a invertir en muñecas, nunca pasan de moda. En el escritorio, las polaroids de Ricardo, el padrote y Arturo. Pobrecitos, piensa Melissa, melancólica. Pero a todos los he querido. A mi manera. Melissa se acuesta en el sillón, da otro trago a su whiskey y aspira el humo del cigarro. Abraza a la única muñeca que le queda y cierra los ojos, pensando en qué tiene ganas de desear.
POSDATA 26
Diez minutos en el futuro Bernardo Fernández Bef
1 —Pero entonces, ¿ustedes no están genéticamente modificados? —preguntó la niña a los papás. Se hizo un silencio incomódo. —Cuando... éramos chicos no se acostumbraba, nena —explicó balbuceante la mamá a través de su interfase vocal. La hija asintió lentamente mientras veía los rostros de los dos en sus respectivas pantallas. Ahora se explicaba todas las prótesis de sus papás. Pobrecitos.
2 Fue un beso largo y húmedo, de esos instantes eternos que te sacuden. Cuando nos separamos ella acarició mi brazo mecánico con sus tentáculos. “Yo pensaba que los mecas eran incapaces de besar así”, me dijo. “Peores cosas hemos hecho, muñeca”, le contesté mientas deslizaba las yemas de mis dedos a lo largo de su muslo.
pulsos electromagnéticos hacia el procesador de DAER850220. Una pequeña secuencia de ceros y unos para decirle “me excitas.”
5 Cubriría de besos tu rostro de quitina, con tus hermosos racimos de ojos compuestos. Pero temo que mis apéndices blandos se queden pegados sobre tus espinas cutáneas. Prefiero que recombinemos nuestro material genético a través de plásmidos. Ya sabes, sexo seguro.
6 Ingresé a la Metarred con un avatar genérico para pasar desapercibido, uno de esos muñequitos que parecen de Playmobil, que te da la interfase en automático. Tecleé la dirección del chat donde había quedado de verme con ella y de inmediato mi avatar apareció en un bar de solteros de un servidor australiano. Ahí estaba, la reconocí porque bebía un coctel azul, como quedamos. Tecleé: >Hola
3
Ella contestó:
Lo que más detesto de las vacaciones es que las playas se inundan de carbónicos. No entiendo qué vienen a hacer aquí, si no son capaces de sumergirse en el océano de ácido ni pueden respirar amoniaco. Embutidos en sus trajes globulares, llegan en manadas a asolearse en las playas al tiempo que toman fotos con sus cámaras hexadecimales y devoran pastillas nutrientes todo el día. Por eso disfruto cuando de tanto en tanto uno de sus niños resbala y rasga su traje. Se ven tan bonitos al reventar.
>no podemos seguir viéndonos así
4
Al llegar a casa, el nieto menor deslizó el disco dentro de la ranura de la computadora. Quería platicar con su abuelito. Diez minutos después fue donde su mamá, angustiado.
En medio del zumbido monótono del cuarto de computadoras, FEBB720511 logró desviar unos cuantos
7 Tras el sepelio, un gerente de la funeraria entregó un disco a los deudos. —De acuerdo al contrato, hago entrega de la personalidad digitalizada de su ser querido —murmuró fingiéndose compungido.
POSDATA 27
—No me contesta.
La mujer se aproximó a la máquina y tecleó en la ventana de la interfase:
>papá?
La respuesta apareció automáticamente en la pantalla:
>no estén chingando
8 —El problema —razonaba el consejero electoral —, no es otorgar el voto a las inteligencias artificiales, eso está fuera de discusión.
—¿Entonces? —corearon todos los demás.
Tras un silencio histriónico durante el que recorrió a sus compañeros con la mirada, agregó: —¿Debemos permitir que un robot se postule a diputado?
9 Ingiere tus cadenas de nutrientes. O te quedarás tonto y chaparro, como si no tuvieras ninguna modificación genética.
10 En su búnker, el último sobreviviente de la guerra nuclear mira emocionado cómo llega un mail a su bandeja de entrada. Sólo para descubrir que se trata de spam. Resignado, contesta. Después de todo, no puede ser tan malo tener un pene más largo.
POSDATA 28
Un cronopio en la portería Alejandro Toledo
Su apariencia física no era precisamente la de un auteur. En la fotografía que aparece en la contraportada de Una violeta de más (Joaquín Mortiz, 1968), el último de sus libros publicados en vida, se le mira musculoso con una camisa ceñida, la cabeza rapada y una gruesa esclava de oro en la muñeca izquierda. En cuanto a los pocos datos biográficos que de él se daban en los años sesenta, podía uno figurárselo tanto en una cancha de futbol (fue arquero del equipo Asturias) como frente a un piano interpretando a Bach o a Schubert, pero no en actividades socioliterarias. Francisco Tario nació en México y pasó largas temporadas en España, en donde murió, afantasmado. “No se trata, no, de un hombre vulgar. Ni mucho menos —lo describió así en 1970 José Luis Chiverto, su único entrevistador —. Acaso sea por esto que tengo la impresión de hallarme ante un ser en posibilidad de fantasmal aparición, si es cierto aquello que él mismo afirma, hablando de que los fantasmas nunca son seres vulgares.” Esto sin llegar aún a sus cuentos, que podrían ser calificados como extravagantes. Uno de ellos, “Entre tus dedos helados”, circuló en las siguientes décadas en antologías de todo tipo, y dio nombre a una primera recopilación de su obra realizada en 1988 (por el Instituto Nacional de Bellas Artes y la Universidad Autónoma Metropolitana), que aquí se amplía, en cuyo prólogo Esther Seligson lo relacionaba con Cioran… aunque tiempo después matizaría tal parentesco. La mera exposición de algunos datos sobre la vida de Tario va creando puntos de referencia: su naturaleza marginal, las afinidades con el pensador rumano E.M. Cioran, autor del Breviario de podredumbre, y aquellos relatos en que lo mismo dio voz a un perro que a un féretro. Por todo ello se suele considerar a Francisco Tario como un cronopio clásico ya que, como en todo medio cultural, y según la fórmula cortazariana, hay en el paisaje de la literatura mexicana cronopios y famas. *** De familia española, nació en la ciudad de México en 1911 como Francisco Peláez Vega. Gran parte de su infancia transcurrió en Llanes, un pueblo de la costa atlántica asturiana en donde llueve siete de los
doce meses del año. En el recuerdo de Tario, Llanes era bullicioso y aristocrático: “El casino todavía estaba pintado y en él se bailaban el Charleston y el Black Bottom. En las verbenas, La Bejarana. Se jugaba al tenis y al futbol en El Brao y a los bolos en la Vega de la Portilla. También se servían allí chocolates, bajo los castaños, y se bebía agua fresca con azucarillos. Se daban corridas de toros y conciertos matinales en el Paseo de la Encarnación, entre el griterío de las niñeras y el furor de los aficionados de la buena música. El Sablón tenía su balneario y nosotros nuestra banda local, que tocaba los jueves. Los balcones de los palacios permanecían abiertos de par en par sobre los macizos de hortensias muy bien cuidadas”. En ese Llanes casi mitológico nació Antonio, su hermano, que desarrollaría una importante carrera como pintor. Cuando la familia Peláez regresó a México, Antonio se quedó en España e hizo el viaje hasta cumplir los catorce años de edad. Entonces empezó a tratar a Francisco. Supo que había sido portero titular del equipo Asturias, y veía su imagen futbolística impresa en las cajetillas de los cigarrillos Campeones, en donde aparecía suspendido en el aire haciendo una gran parada. En una revista deportiva lo presentaban con esta leyenda: “Paco Peláez, el portero de más clase en México”. Tenía Francisco una larga melena rojiza, ojos azules y una gran corpulencia. Copiaba al arquero español Ricardo Zamora en cuanto a la forma de vestir en las canchas, sobre todo por sus famosos suéteres. Como futbolista conoció en una fiesta a Carmen Farell Cubillas (hermana de Arsenio Farell, que figuró en los gobiernos priístas e incluso fue secretario de Estado), con quien se casaría dos años después en una ceremonia que tuvo gran resonancia social por la particular belleza de los contrayentes. Dejó Francisco Peláez el balompié y se dedicó a estudiar piano. Luego cambió la música por la escritura. Su primer proyecto fue Los Vernovov, una novela escrita a la manera de Dostoievsky y de la que llegó a tener en tres años más de seiscientas cuartillas, mismas que tomaron el destino del fuego. Para cerrar ese camino de transformaciones (del futbol al piano y de éste a la literatura), hizo dos cosas:
POSDATA 29
se rapó la cabeza y tomó el nombre de pluma de “Francisco Tario”. Según el crítico literario José Luis Martínez, “Tario” es una voz tarasca que significa “lugar de ídolos” y designa una región michoacana. El propio escritor aclaraba, sin embargo, que lo de “Tario” no tenía otra significación que la grata resonancia que produce esa voz metálica al unirla con el común Francisco. Y para Antonio Peláez, la ocurrencia de raparse la cabeza simbolizaba la tensión entre los dos polos que marcaron la vida de su hermano: el deseo de aislamiento y su atrayente presencia física. Estas metamorfosis ocurrían a principios de los años cuarenta, cuando estaban por aparecer los dos primeros libros de Francisco Tario: una colección de quince relatos llamada La noche, y la novela Aquí abajo, editados en 1943 por la Antigua Librería Robredo. *** Una manera de aproximarse a la entonces no comprendida novedad de La noche es acudir a dos ejemplos contemporáneos. En 1999 el estadounidense Paul Auster presenta en Tombuctú (1999) las memorias del perro Mister Bones. Es decir, la narración en primera persona corre a cargo del animal, lo que parece ingenioso. Esto lo había hecho ya en 1943 Francisco Tario en el relato “La noche del perro”, que, por otro lado, es en cuanto a su argumento muy similar a la novela de Auster: en ambos textos se habla de la relación entre un poeta miserable que camina hacia la muerte y su mascota canina. “Mi amo es un poeta enfermo, joven, muy triste, y tan pálido como un cirio”, se lee en el relato de Tario. “Se muere así, como vivió desde que lo conozco: silenciosamente, dulcemente, sin un grito ni una protesta, temblando de frío entre las sábanas rotas. Y lo veo morir y no puedo impedirlo porque soy un perro. Si fuera un hombre, me lanzaría ahora mismo al arroyo, asaltaría al primer transeúnte que pasara, le robaría la cartera e iría corriendo a buscar a un médico. Pero soy perro, y, aunque nuestra alma es infinita, no puedo sino arrimarme al amo, mover la cola o las orejas, y mirarlo con mis ojos estúpidos, repletos de lágrimas.” El arranque de cuento y novela es muy parecido. En Tario: “Mi amo se está muriendo. Se está muriendo solo, sobre su catre duro, en esta helada buhardilla, adonde penetra la nieve”. En Auster: “Mister Bones sabía que Willy no iba a durar mucho. Tenía aquella
POSDATA 30
tos desde hacía más de seis meses y ya no había ni puñetera posibilidad de que se le quitara”. No podría hablarse de plagio, porque es improbable que Paul Auster hubiera sabido de Francisco Tario. Se trata de una coincidencia curiosa que nos lleva a pensar que el mexicano fue, en cierta manera, un adelantado. El otro ejemplo es la película Los otros (The Others, 2001), del director español —aunque de origen chileno— Alejandro Amenábar, en donde la historia se cuenta desde el punto de vista de los fantasmas, que ignoran acaso su condición de espíritus y se sorprenden, y asombran al espectador, al descubrir que están muertos. Tal es, más o menos, lo que ocurre en “La noche de Margaret Rose”, de Tario, uno de sus relatos más inquietantes. En otro cuento de La noche, un féretro refiere las circunstancias en que se lleva a cabo su vida; lo que para los humanos es el velorio y el entierro, el féretro lo asume como una ceremonia nupcial en donde espera recibir, como si fuera la novia, a un cadáver femenino. En otra narración un traje gris mata a un hombre en la carretera para “vestirse” con él, y huye luego con los vestidos de dos prostitutas, a quienes arroja el cuerpo del asesinado… No fatigo al lector con otras descripciones de cuentos que tal vez ya haya leído. Desconcierta que un libro tan poderoso como La noche haya pasado sin pena ni gloria en el medio literario de los años cuarenta, y que sólo unos cuantos atendieran su originalidad. Uno de esos pocos fue José Luis Martínez, que (en una reseña de febrero de 1943) le supuso maestros tales como el Villiers de L’Isle Adam de los Cuentos crueles, el Barbey D’Aurevilly de Las diabólicas, Schwob, Huysmans y aun del Marqués de Sade, por esa “complacida morbosidad por lo grotesco, esa insistencia sexual tan cruda y obsesionante, esa persecución de lo extravagante y enfermizamente refinado”. *** Ese comentario de José Luis Martínez provocó su acercamiento con Tario, quien tuvo también la amistad de Alí Chumacero y trató a Elena Garro y a Octavio Paz porque estos dos últimos fueron sus vecinos en la calle de Etla, en la Ciudad de México. Relataba Paz en corto —pues nunca escribió sobre Tario, aunque sí se ocupó de Antonio Peláez— que él y su esposa por las noches escuchaban en la casa de al
lado gritos misteriosos y música fúnebre, y que les entró la curiosidad de saber qué estaba pasando. Se enteraron, luego, de que los Peláez tenían la afición de grabar cuentos de terror en acetatos, según una técnica complicada pero entonces más o menos usual. Existe el testimonio de que el torero Manolete grabó en la casa de Etla algunas canciones (“Ya se murió el burro que llevaba el vinagre,/ ya se lo llevó Dios de esta vida miserable”), pero el disco se estropeó en alguna mudanza. A las tertulias asistía la actriz Rosenda Monteros, quien cuenta: “Luego de cenar las espléndidas viandas que Carmen ofrecía, nos íbamos todos a la sala. Toño se sentaba ante el piano para interpretar tangos o milongas. Y con toda la seriedad debida, Paco bailaba el tango conmigo. Entre la salita y el hall había un arco circundado por pequeñas cortinas. Paco y yo nos colocábamos ahí, antes de que se iniciara la música, para después entrar a escena e iniciar el baile”. La vida social de los Peláez se diversifica cuando compran una casita en Acapulco, y Francisco invierte en unos cines del puerto. A Tario le gustaba caminar descalzo por la costera, y nadaba sin dificultad de la playa de Caleta a la isla de la Roqueta. Hay una fotografía truqueada de Lola Álvarez Bravo en la que parece estar, con traje gris de calle, sombrero de ala ancha y una maleta, en un barco que naufraga en una marea tempestuosa. Mientras tanto, siguen apareciendo los libros de Tario. De 1946 es la escritura fragmentaria de Equinoccio y el relato de corte existencialista La puerta en el muro; de 1950, la plaqueta Yo de amores qué sabía y de 1951 el Breve diario de un amor perdido y Acapulco en el sueño, con su ceñida prosa poética; y de 1952, Tapioca Inn: mansión para fantasmas, segunda colección de relatos, con la que interrumpe abruptamente su constancia escritural. Mas lo realizado no es poco. El cuentista Humberto Rivas ha calificado a Equinoccio, pensando en Novalis, como las “iluminaciones” de la literatura mexicana de los años cuarenta. En dos o tres líneas, Tario siembra tempestades. La sentencia lo es en su doble acepción, tanto dicho rotundo como enunciación de un castigo. Se pueden seleccionar algunos ejemplos tomados un poco al azar: “No es molesta la traición, ni mucho menos. Lo que exaspera o compunge es que el traidor enrojezca de vergüenza”; “Estado supremo, óptimo, mecido en dulces penumbras: la
pereza”; “Triste, triste estatua pueblerina que nadie mira”; “Y el peripatético que, a fuerza de meditar e ir y venir solo por los bosques, cayó en el laborioso, opalino y filosófico vicio del onanismo”. De los otros títulos, La puerta en el muro brilla por su oscuridad extrema; y Yo de amores y Breve diario se ejercitan en el sobresalto del discurso amoroso. En cuanto al proceso que dio origen a estos libros, circula una historia. Aunque el matrimonio de Carmen y Francisco fue apacible, éste se permitió una sola distracción: una mujer que conoció en Zitácuaro, de cabellos largos y lacios. —¿No te parece maravillosa? —preguntó a su hermano Antonio. La relación se mantuvo por un año. El lugar de las citas clandestinas era el Panteón de Dolores, en la Ciudad de México. La pareja paseaba por los senderos entre las tumbas, recogiendo ramitas y trenzándolas. El paréntesis afectivo, corto viaje sentimental, terminó. Hace unos años Antonio Peláez ofreció, al respecto, el siguiente epílogo: “Si los hombres y las mujeres no se casaran, no habría aventuras; fuera del matrimonio, habría relaciones, pero no aventuras. Esa fue la gran aventura de Paco. La realidad le parecía increíble: esta joven le provocaba una sensación de irrealidad. Eran dos seres alucinados”. *** En uno de sus relatos más inquietantes, el argentino Adolfo Bioy Casares usa a manera de epígrafe este par de versos tomados de una milonga de Juan Ferraris: “En cuanto cruzas la calle/ estás del lado de la sombra”. A finales de los años cincuenta y principios de los sesenta, Francisco Tario dio ese paso de la luz a la oscuridad. Su obra literaria no era desdeñable. Había sabido vagar por diversos registros, para regresar a lo fantástico. Tapioca Inn tiene narraciones asombrosas, sobre todo “La semana escarlata”, en la que cruza las fronteras entre el sueño y la realidad en la personificación de un hombre que cuando duerme comete los crímenes más atroces, y al despertar encuentra en los diarios la crónica de sus pesadillas. Mas Francisco Tario optó por aislarse. “Es que no es mi profesión ser simpático”, solía decir. Los amigos terminaron por poner sus distancias. Uno de sus dos hijos, Sergio, dibuja este panorama: “Tuvo una idea romántica de
POSDATA 31
la libertad. Por eso pasó su vida yendo de un lugar a otro, buscando el lugar en donde desarrollarse sin dependencias, sin imposiciones. Incluso esta condición móvil lo alejó de las relaciones que pudo tener en las diferentes épocas, que lo hubieran llevado a establecerse como figura literaria”. Luego se llevó a la familia a Madrid, en donde murió Carmen en marzo de 1967. A ella dedica Una violeta de más: “Para ti, mágico fantasma, las que fueron tus últimas lecturas”. Esa pérdida terminó por convertirlo a él también en un fantasma, a la espera de la desaparición final. “Desde el fallecimiento de Carmen”, ha dicho Esther Seligson, “puede decirse que Francisco Tario trabajó su propia muerte.” Julio, su segundo hijo (es pintor y firma sus cuadros con el apellido materno, Farell), estuvo con su padre en los últimos días, en diciembre de 1977, y vio en un hospital la serena agonía de ese cazador de espectros que luchaba contra un mal cardiaco. Recuerda que un día el doctor lo presionaba: “¡Respire, coño!”, y Tario reaccionó con un humor grave que dejó al médico desarmado: “¿Cómo, doctor, como si estuviera en el parque?” *** Si Una violeta de más hubiera aparecido bajo el nombre de Julio Cortázar, los lectores no habrían pensado que se trataba de una broma, aunque se le ha relacionado más con un “raro” uruguayo: Felisberto Hernández, autor del volumen de relatos Nadie encendía las lámparas (1947), escritor admirado por Gabriel García Márquez e Italo Calvino. Ese libro de Tario abre con “El mico”, que podría estar en el Bestiario cortazariano, e incluye además “Un huerto frente al mar”, “El éxodo”, “Ragú de ternera” y “Entre tus dedos helados”, piezas maestras. En el último relato la superposición onírica crea la sensación del laberinto: cada sueño es un umbral hacia otro sueño. Parecía ser esa la rúbrica, el cierre virtuoso, pero Francisco Tario se reservó para después de su muerte algunas sorpresas, que aparecieron diez años más tarde, cuando se gestó entre el Instituto Nacional de Bellas Artes y la Universidad Autónoma Metropolitana un homenaje tardío. En aquel tiempo Antonio Peláez vivía un aislamiento
POSDATA 32
similar al de su hermano, complicado por una crisis ocular que lo tenía mirando sombras. Para un pintor, esa enfermedad de la vista era una doble cárcel. Aceptó ser el anfitrión de una cena a la que además asistieron Sergio Peláez, el primer hijo de Tario (ya fallecido), y Esther Seligson, con un pequeño grupo de interesados entre los que estabábamos Guillermo Samperio, Daniel González Dueñas y el que esto escribe. El postre se dio muy entrada la noche, cuando Antonio mostró una copia del original mecanográfico (en cuartillas tamaño oficio) de la novela inédita Jardín secreto y habló de tres libretos teatrales que estaban terminados y sin publicar. A dos de ellos, por cierto, se había referido Tario en su conversación con Chiverto. Pero como hasta entonces no había interés por la obra de Tario, la familia no creyó necesario ofrecer a alguna editorial tales manuscritos. Se publicaron las obras de teatro, y hubo incluso una puesta en escena (de poco mérito) de “El caballo asesinado”. Jardín secreto, editada por Joaquín Mortiz en 1993, siguió siendo un territorio a descubrir para los lectores mayoritarios, y hay quien asegura que parte del tiraje fue a dar a la guillotina. Años más tarde los hijos recuperaron el cuento “Jacinto Merengue”, que su padre escribió para ellos y que ha sido considerado en volúmenes antológicos. Por último, en el 2004 una editorial mexicana, Lectorum, reunió los cuentos completos, y falta que empiece a concretarse un proyecto de “obra completa” de aquel que a principios de los años setenta había dicho: “Propiamente no creo haber hecho nada mejor que amar profundamente la vida y obtener de ella todo cuanto me fue posible. Claro está que no lo logré siempre. Pero el que la vida nos proporcione malos ratos, y hasta catástrofes, no nos autoriza para negarle belleza, misterio y muy embriagadoras sorpresas. Bien visto, la vida es la mejor obra literaria que ha caído en mis manos”. En las nuevas historias literarias, Francisco Tario tiene ya el prestigio de un mito sólido, un auténtico fantasma que vagó por la segunda mitad del siglo XX en su ardoroso vuelo de aparecido. Un cronopio clásico.
Cazadores y Recolectores Ricardo Bernal
para el Chimal.
dos los diccionarios del mundo, pero por suerte nadie se da cuenta. 4)
1) Ella es el musgo que crece en las piedras del arroyo, el humo en la pipa del duende, el vaho que exhalan los dragones dormidos en el centro del mundo. Él es un candelabro, el esqueleto inmutable de la espada flamígera, un arroyo ronco que nunca deja de cantar, la puerta cerrada por dentro para que la oscuridad jamás escape.
El Bernal escribe: es mediodía y cuarenta libros a medio leer lo rodean. Hay novelas policiales, tratados de astrología, manuales fáciles para ser mejor, o por lo menos intentarlo. Bernal morirá dejando inconclusos veinte de los cuarenta libros. Después de su muerte, Doris y sus amigos llorarán, dirán palabras torpes en el velorio; alguien se quedará con los cuarenta libros y, sin abrirlos, se los heredará a sus hijas quienes tampoco los leerán jamás. Pero por ahora, el Bernal sigue escribiendo, está a punto de comenzar el capítulo cinco de su único best seller: La historia de mi abuela.
2) Ella se levanta temprano, sacude los restos del sueño dejando caer gatos diminutos, tarántulas de luz, un arroyo de guijarros que desaparece antes de tocar la alfombra. Ella se mira en el espejo y las paredes de la casa crujen. Afuera de la casa, en el cielo, los aviones trazan pentagramas, las nubes se acomodan en ellos y se hamacan al compás del smog. Por las calles, los hombrecitos de plastilina caminan de prisa: es lunes y tienen que resolver muchísimos asuntos urgentes. Bancos. Oficinas. Cantinas. Iglesias. Bancos. Ella sale de la tina, se seca con una toalla enorme y se dirige hacia los cajones. Después de vestirse, Ella mira por la ventana hacia el punto exacto del cielo donde varias décadas más tarde, en uno de los aviones, el capitán beberá café mientras el piloto automático hace lo suyo. El pasajero más viejo del avión escuchará en sus audífonos un disco de Mike Oldfield a las diez de la mañana.
5) Ella camina sin prisa, usa sombrerito, lentes oscuros, muy colorados los labios; si la escena fuera una caricatura antigua, ella sería Betty Boop y cuarenta flores sonrientes cantarían y bailarían alegres a su paso. Ella entra a un edificio, cruza espejos, sonidos planos, miradas cejijuntas que la imaginan desnuda. Se detiene ante un mostrador y abre su bolso: en el fondo hay una pistola.
6) Fue como un sueño: en el velorio de mi abuela, mi madre hablaba en voz baja con otra persona cuyo rostro no recuerdo. Le decía que, de joven, mi abuela se había metido en un lío grande y que mi abuelo la había salvado de la muerte. Tal cual. No. A mi abuelo nunca lo conocí.
3) Él se trepa en la motocicleta, se coloca el casco: una calavera afuera de la cabeza donde guarda su propia clavera. Cinco minutos después: las calles, los dedos del aire, la velocidad, los bosques, el verde lago negro de siempre. Él es un guerrero negro montado en un escarabajo rojo bajo el cielo gris preñado de nubes verdes. Las rojas miradas de los coches lo miran con rencor ciego y la primera gota del aguacero cae en la concha del diminuto caracol que avanza en sentido contrario. No está escrito en el cielo ni en el infierno que la motocicleta aplaste al caracol; la palabra “jamás” desaparece por un segundo de to-
7) Él entra a la cabaña. Un dolor de muelas antiguo despierta, lento como un dinosaurio. Él se quita el casco, mira la escena: un hombre de paja en la mecedora, la chimenea congelada, montones de billetes verdes esparcidos por el suelo, los charcos de sangre… Él trepa por la escalera desvencijada,
POSDATA 33
nubes de polvo como esponjas y el dolor de muelas rencoroso esperando en una esquina del cuadrilátero de su boca.
8) Uno de los motores del avión tose, hace ruidos despiadados, en Australia hay un pájaro menos. El capitán oprime botones, mueve palancas, se rasca la cabeza, suda… El Bernal se rasca la cabeza y decide ahorrarse algunos renglones: el avión cae en picada al compás de la parte más hermosa del Ommadawn. El pasajero más viejo morirá con esas notas en la cabeza.
11) Él y Ella cruzan bosques, puebluchos y valles a 120 millas por hora; la motocicleta arde como un infierno sobre ruedas, la cabaña está cada vez más lejos. Casi todos los billetes verdes fueron quemados. Arriba las nubes son piezas de ajedrez reacomodándose en un tablero profundamente azul y sin escaques. Un avión cargado de carne humana vuela como un moscardón anunciando algo, pero ni Él ni Ella lo escuchan, tan concentrados están en la velocidad de los minutos: al amanecer habrán cruzado la frontera y es casi seguro que en su historia de amor esté escrito un final feliz en technicolor…
12) 9) Ella yace debajo de las tablas. Los labios pálidos, la boca llena de tierra, las manos atadas. Hay uñas, ojos desorbitados, sangre a borbotones: Ella grita y su grito espanta a una parvada de moscas. Ella es un gusano, el vaho que exhalan los dragones dormidos en el centro del mundo. Décadas más tarde, también en el centro del mundo, Satanás escribe cifras, hace sumas con una calculadora antigua y las cuentas no le cuadran, se asoma por la ventana de su despacho y mira hacia abajo; entre llamaradas y estalactitas alcanza a ver la fila de encapuchados recién llegados. Se mataron en un avionazo, le informa la secretaria. Satanás sigue sumando.
10) Él escucha los gritos, baja saltimbanqui y los escalones crujen, de una patada parte en dos la puerta del sótano. Ella morirá de cáncer a los setenta años, lejos de esta cabaña, en un cuarto azul lleno de frascos y enfermeras. Pero ahora ella escucha los golpes, las tablas que crujen. De pronto, como en un sueño cinematográfico, entra la luz y Ella mira el rostro enrojecido y desesperado, felino, bigotudo. Él es un arroyo ronco, feliz de encontrarla viva…
POSDATA 34
Fue como un sueño, llevaba años buscando ese libro. Lo encontré en un puestito de cosas usadas, en la calle, estaba amarrado con otros libros y la señora me pidió muy poco por todo el paquete; se sorprendió cuando le di todo el dinero que traía… Llegué a casa, estaba nervioso pero aún así puse café en la cafetera, ya sabes, el ritual: despejar la mesa, lavarme las manos, cortar con cuidado la cuerdita. Los otros libros no tenían la menor importancia, pero ahí estaba: La historia de mi abuela. En la contraportada, la foto del autor: narizón, cara de loco, audífonos enormes y patillas antiguas. Estaba diciendo adiós desde la escalerilla de un avión.
Minificciones José Luis Zárate
NUBES
políticos. Todos colaboramos con el engaño. Las flashes, las cámaras, los micrófonos.
El campo embrujado resultó ser un fraude, ningún misterio, nada, ni siquiera era siniestro. No había qué hacer, más que mirar el pasto, las vacas a lo lejos. Ellos fueron a comer, y yo me dediqué a ver nubes, las formas imprecisas que recordaban un barco, un rostro, un árbol, unas manos suplicantes.
—¿Quiere decir que nunca llegamos a la luna? Buzz Aldrin lo miró, desconcertado. ¿Es que no entendían nada? —Llegamos a la Luna. Desde ahí vimos el montaje. La Tierra cuelga de un hilito.
Los demás me miran extrañados y me dicen que todo el día estuvo despejado. MICROFICCIONES UNA CORRIENTE
*
En ocasiones escuchamos un fragor desconocido bajo nuestros pies, como si algo corriera –denso y oscuro– en las cañerías, y los automóviles se atascan en el seco asfalto, las ruedas avanzan despacio rodeadas de un lodo que nadie ve, ocurre –poco, pero ocurre que las aceras se llenan de brotes verdes, y puede olerse un frescor entre el concreto y acero de los edificios.
El amanecer se detiene hasta que le damos cuerda.
Los ingenieros sacan viejos mapas y siguen el rumbo de esas perturbaciones. Un cauce seco hace cien años, pero no importa. Aunque no esté ahí, a veces sueña que corre libre el río.
INFORME FINAL SOBRE LA TELETRANSPORTACIÓN.
I WANT TO BELIEVE La presión fue, por fin, demasiada. Buzz lloró en medio del homenaje. Había callado la verdad durante sus años dorados, durante el alcoholismo, pero ahora, rodeado de sus viejos compañeros que, también habían sufrido lo mismo, no pudo soportarlo.
CÓMO ACABÓ LA HUMANIDAD Los espejos mostraron su verdadera función.
Ecxelen.te INFORME DE OBSERVACIÓN Los humanos son parte del ciclo reproductivo de las ciudades.
* Al plantar la bandera en el nuevo mundo, éste empieza a desinflarse.
—Desde la Luna los astronautas tenemos otra perspectiva —decía Armstrong. Buzz lo apartó del micrófono, y dijo: —Todo es un montaje. Había luces, un fondo con estrellitas, un set construido apenas para dar el efecto. Mentimos. Todos mentimos: Científicos, astronautas,
* El viaje en el tiempo permite el suicidio mediante un tiro en la espalda.
POSDATA 35
LA FALLIDA FUGA DEL PEZ DORADO
*
Al romper el cristal toda la casa se derramó dentro de la pecera.
El adicto no sabe que es la aguja la que tiembla, la que sufre, la que ansía…
VACACIONES ESPACIOTEMPORALES
MAGIA
2 días, 7 noches.
Al momento de meter la mano en el sombrero escucha encenderse una motosierra.
CÓMO ACABÓ LA HUMANIDAD. Apareció en el horizonte la palabra FIN, y empezaron los créditos.
* La ventana se atora. A las 1 de la madrugada aún alumbra el sol por ella. * La momia se estremece, las vendas se tensan, el tejido ancestral se abre, con que desconcierto ven surgir una mariposa.
* Derribó la puerta de una patada, para impedir el crimen. Pero ahí no había nada, sólo una puerta en el piso, sangrando lentamente.
* —¿Qué ve aquí? —dijo la mancha de tinta. Respondí: un doctor.
POSDATA 36
Selección de mini y microficción del blog y del Twitter de José Luis Zárate: http://zarate.blogspot.com y http://twitter.com/joseluiszarate
La ciencia ficción mexicana: el espejo de una sociedad que ha perdido la brújula Gilberto Castrejón
Yo anotaba: Piporro, cómico norteño, monstruos nuevos. “Y quiero naves espaciales y viajes intergalácticos, porque es lo que está de moda… Ah, y vampiros, porque los vampiros no pasan nunca de moda… Necesito muchachas muy ligeras de ropa y que sean rockeras… Y un niño, porque los niños le encantan a las mujeres y toda la familia se emociona con las aventuras de un niño.” Anoté: un niño, y le dije: bueno, déjeme que piense a ver qué puedo hacer con todo esto. Diálogo entre Jesús Sotomayor y José María Fernández Unsaín, productor y guionista de la película: La nave de los monstruos.
La literatura de género constituye uno de los mejores ejemplos de ese otro relato de los pueblos, que muchas veces tiene que batallar al margen para que sus voces se hagan notar. Así, la ciencia ficción, al ser una literatura de género, muestra una faceta distinta de la sociedad de la que es producto, en ella se identifica una estrecha complicidad entre arte y conocimiento, y ha resultado ser una literatura bastante representativa —incluso— del estadio de conocimiento científico de la cultura occidental, reflejando sus preocupaciones, deseos y obsesiones, pues no cabe duda que a estas alturas ha alcanzado un lugar propio, como también en su momento sucedió con el género negro. ¿Cuál es el caso de la ciencia ficción en la cultura mexicana? Siempre me ha parecido curioso el ver que se realicen reflexiones y debates en torno a si puede hablarse o no de una ciencia ficción mexicana que tenga una identidad propia, cuando a fin de cuentas, al mirar hacia la historia, sólo se identifican —en la mayoría de los casos— un conjunto de obras de autores que no han hecho de esta literatura su modus vivendi, es decir, éstos sólo han incursionado en el género sin darle al conjunto de su obra un cáliz de ciencia ficción, aunque cabe señalar que los autores que han cultivado y siguen cultivando únicamente la ciencia ficción hicieron su aparición hace poco más de tres décadas, habiendo una continuidad
con autores nacidos en las décadas de los sesentas, setentas y ochentas del siglo pasado, por ello: ¿puede hablarse de una tradición de escritores mexicanos dedicados única y exclusivamente a la ciencia ficción?, ¿la calidad de su obra llega a ser tal que logra colocarse en el gusto de los lectores? Claro, sin precisamente demeritar la calidad de la producción en este género, las respuestas a dichas cuestiones no pueden ser muy optimistas que digamos, sin embargo, creo que lo mejor está por venir. En este sentido, quisiera plantear una tesis que puede resultarme una tanto “cara”, pero que aún así es factible plantear: No existe una ciencia ficción mexicana con sello propio, con rasgos que la distingan de otras literaturas, puesto que la sociedad, la cultura de la que es producto, es tal que sólo “mira desde lejos” los temas propios de la ciencia ficción, que no tiene arraigada una tradición científica y tecnológica, y más aún, los temas que dominan el ámbito literario nacional, la mayoría de las veces poco tienen que ver con los temas de la ciencia ficción. Para los mexicanos los inventos no tienen razón de existir si no hacen más agradable o, de perdida, menos pesada la vida. Cuando descubren, por ejemplo, que el fonógrafo, además de reproducir cualquier sonido o la voz humana, puede traer música a los hogares, entonces lo convierten en artículo de primera necesidad. Es más común encontrar en la ciencia ficción nacional viajes en el tiempo o en el espacio para conquistar mujeres y riquezas, que para cambiar la historia o sojuzgar civilizaciones; y aunque en México se cultive el decadente subgénero cyberpunk desde hace algunos años, nunca llega a ser tan pesimista como el de los países desarrollados, sino más bien sus historias se hunden en un ambiente estoico de resignación, más propio del carácter del mexicano.1 Las afirmaciones anteriores, hechas por uno de los más entusiastas impulsores de la ciencia ficción mexicana, no podrían ser más reveladoras. Cuando 1 Miguel Ángel Fernández, “Breve Historia de la Ciencia Ficción Mexicana” en http://www.ciencia-ficcion.com. mx/?uid=4&sec=textos
POSDATA 37
una sociedad no ha hecho suyas ciertas actitudes frente a la vida, la ciencia y el arte; cuando los individuos que la conforman ven con ciertos ojos utilitaristas los productos de la tecnología, y en cierta forma desdeñan de la experiencia sublime que re-presenta el arte; los productos, artísticos por supuesto, llegan a constituir, en muchos casos, el reflejo fiel de la atmósfera que la misma sociedad y los indivi-duos conforman. Claro, ser reduccionista resulta ser un riesgo, sin embargo, es obvio que la ciencia ficción no es una tradición literaria arraigada en nuestro país. Como mencioné al principio, el buscar rasgos característicos en las obras de ciencia ficción producidas en nuestras tierras, con el afán de distinguirlas de otras literaturas similares, me resulta ser algo bastante curioso, en muchos casos estéril. El arte es universal, aunque las preocupaciones y anhelos de los individuos de una sociedad específica constituyen un síntoma del estado de la cultura de dicha sociedad, por ello: ¿la falta de interés por editar, leer y cultivar obras de ciencia ficción constituye un síntoma de la cultura mexicana? No hay lugar para ser pesimista, existen obras importantes en la producción nacional del género, el impulso dado en su momento por revistas como Crononauta, Asimov o Azoth es notable, lo hecho por el círculo de Puebla2, el CIFF3 y la AMCYF4 resulta ser de veras relevante. Lo mejor de todo esto es que haya escritores y lectores de ciencia ficción, pues queda claro que muy pocas editoriales están interesadas en publicar cuentos y novelas de este género. Pero, a la par de todo esto, existe un hecho: una muestra bastante representativa del tipo de ciencia ficción producida en México, lo conforman las películas del Santo, las historias tipo La nave de los monstruos, pues si bien, Mexicanos en el espacio de Carlos Olvera, resulta ser un icono de la literatura mexicana de ciencia ficción, su trama es una especie de sátira de la sociedad de los años sesenta, con tintes de la novela de la onda, lo que ejemplifica, como dijera Pepe Rojo, que: “los escritores no han buscado a la ciencia en su versión exacta”, la ciencia no es precisamente un protagonista de sus historias, ya que el mexicano, la sociedad en sí “generalmente lamenta su presente, detesta su pasado y, por lo común, teme por su futuro.”5 ¿Con esta atmós2 3 4 5
En 1984 surge el “Premio Puebla de Ciencia Ficción”. Círculo Independiente de Ficción y Fantasía. Asociación Mexicana de Ciencia Ficción y Fantasía. Miguel Ángel Fernández.
POSDATA 38
fera, qué tipo de ciencia ficción puede producirse?, ¿una que juega al absurdo como La nave de los monstruos?, ¿una que sólo ve a la tecnología como algo útil?, ¿que no especula sobre los grandes logros científicos puesto que la ciencia no forma parte de la cotidianidad de los mexicanos?, ¿puede existir una ciencia ficción a la par de la anglosajona de las décadas de los cincuentas, sesentas y setentas del siglo XX, que especulaba sobre distopías sociales? Siempre he preferido entender a la literatura como un espejo de las sociedades, como aquella crónica que fundamenta identidades, independientemente de que la verdadera literatura sea universal; si una sociedad como la mexicana ha mostrado muchas veces que “no sabe a dónde ir”, las literaturas de género producidas en nuestra sociedad difícilmente pueden ocupar el lugar que les corresponde, pues muestran ese otro relato, ese otro rostro que la sociedad se niega a reconocer como propio, a pesar de que, en el caso de la ciencia ficción, cuya gran tradición es la anglosajona, tenga una producción decorosa pero ya de por sí sustancial, cuyas cualidades no alcanzan a abarcar el espectro de la ciencia ficción de habla inglesa, sin embargo, una tradición surge en el seno de una sociedad cuando ésta inserta en todos sus ámbitos diversas instancias que van conformando un “inconsciente colectivo” ad hoc para que la tradición se desarrolle, así, mi premisa final es que esa tradición se está gestando ya en las nuevas generaciones de escritores mexicanos de ciencia ficción, pues el mundo en el que vivimos nos lleva a responder a ciertos estímulos muy característicos. Las nuevas generaciones de escritores han crecido con los cómics, el manga japonés, los juegos de video, la realidad virtual, las películas de ciencia ficción —que cada vez tienen más adeptos—, los grandes logros de la ciencia y la tecnología, por lo que sólo basta esperar, a pesar de que la atmósfera actual mexicana denote que vivimos en una sociedad que ha perdido la brújula, ¿acaso no hace falta mirar hacia las literaturas de género, como la ciencia ficción, para relatar esa otra historia que el establismenth literario no cuenta? Lo mejor siempre está por llegar.
Futuro perfecto Gerardo Sifuentes
Me gano la vida ilustrando el futuro que ven los hombres. Científicos, ingenieros o redactores muestran planos y bocetos de la maquinaria y paisajes que su mente ha creado para que yo los plasme en pantalla simulándoles vida. Esto es una auténtica clase de oficio. Mi carpeta incluye los más diversos futuramas; fábricas orbitales, ciudades submarinas, infinidad de vehículos voladores y autómatas en acción. El trabajo se publica en revistas, portadas de novelas y empaques de videojuegos. Ciertas imágenes formaron parte de ambiciosos proyectos industriales que quedaron a la espera de ser financiados. Muy pocos se realizaron, la mayoría por incosteables o el futuro les ganó irremediablemente, y en la mayoría de los casos fue mejor que así sucediera. La incierta naturaleza del mañana provocaba en mí gran pesimismo. En realidad el futuro no tiene una forma determinada, tal vez ni siquiera un significado, por lo que constantemente hay que reinventarlo. En este punto el señor Dobrunas estuvo de acuerdo conmigo. A este personaje lo conocí justo en el momento en que había perdido la confianza en mi capacidad para crear futuros propios. Apareció en casa una tarde, recomendado directo del Profesor Melampus, el futurólogo de la universidad. El señor Dobrunas se presentó como doctor, aunque nunca dio razón de su especialidad ni de la escuela en donde había estudiado. Su alta figura en un traje ajustado, rostro aguileño y temperamento nervioso me intimidaron. La mirada obsesiva y maliciosa se acentuaba con unas cejas toscamente pobladas. Dobrunas necesitaba ilustraciones para un proyecto de biología: la creación en serie de plantas genéticamente alteradas cuyos detalles se especificaban en el maltratado engargolado que llevaba con él. Al pedirle que se extendiera en sus descripciones, ya que la botánica era un tema nuevo para mí, pareció ignorarme y señaló hacia un cartel de propaganda de la China comunista que colgaba en la pared de mi estudio, en donde un obrero, un soldado y una campesina observaban con decisión hacia el horizonte. “Esta es la imagen del mundo que quiero”, dijo con solemnidad histriónica. Mi padre, en su tiempo un popular caricaturista político, contaba la historia de un cartógrafo del siglo XVI, quien para indicar las zonas desconocidas del mar
incorporó en sus trabajos una serie de monstruos quiméricos que asomaban a la superficie del agua. Un día, este hombre se sorprendió al escuchar a unos marinos describir encuentros con las criaturas que él se había inventado en los mapas. En el proyecto del señor Dobrunas, las plantas con genes alterados parecían obedecer a un capricho delirante más que a un experimento fruto de la erudición científica. Al principio sus anotaciones describían con lujo de detalle retoños de hojas palmeadas, que emergían tímidamente de miles de tubos de ensayo en un laboratorio-invernadero. Pero al pasar las páginas, las flores y demás vegetales evolucionaban hasta formar parte de un oscuro jardín ultraterreno, compuesto en su mayoría por plantas carnívoras gigantes de todos colores y bulbos extravagantes. Los bocetos espectrales del doctor estaban hechos con trazos temblorosos recargados de tinta negra. Al leer las notas, escritas con correcta y diminuta caligrafía, sus divagaciones estaban lejos de parecer un ensayo científico digno de tomarse en serio. Las conclusiones atendían a una suerte de metafísica más que a la ingeniería genética. Pensé en sugerirle que primero enviara el proyecto con algún especialista, pero como el dinero fluyó generosamente y de manera inmediata decidí aceptar el trabajo; después de todo a eso me dedicaba, a darle vida a lo improbable, la propuesta no me correspondía juzgarla. Transcurrieron un par de semanas. Dobrunas pareció encantado con los avances que le mostraba en la pantalla de la computadora, y conforme le daba vida a aquel delirio botánico su entusiasmo creció como el de un adolescente. Después llegó con un portafolios lleno de libretas, en donde daba cuenta de un plan más ambicioso de lo que yo esperaba. El paraíso esquizofrénico del doctor Dobrunas incluía extensas praderas sembradas de vainas gigantes, que criaban en su interior fetos humanos similares a mandrágoras. Esto era el principio de un excéntrico bestiario vegetal, donde se describía una sociedad simbionte entre las plantas gigantes y la humanidad, e incluía los detalles de una religión creada para la convivencia de las dos especies. Como ejercicio de la imaginación me resultaba atractivo, si este hubiera
POSDATA 39
sido el ambiente de una cruda película de serie B, con explicaciones superfluas para crear aquellos seres. Pero lo que más me impresionó fueron las conclusiones; su propuesta era un ambicioso plan para volver a poblar la Tierra. Ni más ni menos. No tenía ante mi un proyecto de biología con fundamentos, sino un space opera mal redactado. Se lo comenté al profesor Melampus, pero mi mentor sólo pidió paciencia para tratar el caso. Una noche, al terminar una ilustración, decidí ponerle fin al encargo. Mi mente no pudo continuar. Releí aquellas extrañas libretas, impaciente y molesto; tuve envidia de aquella voluntad para crear universos. Una idea comenzó a germinar en mi cabeza. Ignoré las restricciones de los futuramas y fundé los cimientos de una anécdota, misma que reconocí como una extraña alegoría del momento que vivía. Mis ilustraciones comenzaron a contar una historia de ficción. En ella, un par de científicos enfrentan diminutos ejércitos de plantas carnívoras e insectos en una suerte de ajedrez, cuyo tablero era un elaborado jardín victoriano. La historia se desarrolla el día en que los hombres de ciencia beben té y observan con enormes lupas el desarrollo de los acontecimientos. En cuestión de horas me encontré volcado a la creación de mi propio mundo. Pronto surgieron nuevas ideas, y recurrí a las metápolis con su vida marginal, a los autómatas confundidos por las instrucciones de sus dueños, a las colonias espaciales abandonadas. El futuro seguía siendo el mapa de un mundo inestable, y sin embargo había que enfrentarlo o no tendríamos más remedio que ser tragados por las bestias del mar. Satisfecho conmigo mismo, y después de un par de días de inventar pretextos con las entregas, decidí avisarle por teléfono a Dobrunas la cancelación del proyecto. Contrario a lo que esperaba, no pareció molestarse ni me pidió explicaciones, y me dijo que pasaría a recoger su material en los días siguientes. Minutos después, en otra llamada telefónica, supe por el profesor Melampus la verdadera identidad de mi cliente. No era doctor, su nombre real era Igor Feréz, eficiente empleado de una librería técnica de los alrededores de la universidad. Dobrunas-Igor
POSDATA 40
Feréz había intentado sin éxito ingresar a la facultad de biología, convirtiéndose con el tiempo en un autodidacta esmerado aunque con lagunas de conocimiento. Su obsesión lo llevó a colarse a clases y deambular por el campus cargando gruesos libros. La investigación sobre las plantas era su oportunidad para demostrarle al mundo la capacidad de su intelecto. Al enterarme de esto, tuve una mezcla de lástima y desprecio hacia él. Sin embargo, aunque los dos imaginábamos utopías, la diferencia esencial era que Dobrunas creía firmemente en ellas; para mí sólo se trataba de un trabajo como cualquier otro, donde creaba variaciones de los sueños de otras personas. Lo de Igor, aunque incoherente, era genuino en su concepción. Después de casi veinticuatro horas de trabajo continuo me tomé unos tragos y contemplé con vanidad las ilustraciones de las plantas e insectos en batalla. Me encontraba tan satisfecho con ellas que el furor del alcohol me hizo elucubrar nuevas posibilidades, algunas más interesantes o absurdas que otras. Las ideas de Dobrunas habían provocado en mí una enorme y angustiosa explosión de creatividad que apenas podía controlar. El timbre de la casa irrumpió histéricamente. Al abrir la puerta me encontré con Dobrunas, o Igor Feréz, quien además de llevar su inseparable portafolios, en otra mano sostenía una bolsa negra. No supe qué decirle, en circunstancias ordinarias le hubiera pedido que regresara a la mañana siguiente, pero el alcohol me tenía de buen humor así que lo dejé entrar. Su actitud fue de indiferencia nerviosa, como si tuviera mucha prisa, apenas dándome las gracias por el trabajo que había hecho hasta entonces. Sacó un fajo de billetes y me los ofreció, observando embelesado el poster de propaganda chino. “Tengo otra cosa para usted”, dijo sin despegar la vista del cartel. De la bolsa negra sacó una pequeña maceta con una planta. “Mañana me voy a otra ciudad.” La noticia me tomó por sorpresa. Su gesto de cortesía me había conmovido. Pero al observar el regalo me quedé helado. Era una planta carnívora con las fauces cerradas, tan pequeña y delicada que creí se desbarataría en mis manos. Observé a Igor Feréz a los ojos, y por reflejo le invité un trago, al menos así tendría que explicarme algunas cosas. Aunque al principio dudó, terminó aceptando con un impulsivo agradecimiento.
Me explicó el cuidado que requería la planta, así como su opinión personal sobre los últimos avances en genética y de cómo podían emplearse estos para el beneficio de la humanidad. Al parecer, el diletante estaba al corriente de todo, tal vez no se perdía una sola revista o canal de divulgación científica. Yo lo escuchaba con atención, sintiéndome un poco mareado por los tragos, y en un punto de su plática llegué a sentir compasión por él; después de todo nada lo había detenido para realizarse, aunque fuera una gran mentira. Me comentó el origen de sus plantas: eran una especie encontrada en el desierto que la botánica tenía como inclasificable; la buena suerte lo había tocado. En su casa tenía habilitado un invernadero para conservar aquellos especimenes, pero necesitaba más fondos para acelerar la investigación de estos. El regalo que me hizo aquella noche era la primera generación criada por Igor Feréz. “Además, ellas se comunican conmigo por telepatía”, dijo, “y esta noche me di cuenta de lo que piden, quizá usted me pueda ayudar, ¿aceptaría?”. Conforme él hablaba su lengua se convertía en una pasta que le impedía articular palabras coherentes. Yo solo veía la pequeña e inofensiva planta, tan incapaz de enviar mensajes telépatas como yo de recibirlos. Decidí que era suficiente y comencé a despedirlo cortésmente. Ya no quise seguir con su juego, me sentía muy cansado. Fingí creerle, le dije que después podríamos continuar con la misión de sus plantas. Dobrunas captó mi mensaje. Irguió la cabeza con dignidad, se puso en pie, hizo una caravana exagerada para despedirse y salió con un vaso lleno de alcohol en la mano. Azotó la puerta al salir. En lo que a mí correspondía, el incipiente reinado de las plantas carnívoras estaba terminado. Mi primer proyecto profesional fue ilustrar una plataforma petrolera, y aquella misma noche soñé con ella. Descendía de nuevo en el batiscafo y por una ventanilla veía a los buzos colocando tuberías. Uno de ellos, el que nadaba sin equipo, era Igor Feréz. Desperté con el vuelo de una mosca cerca de mi rostro. Me sentí crudo, y sentado al borde de la cama pensé en ordenar el día. Quise avisar al Profesor Melampus de la decisión de Igor de abandonar la ciudad. Fui por café, pero al pasar por el estudio rumbo a la cocina supe que algo andaba mal. El vacío en la pared delataba la ausencia del cartel de propaganda chino. Sorprendido, grité de rabia. La chapa de la puerta se encontraba forzada. ¿A quién podía culpar del robo si no era al mismo Igor? Me inquietó pensar que el tipo se había metido a
la casa mientras yo dormía. La idea me asustó, ya que podía esperar cualquier cosa de él. La pequeña planta carnívora continuaba en la mesa. Revisé cada rincón, cerciorándome que nada hiciera falta. Detrás del sofá se asomó su enorme portafolios , como un perro regordete esperando a su dueño. Lo había olvidado en su borrachera, y me regocijé por aquello. Sin pensarlo demasiado vacié el contenido de este. Encontré sus libretas, con la escrupulosa descripción del planeta que soñaba construir, además de un par de discos de música clásica, copias de los futuramas que le había hecho, viejas revistas de ciencia y un maltratado sobre manila. Al abrirlo quedé estupefacto. Las polaroids del interior mostraban a chicas adolescentes bailando desnudas en un cuarto, como hadas, todas con un pañuelo rojo atado alrededor de sus cuellos. Eran al menos seis, y se veían muy contentas. Me sentí excitado, reí con morbo. En otra foto estaba Igor Feréz vestido con una túnica blanca. Aparecía abrazado con dos de ellas. Su rostro dibujaba una siniestra mueca de seguridad. Reí a carcajadas, me había sorprendido. Decidí olvidarme del robo, me bastó con conocer un aspecto íntimo de aquella persona, tan interesante y excéntrico como su mundo de plantas carnívoras. Una semana después se encontraron cinco cadáveres semienterrados en un invernadero a las afueras de la ciudad. De acuerdo a los reportes de la prensa, todos estaban cubiertos por gruesas enredaderas mientras un ejército de insectos se daban un banquete con ellos. Eran mujeres jóvenes, les habían cortado el cuello. Fue un escándalo impresionante. Re-lacioné de inmediato la noticia con Igor Feréz, llamé de inmediato a la policía y no estuve equivocado. Me pregunté en qué hubiera podido ayudarle cuando me lo propuso. Gracias al doctor Melampus me enteré de otros detalles. La planta que Igor me regaló aquella noche, y otras que encontraron en su invernadero, no se alimentaban de sangre humana por supuesto. Es un hecho que pertenecen a una rara especie primigenia. Un equipo de científicos encabezados por Melampus las estudian en espera de revelar sus secretos. Jamás pensé que ese tipo de seres tuvieran tanto poder de atracción. Ahora las encuentro fascinantes. Su forma tan poco convencional, anómala a decir verdad, es terrorífica y perfecta. Hasta ahora nadie sabe dónde encontrar a Igor Feréz. Es posible que ande en el planeta de las mandrágoras, inseminando la tierra para cosechar vainas
POSDATA 41
gigantes y bailar toda la noche con la única ninfa que se sabe escapó con él. Su historia ha invadido los medios. La gente puede ver en varios programas de televisión, documentales, artículos, calcomanías, graffiti y playeras los rostros de Igor y sus chicas muertas. Existen también un par de canciones muy populares sobre el caso. De esta manera pudo convertirse en parte del futuro. Ni yo lo hubiera ilustrado tan bien.
POSDATA 42
Tequila loup garou FG Haghenbeck
Conde Carl de Khervenhüeller 3 de Marzo, 1913. Querido Amigo. Te escribo después de varios años sin retomar nuestra comunicación epistolar. Me conmueve el saber tu delicado estado de salud. Desde nuestro encuentro fugaz en el año de 1865 en la ciudad de Puebla, donde ambos peleábamos en bandos contrarios y después de mi visita a Europa, donde ya portabas tu titulo de nobleza, me hace suponer que hemos cosechado un lazo al que llaman amistad. El cual, ha perdurado a pesar de nuestras diferencias. De antemano agradezco esta relación, que me evoca que aun existen hombres de bien. En ese primer cruce tú ostentabas el cargo de coronel de los húsares del Emperador Maximiliano. Eran los tiempos donde Napoleón III jugaba a la colonia en México imponiendo su títere Maximiliano de Hazburgo. Aun pienso en la fortuna que cuando tus hombres me atraparon, o me encontrara mal herido. No deseo pensar que hubiera sucedido en caso contrario. Cuando me llevaron a ti, supe que comprenderías mi situación por tus raíces nobles. Por ello, agradezco las bondades alcohólicas del mezcal tequila que bebimos, pues ayudó a que comprendieras y no te sobresaltaras ante mi apariencia. En ningún momento sentí un dejo de repulsión a tu servidor, un hombre que al verse mutilado el brazo, se hizo colocar la hoja de una filosa espada. Admito también que la limpieza no era mi prioridad en ese tiempo. Mi largo pelo sucio portaba alimañas y costras de sangre. En mi larga levita militar había rastros de mis peleas. Puedo imaginar el olor hediondo que desprendía. Los muertos no se caracterizan por el aroma de flores. Pero aun así, fuiste todo oídos. Esa noche logré explicarte mis razones de lo que creo es un acto de justicia divina: la destrucción de los rústicos. Tu ya conocías la fama que presidía al general Leonardo Márquez, que como general conservador fue un fanático de las guerras y con sangre fría mostró su indiferencia por la vida humana, recibiendo el apo-
do de “el Tigre de Tacubaya” por las ejecuciones que hizo en una de sus victorias en 1859. Te expliqué que ese hombre, enfundado en los rituales romanos de los católicos y en su hambre por el poder, a base de punta de pistola, logró que el obispo de Xalapa reviviera el rito pagano de San Patricio con el que transformó a Vereticus, el rey de Gales. Hoy, después de años de mis propias investigaciones, he comprendido que el ritual de Licaón no funciona sin la furia interna. Tan sólo extrae la esencia de cada ser. Tus ojos incrédulos veían a un loco en mi cuando narraba cómo Márquez entró a mi refugio, el pueblo de Tacubaya, con una docena de hombres. Acogidos por la luz de luna llena, masacraron a todos sus habitantes incluyendo mi amada. Pero esos no eran soldados normales. Lo supe al ver cómo se despojaban de sus uniformes y a su vez de la carne humana, que se rasgó cual diminuto traje mostrando su interior. La bestia que habitaba en ellos emergió. Todo pelambre negro, garras y dientes. Cubiertos por ese liquido primordial cual placeta de un recién nacido, pues en cada luna llena nacen de la matriz de esta. Aun me cuesta trabajo recapitular los eventos de la matanza: atestiguar cómo arrancaban brazos para exprimirles sangre; el sonido de ruptura en las cabezas para devorarlas; y el olor de la sangre, revuelta con su líquido viril que expulsaban excitados por el bacanal, pesan en mi ser. Gracias a mi escondite evitó que terminara como una de sus desdichadas victimas. Yo ya no era normal. En mi brazo había cicatrices perpetuas, pero aun no contaba con mi prótesis mortal para esos demontres. Márquez disfrutaba devorar las viseras de las mujeres. Al verlo resquebrajaba el pecho de mi amada cual baúl apolillado para arrancar su corazón, me hizo enfrentarlo. Amigo, tú sabes que desde ese momento cuando mis ojos se cruzaron con ese Mefistófeles, mi lucha no cesaría hasta su destrucción. Aunque sus compinches trataron de hacerme el mal, me defendí. Los candelabros de plata de la iglesia me salvaron. Varios cráneos se abrieron a mis golpes. Márquez huyó, pero la bajeza estaba consumada y su apodo lo marcaría para toda la vida.
Con la llegada de los ejércitos franceses, yo
POSDATA 43
ya sabía cual era mi posición: destruir a todos los rústicos como Márquez. Para mi desgracia, en las filas de los generales Bazaine y Forey había Loup Garous franceses, Lobishomes de la región de Cataluña y Werwolfens alemanes. La sangre de la guerra los llamaba cual moscas a la miel. Fue una alivio que yo y los míos estuviéramos en las filas del presidente Juárez. La batalla de Puebla tan sólo fue ganada porque el general Zaragoza aceptó mi propuesta de cargar los fusiles con balines de plata. La derrota de las bestias de Napoleón III fue una señal para él. Esta tierra no era de su propiedad. Supongo que el austriaco Maximiliano no aprobaba el uso de licántropos en sus filas, pues tu desconocías de estos eventos cuando los narré. Además, la expulsión del malandrín de Márquez a Constantinopla con el pretexto de examinar construcciones religiosas era una manera de contenerlo, pues desde 1542 el Emperador de Constantinopla dio persecución y mató a más de 1500 licántropos. Debo agradecerte que hayas creído en mí, y a pena de haber sido castigado, dejarme escapar a la madrugada. Aun creo que mi ofrecimiento de unirte a los nuestros te tentó, pero tu corazón resolvió por la razón. Sabia que el Emperador estaba perdido. Su renuencia a utilizar a las bestias le hizo firmar su sentencia de muerte. Muchos indios nahuales se nos habían unido a lado de Juárez. Para ellos, y nosotros que sabemos movernos de noche, no nos fue difícil tomar la plaza de Querétaro. Me duele que el príncipe Maximiliano muriera sin comprender que no luchaba una sola guerra sino varias, y muy añejas. Su sangre terminó la invasión de los rústicos extranjeros. Pero mi venganza hacia Márquez no terminó. Te pedí que me lo entregaras durante el sitio de la ciudad de México. Aunque fuiste testigo de que mi cuchilla de plata de la prótesis partiera a los prisioneros en dos y cercenara cabezas para que los perros devoraran los ojos, fuiste impasible cual roca. “El remedio de las injurias, es el olvido de ellas“ me dijiste. En el fondo tuviste la razón. La vida es muy corta para vivirla cabreado. Por eso, Márquez huyó. Tú regresaste como vencido a Europa, pero en el fondo como triunfador. Así como yo me quedé en mi tierra como vencedor, pero a la vez derrotado. Y por eso te escribo hoy, que el Tigre de Tacubaya ha muerto por fin. Este, regresó en 1865 con un perdón
POSDATA 44
presidencial otorgado por Porfirio Díaz. Llegué a volverlo a ver. Era un hombre viejo, achacoso y delirante. Aun descubierto de su piel humana como rústico, era un débil lobo de pelo canoso. Comprendí que como un perro, los años terminan matándolos. En cambio yo aquí estoy. Traté de rehacer mi vida, pero el muñón de mi brazo palpita y la plata de mi espada me quema en las noches de luna. Las nuevas guerras me llamaron. Donde hubiera más muertos, mejor me sentía. Además esta la sangre. Siempre se trata de sangre, pues nunca podré desprenderme de esa única debilidad que es mi alimento para subsistir. Aun sin rival, por convicción, me cerceno mi brazo que se empeña en crecer, para colocarme la espada. Amigo, me despido mientras me enfilo con el general Villa a las tierras del norte, donde nuevos licántropos están cruzando la frontera. Esta vez vestidos del ejército americano. Deseo que tu enfermedad te dé una muerte tan digna como la de tu abuelo, del que también tuve su amistad. Yo permaneceré en esta tierra de pecadores, para limpiarla de demonios.
Despidiéndose, tu amigo Conde Karol Duval de Coyoacán.
P.D. Me he ganado el apodo entre los villistas de “El Vampiro“ por mis hábitos nocturnos. ¿No crees que es una broma sarcástica?
El buen cielo
Ricardo Chávez Castañeda
Cuando el cielo empezó a llevarse a los padres, los hijos se asustaron. Mamás y papás caían hacia arriba como globos e iban empequeñeciéndose en las azuladas alturas hasta desaparecer.
que se extienden hacia el buen cielo para darles un beso y decirles que los quieres, aunque ellos nunca contesten.
Nunca volvían. Los niños empezaron a meter objetos pesados en los bolsillos de sus padres y en los abrigos de sus madres, pero aquello sólo sirvió para hacer más lenta la caída al cielo. “¡Ayúdenme! ¡Ayúdenme!”, bajaban los gritos, mientras las mamás y los papás eran arrastrados hacia arriba. Los hijos se quedaban en la tierra con los brazos en alto; con las manos abiertas igual que arañas invertidas. La última imagen que permanecía grabada en sus llorosos ojos eran siempre las sucias suelas de zapatos y de zapatillas sumergiéndose entre las nubes. Un niño todavía con padres inventó lo de las anclas: ayudarles igual que si fueran barcos para detenerles en la tierra. Las anclas eran pesas de metal, cadenas y un bello collar. Se las pusieron mientras dormían. Las pesas de metal crujieron y se tensaron las cadenas sin romperse, pero las anclas no mantuvieron a los padres en el suelo. Lentamente las mamás y los papás empezaron a ser jalados por el cielo a pesar de sus bellos collares que los sujetaban por el cuello, pero al menos se consiguió que ya no atravesaran las nubes. Padres y madres se quedaron entonces a la vista de sus hijos, con sus cabellos ondulando cual medusas en el aire. Vistos a lo lejos, desde el horizonte, con sus piernas entreabiertas apuntando al cielo y sus brazos extendidos apuntando al suelo, los papás y las mamás flotan de cabeza como espantapájaros invertidos meciéndose por encima de las casas. Así que en días soleados y de viento, los niños sin padres se encaraman por las tensas cadenas
POSDATA 45
Hermenéutica del miedo: ‘El dolor es un triángulo equilátero’ de Norma Lazo Magali Velasco Vargas
A mis alumnos y exalumnos de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez
Norma Lazo era de esas niñas que leían bajo las sábanas con una linterna. Que se aterrorizaban de las sombras proyectadas en la pared; usurpar del librero El Dr. Jekyll y Mr. Hyde para luego de puntitas ence-rrarse en su cuarto, era ya una película de horror. Desde muy temprana edad entendió que el miedo no lo inspiraba aquello que creía la seguía, observaba o acechaba como ente tangible, sino lo que su mente proyectaba, lo que ella poderosamente imaginaba. Su interés literario se limitó a la búsqueda del miedo. De Stephen King o Peter Straub y otros autores de género fantástico de terror, sintió la necesidad de conocer diversos pasajes de la historia bélica. Las lecturas sobre las Cruzadas, la Santa Inquisición, las Guerras Mundiales, las dictaduras latinoamericanas le revelaron la vacuidad del horror literario: “El verdadero horror provenía del hombre y las sociedades que inventaba. Abandoné mis lecturas de horror sobrenatural por algún tiempo porque me pareció tonto. Busqué otro hobby”. (59). Es así como en plena adolescencia (14 años) Norma Lazo decide coleccionar huesos. Al regresar de un viaje a la ciudad de México, la narradora veracruzana descubre que su colección ósea había sido devorada por la basura como le sucedió a sus cuentos infantiles de asesinatos y a sus libros de horror de pasta dura y letras doradas. Norma Lazo ha configurado su propio gótico tropical (como en Juegos florales de Sergio Pitol) proyectando esa sombra en su obra: los cuentos de Noches en la ciudad perdida (1995), las novelas Los creyentes (1998), y El dolor es un triángulo equilátero (2005), el ensayo El horror en el cine y la literatura acompañado de una crónica sobre el monstruo en el armario (2004), las crónicas de nota roja Sin clemencia. Los crímenes que conmocionaron a México (2007) y otros cuentos recuperados en las antologías: Recuento de cuento veracruzano (1991) Los mejores cuentos mexicanos (2000), Un hombre a la medida (2005). Compiló, en 2006, la antología Cuentos violentos.
POSDATA 46
En cada uno de sus libros ha desplegado variaciones de un mismo tema: el horror que habita en nosotros. Además de las influencias literarias, el discurso cinematográfico y fotográfico está fielmente presente en sus textos. En lo literario hay una depuración de lo gore, de lo hard, de las pulsiones de violencia psicológica y del desprendimiento frente a la otredad. Anteriormente mencioné que Norma Lazo es una escritora que escapa a las clasificaciones, su obra también. ¿Dónde colocarla en el canon mexicano?6 Escribe de gente muerta pero también de serial killers; sus personajes matan en nombre de una dulce eutanasia, en nombre de una más dulce venganza; hay suicidas que no dejan cartas; leemos pasajes donde se nos describe escenas sadomasoquistas y no es pornografía. Una mujer escritora cuyo discurso exhibe el cuerpo femenino pero también el masculino, que juega con los estereotipos como lo ha hecho la fotógrafa norteamericana Cindy Sherman7, 6 Mario Muñoz relata que al leer unos cuentos inéditos y novísimos de Norma Lazo, notó “que no había en ellos ninguna semejanza con la acostumbrada ‘literatura femenina’ mexicana”. (Muñoz, 2006: XII y XIII). Sin entrar en discusiones bizantinas sobre cuáles son los temas femeninos o qué es una literatura femenina, citaré lo que el crítico veracruzano da como ejemplos de fórmulas previsibles y convenciones temáticas de una narrativa escrita por mujeres: “conflictos de pareja, madres complacientes y sacrificadas, parejas azuzadas por la incomunicación, mujeres sometidas a la rutina del hogar o la oficina, chavas insatisfechas en busca del hombre que las colme, esposas mantenidas por esposos encumbrados, familias consagradas a los ritos de la forzada convivencia cotidiana, muchachas que cumplen con el acostón del novio en turno, machines endiosados por la calenturienta imaginación femenina”. (XIII). 7 Cindy Sherman (New Jersey, 1954) en su prolífera producción ha hecho un replanteamiento de los roles estereotipados que conforman el imaginario femenino de los mass media y el cine. Ha entrelazado la pornografía con el género de terror, creando una mise en scène de la sexualidad humana, ambigua y compleja. El cuerpo es pilar de su discurso fotográfico apropiándose del mismo al ser ella modelo y fotógrafa a la vez. De la temática corporal, Sherman destaca su papel protagónico en los tiempos modernos: si bien el cuerpo ha sido símbolo de vida-muerte / juventud-vejez, hoy concentra los excesos de la anorexia, la bulimia, la obesidad, el sadomasoquismo, la tortura, la mutilación, las cirugías plásticas, el fisicoculturismo, etc. En el cuerpo se lee nuestra identidad. Nunca como ahora so-
a partir de la ironía, del guignol, de una gramática de los gestos, es decir, la acentuación de los estereotipos sobre todo femeninos. Como Sherman, quien ha explorado lo abyecto del cuerpo (fluidos, excremento, excesos sexuales y perversos) y del cuerpo social (mass media, consumismo, mercantilismo, pornografía, prostitución), Norma Lazo apuesta por una poética de lo repugnante, término propuesto por Cirinne Sacca Abadi8, esto es, el quiebre en el efecto estético a partir de la irrupción del asco. La dislocación de pulsiones vitales y apocalípticas, amén de perturbar el sistema y aquello que consideramos seguro, ordenado, sano y equilibrado, también puede ser metáfora liberadora, paradoja simbólica. Norma Lazo, cuya filiación literaria y amistosa la unen a Mario Bellatin y a Guillermo Fadanelli, no ha captado la atención de los críticos de la manera en que lo han hecho la obra y figura de estos dos narradores también de los 60’s. La colección de huesos que inició en el puerto de Veracruz a los 14 años, fue el sino de otras más: Norma colecciona monstruos de juguete. “El coleccionismo —nos dice Rosalba Campra— tan antiguo como el hombre mismo, es la manifestación concreta de la necesidad de establecer nexos, ya que supone clases de cosas que vale la pena coleccionar”. (Campra, 2006:13). La galería de monstruos de Lazo la conforman también sus personajes, esos han quedado prisioneros pero cada vez que se asoman entre páginas es como si salieran del clóset.
mos leídos por el otro a través de la apariencia. En la serie Fairy tales (1985) Sherman jugó con personajes de cuentos de hadas, a propósito comentó: “En las historias de terror o cuentos de hadas, la fascinación con lo morboso es también para mí un modo de prepararme para lo impensable…”. Ver: “Cindy Sherman: Cómo tornar (in)tolerable el placer de mirar lo prohibido”, de Corinne Sacca Abadi, en: Mujeres fuera de quicio, Argentina, AH, 2000, p. 263. Cfr. www.cindysherman.com 8 Apoyándose en Kant quien postula que el único límite para obtener una experiencia artística es provocar asco, Corinne Sacca encuentra, precisamente en este efecto, una poética de lo repugnante en tanto que: “Los espectadores de hoy estamos entrenados por una estética cuya ética apunta a sincerar vivencias duras, que estiran cada vez más los límites de la metáfora hacia terrenos nunca abordados. Sin embargo algunos artistas, como la francesa Orlan, producen en sus obras una violenta caída de la metáfora, al someter su cuerpo compulsivamente a cirugías plásticas que luego comparte con el público en un espectáculo interactivo, en el que renuncia involuntariamente al ‘como si’ del arte”. (268)
- El círculo del porno-horror La novela El dolor es un triángulo equilátero (2005) ganadora en el 2007 del Premio Nacional de Literatura José Fuentes Mares (Universidad Autónoma de Ciudad Juárez) a obra publicada, plantea desde sus paratextos (título, epígrafe e imagen de la portada) el tema y la forma. El fragmento del poema “Una imagen divina”, epígrafe de William Blake, evoca la composición de un Frankenstein: “La crueldad tiene un corazón humano, y los celos un rostro humano, el terror la divina forma humana, y el secreto el ropaje humano”. La autora elige estos versos y con ello lanza un guiño intertextual al remitirnos a la novela El dragón rojo (1981) de Thomas Harris llevada al cine en 2002, bajo la dirección de Brett Ratner y escrita por Ted Tally, guionista de The Silence of the Lambs. Harris utiliza el poema “Una imagen divina” para conectar a su lector con el impresionante grabado de Blake: “El Dragón rojo y la mujer vestida de sol”. Para Norma Lazo, Frankenstein, el monstruo de corazón triste, “es una historia sobre la belleza intangible e imperceptible para el ojo humano”, “una parábola sobre las relaciones entre padres e hijos” (2004: 77 y 78). El grabado de Blake muestra un ser humanoide y viril, que fusiona los rasgos del dragón (alas y cola) con los del demonio (cuernos y llamas). La actitud amenazante de sus alas extendidas, los pies en punta y los músculos tensos exacerban el miedo que el rostro de la mujer, en clara desventaja y súplica, manifiesta. El dolor es un triángulo equilátero está dividida en dos partes: “El círculo”, donde se narra los últimos días de la infancia de Fabián, el narrador y protagonista; y “El triángulo”, los meses sin Fabián adulto, tras su suicidio. El círculo abre la narración de 0 º a 360º dibujando una ventana a la vida de un niño que asiste noche tras noche al terror de su propio dragón: el padre a quien llamará todo el tiempo el Cerdo, sodomizando a su madre. Como en el grabado de Blake, la progenitora de Fabián, la dama luminosa que olía a lluvia, es sometida a prácticas ritualistas emparentadas con la pornografía y el terror. Fabián-niño construye su miedo a partir de los “ruidos amenazadores” provenientes de la recámara de su padre. En su imaginario proyecta un ser bestial al que nombra el monstruo-puerta, que devora a sus padres entre exhalaciones y pulsaciones. El día que logra mirar a través de la cerradura, descubre que el monstruo-puerta es el Cerdo; los ojos de éste serán comparados con la mirilla. La habitación es un
POSDATA 47
contenedor de lamentos y en esta primera parte de la novela, la narración se centra en lo sensorial, en el plano olfativo: Fabián percibe el aroma de flores podridas en el jarrón, de las salsas picantes cocinadas por su mamá en el desayuno, el repugnante olor a sudor, aliento y eructos del Cerdo, en contraste con los hedónicos perfumes de la madre: yerbabuena, comino, tierra mojada. Los ruidos, como en “Casa tomada”, son vehículos metafóricos paradójicos de “la sagrada familia”; los gemidos y el llanto de la madre dialogan con los bramidos del Cerdo. La bestialización del padre descuella del amor edípico de Fabián. El niño se vuelve un voyeur del porno-horror de sus propios padres. El círculo se cierra con la epifanía de que su madre, por más que le suplique, jamás dejará fuera de su circunferencia al Cerdo, antes bien, le pide a su hijo que lo quiera y respete. Sobreviene la primera de varias crisis de ansiedad, el círculo comienza a desdibujarse, de 360º a 0º. Una pistola y un motivo son suficientes para cometer un asesinato. Fabián sustenta su discurso interno en dos compensadores arquetípicos de lo masculino y lo femenino: Blondie, interpretado por Clint Eastwood, en El bueno, el malo y el feo; y el ícono sexual de los 70’s y 80’s, Farrah Fawcett, la mujer más bella, dice el niño. El sociólogo Gilles Lipovetsky afirma que la violencia en las sociedades primitivas (hasta el siglo XVIII en el mundo occidental) se regía por valores donde el honor, la dignidad y el escarnio social, eran la base del código de la venganza. La violencia, entonces, se situaba junto con la crueldad como un comportamiento dotado de un sentido articulado a lo social. Clint Easwood metaforiza la valentía frente a la cobardía, como caza-recompensas que es, su comportamiento responde a una escala de valores al margen de la legalidad, pero limitada por sus propia conveniencia e intereses. Blondi no actúa anárquicamente; su doble juego, con la autoridad y con el Feo, obedece la ley de la transacción y del trueque. Fabián no duda usar la pistola contra su padre, no duda vengar el asesinato que lo ha dejado en la más oscura orfandad. La violencia vengativa, continúo con el sociólogo francés, “no es un proceso ‘apocalíptico’ sino una violencia limitada que mira equilibrar el mundo, de instituir una simetría entre los vivos y los muertos”. (177). Cuando la policía descubre al niño en su ático donde dormía, percibe que repite compulsivamente una estrofa del himno nacional mexicano (mas si osare
POSDATA 48
un extraño enemigo) y en sus manos aprisiona unos recortes de su posters más preciados: son los ojos y las manos de Clint Eastwood; la boca sonriente de Farrah Fawcett; la nariz, las orejas y el símbolo delta del uniforme del Capitán Kirk, de Star Trek. Fabián narrador, quien enuncia desde la muerte proclama: “Ahora sólo debía aprender a no esperar nada: el tamaño del dolor es proporcional a la magnitud de la esperanza”. (Lazo, 2005: 38). -Violencia del silencio, de la indiferencia, verbal, hard, de sangre y autodestructora La segunda parte de la novela, “El triángulo”, narra la llegada de un joven repartidor de pizzas a los condominios donde vivió y se suicidó el fotógrafo Fabián. La voz narrativa cambia a tercera persona y los personajes parecen extraídos de un grotesco carnaval. Carentes de nombres propios, los habitantes de los departamentos serán denominados por su aspecto físico o por su oficio, salvo la dueña del inmueble, Felicidad, y su amante, el licenciado Loveland, abogado de la compañía. En esta segunda mitad, la figura delta se reconfigura con el fantasma de Fabián, la Niña (personaje protagónico) y el Repartidor de Pizzas. El inicio de “El triángulo” es singularmente significativo: “Jeringa desechable, pocos pesos, el aire es gratis. La burbuja subió hasta el corazón y éste dijo adiós. Departamentos en renta, tel. 55117625.” (39). Conforme la lectura avanza sabemos cuál fue el método elegido por el fotógrafo para finiquitar su vida, reconocemos que su departamento es el que está en renta y que será habitado por el Repartidor de Pizzas. El motivo del suicidio es el dolor tras la muerte de su pareja, Artemisa, la delgadísima modelo y protagónica figura del trabajo fotográfico de Fabián, junto con la Niña. El suicidio, una de las manifestaciones de la violencia autodestructora, ha modificado sus métodos pagando el tributo correspondiente al orden de nuestras sociedades cool, como las nombra Lipovetsky, o del vacío. Hasta 1960 las maneras más eficaces de cometerlo era por ahorcamiento, asfixia y arma de fuego; el individuo posmoderno optará por formas menos dolorosas y ostentosas, pese a que nuestra era “es más suicidógena aún que la autoritaria”, (Lipovetsky, 2007:212). La muerte de Fabián, neonarcisista desestabilizado por el abandono y la pérdida, está tratada sin radicalidad; el paso de la vida a la muerte permite la destructuración del Yo.
Me parece interesante en esta novela cómo Norma Lazo provoca un efecto búmeran en torno a la nopresencia física de su personaje. Con los objetos que dejó por el mundo: sus trajes Armani y Versace, la caja de medicamentos para la ansiedad, depresión, migraña, insomnio, gastritis, taquicardia, cruda; y las fotos de Artemisa y la Niña, así como el trabajo titulado “El círculo”, se deconstruirá un Fabián de póster de película, canonizado y depurado de su propia infancia y adultez. Si el primer triángulo que dibuja la vida del fotógrafo corresponde al de su familia y sus vértices se concentran en el dolor, el segundo lo traza con Artemisa y la Niña a quien desea adoptar para librarla de su progenitora y liberarla de las miradas de los habitantes del condominio. Esta nueva versión de familia no llega al éxito, mantiene su coherencia de no esperanza como única esperanza de sobrevivencia. Los inquilinos polanskianos son: la Mujer de la Mirada Torva —lideresa del resto de los ancianos—, el Hombre del Bastón —con pijama de franela—, el Viejo de la Silla de Ruedas —que escupe gargajos con sangre—, la Anciana del Chihuahua —con comezón en las encías por la dentadura postiza—, la Mujer del Cabello Azul —la única que no viste pijama— y la Madre de la Niña —maltratadora y proxeneta de su propia hija—. Las juntas convocadas por la lideresa tienen por objeto la defensa de aquello que entienden por “vivir decentemente”. Su estrecho código de “la moral” se violentó primero con las “escandalosas” relaciones entre el Fotógrafo y la Niña, así como por la presencia de prostitutas (Artemisa) que visitaban al degenerado Fabián quien hacía con ellas “quién sabe qué cosas”. A la muerte de éste, el Repartidor será el nuevo blanco de acusaciones: matar la memoria del Fotógrafo requiere un sustituto para, a su vez, aniquilarlo después. La lectura del silencio de la Niña, luego de que su madre la vende al licenciado Loveland, equivale a una violenta sacudida que hace evidente las fallas éticas de nuestra sociedad. La Madre, por medio de una transacción mercantil, deja la vía libre al goce perverso de Loveland, pedófilo conocido y travestido de “gente decente” y “apasionado amante” de Felicidad. La insistencia de la autora por evidenciar personajes esperpénticos y de gignol, como la Mujer de Mirada Torva y la Madre, dialoga con la idea plástica medieval y barroca de la vituperatio. La fealdad
de la mujer expresa la maldad interior. No importa cuánto maquillaje use, como la Mujer del Cabello Azul, aunque se cubra de un halo santificado, el arquetipo de la madre vinculado con la naturaleza, la vida, la ternura y el amor incondicional, denostará su falsedad. En la poesía, narrativa y el arte pictórico el arquetipo de la bruja, la anciana decrépita y pestilente que intenta seducir, es un clásico que obedece a la deformidad y a la corrupción del alma.9 El lector de Norma Lazo no se sentirá cómodo. Qué bueno, hay que desconfiar de la literatura tranquilizadora. Ya lo dijo Pessoa en forma de personaje de Tabbuchi: “Yo prefiero la angustia a la paz pútrida”. (Tabucchi, 2002: 123). Lejos de un determinismo simplista, El dolor es un triángulo equilátero dialoga con un contexto que me resulta inevitable no atender. El mío de Ciudad Juárez y el resto de México. Susan Sontang en su ensayo Frente al dolor de los demás (2004) nos recuerda que la fotografía, desde su nacimiento en 1839, ha acompañado la muerte, que el consumo de imágenes evidenciando cuerpos dolientes se emparenta con el gusto de ver cuerpos desnudos, que la foto objetiviza y que todas la imágenes que “exponen la violación de un cuerpo atractivo son, en alguna manera, pornográficas” (Sontang, 2004: 111) provocándonos un tormento interior por la fascinación de lo espeluznante. En una sociedad amnésica y vertiginosa en sus formas de acatar la violencia como cotidiano orden tolerado, las palabras de la escritora norteamericana se graban en mi memoria ahora compartida: La designación de un infierno nada nos dice, desde luego, sobre cómo sacar a la gente de ese infierno, cómo mitigar sus llamas. Con todo, parece un bien en sí mismo reconocer, haber ampliado nuestra acción de cuánto sufrimiento a causa de la perversidad humana hay en un mundo compartido por los demás. La persona que está perennemente sorprendida por la existencia de la depravación, que se muestra desilusionada (incluso incrédula) cuando se le presentan pruebas de lo que unos seres humanos son capaces de infligir a otros —en el sentido de crueldades horripilantes y directas—, no ha alcanzado la madurez moral o psicológica. A partir de determinada edad nadie tiene derecho a semejante ingenuidad o am9 Véase el monumental libro de Umberto Eco: Historia de la fealdad (Italia, Lumen, 2007).
POSDATA 49
nesia. […] Debemos permitir que las imágenes atroces nos persigan. (133) Porque la memoria es individual y es nuestro único vínculo con los muertos, cuando Norma Lazo regresa al Puerto de Veracruz y se detiene frente a lo que fue la casa de su abuela, espacio ahora ocupado por un banco, y observa los estragos del salitre, la extinción de las cosas, lo rapaz del tiempo y sus habitantes, entiende, después de muchos años, su “vieja tonta” y melancólica afición de coleccionar huesos.
Bibliografía Campra, Rosalba, “Sobre la posibilidad de clasificar a las sirenas (y de poner coto a lo fantástico), en: Semiosis, Xalapa, Instituto de Investigaciones lingüístico-literarias, U.V., 3ª época, vol. II, núm. 3, 2006. Caruso, Igor, La separación de los amantes, México, Siglo XXI, 26ª ed., 2005. Corinne Sacca Abadi, en: Mujeres fuera de quicio, Argentina, AH, 2000. Eco, Umberto, Historia de la fealdad, Barcelona, Lumen, 2007 Lazo, Norma, Noches en la ciudad perdida, México, Editorial Pellejo, 1995. ------, Los creyentes, México, Times Editores, 1998. -----, El horror en el cine y en la literatura, acompañado de una crónica sobre un monstruo en el armario, México, Paidós, 2004. -----, El dolor es un triángulo equilátero, México, Cal y Arena, 2005. -----, compiladora, Cuentos violentos, México, Cal y Arena, 2006. -----, Sin clemencia. Los crímenes que conmocionaron a México, Grijalbo, 2007. Lipovetsky, Gilles, La era del vacío, Barcelona, Anagrama, 5ª ed., 2007. Muñoz, Mario, “La narrativa de Norma Lazo”, en: Revista de Literatura Mexicana, El Paso, Texas, EON-UTEP-U.V., año XI, núm. 29, 2006. Orwell, George, Rebelión en la granja, México, Destino, 11ª ed., 2005. Sontang, Susan, Ante el dolor de los demás, México, Al-
POSDATA 50
faguara, 2004. Tabucchi, Antonio, Réquiem, Barcelona, Anagrama, 4ª ed., 2002. Vanoncini, André, Le roman policier, París, PUF, 1993.