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ÍNDICE 7 8 9
MIJAÍL KUZMÍN ROBERTO PIVA ALFONSO GARCÍA CORTEZ
10 Una historia enmarañada y triste SERGIO TÉLLEZ-PON 13 DARIO BELLEZZA 14 JOAQUÍN HURTADO 17 JACK SPICER 18 Lateral izquierdo LUIS AGUILAR
Remitente Un corazón es tal vez algo sucio. Pertenece a las tablas de anatomía y al mostrador del carnicero. Yo prefiero tu cuerpo. Marguerite Yourcenar. Fuegos Director General José Jaime Ruiz ruizjj@prodigy.net.mx Director Editorial Iván Trejo ritrejo@rposdata.com Editora Responsable Zaira Eliette Espinosa Leal zespinosa@rposdata.com Director Conceptual / Diseño Óscar Estrada www.oscarestrada.info Publicidad y Relaciones Públicas Gerardo Ledezma gledezma40@gmail.com Zaira Espinosa espinosa.zaira@gmail.com es una publicación de divulgación gratuita editada y distribuida por Buró Blanco, con oficinas en Urano 251, Col. Contry, Monterrey, N.L., México. CP 64860. Redacción y publicidad: Tel. 8349-3852 POSDATA
Certificado de Licitud de Título y Contenido: No. 14788 No. de Reserva de Derechos: 04-2009-091012562300-102 Año 9 / Número 5 / Mayo 2011. Los artículos firmados son responsabilidad de sus autores y no necesariamente reflejan la línea editorial de POSDATA. 6
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20 TENNESSEE WILLIAMS 21 Mann y La muerte en Venecia LUIS ANTONIO DE VILLENA 22 23 26 27
LANGSTON HUGHES MARCO ANTONIO HUERTA RICHARD SIKEN LUIS PANINI
28 El Glostora JOSÉ DIMAYUGA 30 FRANK O’HARA 31 No preguntes por él SERGIO LOO 32 WILLIAM NAVARRETE 33 MANUEL RAMOS OTERO 34 VORAZ NAZARENO VIDALES 36 JUAN CARLOS BAUTISTA 37 Algunas inseparables con el amor como sonrisa MA. ELENA OLIVERA CÓRDOVA 39 YA ESTUVO GILDA SALINAS 41 PAPA PODRIDA ODETTE ALONSO 43 UNA SOCIEDAD ABIERTA BORIS PINTAR 46 NORGE ESPINOSA 47 ALFREDO FRESSIA 48
CONFRÓNTESE SOBRE EL MUNDO DE OCHO ESPACIOS ALBERTO CHIMAL
50 LA CIUDAD DEL LIBRO A todos les dio cáncer Geney Beltrán Félix 52 Pura López Colomé Gaëlle Le Calvez 53 COLABORADORES
ESTANTERÍA Nombre: Autor: Género: Editorial: ISBN: Páginas:
Tiranos Temblad Rafael Courtoisie Poesía PD Ediciones 978-607-433-491-3 176
Nombre: Autor: Género: Editorial: ISBN: Páginas:
Nombre: Autor: Género: Editorial: ISBN: Páginas:
Ese modo que colma Daniel Sada Cuento Anagrama / UANL 978-607-7720-69-0 183
Nombre: Escritos a mano Autor: Esther Seligson Género: Varios Editorial: UANL / Jus ISBN: 978-607-412-100-1 Páginas: 230
Nombre: Autor: Género: Editorial: ISBN: Páginas:
Obras reunidas III (ensayos sobre literatura mexicana del siglo XIX) Margo Glantz Ensayo
Nombre: Autor: Género: Editorial: ISBN: Páginas:
La novela, el novelista y su editor Thomas McCormack Ensayo
Nombre: Autor: Género: Editorial: ISBN: Páginas:
El cantante de muertos Antonio Ramos Revillas Novela Almadia 978-607-411-064-7 176
Nombre: Autor: Género: Editorial: ISBN: Páginas:
Oficios ejemplares Paola Tinoco Cuento Páginas de espuma 978-607-7720-81-2 97
Fondo de cultura económica
978-607-16-0480-4 300
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Trazos en el espejo (15 autoretratos fugaces) Varios Autobiografía Era / UANL 978-607-445-048-4 326
Fondo de cultura económica
978-607-16-0436-1 149
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PÓRTICO una gran profusión de literatura gay publicada en diversas editoriales, especializadas o no, y en casi todos los idiomas se han publicado infinidad de antologías, libros, estudios que han querido reivindicar a algunos escritores y sus obras desde esta perspectiva. En ese mar, sin embargo, también han quedado varados otros nombres, obras que fueron eclipsadas por los considerados “grandes autores”.
S iempre h a h abido
En esta edición de PD proponemos una selección de voces dentro de la llamada literatura gay, la cual erróneamente es tratada en ocasiones como un subgénero de estudio particularizante pero, más allá de ello, reunimos aquí plumas disímbolas de gran calidad estética que se nutren del entramado social, de la realidad del día a día y nos comparten su visión sobre la construcción del ser. Con Otra voz otro ámbito retomamos autores que no han tenido una difusión de acuerdo a la calidad de su obra y hemos querido ponderar los autores nacientes sin olvidarnos de algunos instaurados dentro del canon gay como es el caso de Thomas Mann revisitado por Luis Antonio de Villena o los poemas de Tennessee Williams y Langston Hughes, más conocidos que su contemporáneo Frank O'Hara. La mayoría de los textos aquí publicados han sido traducidos especialmente para esta edición de PD desde el ruso, portugués e italiano. La más representativa de esas lenguas es desde luego, el español, en donde han surgido otras voces y nuevos ámbitos de la creación literaria: propiamente una creación sin prejuicios, sin género, simple y llanamente literatura. Iván Trejo
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MIJAÍL KUZMÍN Conclusión ¡Ah, abandono Alejandría Y no la veré más en largo tiempo! Veré Chipre, cara a la Diosa, Veré Tiro, Efeso y Esmirna, Veré Atenas, sueño de mi juventud, Corinto y la lejana Bizancio, Y la coronación de los deseos, El colmo de todos los anhelos Veré Roma la Grande, ¡Veré todo, salvo a ti! ¡Ah, te dejo, felicidad mía, Y no te veré por largo, largo tiempo! Veré otra belleza En otros ojos me absorberé, Otros labios besaré, Daré mis caricias a otros rizos Y otros nombres susurraré Con la ilusión del encuentro en otras arboledas. ¡Veré todo, salvo a ti!
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ARISTEO JIMÉNEZ
Traducción de Nayar Rivera
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ROBERTO PIVA Ganimedes 76 Tu sonrisa ojitos como margaritas negras mi amor navegando en la tarde cócteles de durazno reflejando en sus ojitos de hollín cabellos erizados como un pequeño dios de salón rococó fuerza de un cuerpo frágil como anclas me gustaste tú a mí también entonces mañana a las 7 mañana a las 7 todo comienza ahora en un ritual lento & cercados de gardenias de tela Tu mirada chiflada atraviesa los relojes las fuentes la tarde de São Paulo como un deseo espectacular tan dopado de coraje marfil de tu sonreír nascosto fra orizzonti perduti así te quiero: ángel ardiente en el abrazo del Paisaje De Abra os olhos e diga ah!, 1976. Traducción de Alfredo Fressia
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Wilhelm von Gloeden
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ALFONSO GARCÍA CORTEZ El
efebo
A unos pasos de mí duerme un efebo de rizos descuidados, respiración profunda, sueños plácidos. Admiro, avergonzado, la inocencia de su desnudo sexo, adivinado apenas entre los pliegues de su ropa holgada. La calidez aprieta de la noche desértica, muerden la soledad y mi pasado, tu recuerdo, la ética. Muerden, huelga decirlo, la conciencia de mi cuerpo en decadencia paulatina, la imagen del espejo, la fugaz erección que saluda al dormido, y se disipa.
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Una historia enmarañada y triste SERGIO TÉLLEZ-PON De instantes fugitivos urdí una historia enmarañada y triste V i n c e n z o C a rd a r e l l i D iego es , para mí, el nombre de los muchachos guapos. Siempre que lo escucho, no puedo dejar de relacionarlo con mi antiguo compañero de preparatoria, bautizado con ese nombre. Era el muchacho en el que todos reparamos desde el primer día de clases porque además de guapo era muy simpático, es decir, sin pose ni pretención alguna, que lo hacía muy accesible. Así que las mujeres, y también los hombres, incluso los más gañanes, buscábamos su trato. De todos, yo fui el más afortunado, el agraciado con su amistad. Yo era uno más de los que lo buscaba, procuraba saludarlo casi siempre e intentaba entablar una plática, por más banal que fuera: “Qué calor hace, ¿no?”. Así que debió ser él quien me buscara con una intención más clara y profunda: que lo ayudara en el examen final de español para el que debíamos estudiar La Ilíada, en particular, la decisiva relación de los dioses en la conducta de los humanos, cosa que a él, me dijo, le parecía ininteligible con tantos nombres emparentados unos con otros y, a su vez, con los pobres mortales. “¿Cómo es eso de que Aquiles es hijo de una diosa pero está en la tierra? ¿No debería estar también en el Olimpo?” Todo esto sucedió antes, mucho antes de que Brad Pitt personificara a Aquiles y del moderno acordeón que es la Wikipedia. Establecimos las jornadas de trabajo después de clases en mi casa, a sugerencia suya, porque en su casa tendría demasiadas distracciones. Teníamos apenas un par de semanas para estudiar. Diego no era muy listo en asuntos literarios (era más notable en matemáticas), pero aprendía rápido: para empezar, le dije, La Ilíada está dividida en 24 cantos que corresponden a las 24 letras del alfabeto griego, es un poema épico, fue escrito por Homero, que era ciego. A razón de uno o dos cantos por día, avanzamos en esa historia enmarañada y debo reconocer, que estudiando con él, yo también aprendí cosas que se me habían escapado. Los dioses, nos había dicho el profesor, se inmiscuían en los asuntos de los seres humanos, pero a través de sus heraldos, disfrazados para llevar el mensaje y así cambiar su pathos, su destino. Con la cercanía y el trato diario, claro, acabé por enamorarme de Diego: más que mirarlo, lo contemplaba; quería que las horas pasaran lentamente y postergaba con cualquier pretexto el momento en el que él debía irse a su casa; trataba de rozar con mi mano la suya, o su brazo o su pierna: su piel era suave, de color moreno claro y con vellos en los antebrazos; su complexión firme y bien proporcionada. Él se portaba con total naturalidad, desenvuelto y sonriente; era justamente su sonrisa la que me desarmaba. Alguna vez, después de admirarlo voltié a las 12
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páginas de La Ilíada y, sin querer, se me salió un suspiro. Temí que ese simple gesto me delatara y que le diera pauta para preguntarme quién me provocaba tan hondos suspiros, por fortuna no lo hizo. En cambio, soltó unas tímidas carcajadas que me desconcertaron, entonces preferí que me hubiera cuestionado y así poder decirle todo lo que sentía. Cuando llegamos al canto de la venganza de Aquiles por la muerte de su amigo Patroclo (canto XVIII) hubo una inusual tensión, luego de explicarle que para los griegos era normal esa especie de homosexualidad que ellos llamaban eufemísticamente “amistad”. Este suceso, además, es el único que no le anuncia su madre Tetis a Aquiles, el único donde los sempiternos dioses del Olimpo no se entrometen. Diego se puso serio y, cuando se dio cuenta, quiso romper ese ambiente con una tonta ocurrencia, pero era evidente que sonaba forzada: “¿Amigos? ¡Bah! Lo que el Patroclo ese quería era que el otro le diera una buena revolcada, ¿a poco no?” Resoplé incómodo, nervioso. Pero enseguida, armado de valor, me soltó a bocajarro: “Esto lo entiendo muy bien porque, bueno, digamos que me gustan ese tipo de ‘amigos’ que soy gay, pues”. Fingí que su revelación me sorprendía pero, pensé rápidamente, podría sacar provecho de la situación: si yo también se lo confesaba entonces podría haber mayor complicidad entre nosotros. Acto seguido le dije: “Yo también, me refiero a que a mí también me gusta tener esos amigos, tú sabes, amigosamigos, quiero decir bueno, ya no sé ni lo que quiero decir”. Reímos y nos abrazamos, cómplice, fraternalmente. Tal vez hubiera podido aprovecharme de la vulnerabilidad en la que nos tenía la situación y decirle en ese momento que estaba perdidamente enamorado de él y que si quería ser “mi amigo”; no lo hice, pudo más mi cobardía. El día previo al examen lo pasamos repasando rápido cada uno de los cantos, pues seguramente a esas alturas ya habíamos olvidado algunos detalles del principio. Y, a propuesta suya, que sólo pude interpretar como una verdadera preocupación por el examen, acordamos que si nos agarraba la noche dormiríamos juntos para despertar temprano y llegar frescos a la escuela. En efecto, nos dio la medianoche y creímos suficiente el repaso. Era hora de dormir, los dos en mi cama individual porque me había negado con premeditada intención a que mi madre preparara la improvisada cama para invitados. Nos quedamos en ropa interior, apenas vi de reojo las dimensiones de su cuerpo, y nos metimos entre las cobijas. Diego se durmió casi de inmediato, en cambio a mí, nervioso como estaba de tener al lado la tentación de su cuerpo, me costó mucho trabajo abandonarme a los brazos de Morfeo. Durmiendo
en la misma cama con él a mi lado las horas pasaron y yo no pude pegar los ojos: desató todas las tentaciones que me impulsaban a tocarlo a las que de inmediato se sucedía una fuerte resistencia; en esa extenuante batalla me la pasé toda la noche. El sueño finalmente me venció. Cuando el despertador sonó un par de horas después, me encontré abrazado por su pierna y su brazo cruzaba sobre mi pecho. Todo el día me sentí somnoliento, bostezaba a la menor provocación y casi me quedo dormido sobre mi pupitre a la mera hora del examen. Los dos sabíamos que si aprobaba ese examen tendría su pase de la preparatoria a la universidad. Él estaba muy preocupado de quedarse un año más en la prepa sólo por una materia y no iniciar el siguiente curso, como debía y esperaban sus padres, en la Facultad de Contabilidad, donde estudiaría administración de empresas. Ambos aprobamos el examen. Él me lo agradeció efusivamente cuando el profesor le entregó su resultado: fue hasta mi lugar, me dio un fuerte abrazo (con fuertes y sonoras palmadas en la espalda) y me plantó un beso bien tronado en el cachete. Todos se dieron cuenta, de hecho, habían notado que nuestra cercanía en las últimas semanas era mayor, así que en lugar de sentirme apenado por tan efusivas muestras de afecto en público, me sentí el “elegido”, y no pude evitar regodearme: yo era su amigo, y él se los había dejado muy claro a todos, incluido el profesor. ¿Era él mi Aquiles y yo su Patroclo? ¿Mi erastés y yo su eromenos? ¿Y si alguno pensó que ya éramos novios, que él tenía tan mal gusto como para salir con alguien como yo? Nada me daba más gusto que pensaran eso. Al fin liberados de los estresantes examenes finales, pasamos juntos las vacaciones de verano en una casa que sus padres tenían a las afueras de Cuernavaca, con alberca, cancha de tenis, jardín y todo lo necesario para pasar una estadía dedicada al hedonismo. Compartiríamos su cuarto a falta de uno para los invitados (los otros, me explicó, eran de sus padres y sus hermanos). Sin embargo, desde el momento que tomamos posesión del espacio me dejó muy claro que no pasaría nada entre nosotros, por si en algún momento me hubiera pasado por la mente tan peregrina idea: él dormiría en una cama y yo en la otra. Era tarde cuando llegamos, así que nos dormimos casi de inmediato. La mañana siguiente, al despertar, no lo encontré en la cama de al lado. Bajé al comedor, tampoco estaba allí; entré a la cocina y lo vi sentado a una pequeña mesa desayunando. Mayor fue mi sorpresa cuando lo vi casi desnudo: sólo vestía un ajustado traje de baño, andaba descalzo y estaba algo empapado, por lo que deduje que había nadado un poco. Vino a mí, que me había quedado de una pieza en la puerta, sonriente, mostrándome toda su musculatura de fuertes piernas velludas y firme torso, y sin importarle lo mojado que estaba, me abrazó. Me dijo que desayunara algo mientras él se daba un baño rápido. Decir que me quedé azorado es decir poco, en realidad me había transportado a otro planeta: era la primera vez que lo veía en todo su esplendor, con toda la naturalidad de la que sólo él era capaz. Al poco rato apareció vestido de pants y una ligera playera de tirantes que dejaba ver su perfecto hombro mar-
cado y sus brazos bien torneados; no pude evitar mirarle el prominente bulto que sobresalía del pants. Me atreví a decirle que tenía muy buen cuerpo, que vestido se le notaba, pero ahora, al verlo así, era más evidente. Cuidé mucho el tono en el que le decía todo aquello para que no pensara que tenía algunas secretas intenciones sino simplemente para halagarlo, para hacerlo sentir bien. Él lo negó, dijo que tenía una barriga que debía bajar pero que sólo de pensar en todas las abdominales que debía hacer le daba mucha flojera: “Mira”, dijo, e hizo que le tocara la incipiente pancita que le crecía. Acto seguido se sentó en mis piernas y me hizo saber el plan del día: para empezar, me enseñaría a jugar tenis. “¿Te gusta el tenis?”, preguntó con candidez. “Me gusta verlo, pero nunca lo he jugado”, respondí titubeante. “Hoy seremos Pete Sampras y André Agassi”, aseveró sonriendo (aquellos mitos del tenis que hoy día tienen sus equivalentes en Rafael Nadal y Roger Federer). Y más tarde, me informó, vendría Alfonso, su vecino y amigo desde la infancia, para nadar un rato, hacer una carne asada y comer y pasar todo el resto de la tarde tirados en el pasto, asoleándonos. En el tenis no supe dar una, hice mi mayor esfuerzo, él se empeñó en enseñarme pero pronto olvidamos el rigor y nos lo tomamos a juego, Diego se divertía con mi torpeza. Ese momento de verdadera felicidad, por haberlo compartido sólo por nosotros dos, se vio interrumpido con la llegada de Alfonso. Alfonso no era más guapo que Diego, aunque podía notar en su cuerpo que también era deportista. A diferencia de Diego, mostraba mayor seguridad y cierta arrogancia, un dejo casi altanero; no tardé en darme cuenta que era un patán, para decirlo en pocas palabras. Noté que Diego cambió su comportamiento cuando llegó Alfonso, era raro verlo así, complaciéndolo, tratando de quedar bien y celebrarle muy exaltado cualquiera de sus ocurrencias; yo desaparecí para él, toda su atención se centró en Alfonso. Una noche, luego de pasar toda la tarde los tres en la alberca y en la cancha de tenis (donde sólo ellos jugaron tres sets y yo hice las veces de pelotero, aguador y de juez en un slash muy discutido), lo sentí un poco triste, cabizbajo. Le pregunté qué le pasaba, que lo notaba distante y entonces me confesó que era porque estaba perdidamente enamorado de Alfonso. Incluso ya habían tenido sus acostones, muestra de que Alfonso, según Diego, también lo quería, pero aún así lo ninguneaba o, en el extremo, lo manipulaba. Lo que más coraje le daba era que el otro no se había asumido totalmente como gay, esa era la causa real de todos sus problemas, agregó. “A lo mejor es que tiene miedo, no miedo de salir del clóset sino miedo de que tú digas algo de lo que han hecho, y para que no digas nada te quiere dominar”, le dije, tratando de encontrarle una explicación lógica a algo para lo que tenía tan pocos elementos. Mejor no hubiera dicho nada, se soltó a llorar porque eso, era claro, lo atormentaba. Me dolía verlo así, sufría con él, pero no sé qué hacer cuando alguien se pone a llorar frente a mí (supongo que es una especie de pudor), tal vez él sólo quería que lo abrazara pero mi timidez fue mayor que me paralizó. Si yo pudiera le daría el mundo, si en mis manos estuviera alejaría todos sus sufrimientos y a todos aquellos que lo hacen padecer, pensé. Recobró la O T R A
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compostura y dijo que se olvidaría de Alfonso, que ahora que regresáramos a la ciudad buscaría a alguien que lo quisiera de verdad, que no lo tratara como ese gañán, y con quien mantendría una relación estable. Al día siguiente, sin embargo, cuando llegó Alfonso, todo fue igual; parecía que a Diego se le había olvidado lo que me había dicho la noche anterior, se volvió a hacer el gracioso, juguetón y rudo para quedar bien con su amiguito, quien cada vez me era más insoportable y a quien pronto le tuve unos celos incontrolables. La tarde pasó como las anteriores, terminaron el partido de tenis y yo fui a la cocina para traer lo que íbamos a comer. En ese momento alcancé a escuchar a Diego gritándome que aprovecharían para darse un baño. Más tarde, me confesaría que fue una de las mejores veces que lo hicieron, sudados y bajo el chorro del agua, con la adrenalina causada por el temor de Alfonso al saber que yo andaba por allí. Me enfurecí, aunque traté de disimularlo bien, no contra él sino contra Alfonso, ese gañán que se salía con la suya pero ya luego vería cómo arremeter contra él. Gracias a sus confesiones conocí también sus miedos y debilidades, cosa que no me agradó en lo absoluto, quizá porque uno siempre se resiste a derribar la imagen que ha construido de alguien. Regresamos a la ciudad las últimas semanas del verano. El fin de semana previo al inicio de clases salimos a un par de bares de moda en aquel entonces. En ellos, desde luego, Diego llamaba la atención, sobresalía de entre los concurrentes, bien vestido, peinado y perfumado como iba. Yo observaba cómo le buscaban la mirada, lo cortejaban y cuando alguien le gustaba, él también respondía: los seducía, platicaba un rato, bailaban y, si Diego se entusiasmaba, venía a mí a decirme lo emocionado que estaba: “¿Qué crees? Es un argentino que está de paso por la ciudad, ¡me excita su acento!” Todo el flirteo me exasperaba, y al final se iba y me deja allí como tonto, bebiendo solo en la barra del bar. Emocionado, me llamaba al día siguiente para contarme cómo le fue y, por lo general, quedábamos en vernos por la tarde para caminar por ahí, tomar café o ir al cine. En esas salidas me contó más cosas de su vida, incluso íntimas, con detalles que como amigo debía oír pero que no estaba en las mejores condiciones de escuchar. Me confesó, sin empacho alguno pero sin alardear, que el verano pasado había ido a una playa de la Riviera Maya donde conoció a cinco europeos con los que se emborrachó, drogó y acabó en el cuarto de hotel de uno de ellos, despertó con todos ellos en la misma cama y con el piso regado de condones. “¿Te das cuenta? ¡Todos me cogieron!”, me dijo, tomándoselo ya con sentido del humor. Al regresar de la Riviera se sentía tan mal de todo lo que había hecho que cayó en una depresión y se prometió no volver a rebajarse de esa manera. La última que le soporté sucedió por esos días: habíamos salido, una vez más, al bar que él prefería porque allí
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iban el tipo de chicos que le gustan. Pronto noté que Diego estaba particularmente cariñoso conmigo: me tomó de la mano al entrar al lugar, en la barra cruzó su brazo sobre mi hombro (aunque esto no llamó tanto mi atención porque era un gesto muy usual en él), pagó nuestras bebidas y bailó muy pegado a mí, mejor dicho, me bailó, como sólo un striper le baila a su cliente. Entendí que no tenía intenciones de ligar esta vez, pero ¿por qué tenía que meterme en su juego? O peor aún: ¿por qué siempre tenía yo que seguirle el jueguito?, ¿por qué no me atrevía a ponerle un alto? En cierto momento alguien se acercó a nosotros y se atrevió a preguntarle si éramos novios —no era la primera vez que nos lo preguntaban—, Diego no sólo no lo negó como en otras ocasiones, sino que me plantó un beso en la boca. Me enojé, pero por cobarde tampoco dije nada. Todavía al salir me llevó de la mano hasta la puerta, como noviecitos. No me llamó al día siguiente y yo tampoco lo hice, ni al otro día ni al siguiente. Simplemente me cansé de mi papel de amante frustrado, de tener que soportar todas esas ridículas escenitas sólo para estar a su lado, de ser el elegido a un costo en el que me veía a mí mismo más con patetismo que como alguien con ciertos privilegios. Yo ya estaba cansado de ese amor platónico, de ser, más que amigos, cómplices, camaradas como les hubiera gustado a los griegos: yo quería besarlo, acariciarlo con deseo, gozarlo, hacerle el amor como él lo pidiera, como nadie lo complacería jamás. Tal vez él pensaba que si llegara a pasar eso acabaría con nuestra amistad, lo cual en realidad a mí no me hubiera importado, estaba dispuesto a arriesgar eso y más porque en el fondo sabía que finalmente nuestra amistad se acabaría. Como en al menos otras cuatro ocasiones, ahora me lo he vuelto a encontrar por casualidad porque a mi actual novio, también llamado Diego, por cierto, se le ocurrió festejar su cumpleaños en uno de esos antros de música electrónica, en los que me siento tan fuera de lugar. Me reconoció, se acercó para saludarme con la misma efusividad de siempre, me presentó a su actual novio, un chico muy guapo, y me dijo que ahora sí, con él, se sentía plena y correspondidamente amado. “Es todo un caballero”, me dijo más cerca del oído. Sus palabras me sonaron falsas, hubo algo en el tono en que las dijo que me hizo pensar que había padecido otras varias decepciones amorosas y que exageraba un poco, como autoengañándose. ¿Pensó que me engañaba a mí también? Lamenté que fuera el mismo Diego, vulnerable y susceptible, con infinidad de miedos en su interior, pero bien camuflageado al estar revestido en un cuerpo alto, fuerte, hermoso que donde se plantara llamaba la atención. Musité unos versos de Cernuda que me vinieron a la mente cuando lo vi darse la vuelta y alejarse: “Te hubiera dado el mundo, muchacho”, y Diego, mi otro Diego, al lado, me preguntó: “¿Me hablas a mí?”
DARIO BELLEZZA Un
poema
La vergüenza del sexo incoherente que las eternas pistas recorre con el hermano justo que se embriaga del amor por el incesto originario no concede tregua a mi purgatorio; la esquina de la perdición es un delito que condena a ojos cerrados, ojos hendidos por la melancolía de ti niño mío que me traicionas con los íntegros buitres de la Revolución; consumo ríos de tinta, espero que el indolente y pérfido mar hervido en una olla me purifique de tu pecho de pajarito, la fuga, el olvido no bastan al encuentro con la nada que a cuestas se me aferra.
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SATURNINO HERRÁN
Versión de Sergio Trejo
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ARISTEO JIMÉNEZ
JOAQUÍN HURTADO
S e o y e que mamá mueve trastos en la cocina y prepara el almuerzo para la jauría que se ha echado en mi vientre. ¿Qué se oye? Se oye que apenas presienten la inminencia de la comida, comienzan las bestias a desperezarse y dejar sus cubiles, scriich, chirrían sus huesos e intercambian miradas recelosas, cómplices; miradas que se desean la muerte. Así hacen con sus huesuditas manos, así hacemos con su modorra de ultratumba, como si yo regresara de un sueño de siglos. No es una ocupación tan sencilla agonizar todo el día. Mamá se asoma tras la puerta y hastiada dice: ¿tienes hambre? Y ustedes respondemos: bastante. Agh, huele horrendo, ¿qué es?, es la sopita especial para nosotros los muchachitos de la sangre inmunda. Ya te imaginas el consomé sabor calcetín. Algo es algo y larga ha sido la noche. ¿Qué se oye? Brash prash un suave rascar, un aletear, un murmullo, un estremecimiento: es Mik hundido en el sillón con la cabeza desguasada sobre su pecho al modo de Cristo y mi escalofrío se convierte en vértigo y con un suspiro te detienes en el aire espeso del cuarto, ¿qué se oye? Ruidos y gritos en casa del ingeniero y el cantar de Mik en el momento que toma una vela roja del altar de la Santa Muerte y vacía la cera derretida en un vaso de mezcal. Y mira tú mismo, dice, cómo se coagula. Y la contemplas con ese ojo tuyo que sabe viajar a través de las dimensiones del tiempo, esa tu mirada mía de pupilas piedra zafiro daga de luz. Y entonces flap flap escuchas las sordas alas de la negra mariposa del dolor mientras cruza por la noche de tu vida, según canta Julio Jaramillo. Ves en ese vaso cagoteado las razones y los rumores insobornables de la cera convertida en grafía categórica con las evidencias del idioma definitorio; pero qué va uno a ver del destino si nunca fue para ir y tocar en la puerta de la Berenice y abrazarla y confortarla
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y degollarla amorosamente para no recordar el maldito día cuando los de Control la ataron a la pira del fuego expiatorio que le halló al bicho chisporroteando en los veneros de su plasma y luego ni chucho roñoso se le acercó. El que busca encuentra y él sin buscarlo demasiado lo encontró a los dieciocho cuando se ufanaba de su eternidad. ¿Qué se oye? Quién se puede concentrar en recordar con el gira que gira de Mik que trae ganas de desdramatizarlo todo. Y cómo no, si la risa debe durarles diez mil años. La risa de las hienas es la carcajada de la tragedia que implica seguir con vida para ver lo que nadie debe saber. Nos urge desmantelar las canteras donde se regresan los ecos infaustos, jiar jiar, combinar la chispa del encendedor, jiar jiar, con el botellón de gasolina, y así queman el teatrito donde títeres huesudos, barajas de lotería, jiar jiar, se desollan entre sí, uhhhu la muerte, correteando inalcanzable por el salón desamueblado del ingeniero en la calle Carranza. Santísima Señora ruega jiar jiar por nosotros los pecadores juara juara y Mik se hace gancho se postra pidiendo la intercesión de la Huesuda con su pulcra navaja automática entre las manos, pero uno no es persona que se meta en pleitos con las órdenes siderales. Peor hemos quedado con la impropia ocurrencia de leer los futuros. ¿Qué se oye? Yo estúpido, colérico, azoradazo doy sordas voces ahora que mi madre me llama al almuerzo porque no se ha dado cuenta que al entripado nomás no le sale ni un gas y sentado en el inodoro recuerda. Acuérdate hombre, haz memoria muñeco deshilachado para que el ayer se quede en el ayer bien guardado en los anaqueles del presente porque hay que seguir atentamente los pases mágicos de Mik convertido en brujo, oráculo, sacerdotisa, monseñor, pitonisa, saurino, sibila en la casa del ingeniero que en paz descanse donde ya levanta el vaso de los augurios porque esta es tu sangre: tomad y bebed y él bebe y bebemos. Luego pasa el billete liado como popote y absorbe a profundidad y luego se sacude la nariz nevada de cocaína y tú sacas la lengua y dices dame y luego del ritual te da por arrojar el sapo gordo que traes atorado en la garganta y Mik lejano, demorado, jiar jiar, porque nomás no aguantó y nomás no supo cómo descabezar esa víbora que coletea y le engorda en el pecho y tu derramado por el chisguete de voz: me dijeron que a lo mejor la diarrea es el mal, que estoy mal por el mal, ya me sacaron sangre y sangre y sangre y un doctor cara de nalga panificada me dijo ustedes no tienen remedio, como diciendo de milagro sigues vivo, maldito. Mik se queda estancado en su propio lago de agua turbia y yo congelo la imagen de su sonrisa de anuncio Colgate que no cuadra, no coincide con el mazazo
que le acabas de asestar y piensas ya le dije y ahora que se caiga el mundo a pedazos. ¿Por qué no llora?, claro que no llora, Mik nomás se mira las uñas, las pule como si fueran fina cuchillería de plata y se queda viendo a través de la ventana con esa mirada suya que sabe domar los rayos. Ya, Mik, déjate de mamadas, murmuras, pero él se deja habitar por el polvillo errante de la mariposa del dolor que nació de una canción de Julio Jaramillo y se quedó a vivir en ese instante para siempre. Y pobrecito, le quieres sacudir la envoltura de negror filamentoso que lo ahoga y dices con tu sonrisa Colgate: bah, no te apures, querida, seguro voy a salir bien, la bolita en el cuello es sólo una espinilla enconada. Qué idiota, qué manera de confortarte ahora que tu piel se derrite como helado de chocolate en pleno mediodía y no te dice palabra alguna. Mik va y toma entre sus manos el vaso de los augurios y lo estrella contra la pared. ¿Qué se escucha? Trac. Seco el cristal seco sobre el cristal de la ventana. Así ya nadie podrá leer el futuro atroz, ¿qué se oye? Es su voz que anuncia te voy a sacar cita con la bruja Teresa, como si hubiera ciencia o magia capaz de detener la desfondadera. Y dicho esto ya no hay más que decir. Porque ustedes nomás son buenos para girar la perilla de la sintonía de las novelas vespertinas y ver cómo va el culebrón donde la cantante Thalía sale como María Mercedes y por más que se esfuerzan en recordar en qué quedó la telenovela y hacer burlas de la mala actriz nomás no se concentran porque se les van los ojos detrás de unos negros pajarracos parados en las líneas de electricidad y luego los pájaros aletean y se fugan y con ellos un millón de astillas hacia el corazón se la noche bocaza, en la cual todo es por demás, incluso los pensamientos envueltos en la carcajada jiar jiar de la hiena cagada de miedo, fiuu, corren lejos muy lejos allá por la polvorienta baldosa del salón del ingeniero donde no sirven los chistes ni las perrerías. Y como no queriendo Mik pregunta: ¿cuándo te dan los resultados? Se ve que lucha por verse sereno. Dice sin convicción a lo mejor todo es una bromita de los matasanos. Tú le respondes mañana por la mañana me los van a entregar. Pero claro que no irás mañana ni quizás la semana próxima ni nunca porque no te da la gana, porque no quieres saber lo que ya sabes. Él te dice yo te acompaño, princesa, no te apures que vas a salir limpita. Ay, Mik tan cobarde, qué sabes tú de la sudada mano del asco con la que saludaban a la Berenice. Mejor hay que largarse en gira artística a Laredo, mejor compremos cera para depilarnos, mejor sumerjámonos en el fondo del pantano amarrados a la piedra de los sacrificios aztecas, mejor no tener que repetir hora tras hora día tras día la rutina de ver sin ver a la mamona Thalía, mejor cagar cuadrado para contener las lágrimas de mercurio, mejor no saber si eres o te haces o si estás o si ya caíste y no tener que vivir allí donde cada noche crepitan los huesos cristales y a ver cómo aplacas el zeppelin que crece en el ojo de tu ombligo. Pero qué entiende uno de la verdad de a kilo cuando a todos nos llega el momento y te clavan porque te clavan el colmillo pertinaz de una mordida sin dueño. ¿Qué se oye en la loca tele en la tarde novelesca de mi destino? Qué importa lo que diga la tele mientras Mik ande en su ir y venir Luna lunera que pasa ciega, fría y marimacha regando sus
cenizas sobre el papel picado de mis ruinas nuestras y así anochezca y amanezca y entres y salgas por las puertas de las distintas dimensiones del tiempo donde se traslapan la tristeza, la rabia, los güevos encogidos, la verga arrugada, la fiebre y el vómito y te resignes y te acostumbres a vivir en la húmeda cripta del saber sin saber y cómo deseo reconocer propicio el momento para pegarme un tiro. ¿Qué se oye? Es mamá que trastea en la cocina y vacía una sopa instantánea en la olla de peltre y tú despliegas las mismas alas de mamífero nocturno cuando fiuuu volaban a ras repartiendo coca y grifa a chamacos garrudos, frutosos, lechudos y lampiños en los callejones del perro. Allá vienen, papalotes, gozando la dicha inicua de ser eternos, vanas, aguerridos, malvadas, tiernos, sagaces, estúpidas y los más hermosas de todos los machos aunque ahora sólo les habite en el cuerpo el aire enrarecido donde se pudre el cadáver de la vida, ese aire no les rinde más que para seguir fingiendo que uno respira como si nada, ahora que se requiere con urgencia la transfusión bien oxigenada y feroz de un pasecito. ¡Me asfixio!, exclamas sofocado, ni gota de aire, te respondo yo. Y así son los lapsos de viento inmóvil, denso, untado a fuerza de lija en la seda de mis pulmones. Aire duro, vapor de agua jabonosa que te rasga la nariz y repatea en el pecho. Y ustedes ridículos encima de nuestra rama de espinas en ascuas rasgando las órbitas más altas del cuarto en casa del ingeniero donde las arañas viajan a ninguna parte siguiendo los hilos de la labor inacabable del destino que las deshebra como yesca al remolino. Entiendes sin entender que el espacio entre tú y Mik no es más que el miedo redivivo de verse como la Berenice que casi en rastras aún perseguía a los muchachos en vagancia barrios afuera. Patética. Mik percibe de alguna manera el rollo que te traes, el predicado que sigue a tus verbos de vértigo, a tu sustantivo sin adjetivos que no acaban de acabar porque en esto no valen puntos y aparte ni puntos suspensivos... que se jodan las reglas ortográficas porque aquí rifan sólo espasmos y saltos sintácticos que te sorrajan la verdad alta y dientona del aunque sinembargo apesarde ya que todavía no llega a tus playas la nave del dolor en toda su magnificencia pero tú igual te sientes destartalado en los sótanos del espanto donde empiezas por atender esa clase de cosas de aquellos que se encargan de urdir el traje nuevo, la mortaja de quien muy pronto habrá de yacer en su tálamo postrero donde echará sus amargas raíces el pésimo actor en su peor papel de moribundo, muy adentro, muy abajo, muy quiensabe, en las pupilas artificiales de tu mirada que solía cuartear los cimientos del universo cuando mirabas omnipotente cómo es posible que te cupiera el brazo nervudo del chacal metido hasta el codo sin que te quejaras un tantito allá en aquellos días antes de que los alcanzara a todos la imagen de la calaverita Berenice cuando se cubrió con la blanca sábana del no me mires así carajo. Mientras tanto sigue prendido tenaz del hilo cagado de moscas que es la vida, qué risa, la vida. La vida no es más que la mugrita que se pega a las uñas y va dejando basuras en tu paso hacia el baño. Quizás Mik lo entienda mejor que tú cuando la evidencia le explique con garabatos de lengua de iniciados lo del cuerpo tendido cocido a vapor con torundas y cloroformo, sexo masculino, O T R A
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dieciocho años, Agustín Treviño, por mal nombre también llamado Berenice, que todavía hoy no es más que un montoncito quebradizo de fragmentos cristalinos de lo que será mañana el hilo zurrado de moscas que nos queda después del sobrecito membretado del laboratorio de Control Sanitario en el que te alcanzará la nube de polvo donde habitan tus mañanas cuando nomás no salga ni un gas de tu panza que crece y crece ballena podrida. ¿Qué se ha escuchado? La tolvanera que lo borra todo y en ese remolino se van al traste los restos del chiquillo que cazaba mariposas en los llanos infinitos con esos chamacos que después de la fatiga se dan chapuzones desnudos donde ves crecer apetitosos sexos dorados al sol, ese mismo sol que un día se apagará en una manta manchada de sangre que hará más fácil el olvido de tu nombre con la recordación del desastre en tu carroña viva. Tienes que despertar a Mik que duerme y sonríe enmarcado en un paisaje de rosas Made in China, seguro se ríe de sus recuerdos vistos con sus ojillos de tarántula o es que sueña con Héctor, aquel judicial que lo enamoró y le prometió boda para luego irse con otro macho sólo para morir en ráfaga de narcos. Dónde, dónde están los bellos matones que te podrían salvar de este caldo de tripas constipadas, dónde las noches en vela a la luz de las estrellas en las cañadas de la sierra donde se perdían los sardos capando y quemando grifa, mira que ese humo nos los pone bien a tono. ¿Dónde, donde estás corazón que no escucho tu palpitar? Manos a la obra niño, a atender a la tropa jariosa y a bailar cumbiamba y a copular y desear tanto quedarte en sus tiendas y amanecer cual Lucha Villa entre sus brazos que te querían decir no sé qué cosa porque luego los hijosdeputa ni le agradecen a uno el sacrificio. Lo suyo es cogerte meterla plop plop y a volar moruza antes que llegue el cabo sargento a avisarles del cambio de plaza. Ay, no permitas Berenice que el olor que inunda esta ratonera de mi presente terminaloso se lleve nuestros recuerdos donde todavía subsiste en la boca mía la saliva agridulce de la esperanza tuya. Ven y llévame de regreso a mi patria de hienas y que me digan las de tu coro que me aseguren los de nuestro linaje con sus salmos milenarios que yo, tú, nosotros no podemos irnos antes de terminar los vestidos, brocados, magnas capas de siete metros, esclavinas de armiño rojo sangre diseñados para las fiestas profanas donde se derrochaba el semen sobre capelos cardenalicios y fajines de seda y holanes y rasos para admiración de los presentes. ¿Qué se oye? Es el cuento del moridor, la crónica del agonizante que no olvida el sobrecito con la noticia encriptada donde siempre se ha de indicar la naturaleza exacta de estos tiempos, de estos capítulos por relatar, de esta nuestra soledad acompañada sólo del exilio asesino y de criaturas como mi madre que jamás aprendió a preparar ni un huevo hervido; sobrecito envuelto en el silencio zumbador de las moscas panteoneras. Es que ya no hay manera de contarlo ni hay nadie que escuche las visiones emulsionadas con la ponzoña del hastío en el pabellón de moribundos que es tu cuartito en la aurora del gallo de la pasión.
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¿Qué se escucha? Es un gallo. Mik burlón te recibe amodorrado y te dice así quedito al oído cuando regresas del baño, mientras mamá mienta madres porque se le derramó no sé que pendejada sobre la estufa, Mik dice: tu mamá amaneció más perra que ayer. Lo cual es ya decir mucho. Sí claro, pero qué caso, que se vaya a chingar a su madre mi madre, se lo gritas así despacito para que no te escuche la maldita. ¿Qué se oye? Es Mik que bosteza cansado no de ti sino de doña urraca que cómo friega ahora que tienes quien te cuide en los desvelos de la duermevela. Y cuidado hombre, no aceptes mi tentadora voluntad de abrumar a Mik, el pobre, con tus reclamos de por qué no vienes más seguido; es que sólo quieres decirle no hay problema, la loca es así y no pasa de a´i. Pero Mik es una refinada arpía de alto protocolo y no sufre mella por el griterío de mi madre, sólo quiere echar relajo y ninguno de los dos le daremos importancia al giro de horror de la plática. Ahora te alisa el pelo así, maternalito, porque sabe que ya se les hizo mierda la vida: cómo va uno a saber, en un descuido y estiro la pata primero que tú, te dice. Mik sólo se oye a sí mismo maullar con un rezo desgarrado, siniestra letanía y yo le hago otro nudo a la sábana concéntrica de espirales y nebulosas que acaban en flores de pétalos entreverados y me pepeno a tu regazo hasta tenerte tan cerca del corazón, de tu corazón bolsa agujerada, hasta que me dices me ahogas, güey. Shhh, no hables, cabrón. Y tú tan solitariamente hilvanado al pecho del amigo prehistórico y fiel que ya no te entiende a través de palabras sino mediante el lenguaje cifrado de los requiebros de tu tic en los labios. Tú queriendo morirte tan de pronto. Yo que sabía dominar la rosa de los vientos apenas pisaban tracataca el asfalto al frescor de la niebla madrugadora. Mejor vamos a contarnos algo de aquellas grandes revolcadas, te digo fingiendo mirada cachondona y lengua viboresca, así se lo pides a Mik que empieza habla y habla y le pega de más a su cosecha de dibujos incestuosos en colores neón allá en sus andanzas infantiles cuando dizque apuñaló a su tío Demetrio cuando le dio por cogérselo para contárselo a medio mundo. Mira qué solito estás con tanta dichosa tristeza en tus manos, es tanta que hasta se me derrama sobre el pijama percudido y ni ganas tienes de aguantar otro grito de tu madre que brama se va a enfriar el plato, maricones. ¿Qué se oye? El insiste en hacerse el bueno y alargarte la agonía. Bienaventurado seas pero yo lo que necesito no es que me des a aspirar coquita ni le sigas quemando incienso a la Santa Calaca sino que acabes de una vez con esta pendejada, y si no lo vas a hacer mejor ya lárgate, le dices con tajante exasperación. Con odio incluso. ¿Me prometes que harás lo que te pido? ¿Me lo juras? Y te quedas quieto oyendo el chasquido en la voz de mi madre que adrede ha dejado caer los platos que se rompen haciendo un crash espeluznante, ¿qué se oyó? No es el vaso con la cera derretida con los auspicios del destino como guión inamovible sino el ruidazo de loza desparramada a puntapiés. ¿Qué se oye? Es tu madre que vuelve a gritar desde la cocina: si quieres tragar que venga tu puto amigo y te sirva.
JACK SPICER Aventura
de una noche
Oye, cabrón de corazón de seda, dije anoche en el bar, llevas esa ropa soñada como un cisne fuera del agua. Oye, cabrón de plumas de lana, mi nombre, para tu información, es Leda. Puedo recordar que finjo que tu corbata de seda roja es un corazón de verdad que tu traje de lana cruda es una carne de verdad que podrías flotar junto a mí con el dejo de despreocupada satisfacción de un cisne. Pero no la sangre del cisne. Al despertar mañana, sólo recuerdo las plumas de alguien y su corazón arrugado tendido sobre mi cama.
Homosexualidad Rosas que visten rosas Disfrutan los espejos. Rosas que visten rosas deben disfrutar Las flores con las que están vestidas. Rosas que visten rosas muriendo Con un espejo detrás de ellas. Ninguno de nosotros es más joven pero las rosas Están muriendo. Hombres y mujeres tienen bodas y funerales son concebidos y destruidos en una formal Procesión. Las rosas mueren en una cama de rosas con espejos llorando ante ellas.
Traducción de Víctor Ortiz Partida
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Lateral izquierdo LUIS AGUILAR A Luis Zapata
antes de la final, no había quién cerrara los ojos al insomnio. Fabián llamó a su compadre Patricio nada más para nada. Para nada, así le dijo, nada más porque no podía dormir. Y era mejor hablar por teléfono que dar vueltas solo a lo largo y ancho de la cama. Patricio preguntó si no estaba Claudia, su esposa, pero Fabián le aclaró que no estaba solo en la cama, sino que únicamente él, y no su mujer, era quien daba vueltas como loco. Ah, le dijo Patricio. “Cuando yo levante los dos dedos, compadre, es que vamos por la pared. Me la da, la regreso a la contención y la retacha hacia el ángulo que le voy a ir marcando con el trazo de mi carrera a la izquierda de la cancha, y verá qué buena pareja vamos a hacer. Esos cabrones de la Súper Carnes nos van a pelar los dientes. Ora sí que van a comer literalmente carne. Ya estamos del otro lado, compadre, este año es el bueno. Somos la defensiva menos goleada y no falta más que la copa, compadre, la copa, con mayúscula, para ser los mandones de la intermunicipal. De aquí a la estatal, compadre, y luego por el campeón de campeones”. A las instrucciones apasionadas de Fabián siguió un silencio larguísimo que hubo de repetirse a lo largo de la llamada. Si es cierto que el amor se mide por los silencios que consigue provocar, estos hubieran sido sintomáticos para cualquier narrador de historia rosa, pero este es un cuento sobre futbol. Colgaron. Fabián era caracolero natural. Gambetero de cepa. Ir y venir por los 35 metros de la cancha le significaba casi ningún esfuerzo, como poco esfuerzo le representaba esconder la pelota en medio de los pies y llevarse a cuanto defensa se le pusiera enfrente. Sacaba el esférico unos centímetros a la izquierda y el defensa contrario se aventaba tras el balón, mientras él jalaba ya con la derecha para el lado opuesto. Metro y medio atrás dejaba a un contrincante de cuando mucho dos zancadas y una nueva aduana lo esperaba. Escondía la pelota sin levantar la vista, la jalaba con la izquierda, su pie natural, y la filtraba justo bajo los arcos desatinados del defensor. Un túnel esplendoroso se conformaba sobre el pasto verde cortado a rayas. “Bueno, Fabián, no todos tenemos la suerte o la capacidad de ser como usted, hay que reconocérselo. Yo se lo reconozco, compadre. Cómo burló al último defensa y luego sacó al portero del arco, haciéndole dos gambetas casi en una sola, no cualquiera, eh compadre, no cualquiera. Un poema de gol. Usted se fue volando atrás de la portería, a celebrar con la porra, pero hubiera visto la cara del portero. Debe haberse sentido peor que violado: deshonrado, jodido el pobre. El balón daba vueltas todavía en el fondo de la red y el portero ni voltear podía para ver ese ángulo dereL a noc h e
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cho, abajo, por donde el balón besó ligerito, ligerito, el poste blanco. Qué gol, compadre. Qué poema de gol”. Fabián protestó la comparación de Patricio entre futbol y poesía, alegando que estaba fuera de lugar porque comparar una cosa con otra era una verdadera y auténtica mamada: la literatura era una mariconería y el futbol cosa de hombres. Quien se dedica a la escritura, le dijo Fabián, o tiene por lo menos la afición de la lectura, es altamente sospechoso o definitivamente puto. Patricio era un lector apasionado pero Fabían no lo sabía, por lo que no pudo adivinar que su compadre conocía la cita, que era de una novela –qué curioso– de un escritor puto. “Calidad, compadre, ¿cuál suerte? Es el empeño. ¿O usted cree que me jodo de a gratis entrenando con ustedes tres días de la semana y dos más en las cáscaras del barrio? No, compadre, hay que chingarse. Y desde chavito fue así. En la secundaria y luego en la prepa era el más dedicado. Siempre. Mis compañeros de equipo terminaban la práctica, agarraban regaderas y a casa. Yo me quedaba con Carlos, un cuate de la colonia, hasta tres horas después. Salíamos de la cancha cuando desde el control eléctrico nos apagaban las luces, como a las once y media. Y ahí vamos, solitos ya, sin nadie en el estadio, a darnos un regaderazo. Si no entré a las mayores, fue porque me casé. Y el matrimonio y los hijos, todo eso, es una cosa complicada, compadre”. Patricio pensó, nada más porque quiso, que la historia con Carlos estaba incompleta, mas no dijo nada ni siquiera en broma. El Pato era ingeniero de profesión, y si en sus años adolescentes tampoco entró al futbol profesional fue porque sus papás le impidieron que se probara con el equipo de la Universidad. Ese habría sido su equipo. Y la hubiera hecho en grande –se consoló– si no es porque sus padres lo metieron a Ingeniería y le advirtieron que, mientras no terminara la carrera, nada de futbol profesional. Veintisiete años eran demasiados para probarse en un equipo, pero desde que decidió formar parte de Ensemex supo que sería cuando menos un muy buen lateral izquierdo. En “Enseres Domésticos Mexicanos”, la fábrica donde junto con Fabián trabajaba, encontró desahogo a esa pasión, malsana como todas. A tal grado llenó su vida el futbol que dedicaba todos los sábados, con religiosidad, a ese deporte que lo tentaba de muchas formas. El futbol lo tenía ya en los veintisiete, sin novia ni ganas de tenerla. “Usted es un pendejo, compadrito, perdóneme que se lo diga, pero estuvo solo, de frente al portero, con el marco abierto porque le había jalado yo la marca, las marcas, porque eran dos los defensas ¿Y qué hizo? Entregársela en las manos al güey de la Súper Carnes. La Súper Carnes no trae equipo, compadre, ya mero ni uniformes.
Pero es lo que le digo: usted debería ser contención, no líbero izquierdo; qué chingados hace arriba. Yo la verdad se la pasé porque, bueno, dije, esta es una buena oportunidad para que mi compadre Pato sepa lo que es meter un golecito. Que no es poca cosa, eh, compadre. Ver cómo las redes se mecen por el golpe del balón al fondo, es otra cosa, créame: es otra cosa. Pero la desaprovechó”. Fabián, en cambio, había aprovechado la única oportunidad que tuvo durante el partido para estremecer las redes de la portería enemiga, aunque no fue suficiente. El equipo de Fabián y Pato cayó en la final cuatro goles por uno. Súper Carnes se llevó la corona del intermunicipal. De cualquier forma, la derrota fue igual o mejor pretexto que la victoria, así que armaron la celebración de la caída, aquella especie de danza extraña sobre una llaga abierta, en casa de Fabián, cuya esposa e hijas pasaban el fin de semana con sus abuelos. En Patricio todavía resonaba el grito de su compadre, ese grito profundo, vivo, como el de quien se saca el gordo de la lotería, cuando anotó en el minuto 17 del segundo tiempo el gol que hacía parecer, sólo parecer, que la esperanza estaba abierta. La celebración fue mejor. Sentir la mano de Fabián apretándole las nalgas no fue una promesa, pero Patricio pensó que de eso se trataba. Fue un instante, un rozón apenas, así como quien no quiere la cosa, en medio de la euforia y el gol. La noche fue cayendo como los ánimos. La cerveza despejó dolores y menguó el ardor que deja toda esperanza fallida. El repaso de los errores amalgamó la fortaleza de quienes conformaban el equipo hasta que, uno a uno, todos se fueron convirtiendo en sombras. Las cinco de la mañana pescaron, acomodados en la sala, a Patricio y Fabián, quien propuso subir a la habitación para descansar como dios manda. Apenas entraron a la recámara, Fabián se deshizo sin inhibiciones de la ropa. Quedó pulcro, límpido en su tez aperlada y cubierta casi toda por el vello, largo y lacio como pelambre de lobo. Pecho y abdomen eran un esfuerzo por mantener la forma. Las piernas dos manazas de músculo aprisionadas por el algodón inmaculado de la trusa y una alfombra parejita de pelos. Fabián no vio, qué bueno, el deseo tubular de su compadre. Se acostaron. Patricio quiso no respirar. Sentía el acelere de su pulso como un tambor. Esperó unos minutos largos, incontenible, hasta que no pudo más. Deslizó su pierna derecha hasta rozar las de su compadre, echado boca arriba. Rasparon su piel los vellos ríspidos de Fabián. Latía vivo el riesgo de perder al amigo, al compadre de la chamba, pero su deseo era un animal enfurecido que
se mantenía ajeno a las complicaciones. Cuando dobló la rodilla hasta la altura del centro de Fabián y descubrió una erección casi metálica, alargó la mano y tocó el cielo. “Voy por Claudia a casa de mis suegros. Regreso como a las tres”. Nada más. No decía nada más el recado. Pato cabroneó a Fabián. No entendía cómo, luego de disfrutarlo como lo disfrutó, utilizaba esa parquedad para imponer el hilo. Lo angustiaban esas palabras tan escuetas. Se sintió desconcertado en medio de una como premonición oscura de que todo habría de ahogarse, la amistad y el futbol. Salió de la casa a la una de la tarde en medio de una rebatinga de justificaciones para lo que habían hecho, pero el recado era más contundente que un gol. Toda la mañana y media tarde del lunes, en que lo vio sólo a distancia, Pato supo que la casualidad es más lenta cuando más angustia provoca. La actitud de Fabián era distinta. A distancias cortas, incluso, no volteaba a verlo. Se hacía el ocupado. Lo que más dolía a Patricio era la culpa ajena, porque para un deleite como el del sábado se habían necesitado más que uno. ¿Cómo acababa la mitad de dos pagando el total de aquellas cuentas? Pero Patricio sabía, desde antes de meter la mano bajo la trusa de su compadre, que había riesgos. Dio por terminado el pesar y fue a las regaderas, al lado del comedor, donde una ducha helada sacudió las telarañas que traía en la cabeza. Luego enfiló hacia la salida de la fábrica. Caminaba en silencio cuando de frente se topó con la mirada de su compadre, quien en línea recta y sentido contrario avanzaba por el pasillo. Quince pasos, cuando menos, aún los separaban, lo que habría permitido a cualquiera de los dos dar una vuelta, sesgar el rumbo, cambiar la ruta. Ambos sabían, sin embargo, que era más complicado evadirse que tratar de procesarlo. Patricio quería detenerlo, preguntarle alguna cosa, inventarse un pretexto; pero lo detuvieron los ojos de Fabián que eran también una pregunta. El último paso antes del encontronazo fue el más largo, el más denso, el más pesado, el inevitable ya. De frente, Fabián le pidió, sin distancias ni evasiones, que no faltara al juego, que debían rescatar aunque fuera el tercer sitio. Patricio desvió apenas la mirada para decirle que no iría; que el juego terminaba tarde y el campo estaba lejos; que le daba flojera regresar tan tarde en el transporte urbano hasta su casa. No hay pedo –ofreció Fabián– te quedas en mi casa. El diálogo duró un paso: el último, el más largo, el más denso, el más pesado. El inevitable. Patricio se quedó desconcertado: Fabián lo tuteaba. O T R A
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TENNESSEE WILLIAMS Tú
y yo
¿Quién eres tú? Una superficie caliente para mis dedos, una forma sólida, una ocupación de espacio, una clase de gozo, un despiadado que huye como el agua, algo infinito, fuera de un problema inferior. Algo que Dios pensó. Nada, a veces todo, algo que no puedo creer, un tonto argumento, tú, tú mismo, no yo, un enemigo mío. Mi amante. ¿Quién soy yo? Un hombre herido mal vendado, un monstruo entre ángeles o un ángel entre monstruos, una caja con papeles de preguntas agitados y tirados al suelo. Un pie en las escaleras, una voz en el alambre, una colección completa de pulgares que imitan dedos, un enemigo tuyo. Tu amante. Traducción de Sergio Téllez-Pon
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Mann y La muerte en Venecia LUIS ANTONIO DE VILLENA
Venecia. Pero Adair sabe más: Mann se fijó en un chico polaco que también veraneaba allí con su familia y que se llamaba Wladislaw Moes, el cual sería por consiguiente el verdadero Tadzio, sólo que si en la novela Tadzio ronda los 14 años, en la realidad, Wladislaw sólo tenía 11. ¿Pederastia? Sin duda. Sólo que en la época la voz (aún impregnada de su historial griego) no tenía el sesgo que actualmente posee de abusos y aún crímenes contra niños o niñas. No, para Mann la pederastia (como para Platón) podía ser un sentimiento alto y noble que invitaba a la contemplación y a la educación y sólo en casos muy favorables a una relación íntima siempre respetuosa, pues el muchachito en realidad (el erómeno de los griegos) es una suerte de ídolo sacro para su erasta o amante. También en la época se le criticaron a Mann estas visiones de un amor prohibido, pero si hemos de creer a sus biógrafos y a sus diarios privados, el gran Thomas Mann (Premio Nobel en 1929) nunca habría pasado de ser un mirón, un “voyeur”, aunque quedara claro y muy claro que gustarle los muchachos (lo que se dice gustarle) evidentemente le gustaban. La Muerte en Venecia –cine de Visconti, música de Britten– es una breve obra maestra. No dejen de leerla, amigos.
LUCHINO VISCONTI
Madrid, febrero, 2011.
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era ya un escritor de reconocido prestigio (el prestigio lo acompañó casi toda su vida, hasta volverlo un tanto solemne) cuando en 1912 publicó una novela corta que constituye una de sus piezas más nombradas, Der Tod in Venedig (La Muerte en Venecia) en la que en medio de hermosas y líricas meditaciones, un tanto platonizantes, sobre la hermandad de Belleza y Muerte, relata la fascinación de un famoso escritor alemán muy intelectual, Gustav von Aschenbach (en la homónima película de Visconti se convertirá en músico) por un muchachito polaco de extraordinaria belleza al que oye que su madre y sus monjiles hermanas llaman “Tadzio”. Enamorado de esa imposible belleza ideal (pero vuelta carne), Von Aschenbach seguirá y perseguirá a Tadzio por la playa del Lido y por los callejones de una Venecia, infectada en plena canícula por una epidemia de cólera El final (entre hermosísimas y lúcidas reflexiones, también sobre los lazos entre arte y vida) verá la muerte de Aschenbach en la playa, un día de siroco, contagiado por la peste, mientras mira cómo el hermoso y bello Tadzio entra en el mar, con la belleza vital y marmórea de un efebo griego, de ese Cármides, por ejemplo, al que en el homónimo diálogo platónico, Sócrates se encela al verle los muslos desnudos bajo el manto.Car Desde que se publicaron póstumos sus “Diarios íntimos” (Mann murió en 1955 con 80 años) sabemos con certeza lo que muchos sospechaban con motivo, y es que el solemne y altivo Thomas Mann tuvo toda su vida pulsiones homoeróticas dirigidas hacia adolescentes, habitualmente muy guapos. Parece que no llegó a consumar ninguna (aunque en su alta madurez llegó hasta a cartearse con un apuesto mesero suizo) pero las obsesiones y los chicos observados con detalle son muchísimos. De otro lado un investigador minucioso –aunque acaso no falto de cierta malicia–, Gilbert Adair, en su libro The Real Tadzio, publicado hace unos años, recuerda que en 1911 –va a hacer ahora cien años– Thomas Mann, su mujer Katia y su hermano Heinrich, estuvieron de vacaciones en Venecia entre el 26 de mayo y el 11 de julio, hospedándose en el Lido y en el “Grand Hôtel des Bains”, exactamente donde se hospedarán asimismo los personajes de La Muerte en T h omas M ann
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LANGSTON HUGHES El
anillo
El amor es el maestro del anillo Y la vida una carpa de circo. ¿Qué tonta cancioncita tarareas? El amor es el maestro del anillo. ¡Tengo miedo! ¡Miedo del amor Y del látigo amargo del amor! Miedo, Miedo del amor Y del afilado, punzante látigo del amor. ¿Qué tonta cancioncita tarareas? El amor es el maestro del anillo. Traducción de Sergio Téllez-Pon
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MARCO ANTONIO HUERTA Tersa
la mañana
An incurable humanist you are
R e g i n a S p e k t o r
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Lo primero: cerrar todas. No al oriente ni convexas, así, todas las puertas. Alguien muerde el freno con la fuerza de caballos por un lado y hacia el frente. Ya tersura de toda la mañana ha dibujado el rostro de frecuencias en auspicio de una noche a la orfandad, búsqueda de nombres y de hombres: infranqueable. 2 Sin más llegarse ambulantes entre líneas paralelas de trenes en carrera oscilatoria por los géneros. Cenizas de un jardín donde no hay puertas. Ahí el todo: ellos que son tan asiduos al dominio de cinturas y proclives al asalto involuntario de los besos en demencia, de la cartografía hecha pedazos sobre mesa de maleable y aluminio. Flujo unívoco del grial, faringes obstruidas. Uso en el continuo resplandor del blanco fluorescente. Carpas de polímero encauzado. Fundar en lo inusual lo extraordinario. Censura iridiscentes los labios en resguardo del lenguaje. De íncubos, gigantes y luciérnagas. Pues ahí la diana para todos los venablos, desde azul altísimo, astro del norte carente del misterio vegetal. Dorada piel desértica para ojos de ligereza escarnecida. Un gusto por el tacto. Frustración. Porque para el segundo plano no hay miradas más que desde el suelo y por los vasos transfigurados de ámbar, efímero y agudo.
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Un sorbo fue todos los segundos de esa hora. Desgastada y expuesta a los embates de ajenos cauces. En la rota inmanencia del vapor evanescente. De colectividades invasivas en el trópico del cáncer: una sonrisa y la llamada, número perdido tras de un golpe atronador. Raudo vuelo y así rodando por linóleos. ¡No! Informe de abandono en media noche, salada junto a cuerpos que sin rostro bailan y aúllan encerrados por la furia amplificada en las bocinas. Puntos diminutos en la estática difusa de un televisor averiado. 3 No, ya se apuntó que no existía tal cosa como la sinonimia. [Esto que no existe.] Acera vacía en el medio de la misma noche de la sal y carente de vasijas para la invención de los instantes. Un lobo marino humedece las banquetas. Pintura rupestre que maldice el afán de cacería junto a la presa desollada. Aún así la búsqueda del confort en otros cuerpos. Otros que son y que no son. Otros que están [y no]. Los otros para un nombre fracturado: Éste. El vértigo en el taxi hasta una casa. Trémula solicitud en labios de oro [crisostomía]. Quiero más. Ese más que se adivina en los horarios para la edificación de la pureza invalidada. Farsa trágica en la sala. Consecuencias de eufonía que se mira como el rayo fulgurante de un llamado a las alturas. Quiero ir. Incapaz de asimilar esas palabras, sin deseo del mayor bien especulado. La obediencia manifiesta cuelga de la nuca en erizado escalofrío, la noche cae concomitante, la ropa por el suelo: una cama.
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[Calor de los cuerpos incompletos hacia la madrugada de noviembre.] No hay definición para belleza inaugural como una marca de salida; ni siquiera para un puerto de arribo. 4 Este debatirse por las sábanas sin besos. Sacudida abrumadora de la grieta: lo incompleto, lo inexacto: la errata del tiempo en el anverso que lo hace irresoluble. Una mañana entre miembros la que vuelve muy profundo, en los confines que fabrican una nota en la garganta. A los labios la promesa. En todo juego hay reglas. Este que no soy las sigue al pie del cañón que no abre fuego, a salvas que no han salvado a nadie en la batalla librada por el frío contra la orilla diurna. Pues es del frío que exige vestimenta. Cubre iniquidades arrancadas por la noche desprendida a los pies. Harto del abrazo siempre hay algo más qué hacer. Siempre habrá. Esa mañana, aquella su tersura disonante, en la que alguien llega y siempre hay alguien que se va. Un relente nunca visto por el deslumbrado cielo. 5 La casa quedó abierta en medio del ciclón. 6 Tanto había albergado la negrura, vacilación a los bordes del cuerpo. Prismático. Opaco. Súbito un cometa rasga los retumbos del aire. Ensordece. Flecha de oro se dispara y enciende el cielo detrás del horizonte. La claridad predice una tibieza colindante: exhalación de la mañana. Una línea arde la sustancia de la piel.
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RICHARD SIKEN Enamoramiento Sherezada Cuéntame el sueño en el que sacamos los cuerpos del lago y los vestimos con ropa abrigada de nuevo. Cómo era tarde y nadie podía dormir, los caballos galopaban hasta que se olvidaron de que eran caballos. No es como un árbol cuyas raíces tienen que terminar en algún lugar, es más como la canción en el radio de un policía, cómo enrollamos la alfombra para poder bailar, y los días eran rojo brillante y cada vez que nos besábamos había otra manzana que partir en pedazos. Mira la luz a través de la ventana. Eso significa que es mediodía, eso significa que somos inconsolables. Cuéntame cómo todo esto, y también el amor, nos arruinará. Estos, nuestros cuerpos, poseídos por la luz. Cuéntame que nunca nos acostumbraremos. Versión de Sergio Téllez-Pon y Víctor Ortiz Partida
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LUIS PANINI Sin
título
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TAMARA LEMPICKA
al aire que inhalo lo filtra una almohada cuando la anticipación de tu lengua con su saliva dibuja una línea la que forman mis vértebras como si fuese un pincel deslizándose desde el altísimo occipucio hasta la Patagonia del cóccix
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El Glostora JOSÉ DIMAYUGA
me cae gordo ese hombre!”, decía Felipe refiriéndose a El Glostora. Y le caía mal por dos razones. No. No eran dos; sino tres. Uno: El Glostora tenía los cabellos gruesos, negros y parados que ningún aceite para el cabello podía domarlos; por eso el producto al que le debía su apodo; no obstante las grandes cantidades que se untaba, fracasaban ante su rebeldía capilar. Dos: El Glostora calzaba botas blancas y, según Felipe, no había hombre tan feo como aquél que anduviera trepado en un par de botas blancas. Tres: Felipe odiaba su risa estruendosa: “Cuando se carcajea, ¡todos los zanates de Palma Gorda alzan el vuelo!” Hay otra cuarta razón, se me olvidaba, y es la principal: El Glostora era el amante de doña Tema, la mamá de Felipe. Total que por donde se le viera, al revés o al derecho, de arriba para abajo, El Glostora era el ser más aborrecible del mundo. Según Felipe. El oficio de El Glostora fue el que lo hizo aparecer, por primera vez, ante los ojos de doña Tema. Él era abonero. Primeramente, le vendió a doña Tema un juego de vasos y jarra de vidrio; luego, una colcha con un conejo estampado, y cuando le vendió un par de chanclas para Felipe, doña Tema y El Glostora iniciaron una amistad que los condujo al lecho del adulterio. Digo adulterio porque el abonero era casado; tenía mujer con dos niños en Acapulco. Pero el corazón se manda solo; cuando doña Tema se enteró de que El Glostora tenía familia, era demasiado tarde; ella lo amaba más que a nada ni a nadie. Doña Tema, apenas escuchaba la voz del Glostora que pregonaba en el callejón: “¿Hoy no van a comprar nada?”, y se transformaba todita: rápidamente cogía el peine y se lo pasaba por la cabeza; se mordía los labios y se apretaba los cachetes para que se le viera colorcito en el rostro. Luego, aparecía El Glostora en la puerta de su casa y sólo tenía ojos para él, atenciones para él, lo que quisiera y cuanto él quisiera. Y a Felipe y a Rosa eso les caía de la patada, pues ¿cómo era posible que ese forastero se había vuelto el ser más importante de la casa? Ni que estuviera tan chulo. Porque El Glostora no era guapo; más bien, si uno veía con detenimiento su aspecto, uno llegaba a la conclusión de que su lugar estaba en la fila de los feos y no en la de los bonitos. Pero tenía algo; quizá su modo de conducirse. Era muy seguro, eso sí. Y como buen vendedor: coqueto. Por eso vendía mucha mercancía; porque a su clientela la hacía sentir muy importante y guapa. Yo llegué a escuchar que le decía a doña Tema: “Qué agradable sonrisa la suya.” Y la verdad, lo menos atractivo de doña Tema era su sonrisa; tenía los dos dientes de enfrente salidos; rasgo
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que, desafortunadamente, heredaron Felipe y Rosa, y les daba a los tres un aspecto aconejado. Pero, bueno, zalamerías son zalamerías. Y ante los oídos de quien nunca ha escuchado un cumplido, pues caía redondita a los pies de quien se las decía. Así fue como El Glostora conseguía vender la mercancía a todas las mujeres de Palma Gorda. Doña Tema no iba a ser la excepción. Pero ella y él fueron más allá. Se enamoraron. Mejor dicho: ella se enamoró; como debieron enamorarse dos o más palmagordeñas, deseosas de verse valoradas como ser humano ante los ojos de El Glostora, sin importarles que a cambio compraran un artículo del hogar de módica cantidad pagada en efectivo o en cómodas mensualidades. A Doña Tema, pues, se le iluminó la cara; y la vida. El humor se le volvió agradable y le nació la idea de arreglarse la dentadura; pero su propósito cayó al piso cuando el dentista le dio a entender que la compostura dental le iba a costar un ojo de la cara. Vencha Castrejón le dio unos trucos de cosmetología que doña Tema aplicó: no se pintó la totalidad de sus labios, pues eran anchos; sino sólo una rayita para que no se le vieran gruesos y, así, lo trompudo quedaba ligeramente disfrazado. Pero esa táctica fue contraproducente. Pues El Glostora al verla a medio pintar, le pidió prestado el bilet y le pintó la totalidad de sus labios a la vez que le dijo: “Usted es dueña de unos labios voluptuosos que tiene que explotar.” Y la boca amplia de doña Tema quedó rotundamente colorada como una sandía partida en dos. El Glostora, después de pintarla, le dio un beso que le llaman de pajarito, que es así por encima. Pero eso a doña Tema no le gustó y agarró al hombre del cogote y le plantó un beso como debía de ser. Cuando doña Tema vio que yo estaba en el marco de la puerta observando la escena de fuerte carga erótica, frunció el entrecejo y me dijo: “Y tú, ¿qué haces allí parado, metiche?” Entendí al punto que no me quería ver allí, y me fui. Había ocasiones en que El Glostora aparecía en la casa de Felipe, pero doña Tema, por alguna razón, no se encontraba. Felipe le decía: “Mi mamá se fue a pagar la luz y no creo que vuelva pronto; así que haga el favor de irse, porque no hay nadie quien lo entretenga”. Y El Glostora se retiraba todo afrentado. Y pienso que el hombre pensó: “¿Y ora cómo me gano a este chamaco ladino que me odia con el mismo odio que le inspira un perro a un gato?” En otra ocasión que El Glostora no volvió a encontrar a su amada, Felipe lo recibió con otra frase igual de hiriente, pero a El Glostora, nada tonto, se le ocurrió decir: “Está bien, me voy. Mira, te doy este cuento.” Él le entregó a Felipe el Memín Pinguín. Pero Felipe lo rechazó; le aventó el cuento a la vez que le dijo: “¡Yo no quiero su cochino cuento! ¡Lléveselo!” Pero El Glostora no recogió el Memín Pinguín; allí lo dejó tirado en el piso y se fue, silbando una canción. Cuando el silbido desapareció del todo, Felipe levantó el cuento y me echó un grito: “¡José, ven para que me leas un cuento!” Felipe no sabía leer. En esa ocasión, leímos la parte en que El Carlangas descubre que su mamá no era tan santa como él suponía. La madre vendía su cuerpo al mejor postor para sacar adelante a su chamaco y El Carlangas derramaba gruesas lágrimas al saber toda la verdad. Felipe y yo, cabeza contra cabeza, lloramos también mientras leíamos el cuento.
En el siguiente miércoles, el abonero sí encontró a doña Tema. Ella, con tal de quedar a solas con su amado, mandaba a Felipe y a Rosa a comprar cualquier chuchería que hacía falta en casa; ya fuera un kilo de azúcar, una veladora o una caja de cerillos. Felipe y Rosa salieron a la plaza a comprar lo solicitado por su mamá. Cuando regresaron a casa, vieron que doña Tema lloraba en silencio; escondía la cara para que no la descubrieran. Pero Rosa se dio cuenta y no le preguntó nada; quizá intuía que su madre había discutido con el abonero. A Felipe se le ocurrió decir: “Ay, ‘amá, mejor dejaras a ese hombre que sólo te pone melancólica.” Y doña Tema luego le replicó: “Si quieres conservar tus dientes completos, mantén el pico cerrado.” “Favor que me haría”, dijo Felipe. “¿Qué rezongaste, baboso?” “No, nada. No dije nada, ‘amá.” Y sí, muy obediente, Felipe mejor guardó silencio. La única que tenía el derecho de hablar, en ese momento, era doña Tema. Por eso le dijo a Felipe: “Los frijoles ayer los hiciste salados.” Rosa soltó una risita burlona. “Ora los hará Rosa”, dijo doña Tema. Entonces Felipe fue el que se rió. Doña Tema dijo: “No sean burlistos y pónganse a trabajar; o no les doy el cuento que les dejó Reynol.” Reynol era el nombre de El Glostora; y el cuento al que se refería doña Tema era el Memín Pinguín. Al siguiente miércoles, El Glostora, ahora Reynol, llegó como siempre, con su balotán de mercancía; pero, para su sorpresa, no encontró a doña Tema. En cuanto Felipe lo vio en el marco de la puerta, le dijo: “Mi mamá no está; me imagino que no quiere verlo por la discusión que tuvieron la otra vez; así que se puede ir; pero antes de que se vaya, no olvide dejarme mi Memín Pinguín.” El Glostora se aproximó a Felipe y le entregó la revista; dio media vuelta para retirarse, pero lo detuvo la voz de Felipe que decía: “Oiga, don Glostora: ¿Tendrá más cuentos del Memín?” Y El Glostora contestó: “En primer lugar quiero que sepas que mi nombre no es Glostora, sino Reynol Tavares; y en segundo lugar: Sí. Tengo muchos cuentos del Memín. Y también del Kalimán y El Valiente. Si te interesan, ven a mi cuarto, porque pienso tirarlos.” “¡No los tire!, se apuró Felipe, hoy por la tarde voy por ellos. ¿En dónde vive?” “Rento el cuarto número tres, de los cuartos que están detrás de la iglesia de San Jerónimo. Allí te espero.” Felipe llegó al cuarto indicado a las cinco de la tarde. Y al otro día también llegó puntualmente a la misma hora. Y al otro día, igual. Y al otro. Todos los días estaba en el cuarto de El Glostora a las cinco de la tarde. En una de esas tardes, cuando Felipe salía del baño todo perfumado y peinado, doña Tema le preguntó: “¿Y tú a dónde vas tan catrín?” Felipe le contestó: “A unas pláticas de la Biblia que dan en la iglesia de San Jerónimo.” “Ándale, pues”, dijo doña Tema en un tonito que encerraba desconfianza y preocupación. Felipe dijo “luego nos vemos”, y salió de casa. Doña Tema se sobó la barbilla y, no satisfecha con la explicación que escuchó de su hijo, salió con dirección a la iglesia de San Jerónimo. Cuando estuvo allí, no entró, porque en el atrio se encontró a doña Cana, una viejecita gibosa, encargada del mantenimiento del templo. Le preguntó que dónde estaban las monjitas que catequizaban a los chamacos. Doña Cana le lanzó una mirada de pocos amigos para decir: “¡Aquí, esas chingadas ni vienen! Yo no sé por qué, pero a todas
ésas las mandan a la iglesia del Centro. A San Jeronimito lo ven como apestado. ¡Eso a mí me enmuina mucho!” Doña Tema dio media vuelta y salió del atrio. “Piensa mal y acertarás”, se dijo a sí misma. Doña Tema caminó rodeando la iglesia hasta dar con los cuartos de don Bartolo, que rentaba para los forasteros. Doña tema sintió una quemazón en la boca del estómago; avanzó hacia el cuarto número tres y tocó con firmeza la puerta. El Glostora la abrió; estaba desnudo; agarraba con sus manos una toalla que le cubría sus partes. Él dijo: “Ah, caray. ¿Y ora, tú?” Al punto doña Tema empujó a El Glostora y entró al cuarto. Y vio lo que nunca hubiera deseado ver, pero que ya se imaginaba: Felipe, totalmente en cueros, estaba culiempinado en la cama. Al ver a su madre, pegó un brinco y se dirigió hacia la silla donde descansaban sus ropas; pero no le dio tiempo ni de ponerse los calzones porque doña Tema se abalanzó hacia él y a punta de manotazos y mentadas de madre lo sacó del cuarto número tres; a punta de mentadas y coscorrones los dos atravesaron el pueblo. Felipe llevaba las manos agarradas al sexo y sus nalguitas al aire mientras su madre detrás de él, le gritaba: “Malnacido, ¿cuál Biblia?, ¿cuáles madrecitas? Hijo de tal por cual.” Así, hechos un nudo de golpes, pena y palabrotas, entraron los dos a la Comandancia municipal. Doña Tema le pidió al Comandante que encerrara a Felipe en la peor mazmorra que estuviera disponible. “¿La razón?”, le preguntó el Comandante con sus dos pulgares metidos en la pretina del pantalón. Doña Tema dijo que su hijo y el abonero se encerraban de cinco a siete de la tarde para hacer sus cosas que sólo marido y mujer hacen en la intimidad y “si esa no es razón suficiente, que me bañen de petróleo y me avienten un cerillo prendido”, remató con la voz entrecortada. “Prefiero estar muerta que vivir con un ser como éste en mi casa.” El Comandante le dijo que no podía apresarlo porque se trataba de un menor de edad. “¿Cuántos años tienes?”, preguntó el Comandante a Felipe. “Once”, le respondió. “¡Pues enciérrelo al menos esta noche para que escarmiente!”, dijo doña Tema. Después de tanto insistir, Felipe pasó la noche en la cárcel del H. Ayuntamiento, y desnudito. Al otro día, muy de mañana entró Felipe a su casa. Traía amarrada a su cintura una falda de hojas de almendro que los policías le pusieron para que no mostrara sus vergüenzas a la hora de atravesar el pueblo. Felipe no llegó solo. Lo acompañaba el Comandante, quien en cuanto vio a doña Tema, le dijo: “Aquí le devuelvo a su chamaco. Y por orden de don Goyo Valle, presidente constitucional de Palma Gorda, le pido de la manera más atenta que no castigue a su muchacho, de lo contrario será usted la que pasará el resto de sus días en la peor mazmorra que disponemos.” “¡Ora resulta!”, fue lo único que dijo doña Tema, y torció la boca. Cuando el Comandante se fue, Felipe descubrió que todas sus pertenencias se encontraban en el interior de una caja de cartón. Doña Tema le dijo: “Ya te empaqué todas tus cosas. Hoy por la noche saldrás para México en la corrida de las once. Allá te esperará tu tío Alejo.” “Que no se vaya, mamá”, le imploró Rosa. “Tú no te metas, babosa”, dijo doña Tema. Felipe se sentó en su cama y quedó un rato mirando al piso; luego escuchó algo como un sollozo, pero no tuvo ánimos de levantar la vista para averiguar quién era la que lloraba. O T R A
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FRANK O’HARA Nocturno No hay nada peor que sentirse mal y no estar dispuesto a decírtelo. No porque quisieras matarme o yo quisiera matarte, o porque no nos amamos. Es el espacio. El cielo es gris y despejado, con rosadas y azuladas sombras bajo cada nube. Un pequeño avión deja caer manchas sobre el edificio de la ONU. Mis ojos, como millones de cuadras vidriosas, simplemente reflejados. Todo es esto lo veo, en el día tengo mucho calor y por la noche me congelo; construyo el camino equivocado hacia el río y un apacible viento quebraría cada una de mis mentiritas. ¿Por qué no voy de este a oeste en lugar de ir de norte a sur? Es culpa del arquitecto. Y en unos años seré un inútil no siempre en una oficina burocrática. Porque no tienes teléfono y vives demasiado lejos; el anuncio de Pepsi-Cola, las gaviotas y el ruido. Traducción de Sergio Téllez-Pon
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No preguntes por él SERGIO LOO nada cuando nuestras miradas se interceptaron, un trago a la cerveza con la mirada fija, una ceja que parece levantarse, nada. Trato de distraerme con los videos de Nancy Sinatra que pasan en las televisiones que cuelgan del techo. Siento que ya he visto a Nancy Sinatra caminar con sus botas cientos de veces en este lugar. Siento que cientos de veces he visto a Nancy Sinatra. Mi vida es Nancy Sinatra pasando cientos de veces y Joel no llega. Son las diez y cuarto y no aparece. Odio ser el que llega menos tarde. Joel acaba de romper con su pareja, René, así que hablaremos de cosas triviales. ¿Para qué son los amigos sino para ayudar a evadir la realidad? En las pantallas ahora pasa un video de Madonna. ¿Qué estarás haciendo en este momento, Salvador? ¿Por qué no contestas los mensajes? ¿Dónde estás? ¿Qué le pasaba por la cabeza a tu madre cuando se le ocurrió ponerte ese nombre tan iluso? Mi botella va a la mitad, la de Joaquín también. Volvemos a cruzar miradas. No ha envejecido. Salvo que parece que su esqueleto ha reducido ligeramente su tamaño, se ve idéntico a la última vez. Como los enormes sillones de la niñez: no es que la gente y las cosas se encojan y pierdan su encanto, lo que sucede es que el presente apesta. Desde lo lejos alza su botella, como brindando conmigo. Sonrío en respuesta y vuelvo a los videos. Joel me está castigando. Lo merezco. Después de lo que pasó no debí obligarlo a venir a este bar. Pero no fue mi culpa que una noche alguien lo atacara saliendo del baño, no tengo la culpa de que haya rodado por las escaleras de caracol ni que lo tuvieran que operar para recuperar movimiento en el hombro. Un hombro que se mueve como una puerta vencida. No tengo la culpa de que Joel tenga un amigo como yo, que se le ocurre obligarlo a volver con tal de matar un poco el tiempo. Te mando un mensaje: Hola Salvador. ¿Qué haces? ¿Dónde estás? No dije nada cuando Joel llegó a la barra y pidió cerveza clara. ¿Quién en su juicio pide cerveza clara? Tardamos varios videos para preguntarnos cómo nos había ido. No hubo gran novedad. Nunca la hay. Pudimos haber estado ayer en un accidente automovilístico o en plena calle pateando a nuestros respectivos novios, pero para qué comentarlo. A quién le importa. Me pregunta por ti. Le digo que estás bien, que posiblemente nos alcances más noche. Creo que no escuchó. Lo preguntó sólo para decir algo. Desde aquí veo que Joaquín va al baño mientras Joel y yo nos distraemos con un video de Lady Gaga. Reviso mi celular. No hay mensaje tuyo, Salvador. Hace años Joaquín no dijo nada, no hizo nada para retenerme cuando le dije que estaba confundido y que quería probar de nuevo con mujeres, en específico, con Emma. Me dijo que aún era joven y que debía intentarlo, para que viera que no sería posible dar marcha atrás. No lloré esa tarde pero me quedé quieto, sentado en el sillón de mis padres, frente al televisor. Joel lleva dos o tres o cuatro cervezas más que yo, así que lo más conveniente era no preguntar por él. No sé cuánN o dijimos
to duraron ni qué pasó con ellos. Ni me entretiene enterarme. Pero bueno, no podíamos estar todo el tiempo atareados viendo los videos que repiten en este bar cada viernes, así que comenzamos a reírnos, no muy en secreto, es decir, señalando al que trae una camisa que brilla tanto como uno de esos petardos que se disparan en medio del mar pidiendo auxilio, por favor, alguien cásese conmigo, por favor. Joaquín regresa y se recarga en el mismo lugar. Joel nota que me mira, me hace burla. No sabe que hace años me escapaba de clases tres veces por semana con tal de verlo. En las televisiones, Madonna baila como si sufriera colapsos, de fondo pasan casi en flash imágenes de carreteras, luces, gente corriendo, gente acelerada, gente sin sentido, gente. No sé por qué sigo viniendo aquí ¿Pero a dónde más podría ir?, ¿al Cabaretito a bailar coreografías? Quiero pensar que no tienes crédito, Salvador, que tienes mucho trabajo, que estás en camino y por eso no contestas mis mensajes. Me dan ganas de platicarle a Joel que el fin pasado tú y yo fuimos a un concierto de Fratta. Que fue increíble compartir eso contigo aunque no sea cierto. Aunque a decir verdad, en el intermedio, cuando fui al baño, le pedí el número telefónico al mesero de barba tupida. Que quiero que estés a mi lado para siempre. Pero en este momento decírselo sería como restregarle que él ya no tiene con quién hacer ese tipo de cosas. Se lo digo. Las botellas vacías de Joel son casi el doble que las mías. Apenas puede ir al baño solo. Le mando un mensaje a René: Hola René. Soy Sergio, amigo de tu ex pareja. Está bien pedo, ¿pasas por él? Me siento mal al pedirle que venga a estas horas, pero Joel vive muy lejos y yo no puedo llevarlo a mi casa. Porque no quiero. Sé que por René no hay problema. Podría pasar por él hasta Veracruz a las cuatro de la mañana si Joel estuviera allá, como hace un mes. Tampoco sé bien qué pasó para que rompieran, ni que tipo de relación mantienen ahora. No hay forma de saberlo. Soy su amigo, no su confidente. Al ver a Joaquín ahí recargado me viene a la memoria la última conversación. Él no dijo nada para retenerme ni hacerme cambiar de parecer, simplemente me advirtió que si me engañaba a mí mismo saliendo con Emma me sentiría solo en todas partes, sin importar con quién durmiera. Odio cuando la gente tiene la razón. Joel está demasiado distraído con los videos de Cher. Se está quedando dormido de pie. Entra René para llevarse a Joel casi a rastras. No nos prometemos llamarnos después. Prácticamente ni nos despedimos. Sólo un leve gesto. René arranca con la mirada extraña, como si cuidar a Joel fuese parte de una penitencia asumida. Pobre René. Lo que hace la gente para no estar sola. Regreso al bar, pido otra cerveza. Por fin llega un mensaje tuyo, Salvador. Mi celular enciende y apaga con peculiar felicidad: Estoy cansado, tuve mucho trabajo. Te llamo mañana. Me resigno y te respondo: Estoy con Joel. Ya casi nos vamos. Descansa. Al apretar el botón de SEND noto que Joaquín está sentado a un lado mío. Como en un ataque epiléptico me llegan imágenes de nosotros cuando yo era menor de edad y él aprovechaba cualquier punto ciego para besarme. Da otro trago a su cerveza, sonríe, me pregunta si nos conocemos. O O TT R RA A
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WILLIAM NAVARRETE III
[Pigalle, París]
Los agentes del orden hipnotizan hasta las plantas con sus ancas de caballo poderoso aprisionadas bajo telas de abultados uniformes. Lucen tan maduros y tan listos para el sexo que a cualquiera se le olvida que velan por leyes arbitrarias y, de paso, recaudan los eurillos que pagan recepciones, chóferes y vinos de los ministros llorones del Estado, de la primera dama de faldilla y taconcillos. Están pidiendo papeles arrugados, papeles en blanco, letras muertas que acuñan risotadas de fronteras, para el que gesticule demasiado o se acomode el paquete con gesto de truhán. A mí me ignoran porque tengo cara de buen cristiano, de blanquito criado en el reparto de las mejores familias habaneras y porque no llevo cadenones en el cuello, ni ese aguaje de negro aspavientoso, ni me brillan los dientes con el oro, ni se me pela la nariz de tanta harina y el pantalón no me cae más abajo de las nalgas. Soy para ellos el perfecto ciudadano… mientras no sepan lo que pienso.
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[ B i s c ay n e B v d . , M i a m i ]
Cosa Rica me habla como si el puto fuera yo. Me alerta contra los negros del Overtown que saltan, dice, como panteras zafias de entre las uvas caletas y los cardos. «Algunos se hacen los homesless. Otros se tocan el material a ver qué pescan. O quién los pesca. Tú no tienes cara de ser de aquí. Tú no duras ni un segundo». Cosa Rica tiene unos labios que dan ganas de vivir para morderlos. Es como una espiga dorada en medio de la noche. Tan dorada que el verde reverbero de los mangles brilla más cuando en el verde se refleja su dorado. «Esos niches son malos-malos, malísimos. Bad, bad». Los que tienen medio brazo que les cuelga lo zarandean con sonrisa socarrona, optimista porque la noche empieza y no se ve en todo aquello ninguna patrulla pasmadora. «He visto carros chocar por los más grandes», me dice con tono de quien da una lección. «Hay quien, you know, está siempre pendientes del tamaño». Creo que Cosa Rica siente un poco de envidia por las pulgadas que a él le faltan. Tal vez no sabe que sus labios bastan para todo y también para cantarle serenatas a la Luna. Y de vez en cuando, por instinto, se acomoda su bultico inofensivo y me pregunta con los ojos lo que haremos, esperanzado en que le toque un bocabajo.
MANUEL RAMOS OTERO
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ROBERT MAPPLETORPHE
No amo tu cuerpo sino el misterio que tu cuerpo habita la cueva que me arropa de noche solamente apacigua la oscuridad. Amo tu gesto más que tus ojos siempre abiertos cuando la boca besa con humedad de mar mi isla irregular de costas bravas y rocas puntiagudas. Y más que la mentira que todo amor promete amo la realidad que nos reúne en la cama que nos gasta la piel de la lengua con erizos que hace brotar puñales en el jardín de muslos cada domingo muerto entre estos cuerpos. Cuando te vayas sin plena ni bolero cuando regrese al silencio de otra sinfonía cuando te vuelvas un hombre de papel un espíritu atrapado en el poema y ya no pueda volver a definirte en la palabra que ahora azota toda la nada recordaremos lo que nunca ocurrió nos amaremos como nunca nos amamos hurgaremos en tumbas de tristeza hasta encontrar la libertad intacta para quel tiempo restaure lo perdido.
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Voraz NAZARENO VIDALES
Una historia para cada habitación. Las mil y una noches...
Tuve un amigo que desde los quince años se la pasaba en las canchas de la Alameda jugando basket hasta muy tarde y al terminar el partido lo esperaban señores en carro o a pie, se iba con ellos y les cobraba por coger. Le gustaba la coca y cada vez más se fue haciendo adicto a la piedra. A los veintitrés años comenzó su decadencia física; no reconocía a nadie y ya no podía levantarse de su cama, adelgazó como veinte kilos, fue perdiendo fuerza hasta que un día ya no amaneció. Se llamaba Iván y le decían Bambino, era blanco, delgado y a pesar de tener acné, su cara era bonita, como de niño. Murió hace cuatro años antes de cumplir sus veinticuatro. Cada vez que paso por la Alameda me acuerdo de cuando se paraba recargado en los barandales de las canchas, solito, con las manos en las bolsas viendo hacia ningún lado. ¿Cómo domas a una bestia? Con cariño o a putazos. En la esquina de la calle Falcón se detuvo un coche rojo por la acera de enfrente. Cruzo la calle y me acerco a la ventana del copiloto, le pregunto que a donde va. El tipo es un hombre de más de cuarenta años, blanco, con poco cabello peinado de lado. Su camisa de cuadros asoma unos brazos lampiños y en el estéreo suena música de Abba. Me respondió que sólo andaba dando una vuelta y me pidió que me acercara más hacia la ventana hasta quedar recargado en ella. Después de ver los tatuajes de mi brazo izquierdo preguntó si andaría por allí más tarde y se fue. El hombre me recordó al insípido padre de familia que recogió de la miseria a Alf. Putear no es malo, lo malo es no cobrar. Es frecuente encontrarse con hombres casados. Al momento que voy a sus casas me doy cuenta si hay mano femenina en el ambiente, o de fondo, sobre una repicita se ve la foto familiar casi escondiéndose de la visita. Los casados no son tan exigentes a la hora de coger como los que no tienen nada que esconder; es sexo rápido y conversaciones cortas. Será que por el hecho de estar casados no se sienten tan putos. Porque a tientas llegaremos al día del juicio; cuerpo sobre cuerpo, arrastrándonos por esta calle y levantando la mirada para descubrir el rostro de Dios. Dicen que los putos no tenemos sentimientos, que alguien que se pone precio jamás se lo quita, porque el amor y esas 36
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cosas sin invaluables. Pero yo jamás he vendido sentimientos. Digamos que los veo desde otro punto desde el punto ciego. A dónde no lleguen las balas o las extrañas intenciones de los demás. Me detengo en cualquier parte y solos llegan… tarde o temprano pero solos llegan. Trato de no relacionarme mucho con la cultura gay, con los círculos exquisitos. No quiero militar una moral de minoría basada en el estereotipo tradicional, anhelando esa ingenua mimesis de lo establecido. Jugar a la casita y al primer mundo nunca fue tan oportuno en la sucia política como hasta ahora. El orgullo es para otros, lo mío es odio. Prefiero la putería que no sabe de avances legislativos pero cobija al más desprotegido en el más humilde acto de caridad al prójimo. Un incluyente bien social sin estandarte ni aspiraciones de alto alcance. Lo que ves es lo que hay. El que se mete con mi dinero se mete con mis sentimientos. Tengo 23 tatuajes regados en mi cuerpo. Es interesante ver las diferentes reacciones de mis amantes, mayates o comprantes. A los malandros les gusta verlos, le ponen atención a los diseños y les agrada saberse deseados por alguien más tatuado que ellos. A los jotitos de antro les asusta, muchos enmudecen al ver mi cuerpo ilustrado cual lámina de primaria, algunos se cortan y deciden dejarlo para después. En cuanto a los señores, ellos simplemente fingen indiferencia. Desesperados, rabiosos, con ojos por todos lados. Reaccionamos como bestias al primer fuetazo. Eran las cuatro y media de la mañana y en la esquina de la plaza estaban puteando La Tania y La Chuleta. Duré un rato cotorreando con ellas, luego me fui a los bebederos de la oscura plaza y después de tomar agua esperé a que se acercara la silueta de un hombre que iba entrando a los andadores del parque. En su mano derecha sostenía un bulto. Se acercó a tomar agua y al percatarse de mi presencia junto a los bebedores me preguntó que si tenía hambre, le respondí que sí, que había tomado mucho y que sentía que me estaba entrando la cruda. Del bulto blanco sacó un puñado de burritos envueltos en plástico. “¿De cuál quieres?” Le dije que no traía dinero, tomó dos y los puso en mis manos. Mientras me comía los burros en el oscuro corredor sólo podía ver la silueta de mi benefactor, su voz era gruesa: “Acabo de salir
ARISTEO JIMÉNEZ
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de La Favorita bien pedo y le compré los últimos burros al señor que se pone afuera, ya pa’que se fuera a dormir, son un chingo, traigo más por si quieres chingarte otro”. Tomé sólo uno más de chicharrón prensado y mientras terminaba de comérmelo me pregunta el compa: “¿Y qué andas haciendo a esta hora en la plaza?”. “Ando buscando quien se vaya conmigo al hotel que está aquí enfrente pero no sale nada, ¿tú no te animas?”, le contesté. “¡Ah, chinga!, mira si serás cabrón, pinche pelón, después de que te mato el hambre te atreves a cantarme un palo”. “Tampoco es a huevo”, le respondí, “Gracias por los burros, compa”. Le di la mano, me di la media vuelta y me dirigí a la calle Cepeda. El tipo se fue detrás de mí y me alcanzó en la esquina de Morelos y Cepeda, me detengo, se acerca y pregunta: “¿Para dónde vas?” “Hacia el norte de nuevo”. “Yo también voy para allá, vivo por los bulevares”. En ese momento descubrí su rostro bajo la luz amarilla del arbotante, en su ceja izquierda traía una cicatriz y la simetría de su rostro le daba un ligero aire italiano. Sus ojos, cristalinos y rojos, se incendiaron cuando le dije que no me tuviera miedo, que nos podíamos tomar el mismo rumbo sin que yo le quisiera hacer algo. “A poco crees que te tengo miedo, pendejo, estás enfermo, no sabes ni quién soy, estuve encerrado por matar a un güey como tú te puedo partir la madre aquí mismo.” Me quedé paralizado, viéndolo fijamente a los ojos, sus manos eran grandes y su cuerpo el de un hombre alterado por la malilla de la piedra, pensé en los perros que desconocen a sus dueños como los crakeados a su gente, y quién era yo sino
más que un simple desconocido que me estaba enfrentando a la furia de un exconvicto en plena crisis de ansiedad. Con pausada voz le repetí que nada es a huevo y que me volvería a ir como me fui de los bebederos. Proseguí con el mismo rumbo y a la altura del Teatro Nazas, volvió a hablarme: “¡Eh! ¿y cómo hasta qué horas nos estaríamos en el hotel?...” Estuvimos en la habitación 98 hasta las cinco y media, al salir del hotel traté de alejarme de mi acompañante para que cada quien tomara su rumbo, como siempre se hace. Al pasarme a la otra acera cruzó la calle junto conmigo e insistió que nos fuéramos juntos como habíamos dicho en un principio. Tomé un rumbo totalmente contrario al de mi casa para que el tipo no supiera donde vivía, no quería retirarse de mí. Al pasar por la calle donde está la planta de la cervecería Carta Blanca me agarró del pantalón y me empujó hacia la oscuridad entre dos camiones repartidores. Me bajó el pantalón y comenzamos a frotarnos fuertemente los dos penes. Luego de corrernos, seguimos con la caminata. Comenzaba a amanecer y el tipo no se me despegaba. Por desgracia ya no traía dinero para el taxi y mi casa quedaba demasiado lejos, nos habíamos retirado bastante. Empezaba a verse el cielo claro, era la hora en que abajo aún sigue oscuro pero el cielo parece una infinita caja de luz azul cobalto. Ya cansados los dos nos detuvimos en las bancas de un camellón del periférico. Mi acompañante se recostó y mientras se quedaba dormido yo proseguí con mi camino comiéndome el último burro de papas rojas que quedaba en la bolsa. O T R A
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JUAN CARLOS BAUTISTA Sueña
la caballa
(canción
de cuna)
A Sergio Téllez-Pon
Sueña la Caballa sueña la exagerada lumbra de la amora de la tiniebla que ella es de la agua crecida que sale de su cuerpa de la venenosa resabia de las rías de su cama suavísima de la nocha inconsútil de sus piernas rajadas tibia, tibia va desmenuzándose abre el lloro de su masculina las lágrimas amargas de su sexa todo en ella es ella exageradísima su cuella, su pecha, su cula, su saliva ¿y las fronteras del alma? ¿y las amarras de la carna? ¡Ay, los sustos cuando el macho se vira y reclama unos embates! Putita de vaivén: ¿tú, reinventar la munda? ¿La inmunda? Ya estás vieja para eso, ya no: perra fuíste, violenta maravilla, pero ya no, darlinda, ya no...
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te, se puede vislumbrar algunas propuestas, por ejemplo, en contra de la configuración de heroínas, y por la diversificación de las personajes lesbianas; en las obras más recientes suele haber varias que son centrales en las historias y ninguna es “más lesbiana que las otras” como ocurría en las primeras apariciones protagónicas, se va rompiendo el tabú de relatar situaciones que atentan contra una posición moral que tradicionalmente se atribuye a las mujeres, y de hablar de sexualidad infantil o entre adolescentes. Pero sobre todo, se ha transformado el sentido del humor y con ello se ha logrado desacralizar los asuntos sexuales. Elena Madrigal, por ejemplo, en cuentos como, “Conseja” (2003) “Heredera” (2004) y “El hijo del pueblo” (2006), entre otros, busca descentrar el tema del lesbianismo, dejando éste en un aparente segundo término, de manera que se privilegia alguna ironía o una causa social. La sexualidad femenina manifestada en estos cuentos es tan amplia que el deseo sexo-amoroso entre mujeres es algo a lo que puede acceder cualquier mujer. Las disidentes sexogenéricas de estos textos, sin mayores conflictos, simplemente hacen uso de su derecho al erotismo no heterosexual. “Conseja” es una minificción en la que la narradora cuenta a su hija una historia para hacerle una recomendación: [...] Pues la Marijose se metió a bañar y no se fijó. Se resbaló y se mató. A la [mujer que usaba] botitas no le quedó otra que decir toda la verdad: que eran amantes hacía más de veinte años. Yo, por eso, siempre te digo, Elena, hija, hazme caso: nunca te metas a bañar sin chanclas. 2
Lo que queda aparentemente fuera de foco, o como historia incidental, es la relación de veinte años que Marijose ha sostenido con una mujer. De cualquier manera el consejo no es moralizante en orden de no ser infiel, o de no mantener relaciones homosexuales, sino remite a una cuestión práctica: usar chanclas para evitar un accidente que ponga en evidencia un engaño. Artemisa Téllez, es otro buen ejemplo de las escritoras actuales que van dando rumbo la narrativa sáfica, además de reconocerse feminista, es activista en el movimiento lésbico. En sus relatos no hay lugar para culpas, denuncias O O TT R RA A
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la sociedad es diversa y cambiante, la literatura, como producto cultural y por tanto social, dista mucho de ser un ente monolítico y estático. La novela mexicana, por ejemplo, surgió a principios del siglo XIX , y hubo que recorrer un largo camino, primero, para que hubiera mujeres protagonistas de las historias; luego, para que comenzaran a dejar de ser estereotipadas; después, para que las mujeres pudieran ser las escritoras e iniciaran la creación de personajas desde la mirada propia. Pasaría aún más tiempo antes de que las mujeres pudieran tratar en sus narraciones asuntos sobre la sexualidad, el erotismo, y todavía más para que hablaran del amor entre mujeres. La historia literaria (y de lo literario), pues, no es ajena a las transiciones de la sociedad. De tal manera, la integración de temas y de la diversidad de personajes a la narrativa se fue dando de manera paulatina. Para sintetizar la historia de la configuración de la narrativa lesbiana, mencionaré algunas primicias: Las primeras personajes homosexuales fueron creadas por escritores, varones, a principios del siglo XX , por ejemplo, “Las inseparables” de Heriberto Frías;1 dos mujeres que han preferido los amores sáficos y que se lucen paseando juntas por la ciudad, exquisitamente vestidas; aunque en 1915 eso era posible sólo con del dinero del marido de una de ellas, quien ante el deshonor ha preferido mantenerse lejos. Las primeras escritoras de historias sáficas fueron Pita Amor y Beatriz Espejo, ellas imprimen una mirada diferente a la de los varones, libre de prejuicios y de finales fatales. La novela Amora de Rosamaría Roffiel es reconocida oficialmente como la primera lésbica, e inaugura la narrativa de compromiso sociosexual, que quiere dar cuenta de sentimientos, formas de vida, historias de especificidad lesbiana, sin estereotipos, a manera de dar a conocer al público en general una realidad oculta por el prejuicio. En gran parte esta narrativa recurrió a la denuncia. Tal es el caso de Dos mujeres de Sara Levi Calderón, y en alguna medida de los cuentos de Con fugitivo paso de Victoria Enríquez y Sandra. Secreto amor de Reyna Barrera. Las narradoras sáficas de nuestros días experimentan con fondo y forma, y están inmersas en un debate sobre la validez de una adscripción ética de sus obras. No obstanA sí como
TAMARA LEMPICKA
Algunas inseparables con el amor como sonrisa MA. ELENA OLIVERA CÓRDOVA
o justificaciones. El conflicto ya no es la autodefinición sexual, el rechazo social, el juego con lo prohibido o la justificación de la homosexualidad, las protagonistas no son heroínas ni modelos de acción, los relatos se constituyen como la aspiración a la vida cotidiana que proponen sobre todo las lesbianas jóvenes; deseo y amor entre mujeres, en la mayor parte de estos cuentos, están disociados, con ello se desmitifica la relación amor-deseo considerada como propia de las mujeres. Las jóvenes de los cuentos de Artemisa quieren encontrar su propio mundo lésbico, que rompa con los esquemas tradicionales reproducidos y en el que libertad sexual y amor puedan coexistir de una forma diferente. Su cuento “Antes”, del libro Un encuentro y otros, tiene como asunto la sexualidad infantil, en él una joven recuerda sus aventuras en el colegio de monjas, cuando a los 8 años se enamoró de la niña que tenía los ojos más azules, la sonrisa más genial y el nombre más hermoso: Andrea. Ese día se quedó a ayudarle a la madre Tere a apagar las velas, recoger las hojas y guardar las cosas de la misa; cuando la madre llegó al salón pedí permiso para ir al baño, corrí a la capilla, agarré una azucena del florero de la Virgen que estaba afuera y entré. Traía la flor en la espalda para que no la viera, me miró, le sonreí, me acerqué poco a poco, decidida. Me sentía enorme, inflamada por la fe de mi oración de la mañana: “Diosito, haz que Andrea se enamore de mí” y pensaba claramente que él me había dicho: “vas, llégale”. 3
Por su parte, Odette Alonso, antes de salir de Cuba ya era una poeta reconocida. En México ha incursionado en la narrativa, en la que ha buscado amalgamar su doble nacionalidad e, incluso, inclinar la balanza hacia su adquirida mexicanidad. Gracias a un muy buen manejo del lenguaje, Odette logra en sus textos una gran agilidad narrativa y presenta con facilidad imágenes visuales y sonoras, se esmera en la construcción precisa de sus personajes, sus formas particulares de expresarse, de ser, en los ambientes emocionales y físicos en los que se desarrollan las historias, en la configuración de las tramas, lo que implica el juego de tiempos y voces narrativas. Así como plantea un humor fácil y sencillo, el suyo es un erotismo desacralizado, sin grandes preámbulos o complejidades, no se preocupa por los cuerpos y sus falsas bellezas, lo mismo da si son esbeltos o no, claros u obscuros, prefiere la descripción de los contactos, de las sensaciones; incluso, varios fragmentos eróticos se amalgaman con el humor. En el cuento titulado “Con la boca abierta”, que da nombre a su libro de cuentos, Claudia, la protagonista, quien es también la narradora, se enamora de su dentista, pero por miedo al rechazo no se precipita, disfruta de la cercanía de la doctora y hasta provoca encuentros con falsos dolores dentales. Esta precaución, a la hora de las confesiones amorosas da lugar a un diálogo absurdo y, como en muchos otros textos de Odette, estupendamente planteado:
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–¿Por qué no me lo dices de una vez? Ahora sí iba a parárseme el corazón. Qué ridículo sería morir en el instante en que ella me estaba tendiendo una alfombra mágica entre ambas camas. –¿Qué? Pregunta estúpida... ¿acaso no podía responderle con la misma naturalidad con que ella me conminaba a hacerlo? –Que no soy tonta, que me doy cuenta de lo que está pasando. ¿Estaríamos pensando lo mismo? Si le dijera que la amo, ¿no estaría adelantándome? –¿A qué te refieres? –Volvió a ponerse el brazo sobre la cara. –A nada. –Tienes razón –dije con un hilo de voz, sí está pasando lo que crees. [...] –Y según tú, ¿qué es lo que creo que está pasando? [...] –Nada –le dije. –¿Cómo que nada si acabas de decir que algo está pasando? –También tú dijiste que algo estaba pasando y luego dijiste que nada. 4
En los relatos de estas escritoras, el ambiente de la acción adquiere una importancia equivalente a la de las personajes porque, como ellas, se transforma en parte de la subversión al presentarse como una cotidianidad establecida distinta a la tradicional y en este sentido las personajes pierden peso ante la falta de contraste con un contexto que ya no les es adverso. Finalmente, hay que agregar, que en una gran cantidad de narraciones ya no se construyen espacios para las mujeres homosexuales en un entorno heterosexual, sino ámbitos que sin necesidad de justificación albergan la diversidad o simplemente son universos homosexuales, como en un intento de construir una utopía como antesala de los cambios esperados en la construcción de un mundo de inclusión de la diversidad sociosexual. La ficcionalización de la experiencia lésbica tiende cada vez más a la búsqueda de libertad, a la configuración lúdica de los relatos y cada vez menos a la denuncia y a la justificación, cada vez hay más inseparables con el amor como sonrisa y, según Luis Mario Schneider, “cuando una cultura comienza a sonreír a través de la estética es el mejor índice de que ya está comenzando la lucha verdaderamente crítica...”. 5
Notas 1 Heriberto Frías. 1915. Los piratas del boulevard (Desfile de zánganos y vívoras sociales y políticas en México). México: Andrés Botas, pp. 137-139. 2 En Yolanda Duque Vidal (comp.). 2003. Antología. Voces de lunas. Cuentos y poemas “de mujeres para mujeres”. Montréal: Éditions Alondras. 3 Artemisa Téllez. 2005. Un encuentro y otros. México: Corporativo Cabaretito. 4 Odette Alonso. 2006. Con la boca abierta. Madrid: Odisea. 5 Schneider, Luis Mario. 1997. La novela mexicana entre el petróleo, la homosexualidad y la política. México: Nueva Imagen, pp. 87-88.
Ya estuvo GILDA SALINAS — A l mal tiempo buen cara –dice con sarcasmo, porque la discusión o mejor dicho, el monólogo va tomando tintes trágicos. Ay, Gorda de mi vida, ¿cuánto faltará para que abras las llaves de agua de la tina? ¿Una hora, media? Echa la cabeza hacia atrás: derecha izquierda, derecha, izquierda. Siente, oye como truenan los tendones, los músculos, las despostilladitas de sus vértebras: derecha, izquierda. Inventa: Estoy en la cabina del premio de los sesenta y cuatro mil. Afuera la música, la gente y Ferriz con puras preguntas inútiles: ¿qué robos célebres realizó “la banda del automóvil gris”? No oigo, no oigo, soy de palo. La mujer se jala el cabello, sufre porque necesita quien la quiera, quien la cuide: “Tú ya no me pelas, pinche Gabriela”. Grita que quién sabe dónde quedaron los días de felicidad, los días de coger; ahora ya ni eso, “se me hace que estás menopáusica”; pero ella sigue mudísima. Sabe que la Gorda va a enumerar, como siempre, los favores, los apoyos, las invitaciones a comer, a cenar, a pasear, a bailar, el viaje a Cuba, la tele de cincuenta pulgadas, el ajuste del Renault, todo lo que ha invertido en ella, porque para eso tiene dinero, para ayudar, halagar, comprar a su pareja, pero pareciera que Gabriela no valora porque ya casi nunca tienen relaciones, no comparte sus drinks, ya no disfruta las desveladas y sigue con la maldita necedad de irse al trabajo todos los días, qué absurdo. ¿Cómo decirte, Gorda mía, que ya nos contamos nuestras vidas yo casi una, pero tú como seis veces? ¿Cómo te explico, para que me entiendas, que yo no soy tan borrachota y a las cuatro de la mañana ya tengo sueño? ¿Cómo te hago ver, sin que te azotes, que no se me antoja hacerte el amor porque te quedas jetona en el camino? Sabe que en el curso normal de cada bebedrama la caterva de sufrimiento está pataleando en este momento su último suspiro y que luego vendrá la violencia; otra vez los vasos recién comprados hechos trizas, los platos de romper volando por cualquier lado (la vajilla buena está bajo llave, si no es pendeja la Gorda). Quizá tenga que usar la silla como chaleco antibalas, no sería la primera vez, por lo pronto sigue muy a gusto en otra dimensión, ve a la mujer roja y deforme, abotagada, con el greñero como nido de arañas. Vuela el primer bólido... vuela el segundo. ¿Cuándo me iba a imaginar que en esto pararía el romance? La rompedera dura un promedio de quince minutos, en ese lapso, indefectiblemente, la Gorda va al jacuzi y abre las llaves del agua, la templa y regresa hecha una furia con otro plato listo para ser lanzado; después, entre cacharros, vidrios y desmadre, corre a cerrarle al agua, se desnuda, toma la lámpara conectada y encendida, como si fuera estatua de la libertad, faro de luz, levanta el pie y lo apoya en la orilla dispuesta a ¿electrocutarse? Ja, dispuesta a entrar al agua; sabe que mientras ella la detiene, contiene, mientras la cal-
ma, desconecta el largo cable de la lámpara, se la arrebata y le da besitos, el olor del baño de burbujas va a jugar en su cerebro con otros aromas de otras ocasiones y no aguantará la picazón de la ropa; cuando al fin la Gorda acepte sus brazos como quien no quiere, acepte sus disculpas a regañadientes, acepte sus cariños de ya pasó mi amor, si yo te quiero mucho, terminarán las dos en el jacuzi con la hartez sometida a la pasión del momento y más tarde a la hueva de ponerle punto final a los bebedramas, aunque el pundonor se le inconforme grueso. Como van las cosas, el ansia en los dedos de los pies tendrá que buscar otro prospecto porque ella, Gabriela, va a ser, de nuevo, incapaz de empacar sus tiliches y marcharse, igual que un día llegó hace cuatro años, así, sin más que las ganas de creer cualquier cosa y un panorama como de calendario para su futuro. Bastó una tarde, una noche, un amanecer entre alcoholes y coqueteos y sudor y babas y me compré el boleto yo solita, piensa, y se agacha porque ve que el reloj de la cocina atraviesa los aires y se estrella contra el horno de microondas. Esto va para largo, son las cinco y a mí ya se me agotó el repertorio de justificaciones en el banco, piensa mientras comprueba lo bien dirigido que iba el proyectil número veintiocho y que, gracias a la frecuencia de estas escenas ya gambetea como centro delantero, menos mal, porque antes, aparte de ojerosa, mal comida y verde, llegaba al banco con el ojo moro, un chichón, una descalabrada de: ¿qué te pasó, manita? Expira la fase de violencia. Ahora sigue el cerrado de las llaves del agua y el striptease, ¿cómo es que no ha escondido la maldita lámpara? En efecto, con precisión cronométrica la Gorda lloriquea lo infeliz, lo desgraciada que es su vida sin sentido, sin amor y sin sexo: “ya no tendré donde me quepa más sufrimiento”. Se quita las prendas con lentitud (ocho cuadros por minuto), retardando, masajeando el chantaje embarrado de mocos y pelos sudados. Ahora dirá del hastío, del vacío y de la decepción que le causo, por un momento Gabriela imagina el cuerpo de esa mujer electrocutándose como en caricatura, el greñero tipo alambre de la Comisión Federal de Electricidad, los sonidos de corto circuito, las chispas y todo lo demás; sin embargo, la pasión y la conveniencia le cachetean las imágenes y se acerca preparando su voz más dulce, más culpable, más paciente. —Eres la caca más grande que he pisado –oye y ve que ya empuña la lámpara y la enciende, luego alza la pierna derecha y así, torcida, voltea a ver a Gabriela con un silencioso: desconéctale cabrona, ¿qué no ves que estoy borracha y me puede fallar el equilibrio? El vapor limpio, con aroma de sales de baño viola los poros y los tímpanos de Gabriela, repite como disco rayado la última frase, le agudiza un cansancio más allá de todos los billetes, la vulva y las chichis, más allá de cualquier mamada de pronóstico que provenga de esa beoda. Ya vas, decide en un arrebato y jala con fuerza el tapetito del baño, que se lleva el pie izquierdo de la Gorda y la manda de cabeza al agua, con la lámpara por delante. —Tan tan.
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Papa podrida ODETTE ALONSO
C uando M oraima me dejó besarla, ya Barbarita lo había hecho. La acorraló tras la puerta del baño e inauguró aquellos labios mulliditos. Esa noche, después de la fiesta, mientras me acercaba poco a poco a su boca, no sabía ese detalle. Si lo hubiera sabido. Si lo hubiera sabido, nada habría cambiado: cómo iba a quitarme aquella sed que se había hecho insaciable en los últimos meses No me lo dijo entonces, sino días después. Cuando quise volverla a besar, se soltó a llorar como una Magdalena. Y yo sin saber qué hacer, tratando de consolarla, abrazándola, acomodándole el pelo, diciéndole: “ya, mi amor, qué te pasa”, mientras rogaba que su madre no fuera a abrir en ese momento la puerta del cuarto. —Barbarita me besó –dijo en un susurro y sentí que la furia me cegaba. No era primera vez que Barbarita me hacía algo así. Una tarde me la encontré muy acaramelada con Yoana en el escaloncito de la esquina. Yoana, que era mi novia. Pero yo tengo la culpa, porque le he permitido andar conmigo para arriba y para abajo, ser mi mejor amiga, como quien dice mi hermana. —¿Cuándo te besó? –le pregunté aguantándome el tremor que subía desde el estómago y me quebraba la voz. Contó más detalles de los que necesitaba para odiar a Barbarita por el resto de mis días, pero me dejó besarla otra vez, como quien busca que otros labios le borren las huellas viejas. Me miró con sus ojos deslumbrantes, acarició mis manos largo rato y sin decirlo, dijo que me amaba. Un hilo de mi voz le susurró al oído: “Te quiero, Moraima” y ella pegó todo su cuerpo al mío y me ofreció la boca nuevamente. Tal vez por eso, en vez de partirle la cara a Barbarita, ni siquiera le reclamé. Como si no me hubiera enterado.
De lo que tampoco se enteró Tamara fue de que Barbarita la esperaba en el baño y la obligaba a besarla amenazándola con que les diría a todos. Moraima, imposibilitada de soportar aquella presión y sin poder confesárselo a su madre, acudió a su mejor amiga. —Tengo miedo, Chabela, no quiero volverme tortillera. La sola mención de esa palabra, dicha en un tono tan bajo que apenas pudo oírla su amiga, le erizó todo el cuerpo. Y Chabela, que tampoco pudo sola con un secreto tan enorme, le contó a su novio. —No le digas a nadie, por tu madre; que Mora es mi mejor amiga. Pero el novio, que era militante de la Juventud y le caía mal Moraima, al otro día se lo comunicó al secretario general, quien prometió discreción pero no eterna: aquel asunto debería ser tratado en la próxima reunión del comité de base. Y mientras observaba al muchacho alejarse nervioso,
apuró el paso para informar a la secretaria general del núcleo del Partido y al director de la secundaria. “Barbarita es tortillera”, oí decir al llegar al aula y se me heló la sangre. Si lo decían de ella, ¿lo dirían de mí?... Hasta creí ver un brillo de susto cuando se dieron cuenta de que había entrado. “Los escuché”, quise advertirles, pero cómo iba a hacerlo delante del jefe de grupo y de toda esa gente que se arremolinaba a su alrededor y que se dispersó como por arte de magia en un segundo. —Tengo que contarte algo urgente pero no puede ser aquí –le dije a Barbarita en cuanto entró y fuimos a refugiarnos en el rincón junto a la ventana. En su cara no se alteró un solo músculo mientras fui desgranando la anécdota, cronológica y pormenorizada, como nos gustaban los chismes. Me resultó tan raro aquel rostro adusto, inconmovible, que le agregué a la historia detalles que no habían sucedido, dejando para el final la acusación. Ahí sí no podría disimular. —¿Tortillera yo? –dijo, teatral, y solté la carcajada pensando que bromeaba, pero seguía demasiado seria– ¿Se puede saber de qué te ríes? —De nada –respondí sorprendida. Todo un operativo fue montado para sorprenderla en el acto. Moraima esperaría dentro del baño, que estaba aparentemente vacío, pero en el gabinete del fondo se escondían el jefe de grupo y el secretario del comité de base, alertas a la señal de aviso. La muchacha quiso negarse; de hecho, se negó. —Esas lacras del pasado obstaculizan nuestro avance hacia el socialismo –le explicó el secretario general–. Si no colaboras para su erradicación definitiva, te conviertes en cómplice o, lo que es peor, podrías terminar siendo igual que esa papa podrida. —No quiero hacerle daño, profe –se lamentó Moraima. —Le estás haciendo un favor –argumentó, convencido, el hombre–; la compañera Bárbara tiene un feo defecto que sólo enfrentándolo podrá corregir. Cuando pase algún tiempo, te lo agradecerá. Y la revolución también. ¿O acaso no eres revolucionaria? Moraima asintió vigorosamente. Si el miedo a ser cómplice o contagiarse no hubiera sido suficiente, pensar que su madre se enterara la hacía temblar de pies a cabeza. Y medir las consecuencias de una negación así para su futura vida estudiantil la hacía casi desvanecerse. Ser expulsada de la escuela, no ir a la universidad, perder a sus amigas, andar por el mundo avergonzada era un panorama que no podía soportar. Y allí estaba, recostada a los lavabos, lívida y sudorosa esperando a Barbarita, cuando entró Tamara. O T R A
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—¿Qué te pasa?, ¿por qué estás tan pálida?, ¿te sientes mal? Moraima no pudo hablar, las palabras se le atoraban en la garganta. Tamara se acercaba decidida y la muchacha se replegó hacia la pared del fondo. —No me toques –le advirtió extendiendo el brazo a todo lo largo, pero Tamara tomó su mano y la atrajo. —No hay nadie, cosita, déjame abrazarte... ¿Por qué lloras? Sorprendidos, las cabezas de los dos hombres asomaron por encima del tabique. Un millón de preguntas saltaron de los ojos de Tamara y fueron a estrellarse en los de Moraima que, sin respuestas, salió corriendo del baño.
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TAKATO YAMAMOTO
—Yo no soy eso, profe, se lo juro. —Un revolucionario no jura; jurar es cosa de burgueses religiosos. Arrastrada me sacaron del baño y me pasearon por delante de todos antes de encerrarme en la dirección. ¿Qué hacían esos dos en el baño de mujeres?, ¿lo sabía Moraima?, ¿por qué me dejó allí sola? —No soy eso, de verdad que no –insisto sin poder sostener ahora la mirada de taladro del director. Por qué Moraima me había puesto esa trampa, me preguntaba cuando tocaron a la puerta con tres golpes rudos. La secretaria académica la abrió y el director se levantó como un resorte para ir al encuentro del padre de Barbarita, que venía con su traje de militar almidonado. —Disculpe la molestia, capitán, ha sido una confusión, un malentendido. Alguien, por error, acusó a Barbarita, pero ya tenemos a la verdadera culpable –y me señaló adelantando el mentón. —¿La verdadera culpable de qué? –le pregunté a la secretaria académica, que me miraba hosca desde el otro rincón. —De hacerle cochinadas a esa pobre muchacha. ¿Cochinadas?, ¿qué dijo Moraima?, ¿cómo lo supieron ellos? —¿Cochinadas? –repito automáticamente en voz baja. —Lo último que hubiera esperado de usted, Tamara, con sus notas altas y su buena conducta, es que fuera invertida, ¿no le da asco? –por primera vez me trataba de usted–. No sé dónde haya aprendido esa mala costumbre, pero va a hacer sufrir mucho a sus padres. Y por lo pronto, ya se ha desgraciado la vida. Todos están reunidos en el patio en un recreo excepcionalmente largo. Moraima llora en silencio, alejada del grupo, acompañada por Chabela que debe estarle diciendo: “Hiciste bien” y ella tal vez asienta tristemente. ¿Quién se atrevería a defenderme? Los veo a lo lejos, cuando se abre la puerta. Quienes entran o salen –maestros, dirigentes, personal–, me miran de reojo. Seguramente todos lo saben. Seguramente cuando lleguen mis padres los recibirán con compasión. “Los padres de la tortillera”, irán diciéndose unos a otros hasta que el rumor sea un zumbido que llene todo el patio. Mamá se desmayará con la presión por las nubes y papá querrá matarme. “¡Cuántos más dolores de cabeza vas a darnos!”. Mis hermanas, pobrecitas, todavía no entenderán por qué me sacarán tan de prisa, casi a rastras, de esta escuela a la que tal vez no vuelva. 44
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que las chicas sean muy listas. Después son malas amas de casa, independientes y no se preocupan lo suficiente por la familia. Nos despedimos dejando una atmósfera amigable, con una obligada invitación a repetir la visita. Cuando cerró la puerta tras de sí dijeron lo que pensaban. En la familia nunca fue difícil decir lo que cada uno pensaba de alguien, mientras no estuviera presente. La mujer que va demasiado lejos no será una buena ama de casa. Nunca pudo nadie satisfacer las expectativas de mis padres. Cuando era niño me elogiaban porque estudiaba y escribía historias con frases cortas. Predijeron que haría carrera, una de ésas que papá habría deseado para sí mismo. A causa de mis sentimientos de culpa me esforzaba para que los demás me admiraran. Ahora no sé por qué razón tenía sentimientos de culpa. Mi hermana no recibía tantos elogios porque no estudiaba tanto, aunque las mujeres no deberían educarse exageradamente, pues no han de hacer carrera pública para no perjudicar a su marido, ni tampoco afiliarse a un partido hasta no saber si tendrán un marido de izquierdas o de derechas. La política y la Iglesia son cosas de hombres, de lo cual nos convencen la televisión y el púlpito. Cuando conté que era homosexual, lo cual ya sabían, no dijeron nada, pero papá me dio La mano del ángel, una novela biográfica sobre Pasolini y su trágica, ahora dicen ceremonial, muerte. ¿Quería terminar como él? No cumplí sus expectativas. No podría llevar a cabo la carrera deseada y no podría fundar una familia cuyo comienzo era O T R A
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es abierta. Cuando mi hermana trajo a su novio a casa, le recibieron muy bien. Le ofrecieron de comer y de beber, bebieron aguardiente y estuvieron charlando. Papá habló con él en su lengua, pues el chico no era esloveno. Papá habla también otras lenguas. Le contó al chaval todo lo que sabía sobre su tierra, porque conoce bien el extranjero. De los lugares en los que no había estado se había puesto al corriente a través de los libros. Papá lee mucho. Cuando se fueron tan felices y mi hermana cerró la puerta tras de sí, mi madre se quitó el zapato, que tenía el tacón de madera, y lo arrojó enérgicamente contra la puerta para que el muchacho no volviera a pisar el umbral. Mamá no sabía qué tenía contra los extranjeros, pero papá, que era una persona culta, sí lo sabía, especialmente si iba a formar parte de la familia. Mamá lo hacía todo para complacer a papá, para que nadie le irritara. Papá era un dios para ella, para él lo era también y aún más. El novio extranjero de mi hermana no volvió a poner el pie en el umbral de nuestra casa. Su nuevo novio era esloveno. En la parte de dentro de la puerta, adonde voló el zapato de mamá, hay todavía una marca, escondida por un calendario con un deshollinador. ¡Por suerte! Mis padres invitaron a almorzar a una amiga mía. Vino en autoestop y fue a parar lejos, pero no llegó tarde. El hecho pareció gracioso para superar los primeros problemas de comunicación. Mis padres estuvieron muy agradables. La chica era guapa y lista. Aunque no es bueno N uestra familia
QUENTIN SHIH
Una sociedad abierta BORIS PINTAR
mi padre, ya que mi abuelo tampoco había satisfecho las expectativas de mi padre. En una familia que se contempla como si fuera una saga, es peor que estar muerto. A mi hermana le elogiaron cuando dio a luz a su primer hijo. Mamá dice que las dos son siervas de los hijos, del marido y del padre. Ahora me siento como un oso bailando en un circo. Nuestra familia siempre ha sabido ganarse la vida. Mamá no sabía qué tenía contra los maricones, pero papá sí sabía que no era natural y que todo lo no natural puede volver a ser natural igual que para cada enfermedad existe su planta medicinal y para cada delito existe un castigo. Mamá invitó a mis amigos con el beneplácito paterno para convencerse de que yo no estaba solo. Recibieron cordialmente a la pandilla de jóvenes y papá les preguntó si tenían novia, mamá sin embargo preguntó cuál era mi novio, eligió al más guapo y lo abrazó como a un yerno. Papá les preguntó de dónde eran y a cada uno les dijo algo sobre su tierra. Conocía bien muchos lugares. Nos dijimos adiós entre risas y con las mejillas rojas por el alcohol, con la obligada invitación a repetir la visita, y cuando cerramos la puerta mamá encendió una vela a la Virgen María en la capillita casera y roció la casa con agua bendita en nombre de Dios en la tierra y en el cielo, para que cada uno encontrara una novia y por la paz en la familia, la de su dios, papá, amén. Desde que mamá empezó de nuevo a ir a misa, redimía al mundo con sus versiones de la liturgia para la vida doméstica y conciliaba a los demás entre ellos con intrigas y rezos, además de preocuparse de la salvación de todo su entorno. Por aquel entonces no iba a la iglesia y en casa no había ni vírgenes ni jesuses, pues papá era comunista. Eran los tiempos, pero ella religiosa lo fue siempre. Ahora cree estar en pecado porque no tengo los sacramentos y me quiere bautizar. Necesito los sacramentos para ir al cielo, donde mi mamá se preocupará por todos nosotros y pedirá el perdón de nuestros pecados ante Dios. A veces le parece que es ella la madre de Dios y a mí a veces me parece como si quisiera que me crucificaran. Pero no estoy seguro de querer pasar a la eternidad en compañía de mis padres. A nuestra familia le gusta festejar. Los aniversarios confieren orden, solemnidad y sentido a la vida. La civilización es el orden frente al caos de la barbarie. El día del nacimiento es el principio de la vida, una alegría de la que debemos estar agradecidos. Quise celebrar mi cumpleaños con mi novio y mis padres cambiaron varias veces la fecha, sin embargo él siempre encontró tiempo. Salió antes de tiempo del trabajo para no llegar tarde a nuestro almuerzo familiar en un restaurante de por ahí. Mis padres estaban de buen humor. Mamá le contó que iba a la iglesia por si pecaba, para que Dios le perdonara. Papá no hablaba sólo de todos los lugares que conocía, sino también de otros tiempos. De cómo era todo en otros tiempos. Mi novio preguntaba y escuchaba. Papá se echaba flores sobre lo influyente que era, que era como decir que todavía lo seguía siendo. A veces los dos se entendían entre líneas y a mi padre le agradaba tener un oyente que le comprendiera. Nos fuimos de allí satisfechos. En casa mamá encendió otra vela y esparció agua bendita para que Dios oyera a mi padre y para que hubiera paz en casa. Mi papá era un hombre pragmático y empleó algunos chaperos para destruir 46
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la relación de su hijo. Si ésta era natural, no habría manera de destruirla, ésta era su máxima. No habría forma de destruirla ni con el guaperas del póster ni tampoco con el estudiante de psicología que analiza la personalidad de aquel al que corteja. Mi papá habría querido repetir aquel almuerzo sin mi novio, pero yo no sé hacerle preguntas cuyas respuestas le hagan brillar. En la familia nos conocemos bien. Papá obtiene de la Udba1 informaciones sobre lo que alguien piensa de él. Los demás nunca tenemos datos, los adivinamos. Cuando está ofendido, aunque sólo él sabe cuándo, mientras que el que lo ha ofendido no tiene ni idea, siente la sagrada obligación de vengarse, para lo cual usa la Udba. Si me quiere mostrar lo errónea que es mi concepción del mundo, yo reacciono conociendo a algún chico guapo, incluso a varios chicos. Me agrada una y otra vez que se interesen por mí, como si los más maduros se hicieran más atractivos, y me dejo adular. ¿Y si ahora va en serio? El amor es embriagador como un chocolate que no engorda, pues sólo en el proceso de desenamoramiento comemos exageradamente o apenas comemos. Los eslovenos sabemos cocinar el verdadero amor como los suizos hacen el chocolate. En la seducción hay que plantar varios esquejes para que agarre al menos uno. Todavía antes de echar raíces empiezan ya a salir las yemas, que son como tú las deseas: toda la vida espero a mi alma gemela. Finalmente he encontrado a mi media naranja, aunque no creía que existiera, qué casualidad... Las opiniones de ambos divergen en los detalles, pero básicamente son tan equivalentes que no tienes el coraje de estar asintiendo constantemente para que el otro piense que estás de acuerdo en todo. Pero antes de que el amor florezca y cuando ya estás rodando la película de tu vida, aparece su ex novio, al que todavía parece querer, o bien se da cuenta improvisadamente de que la verdad es que le atraen las mujeres y que los hombres son solo un gran desencanto, o se dedica a una nueva flor donde no hay sitio para ti; resumiendo, te da calabazas. Por un tiempo te pone a la parrilla como a San Lorenzo para enseñarte todos los tesoros del amor hasta arrancarte vivo la piel como a San Bartolomé diciéndote –cuando estás desnudo en medio de esta boda de sangre– que él nunca te amó y que todo es más bien una obsesión tuya. A esto se llama joder emocionalmente. ¡Cuántos chavales practican la jodienda! Cuando caes en la miel te atacan las avispas. El ahora antiguo amor te ventila tus experiencias pasadas, que él personalmente desconoce, para hacerte ver que a través de él se están vengando todas aquellas experiencias, siempre por las mismas razones. La hostilidad pierde fuerza cuando mi padre se acerca a la lista de datos privados. Él firma en persona. Cuando alguien me dice que el amor es más bien una obsesión mía, me visitan mis padres. Les coge de camino cuando van por ahí a jugar al bingo. Un par de escalones y mi padre se queda sin aliento, ya que ha engordado mucho desde que se le metió en la cabeza que nadie le quiere. Las manos le tiemblan por la agitación que le produce no saber si todo irá bien. Él es quien suele fastidiar a los demás, pero si alguien le fastidiara a él, perdería los estribos. Empieza a hablar antes de cruzar el umbral de la puerta para que nadie se le adelante. Pasa de los comen-
tarios sobre el tiempo y de preguntar cómo te encuentras. Nunca le pregunta a nadie cómo va todo. Él ya lo sabe, y si te va mal te aguantas. Sus alusiones no tienen mucho que ver con la conversación, para de este modo causarme mayor impacto, y termina con sus principios: “ya verás...” y “¡sueña el cerdo con el maíz!”. Y mi madre asiente como una María Magdalena convertida que ha encontrado su amor en la fe. Después se van deprisa y vuelven cuando haya otra obsesión amorosa o para jugar otra vez al bingo. La ley protege la privacidad. De vez en cuando mi padre se hace el enfermo para ver, imitando al rey Lear, cuál de sus hijas le quiere más. Las tragedias de Shakespeare las lleva escritas en la piel. Es capaz de predecir los malos acontecimientos o es capaz de leer entre líneas. Predijo la guerra de Bosnia, cuando todavía todos estábamos convencidos de que una cosa así no podía ocurrir en Yugoslavia, predijo que matarían a Ivan Kramberger�, candidato a presidente de Eslovenia 3, aunque estuviéramos convencidos de una cosa así ya no podría ocurrir aquí, verificó mi patrimonio antes de que tuviera un accidente. Ya durante la infancia había aprendido a administrarse. Un amigo de familia, que se acordaba de mis cuentos en las revistas escolares, me preguntó si seguía escribiendo. Escribo, pero no me publican. ¡Y vienes de tan buena familia! Quizá sea por eso. Me hice escritora de cuentos sobre maricas pero la editorial los rechazó. Me dijo que habían amenazado a su director. Tú inténtalo, ya verás como te publican. Llevé mis cuentos a otro editor y los publicó. Aunque después de algún tiempo murió, esto me dio el valor para empezar a escribir una novela. A la gente le encanta aparecer en las novelas y a muchos les divertía reconocerse en los protagonistas con los que menos tenían en común, sólo por encontrar algún rasgo o situación en la que querían verse reflejados. Algunos me animaban, a otros les molestaban mis temáticas. Fregando los platos me hice un corte en la mano y en una fiesta familiar, con la mano llena de puntos de sutura, explicaba lo mala que soy como ama de casa. Antes de escribir la siguiente novela me compré un lavavajillas. De la primera novela me quedó una cicatriz. Las cicatrices son mis memorias. La logia marimasónica discute los libros antes de que se escriban para evitar la desmoralización. La logia, si no amenaza se burla, si no se burla destruye. Como en el día del Juicio Final, cuando los cuerpos redimidos se separan de los perdidos. Nuestra madre era de oro. Con estas palabras abrió su segundo hijo el convite de su funeral, que en estos tiempos de ritmo frenético suelen ser organizados justo después del entierro por los familiares para rememorar a su ser querido. Quién sabe qué pasará el séptimo día o el primer aniversario, como lo celebraban los antiguos cristianos. La primogénita estaba demasiado exhausta como para participar en el ágape. Las mujeres cumplen con su obligación hasta la muerte, los hombres después. Las mujeres visitan al que agoniza, sacrifican sus fines de semana, lo cual a los hombres les parece inútil, ya que el que agoniza delira o finge delirar para largar todo aquello que no pudo o no era oportuno decir en vida. Entre los hombres esto es ya un motivo suficiente para no tener que sostener su mano,
que repite constantemente los mismos movimientos. Las mujeres les alimentan y les dan sorbos de agua, les proporcionan los medicamentos a la hora debida, les cambian, les lavan, les untan los bálsamos para aliviar las llagas del decúbito, les cambian de posición, les cambian las sábanas, ventilan la habitación y hablan con ellos, como si fueran conscientes de todo y como si todos sus delirios tuvieran sentido. Los hombres reparten su sabiduría sobre la vida y la muerte en las comidas con los familiares pero no atraviesan el umbral de donde está muriendo su propia madre. Esperan a la muerte para valerse como óptimos organizadores, se ocupan de todos los detalles y ceremoniales del entierro: las flores, las coronas, las cortinas, las luces, las velas, la preparación del cadáver, el ataúd, el aguardiente, los embutidos, las galletas, y todas estas cosas que ofrecen las pompas fúnebres. Las mujeres se hunden en la desesperación y los hombres se ocupan de recibir y de conversar con los que les dan el pésame, cuyo número da una idea de la reputación que tenía el fallecido y la de sus descendientes, quienes soportan la pérdida con valentía: ¡Tenía que ser así!¡Qué podemos hacer!¡A todos nos espera nuestra hora!¡Ahora ya no sufre!¡Para ella es mejor así!¡Todo en el mundo llega a su fin! ¡No somos nada! Así animan los que sufren a aquellos que vinieron para animarles e intentan crear una atmósfera de nacimiento. El nacimiento celestial de nuestra madre. Vendimos su cerebro para la investigación científica, así que mi madre aún vive. Era un domingo primaveral y soleado, como lo habían previsto los meteorólogos. Las campanillas, que a mi madre tanto gustaban, acababan de florecer. Tuvo un bonito entierro, al cual asistió mucha gente. Las gafas de sol escondían las lágrimas. En la tumba abierta el sacerdote predicaba vehementemente el último adiós: tú le has dado la vida y ellos te la quitaron. Al final nuestra madre ya no podía comer cosas sólidas. Le gustaba el yogur de nata. Se lo dábamos con la cucharilla. Somos una sociedad abierta.
Notas 1 Udba (del serbocroata: Uprava državne bezbednosti), servicio de seguridad del Estado durante la Yugoslavia de Tito. (N. del trad.) 2 Ivan Kramberger fue una figura original en Eslovenia. Después de trabajar en Alemania, donde inventó y patentó un aparato para realizar la diálisis, repartió las ganancias entre habitantes eslovenos de escasos medios económicos. Vivía humildemente con su mujer y sus hijos. También era conocido por conducir automóviles construidos por él mismo y por sus discursos políticos en la plaza de Prešeren de Liubliana. Se presentó como candidato para las elecciones a presidente de la República de Eslovenia en 1990, recibiendo el 18,5% de los sufragios. En 1992 fue alcanzado por un disparo de un individuo ebrio, aunque las circunstancias de su muerte no han sido aún esclarecidas del todo. (N. del trad.) 3 Eslovenia proclamó su independencia de Yugoslavia el 25 de junio de 1991, lo cual provocó una guerra de sólo diez días de duración, al enviar Belgrado tanques al territorio esloveno. (N. del trad.) Traductores del esloveno: Alejandro Rodríguez Díaz del Real y Daniel Grbec
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NORGE ESPINOSA De
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in carcere et vinculis Que no caiga sobre mí tanta limosna, que no vengan a darme prosperidad, a ofrecerme luz y barro esos amigos muertos, los gendarmes agresivos que devoran cada verso y cada abrazo, y son hermosos. Déjame si escribo al borde de las celdas y no tengo por amante sino un cuervo, y una casta de lluvias hasta el fin. Y que la sombra sea la única confidente, la demorada y firme, el desfile en que verán uno tras otro cayendo mis pretextos. Uno tras otro: toda mi parda exaltación. Si yo he dicho la Belleza es porque sí, voy demudado de un precipicio al punto donde alcanzo a no morirme. Si he anhelado una camisa, una cena y una ergástula es porque he sido apenas el Comediante: lo más mínimo. Si me han visto llorar, y no tengo ya remedio, no llamen a mi madre. Que no venga el capitán. Yo digo siempre de profundis. Y he elegido acabar así, sintiendo la rosa de un deseo atroz, martirizándome.
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ALFREDO FRESSIA Bello
amor
YUKIO MISHIMA POR
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KISHINN SHINOYAMA
Bello amor, bellos amantes, porque el amor no pasa de un memorial de hombres que me amaron, el sexo idéntico, idéntico el ancestro conjugado, bello y estéril, bello porque estéril, porque destinado al memorial de hombres que me amaron de antes, sin después, al otro lado de sus vidas, sin otro rostro que el insomne habitante del deseo, se consume de belleza antes, siempre antes de los hombres, el memorial de hombres que me amaron.
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// CONFRÓNTESE
SOBRE EL MUNDO DE OCHO ESPACIOS ALBERTO CHIMAL
de ocho espacios, novela de Jaime Romero Robledo, obtuvo a fines del año pasado el Premio Colima, otorgado por el Instituto Nacional de Bellas Artes, al mejor libro de narrativa publicado en el año 2010. Lo más probable es que usted no haya escuchado del libro ni pueda encontrarlo: su autor lo publicó en su ciudad, Chihuahua, y en su propia editorial: Averinto, creada expresamente con ese fin tras de que Romero se cansó de tocar puertas en casas editoras “grandes”, tanto mexicanas como trasnacionales.
1 . El m u n d o
2. El premio no es un error del jurado. No sé si será realmente la mejor novela que un mexicano haya publicado en 2010, pero el que haya sido premiada en un año en el que abundaron las de novelas de coyuntura, sospecho, quiere llamar la atención sobre la rareza de El mundo de ocho espacios, que es deliberada y gozosa. Lo esencial del libro es su carácter anticonvencional. El texto, aunque breve, es laberíntico, y podría hacer pensar en Salvador Elizondo (o en Gonzalo Lizardo, el mejor y casi único de sus sucesores entre nosotros) pero me recuerda todavía más a Casa de hojas de Mark Danielewski por sus acrobacias tipográficas: la forma en que el espacio de sus páginas no está ahí solamente para contener las palabras que sugerirán el espacio de lo narrado. Como en un poema vanguardista, el texto se apropia del espacio de la página misma y lo vuelve parte de la historia, o de las historias que cuenta: los personajes, que cada tanto se encuentran en un espacio virtual y nebuloso, también se dispersan por varias corrientes de texto que se alternan, se alcanzan se rebasan 50
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y se subdividen en las páginas. La forma condice perfectamente, además, con su trama, que reutiliza elementos como el cine de Vincenzo Natali, los escenarios de Philip K. Dick o lo más conocido de Jorge Luis Borges –todas referencias pop a estas alturas, por supuesto– para contar una historia de ciencia ficción: la de un mundo en el que lo virtual se ha comido por completo a lo real, resulta imposible distinguir uno de otro y la identidad humana se disgrega y se modifica de manera incesante: una representación exacta, aunque amplificada, de la relación profunda y complicada de nuestra conciencia con la tecnología actual. 3. Las “dificultades” de El mundo de ocho espacios –las razones por la que ninguna editorial lo aceptó y su autor se vio forzado a autopublicarse y confiar en la suerte– deben ser justamente las cualidades que lo vuelven interesante. Evidentemente es un libro que no está en sintonía con lo que editores, libreros y demás perciban como “comercial” en el mercado de habla española, y mucho menos en el nuestro. Peor todavía, ni su forma ni mucho menos su tema están en la lista de lo “pertinente”, lo que actualmente se considera “propio” de la literatura nacional. 4. Las literaturas nacionales tienden a la uniformidad, o, mejor dicho, son más fáciles de describir a partir de sus mayorías y descontando sus excepciones. La mexicana, en el par de siglos o poco menos que tiene la nación, ha sido más inflexible y monolítica que otras por haber surgido de una cultura autoritaria y por emplearse, sobre todo a
partir del siglo XX , como portavoz o caja de resonancia de uno u otro poder: para sobrevivir u obtener los beneficios que cabe imaginar, ha acompañado y respondido sobre todo a los vaivenes de la política nacional, y así hemos tenido el canon del corporativismo posrevolucionario, el del lentísimo agotamiento de la revolución institucional, el de la llegada del neoliberalismo y el de ahora, que es el de la descomposición social y la colonización del pensamiento general por el mito, simple pero urgente, de la violencia: el mundo como un lugar donde todo lo que cuenta es el uso de la fuerza sobre los débiles. 5. La novela de narcotraficantes, salvo muy escasas excepciones; la “teoría crítica” de la fuerza y la animalidad (incluyendo las patrañas de la “psicología evolutiva”), la non fiction que repite sin reflexión los titulares de los periódicos, la televisión e internet: eso es la literatura mexicana aceptable, que busca los canales aceptables: la validación mediática, la explotación de celebridades más que la creación de obras, los roces entre arte y poder que eran habituales en el siglo XX y lo son también ahora, pero se disfrazan de transgresión, de frescura, de normalidad democrática. 6. ¿Qué ofrece en cambio El mundo de ocho espacios? En medio de los cambios de identidad; de las búsquedas diversas en un espacio que juega con la imaginación y la subvierte; de las peripecias que están en el orden de lo fantástico, éste es también un libro que busca involucrar la participación activa de su lector, invitándolo (o forzán-
dolo gentilmente) a mirar más de una vez cada página, a incorporar en su lectura las ilustraciones y los juegos tipográficos, a sobrepasar los límites tradicionales de la idea de “contenido”, que ahora se usa tanto y según la cual los libros son como cajas de zapatos o programas de televisión: recipientes de algo cuya forma y aspecto es, básicamente, siempre igual y hecho para vender esa igualdad reconfortante. Como propuesta para descolonizar la imaginación –para ampliar lo que lo “mexicano” puede ser y decir– importa precisamente por esa otra forma de la pasión que no es la de los temas fáciles –la pachanga, la violencia– sino la de la simple inteligencia: la del lenguaje que también derriba y violenta, y que podría servir siquiera a algún lector distraído para cuestionarse si la literatura prefabricada, sin riesgo, pretendidamente fuerte pero en realidad domesticada, debe ser realmente la única: si esa forma de relacionarse con la realidad y de aprehenderla es realmente la única. 7. Las escasas probabilidades que tiene El mundo de ocho espacios de alcanzar a muchos lectores podrían dar para una larga discusión del lugar común: lo “lejos” que estaría el escritor mexicano del país de no lectores que debería su “mercado natural”. Mejor no repetir esas frases graves y, en el fondo, vanas y complacientes. Mejor pensar en el modo en que, por azar o con toda intención, seguimos eligiendo como sociedad (y literatura) obedecer invariablemente a cualquiera que sea la autoridad del momento. ¿La capacidad liberadora del lenguaje nos estará vedada? ¿De veras? O T R A
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// LA CIUDAD DEL LIBRO
A todos les dio cáncer Geney Beltrán Félix
Ha y tres personajes que ocupan, con su discusión, la mayor parte de El libro de Dante. Dos hermanos –Dante y Leo– y su padrastro, Neto, se encuentran en una “casa caprichosa; cuartos que van y vienen”: una recámara desaparece o cambia de lugar cuando no hay nadie ocupándola. Pero si el interior hace gala de una escabrosa inestabilidad, el mundo exterior resulta sugerido con tintes postapocalípticos o, peor aún, de-nueva-cuenta-medievales: sin que se muestre nada nunca, los personajes refieren peligros, carencias y hostilidades (la “peste” incluida) de una sociedad que al parecer ha dejado de ser tal para volverse un entorno de guerra permanente entre quienes se atrevan a dejar su refugio. Pero si el escenario interno y externo tiene características distópicas, hay que mencionar que esto podría ser un rasgo generacional. Luis Ayhllón (ciudad de México, 1976) da fe con esa paleta tan sombría de una percepción extrema del desahucio de cualquier idea de comunidad, percepción que podemos encontrar en textos de otros escritores –no 52
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sólo dramaturgos– de esta promoción que abarcaría a los nacidos después de 1968: Hugo Alfredo Hinojosa, Verónica Bujeiro, Antonio Ortuño, Nadia Villafuerte, Yuri Herrera o Gabriela Torres Olivares, por mencionar algunos. Sin embargo, en el caso de El libro de Dante, se deja ver de entrada una discordancia entre el decorado postapocalíptico y los conflictos de los personajes. Si bien los aqueja un problema grave de desmemoria, que pone en entredicho cualquier confianza en continuidades identitarias, la extensa discusión que ocupa los dos primeros tercios (Neto le pide a Dante un solvente; Leo lo que quiere es dinero para poner un negocio) se vuelve anticlimática y reiterativa. La aparición de una mujer, invitada por Dante para que le tomara fotografías, tampoco logra disparar el conflicto dramático: Neto quiere correrla (“Aquí no puede estar una mujer. La última vez que estuvo una a todos les dio cáncer”), Dante no acepta que le tome una fotografía con su padrastro, y el final de la obra se advierte obstruido por un abandono del dramaturgo frente a su materia. Sin
embargo, ese presto dictamen podría ser retirado cuando nos detenemos en las referencias a los libros –los pasajes más bellos del texto–: éstas dotarían a la pieza de otro sentido, uno distante de cualquier dramaticidad intrínseca, para marcarle una lectura cuasi alegórica: al final, nada importan el solvente o el negocio de preparación de cadáveres que Leo trae tatuado en el cuerpo. Frente a la curiosa amnesia de Leo, o los anteriores dones proféticos de Dante, esas evocaciones de El Libro se revuelven como el avizoramiento de una suerte de nueva Edad Media en el futuro de la humanidad, un futuro en el que los libros sólo tienen hojas en blanco y, más aún, en el que el acto de contar historias proviene de personas desquiciadas: “La mujer –narra Neto– puso el libro sobre la estufa y pronto no sólo se incendiaron las hojas en blanco, también las paredes y toda la casa”. Dejo de lado el examen de las correspondencias inscritas en la pieza con La Divina Comedia, para pasar a Revolución III o la última afrenta, donde se refiere que todas las noches el teniente villista Baudelio Nájera, quien ni siquiera sabe leer, en vez de irse de putas se solaza viendo grabados de mujeres en un ejemplar robado de la obra maestra de Dante Alighieri. Curioso destino de la expresión literaria: si en la pieza anterior, El Libro se descubre como un inofensivo objeto que compila hojas en blanco, sin ningún texto, y que termina volviéndose ceniza, en esta nueva obra de Ayhllón La Divina Comedia es un volumen que confiere placeres onanistas a un analfabeta y supuesto traidor de la División del Norte. Revolución III muestra una lengua mucho más vivaz y localizada, en las antípodas del prosaísmo desprovisto de coloraturas coloquiales o epocales de El libro de Dante. Sin embargo, la prospección apocalíptica aquí también está presente. Se trata de sólo dos personajes: soldados del ejército de Francisco Villa, posibles hermanos de madre. Baudelio: iracundo y también desmemoriado o, por lo menos, mitómano; Fructuoso: sospechoso desde el inicio de provenir de las tropas federales, a veces reducido a comparsa de los disparejos humores del otro, y capaz de hablar, o imaginar que habla, con un caballo. La obra empieza en el Waterloo de Villa, en Celaya, y termina con un duelo entre no un Caín y un Abel, sino entre dos Caínes, ambos
traidores llevados a la degradación por el hartazgo de tantas batallas y la inminente debacle de Francisco Villa, así como por las constantes contradicciones que su doblez les deja exhibir. A pesar de que la pieza se nota bien documentada históricamente, no sería un despropósito concluir que no estamos ante teatro histórico. Baudelio afirma, acaso en uno de sus escasos momentos de lucidez o congruencia, con qué intenciones quiere ver a Villa: “Pa que sepa que nuestras historias estuvieron a punto de cruzarse miles de veces durante todos estos años y que he tenido la puta suerte de nunca conocerlo; que aposté por él y lo perdí todo”. No fue ajena, por supuesto, la crítica de la Revolución traicionada en la narrativa de la Revolución Mexicana. Pero aquí hay otro matiz. Si bien Nellie Campobello, en su defensa de Villa en Cartucho, supo matizar su admiración con el registro de hechos horrendos llevados a cabo por la propia tropa villista, en Revolución III creo discernir no un ajuste de cuentas con los protagonistas del movimiento, ni con sus consecuencias, sino con la historia, vista como un espectáculo nauseante y terminal. La fábula de Baudelio y Fructuoso –Vladimir y Estragon que, en la espera de ese Godot que acaso es Villa, o acaso el final de la Guerra, advierten el cáncer que han contraído: la conciencia de su inutilidad como carne de cañón en el gran teatro del mundo– termina dominada por la niebla que es la de la Sierra Madre pero también es una metáfora de la derrota del mexicano (o, más ampliamente, el individuo) ante la desastrosa historia, nunca mejor emblematizada que por una guerra que a cien años no ha de seguir siendo vista como material épico, sino como puro y simple teatro del absurdo: Caballo: ¿No puede hacer lo mismo por todos? Fructoso: ¿Qué? Caballo: Salvarnos, como al general [Villa]. Fructoso: No, no se puede; hay mucha neblina.
Luis Ayhllón, El libro de Dante. México, Ediciones El Milagro, 2009. 55 pp. Teatro Emergente. ___________, Revolución III o la última afrenta. México, Conaculta (Dirección de Publicaciones), 2010. 61 pp. Bosque de Sileno.
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Pura López Colomé Gaëlle Le Calvez El poeta necesita superar su ego para llegar a tener una voz que sea algo más que su autobiografía Seamus Heaney Van a cerrar el parque y la infancia de días impasibles y asoleados, se perderá para siempre en la irrescatable tiniebla. Á lv a r o M u t i s D ecir lo obvio y lo redundante primero: hay en toda la obra de Pura López Colomé (México, 1952) una intención de llevar las palabras al límite, de buscar un límite para encontrar la poesía en su estado más puro. Contemplar y recrear sin adjetivos, imaginar desde un estado activo, alerta que observa el mundo y se observa. Sus cinco primeros libros reunidos bajo el título de Música inaudita (Verdehalago, 2002) confirman uno tras otro la tradición eliotiana en la que se inserta. Imposible negar la cruz de su parroquia. Porque si bien ni se repite, ni se casa con un ritmo o una estructura establecida, con rigor religioso López Colomé se rebela ante el status quo de las formas o de las modas, y desde el lenguaje cuestiona, representa y canta. Canta por encima de todas la cosas. Y bajo el mandamiento de Eliot de la “imaginación auditiva” busca en la sílaba y en el ritmo y “se hunde en lo más primitivo y olvidado, remontándose al origen y trayendo algo de regreso”. Una y Fugaz se desarrolla en tal sentido: experimenta y explora no con la curiosidad de quien empieza, no con la intención de demarcarse de una generación sino desde una madurez que le permite estirar y estirar sin perder el sentido del equilibrio, del ritmo, de la belleza. en balsa amante plena de aromas aloe, almizcle, embalsamante, cuan insignificante la ilusión, perpetuidad deslizándose en el cuerpo
Pura trasciende la anécdota y la autobiografía, elimina todos los posibles amarres narrativos, dejando al lector frente al puro hecho poético. Los textos que de golpe parecen cerrados y herméticos se van revelando a partir del sonido, del tono, del impecable manejo de los recursos literarios que sirven para enfatizar, interpelar y matizar los versos y las voces. Hay una clara predilección por las aliteraciones: como insistencia, como redoble, como un juego de palabras que apuntalan los significados. Y un goce absoluto de los sonidos y de los símbolos que esperan ser descifrados. Seducen para ser aprehendidos. Introduce varios niveles de lectura y puntos de vista a partir de los cuales la voz poética estructura su discurso. Una narración sin historia, sin anécdota una narración “in
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medias res” (como revela literalmente en un poema) que sitúa “en medio”, en el corazón, en pleno conflicto. Y ahí deliciosamente perdido, el lector debe rastrear el antes y el qué. El cómo y el hacia dónde. La voz nos lleva a la infancia o al origen, a los nacimientos y a las muertes que suceden que nos suceden –porque una vez ahí adentro, en ese torbellino sonoro en ese universo paralelo de imágenes, ya identificados, empezamos a ser parte, a ser uno, una con el texto. Si bien de primera instancia la obra desconcierta por su tono, por sus continuas e intencionales rupturas internas, de cerca y leída en voz alta, atrapa por su capacidad de sugerir atmósferas y pequeñas escenas que leídas o escuchadas simulan representaciones teatrales; monólogos amorosos donde lo absurdo o el azar irrumpe: ojos que no ven, corazón que experimenta un alto súbito y: Qué paisaje. Qué infinito. Qué manera de encerrar la lengua en los oídos:
Pura logra las más originales asociaciones propias de una conciencia lúcida que muestra más allá y detrás de cada imagen. Escribe como quien guía de la oscuridad hacia la luz, permite que en sus textos confluyan contrarios o pausas dónde el yo se detiene en medio de la emoción. Construye una imagen e inmediatamente después hace un corte seco brechtiano que desconcierta de nuevo al lector: interrumpe lo “poético” y cambia el espacio físico, el efecto anímico y la conciencia sobre lo leído, lo mirado, lo representado. Los poemas irradian una fuerte carga afectiva contenida que nunca explota, nunca se desborda, nada más envuelve, ramifica, muestra con toda vitalidad el amor al padre, al hijo, al otro, al lenguaje, a la vida. Retoma refranes populares y los reinterpreta o simplemente intercala lo coloquial a la mitad de una imagen o de un verso, hace vivo el lenguaje. Así por contraste va tejiendo imágenes donde personajes míticos se actualizan en un contexto presente, el del espacio poético. “Habrá sido aquella vez que me quedé dormida/como buena niña o niña buena”. Dice. Sabe adelantar o detener el tiempo para acelerar o alargar y producir en el lector una sensación de temporalidad de acuerdo con la intencionalidad del texto que espera su interpretación. Porque la obra pide ser recreada y aprehendida en todos sus niveles, en toda su luminosidad. Es como la voz poética de esa niña que continuamente se asoma y fabula mientras afuera todo ocurre y se desploma; y reaparece transformada en una voz decidida que se desdobla –hacia atrás y hacia delante– y desde la conciencia representa el mundo y su fugacidad mediante imágenes. Una y Fugaz, México, Bonobos, 2010, 108 pp.
COLABORADORES Mijaíl Kuzmín (Rusia, 1872 - 1936), músico, poeta y narrador, era conocido como “el Wilde de San Petersburgo”, autor de la novela Alas. Alfonso García Cortez (Tijuana, 1963) es poeta y traductor. Autor de Recuento de Viaje, Elegías Postergadas y Llanterío. Actualmente es profesor de tiempo completo en la Escuela de Humanidades de la Universidad Autónoma de Baja California. Sergio Téllez-Pon (Ciudad de México, 1981) es poeta, crítico literario y narrador. Autor de No recuerdo el amor sino el deseo (Quimera, 2008). Dario Belleza (Roma, 1944-1996), fue poeta y asistente de Pier Paolo Paolini, quien hizo el prólogo de su primer libro, Invectivas y Licencias (1971), de donde proviene el poema aquí incluido. Joaquín Hurtado (Monterrey, 1960) es narrador y cronista. Autor de Crónica sero, también es columnista del suplemento Letra S del periódico La Jornada. Jack Spicer (San Francisco, California, 1926-1966) fue poeta. Estos poemas pertenecen a su primer libro One Night Stand. Luis Antonio de Villena (Madrid, 1951) es poeta, ensayista y narrador. Honor de los vencidos es una antología de su obra poética. Marco Antonio Huerta (Tampico, 1974) es poeta, ganador del Premio Regional de Poesía Carmen Alardín en 2005, autor de Hay un jardín (Tierra Adentro, 2010). Luis Panini (Monterrey, 1978) es narrador y poeta, autor de Terrible anatómica y Mala fe sensacional (Tierra adentro, 2010).
José Dimayuga (Guerrero, 1960) es dramaturgo y narrador. Autor de Afectuosamente, su comadre y ¿Y qué fue de Bonita Malacón? Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Frank O’Hara (Baltimore, 1926- Nueva York, 1966), poeta, fue curador del MoMA de NY. Sergio Loo (Ciudad de México, 1982), poeta y narrador, autor de Sus brazos labios en mi boca rodando (Tierra Adentro, 2007). Manuel Ramos Otero (Puerto Rico, 1948-1990) poeta y narrador. Autor de El libro de la muerte, e Invitación al polvo, de donde se ha tomado este poema. Nazareno Vidales (Coahuila, 1978) es fotógrafo y poeta. Autor de Chacal y susceptible. Voraz, su segundo libro, será publicado este año. Juan Carlos Bautista (Chiapas, 1964) poeta y narrador. Autor de Aluvión de pensamientos inútiles y sublimes y de la noveleta Paso del Macho. Este poema pertenece a su libro inédito El horroroso caso. Gilda Salinas (México, 1949), narradora y dramaturga. Autora del libro de cuentos lésbicos Del destete al desempance. Odette Alonso (Santiago de Cuba, 1964) es poeta y narradora. Autora de la novela Espejo de tres cuerpos. Norge Espinosa (Santa Clara, Cuba, 1971) es poeta y dramaturgo, este poema está tomado de su libro Las estrategias del páramo. Alfredo Fressia (Montevideo, Uruguay, 1948) es poeta, traductor y catedrático, vive en São Paulo, Brasil.
Este poema pertenece a su libro Eclipse. Cierta poesía 1973-2003. Roberto Piva (Brasil, 1937-2010) experimentó en la poesía con alucinógenos, autor de Paranóia, Coxas. Su poesía ha sido poco traducida al español. Luis Aguilar (Tamaulipas, 1969) es poeta, narrador y periodista. Autor de los libros de poesía Tartaria, Manteles con tulipanes amarillos y Los ojos ya deshechos. Tennessee Williams fue uno de los dramaturgos más importantes de su época, por obras como Un tranvía llamado deseo, La gata sobre el tejado caliente y novelas como La primavera romana de la señora Stone, todas llevadas al cine. Este año se cumple el centenario de su nacimiento. Langston Hughes (Misuri, 1902-NY, 1967) poeta, dramaturgo y narrador, fundador del grupo conocido como Renacimiento de Harlem. Autor de Shakespeare in Harlem, One-Way Ticket, entre otros. Richard Siken (Phoenix, Arizona) es poeta y coeditor de la revista spork. Este poema pertenece a su libro Crush con el que ganó el premio para poetas jóvenes de la Universidad de Yale. William Navarrete (Cuba) es poeta y narrador. Autor de la novela La gema de Cubagua. Vive en París. Marielena Olivera es investigadora de la UNAM y autora del libro Entre amoras. Lesbianismo en la narrativa mexicana. Boris Pintar (Eslovenia, 1964) es narrador, ensayista y traductor. Es autor del libro de cuentos Parábolas Familiares. Actualmente vive en Londres.
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