Jose Lezama Lima: 100 años

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Remitente Tu f inal no siempr e es la vertical de dos abismos. José Lezama Lima

Rapsodia para el Mulo

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DIRECTOR GENERAL José Jaime Ruiz ruizjj@prodigy.net.mx DIRECTOR EDITORIAL Iván Trejo ritrejo@gmail.com EDITORA RESPONSABLE Zaira Eliette Espinosa Leal espinosa.zaira@gmail.com DIRECTOR CONCEPTUAL Óscar Estrada DISEÑO Violetta Ruiz vinoentetrapak@gmail.com PUBLICIDAD Y RELACIONES PÚBLICAS Monterrey Gerardo Ledezma gledezma40@gmail.com Zaira Espinosa espinosa.zaira@gmail.com IMAGEN PORTADA:

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Las Fotografías “Lezama y el Cura” y “Bautizo de Ariadna” fueron facilitadas por: José Prats Sariol POSDATA es una publicación de divulgación cultural gratuita editada y distribuída por Buró Blanco, con oficinas en Urano 251, Col. Contry, Monterrey, N.L., México. CP 64860. Redacción y publicidad: 83 4938 52 Certificado de Licitud de Título y Contenido: No. 14788 No. de Reservas de Derechos: 04-2009-091012562300-102 Año 8 / Número 12 / Diciembre 2010. Los artículos firmados son responsabilidad de sus autores y no necesariamente reflejan la línea editorial de POSDATA.

Índice Ensayos Jesús Barquet

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José Kozer

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José Prats Sariol

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Manuel García Verdecia

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Obra de Lezama ensayos, un cuento y poemas 25


Del cotidiano arte de escapar: José Lezama Lima (fragmentos)

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1 La versión integral de este testimonio apareció originalmente en José Lezama Lima y la mitificación barroca (ed. Maricel Mayor Marsán, Miami: Ediciones Baquiana, 2007, pp. 17-50).

Por: Jesús J. Barquet

1: ¿Vive aquí el poeta Lezama Lima? Conocí a Lezama en 1969 ó 1970, tras descubrir y leer la Órbita de Lezama Lima, editada por Armando Álvarez Bravo en 1966. Escribía ya

enlaces causales comenzaron a hacer visible su finalidad: llegó a mis manos la mencionada Órbita de Lezama, autor del cual se hablaba muy poco y raramente a su favor: sufría ya él las

donde él solía sentarse en un gran butacón y recibir a sus visitas, traté de ver a través de las persianas si todo estaba en calma en el interior, si mi visita no interrumpiría nada, y llamé

poesía notaba y necesitaba. Un día, los

ventanal-portón de la sala de su casa,

siguiente: la mayor lección que aprendí

mis primeros poemas y, sobre todo, leía poesía con enorme voracidad: Borges, Huidobro, Vallejo, Neruda, Eliot, Maiacovsky, Rimbaud, Whitman, Ginsberg, todo así en un gran desorden genesiaco. De los cubanos eternos, leía a Martí, Casal y Ballagas, pero también me interesaba leer a los poetas cubanos contemporáneos que entonces se publicaban o difundían en La Habana, aunque algunos libros ya sólo se conseguían por vías alternativas. Los autores de esos años eran los de la Generación de los Años Cincuenta (Padilla, Fernández Retamar), los de El Puente (Morejón, Barnet) y los de El Caimán Barbudo (De Feria, Nogueras), pero también algunos anteriores reaparecían aupados por nuevos y variados intereses: Tallet, Guillén, Pita Rodríguez, Diego. Confieso que admiraba libros de todos ellos y que no era totalmente alérgico a la poesía conversacional entonces en boga; sin embargo, algo faltaba entre mis coterráneos, algo que ni yo mismo sabía qué era, pero que mi ansia de

entonces peligrosas acusaciones de elitista, católico, arrogante, hermético y homosexual, acusaciones que la aparición de Paradiso, por sus temas y lenguaje, había ayudado a recrudecer. Fiel a aquel título, mi astro poético halló finalmente su Órbita. Leer ese libro fue, para mí, hallar la voz que yo reclamaba en el concierto nacional, el centro de imantación y de sentido al que confluían no sólo mis fragmentos personales, sino también los nacionales. El libro traía, además, la dirección del poeta: Trocadero 162; es decir, Lezama, ese imán o especie de sol, era un ser concreto, real, y por lo tanto posible de conocer. Y en un ímpetu adolescente que entonces desconocía la dimensión y consecuencias de sus actos pero que ahora agradezco, decidí conocerlo en persona. Seleccioné un grupo de mis incipientes poemas y me dirigí a su casa. Quería expresarle mi admiración y pedirle consejos literarios. Fui solo, no conocía a nadie que lo conociera y pudiera presentármelo. Tras un par de temerosos paseos frente al gran

a su puerta. Salió María Luisa, le expliqué mis motivos, se excusó para hablar un momento con su esposo, regresó y me dijo que le dejara mis poemas y que volviera cierto día de la semana siguiente a cierta hora. Así lo hice y, aunque todo resultaba muy impersonal, entendí que no podía ser de otra forma. Sin hacer caso, pues, de los comentarios sobre su personalidad irónica, arrogante y de difícil trato, regresé el día indicado y cuál fue mi sorpresa cuando, tras entrar yo y sentarme, aparece Lezama, lento y corpulento, sonriente, con el cartapacio de mis textos en sus manos, dispuesto a sentarse en su butacón y comenzar conmigo, hasta hoy día, una jamás condescendiente conversación de estilo calmo. Pone los papeles a un lado, enciende su tabaco y me pregunta cosas varias, de la cotidianidad personal, familiar y nacional. Fue sólo hacia el final de ese primer encuentro que, casi con temor y humildad, me habló de mis poemas. Antes de que lo olvide, anoto aquí lo

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de Lezama se refiere a la humildad propia del verdadero genio ante el individuo curioso de saber. Mucho tiempo después, ya en el exilio en los años ochenta, en un encuentro privado entre Borges y los estudiantes de posgrado de la Universidad de Tulane (Nueva Orleáns), recibí la misma lección. Ella ha sido en mí una vacuna ante tanta arrogancia presente en el mundo académico y artístico. Ese día Lezama me advirtió sobre algunos términos no poéticos, repeticiones innecesarias y adjetivos endebles, los cuales incluso señaló en el manuscrito; y me inició en la consabida “prueba orejera” de la poesía: aunque se inscriba en papel, el poema debe pasar la prueba de la lectura en voz alta. En nuestros encuentros, no sólo me pedía que le leyera mis poemas cuando le llevaba alguno, sino que también ―y fundamentalmente― él me leía los suyos inéditos, aquellos que después conformaron su libro póstumo Fragmentos a su imán y que él fechaba como si fueran las páginas de un diario donde se comentaran poéticamente, entre otros asuntos, los cotidianos agravios contra su persona y, a la vez, su confianza en la resurrección y en la poesía. Así pude ver la génesis, en cierta forma angustiosa, de ese libro; recuerdo la maravillada lectura que Lezama me hacía de los poemas “Los dioses” y “Discordias” (todavía uno de mis favoritos: “De la contradicción de las contradicciones, / la contradicción de la poesía”) y, ya en franca complicidad callada, cuando el cerco oficial después de 1971 lo ahogaba más que su asma, su lectura triste (¿o así la percibía yo?) 6 POSDATA

sobre recurrentes imágenes de encierro y soledad: “vive en una pequeña caja de acero”, “no esperando nada”, “no espero a nadie”, “nado dormido / dentro de un tonel de vino. / Nado con las dos manos amarradas”. El hablante poético de entonces sentía a su alrededor “una ponzoña de mano izquierda”, “el zapato que l[o] puede mancillar”, alfileres clavándosele pero que, gracias a su estoicismo, él “se sacude como si fuese / polvo solar”. No obstante estas imágenes, reafirmaba también allí, con una sabia sonrisa, su fe en la poesía y en su futura redención: como la hormiga que desciende la escalera, tenía la alegre certeza “de ser la dominadora de la escalera”, sabía “que su finalidad [sería] lograda”; y le pedía a las “brisas” de la incipiente mañana integradora que le dieran el secreto “de la noche que nos libera / en el océano estelar, donde ―aseguraba Lezama convencido― ya somos peces”. Quizás por su aislamiento Lezama necesitaba enterarse de las novedades de la Isla a través de sus visitantes. Era un rito en cada cita dedicar algún tiempo a “ponerlo al día”, a dejar entrar un poco de realidad en su horno transmutativo. Pero no era sólo por necesidad: Lezama disfrutaba ampliamente oír, de viva voz, las diferentes versiones, los rumores, los chismes picantes de la cotidianidad habanera. Y aunque en esos años muchas noticias, especialmente las culturales, tenían un cariz político (“Cerraron tal teatro”, “Retiraron de circulación tal novela”, “Cancelaron tal obra de Estorino y tal recital de Silvio”, “Mandaron a tal autor a trabajar en una fábrica”, “Cogieron a tal autor in fraganti”),

debo señalar que, conmigo, Lezama jamás pasó al plano analítico en el área política. Cuando un tema de actualidad política se colaba inevitablemente en la conversación, no pasábamos de la mera mención o descripción del suceso. El comentario se hacía sin palabras: un gesto, una mirada, una sonrisa o un rictus cómplice era suficiente. Yo conocía bien su situación política y era obvio que, tanto por los comentarios generales sobre la cultura y la vida que se suscitaban en cada visita, como por mi mera presencia en su casa, él percibía mis incipientes disidencias con el régimen. Ahora pienso que esta cautela suya era una forma de protegerme, ya que, a diferencia de sus otros visitantes ―varios “parametrados” como José Triana y Cintio Vitier, y/o con una experiencia histórica y generacional mayor y más cercana a la suya―, yo no tenía aún ninguna “historia” ni me mantenía, por mis vínculos educacionales, al margen de la sociedad, sino que seguía la trayectoria normal de un joven estudiante cubano. En mi caso, esta trayectoria era incluso menos marginal que la de algunos compañeros míos residentes en La Habana que, interesados en entrar en la Escuela de Letras de la Universidad de La Habana, al no ser aceptados por razones casi nunca académicas, se vieron obligados a marginarse del sistema educacional, o de sí mismos, al hacer una carrera que no les interesaba. A pesar de las dificultades que tenían los habaneros para ser admitidos como estudiantes regulares en dicha escuela en esos años de 1970 y 1971, y tras las constantes


purgas de profesores y estudiantes que se hacían en la misma, yo había logrado no sólo entrar en la carrera de Lengua y Literatura Hispánicas en 1971, sino también mantenerme en ella. Como Lezama no era ajeno a nada de esto ―y además tenía la certeza de ser vigilado―, quizás entendía que mi mera visita ya me “perjudicaba” bastante ante la Seguridad del Estado (por consiguiente, “perjudicaría” mi vida futura como intelectual en Cuba, aunque ya estaba “perjudicando” mi presente en la universidad y en mi círculo de jóvenes escritores, pero eso nunca se lo dije), por lo que no convenía agravar aún más mi situación con comentarios abiertamente políticos, aunque, como se verá más adelante, hubo algunas situaciones (reunirse con autores “parametrados”, prestarme una novela prohibida de Arenas) que constituían, por sí solas, actos políticamente incorrectos. Nunca me preocupó ni intenté quebrar esa cautela, ya que, en realidad, no me interesaba hablar de política con Lezama. Llegar a su casa era precisamente mi forma de escapar, al menos por unas horas, de la atmósfera viciosa y dogmáticamente politizada en que vivíamos. 2: Una confesión Tras el primer encuentro con Lezama, la suerte estaba echada: me aceptaba entre sus visitantes periódicos, pero debía atenerme a un código. Debía telefonear para marcar anticipadamente cualquier encuentro, el cual solía ser dos veces al mes, a la caída de la tarde o a la noche. Debía telefonear si necesitaba cancelar o cambiar mi visita, él haría lo mismo.

Debía ir solo pero, años después, cuando su ostracismo era total, permitió, tras pedírselo yo, que me acompañaran en un par de ocasiones dos colegas poetas de la universidad que eran de mi confianza y admiraban también la obra de Lezama: Heriberto Pagés y Virgilio López Lemus. Siempre respeté ese código, sólo una vez me le aparecí sin avisar por una urgencia personal: me iba a la Sierra del Escambray a trabajar en un proyecto cultural de la universidad y quería despedirme. Para no interferir en otra visita ni provocar un encuentro indeseado, me le aparecí al mediodía y me recibió con toda normalidad. Durante los dos años académicos (a saber, de septiembre a junio) que permanecí en el Escambray, pasaba en La Habana sólo una semana al mes. Esa semana era sumamente intensa para mí, porque además de tener que cumplir con las tareas y evaluaciones de las materias que llevaba (reunirme con los profesores, recopilar bibliografía, etc.) y con las interminables y variadas actividades políticas obligatorias (asambleas de méritos y deméritos o de crítica y autocrítica, reuniones de brigada para “discutir” [eufemismo] el más reciente discurso o gorjeo de Castro, mítines relámpagos…), tenía que hacer tiempo para atender a los insoslayables asuntos personales: ponerme al día en cine y teatro, ver a los amigos, visitar a Lezama. Él sabía esto y no se molestaba porque le avisara con poca antelación: siempre supo reservarme un tiempo para que, en esa ocupadísima semana, yo no me fuera de La Habana sin verlo. En varias ocasiones Lezama transformó la privacidad de nuestros

encuentros en tertulias colectivas, pero, al parecer, Lezama no combinaba al azar a sus visitantes, sino que se aseguraba primero de que hubiera algún nexo entre ellos. Quizás hasta consideraba el grado de riesgo que implicaban esas combinaciones. Digo esto porque recuerdo que, cuando mi visita coincidía con la de otros, estos eran siempre los mismos: Cintio y su esposa Fina García Marruz, el Padre Gaztelu, Triana y su esposa Chantal. Además de mis obvias disidencias y gracias a esa áurea de callada complicidad entre nosotros,mi explícito interés por el Grupo Orígenes y mis estudios universitarios eran suficiente nexo para hacerme coincidir ―y de esto le estaré siempre agradecido a Lezama― con Cintio, Fina y Gaztelu, los cuales estaban entonces fuera del favor oficial. Asimismo, mi conocimiento personal de varios teatristas “parametrados” y mi participación como espectador en algunos espectáculos “conflictivos” ―otro término de la época―, todo lo cual sabía Lezama por nuestras conversaciones, hacían que mi coincidencia con el dramaturgo Triana y su esposa en su casa no significara, en realidad, añadir más leña a las sucesivas hogueras que se me preparaban y de las que ―ah, escurridizo y sabio Fray Servando― siempre lograba escapar. Sé que otras personas, pero no muchas más, lo visitaban en ese difícil período de su vida que va desde 1969 hasta su muerte en 1976, pero no todos los que afirman en Cercanía de Lezama (1986), editado por Carlos Espinosa, haberlo visitado hasta su muerte recuerdan correctamente. Según los comentarios ocasionales y siempre POSDATA 7


directos de María Luisa, comentarios que Lezama no contradecía sino que corroboraba con su típica sonrisa medio pícara, muchos que lo visitaban y apoyaban antes de 1968 le dieron la espalda especialmente tras el “caso Padilla” y el “parametrizador” Congreso Nacional de Educación y Cultura. Pero no culpemos a esos amigos que dejaron de frecuentarlo, sino al sistema que tal comportamiento condicionó en ellos. El miedo era, y es aún para muchos, el único alimento no racionado en la Isla. Yo mismo lo sentí y hasta actué en consecuencia. Y esto vale una anécdota (¿o una confesión?) que nunca he relatado, ni siquiera a Lezama en su momento, quizás por no herirlo más de lo que ya estaba. El acoso a los estudiantes de Letras era tan extremado en aquellos años posteriores a 1971, en especial en lo referente a la vida privada del individuo, que temí verme expulsado de la universidad por, entre otros pecados “parametrables” que yo abiertamente cometía, mi conocida relación con, y admiración por, Lezama. Para un joven como yo, ser expulsado de la universidad significaba no tener más opciones que el ejército, la producción manual o la prisión. Fue quizás en 1972 cuando, por miedo a tales represalias, me pasé como tres meses sin llamar ni visitar a Lezama, sintiendo internamente una gran crisis y vergüenza por semejante actitud. De repente, entra en casa una llamada telefónica suya. Mi madre, que de él sabía sólo por mis referencias y por sus propias tentativas frustradas de leerlo, responde al teléfono y comienza, sin saber yo aún quién llamaba, una animada conversación 8 POSDATA

con él. Tras colgar el teléfono, me dice que había sido Lezama y que estaba muy preocupado porque yo llevaba mucho tiempo sin visitarlo. Lezama le había preguntado si yo estaba enfermo o fuera de La Habana pero que, informado ya de que todo estaba normal, me esperaba el día y hora tales en su casa. Lezama y mi madre, ahora cómplices, acababan de concertarme una cita sin consultar mi parecer. Para mi sorpresa —siempre había pensado que mi madre veía con algún reparo mis vínculos con Lezama: “¿Es así tan raro como escribe?”, me preguntó una vez, con la mayor connotación que la palabra raro tenía entonces en Cuba—, agregó ella entonces un mandato fruto de su propia cosecha: “Tienes que ir a verlo. Sabes que es una persona muy importante para ti.” Pero más me sorprendió la inusitada afabilidad y complicidad entre ellos mientras conversaban —yo pensaba que ella estaba hablando con algún viejo conocido suyo—, pues nunca antes se habían hablado. Creo que ella, tan policial en otras relaciones personales mías, había percibido que, de alguna forma, yo había encontrado un asidero, un padre espiritual, en aquel hombre, y me instaba a defenderlo en mi intimidad. Me confesó el encanto que le había dado conversar aquellos minutos con él: “Se ve que es de otra época”, me dijo, y agregó: “Por suerte no habla como escribe.” No supe nunca de qué hablaron. Una vez Lezama me había narrado una anécdota curiosa que le había ocurrido con Juan Ramón Jiménez durante la estancia de este en La Habana. Por razones de salud, Lezama había dejado

de ver a Juan Ramón por cierto tiempo. Preocupado por la salud del entonces joven poeta, Juan Ramón se presenta sin avisar en su casa. Primero confusa ante el desconocido visitante y después maravillada por el hecho de que su hijo fuera procurado por el “Príncipe de la Poesía”, su madre lo hace entrar. Lezama contaba esta anécdota con gran admiración por el gesto generoso y humilde que Juan Ramón había tenido hacia su persona. Cuando regresé a casa de Lezama, una de las primeras cosas que Lezama hizo fue recordarme esta anécdota y decirme que se alegraba de saber que, diferente a su caso, mi repentina desaparición no se debía a problemas de salud física. No indagó sobre las posibles causas y con una sonrisa cordial y comprensiva me dijo lo siguiente, casi repitiendo las palabras de mi madre: “Uno tiene que cuidar y defender aquello que considera importante.” Me perdonaba así, implícitamente, mi flaqueza. Seguramente Lezama había experimentado ya otras desapariciones súbitas y más duraderas de sus otrora asiduos visitantes; su llamada se debió quizás no sólo a su sabia humildad, sino también a creer que yo, por ser muy joven e incontaminado, podía ser aún humanamente rescatable, para mí mismo más que para él. Después de la muerte de Lezama, Maria Luisa me dijo que yo había sido el único de mi promoción que Lezama había recibido habitualmente ya que, al temor de la gente a visitarlos, se sumaba la desconfianza de ellos ante cualquier desconocido que llegara a su puerta. Para un hombre de espíritu tan sumamente coral como Lezama, este


relativo aislamiento en que vivió sus últimos años tuvo que haber sido un gran agravio; para mis coterráneos, era una muestra más del bloqueo cultural y espiritual que el Estado doblemente castrista nos había impuesto. 3: De libros y autores En lugar de los libros y autores claves que Lezama sugería como parte de su Curso Délfico, tema sobre el cual ha hablado ampliamente José Prats Sariol, prefiero mencionar primero los textos contemporáneos que, a sugerencia suya, leí. Gracias a Lezama, conocí la novela El mundo alucinante, de otro autor cubano entonces prohibido, Reinaldo Arenas, con quien Lezama, quizás cautelosamente, no me hizo nunca coincidir y de quien hablaba con admiración. Con esa complicidad que no necesitaba verbalizarse, me prestó un día el libro diciéndome: “Debes leerte esta novela. Con cuidado.” Por el tono en que dijo la segunda frase, comprendí que no me sugería hacer una lectura cuidadosa del libro, sino manipularlo cuidadosamente en público. Era la época en que, camuflageándolos con las portadas de libros de Marx o de Lenin, uno descaradamente leía en una guagua o en una cola cualquiera, libros prohibidos tales como Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante, y El maestro y Margarita, de Mijail Bulgakov. Eran los años en que mi vida estudiantil me llevaba a compartir libros con otros estudiantes y, por las colaterales obligaciones laborales y militares, convivir con ellos en albergues colectivos varias veces al año. Lezama lo sabía: con la novela de

Arenas debía, pues, “tener cuidado”. Otro libro cuya publicación en México le causó mucho regocijo, y que también me prestó “con cuidado”, fue Ese sol del mundo moral (1975), de Cintio. Por primera vez y en contra de los prejuicios, las acusaciones, la incomprensión y el desconocimiento —que todo ello se da casi siempre junto— que entonces existían en la Isla con respecto al Grupo Orígenes y al catolicismo de Cintio, Ese sol hacía una presentación coherente y altamente positiva del proyecto origenista a la luz de la tradición literaria y ética cubana. Dentro de esta, el componente religioso, cuando no católico, resultaba ser bastante destacable. Además del capítulo sobre el Grupo Orígenes, que tanto —me consta— satisfizo a Lezama, comentamos la también lúcida interpretación del siglo XIX presente en Ese sol. Pero, siguiendo nuestra silenciosa complicidad, no hablamos del último capítulo del libro, el dedicado a la Revolución Cubana y, en especial, a la figura de Fidel Castro. Tras tanto alborozo por Ese sol, era obvio que nuestro silencio sobre ese capítulo no significaba —como reza el dicho— “otorgar”, sino apuntar que allí no estaba lo más sustancial, sólido y perdurable del libro. Aquí quizás valga una digresión: lo que Lezama apoyaba de Cintio —y retomo después yo en mi tesis doctoral y en su parcial reproducción en libro en 1990-1991— era el hecho de ver la labor origenista dentro del entramado ético, histórico y político cubano de los siglos XIX y XX, fundamentalmente. Dentro de esto, era curiosa la conexión que hacía Cintio entre, por una

parte, el impulso utopista y el afán de futuridad del grupo, y, por otra, la pluralista Revolución Cubana que, con gran recepción popular y de muchos origenistas (Lezama, entre ellos), triunfó en 1959. En nuestras conversaciones sobre el libro de Cintio, en ningún momento Lezama y yo identificamos, como sí hace infelizmente Cintio, “Revolución Cubana” con “Fidel Castro”, quien, como ya sabíamos en los años setenta, una vez en el poder había comenzado a eliminar aquel inicial pluralismo y a enajenar del proceso a muchísimos intelectuales y militantes valiosos, así como a importantes sectores sociales que habían participado activamente en la lucha. Hacíamos, por tanto, una revisión o personal apropiación del texto de Cintio; no necesitábamos desacreditarlo en su totalidad por discrepar de él en algunos aspectos. Para los jóvenes universitarios, aquellos años en Cuba fueron extremadamente duros. Además de tener que cumplir con las tareas escolares, teníamos que trabajar diariamente “insertados” (término de la época) en la producción, así como participar en innumerables actividades extraescolares (militares, deportivas, políticas, culturales y de trabajo “voluntario” los fines de semana). Si a lo anterior se añaden las enormes dificultades cotidianas que existían en el transporte, la higiene (falta de agua), la iluminación (apagones constantes), los recursos bibliográfícos y la alimentación, se comprende claramente que el tiempo que los jóvenes teníamos para el ocio creador era sumamente escaso. Por lo que, en muchas ocasiones, en POSDATA 9


vez de sugerirme sus preferencias literarias o su Curso Délfico, Lezama acompañaba, en la medida de sus intereses, las lecturas obligatorias que yo tenía asignadas por mi carrera de Letras. Comentamos así a los narradores del boom: tomando como referencia a Proust, Joyce y Faulkner, Lezama destacaba la excelencia de novelas tales como Rayuela, de Cortázar; Pedro Páramo, de Rulfo; y El siglo de las luces, de Carpentier, autor este que Lezama, en contra de la opinión más generalizada, consideraba “más neoclásico que barroco”. Otros autores del boom estaban entonces prohibidos. De poesía cubana, los invocados eran siempre Martí, Casal, Ballagas y, aunque no estaba en mi currículo universitario de lecturas, el origenista Baquero, a quien Lezama consideraba “el mejor poeta del grupo”, como bien percibí —aunque siempre yo haya preferido a Lezama— cuando lo leí a sugerencia suya. Y aquí vale otra digresión: respecto a Baquero, Lezama distinguía entre el Grupo Orígenes (al que pertenecía Baquero) y la revista Orígenes (en la que Baquero apenas colaboró). Como hablábamos bastante sobre este tema ―“Ud., amigo Barquet, va a escribir algún día la historia del grupo”, me decía proféticamente―, Lezama me confesó que no había sido casual la ausencia casi total del origenista Baquero en la revista Orígenes: además de su supuesto abandono de la poesía, Baquero había contraído, debido a su exitosa labor periodística durante los años de publicación de Orígenes, ciertos vínculos políticos con los cuales 10 POSDATA

la revista no quería verse asociada. Cuando comentábamos textos surrealistas, recuerdo su comentario un tanto burlón sobre la escritura automática, así como sobre el infantilismo y excesivo freudianismo de algunas propuestas generales del movimiento. Sobre los antipoetas le escuché una frase ingeniosamente lapidaria: “No sé por qué los critican tanto, si lograron exactamente lo que querían: la antipoesía.” Ante cada nuevo libro de un poeta ya maduro y entonces ampliamente publicado y divulgado, repetía una opinión suya supuestamente profética de veinticinco años atrás, cuando dicho poeta apenas comenzaba: “Lo que siempre he dicho: ese chico es una promesa.” Creo que, además de mis limitaciones de tiempo para embarcarme en complejas lecturas extracurriculares

como las correspondientes al Curso Défico, Lezama percibió rápidamente que, para mí, admirar su obra y añadir otra orientación intelectual a la que ya recibía en la nada despreciable Escuela de Letras de entonces, no significaba que tuvieran que gustarme o interesarme los mismos libros que, por su época, intereses, sensibilidad y capacidades, lo habían formado a él. Yo tenía muy claro que no sólo el mundo y el lenguaje lezamianos eran inimitables, sino también su formación intelectual. Yo no era ni quería ser él. Yo quería ser simplemente yo. De ahí que, en vez de obligarme a una lista predeterminada de libros, él buscara orientarme a partir de la afinidad o confluencia de intereses y gustos que se revelaba entre nosotros en cada encuentro. Una gran diferencia existía, por ejemplo,

entre su enorme afición a la filosofía y mis forzadas incursiones académicas o no sistemáticas en ella. Sin embargo, cuando él percibió mi fascinación por el pensamiento presocrático y por Platón —quizás por ser discursos en que filosofía y poesía aún confundían sus fronteras— se apresuró a llevarme más allá de las lecturas señaladas en la universidad y las explicaciones ad usum. Recuerdo que traté de interesarme por su adorado Pascal, pero fue un esfuerzo infructuoso. A veces, en alguna discusión literaria, me recriminaba mi acercamiento excesivamente racional a la poesía, especialmente cuando le comentaba algún poema suyo. Recuerdo nuestro diálogo sobre su poema “Pensamientos en La Habana”. Imbuido quizás por otras lecturas e intereses míos de entonces, yo había percibido en dicho

poema una intención descolonizadora en aras de alcanzar una expresión auténticamente cubana (o habanera) no dictaminada por las metrópolis supuestamente legitimadoras, las cuales nos exigen, como dice Lezama, “le garçon maudit” para satisfacer sus propios imperativos, deficiencias o expectativas. Él concordaba con esta idea, hasta le gustaba pensar que su poesía elitista y hermética pudiera estar a tono con los temas tercermundistas entonces en boga y me aseguró que ya algún crítico extranjero había percibido dichas ideas en el poema, pero… se resistía ante mi nece(si)dad racionalista de querer explicar, a partir del tema de la descolonización, cada verso del poema. Hablábamos también de cine, que ha sido siempre mi pasión. En ocasiones,


Lezama me pedía que le contara y comentara algún filme importante que, por su difícil movilidad de aquellos años, él no tenía oportunidad de ver aunque quisiera. Con él pude expresar a cabalidad mi admiración por Solaris y, después, por Andrei Rubliov, de Andrei Tarkovsky, ya que, fuera de Trocadero 162, casi todo lo valioso en arte olía a diversionismo, a revisionismo, especialmente algunos filmes y directores conflictivos del área socialista que, inesperadamente, se filtraban. Mi defensa incondicional de Solaris —acusada de antimarxista y de otros tantos desatinos impertinentes al filme— en los pasillos de Upsalón fue un trozo más de leña para mis hogueras. ¡Qué lejos estábamos de las discusiones universitarias de Paradiso! ¡Cuánta nación ideal por construir sin tener que mutilarnos o morir en la empresa! Recuerdo que, mientras yo me deslumbraba por Tarkovsky, Lezama estaba embebido en la lectura de cierto autor ruso poco conocido y afín a temas y asuntos religiosos. Esa feliz coincidencia llevó a Lezama a hablarme del “alma rusa” o “lo ruso”, tema no frecuente en su obra y que, por sus comentarios, percibía como más pertinente para entrar en el mundo altamente espiritual de Tarkovsky. Por supuesto, Tarkovsky y su autor ruso contrastaban frontalmente con el énfasis oficial puesto entonces en Cuba hacia “lo soviético” (frente a “lo ruso”) y la estética del realismo socialista de corte estalinista. A pesar del ostracismo en que se hallaba, Lezama repetía con orgullo que nunca había publicado ni publicaría un

libro suyo fuera de Cuba si este no se publicaba primero en la Isla; principio que, a su muerte, María Luisa no pensaba seguir, decidida como estaba a publicar los póstumos Oppiano Licario y Fragmentos a su imán en el extranjero si el Estado cubano no autorizaba su inmediata publicación en la Isla. Sobre el título de su compilación poética de 1970 decía con intención no arrogante sino abarcadora, y siempre con un dejo de humor: “¿Ha notado que mi libro no se llama, como otros similares, poesías completas, sino poesía completa?” A Lezama le gustaba recordar los años en que preparaba su edición de la Antología de la poesía cubana (1965). Planeada en cuatro tomos que cubrirían cronológicamente la poesía cubana desde la época colonial, dicha Antología, publicada tomo a tomo, fue despertando una gran ansiedad (“el hormiguero que se agita”, en lenguaje lezamiano) entre aquellos maledicientes y/o curiosos que querían ver qué autores contemporáneos vivos Lezama no incluiría en el último tomo. Lezama imaginaba la cadena de venganzas, rencores e insultos que le esperaba si publicaba dicho tomo.Como un niño que se divierte contando una de sus travesuras, Lezama recordaba este pasaje de su labor como editor: “Ja, ja, ja. Los dejé a todos esperando.” El tomo supuestamente dedicado al siglo XX nunca apareció, ni nunca fue preparado. 4: Año de la Primera Lectura de Paradiso: 1975 Voy a detenerme ahora en la ya mencionada carta mía a Lezama,

de agosto de 1975. Tras varios años de frecuentar su poesía, sus ensayos y su persona, me sentía ya preparado para leer Paradiso. El propio Lezama me había advertido que dicha lectura no sería lineal o cuantitativa, de a tantas páginas por día, sino un lento avance y retroceso, de profundidad o inmersión en (o regreso a) una frase, una imagen, una idea, una circunstancia o un pasaje cualquiera. Y que no esperara apropiarme, en solamente unos días o semanas, de lo que para él había significado décadas de vida y escritura —idea esta que después hallé reformulada en su ensayo sobre James Joyce. Aprovecharía yo, pues, el tiempo y la inactividad de mis vacaciones escolares de verano para entregarme exclusivamente a Paradiso. Y tuvo razón Lezama: me pasé unos dos meses leyendo y releyendo detenidamente la novela, no quería que aquel mundo maravilloso y familiar a la vez, instalado ya en mi rutina diaria, terminara. Hay quienes, en contra de la repercusión internacional de Paradiso, afirman que, por su lenguaje y referencias tempo-espaciales, dicha novela es “muy cubana” o “sólo para cubanos”­— llevadas las cosas a ese extremo, habría entonces que rectificar diciendo que algunos pasajes son, además, “muy habaneros, sólo para habaneros”. No estoy de acuerdo con esa reductora afirmación sobre la novela, pero confieso que así la sentí al leerla y no fue por su lenguaje o referencias tempo-espaciales, sino por la oscura familiaridad que constantemente hallaba en su diseño de personajes (particularmente los femeninos), así como en su íntimo retrato de una POSDATA 11


familia cubana. Paradiso me hizo no sólo reflexionar sobre innumerables temas abstractos y metapoéticos, sino también volver a convivir con persona(je)s, gestos y conductas que yo había conocido en mi cotidianidad. Mientras avanzaba en su lectura, aquella oscura familiaridad se iba iluminando cada vez más al mostrarme su relevancia y significación no ya para la novela, sino para mi vida de “cubano” o, en particular, de “habanero”. Recuerdo el enorme placer con que Lezama me habló de esos aspectos íntimos de la cotidianidad que yo hallaba en su novela: el calor o la humedad de una mano que se entrega para proponer una reconciliación, el sabio silencio que se instala a veces en las relaciones interpersonales, los matices menos visibles —pero no por ello menos reveladores— de un olor, de un sabor, de una frase cualquiera. Comentábamos así su figuración de “lo cubano”, ya que dentro de la propuesta origenista, o lezamiana en particular, “lo cubano” es, entre otras posibles sustancias, el resultado de revelar lo misterioso, lo oculto en una forma de ser, de sentir, de percibir, de hablar, de interrelacionarse. Así como sus “Sucesivas o coordenadas habaneras”, la saga familiar creada por la ficción novelesca de Paradiso le había permitido a Lezama hacer claramente visible un aspecto esencial de “lo cubano”. Como narrador, le satisfacía comprobar, además, que su selección de un habla exageradamente ficticia, elevada y uniforme en los personajes —habla que tanto le objetaron y que obviamente no tenía ninguna 12 POSDATA

intención de imitar folclóricamente el habla cubana— no me había desviado de lo esencial de la novela. Comentamos entonces las aclaraciones sobre el habla de los personajes que, como irónica defensa a priori contra sus futuros objetores, aparecen en la novela, así como el hecho de que los propios personajes, en ocasiones, estén conscientes de, y despreocupados por, esa ficcionalización del lenguaje. Ahora me parece entender que mi experiencia familiar de alguna forma reproducía la de Lezama y Cemí: una casa llena de mujeres (varias hermanas, una madre “centro de mesa”, la cómplice exsirvienta) y, especialmente, una profunda e inexplicable conexión exclusiva con mi madre, conexión que Paradiso tan bien me explicó: como las madres saben o intuyen cuál es la torre más débil del castillo familiar, dedican su vida a cuidarla, ya que también saben o intuyen que por allí mismo podría comenzar la destrucción de esa fortaleza cuya integridad han tratado siempre de salvaguardar. En medio de la diáspora iniciada en 1959, mi familia había logrado permanecer físicamente unida, pero ya para 1975, durante el infame “decenio negro” de la cultura y la sociedad cubanas posrevolucionarias, tanto mi madre como yo sabíamos que esa unidad iba irremediablemente a romperse, como efectivamente ocurrió después de mi exilio en 1980. Ya sabía yo, y quizás ella también sin decírmelo, los aspectos ideológicos, sexuales, morales y emocionales por los cuales esa torre supuestamente más “endeble” de mi familia resultaba ser yo. Creo que muchos lectores se sorprenderían o descubrirían con

placer a “otro” Lezama —quien ganaría entonces todavía más adeptos—, si se toparan con una “antología íntima” suya. Ese “Lezama íntimo” no está oculto y es casi una deuda que aún le tenemos que saldar, ya que ayudaría con creces a complementar su cosmovisión con “otros” asuntos y temas más concretos y cercanos pero que le fueron tan afines como “las eras imaginarias” y la “súmula, nunca infusa, de excepciones morfológicas”. Dicho Lezama puede hallarse fácilmente en las cartas y poemas a sus seres queridos; en el poema a unos zapatos que le envió su hermana desde el exilio, o en el referido a una hormiga (¿él mismo?) que desciende orgullosamente una escalera, o en otros más conocidos como “Ah, que tú escapes”, “Llamado del deseoso”, “Encuentro con el falso”, “Ronda sin fanal” y “El coche musical”; en las “Sucesivas o coordenadas habaneras” dedicadas, por ejemplo, al Día de Reyes, a la Navidad, a los parques, a los días grises, a las guaguas; en el ensayo “Confluencias” y en varios pasajes de sus novelas y diarios. Huelga decir que este “Lezama íntimo” sería una sorpresa tanto para tirios como para troyanos, es decir, tanto para aquellos que desdeñan su estilo hermético e intelectual, como para aquellos que —a veces más por esnobismo que por comprensión— alaban sus mayores excesos neobarrocos. En aquella carta de agosto de 1975, le mencionaba a Lezama la promesa que le había hecho de interrumpir mis visitas periódicas a su casa durante aquel verano, hasta que terminara de leer Paradiso. Mi carta cuando aún iba yo


por el capítulo VI significaba entonces para mí un necesario desahogo ante la imposibilidad de verlo para conversar sobre su libro. Necesitaba retomar un diálogo, una costumbre, pero me había limitado a escribir y enviar dicha carta: “Lo prometido es deuda, y estoy pagándola; aunque ahora veo que en realidad la deuda [me refería ahora a no conocer Paradiso] era conmigo mismo, y por lo demás imperdonable”, le decía allí (p. 284). Días después, estaba yo inmerso una tarde en una escena totalmente doméstica de la novela (la recuerdo vagamente: la madre avisa a Cemí sobre la abrupta llegada de alguien), cuando de repente suena el teléfono y —ah, el azar concurrente— mi madre me avisa que Lezama estaba al teléfono. Tras leer mi carta y notar los efectos de su novela en mí, Lezama quería exonerarme de mi promesa: “Podría venir al final del capítulo, ¿no cree Ud.? Avíseme y con gusto lo recibiremos como siempre”, me dijo. Así fue como tuve el infinito privilegio de poder compartir con Lezama mientras me aventuraba por los sucesivos capítulos de Paradiso. Me divierte leer al final de dicha carta mi leve, aunque atrevida, parodia de la costumbre del gobierno castrista de nombrar cada año con una misión gubernamental o suceso histórico (a saber: Año de la Alfabetización, Año de la Reforma Agraria, Año de la Planificación, Año del Guerrillero Heroico…): tras la fecha de “agosto 75”, escribí “Año de la Primera Lectura de Paradiso”. Esta leve parodia, coherente además con mi creciente distanciamiento de aquel desgobierno y

con mi necesidad origenista de crearme otro Estado más esencial, incluyente y descontaminado, constituía un peligro, ya que la violación de la correspondencia privada era una conocida práctica habitual de la Seguridad del Estado. 5: Ah, que escapemos, fugados La muerte de Lezama en agosto de 1976 no fue para mí algo ni anunciado ni esperado. Tras vencer represión, abusos y amenazas en la universidad, había logrado graduarme en junio de ese año. Pasé por casa de Lezama para decírselo y, de paso, despedirme por el verano porque, en compañía de mi primer gran amor ­—entonces estrenándose—, iba a pasar dos meses acampado en la playa, total y voluntariamente aislado (incomunicado) del mundanal ruido urbano. Como su muerte fueron sólo tres insignificantes parrafitos en una página secundaria del periódico Granma, sin ninguna otra repercusión en la prensa nacional, no llegó a mí la noticia de su muerte. Fue mi madre quien, a mi regreso a fines de agosto, me informa al respecto (“Como nunca sé dónde te metes, no tenía forma de avisarte…”, etc., etc.), así como también me muestra el telegrama donde se me indicaba presentarme inmediatamente a trabajar en el Instituto Superior Pedagógico José Martí, en la provincia de Camagüey. A pesar de la premura, hice tiempo para visitar a María Luisa. Quería darle el pésame, saber cómo se sentía, oír su testimonio sobre lo acaecido en los días últimos de Lezama, llorar con ella la ausencia irrevocable del amigo, prometerle mi visita en mis futuros

regresos a La Habana, y escuchar sus proyectos, los cuales consistían en publicar póstumamente los dos libros antes mencionados, cuidar y organizar bien la papelería y la biblioteca de Lezama, y arreglar fielmente la casa, ya que pensaba en su futura transformación en casa-museo. Allí, en aquella sala que ahora nos parecía inmensa, nos sentamos alrededor del butacón —ahora vacío— donde Lezama solía sentarse a recibir a sus visitas, y convocamos con nuestros recuerdos su presencia. Comencé, pues, mi vida como profesor e investigador con la misión que Lezama me había encomendado: escribir sobre todas las revistas literarias del Grupo Orígenes, que él llamaba también “de Espuela de Plata”. Lezama me había hablado ya de la existencia semiclandestina de la tesis universitaria de Prats Sariol sobre la revista Orígenes, la cual debía consultar poniéndome en contacto directo con el autor. Así lo hice y, además, gracias a una carta de investigador universitario y al gran apoyo de Cintio y Fina, quienes entonces trabajaban en la Sala de Estudios Martianos de la Biblioteca Nacional, consulté y fiché por tres años todas las revistas del grupo, las cuales se hallaban en una “reserva” muy privada de la biblioteca. De ahí surgió un breve trabajo sobre el Grupo Orígenes que no se publicó en Cuba, pero que Cintio y Fina leyeron y glosaron muy generosamente. Esa sería la semilla de mi futura tesis doctoral, muchísimo más extensa e informada que aquel primer borrador, ya que fuera de Cuba hallé una vasta bibliografía de enorme interés y pertinencia, la cual no POSDATA 13


existía en Cuba debido a las dificultades para obtener bibliografía y la censura de más de diez años contra todo lo que se refiriera a aquel grupo. Recuérdese que Ese sol había aparecido en México, en Cuba sólo circulaba “con cuidado” y de forma privada. Convertí después el largo capítulo introductorio de mi tesis en un pequeño libro: Consagración de La Habana (Las peculiaridades del Grupo Orígenes en el proceso cultural cubano), y con él gané el Premio Letras de Oro en Ensayo, en 1991. Y al respecto vale aquí la anécdota siguiente. Ese año los Premios Letras de Oro se entregaron en un auditorio de la Universidad de Barcelona. El día de la premiación todo estaba ocurriendo normalmente hasta que, después de otorgar los premios de poesía, cuento y novela, me llamaron como el ganador en Ensayo para que subiera al podio a recoger el diploma. De repente, hubo un breve apagón de dos o tres minutos, luego un rápido flash de luz y… vuelta a la normalidad. Comprendí: era un guiño juguetón y cómplice de Lezama. “Ha cumplido Ud.”,

“Gracias, José Lezama Lima, por su bellísimo poema Muerte de Narciso.” Alfonso Reyes

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Lezama: Medir la luz en su balanza Por: José Kozer sentí que me decía. Leo poesía desde una intolerancia. Tal, que a estas alturas (bajuras) de mi vida, apenas tolero unos cientos de poetas que han escrito desde tiempo inmemorial. ¿Qué es lo que no tolero? La efusión sentimental, la expresión banalizadora y lacrimógena, la falta de entereza a la

hora de cerrar un poema, dejándose llevar por la más falaz retórica hecha para salir del paso (siempre me da esa impresión). He escrito a la fecha unos 8035 poemas, tengo setenta años de edad (más uno porque en el fondo soy chino) y pese a tan larga escritura no hay poema que no corrija a carta cabal, lo mire y lo remiré desde una pugna acérrima con su ser y su imposición, sin ceder jamás un ápice a la facilidad, ni a la solución expedita y trillada. He leído, leo, seguiré leyendo montones y montones de poemas (pienso morir con las botas puestas) y entre esos rimeros de poesía leo mucha poesía en español, ora clásica, ora actual, y (bostezo gigantesco) es alucinante comprobar una y otra vez la cantidad de malos poemas que se escriben, se publican en grandes editoriales, se estudian en flamantes tesis doctorales en el cada vez más mediatizado mundo académico, sin reparar, enfrentar,

que todos esos poemas son pura charlatanería, chatarra comparable a la comida chatarra que venden en los expendios de basura de los centros comerciales que se adueñaron del mundo. Creo haber leído la obra poética de José Lezama Lima in toto. Rara,

rarísima vez encuentro en sus poemas caídas. Por el contrario, su factura es impecable, y en su peculiar contexto de voz auténtica y propia, voz ganada a pulso a la retórica del coro de voces trilladas (mayoritarias) Lezama casi nunca claudica para caer en un facilismo ñoño. Cada uno de sus poemas, desde los más reconocidos, como la sobrecogedora Oda a Julián del Casal, o su Primera glorieta de la amistad, o Un puente, un gran puente, o Rapsodia para el mulo, hasta aquéllos menos explorados como Himno para la luz nuestra, o Telón lento para arias breves (con sus ternezas a lo Marin Marais, a lo Monsieur de Sainte Colombe) tiene una firmeza, una espesa seguridad propia, que encuentro en pocos poetas, ora cubanos, ora en lengua española, del siglo XX. “De la inteligencia de la misa/a los placeres de la mesa,” con que arranca Himno para la luz nuestra, ejemplifica la capacidad de Lezama para decir, entre espesuras y frondas de sombras,

asimismo lo sencillo y directo, cual si fuera un poeta coloquial (que en parte lo es) y no sólo ni siempre ese poeta Neobarroco que todos afirman ser su estro más particular. Lezama no tiene verdad, en sentido ideológico o retórico, lo que Lezama tiene es el peso específico de los momentos sistemáticamente logrados, intuidos y

trabajados desde el amor respetuoso a la escritura, que reconoce sagrada por misteriosa, luminosa por oscura y dificultosa. Esa escritura que sobresalta la vista sibilina del poeta, escritura repentina, inusitada, es la que Lezama tiene que haber entendido y puesto en práctica una y otra vez, sin pretender verdad, conocimiento o grandeza. Lo cual a mi juicio es un modo de decir que Lezama escribe, pese a lo grueso y denso de su expresión, con la mayor naturalidad: la poesía le viene, (¿de dónde?, ni lo supo ni le habrá importado demasiado) la recibe en cuanto don, hecho siempre presente y percibido como dádiva, aceptado en cuanto personal destino: sin aspaviento ni narcisismo, sin necesidad de protagonismo, desde una humildad profunda donde estar en poesía, estar haciendo el poema, es algo que se realiza casi (casi) desde un encogimiento de hombros que desdice de la atribuida importancia histórica a las cosas que segrega el ser humano POSDATA 15


(cual si fuéramos algo, aunque siempre estamos diciendo que no somos nada). Segregación que en Lezama alterna el estro “oscuro” (nunca oscurantista) con la llana enunciación que proponía Cervantes. Así, por un lado lo oímos escribir sobre “Las fiestas del sin sentido”, o hablar de “la sabiduría sin poseer ni ser poseída,” versos que un niño de teta entiende, o por el contrario labrar, casi jadear, cual pulmón asmático, “Su piel sin tregua en el trineo,/las flechas salían del árbol al fuego,/ armando todo, romper el círculo/ fue lección al despertar lo venidero.” (Himno para la luz nuestra) donde el lector se ve obligado a regresar una y otra vez a la lectura si quiere (malamente) descifrar lo expresado. Descifrar interesa: pero antes de descifrar hay que venerar la belleza de lo dicho, la conjunción de vocablos que se han engastado en esa esfera propia de Lezama, en que imagen, ritmo, tonalidad, y “buche secreto conforman un aura. Aura modélica, que no pretende ser modelo o paradigma de nada ni para nadie. Hay poetas hispanoamericanos del

siglo anterior que amo: los he leído y releído, cada uno en su zona de expresión, es un poeta que merece un sitio dentro de la poesía en lengua española de Hispanoamérica. De acuerdo: no le quito a ninguno el mérito ni el lugar. Y sin embargo, en muchos de esos poetas encuentro no una sino numerosas caídas retóricas que no tolero, incluso me irritan, me dan ganas de chillar diciéndoles pero por Dios a qué viene eso, si eres capaz de magníficos, extraordinarios versos, a qué viene esa bobería, esa banalidad, esa flojera en que el poema que has escrito, y publicado, ha caído. Nada que hacer, es así. Y siendo así, con todos mis respetos, me quedo con aquellos poetas que como Góngora (Quevedo no) Vallejo (no siempre) o entre los que todavía viven Gerardo Deniz o Lorenzo García Vega, al igual que Lezama, mantienen una consistencia y una calidad que siempre supera lo trivial. Cada vez creo menos en poetas y en poemas, mucho menos en poéticas: cada vez creo más en momentos poéticos dentro del poema que leo. Pienso que se debe enjuiciar la poesía desde esa

experiencia concreta, reaccionando ante la belleza, la inteligencia luminosa, entre sombras y penumbras, del texto, sin considerar quién lo escribe. En su locuacidad Neruda desbarra, Paz en su particular inteligencia de rachas y voracidades, trivializa, Vallejo cae en efusiones sentimentales y políticas que muchas veces desdicen de su enorme capacidad poética. Lezama, nunca, o para no exagerar, rarísima vez tiene caídas sentimentales, efusiones triviales. Sería interesante ir siguiendo, puntero en mano, o con la yema del dedo índice, a la manera de los lectores cabalistas, los poemas de Lezama, a fin de encontrar versos banales, versos triviales: considero que habrá pocos. Su densidad, a veces aclarada al conocerse la referencia concreta utilizada (en Pound, por ejemplo, todo se aclara al acceder a las claves de la referencia empleada) es lo de menos. La maraña barroca siempre es inteligible; lo que me resulta ininteligible es que poetas de altura caigan una y otra vez en la lamentación personal, social, metafísica, que reitera el rizo rizado, el trillo trillado, aburriendo.

“Con usted, amigo Lezama, tan despierto, tan ávido, tan lleno, se puede seguir hablando de poesía siempre, sin agotamiento ni cansancio, aunque no entendamos a veces su abundante noción ni su expresión borbotante” Juan Ramón Jiménez

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¿CUÁNDO COMENZÓ PARADISO-OPPIANO LICARIO? Por: José Prats Sariol

Mucho se ha especulado, dentro de la torrencial crítica que Lezama ha recibido, sobre los antecedentes de su novela inconclusa: Paradiso-Oppiano Licario. Cuando en 1988 terminamos la edición crítica de Paradiso –bajo la dirección de Cintio Vitier--, se había fijado con precisión el texto, cotejado

con los originales manuscritos, señalado casi completo el imponente marco de referencias y alusiones intertextuales; pero apenas habíamos enunciado el antecedente clave, que ahora destaco por primera vez. El diálogo “X y XX” apareció primero en Orígenes (Año 2, No. 5, Primavera, 1945, p. 16-27). Ocho años más tarde José Lezama Lima –cuyo centenario celebramos este 2010-- lo incluye en su primera compilación de ensayos Analecta del reloj (Ed. Orígenes, La Habana, 1953, p. 133-150). Es el preludio de los enjundiosos diálogos, al modo platónico, entre Cemí, Fronesis y Foción, en la Plaza Cadenas de la Universidad de La Habana, que aparecen en el capítulo IX de Paradiso. Aunque acerca del platonismo de Lezama sea necesario deslindar un aspecto: Platón despreciaba a la doxa (opinión) y privilegiaba la episteme (valoración científica, no fenoménica). Lezama no parece apoyar del todo ese distingo, al concederle un peso decisivo a los sentidos. Pero si participa contra la abundancia de opiniones superficiales, más cercanas a la pistis (creencia) o simples productos de la eikasia (imaginación), los dos elementos de la doxa. La data del texto remite a los primeros bocetos de lo que sería un capítulo decisivo de la “manierista” novela. Indica, contra otras fijaciones críticas, que al final de la Segunda Guerra Mundial, dos o tres años después de cumplir los treinta, modulaba su bildungsroman. Es necesario observar qué escribió alrededor de esa fecha. En Orígenes, antes y después, aparecen varios cuentos, lo que evidencia sin reparos exegéticos que en esos momentos ya saltaba a la prosa de ficción narrativa. Un año antes,

en el número inaugural, había publicado “Juego de las decapitaciones” (Año 1, no. 1, primavera, 1944, p. 1223). Poco después de “X y XX” aparecen, sucesivamente: “Cangrejos, golondrinas” (Año 3, no. 9 primavera, 1946, p. 37-46) y “Cuento del tonel” (Año Año 5, no. 20, invierno, 1948, p. 22). El primer texto de Paradiso saldría al año siguiente (Año 6, no. 22, verano, 1949). Por supuesto que no deja de escribir poemas, como “Ronda sin fanal” (Año 3, no. 11, otoño, 1946, p. 11-14), que después recogería en La fijeza, La Habana, Ed. Orígenes, 1949. Puede afirmarse que desde los principios del segundo lustro de los años 40, hasta su muerte en 1976, Lezama cada año escribe poemas, ensayos y prosa narrativa, aunque los tres se contraigan y en el caso de la novela casi se apague a partir de 1971, tras el ostracismo oficial que padeció y la tristeza por su familia dividida entre Miami y La Habana. La primera de las cartas que le escribe a su hermana Eloísa, en ese entonces exiliada en Puerto Rico, está fechada en abril de 1961, alrededor de lo que conocemos como la invasión de Playa Girón o Bahía de Cochinos, momento clave de la atroz división en la familia cubana. El final es conmovedor, sobre todo cuando sabemos hoy que nunca más los dos hermanos podrían volver a verse, como tampoco a su otra hermana, Rosa, o a sus sobrinos. El manuscrito, celosa y profesionalmente guardado en la Cuban Heritage Collection, en la Biblioteca de Miami University, termina con una frase que aún hoy –casi medio siglo después-- conserva la misma esperanza: “Quiera Dios que se restablezca la armonía”. Menos de tres meses después, en otra de las desgarradoras cartas, fechada en julio del 61, subraya la palabra “inteligencia”, para darle a entender a Eloy –como familiarmente llamaba a Eloísa— que no puede escribirle con libertad, pues teme que la policía política pueda violar la correspondencia, leer sus críticas, tomar represalias. Dice, fuera de cualquier duda: “Encontrarás mis cartas muy vagorosas, apenas hago POSDATA 17


referencias a lo inmediato. Tu inteligencia te dará los obvios motivos. Además es preferible trascender, irse por encima de las murallas, vivir en dimensión de futuridad”. La última idea es la que precisamente tiene uno de sus más valiosos antecedentes en “X y XX”.Trascender la circunstancia inmediata, ante la imposibilidad de cambiarla, no sólo indica las fértiles lecturas que Lezama hizo de Ortega Y Gasset (Cf. mi ensayo “La complacencia trascendente, Ortega y Gasset en José Lezama Lima”) , sus conversaciones habaneras con María Zambrano, sino también que saltar las “murallas” formó parte esencial de su poética, prácticamente incólume desde “Muerte de Narciso” (1937) hasta su último poema, siempre modulada en sucesivos ensayos y conferencias, que parecen tener su axis en “Introducción a un sistema poético” (Orígenes, Año 11, no. 36, 1954, p. 35-58; después recogido en Tratados en La Habana, (Universidad Central de Las Villas, Dep. de Publicaciones Culturales, 1958). El culto –culterano— diálogo entre sus desdoblamientos parece corresponder de un lado a lo que será Oppiano Licario y del otro a la tríada que formarán Cemí, Fronesis y en menor medida Foción. Una pregunta ingenua sobre la novela es ingenua a la vez sobre este diálogo precursor de su saga: ¿Cuál personaje es el autor? La respuesta es que José Lezama Lima tiene de X y de XX, como Platón de Sócrates y viceversa. “Es” cada uno de ellos, igual que Madame Bovary es Flaubert, según afirmara el gigante de Ruan. Debe recordarse, en este sentido, la noción lezamiana de “vivencia oblicua” y de “súbito”, cuyos intercambios crean el “incondicionado condicionante”, es decir, el potens, la “posibilidad infinita”. En el mismo libro en que compila este ensayo, Analecta del reloj, aparece inmediatamente después “Las imágenes posibles”, seguido de “Sierpe de don Luis de Góngora” y “Exámenes”. Hay una evidente intención de advertir cómo va modulando su poética, bajo los arabescos barrocos, porque las datas de escritura no son sucesivas. Lezama ordena sus textos con una evidente intención de continuidad argumental, no guiándose por las fechas de escritura o de publicación. En “Exámenes” culmina este primer espejo, aquí desdoblado en X y su crítico XX, es decir, una “vivencia oblicua” encarnada en los dos personajes. Por ese “espejo oblicuo” la especulación más grávida está en que, según la fecha de escritura, Lezama decide entonces, para toda su vida, la dedicación a la literatura como antídoto 18 POSDATA

contra el “hombre absurdo”, a sabiendas de que el mito de Sísifo lo acompañará hasta el final del camino, hacia la Resurrección que su catolicidad le señalaba como meta. De ahí el cuerpo de referencias en el ensayo y la flecha hacia el “poema” como sesgadura, ofrenda al Verbo, al Espíritu Santo, a la Poesía con mayúscula, que ve como un atributo de Dios. Un poco más de dos años antes Albert Camus había publicado Le Mythe de Sisyphe (1942), en plena Segunda Guerra Mundial, que Lezama seguramente leyó en el original francés. Su frase decisiva (“No hay sino un problema filosófico realmente serio: el suicidio”) ejerció una fuerte influencia entre los intelectuales que se alejaban de los sistemas filosóficos cerrados de la modernidad, constructores voluntaristas del “futuro”. Lezama aquí participa de la individualización del “problema”, sin “masa” ni “poder”. Se adelanta al pensamiento blando de la actualidad, a lo que equívocamente se conoce como filosofía “posmoderna”. Sísifo en la leyenda mitológica está condenado eternamente, por su astucia frente a los dioses, a subir cuesta arriba un enorme pedrusco, que de inmediato volverá a rodar hasta la sima. Pero en lo alto de la montaña –según Camus-- hay unos segundos donde Sísifo, ciego, sabe que el horizonte está ahí y se siente libre, antes de reiniciar la condena. La analogía con lo que para Lezama significaba la creación poética está implícita en el siguiente parlamento de X: “Entonces es difícil, pero ávidamente existente, la relación entre el tamaño de un poema y la forma como caemos en la muerte. Si la poesía se nutre de la discontinuidad, no hay duda que la más lograda y gravitante discontinuidad es la muerte. Se habla de la muerte propia, pero hay en eso el protestantismo de enfatizar los fragmentos. Una vanidad siniestra que quiere detener los instantes para extraerle una espiga de trigo. Es un viento morboso lo que nos lleva a reclamar una muerte diferente. Sabemos que no podemos constituir en estilo la muerte de cada uno de nosotros. Sabemos que en ese acto de morir sólo hay soledad de actor y espectador. Es cierto que Rilke tenía a su favor ─cuando habló de la muerte propia─ el que perseguía la más total diferenciación entre la sazón de la muerte (sazón de vida o de muerte fue expresión muy gustada por los estoicos) y la desarmonía del ser destruido (…)”. Sísifo, Orfeo e Ícaro forman una de las más cercanas trilogías simbólicas del poeta, desde su visión presidida por


el Verbum. Los lectores de Paradiso-Oppiano Licario tenemos en “X y XX” el diáfano antecedente de una de las novelas más “personales” en la historia de la lengua española. No por su carácter iniciático, tampoco por el anecdotario autobiográfico o por las referencias históricas, geográficas, urbanísticas, cubanas y habaneras… No por la suma de excepciones a las artes de novelar, tampoco por su densidad cultural y las alusiones eruditas… Sino porque nunca antes –y hasta hoy— se había escrito una novela fuerte –de estilo identificable en cualquiera de sus páginas-- cuyo arrogante desafío fuera narrar y conversar la formación de una poética como destino, de escribir como razón de ser. De la palabra de Sócrates y sus brillantes antecesores, de Platón y de Aristóteles, de lo mejor entre la patrística y la escolástica, de Vico y Claudel –para sólo citar algunos pilares del Curso Délfico--, X y XX dialogan implícitamente sobre el suicidio, no en el sentido de poner fin a sus vidas, sino de incumplir una vocación, una ordenanza de Dios. El leiv-motiv de lo que décadas después será una novela singularísima, tiene en esta fecunda conversación su precursora señal, el signo verde sufí.

“Enemigo Rumor tiene la modestia de parecer folleto, y es un libro repleto de promesas y realizaciones, de intenciones y expresiones ya logradas. Ante tanta riqueza juvenil no es oportuna la crítica sino el aplauso y la espera de próximas obras” Jorge Guillén

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COORDENADAS EN LEZAMA (Sobre lo incondicionado y la invención de la realidad) Por: Manuel García Verdecia (diciembre y 2010) En cierta descripción, José Lezama Lima emplea una construcción oracional, muy acostumbrada en su escritura, que evidencia mucho de su peculiar manera de asumir la expresión poética. Escribe: “(Alguien) finge distracción mientras suaviza la bayeta por el testuz de un candelabro…” (Tratados en La Habana, 22)

Notemos que el verbo “suavizar”, volver suave algo, es empleado para describir la acción que realiza el sujeto respecto al objeto, un candelabro. Sin embargo, no se trata de que se haga más suave el artículo. El verbo ha sido adensado de múltiples significaciones para, de una sola vez, sugerir, el gesto delicado del que limpia, la tersura del material que emplea así como la suavidad del brillo que alcanza. Y todo se ha conseguido mediante la elección de una acción desplazada de su confín cualitativo a otro punto donde gana nuevos semas. Esta curiosa e inusitada articulación sintáctica es parte de lo que podríamos denominar, tratándose de quien se trata, un “incondicionado gramatical”. Este es solo un momento de despliegue del personal concepto lezamiano en torno a los elementos más esenciales de la realidad que no se atienen a la manifiesta y previsible ley de causas y consecuencias determinantes. Lo incondicionado imanta su sistema poético desde lo propiamente prelógico, en el magma de sensaciones e ideas, hasta la elección o invención de palabras, su sintaxis personal, así como la arquitectura del texto. La poesía de Lezama deriva principalmente de las operaciones para convocar y concretar situaciones o hechos no experimentados, no historiados, no reconocibles. Como un mago o chamán original combina sus fuerzas con las de los elementos naturales para conseguir una realidad inédita. Son actos, gestos, cuerpos que no tienen lugar en lo inmediato verificable por los sentidos y que solo son posibles gracias a la convocatoria simpática de elementos fortuitos que concurren 20 POSDATA

en un punto energizado por la facultad aglutinante del poeta. Tal punto es la imagen poética, expresable mediante la capacidad metafórica del lenguaje. Para ganar el Ábrete sésamo que nos adentra a su mundo debemos estar imbuidos de fe, cuando menos de fe poética. Como expusiera otro grande cubano, Carpentier, lo “maravilloso presupone una fe”. Es esta la que consigue la urdimbre milagrosa donde se visibilizan los procesos ocultos al rango rutinario de la vista. Solo si comprendemos el sustrato católico primigenio que fermenta y estimula la creación lezamiana podemos entrar en su ámbito, aprehenderlo y disfrutarlo. Hay un humus propiciatorio en alguien que, como Lezama, acepta en su cotidianidad los misterios de la religión católica. Esta persona convive con asuntos insólitos que solo se fundamentan por la posibilidad inefable e irrebatible que le otorga la fe. Así asume que Dios es uno pero a la vez tres: Padre, Hijo y Espíritu Santo. De donde se colige que el padre es hijo de sí mismo y el hijo es su propio padre. Además, ha sido concebido sin que medien tratos carnales, por una madre virgen que, para mayor portento, resulta madre de su padre. Se atiene al hecho de que en la oblea y el vino de la misa rescata la sangre del Sacrificado por sus pecados y que, al fin de toda muerte, se abre la posibilidad de la resurrección de la carne y la vida eterna. Es entonces, desde este infinito y complejo universo irradiador de maravillas que se puede fecundar una mente abierta y deseosa a las más impensadas posibilidades. El propio Lezama fundamenta: “Para el católico lo inexistente no sólo tiene una gravitación, sino forma inclusive una sustancia, una superación del mundo griego y sensorial, lo inexistente sustantivo, es el desarrollo, sin metamorfosis, por la fe.” (Tratados en…, 342) Sin metamorfosis, pues esta supondría todo un proceso de cambios físicos que alteran gradualmente un orden y producen un efecto final


distinto. La formulación oximorónica resuelve la paradoja: lo inexistente grávido o inexistente sustantivo. Un cuerpo que no es pero tiene gravitación de ser, algo que no existe sin embargo cuenta con sustancia. De manera que lo inexistente solo lo sería porque no ha alcanzado “su definición mejor”, pero porta la potencialidad germinativa de llegar a ser en algún momento cuando ciertas condiciones lo fecunden. Por tanto, lo inexistente vendría a ser un mundo paralelo negado a quien tiene ojos y no ve, mundo que puede convocarse y concretarse en tiempo y espacio por la fuerza fecundante de la fe. A tal virtud concede el poeta, precisamente, la potencialidad del ámbito cultural católico para propiciar una creación esplendorosa. Suscribe: “…la gran plenitud de la poesía corresponde al período católico, con sus dos grandes temas, donde está la raíz de toda gran poesía: la gravitación metafórica de la sustancia de lo inexistente, y la más grande imagen que tal vez pueda existir, la resurrección.” (Tratados en…, 345) De modo que, para este poeta, toda poesía de alta dignidad presupone el hallazgo y expresión de lo que no tiene ser en la realidad inmediata y concreta. Esto se vuelve posible bien sea por la materialización de lo no evidente, mediante la carne y la sangre que aporta la metáfora, o como recuperación del cuerpo o los hechos decapitados por el tiempo, a través de su renacer como imagen. El sistema poético lezamiano opera sobre un puñado de conceptos peculiarmente elaborados por él. Estos no son más que formas lógicas, del logos, de concebir e interpretar el ámbito inagotable de la realidad. Él lo divide en dos planos: la realidad y lo posible. Para Lezama, la realidad es lo que tiene un cuerpo palpable, gravitante según él, en las coordenadas del aquí y el ahora. Los datos manifiestos de la existencia lo son por dos posibilidades de concreción. Una, lo que denomina la causalidad, que vendría a ser aquello determinado por procesos que operan en una sucesión de causa y efecto. En tal sentido, emplea causalidad como determinismo, lo determinado por una acción regular y previsible. El otro modo de evidencia,según él,es lo incondicionado,o sea, lo casual, aquello que brota de una disposición imprevisible. Aunque el autor opone lo causal a lo incondicionado, es obvio que esto último también presupone una causa, si bien no una finalidad establecida. Además de aquello que

se corporiza mediante lo causal o lo casual, está también lo no surgido aunque potencialmente materializable, lo que no ha incorporado su gravidez al mundo de lo perceptible. Esto constituye la posibilidad, el potens. Es una realidad en germen, oculta, quizá intuida o no, quizá deseada o no, pero que puede saltar a las extensiones de lo experimentable en cualquier momento en dependencia de una inusual disposición de la cadena de hechos. Ese sería el ámbito del “infinito posible”, territorio de la terateia, del sustrato feraz de la poesía. El poeta considera en perpetua liza a lo casual y lo causal. Esto último es lo que normalmente se nos manifiesta a los sentidos. Es la cadena de objetos y fenómenos que deben su existencia al empuje en transformación de fuerzas y procesos previsibles y distinguibles en la regularidad de su aparición. De otra manera opera lo casual, sin causa o finalidad augurable. Señala: “Con ojos irritados se contemplan la causalidad y lo incondicionado. Se contemplan irreconciliables y cierran filas en las dos riberas enemigas. Gustaba la causalidad, pacificada, de los enlaces más visibles. Enlaces que se sumergían o adquirían su halo de visibilidad en los placenteros criterios de la finalidad.” (Confluencias, p. 370) De aquí no debemos colegir que lo no condicionado prefiera conexiones no visibles ya que lo reduciríamos a una causalidad intangible. Lo no condicionado estaría solo asociado a una potencialidad, un margen de ocurrencia probable que vendría a ser una suerte de recurso oculto, irreductible y autónomo que actúa según una arbitraria concurrencia de factores. Bien sabemos que la casualidad resulta de los ordenamientos internos espontáneos de los ciclos naturales. La peculiar cosmovisión de Lezama, asentada en los fundamentos de la fe, lo llevó a elaborar la teoría del azar concurrente, otro nombre para lo que en otras oportunidades denomina como lo incondicionado poético, esa liebre que, del aparente hueco de la nada, salta a las manos del mago y se exhibe. Sus maneras de cumplimiento las denominó la occupatio, el súbito, la vivencia oblicua y lo hipertélico. Son comportamientos de lo casual mediante los cuales lo imposible se vuelve presencia. La occupatio sería la manifestación de lo inexistente incondicionado que irrumpe donde antes había un vacío. Esta ocupación se realiza por la imagen. Lezama, para ilustrarlo, emplea la frase, “El agua que se prolonga tapa POSDATA 21


todas las grietas.” (Lezama disperso, p.227) Esto implica que la imagen llena el espacio donde antes había un vacío de significación y crea un sentido inédito. El poeta comenta en su ensayo “Preludio a las eras imaginarias” (Confluencias, p. 371) un ejemplo de sorprendente asalto poético. Indica que al entrar un día en cierto café escuchó una voz anónima que proclamaba, “Todo el que tiene una novia china, tiene suerte”. En ese momento, el yermo versal en su mente fue ganado por un verso rítmico de misterioso sentido: “Novia china, buena suerte.” Este ritornelo le ganó una graciosa línea que demostró los inusitados caminos de la poesía. El súbito, señala el poeta, resulta de lo incondicionado que actúa sobre la causalidad. O sea un elemento inesperado que cambia el sentido de una estructuración determinada. Lezama lo ejemplifica con la asociación que se crea entre los vocablos en alemán: Vogel, pájaro, Vogelbauer, jaula y luego Vogelon. Esta irrumpe con una inusitada asociación: el pájaro que entra en su jaula, o sea, la cópula. En la relación de causa-efecto que regularmente hay entre una palabra y su sentido interviene la azarosa presencia de un vocablo que varía tal relación hacia lo metafórico. Mientras tanto, en la vivencia oblicua es la causalidad quien mete sus manos en lo incondicionado. El ejemplo que ofrece el poeta es el de San Jorge que viene a caballo para alanzar el dragón. Inexplicablemente, cae primero el caballo que el dragón, el medio fenece antes que objetivo. La causa de alanzar sorprende con un resultado anterior. Por último está la hipertelia. Esta se describe como una acción que desvía o rebasa su propio fin. Pone Lezama el caso del “díctico de frente blanca” (animal que no he hallado en diccionario alguno). Según la peculiar zoología del poeta este coleóptero durante la copula mata a su pareja (en una versión dice el poeta que la hembra aniquila al macho mientras en otra achaca el goce homicida al varón, pero ¿quién discutirá esas menudencias ante el portento de su imaginación?) De ese modo, la realización del sexo va más allá de su propósito, la multiplicación de la especie, e introduce la muerte que, contrariamente, resta. Tal interés de Lezama hacia lo aleatorio, nos ha hecho expresar en otro ensayo que acerca su poética a los predios de la Teoría del Caos. Incluso hasta el famosísimo ejemplo mencionado por el poeta del conmutador que al encenderse abre una cascada en el Ontario semeja en mucho al 22 POSDATA

planteamiento del “aleteo de la mariposa en Hong Kong que desata una tormenta sobre Nueva York”, hecho por uno de los padres de la Teoría, Edward Lorenz. Así, en Paradiso, Opiano Licario describe la urdimbre del ser en los siguientes términos: “La vida es una red de situaciones indeterminadas, cada coincidencia es algo que quiere hablar a nuestro lado, si lo interpretamos, incorporamos una forma, dominamos una transparencia.” Es asombroso el uso de la referencia a la polaridad orden-desorden, así como el empleo de términos que se corresponden con los de la aludida Teoría, como esas situaciones indeterminadas. Estas se ordenarían por la interpretación humana para que alcancen la coherencia orgánica del sentido. Para Lezama la creación poética venía a ser un ordenamiento del caos. Ese ordenamiento solo posible mediante la imago y su expresión en la metáfora resulta posible porque el poeta visibiliza lo aleatorio, lo sistematiza y estructura en otra condicionalidad dentro del texto. Es por ello que Licario asegura respecto a ese ordenamiento de las cifras de lo incondicionado: “…cuando las interpreto, soy el artífice de un milagro, he dominado el reto informe de la Naturaleza.” El poeta es el médium de las energías del caos, las amansa, encausa y estructura según sus propósitos expresivos. Por la propia característica incontrolable e inagotable del azar, sus manifestaciones contribuyen incontables nutrientes a la creación. De aquí que el poeta señale, “Ese intercambio entre la vivencia oblicua y el súbito, crea, como ya hemos esbozado, el incondicionado condicionante, es decir, el potens, la posibilidad infinita.” (Confluencias, p. 383) Eso infinitamente fecundo sin gravidez aún es el potens. Posibilidad que alcanza su probabilidad mayor con la intermediación del poeta. De manera que estos modos de la relación entre lo causal y lo incondicionado resultan a la vez en recursos de expresión poética. Devienen formas de asociación de imágenes en las inusuales metáforas que dan carácter a la poética lezamiana. De esta peculiar concepción sobre la manifestación de lo existente y lo posible, derivan también las puntuales distinciones entre poesía, poema y poeta. En primer lugar, Lezama acoge la diferenciación entre poesía y habilidad artística. Se adscribe a la separación de lo que los griegos llamaban tecné, para considerar la poesía como el sustrato generador de todo lo existente. Expone que tal distinción


sitúa “siempre a la poesía en el ser principio, en la total causalidad inmanente. En la poesía como lo real absoluto.” (Tratados en…, 27) De manera que la poesía es, para el poeta, la totalidad de cierta realidad primigenia, causa y consecuencia de sí misma, tanto de lo condicionado como lo incondicionado, desde donde se explayan todas las causas que, en su infinitud, hacen surgir las más impensadas maravillas. Tal realidad original e infinita no se muestra rutinariamente. De aquí debe colegirse que el poeta asume para la poesía una condición de realidad accidental, sutil y con determinados visos de excepcionalidad. Indica, “En realidad, la primera aparición de la poesía es una dimensión, un extenso, una cantidad secreta, no percibida por los sentidos.” (Tratados en…, 336) O sea, dentro de la realidad, hay una porción que, al alcanzar su cifra de deslumbramiento, su “cantidad hechizada”, produce los más asombrosos sentidos. Esta sería la poesía como fuente prístina de la creación. La cantidad, el elemento pitagórico, es central a Lezama. Toda exteriorización de lo posible se cumple como un henchimiento, un engrose de cierta cifra. Señala: “Lo irreal, inexistente, al cobrar la más inesperada de las transfiguraciones por el más de irrealidad, el más de inexistencia, comienza a evaporar.” (Tratados en…, 340) Obsérvese el dictamen sobre el incremento cuantitativo de irrealidad e inexistencia para alcanzar la evaporación, la exhalación de presencia de la maravilla. ¿Cómo es posible un aumento de algo sin sustancia, el aumento de lo que no existe? Obviamente, para el poeta hay algo en lo inexistente, en lo irreal, una suerte de elemento seminal invisible e intangible que se muestra por obra del henchimiento que lo acrecienta hasta darle ser. De ahí el desbordante mundo creativo lezamiano, tanto en sus asuntos como en sus formas de expresión, hay el intento de hallar un “más de irrealidad” que consiga la “evaporación o sea, materialización, de lo posible. Es entonces, cuando se vuelve sensible esa cantidad de realidad maravillosa, que el elegido de los dioses, el poeta, alcanza la condición primaria que lo lleva al poema. Esta sería la concreción, básicamente mediante la occupatio, o sea el llenado de un blanco con la imago, un cuerpo que le da “evaporación”, “gravidez”, al decir del poeta. Ese humillo se logra mediante los recursos de la “imagen y semejanza”, o sea, las metáforas que constituyen la carne del poema, el juego de espejos que atrapa la luz antes no percibida.

De manera que, del magma fecundante de la posibilidad, extrae el poeta un cuerpo que la expone. “La poesía, que es instante y discontinuidad, ha podido ser conducida al poema, que es un estado y un continuo.” (Confluencias, p. 318) Al poema se puede volver una y otra vez. La poesía es el escape, mientras el poema sería la fijeza con que se traduce la aparición irrepetible. En esta pendulación entre lo que se despliega incesantemente ante nuestros ojos y aquello que irrumpe de modo aleatorio, ofreciendo un significado insólito, se hace posible la ocurrencia del poema. Así lo dice Lezama, “Ese combate entre la causalidad y lo incondicionado ofrece un signo, rinde un testimonio: el poema.” (Confluencias, p. 379) El puente, “gran puente”, entre lo inexistente incondicionado y su visibilidad en el poema, es el poeta. Lezama lo nombra “testimoniante” y aquí vuelve a emerger su condición católica. ¿Qué otra cosa eran los apóstoles sino los que testimoniaban la Buena Nueva? El poeta vendría a ser aquel que da fe de una novedad hasta entonces no conocida pero de cierto espléndida y trascendental para los hombres, pues manifiesta la posibilidad de verdad oculta en la realidad. Entonces, este médium eficaz deviene defensor de las tablas de un pacto

secreto, aquel que le permite adentrarse en lo desconocido y dar fe. Según Lezama, el poeta procede “como guardián de la sustancia de lo inexistente como possibliter.” (Tratados en…, 344) Guarda aquello que no es pero puede llegar a ser. Sin embargo, para Lezama, el poeta rebasa su propio designio, pues en esa vocación de inquirir en lo grávido inexistente, llega a ser engendrador de otra realidad. Así, mientras unos poetas intentan solo explicar la realidad visible y otros se proponen exponer las connotaciones simuladas tras esa visibilidad, el poeta lezamiano debe ir más allá. Lezama se plantea un tour de force desproporcionado, como todo en él. Expone, “…el poeta tiene que ser de nuevo el potens de los colegios sacerdotales etruscos: el engendrador de lo posible, el rotador de la unanimidad hacia la sustancia de lo inexistente.” (Tratados en…, 355) Se trata de crear, como un jin fabuloso que oculta su potencia en una inocente botija, lo posible inexistente. Es así que la “imagen engendra el sucedido”, pues al ocurrir lo casual en lo causal, anuncia y promueve su gestación como posibilidad. Para ello, el poeta cuenta con recursos insospechados. Uno POSDATA 23


es la gracia recibida, también merced de lo incondicionado que actúa sobre la causalidad terrestre, determinación de la Potencia Mayor. Otra es su afinación personal para disolver la oscuridad y vislumbrar formas en lo informe. Como sostiene el poeta, “… la imaginación poética como urdimbre y nexos…” (Tratados en…, 28) Es la imaginación su mejor vehículo. No resulta fortuito que Lezama apuntara que “mi único carruaje es la imaginación.” No se puede apreciar la poesía lezamiana desde una actitud simplemente cartesiana. La lógica y la razón desposeídas de una aceptación de la visión personal del mundo que movía al poeta solo consiguen un corto circuito confundidor. Ya lo hemos dicho, la maravilla presupone la fe y es únicamente mediante el conocimiento y la participación en los credos del poeta que podemos alcanzar las mejores iluminaciones. De modo que su comprensión quedaría, igualmente, dentro del territorio de lo milagroso más que de lo racional. Es lo que sucede a quienes lo leen sin el prejuicio de sistema de intelección alguno. Sienten, saben íntimamente, que en sus cifras inusitadas, en sus imágenes insólitas, algo tremendo y hermoso les es transmitido, aunque no lleguen a colegir del todo de qué se trata. Más que una comprensión se logra un estado anímico, un deslumbramiento, una epifanía gozosa pero inefable. Solo entendiendo esa peculiar perspectiva desde donde Lezama veía, asumía y traducía el infinito mundo podremos acceder a su poesía. Solo si aceptamos sus personales reglas de juego podremos hacer legible su peculiar creación. Participar de ese cosmos siempre abierto a nuevos gozos e interpretaciones que él concebía como “… el infinito posible de la poesía.” (Tratados en…,358) Holguín, mayo 13 al 20, 2010

Nota: Las citas empleadas se localizan en los siguientes libros de José Lezama Lima: Confluencias. Selección de ensayos, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1988 Lezama disperso, Ediciones Unión, La Habana, 2009 Paradiso, Edición crítica, Colección Archivos, Madrid, 1988

“...su revista (Orígenes). Clariana me prestó varios números. Es magnífica y lo felicito muy de veras. La encuentro muy inteligente, muy sensible, muy universal y al mismo tiempo muy nuestra, muy de Hispanoamérica” Octavio Paz 24 POSDATA


Lezama Lima: Su obra

Lezama y el cura

Pascal

y la poesía

La poesía es la anotación de una respuesta, pero la distancia entre esa respuesta, el hombre y la palabra, es casi ilegible e inaudible. En El libro de los muertos, a la entrada y salida en la cámara subterránea, los viajeros empuñan “pasteles de azafrán en Tanenet “. Ejemplo de hieratismo indescifrable, no obstante parece verse en un relieve funerario, entrar en el mundo subterráneo y salir de él, comiéndose un pastel de azafrán. Quizás ambos pasteles representan el cielo y la tierra. Afirman que los

pasteles de azafrán son los ojos de Horus. Tanenet es la sepultura de Osiris. El hecho de entrar en la muerte comiéndose un pastel de azafrán, nos suspende y desazona. Pero el relieve, con su visibilidad como arañada, le presta la gravitación de la verdad poética. De pronto, frente a ese enigmático relieve, cobra su hechizo la reclamación de Pascal: un arte incomprensible pero razonable. La incomprensión que se razona, una desmesura que cobra

un tiempo, un humillo a la altura del

hombre, es la agujeta que señala la forma tocada. Toda materia tocada despide como un fulgor, su herida de costado, por la que se ve y penetra. Para completar ese ideograma plástico de lo indescifrable, viene el apólogo de Pascal: el náufrago recibido como el rey desaparecido. Obrar como rey y tratarse como impostor, vivir en el misterio de la doble naturaleza. Vivir en la visibilidad de la conducta y en el misterio de la extrañeza de las alianzas. El contacto de los infusos círculos de la sangre de que descendemos, que de pronto afloran, según Pascal, para expresar la infinitud que está en el otro extremo de la doble naturaleza, de una visita que se esboza, del encuentro como forma de conocimiento, una conversación, fuera de la causalidad, en la que inopinadas preguntas y respuestas, se enlazan, se corresponden, se hacen imprescindibles. La certeza del naufragio, es aquí la correspondencia al encuentro con el rey falso, aceptado violentamente en la necesaria fatalidad de su falsía. He aquí una grandeza

que va por encima del ceremonial

y del acto de escoger. Devolver en el hombre es intuir el escoger de los dioses. El único indicio que podemos tener es ese escoger de la divinidad, es su correspondencia con el devolver de los humanos. Luego ese devolver es la raíz de la imagen. Devolver con los dones acrecidos es vivir dentro de la gracia. La sobreabundancia en los dones corresponde a la infinidad de la gracia. Devolver, como en el orden de la caridad soñado por Pascal, la única región no concupiscible, aclara como si recibiésemos por el espejo, pero al mismo tiempo, devolviésemos también por el espejo. Al “por enigma en el espejo”, podemos responder “por el acrecentamiento en el espejo”, buscando una correspondencia amistosa entre el hombre y la divinidad. La grandeza del devolver pascaliano es un relámpago en la historia de las imágenes. El manteo y la voz de Bossuet, hallan así su correspondencia con la noche jansenita en la que Pascal cumplió treinta años, y comenzó lo que pudiéramos llamar su comprobación de imágenes en el misterio de Jesús. POSDATA 25


Hay inclusive como la obligación de devolver la naturaleza perdida. De fabricar naturaleza, no de recibirla como algo dado. “Corno la verdadera naturaleza se ha perdido -dice Pascal-, todo puede ser naturaleza.” La elaboración de la naturaleza en el hombre, que nada tiene que ver con el hombre como enfermedad o excepción de la naturaleza en los existencialistas. Si la pérdida de la naturaleza se debió al pecado, no lo puede ser en el hombre el afán de colocar en el sitio de la naturaleza después de la caída, otra naturaleza segregada o elaborada. En el sitio de esa naturaleza caída, enemiga del hombre, no se percibe un misterio ni una claridad, ni el misterio que desliza la sustancia de la fe ni la momentánea claridad que se deriva de penetrar en las esencias quiditarias. “Como las oscuridades no son misterios, y las claridades son estúpidas”, vuelve a decirnos Pascal, cerrando aún más el camino para reemplazar la naturaleza caída. Es ahí cuando percibimos que aun sin haber tratado Pascal el tema de la poesía, algunas de sus frases son su mejor preludio, tal vez su primera fascinación irritada. En frente de esa oscuridad sin misterio, de esa claridad estúpida, Pascal, al señalar su inquietante entre-deux, como una primera posición a superar, señala, sin proponérselo acaso, la región de la poesía. En realidad, la poesía es el único hecho o categoría de la sensibilidad, donde no es posible la antítesis, es la total ruptura del entre-deux pascaliano. Nos acercamos a un bosque sin árboles, donde, no obstante, el viento entona entre los árboles, y donde la estrella, sobre una fría región, exenta también de árboles, recibe la cantidad de arbóreo perfume evaporado que ella necesita. Bosque sin árboles, donde, paradojalmente, el fuego recibe una prodigiosa combustión que exige como inexorable materia prima resinas y ramajes.

Pascal mantiene su furia frente al padre Bouhous que parecía capi tanear la pugna entre jesuitas mundanos y la iracundia más tene brosamente exigente, que no acepta que el gusto literario sea concupiscible, en un alegato que Sainte-Beuve califica de “una página de buen sentido limpio y vivo, un poco menudo y completamente superficial”. Pascal adolecía del misterio de lo concupiscible, creía que el gozo de los sentidos impedía hipostasiar lo simbólico, pero en la hipóstasis los sentidos se transfiguran, necesario esplendor para la irrupción de la gracia. No es en esos debates donde se desprende su visión en la poesía. En su afán de vulnerar la oscuridad desinflada y la claridad insensata, al situar sus golpes al entre-deux, es ahí donde hay que buscar las tierras incógnitas de la poesía, colocándose cerca de San Agustín, cerca también de Baudelaire. En la tradición de Pitágoras, que creía que sólo el símbolo deba el signo, y que la escritura, tesis incomprensible para el contemporáneo romanticismo antisignario, nace de un misterio, no de la horticultura de la pereza. 8 de septiembre, 1956 (Tratados en La Habana, 1958)

“Su libro (Analecta del reloj) quedará siempre como el triunfo de la libertad acrisolada sobre el medio fofo que no sabe exaltarla pero que la respeta y la teme. Sabia manera de quedarse solo porque a distancia, núcleos brillantes, los mejores nos acompañan.” Emilio Ballagas 26 POSDATA


Bautizo de Ariadna

Las imagenes posibles

I Apesadumbrado fantasma de nadas conjeturales, el nacido dentro de la poesía siente el peso de su irreal, su otra realidad, continuo. Su testimonio del no ser, su testigo del acto inocente de nacer, va saltando de la barca a una concepción del mundo como imagen. La imagen como un absoluto, la imagen que se sabe imagen, la imagen como la última de las historias posibles. El hecho mismo de su aproximación indisoluble, en los textos, de imagen y semejanza, marca su poder díscolo y cómo quedará siempre como la pregunta del inicio y de la despedida; pues cuanto más nos acerquemos a un objeto o a los recursos intocables del aire, derivaremos con más grotesca precisión que es un imposible, una ruptura sin nemósine de lo anterior. Ni es posible que un orgullo desacordado al enarcar la red de la imagen pueda prescindir de la constitución de los cuerpos de donde partió. La semejanza de una imagen y la imagen de una semejanza, unen a la semejanza con la imagen, como el fuego y la franja de sus colores. En realidad, cuando más elaborada y exacta es una semejanza a una Forma, la imagen es el diseño de su progresión. Y es cierto que una imagen ondula y se desvanece sino se dirige, o al menos logra reconstruir un cuerpo o un ente. Ninguna aventura, ningún deseo donde el hombre ha intentado vencer una resistencia, ha dejado de partir de una semejanza y de una imagen; él siempre se ha sentido como un cuerpo que se sabe imagen, pues el cuerpo al tomarse a sí mismo como cuerpo, verifica tomar posesión de una imagen. Y la imagen al verse y reconstruirse como imagen crea una sustancia poética, como una huella o una estela que se cierran con la dureza de un material extremadamente cohesivo. Pues solamente de la traición a una imagen es de lo que se nos puede pedir cuenta y rendimiento. Todo

lo que el hombre testifica lo hace en cuanto imagen y el mismo testimonio corporal se ve obligado a irse al pozo donde la imagen despereza soltando sus larvas. Y la escisión de semejanza e imagen presupondría un cuerpo bordeado como un ejercicio en sus límites imposibles. Límite que sería un ejercicio, no la inocencia ni el don órfico del canto. Y como la semejanza a una Forma esencial es infinita, paradojalmente, es la imagen el único testimonio de esa semejanza que así justifica su voracidad de Forma, su penetración, la única posible, en el reverso que se fija. De ese mismo testimonio, el desdoblamiento del cuerpo y ser se sitúa en esa interposición de la imagen. Cómo concurre el nacimiento de ese ser dentro del cuerpo, sus sobrantes, las libres exploraciones que cumple antes de regresar a su morada. Cómo ese ser puede contemplar el cuerpo formando la imagen o el mismo ser reocupando el cuerpo para formar un objeto. Pero tanto el nacimiento de ese ser dentro del cuerpo, como sus vicisitudes, o en ocasiones su oscuro desenvolvimiento, sólo puede ser testificado por la imagen; pues si el ser tomase proporcionada posesión del cuerpo o si el cuerpo fuese su justa y absoluta morada, la imagen desaparecería o habitaría una planicie sin cogitación posible. Ya que el viaje incógnito de ese ser hasta posarse en nosotros y su posterior definitiva despedida, forma un ente, el cuerpo de la imagen, ¿nadie podrá volver a pasar por allí? Las interposiciones entre lo sucesivo; las pavorosas distancias entre una y otra ventana y la tropa en que cada guerrero estrena un distinto uniforme, y que forman las espumantes, indetenibles metamorfosis. Cada objeto hierve y entrega sucesión. La jarra suda su agua estancada, y de esa podredumbre estática, donde se sientan los insectos a esperar, la flor conduce su testa en la frialdad aconsejable para su POSDATA 27


frente. A la maravilla de que entre esos saltos se establecen interposiciones, imágenes, queda esa distancia vacía evidenciada en la metáfora. Las vicisitudes de un hombre que se desplaza y las vivencias de ese desplazamiento llegan a nosotros como un todo que ni exhala ni absorbe, pues la red de las imágenes forma la imagen, y aquel desfile de guerreros de distinto uniforme se convierte ahora en el primero que llega a la puerta o en el que se aleja desmesuradamente. Tanto una brutal cercanía como el más progresivo alejamiento, forman un inmediato capaz de endurecer y resistir la imagen, y a pesar de esa distancia será siempre lo primero que llega. De cada metamorfosis, de cada no respuesta, de cada súbita unidad de ruptura y de interposición, se crea esa imagen que no se desvanece, y las palabras que vamos saltando, despreciando su primera imantación asociativa; la otra cohesión que exige de la palabra la metáfora ofrece en su contrapunto, la formación de ese otro cuerpo integrado por la sustancia poética que ha logrado el ente de creación, el germen sucesivo, ya que lo primero que llega es el siempre que se va quedando.

En el período mítico helenístico, siglo vii a. C., el concepto de revelación encarnada se verifica con una ingenua desenvoltura. La causalidad se borra y lo primero que llega toma agudeza y precisión. El arte en el período mítico, en aparente paradoja, aparece gobernado y como una entrega que se ha hecho a totalidad. Encontramos la misma destreza, y como la eterna 28 POSDATA

ocupación de algo que le fue entregado al hombre. La misma sensación de posesión, y no de tierra desconocida, encontramos en el período esquiliano que en la física jónica. Mientras se revuelve en las rocas del Cáucaso, no obstante la incomodidad de su postura y de su hígado, nos entrega la noticia de que algo le fue regalado y que el hombre puede alcanzar por el conocimiento poético un conocimiento absoluto: “Enseñé asimismo la lisura de las entrañas y el color de ellas que agrada a los Demonios, y la cualidad favorable de la bilis y el hígado, y los muslos cubiertos de grasa. Quemando los luengos lomos, enseñé a los hombres el arte difícil de prever. Les he revelado los presagios del Fuego, que, tiempos atrás, eran oscuros. Tales son las cosas. ¿Y quién puede decir que ha encontrado antes de mí todas las riquezas ocultas para los hombres debajo de la tierra: el bronce, el hierro, la plata, el oro? Cierto estoy, a menos que quiera gloriarse en vano. Escucha, en fin, una sola palabra en compendio: todas las artes, Prometeo, se las he revelado a los Vivientes.” Es decir, en pleno período mítico, el arte no es un misterio, siempre alcanza la proporción del hombre, pues el griego estuvo convencido que al poner las cosas en la luz, en su develamiento, adquirían un logos por la palabra.Los dioses portaban la claridad hasta el hombre y el teatro para la aparición no era el misterio. En los pensadores del período jónico, en Empédocles, por ejemplo, encontramos la misma formulación: “enseñaron los dioses al mortal todas las cosas ya desde el principio”, nos dice. Las contracciones de la Moira devuelven

a Orfeo, Proserpina o Polidoro. El hijo del rey de Príamo, ejecutado por Polimnéstor, abandona las cavernas y después de haber reconocido “al alma soberbia de Aquíles, gravemente suspirando por su hermana Políxena”, se aposenta en el aire venturoso para contemplar los despojos de Troya. Hay un escamoteo o sustitución, en vez de cumplir un destino espantoso, surge la mentira primera ¿la mentira primera es la unidad primera?, ¿es la mentira primera el símbolo primero de que hablaba Nietzsche?, ¿hay en la raíz de esa mentira primera una sustitución o una contradicción? La maldición de la raza de los Atridas que llevó a Orestes al asesinato de su madre, en lo que Nietzsche llama “la primitiva teogonía tiránica del espanto”, y el hecho de que la familia de los Atridas, los mejores, tienen que soportar un espantoso destino, son las revelaciones recibidas de Prometeo Piróforo, el que porta el fuego. Ya en ese período mítico, el hijo después que la madre ha envenenado al padre, y al tener que destruir la matria, desea una sustitución, una mentira primera, un destino revelado. Un destino espantoso, el horror, tiene que engendrarse en el pedir cuentas a las traiciones de la matria, y ante eso se busca una adecuación tan miserable como la adecuación celular, pero el hombre chilla y huye como un grotesco medioeval ante esa realización, ante el asco de la criatura frente al creador, y aunque en algunas de sus frases el griego introdujese el compás quedaba siempre rondado de un signo. Así vemos al griego en el período de los mitos, tratando las artes dentro de la revelación interpretada,


pero el griego volvía a angustiarse en el período socrático o dialéctico al enfrentarse con el nacimiento del ser. La era mítica lo había enarcado hasta su destino, su espanto valía tanto como la sustitución que él hacía. La metáfora impulsando al hombre hasta su destino lo fortalecía. Ahora las metamorfosis del ser en su cuerpo al desconcertarlo lo debilitaban, preocupándose no ya de la unidad primordial, sino, en el período parmenídeo de la definición de la unidad por exclusión. Rodeado de los mitos contemplamos la

entrega, y después en el período perícleo la indecisión comienza a doblar las rodillas y a enarcar la semejanza. Pero siempre en la imitación o semejanza habrá la raíz de una progresión imposible, pues en la semejanza se sabe que ni siquiera podemos parejar dos objetos analogados. Y que su ansia de seguir, de penetrar y destruir el objeto, marcha sólo acompañada de la horrible vanidad de reproducir. Aquella posesión de secretos, la seguridad de la tierra revelada, cuando el mito es reemplazado por el ser, se torna en la semejanza, objeto de vacilaciones y esperas. Había recibido de los dioses y gozaba de un mundo interpretado. La semejanza en Aristóteles, va siendo ya para nosotros un concepto tan enigmático como el de imagen. ¿Qué es lo que imita el bailarín? Que la imitación ha de verse en el tiempo, lo prueba que su acompañamiento es de flautas y de cítaras. La imitación cobra su inapresable en relación con el aristotélico concepto de interrupción. La imitación cuyo concepto se precisaba en las épocas que subrayaban

la importancia de toda convención, dándole total importancia a la imitación espacial de objetos o de modelos. Un modelo era un objeto realizado en el espacio y liberado de las corrosiones del devenir. Se congelaban las obras maestras que destilaban unos residuos fijos y unas cualidades igualmente espaciales que se asemejaban al coro. En el período mítico, el coro ondulaba y seguía al entonador, que marcaba una medida, indicaba y era el individuo, el actor. El coro vislumbraba al entonador, no al objeto. En la época períclea, los dialogantes son sucesivamente objetos, oyen como estatuas y al hablar trazan un modelo, no una entonación. Nos estaba revelando esa entonación, la medida para el hombre de cada una de las progresiones de la metáfora, al mismo tiempo que una penetración en la imagen, pues el que entona busca en las analogías de la conversación, los diálogos de las metáforas.

Va la metáfora hacia la imagen con una decisión de epístola; va como la carta de Ifigenia u Orestes, que hace nacer en éste virtudes de reconocimiento. Lleva la metáfora su carta oscura, desconocedora de los secretos del mensajero, reconocible tan sólo en su antifaz por la bujía momentánea de la imagen. Y aunque la metáfora ofrece su penetración, como toda metamorfosis en la reminiscencia de su claridad y cuerpo primordiales, y desconociendo al mensajero y desconociendo su penetración en la imagen, es la llegada primera de la imagen la que le presta a esa penetración, su penetración de conocimiento. Cada vez que Orestes reconoce a Ifigenia se ve obligado a

subrayar cada una de sus metamorfosis encarnándolas en metáfora. Pues en la penetración o conocimiento de metáfora no se verifica una ocupación o saciada inundación, ya que en esas provincias, conocimiento y desconocimiento, se convierten en imagen y semejanza. En toda metáfora hay como la suprema intención de lograr una analogía, de tender una red para las semejanzas, para precisar cada uno de sus instantes con un parecido... La lucha fratricida de Atreo y Tiestes, representada por

Ifigenia en telas tejidas. Los retrocesos del sol representados en esos paños con hilacha fina en el primor. La cabellera situada en el sepulcro en lugar del cuerpo de Ifigenia. La lanza de Pélope colocada en el aposento de Ifigenia, mientras mantenía su virginidad, son momentos donde el conocimiento poético logra su reconocimiento. Y mientras se cumplen las progresiones del conocimiento, cada una de las metáforas ocupa su fragmento y espera el robo de la estatua que se despliega como imagen. Lleva la metáfora su epístola sin respuesta y en la espera se preludia el rapto. ¿Cómo es que el rey orando en el templo desconoce el misterio del traslado de la estatua? La estatua había contemplado las esquiveces de Ifigenia y fraguaba los castigos de Orestes en la aventura del robo de la imagen aumentada por la decisión final de Palas Atenea. Y el conocimiento por cada una de las metáforas que son como develamiento de las posibles coincidencias de las metamorfosis de Ifigenia, terminado su reencuentro en el robo de la estatua,como POSDATA 29


la imagen que prepara su nuevo desconocimiento para recorrer la ciudad. Entre la carta oscura entregada por la metáfora, precisa sobre sí y misteriosa en sus decisiones asociativas y el reconocimiento de la imagen, se cumple la vivencia oblicua. El momento de la metáfora se puede cumplir en un símbolo que encarne la misma persona: la relación entre el monarca y la imagen de la suerte de su poder llegaba a ser de tipo metafórico. Luis XI vivía frente al pueblo como una metáfora, y la imagen, favorable a los reyes medioevales, formaba la sustancia donde el pueblo veía su jerarquía interpretada. La metáfora y la imagen permanecen fuertes en el desciframiento directo y las pausas, las suspensiones, que entreabren tienen tal fuerza de desarrollo no causal que constituyen el reino de la absoluta libertad y donde la persona encarna la metáfora. El hombre y los pueblos pueden alcanzar su vivir de metáfora y la imagen, mantenida por la vivencia oblicua, puede trazar el encantamiento que reviste la unanimidad. El bosque y las ciudades no son el infinito paredón donde la interpretación otorga la cerrazón o el encantamiento, sino la penúltima, la suspensión, de donde brota la nueva cabalgata, el interminable ejército de diversos uniformes. 1948 (Analecta del reloj, 1953)

“Es indudable que la generación nacida de Orígenes ha dado con una manera de ver y de sentir lo cubano que nos redime del abominable realismo folklórico y costumbrista visto hasta ahora como única solución para fijar lo nuestro” Alejo Carpentier

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CUENTO: CANGREJOS, GOLONDRINAS Eugenio Sofonisco, dedicaba la mañana del domingo a las cobranzas del hierro trabajado. Salía de la incesancia áurea de su fragua y entraba con distraída oblicuidad en la casa de los mayores del pueblo. No se podía saber si era griego o hijo de griegos. Sólo alcanzaba su plenitud rodeado

por la serenidad incandescente del metal. Guardaba un olvido que le llevaba a ser irregular en los cobros, pero irreductible. Volvía siempre silbando, pero volvía y no se olvidaba. Tenía que ir a la casa del filólogo que le había encargado un freno para el caballo joven del hijo de su querida, y aunque el ayuda de cámara le salía al paso, Sofonisco estaba convencido de que el filólogo tenía que hacer por la mano de su ayuda de cámara los pagos que engordaban los días domingos. Para él, cobrar en monedas era mantener la eternidad recíproca que su trabajo necesitaba. Mientras trabajaba el hierro, las chispas lo mantenían en el oro instantáneo, en el parpadeo estelar. Cuando recibía las monedas, le parecía que le devolvían las mismas chispas

congeladas, cortadas como el pan. Agudo y locuaz, le gustaba aparecer como lastimero y sollozante. El domingo que fue a casa del filólogo se entró al ruedo, oblicuo como de costumbre, y al atravesar el largo patio que tenía que recorrer antes de tocar la primera puerta, vio en el centro del

patio una montura con la inscripción de ilustres garabatos aljamiados. Ilustró la punta de sus dedos recorriendo la tibiedad de aquella piel y la frialdad de los garabatos en argentium de Lisboa. Apoyado en su distracción avanzaba convencido, cuando la voz del mayordomo del filólogo llenó el patio, la plaza y la villa. Insolencia, decía, venir cuando no se le llama, nos repta en el oído con la punta de sus silbidos y se pone a manosear la montura que no necesita de su voluptuosidad. Orosmes, soplillo malo. No vienes nunca y hoy que se te ocurre, mi señor el filólogo fue a desayunar a casa del tío de un meteorólogo de las Bahamas que nos visita, y no está ni tiene por qué estar. Usted viene a cobrar y no a acariciar la plata de las monturas que no son suyas. Empieza por hacer las cosas mal, y después acaricia su maldad. Un herrero con delectación morosa. Te disfrazas de distraído amante del argentium, pero en el puño se te ve el rollo de los cobros, las papeletas de la anotación cuidadosa. Te finges distraído y acaricias, pero tu punto final es cerrar el pañuelo con arena aún más sucia y con las monedas en que te recuestas y engordas. No te quiero ver más por aquí, te presentas en el instante que sólo a ti corresponde, alargas la mano y después te vas. No tienes por qué acariciar la plata de ninguna montura. La voz se calló, desaparecieron los carros de ese Ezequiel, y Sofonisco saltó de su distracción a una retirada lenta, disimulada. El domingo siguiente se levantó con una vehemencia indetenible para volver a repetir la cobranza en casa del

filólogo. Se sentía avergonzado de los gritos del mayordomo, vaciló, y le dijo a su mujer la urgencia de aquel cobro y el malestar que lo aguantaba en casa. La mujer de Sofonisco se cambió los zapatos, se alisó, mientras adoptaba la dirección de la casa del filólogo. Se le olvidó acariciar la montura antes de que su mano cayese tres veces en el aldabón. No le salió al paso el mayordomo, sino la esposa del filólogo. Insignificante y relegada cuando su esposo estaba en casa si éste viajaba adquiría una posición rectificadora y durante la ausencia del esposo presumía de modificar y humillar al mayordomo. Le había mandado que ayudase a fregar la loza, que abandonase el plumero y sus insistentes acudidas a la más lejana insinuación a su presencia, llenada con mimosas vacilaciones. Había visto la humillación de la noble distracción de Sofonisco, anonadado por la crueldad y los chillidos del mayordomo. Y ahora quería limpiarle el camino,reconciliarse. A la presencia del deseo de cobranza, contestó con muchas zalemas que su esposo continuaba las visitas dominicales al meteorólogo de las Bahamas, ya que tenían mucho que hablar acerca de la influencia de la literatura birmana en el siglo II de la Era Cristiana. Ella no tenía dinero en casa, pero se afanaría por hacer el pago en cualquier forma. Sorprendió una indicación lejana. Ah, sígame, le dijo. La traspasó por pasadizos hasta que llegaron como a un oasis de frío, estaban en la nevera de la casa. Le enseñó colgada una buena pierna de res. Es suya, le dijo, se la cambio por POSDATA 31


el recibo. No tengo por ahora otra manera de pagarle. Quizás el domingo siguiente el mayordomo le entregue unas cuantas monedas que le envía mi esposo el filólogo. Pero no, dijo como iluminada, prefiero pagarle yo ahora mismo. Es suya, llévesela como quiera, pero no la arrastre, requiere un buen hombro. Vaya a buscar a su esposo. Las puertas quedarán abiertas para que no se moleste. Dispense, adiós. Al llegar a su casa el herrero descansó la pierna de la res cerca del baúl, indeciso ante la situación definitiva del nuevo monumento que se elevaba en su cámara. Tenía unos fluxes que nunca usaba, esperando una solemnidad que nunca lo saludaba, los empapeló y los llevó hasta una esquina donde fueron desenvueltos en un cromatismo xántico. Izó la pierna y la situó en el respeto de una elevación que no evitase la tajada diaria al alcance de la mano, y salió a airearse, el olor penetrante de la res le había comunicado una respiración mayor que necesitaba de la frecuencia de los árboles en el aire que él iba a incorporar. La esposa se desabrochó, esperando el

regreso del herrero para hacer cama. Desnuda se acercó a la pierna de la res, la contempló, acariciándola con los ojos desde lejos. La pierna trasudó como una gota de sangre que vino a reventar contra su seno. No reventó, al golpe duro de la gota de sangre en el seno sintió deseos de oscurecer el cuarto antes de que regresase el herrero. Sintió miedo de verse el seno y miedo de ver el esposo. El sueño, uno al lado del otro, los distanció por dos caminos que terminaban en la misma puerta 32 POSDATA

de hierro con inscripciones ilegibles. Cierto que ella era analfabeta; él, había comenzado a leer en griego en su niñez; a contar los dracmas limpiando calzado en Esmirna y había hecho chispas en los trabajos de la forja colada en la villa de Jagüey Grande. Cuando dormía después que había penetrado con su cuerpo en su esposa diversificaba su sueño, ocurriéndosele que recibía un mensaje de Lagasch, alcalde de Mesopotamia, comprando todas sus cabras. Al terminar el sueño, soñaba que estaba en el principio de la noche, en el sitio donde se iniciaba la inscripción de los soplos benévolos. Al despertar la esposa tuvo valor para contemplarse el seno. Había brotado una protuberancia carmesí que trató de ocultar, pero el tamaño posterior la llevó a hablar con Sofonisco de la nueva vergüenza aparecida en su cuerpo. El no le dijo lo que tenía que hacer. Se sintió tan indeciso, después consideró la aparición de algo sagrado, luego respetaba más que nunca a su mujer, pero no la tocaba ya. Todos los vecinos le hablaron del negro Tomás, cuyo padre había alcanzado una edad que los abuelos del pueblo en su niñez ya lo recordaban como viejo. Había curado viruelas, andaba con largo cayado de rama de naranjo, cuando se tornaban negras, abrazándose con blancas. Allí fue y el negro le habló con sílaba lenta, de imprescindible recuerdo: me alegra el herrero y me voy a entretener en devolverle a su esposa como un metal. Hay que hacer primero túnel y después salida. Yo tengo el aceite del túnel, no preveo la salida que Dios tiene que ayudar. Hay un aceite de nueces de Ipuare, en el Brasil, que es caliente

y abre brecha e inicia el recorrido. Con esa dinamita aceitada su pelota desaparecerá, no desaparecer, va hacia dentro buscando una salida. Se lo pone una semana, dejando caer la gota de aceite hirviendo a la misma altura donde cayó la gota de sangre. Después, vuelva. Algo tiene que ocurrir. Ya no se espera que algo ocurra. Antes, cuando tocaban la puerta, se sentía que podía ser Dios. Ahora se piensa que sea un cobrador y no se abre. Mientras se aplica el aceite hirviendo, tiene que tocarla su esposo todos los días. Ya tiene túnel, ahora espere salida. Se sentía penetrada, la penetración estaba en tan mínima dosis en su recorrido que no sentía dolor. El topo seguido de la comadreja, el oso hormiguero seguido de una larga cadena la recorrían. Buscaban una salida, mientras sentía que la protuberancia carmesí se iba replegando en el pozo de su cuerpo. Un día encontró la salida: por una carie se precipitó la protuberancia. Desde entonces empezó a temblar, tomar agua -orinar- tomar agua, se convirtió en el terrible ejercicio de sus noches. Estaba convencida que había sanado ¿acaso no había visto ella misma a la protuberancia caer en el suelo y desaparecer como una nube que nunca se pudo ver? Tuvo que ir de nuevo a ver al negro Tomás. Hubo túnel y salida, le dijo, ésta la ganó usted. Yo no podía prever que una carie sería la puerta. Ahora le hace falta no el aceite que quema, sino el que rodea la mirada. Yo no podía ver a una carie como una puerta, pero conozco ese aceite de calentura natural que se va


apoderando de usted como un gato convertido en nube. Vaya a ver al negro Alberto, y él, que ya no baila como diablito, le ofrecerá los colores de sus recuerdos, las combinaciones que le son necesarias para su sueño. Usted fue recorrida por animales lentos, de cabeceo milenario. Ahora salga, siga con sus pasos la lección que le va a dictar su mirada. Tiene que convertir en cuerda floja todo cuanto pise. Fue a ver al negro Alberto. Vivía en una casa señorial de Marianao, la casa solariega de los Marqueses de Bombato había declinado lentamente hacia el solar. En 1850, los Marqueses daban fiestas nocturnas, maldiciendo la llegada de la aurora. En 1870, se había convertido en una casona gris de cobrar contribuciones. En 1876, era el estado ciudad de un solar de Marianao. Ahora se guardaba una colilla para ser fumada tres horas después, en el blasón de una puerta de caoba. La pila bautismal recibía diariamente la materia que hace abominables a las pajareras. El negro Alberto estaba sentado en una pieza que tenía la destreza de trabajo de un sillón de Voltaire con la destreza simbólica de un sillón Flaubert. Al verla se levantó para otorgarle las primeras palmatorias. Ya hubo túnel, le preguntó con una solemnidad jacarandosa. Con una elasticidad madura que guardaba la enseñanza de sus gestos. Lo hubo y la carie sirvió de puerta. Pero a pesar de que yo vi, estaba muy despierta, rebotar la bolita contra el suelo que todos los días brillantó, no me siento bien y sufro.

Alberto había sido diablito en su juventud. Cuando era adolescente bailaba desnudo, a medida que recorría los años iba aumentando su colección de túnicas. Cuando se retiró mostraba sus colecciones a los enviados por el negro Tomás con fines curativos. Transcurría diseñando los vestidos que ya no podía ponerse para ninguna fiesta, y su mujer costurera copiaba como si en eso consistiese su fidelidad. Algunos se complicaban en laberintos de hilos, sedas y cordones, que rememoraba a Nijinsky entrevisto por Jacques Emile Blanche. Otros se aventuraban en el riesgo sigiloso de dos colores contrastados con una lentitud de trirreme. Los fue entreabriendo en presencia de la esposa de Sofonisco. Las correas con campanillas que ceñían sus brazos y piernas estaban invariablemente resueltas siguiendo las vetas de oro en el fondo verde oscuro del cobre. Las más retorcidas combinaciones dejaban impávidas a la mujer del griego. Parecía que ya Alberto tocaría el final de su colección de túnicas y ni él se intranquilizaba ni la visitante mostraba la serenidad que había ido a rescatar. Por fin, mostró entre las últimas túnicas, la lila que mostraba grabada en sus espaldas una paloma. Los collares que ceñían sus brazos y sus piernas ya no eran circulares. En la boca de la paloma no se observaban ramas de trigo o aceitunas, sino muy roja, mostraba su boca en doble rojez. Alberto anotó fríamente en su memoria: blanco, lila y rojo. Como quien vuelve del sueño aparta los pañuelos que se le tienden, la esposa del herrero dijo: ya estoy en la orilla.

Fue a pagarle los servicios suntuosos del negro Alberto. Recordó lo horrible que era para ella cobrar, llevar a su casa aquella enorme pieza de res. Pensó que pagar era como lanzar una maldición a un rostro que no la había provocado. No busque, le dijo Alberto, coja el hueso de la pierna y entiérrelo. Recuérdalo, pero no lo mire. La ironía del túnel es la paloma, siempre encuentra salida. Yo creí que había que despertarla, pero su propia sangre la llevaba a poner la mano en un cuerpo blando. La paloma blanca y la lengua roja colocan su mirada en lo cotidiano de la mañana. Sin embargo, le contestó, el negro Tomás me aconsejaba que Sofonisco me tocara y yo comprendía que él me tenía miedo. Me pasaban cosas extrañas y él huía. Me abrazaba, pero mostraba en el fondo de sus averiguaciones carnales una indiferencia, como si me hubiese convertido en una imagen desatada de la carne. Ahora me recordará con más precisión y podré caber de nuevo dentro de él sin atemorizarlo. Entonces se sacó del seno un hilo que el negro Alberto, siempre avisado, fue tirando, cuando todo el hilo estaba desconcertado por el suelo, lo cogió y lo lanzó en la saya de su mujer que seguía cosiendo, recorriendo mansamente sus diseños. Habían pasado los años que ya mostraba el hijo de Sofonisco y el pitagórico siete se mostraba con el ritmo que golpeaba la pelota contra el suelo. Su frenesí lo llevaba a golpear tan rápidamente que parecía que en ocasiones la pelota buscaba su POSDATA 33


mano como si fuera un muro, con la confianza de ser siempre interrumpida. Otras veces, después de tropezar con el suelo la pelota se levantaba como si fuese a trazar la altura de un fantasma imposible. La madre contemplaba con una lánguida extrañeza aquel frenesí de su hijo. Crecía, se volvía roja como cuando el padre martillaba las chispas. Parecía estar ciego en el momento en que le pegaba a la pelota contra el suelo y luego casi con indiferencia no recobraba el orgullo de la mirada al ver la altura alcanzada. Al alcanzar una altura increíble para el golpe de su pequeña mano, alcanzó una altura misteriosa que ya más nunca podría rebasar. La pelota vaciló, recorrió una canal invisible y al. fin se quedó dormida en la pantalla de grueso cartón verde que cubría el bombillo. La madre del nuevo Sofonisco, se movilizó jubilosa para entregarle a su hijo la alegría del reencuentro. Como si hubiese resuelto la invención de poblar el aire de peces, fue al patio y cogió la vara que alzaba a la tendedora lo más alto posible de las manchas de la tierra. Le dio un golpe muy ligero a la pelota para ver que rodase por la pantalla. No pudo prever la velocidad devoradora que adquiriría la pelota, muy superior a la huida de sus piernas. Le cayó en la nuca. El niño escondió la pelota para que llenase el mismo tiempo que le estaba dedicado al día siguiente. El herrero se fue a dormir, sus músculos estaban muy espesos por su ración diaria de martillazos y necesitaba del aceite flexible del sueño. El niño necesitaba esconder algo para dormirse. Ella ocupó su lugar: dormir sin despertar al que estaba a su lado. Soñó que 34 POSDATA

por carecer de piernas, circulizada, se movía, pero sin poder definir ningún camino. Con una lentitud secular soñó que le iban brotando retoños, después prolongaciones, por último, piernas. Cuando iba a precisar que caminaba se encontró la entrada de un túnel. Ya ella sabía, el sueño era de fácil interpretación llevado por sus recuerdos y se sintió fatigada al sentirse la más aburrida de las aburridas.

de un halo de chispas, pero eso sucede delante de mí y no puedo contemplar un espectáculo tan terrible sin ver las contradicciones que recibo cuando estoy dormido y siento que te acuestas a mi lado.

Dejó el sueño en el momento en que entraba en el túnel, pero al despertar se llevó la mano a la nuca y allí estaba de nuevo la protuberancia carmesí. Ya está ahí, dijo, como quien recibe lo esperado.

De pronto, cuando llega el cangrejo, dijo el herrero tiritando, me veo obligado a retroceder y ya no puedo tocarte. Cuando tú luchas con esas contradicciones que te han sido impuestas, me asomo y veo que lo que me transparentaba se borra, que es necesario reencontrarlo después de un paréntesis peligroso. Aunque ya tú no tengas curiosidad, me es necesario comprender una destreza, la forma que tú adquieres para caer en tu separación de mi cuerpo. Esa monotonía que tú esbozas, esa impertinencia para comprobar tus deseos, revela un endurecimiento que yo disculpo, pues en los caminos que te van a imponer, requieres una gran opacidad, ya que la luz te iría reduciendo, descubriéndote en un momento en que ya tú no puedes ser conocida por nadie.

Viene como siempre, contestó Sofonisco despertándose, a hacer su mal y lo peor es que tenemos que salir con él. Cualquiera que se quede sin el otro hasta el último momento, hasta entrar, es el que no podrá recordar. Hay que averiguarlo, seguirlo, dijo ella, ya es la segunda vez y ahora viene a destruir como quien trabaja sobre un cuerpo relaxo que no tiene prolongaciones para atraer o rechazar. Puerta, túnel, carie, la paloma encuentra salida, todo eso está ya desinflado, Y no sé si el negro Tomás al surgir el nuevo hecho en la misma persona no se distraerá, fingirá que se pone al acoso para descansar. Yo misma he borrado la posibilidad de la sorpresa que mi cuerpo recién lavado puede ofrecer. Me veo obligada a recorrer un camino donde los deseos están cumplidos. Sí, dijo Sofonisco, que ya no se rodeaba

Entonces, dijo ella, tengo que buscar tu salud y aunque estoy ya convertida en cristal, tengo que girar para que tus ojos no se oscurezcan.

Ah, tú, silabeó la esposa, ahora es cuando surges y ya no necesitas tocarme. Cuando surge ese escorpión sobré mi cuerpo te entretienes con los esfuerzos que yo hago para quitármelo de encima. Cuando veas que ya no puedo quitármelo entonces empezará tu madurez. Al día siguiente, con la flor del aretillo sobre el seno, fue a ver


al negro Tomás. Atravesó la bahía. El negro la situó entre una esquina y un farol que se alejaba cinco metros. Precipitadamente le dejó el frasco con aceite y el negro se hizo invisible. La esposa del herrero distinguió círculos y casas. El semicírculo de la línea de la playa, el círculo de los carruseles que lanzaban chispas de fósforo y latigazos, y más arriba las casas en rosa con puertas anaranjadas y las verjas en crema de mantecado. Negros vestidos de diablito avanzaban de la playa a los carruseles y allí se disolvían. Empezaban desenrollándose acostados en el suelo, como si hubiesen sido abandonados por el oleaje. Se iban desperezando, ya están de pie y ahora lanzan gritos agudos como pájaros degollados. Después solemnizan y cuando están al lado de los carruseles las voces se han hecho duras, unidas como una coral que tiene que ser oída. Los carruseles como si mascasen el légamo de ultratumba cortan sus rostros con cuchilladas que dejan un sesgo de luna embadurnada con hollín y calabaza. La calabaza fue una fruta y ahora es una máscara y ha

cambiado su ropa ante nuestro rostro como si la carne se convirtiese en hueso y por un rayo de sol nocturno el esqueleto se rellenase con almohadas nupciales. Aquellas casas girando parecen escaparse, y golpean nuestro costado. Es lo insaciable; los diablitos avanzan hasta los carruseles y éstos lo rechazan otra vez y otra hasta la playa. Los soldados momificados soportan aquella lava. Uno saca su espada y surge una nalga por encantamiento y pega como un tambor. Un negrito de

siete años, hijo de Alberto el de las túnicas, vestido de marinero veneciano, empina un papalote para conmemorar la coincidencia de la espada y la nalga. La esposa, portadora del cangrejo, acostumbrada a las chispas del herrero griego, retrocede de la esquina hasta el farol. Cuando los diablos son botados hasta la playa, ella avanza cautelosamente hasta la esquina. Cuando los diablitos llegan hasta los bordes del carrusel, ella retrocede hasta el farol. Sintió pánico y la voz le subía hasta querer romper sus tapas, pero el cangrejo que llevaba en la nuca le servía de tapón. Las grandes presiones concentradas en los coros de los negros se sintieron un poco tristes al ver que nada más podían trasladarla de la esquina hasta el farol. Y a la limitación, a la encerrona de su pánico oponían la altura de sus voces en un crecento de mareas sinfín. Después supo que un poeta checo que asistía para hacer color local, acostumbrado a los crepúsculos danzados en el Albaicín, había comenzado a tiritar y a llorar, teniendo un policía que protegerlo con su capota y llevarlo al calabozo para que durmiese sin diablos. Al día siguiente, las páginas de su cuaderno lucían como pétalos idiotas entre el petróleo y la gelatina de las tambochas, devueltas por los pescadores eruditos a las aguas muertas de la bahía. Y más allá de los carruseles, las casas pobladas hasta reventar, con las claraboyas cerradas para evitar que la luz subdivida a los cuerpos. Bailándole a las esquinas, a los santos, al fango tirado contra cualquier pared, en cada casa apretada se repite la caminata de

la playa hasta el carrusel. De pronto, un cuerpo envuelto en un trapo anaranjado es lanzado más allá de las puertas. Los soldados enloquecidos lanzan tiros como cohetes. Pero las casas cerradas, llenas hasta reventar, desdeñan el fuego artificial. “Aquí te encontré y aquí te maté”. Y la cuchillada... Ah... La esposa del herrero siente que le clavan la cabeza y retrocede hasta el farol. Pasan por encima de ella, como en un asalto, todo el botín de la fiesta. Recibe una claridad, la mañana comienza a acariciarla. Empieza a sentir, a recuperar y sorprende que el frasco de aceite del Brasil hierve queriendo reventar. Cree que aún separa a los grupos, pide permiso y nadie la rodea. La lancha que la devuelve como única tripulante, le permite un sueño duro que galopa en el petróleo. Sale de la lancha con pasos raudos, como si la fuese a tripular de nuevo. Cuando llega a su casa percibe a su esposo y a su hijo respetuosos de las costumbres de siempre. Y lleva el aceite hirviendo hasta su nuca. Ya encontró camino, le dice de nuevo el negro Tomás cuando lo visita, y saldrá más allá del túnel. Por la mañana lanza de nuevo la protuberancia carmesí. Ahora ha saltado por el túnel de la cuenca del ojo izquierdo. Pero la zozobra que la continúa es insoportable. El esposo alejado de ella, en una soledad duplicada, se lleva de continuo el índice a los labios. Y aunque está solo y muy lejos de ella, repite ese gesto, que la vecinería a su vez comenta y repite. Y el hijo, más huraño, antes de entrar en el sueño, se obstaculiza a sí mismo en tal forma que la pelota rueda como si fuese agua muerta o una cucharada despreciada cuyo vuelo es seguido con POSDATA 35


indiferencia. ¿Qué les pasa a ustedes?, dice después de la sobremesa, lanzándole la pelota a su hijo que la deja correr, importándole nada su desenvolvimiento. Estás en vacaciones, ahora se dirige al esposo, para ver si tiene mejor suerte, no quieres hacer nada y las monturas de hierro van formando por toda la casa una negrura que será imposible limpiar cuando nos mudemos. Nos mudaremos, le contesta casi por añadidura, y los hierros se quedarán, ya con ellos no se puede hacer ni una sola chispa. Me gusta más ver una luciérnaga de noche que arrancarles una chispa a esos hierros de día. Ahora, le decía días más tarde el negro Tomás, no puedo predecir el combate de la golondrina y la paloma. Ni en qué forma le hablarán. Sé que la golondrina no puede penetrar en la casa y conozco la sombra de la paloma. Sin embargo, una golondrina se obstinará en penetrarla y la paloma le hará daño. Siempre que pelean la golondrina y la paloma se hace sombra mala. Buscaba la huida de su casa. Con un paquete a su lado, por si tenía que permanecer en los parques a la noche, mostraba aún sobre su seno la flor del aretillo. En varias ocasiones la flor rodaba, queriendo escapársele, pero su indiferencia aun podía extender la mano y recuperarla. Su atención fue indicando los carros de golondrinas que borraban las nubes. No era su intención, hasta donde su mirada podía 36 POSDATA

extenderse, poner la mano en el cuello de ninguna de ellas. El verso de Pitágoras, domésticas hirundines ne habeto que aconseja no llevar las golondrinas a la casa, existía para ella. Observaba sus perfectas escuadras, sus inclinaciones incesantes y geométricas. Apenas pudo hacer un vertiginoso movimiento con la mano derecha para ahuyentar a una golondrina que se apartaba de la bandada y había partido como una flecha marcada a hundirse en su rostro. Rechazada, volvió un instante a la estación de partida como para no perder la elasticidad que la lanzaba de nuevo, como el rayo se hace visible mientras la nube retrocede. Aterrorizada asió a la golondrina por el cuello y comenzó a apretarla. Cuando sintió la frialdad de las plumas, asqueada abrió las manos para que se escapase. Entontada, el ave ya no tenía fuerza para alejarse y la rondaba a una distancia bobalicona. Le hacía señas y gritos a la golondrina para que huyese, pero ellainsistía, idiotizada como en las caricias de un borracho. Tuvo que huir volviendo el rostro para asegurar que el ave ya no tenía fuerza para perseguirla. A la otra mañana, como sucede siempre en la vergüenza de la conciencia, repasó aquel sitio donde se había manifestado el conjuro. Al lado del paquete, la golondrina lucía con sofocada torpeza la última frialdad. Pudo oír los comentarios de las esquinas que le indicaban que la golondrina había hecho esfuerzos contrahechos para acercarse al paquete. Esa misma noche soñó, mientras el herrero y su hijo guardaban de ella una distancia regida por la prudencia: la golondrina era de cartón

mojado; el rocío había traspasado los papeles del paquete y algodonado los cordeles que lo custodiaban. Dentro, un niño gelatinoso, deshuesado en una herrería que manipulaba con martillos de agua, ofrecía su ombligo con una protuberancia carmesí para que abrevase el pico de caoba de la golondrina. Después de tanto guerrear había ido volviendo a sus paseos del crepúsculo. Tuvo deleite de atar dos recuerdos, entremezclándolos y separándole después sus pinzas, irónicas. Creían que la habían dejado serena, no la huían, pero ya a su lado nada se le ponía en marcha para su destino. Creía recordar las cosas que pasaban a su lado con una dureza de arañazo. Alejaba tanto el rostro que se le acercaba o la mano que se le tendía que los gozaba como una estampa borrosa. Podía reducir el cielo al tamaño de una túnica y la paloma que le echaba la sombra a la otra inmovilizada con su lengua de rojez contrastada en la túnica lila. Gozaba de una sombra que le enviaba la paloma que no se acerca nunca tanto como la golondrina cuando está marcada. La luz la iba precisando cuando ya el herrero y su hijo no sentían el paseo del cangrejo por su nuca o por el seno que había impulsado con levedad acompasada la flor del aretillo. El cangrejo sentía que le habían quitado aquel cuerpo que él mordía duro y que creía suyo. Le habían quitado aquel cuerpo que él necesitaba para lo propio suyo, semejante al enconado refinamiento de las alfombras cuando reclaman nuestros pies.


POESÍA Muerte de Narciso Dánae teje el tiempo dorado por el Nilo, envolviendo los labios que pasaban entre labios y vuelos desligados. La mano o el labio o el pájaro nevaban. Era el círculo en nieve que se abría. Mano era sin sangre la seda que borraba la perfección que muere de rodillas y en su celo se esconde y se divierte.

Vertical desde el mármol no miraba la frente que se abría en loto húmedo. En chillido sin fin se abría la floresta al airado redoble en flecha y muerte. ¿No se apresura tal vez su fría mirada sobre la garza real y el frío tan débil del poniente, grito que ayuda la fuga del dormir, llama fría y lengua alfilereada? Rostro absoluto, firmeza mentída del espejo. El espejo se olvida del sonido y de la noche y su puerta al cambiante pontífice entreabre. Máscara y río, grifo de los sueños. Frío muerto y cabellera desterrada del aire que la crea, del aire que le miente son de vida arrastrada a la nube y a la abierta boca negada en sangre que se mueve. Ascendiendo en el pecho sólo blanda,

olvidada por un aliento que olvida y desentraña. Olvidado papel, fresco agujero al corazón saltante se apresura y la sonrisa al caracol. La mano que por el aire líneas impulsaba, seca, sonrisas caminando por la nieve. Ahora llevaba el oído al caracol, el caracol enterrando firme oído en la seda del estanque. POSDATA 37


Granizados toronjiles y ríos de velamen congelados, aguardan la señal de una mustia hoja de oro, alzada en espiral, sobre el otoño de aguas tan hirvientes. Dócil rubí queda suspirando en su fuga ya ascendiendo. Ya el otoño recorre las islas no cuidadas, guarnecidas islas y aislada paloma muda entre dos hojas enterradas. El río en la suma de sus ojos anunciaba lo que pesa la luna en sus espaldas y el aliento que en halo convertía. Antorchas como peces, flaco garzón trabaja noche y cielo, arco y cestillo y sierpes encendidos, carámbano y lebrel. Pluma morada, no mojada, pez mirándome, sepulcro. Ecuestres faisanes ya no advierten mano sin eco, pulso desdoblado: los dedos en inmóvil calendario y el hastío en su trono cejijunto. Lenta se forma ola en la marmórea cavidad que mira por espaldas que nunca me preguntan, en veneno que nunca se pervierte y en su escudo ni potros ni faisanes. Como se derrama la ausencia en la flecha que se aísla y como la fresa respira hilando su cristal, así el otoño en que su labio muere, así el granizo en blando espejo destroza la mirada que le ciñe, que le miente la pluma por los labios, laberinto y halago le recorre junto a la fuente que humedece el sueño. La ausencia, el espejo ya en el cabello que en la playa extiende y al aislado cabello pregunta y se divierte. Fronda leve vierte la ascensión que asume. ¿No es la curva corintia traición de confitados mirabeles, que el espejo reúne o navega, ciego desterrado? ¿Ya se siente temblar el pájaro en mano terrenal? Ya sólo cae el pájaro, la mano que la cárcel mueve, los dioses hundidos entre la piedra, el carbunclo y la doncella. Si la ausencia pregunta con la nieve desmayada, forma en la pluma, no círculos que la pulpa abandona sumergida. Triste recorre -curva ceñida en ceniciento airónel espacio que manos desalojan, timbre ausente y avivado azafrán, tiernos redobles sus extremos. Convocados se agitan los durmientes, fruncen las olas batiendo en torno de ajedrez dormido, su insepulta tiara. Su insepulta madera blanda el frío pico del hirviente cisne. Reluce muelle: falsos diamantes; pluma cambiante: terso atlas. Verdes chillidos: juegan las olas, blanda muerte el relámpago en sus venas. 38 POSDATA


Ahogadas cintas mudo el labio las ofrece. Orientales cestillos cuelan agua de luna. Los más dormidos son los que más se apresuran, se entierran, pluma en el grito, silbo enmascarado, entre frentes y garfios. Estirado mármol como un río que recurva o aprisiona los labios destrozados, pero los ciegos no oscilan. Espirales de heroicos tenores caen en el pecho de una paloma y allí se agitan hasta relucir como flechas en su abrigo de noche. Una flecha destaca, una espalda se ausenta. Relámpago es violeta si alfiler en la nieve y terco rostro. Tierra húmeda ascendiendo hasta el rostro, flecha cerrada. Polvos de luna y húmeda tierra, el perfil desgajado en la nube que es espejo. Frescas las valvas de la noche y límite airado de las conchas en su cárcel sin sed se destacan los brazos, no preguntan corales en estrías de abejas y en secretos confusos despiertan recordando curvos brazos y engaste de la frente. Desde ayer las preguntas se divierten o se cierran al impulso de frutos polvorosos o de islas donde acampan los tesoros que la rabia esparce, adula o reconviene. Los donceles trabajan en las nueces y el surtidor de frente a su sonido en la llama fabrica sus raíces y su mansión de gritos soterrados. Si se aleja, recta abeja, el espejo destroza el río mudo. Si se hunde, media sirena al fuego, las hilachas que surcan el invierno tejen blanco cuerpo en preguntas de estatua polvorienta. Cuerpo del sonido el enjambre que mudos pinos claman, despertando el oleaje en lisas llamaradas y vuelos sosegados, guiados por la paloma que sin ojos chifla, que sin clavel la frente espejo es de ondas, no recuerdos. Van reuniendo en ojos, hilando en el clavel no siempre ardido el abismo de nieve alquitarada o gimiendo en el cielo apuntalado. Los corceles si nieve o si cobre guiados por miradas la súplica destilan o más firmes recurvan a la mudez primera ya sin cielo. La nieve que en los sistros no penetran, arguye en hojas, recta destroza vidrio en el oído, nidos blancos, en su centro ya encienden tibios los corales, huidos los donceles en sus ciervos de hastío, en sus bosques rosados. Convierten si coral y doncel rizo las voces, nieve los caminos, donde el cuerpo sonoro se mece con los pinos, delgado cabecea. Más esforzado pino, ya columna de humo tan agudo que canario es su aguja y surtidor en viento desrizado.

POSDATA 39


Narciso, Narciso. Las astas del ciervo asesinado son peces, son llamas, son flautas, son dedos mordisqueados. Narciso, Narciso. Los cabellos guiando florentinos reptan perfiles, labios sus rutas, llamas tristes las olas mordiendo sus caderas. Pez del frío verde el aire en el espejo sin estrías, racimo de palomas ocultas en la garganta muerta: hija de la flecha y de los cisnes. Garza divaga, concha en la ola, nube en el desgaire, espuma colgaba de los ojos, gota marmórea y dulce plinto no ofreciendo. Chillidos frutados en la nieve, el secreto en geranio convertido. La blancura seda es ascendiendo en labio derramada, abre un olvido en las islas, espadas y pestañas vienen a entregar el sueño, a rendir espejo en litoral de tierra y roca impura. Húmedos labios no en la concha que busca recto hilo, esclavos del perfil y del velamen secos el aire muerden al tornasol que cambia su sonido en rubio tornasol de cal salada, busca en lo rubio espejo de la muerte, concha del sonido. Si atraviesa el espejo hierven las aguas que agitan el oído. Sí se sienta en su borde o en su frente el centurión pulsa en su costado. Si declama penetra en la mirada y se fruncen las letras en el sueño. Ola de aire envuelve secreto albino, piel arponeada, que coloreado espejo sombra es del recuerdo y minuto del silencio. Ya traspasa blancura recto sinfín en llamas secas y hojas lloviznadas. Chorro de abejas increadas muerden la estela, pídenle el costado. Así el espejo averiguó callado, así Narciso en pleamar fugó sin alas. (1937)

“Voluptuosidad de lo extenso, pero no gigantismo de lo desmesurado. Sabe Lezama la deliciosa tentación de lo extenso y sabe también su peligrosa mano que lo empuja” Virgilio Piñera

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Ah, que

tú escapes

Ah, que tú escapes en el instante en el que ya habías alcanzado tu definición mejor. Ah, mi amiga, que tú no quieras creer las preguntas de esa estrella recién cortada, que va mojando sus puntas en otra estrella enemiga. Ah, si pudiera ser cierto que a la hora del baño, cuando en una misma agua discursiva se bañan el inmóvil paisaje y los animales más finos: antílopes, serpientes de pasos breves, de pasos evaporados, parecen entre sueños, sin ansias levantar los más extensos cabellos y el agua más recordada. Ah, mi amiga, si en el puro mármol de los adioses hubieras dejado la estatua que nos podía acompañar, pues el viento, el viento gracioso, se extiende como un gato para dejarse definir. (Enemigo rumor, 1941)

“La poesía de Lezama, que es acción y no contemplación, se sitúa a pesar de sus complicadas y a veces cristalinas formas, en ese lugar primario que corresponde a la poesía que se adentra en la realidad despertándola y despertándose.” “ Paradiso es, en principio, el viaje ritual que Dante Alighieri cumple en La Divina Comedia, al tener que descender a los infiernos para luego reaparecer dejando en prenda su luz en la oscuridad. Eso hace de Paradiso una obra auténticamente dentro de la tradición órfica, excepto lo señalado. El horror que en ella se manifiesta para el sexo de la mujer podría estar en los cuadernos de Leonardo de Vinci. Eran para Lezama los ínferos la relación sexual, fuese con quien fuese.” María Zambrano POSDATA 41


Rapsodia para el mulo Con qué seguro paso el mulo en el abismo. Lento es el mulo. Su misión no siente. Su destino frente a la piedra, piedra que sangra creando la abierta risa en las granadas. Su piel rajada, pequeñísimo triunfo ya en lo oscuro, pequeñísimo fango de alas ciegas. La ceguera, el vidrio y el agua de tus ojos tienen la fuerza de un tendón oculto, y así los inmutables ojos recorriendo lo oscuro progresivo y fugitivo. El espacio de agua comprendido entre sus ojos y el abierto túnel, fija su centro que le faja como la carga de plomo necesaria que viene a caer como el sonido del mulo cayendo en el abismo.

Las salvadas alas en el mulo inexistentes, más apuntala su cuerpo en el abismo la faja que le impide la dispersión de la carga de plomo que en la entraña del mulo pesa cayendo en la tierra húmeda de piedras pisadas con un nombre. Seguro, fajado por Dios, entra el poderoso mulo en el abismo. Las sucesivas coronas del desfiladero -van creciendo corona tras corona- y allí en lo alto la carroña de las ancianas aves que en el cuello muestran corona tras corona. Seguir con su paso en el abismo. Él no puede, no crea ni persigue, ni brincan sus ojos ni sus ojos buscan el secuestrado asilo al borde preñado de la tierra. No crea, eso es tal vez decir: ¿No siente, no ama ni pregunta? 42 POSDATA


El amor traído a la traición de alas sonrosadas, infantil en su oscura caracola. Su amor a los cuatro signos del desfiladero, a las sucesivas coronas en que asciende vidrioso, cegato, como un oscuro cuerpo hinchado por el agua de los orígenes, no la de la redención y los perfumes. Paso es el paso del mulo en el abismo. Su don ya no es estéril: su creación la segura marcha en el abismo. Amigo del desfiladero, la profunda hinchazón del plomo dilata sus carrillos. Sus ojos soportan cajas de agua y el jugo de sus ojos -sus sucias lágrimas- son en la redención ofrenda altiva. Entontado el ojo del mulo en el abismo y sigue en lo oscuro con sus cuatro signos. Peldaños de agua soportan sus ojos, pero ya frente al mar la ola retrocede como el cuerpo volteado en el instante de la muerte súbita. Hinchado está el mulo, valerosa hinchazón que le lleva a caer hinchado en el abismo. Sentado en el ojo del mulo, vidrioso, cegato, el abismo lentamente repasa su invisible. En el sentado abismo, paso a paso, sólo se oyen, las preguntas que el mulo va dejando caer sobre la piedra al fuego. Son ya los cuatro signos conque se asienta su fajado cuerpo sobre el serpentín de calcinadas piedras. Cuando se adentra más en el abismo la piel le tiembla cual si fuesen clavos las rápidas preguntas que rebotan. En el abismo sólo el paso del mulo. Sus cuatro ojos de húmeda yesca POSDATA 43


sobre la piedra envuelven rápidas miradas. Los cuatro pies, los cuatro signos maniatados revierten en las piedras. El remolino de chispas sólo impide seguir la misma aventura en la costumbre. Ya se acostumbra, colcha del mulo, A estar clavado en lo oscuro sucesivo; a caer sobre la tierra hinchado de aguas nocturnas y pacientes lunas. En los ojos del mulo, cajas de agua. Aprieta Dios la faja del mulo y lo hincha de plomo como premio. Cuando el gamo bailarín pellizca el fuego en el desfiladero prosigue el mulo avanzando como las aguas impulsadas por los ojos de los maniatados. Paso es el paso del mulo en el abismo. El sudor manando sobre el casco ablanda la piedra entresacada del fuego no en las vasijas educado, sino al centro del tragaluz, oscuro miente. Su paso en la piedra nueva carne formada de un despertar brillante en la cerrada sierra que oscurece. Ya despertado, mágica soga cierra el desfiladero comenzado por hundir sus rodillas vaporosas. Ese seguro paso del mulo en el abismo suele confundirse con los pintados guantes de lo estéril. Suele confundirse con los comienzos de la oscura cabeza negadora. Por ti suele confundirse, descastado vidrioso. Por ti, cadera con lazos charolados que parece decirnos yo no soy y yo no soy, pero que penetra también en las casonas donde la araña hogareña ya no alumbra y la portátil lámpara traslada de un horror a otro horror. Por ti suele confundirse, tú vidrio descastado, que paso es el paso del mulo en el abismo. 44 POSDATA


La faja de Dios sigue sirviendo. Así cuando sólo no es chispas, la caída sino una piedra que volteando arroja el sentido como pelado fuego que en la piedra deja sus mordidas intocables. Así contraída la faja, Dios lo quiere, la entraña no revierte sobre el cuerpo, aprieta el gesto posterior a toda muerte. Cuerpo pesado, tu plomada entraña, inencontrada ha sido en el abismo, ya que cayendo, terrible vertical trenzada.de luminosos puntos ciegos, aspa volteando incesante oscuro, has puesto en cruz los dos abismos. Tu final no siempre es la vertical de dos abismos. Los ojos del mulo parecen entregar a la entraña del abismo, húmedo árbol. Árbol que no se extiende en acanalados verdes sino cerrado como la única voz de los comienzos. Entontado, Dios lo quiere, el mulo sigue transportando en sus ojos árboles visibles y en sus músculos los árboles que la música han rehusado. Árbol de sombra y árbol de figura han llegado también a la última corona desfilada. La soga hinchada transporta la marea y en el cuello del mulo nadan voces necesarias al pasar del vacío al haz del abismo. Paso es el paso, cajas de agua, fajado por Dios el poderoso mulo duerme temblando. Con sus ojos sentados y acuosos, al fin el mulo árboles encaja en todo abismo. (La fijeza, 1949)

POSDATA 45


El arco invisible de viñales El doncel del mirador me muestra su estalactita, me la muestra como a todo el que por allí transcurre, alaba. Su nerviosa curiosidad se rompía cuando mostraba la estalactita, como si la fuera a regalar. Cuando la acariciamos con redorada lentitud, rompe para engendrar, después de haber entregado y dejado acariciar la piedra, dice: la suya vale diez céntimos. Ahora él es como nosotros, se acerca al mirador y se pierde después, después ya no está. El muchacho vendedor de estalactitas, saltamontes, antes de dormir repasa su castillo de cuello de cristal,

la botella llena de cocuyos donde guarda los diez céntimos, los metales antiguos, las vacías columnas, que ahora son serpentinas que rodean a los cocuyos, a los cien cocuyos que tiran sus frentes contra los vidrios oscuros, desdeñosos de la corrupción. El paseo de regreso cala sus máscaras y los faroles cambian sus cascadas, después que el aguacero se sentó en su trono de diversidad. Volvió a levantarse, sacudía sus piernas y sus cueros recobraban la ternura paciente de donde salieron. La luz de artificio abullonando el agua se queda como lagarto blanco. Demetrio, hermoso de cejas, ciego fue a Egipto, y el vendedor de estalactitas colocó la botella de cocuyos debajo de la almohada, y ahora el orden y la sucesión de aquella tierra de la almohada cada vez que recibía escapado de la humedad al nuevo descanso, era como si nos apoyáramos en el sueño esa agua de cocuyos. En la botella también el severo multiplicador de los céntimos y la magia de las monedas frente a la cárcel de los cocuyos. En el alba, recién lavados, sólo los cocuyos alborozados en el rocío. Durante el sueño del vendedor de estalactitas, pasaron por debajo de su sueño: el puente romano de un colchón deslavazado y las maderas del cuadrado eran un trampolín para ser lanzados al mar con la magia de las monedas. 46 POSDATA


Pasaron por debajo de su sueño: el otro hermano, saltimbanqui picassista, con una lánguida nota azul; la madre que abanicó la puerta para alejar a una lagartija; el otro hijo, de risitas, sobre la nieve como los gatos. Y la hermana que antes de ir a visitar a su soldado, pasó por allí para no hacer ruido, para no despertar. Le robaron la magia de las monedas, las que sirven para coserlas en un traje o para sumergir sus testas en harina. El dinero con su agujero calzado al lado del coral. Para no hacer ruido, fijos en la alacena de nopal joven que suelta la cuchara de su copa pascual. La cuchara deja su relieve en la cera del baile, la copa de la alacena le sacude su rocío de cocuyos. El nopal joven todavía no asimila las salteadas ironías del rocío. Para no hacer ruido: que no vea la hoja húmeda sobre el encerado, sino la cuchara con rocío de cocuyos dejando su relieve en el encerado. La cucharilla y no la hoja sobre la cera humedecida. En la alacena cae la hoja y se desprende una cuchara, después arena, después la luna abrillanta la cuchara, después las hojas y los días. Para no despertar, la cinta, metro a metro, en sus plomadas, rodea la espuma necesaria de humo que nos vuelca y el martinete enterrado que se mueve lentamente. Después nuestro cuerpo no está, pero la cinta se mueve lentamente, lentísima, hacia su gruta. El martinete asciende y recoge esas cintas rotas, desciende, y desdeñoso ahora la rinde como flor. Las monedas cosidas en su traje, baila y zumba en la nostalgia feroz de sus escamas. Sumando esas escamas logra su metamorfosis y la del aire. Con mi piel cosida de monedas soy jabato, perezoso y gaviota, para afirmar que la espuma no es lo que sobra o que la espuma es un sueño o metamorfosis innecesaria. La magia de las monedas no es el mismo tema que la fertilidad de las espumas, ya que yo hablo sólo de las monedas cosidas en su traje o de las que no tienen resonancia al caer en un piso de cera. Los escudos y los rostros legañosos de harina, con aretes POSDATA 47


de puntas de maní cruzan sus piernas en un relicario, o ese juego de lanzar las monedas a la médula de la harina y dejar una olvidada para la gruesa broma pascual. Con el meñique en el carrillo el blando diosecillo lanza su bast6n de mando. Coser la moneda y el coral, el sudoroso cordel de las fiebres, el puntazo limpio y chabacano que lo cosió a una suerte. Las cubetas lanzadas sobre la carne de coral y el barquito que galopa sumando sus monedas.

48 POSDATA

Los pinos -venturosa región que se prolonga-, del tamaño del hombre, breves y casuales, encubren al guerrero bailarín conduciendo la luna hasta el címbalo donde se deshace en caracoles y en nieblas, que caen hacia los pinos que mueven sus acechos. El enano pino y la esbeltez de la marcha, los címbalos y las hojas, mueven por el llano la batalla hasta el alba. Sus ojos, como un canario que se introduce, atraviesan la pasta de los olores, remeros del sueño, y cambiando los pinos por otros guerreros caídos de las hojas -morada la muerte y el blanco cenizoso de un húmedo reverso-, recorren sus destrezas y el guerrero que descuelga sus bandejas, allí donde la luna entreabre el valle y cierra el portal. El guerrero mueve los pinos y toca su acecho; su oído, mano de los presagios, atraviesa los ríos, donde el esbelto esconde su mandato con jícaras que graban su hastío. La mezcla de pinos enanos y los guerreros escondidos detrás de esas hojas que comenzaron halagándolos con la igualdad de su tamaño, y el completo valle por donde acecha su piel atigrada. La innumerable participación de la brisa en la cabellera de los pinos enanos y del guerrero que ondula su piel, impulsa sus recuerdos a otras batallas dormidas, a otras rendiciones donde su esbeltez tocaba al hijo de Poro y no de Afrodita. Estos guerreros escondidos detrás de las hojas elaboran la terraza donde la brisa luna el escarabajo egipcio; dormir es aquí también endurecerse cara al tiempo, donde el cuerpo se embriaga cuando el aliento explora un nuevo círculo y los címbalos dictan tan sólo la desaparición de las nubes. El combate toca entre dos pausas aladas y el sueño vuelve a retirar las alfombras donde parecía hilarse la muerte. Una sorpresa igual a un color frenético es desechada, los círculos guerreros están ansiosos de trocarse en espirales bailables, pues la suerte de una batalla desapareció con el alba primera. Los arcos en la mezcla de los pinos y esos dormidos militares,


son pulsados por la participación en sus instantes dobles; las ondulaciones de ese arco son llamas que descargan en las hojas y el oleaje como el círculo clavado del delfín. Las espirales crecen en el círculo de los pinos enanos y alcanzan su marina en el círculo del guerrero, entre las flechas de los pinos y el sueño de las hojas. En realidad, aquí el hombre no puede adormecer sus silencios, pues no brota del puente de cuerdas y del látigo, tiene que apoyarse detrás de colosales franjas de agua, arder en la parrilla que no era para él, o destacar un manto voluptuoso que no sirve dejado caer sobre la colina de su cuerpo. Tiene que cobrar un ademán, detrás de la cascada que él no podrá mirar sin reproducir. Las ondas del címbalo sumergido son también pétreas, sin embargo, romper la sucesión de la piel en mustios apoyados ademanes, era destruir los antiguos metales, los calderos asirios, por una elaborada disociación de la brisa. La harina que habría rodado por el perfil de los emperadores, sustituía con su sembrada larga hilacha a los pinos del valle. Pasaban por debajo del puente entresoñado: largas espirales de harina surgida de los huevos del carnaval. No hacían ruido en una felpa largamente arrugada, como piedras de cobre con predominio del verde en la hilacha áurea. Nadie despertaba como queriendo ganar a nado la otra noche, la suspensión del sueño era ágil como el varillaje de la gaviota, como la quietud vigilante del martín pescador cuando clava sus ojillos entre dos bambúes. Para no despertar el alba traía lluvia y la luna enfriaba el juramento de los guerreros y secuestraba el metal al fuego. Los guerreros llegaban y desaparecían con el antiguo traje bordado de monedas, extraídos de la harina del almacén. Eran dichosos porque la luna helaba las monedas sobre su piel, en el secuestro del tintineo sobre la piel del guerrero que se esbozaba o desaparecía. Los címbalos querían decir la agudeza melancólica de la retirada, de un combate que había entrecortado su inicio y terminaba con los ropajes cosidos de monedas y corales, sobre los guerreros que ganaban la otra noche. Y el garzón del mirador muestra su estalactita: la suya vale diez céntimos. (La fijeza, 1949)

POSDATA 49


El Pabellón del Vacío Voy con el tornillo preguntando en la pared, un sonido sin color un color tapado con un manto. Pero vacilo y momentáneamente ciego, apenas puedo sentirme. De pronto, recuerdo, con las uñas voy abriendo el tokonoma en la pared. Necesito un pequeño vacío, allí me voy reduciendo para reaparecer de nuevo,

palparme y poner la frente en su lugar. Un pequeño vacío en la pared. Estoy en un café multiplicador del hastío, el insistente daiquirí vuelve como una cara inservible para morir, para la primavera. Recorro con las manos la solapa que me parece fría. No espero a nadie e insisto en que alguien tiene que llegar. De pronto, con la uña trazo un pequeño hueco en la mesa. Ya tengo el tokonoma, el vacío, la compañía insuperable, la conversación en una esquina de Alejandría. Estoy con él en una ronda de patinadores por el Prado. Era un niño que respiraba todo el rocío tenaz del cielo, ya con el vacío, como un gato que nos rodea todo el cuerpo, con un silencio lleno de luces.

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Tener cerca de lo que nos rodea y cerca de nuestro cuerpo, la idea fija de que nuestra alma y su envoltura caben


en un pequeño vacío en la pared o en un papel de seda raspado con la uña. Me voy reduciendo, soy un punto que desaparece y vuelve y quepo entero en el tokonoma. Me hago invisible y en el reverso recobro mi cuerpo nadando en una playa, rodeado de bachilleres con estandartes de nieve, de matemáticos y de jugadores de pelota describiendo un helado de mamey. El vacío es más pequeño que un naipe y puede ser grande como el cielo, pero lo podemos hacer con nuestra uña en el borde de una taza de café o en el cielo que cae por nuestro hombro. El principio se une con el tokonoma, en el vacío se puede esconder un canguro sin perder su saltante júbilo. La aparición de una cueva es misteriosa y va desenrollando su terrible. Esconderse allí es temblar, los cuernos de los cazadores resuenan en el bosque congelado. Pero el vacío es calmoso, lo podemos atraer con un hilo e inaugurarlo en la insignificancia. Araño en la pared con la uña, la cal va cayendo como si fuese un pedazo de la concha de la tortuga celeste. ¿La aridez en el vacío es el primer y último camino? Me duermo, en el tokonoma evaporo el otro que sigue caminando. (Fragmentos a su Imán, 1970-1976)

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“Muerte de Narciso marcó una tónica antes desconocida en la poesía cubana. Enemigo rumor concentró de modo

firme y duradero, en torno a Lezama, un grupo generacional que ya se había vinculado a él en la aventura de Espuela de plata (...) Lezama quedó de entonces proclamado como jefe indiscutible de ese grupo generacional, que mantuvo durante largos años su cohesión, a pesar de las diferencias de expresión y de temperamento que pueden señalarse entre sus componentes” Max Henríquez Ureña “Analecta del reloj, es un libro tan delicioso como extraño. Precisamente su originalidad, aparte de la obvia moda de “lo contemporáneo”, es su mayor encanto. Es el libro que nadie escribe, y que, cansados de claridades consabidas encuentra su momento único para hipnotizarnos con su raro dialecto” José María Valverde “Para poder leer hondamente Paradiso habrá que esperar que pasen algunos años, que se recojan en libro y circulen por todo el mundo latinoamericano las obras anteriores de Lezama y las posteriores que completan la novela, que se produzca esa contaminación de un orbe cultural aún indiferente por todas esas esencias que el nombre de Lezama convoca y concentra. Entonces, será posible empezar a leerlo en profundidad” Emir Rodríguez Monegal “...I do not read Spanish well enough to be able to get much out of it but I greatly appreciate your courtesy in sending it (Analecta del reloj) to me. It is the sort of book that makes me regret my lack of Spanish. For instance, the dialoge between yourself and Juan Ramón Jiménez must contain many things that would be precious to me provided I could grasp them exactly. But all your pages tantalize me.” Wallace Stevens

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