Remitente Mi coraje consiste en destruir todas las razones habituales para vivir, y en descubrirme otras. Jean Genet. Journal du Voleur
# 11
Índice CRISTINA RIVERA GARZA
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FEDERICO PATÁN
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CARMEN BOULLOSA
5
GONZALO SOLTERO
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CÉSAR GÁNDARA
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ELIANA MALDONADO
30
JORGE MAJFUD
7
LIVIER FERNÁNDEZ TOPETE
30
LUIS FELIPE LOMELÍ
8
JAVIER ACOSTA
31
EDUARDO HUCHÍN
9
IVÁN OÑATE
31
ODETTE ALONSO
10
HUGO ALFREDO HINOJOSA
32
JOSÉ JAVIER VILLARREAL
11
ZACARÍAS JIMÉNEZ
32
MIGUEL ÁNGEL ZAPATA
11
MARGARET RANDALL
33
MIJAIL LAMAS
11
FEDERICO VITE
34
ANTONIO MIRANDA
12
LUIS GARCÍA MONTERO
35
JORGE VALDÉS DÍAZ-VÉLEZ
12
36
TOMÁS SEGOVIA
13
MINERVA MARGARITA VILLARREAL
SERGIO TÉLLEZ-PON
14
STASIA DE LA GARZA
37
GABRIEL COSOY
15
MARÍA CLEMENCIA SÁNCHEZ
38
PURA LÓPEZ COLOMÉ
16
FRANCISCO SERRANO
39
DORA MORO
17
FRANCISCO MEZA
39
PASCUAL BORZELLI IGLESIAS
18
EDUARD SANAHUJA
39
ANA FRANCO
18
MARGARITO CUÉLLAR
39
FERNANDO NIETO CADENA
18
LILIANA PEDROZA
40
GÄEL LE CALVEZ
19
JUAN MANUEL ROCA
41
DANIELA BOJÓRQUEZ
19
VALERIA LUISELLI
42
ISMAEL SERNA
19
VIDAL MEDINA
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SAÚL IBARGOYEN
20
JAIME MESA
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MILTON MEDELLÍN
21
ALMUDENA GRANDES
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POSDATA es una publicación de divulgación cultural gratuita editada y distribuída por Buró Blanco, con oficinas en Urano 251, Col. Contry, Monterrey, N.L., México. CP 64860. Redacción y publicidad: 83 4938 52
HÉCTOR ALVARADO
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ANTONIO RAMOS
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FERNANDO TREJO
23
JOSÉ LUIS SOLÍS
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JOSÉ KOZER
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MANUEL R. MONTES
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ALBERTO CHIMAL
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INGRID SOLANAS
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HUGO PLASENCIA
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LIZ DURAND GOYTIA
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AMALIA BAUTISTA
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ELIA MARTÍNEZ-RODARTE
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Staff
Año 8 / Número 11 / Noviembre 2010. Los artículos firmados son responsabilidad de sus autores y no necesariamente reflejan la línea editorial de POSDATA.
Por: Arvind Balaraman
LA CLEPTOLECTURA S A LV Ó M I V I D A
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a cleptolectura salvó mi vida. En el contexto de bibliotecas poco abastecidas o librerías con precios exorbitantes, mis amigos cleptolectores salvaron mi vida. No apropiaban, se entiende, expropiaban. Devolvían al bien público algo que, de inicio, era ya público (la escritura). Los dejaban ir (como aconsejaba o sigue aconsejando hasta nuestros días esa gloriosa frase de Hallmark). A los libros, quiero decir; a los libros los dejaban ir. Como ellos lo hacían tan bien, poco pude desarrollar mis habilidades para participar activamente en las primeras etapas de la cleptolectura (en la adquisición, se entiende). Excepto el proverbial día en que, azuzada por un renacido espíritu anticapitalista, y en un spree que todavía me hace escribir esto con una sonrisa enorme en los labios, logré rescatar de las garras de la ganancia y la plusvalía y de la inmovilidad y del aburrimiento a cuatro libros. Bajo la gran chamarra de invierno, sonriéndole al policía y al cajero, utilizando para algo bueno la velocidad de las piernas. Dos novelas; dos estudios culturales. Presumí la ac-
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ción días o años enteros, ya no me acuerdo bien. En todo caso, los leí y, como reza la máxima de Hallmark, los dejé ir. Nunca lo volví a hacer, pero tu pregunta me hace cosquillas por la espalda. Veremos. I only use my gun whenever kindness fails (un cantante de country dijo esto). Un mensaje para esos pobres libros míos que fueron arrebatados de mis libreros o de mi oficina, y también para aquellos que fueron llevados apropia: espero que los quieran tanto como yo.
Por: Cristina Rivera Garza
ES MEJOR EL HURTO QUE LA OBLIGACIÓN
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n día, salí de una librería parisina involuntariamente con un volumen bajo el brazo. No lo quise hacer. Cuando me di cuenta, muerta de vergüenza no supe regresar a devolverlo. Son las memorias de Dumas, con Napoleón en su cama marital pidiendo complicidad a un Dumas frente al berrinche de su amada, y aventuras de todo tipo, muy bien narradas y para mi gusto deliciosas, tanto como si fueran prohibidas. Lo son doble, porque no son mías: el libro es un objeto robado. Siempre me supe colada a una fiesta a la que no me convidaron. Y el placer fue enorme. Pero por desgracia no robo nunca libros –aunque a menudo disfruto infinito las lecturas. Tal vez los más difíciles de leer sean los libros regalados: se vuelven un deber. Y es mejor el hurto, como estimulo al lector, que la obligación. Pero claro que no es regla: ahora mismo estoy con Balza, leo con placer grande un libro que me dio, Percusión reeditado. La verdad es que podría contar varias anécdotas como cleptolector. En este momento me vienen dos a la memoria. La primera (en orden de aparición como recuerdo) fue en la ciudad de México hace como unos quince años. Estaba de vacaciones y nos quedamos en casa de mi cuñada, que en ese momento estaba estudiando en la UNAM. Mi cuñada vivía en un departamento en la Narvarte y lo compartía con otra chica que andaba de novia con un chico de quien ya ni recuerdo su nombre, pero que era vocalista de “La tremenda corte”, un grupo de ská que no tocaba nada mal. Una mañana me levanté y me di cuenta que estaba solo en el departamento. Por: Carmen Boullosa
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CASI ME COSTÓ LA CÁRCEL Por: César Gándara
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omo tengo muy mala memoria suelo acostumbrar a rellenar los vacíos con escenas imaginarias de lo que me hubiera gustado que sucediera. No recuerdo por qué estaba solo, pero me gustaría pensar que era porque en ese momento mi esposa y mi cuñada se habían ido a comprar desayuno al mercado, y que mientras ellas disfrutaban de la sinfonía de aromas (mezcla de chicharrón con garnachas, sandía, mango, flores multicolores, pápalo, jamaica, cloaca y sudor) yo aprovechaba para curiosear en la habitación de la compañera de departamento de mi cuñada. Ellas estudiaban economía y siendo sincero no había nada que me llamara la atención en su librero. Al menos no al principio. Fue hasta que encontré un lomo nejo de folios amarillentos que tenía impreso Las armas secretas. Estaba escondido en la parte media entre un montón de libros sobre marxismo, Freud, anarquismo y no recuerdo qué otros títulos de sociología. Lo cogí y comencé a leerlo con la intención de terminarlo en el transcurso del fin de semana que íbamos a pasar ahí. Pero me gustó tanto que no resistí la tentación y tuve que llevármelo conmigo a que conociera tierras regiomontanas. Ese libro me acompaña hasta la fecha y es uno de los que más aprecio entre mis libros. El otro recuerdo que tengo es sobre el libro Rocky (ya ni recuerdo al autor). Ese me lo agencié de un Gigante en Saltillo, cuando tenía catorce años, y fue toda una aventura que casi me costó la cárcel. De hecho, no puedo decir que me lo robé porque finalmente terminé comprándolo, pero esa es una historia muy larga que te contaré en otra ocasión, pues el tiempo está sobre mí.
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ROBO SAGRADO
Por: Jorge Majfud
Por: Luigi Diamanti
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ace muchos años, en un hotel de India, les pregunté a unos amigos si era lícito robarse la Biblia o el Bhagavad-Gita que estaban en la mesa de luz. Todos dijeron en una sola voz que no, que sería un robo. No es difícil darse cuenta que el robo está prohibido tanto por la Biblia como por las leyes seculares de cualquier país. Pero para la Biblia la obligación de tener fe aparece en primer puesto, mientras que robar está relegado por lo menos al séptimo lugar. Todavía hoy me pregunto si, desde un punto de vista religioso, robarse un libro sagrado no es en el fondo un acto sagrado. ¿Qué le hace a un creyente perder la copia de un libro si el cielo ha ganado un alma? Sobre todo si la ganancia se ha producido, de alguna forma, por intermediación del creyente. Para una mente secular, la delincuencia y la deshonestidad son más graves que la ausencia de fe en algún dios. Sin embargo, si hoy en día alguien se robase un libro, cualquier libro medianamente serio para estudiar en serio, sea sagrado o no, sería todo un mérito, casi un milagro, que habría que premiar con la absolución.
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Peter Griffin
SE LE O LV I D Ó SU LIBRO, JOVEN
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iempre he leído de prestado. O casi siempre. Primero, obviamente, eran los libros de la casa: los de mi madre. Luego, y todavía, de mis amigos (porque tengo la buena o mala costumbre de regresarlos siempre o, mejor dicho, de quedarme a vivir en casa de mis amigos hasta que termino el libro en cuestión). Pero por algún tiempo me dio por leer de pie en Sanborn’s o en Vip’s. Acababa de llegar a Monterrey, así que no tenía amigos y, como aún no admitía mi ñoñez y trabajaba de garrotero, renegaba de ir a las bibliotecas. Leer de pie y trabajar en un restaurante hace que a uno se le hinchen los pies. De modo que una tarde, como estaba muy entretenido leyendo a García Márquez en un Samborn’s, decidí que era mejor leer sentado. Pasé al restaurante. Pedí un café. Y ahí me estuve hasta que terminé el libro poco antes de que pasara el último camión a San Nicolás. Como tenía que salir de prisa para no tenerme que ir caminando a casa, dejé el libro sobre la mesa junto con el dinero 8 POSDATA
del café. Y allí iba yo por el estacionamiento vacío pensando en mariposas amarillas y abuelas desalmadas cuando oí que gritaban “joven, joven”. Al volver el rostro me encontré con la mesera en su falda de bastoncito de caramelo. “Se le olvidó su libro, joven”. Le di las gracias. Alcancé el camión. Escribí en la primera página del libro: “Favor de dejarlo en una unidad del transporte urbano después de leerlo”.
Por: Luis Felipe Lomelí
UNA OLA DE ARREPENTIMIENTO SE APODERÓ DE MÍ L
a única vez que he robado un libro fue en una biblioteca municipal a la que nadie iba y por tanto a la encargada le alegraba que yo llegara a pasar mis horas ahí. En ese entonces, estudiaba yo la licenciatura en Literatura y, curiosamente, hasta el tercer semestre me propuse leer a autores mexicanos. Un día me di cuenta que una remesa de libros acababa de llegar pero ninguno había sido sellado como propiedad de la biblioteca. Dentro de ese conjunto estaban las obras completas de Jorge Ibargüengoitia, que ya desde entonces hacía surgir la peor parte de mí. Lo primero que hice fue verificar que la caja tuviera suficientes ejemplares para que la ausencia de unos cuantos libros pasara inadvertida. Tomé Maten al león y Los relámpagos de agosto y los escondí a la altura de mi estómago (tantas revistas pornos compradas a escondidas me habían entrenado para el hurto). Me dispuse a salir, pero la encargada tenía ánimos de ha-
blar, ya que su hijo iba a salir de la primaria o algo así. Me entretuvo 15 minutos, en los que mi cabeza pasaba de los libros en mi ropa a seguirle la conversación a mi interlocutora. Para disimular tomé mi libreta y la apreté contra mi abdomen como si acabara de recibir un disparo. Finalmente, y sólo porque tuvo que contestar el teléfono, me dejó ir. Al llegar a casa puse los nuevos libros en mi estante. De repente una ola de arrepentimiento se apoderó de mí. Había cometido una falta y no sabía cómo remediarla. O sí sabía. Tomé algunos ejemplares de “Sepan Cuántos!” que había comprado de niño y, al día siguiente, de una manera tan discreta como la que había tenido para cometer el delito, los puse en aquella caja de libros de la biblioteca. Pasaron las semanas y cada que revisaba la remesa para recordar que había sido un ladrón, encontraba dos o tres ejemplares menos. Me molesté mucho. A los dos meses la caja ya se había reducido a la mitad. Mis libros de Porrúa nunca fueron sustraídos. Por: Eduardo Huchín
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ECHÉ UNO DE AQUELLOS TOMITOS A LA MOCHILA E
n uno de aquellos fines de semana de 1993, recién llegada a México, a mi amiga Nancy le encargaron cuidar una casona de San Ángel cuyos habitantes habían salido de viaje. Como para mí todo era aventura y novedad, acepté cuando me invitó a acompañarla y allá nos fuimos, no sin antes pasar al Sumesa más cercano y comprar cervezas, una botella de vino, unos bisteces gorditos y alguna que otra vitualla. La casa era una maravilla, con un jardín reverdecido en el que mi amiga jugueteaba con un par de perros enormes. Como los canes nunca me han hecho mucha gracia, los observaba de lejos, sonriendo a ratos. Ya había descubierto mejor entretenimiento: una pequeña biblioteca bien nutrida. Y en ella, los Diarios de Anaïs Nin. Justo unos meses antes de salir de Cuba leí, fascinada, uno de los Trópicos calenturientos de Henry Miller –también sustraído por algún amigo de una feria del libro en La Habana– y Henry & June fue, por entonces, una atrevidísima película. Me eran conocidos esos personajes; las tramas movían las fibras más oscuramente deliciosas de mi curiosidad. Leí toda la madrugada. Amanecía cuando me dormí un rato. Después del desayuno tendríamos que irnos. Estuve parada frente al librero durante un buen rato, mientras tomaba, sorbo a sorbo, una taza de café. No pude disuadirme de la idea que volvía una y otra vez a mi cabeza: antes de salir de aquella casa a la que nunca volví, eché uno de aquellos tomitos a la mochila. Por: Odette Alonso
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UNA BIBLIOTECA SE HACE ASÍ Por: José Javier Villarreal Delta de Venus está aún en mi librero. De eso está empedrado el camino de los lectores, digo, ni siquiera cuál fue de tantos. Yo tenía una técnica que era muy buena, había una librería que era la Cosmos, tenía un segundo piso, todo era de madera, entonces la cuestión era esta: tú entrabas con un libro y salías con seis, pagabas uno y te llevabas cinco. “Estos ya los traía”, siempre funcionó, luego cerraron la librería. Una biblioteca se hace así.
A MANERA ETERNO
DE
PRÉSTAMO
Por: Miguel Ángel Zapata Hay varios, te menciono uno, 5 metros de poemas de Carlos Oquendo de Amat, que salió en 1927, pero yo tengo la segunda edición, soy dueño de la primera edición pero me robé la segunda edición a manera de préstamo eterno, no la voy a devolver, ya se agotó en Lima y la publicó la municipalidad de Lima.
NUNCA
TENÍAMOS
DINERO
PARA COMPRAR Por: Mijail Lamas Era muy gracioso entrar a una librería con mis amigos que me acompañaban en todo el camino viendo libros, nunca teníamos dinero para comprar y al final cuando sacaba dos o tres libros del saco o del pantalón, ellos nunca se enteraban de que había robado algo. Recuerdo algún libro de Bukowski, creo que son los libros que hay que robar, luego uno los cambia por libros de poesía, algún libro de Vicente Huidobro que me saqué de una biblioteca que no tenía sello, entonces no tenía pierde, Hölderlin, en Ediciones 29 que costaba un dineral, pero lo más gracioso de esto era entrar con amigos que eran muy miedosos para robar y salir con un libro.
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EL POEMA ERA ROBADO DE UN AMIGO SUYO Por: Antonio Miranda Propiamente me acuerdo de una anécdota de un libro de Manuel Mújica Láinez, gran escritor argentino, autor de Bomarzo, una novela que marcó época a mitad del siglo pasado. En uno de estos cuentos, relata la historia de un personaje célebre que vivía de la gloria de un poema que había escrito, que era leído en las escuelas y por todo el mundo de gran admiración. Él se casó y vivía en Europa y la mujer sabía el secreto de la historia, que el poema era robado de un amigo suyo que murió y con quien tuvo una relación muy profunda y que pasó toda la vida con miedo de que la mujer revelara la historia de este poema. A mí propiamente no, yo robo todo el tiempo, la poesía es intertextualidad, paso todo el tiempo leyendo y, quiera o no, la mimesis te lleva a imitar, pero intento que de alguna manera parezca como propio.
LO PUSE EN UN SOBRE Y SE LO REGRESÉ Por: Jorge Valdés Díaz-Vélez Me han prestado libros, pero yo soy del tonto doble, es decir, de los que pide libros y los regresa y de los que le regresan los libros que ha prestado, ¿por qué me los han regresado? No lo sé, quizá porque ven en mí una actitud prudente y regreso lo que pido, nunca me he quedado con un libro ajeno. Una vez sí fue por error, que en un traslado de Argentina a España, me llevé sin querer un libro que me había prestado un amigo mío, me di cuenta de ello seis meses después, cuando ya tenía clasificada la biblioteca y volviendo a mi prudencia lo puse en un sobre y se lo regresé.
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ÉL NOS METÍA LIBROS EN LA CHAMARRA Por: Tomás Segovia
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obar, robar, una vez pero no robé yo, sino que era un amigo, Juan Espinasa, el padre de Chema Espinasa, era un personaje. Una temporada trabajó en una librería ahí por El Caballito, lo íbamos a visitar ahí y entonces él nos metía libros en la chamarra y nos decía que nos fuéramos y tenía que salir con los libros. Es la única vez que yo he robado. Ahora prestar libros que no me devuelven, montones de veces, a mí también me ha pasado tener libros prestados de gente a quien no se los he devuelto, más vergonzoso es que he encontrado, a veces, libros de bibliotecas que nunca devolví, no adrede sino por olvido, se me pierde el libro y cuando lo encuentro, yo lo tenía que haber devuelto hace tres años.
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RUBIA DE PIERNAS TORNEADAS ENSEÑÁNDOTE LAS BRAGAS Por: Walid Tijerina
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a cleptomanía literaria es, claro, un padecimiento universal –lo digo tal vez para excusarme. En librerías o casas ajenas, ante la inmensidad de probables lecturas, te llegas a sentir como Winona Ryder en tiendas departamentales de haute couture. Sí, el libro es compañía como decía Alfonso Reyes, pero también es influencia –buena o mala– y tentación; toparse con un buen libro ajeno es algunas veces como transitar una escalera que parece interminable y de pronto descubrir a una rubia de piernas largas y torneadas enseñándote las bragas unos peldaños más arriba. Cuando las rubias se multiplican el asunto se pone aún peor. Mi experiencia cleptomaniaca que más recuerdo tuvo tintes familiares. Un tío lejano me invitó a su biblioteca particular debido a que todavía estaba en esa edad, catorce o quince años, en la que tus padres te presumen como un vestigio arqueológico. Decían a familiares o conocidos “a mi hijo le gusta leer los clásicos” y la casa se venía abajo. “¿Prefiere un libro a un videojuego? ¿No estará tocadito de la cabeza el niño?” Mi madre se veía forzada a asegurarles que no me había dejado caer de bebé: era un muchacho saludable, física y mentalmente. Que casi termino asesinado por el cordón umbilical en la gestación es historia aparte. El punto es que llegué con papá a casa de mi tío, bastante lejano, y me guió a su biblioteca privada –un cuarto de cinco metros por cinco, con ese olor a cartón y hojas viejas tan estimulante. “Te presto los que quieras, nada más hay que devolverlos.” Ya sabemos el adjetivo que usan para la gente que presta libros, y el superlativo de ese mismo para quienes lo regresan. No hay necesidad de transcribirlo aquí, siendo ésta una revista literaria de buen gusto. Luego de varios minutos, papá y mi tío me dejaron solo en la biblioteca. Comencé a separar los libros de mi preferencia –varios de Thomas Mann, Arlt, Pérez Galdós, entre otros– cuando me topé con Para una tumba sin nombre de Onetti.
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Si fuera español se me hubiera salido algo como “me cago en tus muertos” o “la concha de tu madre” –hasta aquí mi buen gusto, al parecer–, pero no lo soy. Me quedé callado. Tomé el libro y observé sus cubiertas de color morado con la sinopsis al reverso. ¿Quién se creería capaz de hacer una sinopsis merecedora de una obra de Onetti? Al tener el libro entre mis manos, tuve una sensación de alivio seguida por una de adrenalina. Aquí estaba mi rubia despampanante. Los dos inmersos en un mano a mano, la rubia y yo transitando por la escalera infinita de Penrose con la canción de El bueno, el malo y el feo de fondo. O mejor Total eclipse of the heart de nada más y nada menos que Bonnie Tyler –con su cabello esponjado en una combinación de los afros legendarios de Bob Ross y Julius Erving. ¿Cuánto llevaba ya buscando ese libro? La verdad no mucho porque todavía era un mocoso; aún así, tenía que apropiarme de él. La rubia debía ser mía. Tuve que recurrir entonces a las improvisaciones. Y lo hice como si fuera un traficante de diamantes frente a un aeropuerto o aduana: buscando lo más íntimo. De buena suerte que el libro era de bolsillo. Después de un rato regresó mi tío lejano, probablemente era tío sólo de cariño, y yo le enseñé los libros elegidos. Hizo memoria de ellos: número, nombre y demás. Luego me ofreció algo de comer o tomar, pero inventé tareas, clases de equitación y de esgrima mientras yo, con la mirada, le señalaba a mi padre la retirada forzosa. / Salí caminando como un viejo con achaques pélvicos. “Se me durmió la pierna,” contesté a la pregunta paterna. Ya que entré a la camioneta, al dejar unas cuadras atrás la casa de mi tío lejano o de cariño, me saqué el libro de entre las nalgas y el calzoncillo. Escuché de nuevo la voz de Bonnie Tyler. Once upon a time I was falling in love, but now I’m only falling apart… Cuánto sentimiento, en serio que, a pesar de tantos años, aún se me ponen los ojos llorosos al recordarlo; la mezcla de Bonnie Tyler y Juan Carlos Onetti puede llevarte a depresiones épicas.
PUDE VER QUE NO HABÍA SIDO “USADO” Por: Petr Kratochvil
Por: Sergio Téllez-Pon
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n ladrón que robó un pan qué llevarse a la boca, me explicó en alguna ocasión un abogado, es juzgado igual que aquel que asaltó un banco suizo, pues no se castiga por lo robado, sino por el hecho ilícito. Cuando se trata de libros, me parece que no hay que ser tan radical y el ladrón debería ser condonado de su pena (una pena más social que judicial, pues en realidad es un estigma). Una vez, un ahora examigo me dijo: “A ti sí te presto libros porque los devuelves”, y, en efecto, los devuelvo esperando que cuando yo presté alguno me los devuelvan; pero debo confesar que, al contrario de los prestados, he “tomado” –permítaseme el eufemismo– varios otros libros que nunca he regresado. De entre todos los libros que he tomado, el primero que me viene a la mente es El hablador (1987), del recién nombrado premio Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa. Vi un viejo ejemplar de una edición hecha por Planeta, en el único librero en casa de un gran amigo. No es, desde luego, una de las grandes novelas de Vargas Llosa, como sí lo son La ciudad y los perros o Conversación en La Catedral, pero desde la primera página no cabe duda del magistral impulso narrativo que posee el
Nobel peruano. Todo sucedió así: padezco un impulso natural por echar un vistazo a los libreros ajenos, así que mientras mi amigo hacía no sé qué cosa por la cocina o su habitación, yo me dediqué a observar su librero, ese libro de Vargas Llosa llamó mi atención, lo tomé, leí la contraportada, lo hojee y pude ver que no había sido “usado”, así que en un descuido, ¡zaz!, me lo embolsé, claro, luego de hacer una rápida evaluación en mi mente: “Si él no lo ha leído, no creo que la vaya a hacer pronto, además no es la mejor manera de entrar a la obra de Vargas Llosa y yo, que he leído otras de sus novelas, me hace falta leer ésta”. Un par de semanas después de mi noble hurto, me enviaron de la editorial Alfaguara un ejemplar de la misma novela. ¿Qué hago con dos ejemplares del mismo libro?, pensé al tener la nueva edición en mis manos. Y luego de decidir que no necesito dos ejemplares del mismo libro: ¿Ahora de qué artimañas valerme para restituir el ejemplar en el librero de mi amigo?
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SOY UNO MÁS DE LOS ASQUEROSOS ADULTOS A QUIENES VENCÍA CON MI BOLSO Por: Gabriel Cosoy
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ebo confesarlo, soy otra persona desde que los sistemas de seguridad de la Feria del Libro de Buenos Aires se modernizaron. Ir durante la dictadura militar con un bolso y dedicarme a la apropiación ilegal de libros era mi revancha personal. Vencía a la policía, el Estado, las leyes, las reglas del comercio capitalista, en fin, me burlaba de los odiados y asquerosos adultos. Confieso con algo de orgullo y mucha petulancia que las tres o cuatro veces que me dediqué a este delito, nunca me atraparon. Jamás levanté sospechas entre los vendedores y policías de la feria, supongo que se cuidaban de aquellos con “portación de rostro”, yo era un adolescente carilindo de clase media. Robé de todo: la vida de Madame Curie, ediciones baratas de clásicos, poesía romántica eslava o cuentos de Leroy Jones. Mi lectura entonces, fue atravesada por el azar, leía esos libros no producto de una elección o recomendación sino porque fue más fácil meterlos en mi bolso. Abandoné hace rato esta práctica, me intimidan las cámaras de filmación, la cibernética de la seguridad, las empresas con personal armado, las chirriantes alarmas que suenan al menor contacto. La modernidad me hizo madurar que no es lo mismo que crecer. El avance tecnológico me ha corrido de vereda, ahora soy uno más de los odiados y asquerosos adultos a quienes vencía con mi bolso y mi carita de niño bien.
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NUNCA MÁS LA HE VUELTO A VER Por: Pura López Colomé Los bandidos de Río Frío, que es novela mexicana del siglo XIX, que es una de las cosas más maravillosas que puede haber en español mexicano, extraordinaria descripción, poder en todos sentidos, de la descripción absolutamente perfecta, me lo prestó un amigo cuyo nombre no voy a revelar, obviamente, en mis épocas cuando tocaba la guitarra clásica, cuando era yo muy joven. No le dije nada. Por ahí lo vi decir a él “yo tenía una edición maravillosa de Los bandidos de Río Frío y nunca más la he vuelto a ver”.
MI AMIGO ME DICE CORRE, CORRE Por: Dora Moro En Guadalajara se dice que si no te has robado un libro en la FIL, no has ido a la FIL. Entonces yo tengo alrededor de 22 años yendo a la FIL y el año pasado decidí estrenarme en el rubro de cleptolectora y dije, si me voy a robar algo, me voy a robar algo que valga la pena, entonces, no lo tenía planeado, pero traía La Jornada bajo el brazo y estaba yo en Tusquets con tres libros de Cioran en la mano y en eso llega un amigo a saludarme y me pongo uno bajo el brazo, estábamos platicando y él fue el que me dijo, si pagas ese libro eres una tonta. Me salí sigilosamente del stand, además, ya encarrerada la cosa, paso al stand donde están los de Pretextos y nos llevamos la poesía de Juarroz. Cuando tomo el libro de Juarroz, mi amigo que me estaba incitando, porque la verdad yo no lo tenía planeado, distrae a la dependienta que cobraba los libros, yo me doy la vuelta y empiezo a caminar por el pasillo y el libro se me cae en medio del pasillo, mi amigo me dice, corre, corre. POSDATA 17
LA CUESTIÓN DEL LIBRO MUTILADO Por: Pascual Borzelli Iglesias Mira, no yo, como primera fuente, me tocó la segunda y me lo llevé, un libro de antropología, sobre prácticas culturales en África que alguien pidió prestado, y lo cortó internamente con la forma de una navaja rupestre, azarosamente yo tenía que leer ese libro, lo fui a buscar, lo abrí y a tres cuartas partes del libro estaba cortado con la forma de una navaja, normalmente las bibliotecas guardan ese tipo de materiales como ejemplo de lo que no se debe hacer con los libros e incrementa su acervo cultural, yo pedí el libro, me lo llevé a mi casa, el bibliotecario no lo abrió, ni siquiera sacó el papelito, le puso el sello, dije que se me perdió el libro y lo fui a pagar. Esa es como anécdota, me parecía interesante por la cuestión del libro mutilado.
LE DIJE QUE SÍ, PERO LO ENGAÑÉ Por: Ana Franco Tengo dos libros que no voy a regresar, son de Ricardo Yañez, que fue mi tallerista, es la primera edición de Peces de piel fugaz y El ser que va a morir. Me los robé, él ya me los pidió, nos dejamos de ver mucho tiempo, y yo le dije que sí, pero lo engañé.
CON UNA IRRESPONSABLE AUDACIA, LOS PUSE JUNTO CON OTROS Por: Fernando Nieto Cadena La experiencia que tengo como expropiador de libros es de cuando estaba en Quito estudiando la universidad, entré a una librería donde yo era ya más o menos conocido como comprador de libros, y entonces me dejaban entrar a ver cuando les llegaban paquetes de libros de México, Argentina, España y aun no los sacaban de bodega y así pudiera yo seleccionar qué libros me llevaba. Aprovechando eso, unos libros que ya había seleccionado, vi las obras completas de Neruda que en ese tiempo eran sólo en tres tomos, eso fue en el año 65, entonces yo agarré los tres tomos y con una irresponsable audacia, los puse junto con otros que ya había seleccionado y pagué, menos los de Neruda que iban con unos cuadernos y me fui. Entonces me empiezan a gritar que me regrese, ya ni modo, pensé, ya me van a cobrar los libros y seguro la regañada por la confianza que me dan, y mi sorpresa es que me llamaban para darme unos libros que yo había llegado con ellos y se me habían olvidado en el mostrador, afortunada coincidencia. A partir de eso me prometí que ya no iba a hacer más expropiaciones de libros.
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VILMENTE ME LO CLAVÉ Por: Gäel Le Calvez Me da un poco de pena contarlo, pero es un libro que me prestó mi amigo muy querido Ricardo Nicolayevsky, el Diccionario de retórica y poética de Helena Beristáin, me lo prestó y luego lo peor es que cínicamente le mentí de que no lo tenía, y me dijo: Sí, te lo presté. Vilmente me lo clavé, porque lo necesitaba para mi tesis, lo bueno es que muchos años después se lo confesé, lo tenía entre mi biblioteca.
ME PARECIÓ ABSURDO DEJARLO Por: Daniela Bojórquez Se me pegó en la mano derecha La caída, de Camus. Llevaba un ex libris con caracteres ultra diseñados, de modo que decidí devolverlo una vez leído, pero tardé mucho: cuando quise colocarlo en el estante ya había otro La caída en su lugar. Me pareció absurdo dejarlo, así que aún tengo el ejemplar original, al que no puedo doblarle las esquinas de las páginas y mucho menos subrayarlo porque cada vez que lo abro leo el nombre de su propietario, que no es mi nombre.
DE QUE SE QUEDE PUDRIENDO AHÍ Por: Ismael Serna Yo soy un robador compulsivo de libros, en la FIL es cuando hago mi mejor negocio, la primera vez fue en la facultad de letras de la UNISON, aparte de que uno es de complexión gruesa, procura llevar suéter grande. No te miento, tenía por enfrente a Enrique Serna y por atrás el Popol Vuh, así los fui acomodando, mi frase favorita que aplico es “de que se quede pudriendo ahí, a leerlo en la casa, lo leo en la casa”.
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LAS TAPAS QUEDABAN HUMEDECIDAS POR EL SUDOR DE LA CULPA Por: Saúl Ibargoyen
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odo libro que se precie de serlo, aun bajo tapa y contratapa de elaboración cartonera, es como una musa dormida esperando la mano que la atrape para abrir su complejo corazón. Eso pensaba yo antes de consultar con mi nueva y paciente psicoanalista, por aquello de las culpas reales o imaginarias (¿no son todas reales?). Pero hasta ahora no he confesado los numerosos actos, no de cleptolector sino de vulgar adicto pleonéxico, en que solté mis represiones infantiles, mis cautelas de juventud y mi liberación de adultez. Agrego que la confesión, o sea la autodelación a efectuar paralizó hasta hoy mi culposa avidez de tener más libros. “Todo libro es una como una musa”, me justificaba, al salir de alguna librería con un volumen de poesía romántica bajo la camisa. En general, las tapas quedaban humedecidas por el sudor de la culpa, aunque en ciertos casos de extrema vigilancia de los encargardos de cuidar aquellos altísimos libreros o aquellas mesas demasiado vulnerables (ventajas de la verticalidad divina y limitación de la horizontalidad humana), era de táctica y estrategia adquirir añejas revistas literarias, a precio de ganga, para disimular el producto de la silenciosa cacería que mis ropas ocultaban. Eran libros apócrifos, es decir ocultos, no falsos. Todavía se conservan a sí mismos, peleando con el polvo de la eternidad y contra fugaces polillas analfabetas, un flaco volumen con los Rubayyat de Omar Kahyyam y unos sonetos del Cisne de Avon en tosca y preciosa edición bilingüe. A veces los hojeo y ojeo, releyendo en esos versos las sombras luminosas que me ayudaron a comprender la sustancia inaccesible de la poesía, así como la vera dimensión del ánima humana en su lucha desde todo el posible amor y contra toda posible injusticia. A veces también mis lentos dedos rozan los infinitos libros de las librerías de hoy, pero nunca serán los otros, los libros capturados como esas musas que entregan a nuestras orejas el sonido sagrado de la verdad descubierta.
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Por: Petr Kratochvil
SI LA DEJABAN IR ERA PORQUE ESE LIBRO LE CORRESPONDÍA Por: Milton Medellín
E
n mi primer semestre de filosofía en la Universidad Autónoma de Tlaxcala, venía recién llegado de S.L.P e inundado de un fervor chamanesco a causa de los nueve primeros títulos de Carlos Castaneda, el célebre antropólogo que de investigador pasó a aprendiz de brujo gracias a un indio yaqui llamado Don Juan Matus. Los otros tres libros restantes de la saga estuvie-
ron vedados a mí, a pesar de buscarlos en casi todos lados (incluso en el DF, en Ghandi y El Chopo, etc.) hasta que conocí a mi maestra de Lectura y Redacción, la maestra Alicia Morales. La maestra Morales era asidua seguidora de Castaneda y aficionada al minimalismo clásico-contemporáneo, dos cosas que nos acercaron en intereses y amistad. Ella fue quien facilitó el que pudiera leer los tres libros faltantes de la saga: Pases mágicos, La rueda del tiempo y El lado activo del infinito. Al llegar a éste último mi maestra me contó la forma curiosa en que fue adquirido: se encontraba en un Sanborn’s con el libro en la mano dispuesta a pagarlo, en una larga fila de cobro. Tenía prisa y los dependientes no atendían a su demanda de pagar la mercancía, por lo que decidió que si la dejaban ir era
porque ese libro le correspondía en algún modo. Y así fue. Salió con el texto en sus manos y nadie le pidió el libro ilícitamente sustraído del lugar, convirtiéndose en parte de sus hallazgos místicos, hasta que me lo prestó. A finales de semestre me encontraba leyendo el último de los libros prestados por mi maestra sin poderlo terminar a tiempo para devolvérselo en los exámenes finales. Al semestre siguiente, al buscar a la arquitecta Alicia, me enteré que había pedido un sabático y no estaría en la universidad. En el siguiente ciclo me enteré que ya no trabajaría en la escuela, y 10 después, aun sigo sin encontrar a la dueña de El lado activo del infinito, libro que cambiara mi percepción de muchas cosas, incluidas las nociones de préstamo y robo.
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HAY UNA NOSTALGIA DE LOS LIBROS AJENOS Por: Héctor Alvarado
He robado algunos libros que ni siquiera re-
cuerdo. Pero tengo presentes los que no me robé como almas que penan buscando todavía acomodarse en los estantes de mi casa: Elegías de Duino empastado en piel; la biografía de Rimbaud de Enid Starkie que publicó Siruela; Desolación de la quimera dedicado por Luis Cernuda; la Poesía completa de Pessoa en portugués. Hay una nostalgia de los libros ajenos, los que no podemos comprar porque no tienen precio, carecen de ese signo que los hace únicos: son propiedad de la pasión o la tristeza, han creado instantes de lucidez, tienen los ojos de otros, mantienen en sus páginas para siempre el silencio de la noche en que fueron amados por primera vez.
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Por: Petr Kratochvil
BUSQUÉ MÁS, EN TODO EL LIBRERO, EN TODOS LOS LIBREROS Por: Fernando Trejo
Desde hace varios años, en casa,
han desaparecido libros. Es una suerte de magia que uno nunca sabe responder. Mi madre Socorro posee una vasta cantidad de ejemplares, desde los ya consagrados escritores hasta los que apenas publican en fanzines y periódicos locales. Y es lógico que poco a poco, los libros más importantes hayan ido desapareciendo de la noche a la mañana, y es que en nuestra casa entra Juan y Pedro y uno nunca sabe quién de tantos logró meterse entre las bolsas del pantalón (o entre la trusa) algún importante ejemplar. Pasados algunos años, me encontraba sentado en una silla de escritorio en el estudio de un primo, hojeaba las revistas, dizque leía algunos libros, hojeaba las portadas, las contraportadas; nunca con la intención de apañarme nada,
aclaro; cuando sin esperarlo, sin razón alguna, uno de los libros del estante se deslizó sobre los otros y cayó sobre mis pies. Me agaché a recogerlo, lo abrí, me percaté que la primera hoja había sido arrancada, intuí cierto misterio, comencé a hojear, llegué a la mitad, página 68, “este libro pertenece a Socorro Trejo Sirvent”, sí, lo sabía, el libro era de mi madre, uno de tantos que habían desaparecido años atrás de su entrañable biblioteca. Me lo guardé dentro del pantalón, fajé mi cinturón para que no se deslizara, apretado casi a punto de partirme en dos. Busqué más, en todo el librero, en todos los libreros, en los escritorios, en el piso, debajo de las sillas.
irme a casa, de llevar a los huérfanos de estante materno a su sitio habitual, me detuve antes de atravesar la puerta. Subí las escaleras, entré al estudio, recorrí con la mirada la cantidad de libros, por un momento no me atreví a cometer tal acto, pero ya en mi posición de terrorista, escogí uno por uno, con suma tranquilidad. Al salir de la casa, mi prima estacionaba su llegada. Fer, ¿cómo estás? Hola, hola, muy bien, llevo prisa. ¿Quieres que te lleve? No, no, me voy caminando. Bueno, está bien, y sí, te va a servir, veo que estás embarneciendo. Y nunca jamás me había sentido tan bien al escuchar que estoy hecho un obeso y me fui sonriendo por toda la avenida.
Era como si de pronto alguien se hubiera percatado que ahí, en esa tierra fértil, había un suculento tesoro, y pala en mano escarbé cada escondrijo. Uno, dos, tres ejemplares. Cuatro, cinco, era increíble la cantidad de librotes, libros, libritos que habían sido desterrados de su lugar de origen. Me fajé todos alrededor de la cintura, cual iraquí suicida en el avión que porta 50 kilos de explosivos. Y así me sentía, un ultrajador de la literatura, pero vaya si eran de mi madre, qué más podía hacer. Entré al cuarto de mi primo, le pedí prestado un suéter para aparentar el sobrepeso. No hace frío, me dijo. Yo sí tengo, le contesté. Me lo puse. Dispuesto a POSDATA 23
NO ROBARÍA LIBROS A MANSALVA Por: José Kozer
Fui pobre, lo cual no justifica que
fuera ladrón de libros. Acababa de llegar a Nueva York, tenía 20 años, no tenía ni donde caerme muerto, pero había empezado a leer hacía unos años en la penumbra de un cuarto habanero, y ya no concebía la vida sin libros: sólo que en Cuba no tenía que preocuparme por comprarlos, papá pagaba, mamá me acompañaba a las librerías, mientras que ahora, ah apreturas del exilio, no tenía un penique partido en dos para alimentar el vicio virtuoso de la lectura. Dinero no tenía para seguir leyendo a Camus, última lectura antes de salir de Cuba, había por ende que recurrir al robo, ir contra uno de los mandamientos eternos: robar en todo caso era menos grave que matar o blasfemar de Dios, y no tan grave como desear, y con qué anhelos, a la mujer del vecino, que en el primer cuarto destartalado que alquilé en Manhattan, cerca del Bronx, era un pollo. Y bien, ni corto ni perezoso, y sin pensármelo dos veces, me dispuse, manos a la obra, a saciar el renovable vicio inmemorial de lector: las librerías de Nueva York eran una maravilla, anchurosas, caudalosas, ordenadas; las góndolas de libros y más libros estimulaban las glándulas salivares en cuanto se ponía un pie en aquel recinto del conocimiento, los precios eran asequibles, las ediciones magníficas, con 24 POSDATA
prólogos de primera fila, escritos por auténticos cátedras en el campo del libro publicado, las biografías producto de la auténtica, paciente averiguación, y no como los prólogos y biografías de pacotilla que se publicaban en lengua española, fárragos de palabrería en los que se hacía alarde de lenguaje retórico y banal a expensas de la investigación. Desde el primer momento, decisión de hurtar libros asumida sin el menor sentido de culpa, tuve muy claras dos cosas: que no robaría libros a mansalva sino sólo aquéllos que leería de manera sistemática, y que los robaría de acuerdo con un método científico que me permitiría hacerme propietario de esos libros corriendo el menor riesgo posible. Recuérdese que por aquel en-
bilingüe de Poeta en Nueva York de Lorca, Pushkin, Faulkner, Eliot, y por seguro mis primeras lecturas de literatura alemana en versiones al inglés): eso, con respecto a los libros que me disponía a leer en las próximas semanas, robándole tiempo al trabajo ganapán que consumía 10 horas diarias de mi existencia, cinco días a la semana.
Con respecto al método de hurtar, sencillo: cogía un billete de cien dólares, por supuesto el único que tenía, y lo colocaba, visible, prepotente y vanidoso, encima del rimero de libros que me disponía a pagar. Era importante que el librero viera el billete verde que le garantizaba mi solvencia, así como mi honradez: el tipo ese viene rumbo a la caja a hacer un buena compra. Y ya cerca de la alta tarima en que se situaba el cajero (todas las librerías de la época contaban con estas altas tarimas, auténticas torres de vigilancia) lo miraba a los ojos, recordando aquella enseñanza de Kierkegaard que dice que cuando miramos a un ser humano a los ojos, éste siente una suerte de vergüenza que lo obliga a bajar la vista: en efecto, el cajero bajaba la vista, y cuando la alzaba, como todo esto sucedía cerca de la puerta de entrada, o en catherineonline.com mi caso de salida, el potencial comprador de libros, yo, ya hatonces, hablo de la década de los 60, bía desaparecido. no había chips ni engendros tecnológicos que protegieran al librero contra el Llegué a tener una biblioteca robada menesteroso lector vuelto ladrón. de más de quinientos volúmenes, eso sí, todos leídos, subrayados, converAsí, intrépido, sagaz, habré entrado en tidos en poemas, transformados en mi primera librería del Village, calle 8, linfa del sistema circulatorio, aire del esquina a Avenida de las Américas, y sistema respiratorio, bolo del sistema tras un corto recorrido de unos quindigestivo, y residuo del proceso de asice minutos máximo, enfilaría rumbo a milación y excreción por el que pasa la caja contadora, haciéndome el que todo lo humano, robar libros incluido. iba a pagar, un alto de libros entre las manos (los Diarios, dos volúmenes, de Gide, los Diarios de Camus, la edición
LOS SAQUÉ HASTA MI CASA DE ENTONCES Y SIGUEN CONMIGO Por: Alberto Chimal Hace muchos años trabajé en una escuela “tecnológica”: en ella conocí todas las tonterías del México actual con al menos diez años de adelanto. Por ejemplo: El departamento de difusión cultural de la escuela, que era pequeño y hacía poco, tenía una biblioteca propia, informal, diminuta y especializada: teatro, literatura. Un día, a algún genio administrador se le ocurrió que dicha biblioteca era redundante (supongo que querría el espacio para otra cosa) y había que “limpiarla”: deshacerse de todos los libros que no fueran “útiles”, es decir, de materias técnicas, y reintegrar los “útiles” a la biblioteca “oficial” del plantel. Esto quería decir que todos los libros de la biblioteca alterna, puesto que eran de las inútiles humanidades, iban a ir a dar a la basura. Ofrecí encargarme de sacar los libros; los saqué hasta mi casa de entonces y siguen conmigo: varias obras de Ionesco, Escenas de pudor y liviandad de Monsiváis y bastantes otros. He oído que la escuela mantiene hasta hoy esa política de podar sus bibliotecas y eliminar lo que no esté de moda o se consulte poco, lo que es más o menos como hacerse lobotomías periódicas; lo que yo hice no es exactamente un robo, creo, pero desde luego no me arrepiento.
TRAIGO EL DICHOSO LIBRO BAJO EL BRAZO Por: Hugo Plasencia Debo de confesar que he sido víctima y victimario de la cleptomanía. En una ocasión, tuve la mala ocurrencia de prestar Los clásicos de Dostoievski que recopilaba toda la obra del autor, pero no sólo eso, sino que fue mi libro iniciático en los avatares de la lectura, por lo que tenía un valor más que simbólico, ya que a su vez yo se lo había “tomado prestado” a mi hermana (sin devolvérselo como lo hicieron conmigo). Años después en una librería de la FIL (Feria Internacional del Libro de Guadalajara), tomé un libro de arte sobre la obra de Gustav Klimt, en eso llega mi amiga la escritora Karla Sandomingo, empezamos a conversar y a caminar por los pasillos de la feria, como buenos lectores que se precien del arte flâneur, cuando nos despedimos ya afuera de la feria y de dicha librería de cuyo nombre no me quiero acordar, me doy cuenta que traigo el dichoso libro bajo el brazo, mismo que después me pidió prestado mi ex novia que tenía cara de cajera de Gandhi, claro sin devolvérmelo.
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CUANDO SE LO PEDÍ NO ME LO QUISO PRESTAR Por: Liz Durand Goytia Iba en el autobús rumbo a Acapulco, de fin de semana, eran finales de los años setenta. Mi compañero de asiento dejó de ser un desconocido luego de una hora de viaje, y supe que se apellidaba Piedra, lo que me pareció un lindo apellido, tanto que no recuerdo su nombre. Cuando llegamos a Acapulco ya habíamos intercambiado teléfonos para contactarnos en la ciudad de México. Teníamos muchos intereses comunes, entre ellos la lectura, y cuando nos volvimos a ver él me prestó un libro que le encantaba y se llamaba La casa de Matriona. Sólo que cuando lo terminé y se lo quise devolver ya no pude localizarlo en su mismo teléfono, pero recordé las señas de su domicilio y acudí a entregar el libro que tanto le gustaba, sin conseguir verlo. Como en esa casa lo conocían, ahí dejé el libro y nunca volví a saber de ninguno de los dos. Sin embargo, lo tuve por buen tiempo, pero me remordía mucho la conciencia no devolver lo prestado y al fin pude descansar. El otro libro es de Ágata Christie, de Ediciones Aguilar, con forro parecido a piel en color rojo, y lo tomé del librero de mi tía Olga Goytia, gran fan de la lectura, porque cuando se lo pedí no me lo quiso prestar. Creo que hasta la fecha no sabe que yo lo tengo, y mi mudanza del DF a Baja California desde hace tantos años me ha impedido devolverlo, aunque quizá en el fondo pienso que, al fin y al cabo, todo queda entre familia.
ME PARECIÓ MUY CARO, ASÍ QUE LO ROBÉ Por: Amalia Bautista Mi memoria debe de ser muy selectiva y muy benevolente conmigo misma, porque no recuerdo haberme adueñado o no haber devuelto algún libro. Claro que, en compensación, mi memoria también es muy generosa, porque tampoco recuerdo los libros que alguna vez presté y nunca recuperé. Lo más cercano a este tema es lo que me dijo un amigo: —El otro día fui a comprarme tu último libro, pero me pareció muy caro, así que lo robé —. Se lo agradecí de corazón.
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ES MEJOR QUE SU LIBRO LO TENGA YO Por: Elia Martínez-Rodarte Hace poco puse una línea lapidaria en el twitter: “Acabo de darme cuenta que tengo muchos libros que me he robado... laila, raila lai la lala, laira la la...” Aunque la gente lo interprete como el gesto del asesino en serie que desea ser capturado, creo que no debe ser algo críptico el hecho de que me acompañan muchos libros que no eran míos. Si tanta gente posee mucho de lo que les di, ¿por qué no he de tener algo de ellos? Es como un acto de amor, a veces postmortem. Algunos me han dado muchos conflictos: un amigo me dejó de hablar hasta que le regresé uno de los ejemplares que me había prestado; otro compadre se fue a Barcelona tras una larga rehabilitación cerca de la playa, y me dejó parte de su biblioteca: cuando pregunta ¿dónde habrá quedado Equis Título de Tal Autor?, yo me callo, ¿para qué arruinarlo todo?; otros más están en una caja esperando el día en que me anime a entregarlos. El asunto sobre los libros robados y no devueltos es la historia de nuestras relaciones con las personas: a unos les hemos robado; a otros les hemos hecho perdediza su literatura haciéndoles que crean que es su culpa ese extravío; a otros de más allá les hemos prometido que quizás devolvamos lo sustraído. Sé que en el fondo, esas generosas personas pensarán que es mejor que su libro lo tenga yo.
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“YA CASI LO TERMINO”, MENTÍA YO Por: Federico Patán
Eran los cuarenta y vivía la tranquilidad de mi infancia en la casi ciudad de Perote, en Veracruz. Por entonces ya leía, comics de modo mayoritario, pero algún libro se deslizaba hacia mis manos y también le hacía caso. Un amigo, llamado Alberto, me dijo en cierta ocasión: “Te voy a prestar algo que te va a encantar, pero júrame que me lo devuelves nada más lo acabes.” Desde luego, lo juré y en mi poder quedó Corazón, de Edmundo D’Amicis (Italia, 1846-1909). La edición era de formato pequeño y llevaba por subtítulo el de Diario de un niño.
Ajeno como era entonces al concepto de cursilería, las historias narradas por el autor me sacudieron mucho, a la vez que me demostraban lo valiente e indispensable que puede ser un niño. ¿Qué del cuento llamado “De los Apeninos a los Andes”, donde quedaba demostrado el triunfo del empeño por superar todo obstáculo que intentaba
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mantener al protagonista alejado de su madre? Alberto, cada pocos días, me preguntaba qué ocurría con su libro. “Ya casi lo termino” mentía yo como respuesta. La verdad era que no quería devolvérselo. Cada relectura me prendía más a esa obra. “En serio, devuélvemelo ya”, insistía Alberto una vez a la semana y luego dos y luego tres. Mis padres me anunciaron que nos íbamos a la capital, donde intentarían la aventura de volverse ricos. Listas ya las maletas, salimos a la parada del autobús. El miedo acompañó mi acercamiento a ese lugar, pues en mis manos llevaba el libro de Alberto. Miraba yo en torno, deseoso de que no apareciera el dueño y la suerte me acompañó. Subimos al autobús y arrancamos hacia lo que nos esperaba en el Distrito Federal. Maté el aburrimiento del viaje releyendo los cuentos que de ese libro prefería. Crecí y, por lo tanto, cambié. Tanto que en cierta ocasión, al releer a D’Amicis, me empalagué con su cursilería y guardé el libro en la parte menos frecuentada de mi librero. Pasó el tiempo. Mi librero estaba por entonces a tope y decidí eliminar los libros que no me satisfacían ya. A la mente me vino Corazón y no titubee en quitármelo de encima. Vano fue mi intento: el libro no aparecía por ningún lado. Busqué
en los lugares más insólitos y nada. El misterio llegó para quedarse y al escribir esta nota sigo preguntándome: “Y ¿quién me lo robaría?”
AL OTRO DÍA SIGUIERON EL SEGUNDO, TERCER Y CUARTO EJEMPLARES Por: Gonzalo Soltero En mi colegio se organizaba una feria anual de libros en inglés. Faltaban décadas para que llegaran Internet, las librerías en línea y la apertura de fronteras al comercio, así que los libros extranjeros valían una fortuna. Aunque me daban algo de dinero para comprar, nunca era suficiente. Así que extraje mi primer libro. Mi corazón resistió semejante taquicardia sólo por ser tan joven. Pero cuando el libro llegó a mi casa sin mayores consecuencias y vi que eso era posible, al otro día siguieron el segundo, tercer y cuarto ejemplares. A partir de entonces se volvió una tradición anual. Aunque ahora el acceso a libros en otros idiomas es prácticamente ilimitado, algo sigue igual que entonces: la impunidad de los cleptolectores infantiles. En este país nadie concibe que un niño quiera robarse libros.
Por: Vera Kratochvil
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EL LIBRO ESTUVO APARECIENDO Y DESAPARECIENDO Por: Eliana Maldonado Yo la verdad, nunca me los he robado, pero como soy profesora de física y matemáticas, en mis clases de física los primeros 10 minutos suelo leerles a los alumnos libros de literatura. Resulta que trabajaba en una zona muy deprimida de Medellín, los estudiantes escuchaban la lectura del libro para retardar la clase de física, pero el libro les fue interesando a tal punto que se lo robaron, una semana después lo volvieron a poner en mi escritorio, proseguí la lectura, y otra persona se lo robó, y el libro estuvo apareciendo y desapareciendo durante seis meses.
QUE HURTARA, SÍ, QUE HURTARA Por: Livier Fernández Topete Un caballero –mi padre no– leonés, permitió ingenuamente que eligiera de entre sus libros, unos cuantos prestados. Quise armar un pequeño Curso de literatura afectiva y para la Sexta Bandera que izaba el sexto de los títulos, A espaldas del amor de hija supe que nunca los devolvería. Ursula Mirouet miró mis intenciones y reiteró que con o Sin amor asumiera La comedia humana a la que las letras convocan, que hurtara, sí, que hurtara, Por el honor del nombre Literatura.
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NO UN LADRÓN, SINO UNA PERSONA ÁVIDA DE SABIDURÍA Por: Javier Acosta La escena se desarrolla en la Biblioteca Pública Mauricio Magdaleno, de la bizarra capital del estado libre y soberano de Zacatecas. Se supone que ahí encontraría un espacio adecuado para estudiar la Teoría General del Derecho –del insigne licenciado Rojina Villegas–, que en mis tiernos 17 años debería leer a diario para no ser desollado ante la clase de primer semestre por el –no menos insigne– licenciado Gutiérrez. Y ahí, en la misma mesa de lectura, me encontré abandonado el Nuevo recuento de poemas de Jaime Sabines. Sólo por retrasar mi obligada sesión de estudio, lo abrí al azar, por la parte de Adán y Eva. Podría argumentar en mi defensa eso que decía Vasconcelos –y a esa edad ya sabía bien eso que Vasconcelos decía–: “Quien roba un libro no es un ladrón, sino una persona ávida de sabiduría”; pero no fue precisamente la sabiduría, sino la belleza, la que de pronto y para siempre, me inundó de sed. Procedí por instinto, a sabiendas de que el jefe de la sala general daba rondines entre los lectores: arranqué lenta y cuidadosamente la primera página de todas esas que con ardiente paciencia me llevé luego a casa, entre mis apuntes de Teoría General del Derecho, que cumplía con colmar –ya desde entonces– mi anorexia de sabiduría.
ACOMODÉ LA COSA PARA QUE SEA VEROSÍMIL Por: Iván Oñate Tengo una anécdota perfecta, mi mejor cuento que ha sido traducido, llevado al cine, se titula La fiel literatura y trata de un señor que roba un libro en un supermercado, es el que más éxito ha tenido, pero eso me pasó a mí en realidad, obviamente que exageré y muere mi personaje, porque roba el libro en un supermercado y no en una librería porque sería inverosímil que pasé algo tan grave en una librería, entonces yo le acomodé la cosa para que sea verosímil. El libro que me robé fue El extranjero de Albert Camus.
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¿DEBO REGRESAR TODO LO QUE APRENDÍ Y GANÉ GRACIAS A ÉL? Por: Hugo Alfredo Hinojosa No conozco a nadie honesto. Todos me dicen que comenzaron su vida literaria leyendo a los grandes autores contemporáneos. Yo no. Sinceramente no. De niño me interesaba más la vida de Bruce Lee, el triángulo de las Bermudas o el último número de Video Risa, que los trabajos de Paz y Borges; a decir verdad eso no ha cambiado, igual no me interesan. Perdía mi tiempo viendo a Benny Hill y a Mel Brooks. Recuerdo bien cómo organicé mi mayor robo literario, eso sí lo recuerdo. En Mexicali vi por primera vez El tambor de hojalata de Günter Grass, en la librería universitaria y, al pasar de tres días, tenía el libro en mis manos y lo devoré. Me cambió la vida, sí. Hasta la fecha es mi autor de referencia. Exactamente siete meses después del robo conocí a Castañeda, el dueño de la librería. No pude hacer nada más que darle las gracias en mi mente por tener un sistema de seguridad tan falible. Pero otros libros, señor Castañeda, sí los pagué. Ahora comprendo el dilema de Stephen Dedalus. ¿Si robé un libro, debo regresar todo lo que aprendí y gané gracias a él? ¿O sólo pago el libro y ya?
PENDEJOS, NI PARA ROBAR SIRVEN Por: Zacarías Jiménez Leo había lanzado el reto a Elías y a mí: el que no robe, mejor que deje de llamarse hombre. Y tuvo sentido vagar por los estantes de la antigua librería Cosmos como entre escorpiones, ante autores desconocidos que serían bautizados por el temor de nuestros dedos: Mario Vargas Llosa me ofreció su cuentario Los jefes, o eso creí cuando lo pesqué. Con temblor que medía el abismo, tuve en mi bolsillo el ejemplar. Leo, sin embargo, no se ahorraría sus indirectas, con sus doce libros robados. Elías hurtó una historia medioeval acorde con el “Pendejos, ni para robar sirven” de Leo. En ese latrocinio se reafirmó nuestra amistad. Después, Leo dio otro golpe en el que consiguió Poemas en prosa, de Jaime Sabines, y Cartas desde la locura, de Vincent van Gogh, para regalármelos. Nunca sabrá cómo me adelantó camino en la cárcel de las palabras. No recuerdo el año, no quiero, no quiero recordar que ya murieron, uno sin tumba y el otro presa del cáncer. / La antigua librería Cosmos, sita en Padre Mier, abasteció a los jóvenes para los que la lectura fue la carnada mayor. Todavía no estábamos enfermos de literatura, pero los libros fueron bálsamo para no sentirnos paridos con odio.
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YO ERA BASTANTE BUENA PARA EL OFICIO
Por: Margaret Randall
De joven a menudo robaba libros. Era la época o qué sé yo. Pero tenía mi moral: no iba a robar de una librería independiente, y menos a un individuo fuera amigo o no. En esta moral de la época, las grandes cadenas eran los únicos blancos aceptables, tienen dinero, razoné, y yo no. Yo era bastante buena para el oficio; me jactaba de poder salir de una librería enorme con un libro sobre arte de la India de gran formato. Un coffee-table book.
He pensado muchas veces desde entonces en mi historia de ladrona. Cada vez que le presto un libro a alguien y no me lo devuelve, cada vez que busco un libro y no aparece y finalmente tengo que concluir que alguien lo tomó de la casa, siento de alguna manera que esa gran editorial en el cielo me esta castigando por mis pecados de juventud. Me apena confesarlo, pero ya no presto libros a nadie. Tampoco robo ya. Pero como escritora me han robado libros de todo. Hace años, por ejemplo, alguien me mostró una edición turca de un libro mío. Una editorial en Istanbul se lo había apropiado sin más, ni menos. Lo llamábamos piratear. Yo vivía de mi obra, y como muchos, no vivía muy bien. Pero no pude sino sonreír pensando en que algunos turcos leían ese libro. Muchos años después, estando en Turquía, me di cuenta que el libro había tenido varias ediciones y que todavía se encontraba en las librerías. Entonces hice contacto con el director de la editorial, quien súper cortes me pagó todos las regalías. Un robo que termino muy bien.
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QUIZÁ POR ESO SOY SUBGENERISTA LITERARIO En el 2000, después de una función de teatro en la Casa de Cultura de Chilpan-
cingo, retiraba mi maquillaje. Vi una caja en el camerino. La destapamos entre cinco personas. Había libros viejos, enmohecidos. Bastantes. Al final, entre papel periódico, encontré un documento que quería desde hace años: Aspectos de la novela, de E. M. Forster. Fingí que no me interesaba. El director de la Compañía Estatal de Teatro nos pidió acelerar el cambio de ropa porque ya estaba listo el camión para salir a Taxco. Fui el último en abandonar camerino. Llevaba el libro entre mis ropas holgadas. Lo guardé en la mochila y listo. Salió a la luz dos días después, ya en Acapulco. Hojeaba el libro cuando descubrí que no estaba completo. Había páginas en blanco. Sólo poseía la mitad de ese tratado. Enojado, fui a la Casa de Cultura del puerto, entré a la biblioteca y dejé el volumen. A mitad de camino a casa me arrepentí. Volví a la estantería del centro cultural y me lo llevé. Sentí nervios, pero en Acapulco las bibliotecas son sitios muy concurridos. Ese libro me ha servido para imaginar qué hay en la primera parte. ¿Qué analiza Forster? ¿Por qué? ¿Cómo? No he encontrado un ejemplar completo de ese texto. Quizá por eso soy subgenerista literario. Escribo de violencia, de terror y de amores inconclusos. Por: Federico Vite
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ME ECHÉ EL REMOLÓN PARA NO DEVOLVER ALGÚN LIBRO Por: Luis García Montero
La verdad es que tengo que reconocer que
he robado buena parte de la biblioteca de mi padre, yo me aficioné por la lectura, entre otras cosas porque mi padre tenía una buena biblioteca, había ido coleccionando las obras completas que editaba Aguilar encuadernada en piel y reconozco que he saqueado esa biblioteca porque me apetecía conservar los libros, donde por primera vez me acerqué a Federico García Lorca, Lope de Vega o a los clásicos españoles, después me eché el remolón para no devolver algún libro que me han prestado, por ejemplo una edición del libro sobre Rafael Alberti, y quiero decir también, lo confieso con vergüenza, al final del colegio y a principio de la universidad en algunos tenderetes que ponían en Granada para las fiestas de Navidad, cuando no tenía dinero, salía con un abrigo que tenía los bolsillos rotos y acercándome al mostrador me solía llevar algún libro por dentro del abrigo, después del año 78 entré a trabajar en una librería y comprendí que el negocio del libro suele ser para la librería un negocio ruinoso, que los libreros trabajan muy poco margen de beneficio y desde entonces supe que no se puede robar libros y desde luego lo que me ha enseñado la vida es a no prestar nunca un libro al que le tenga cariño porque hay que ser muy tonto para devolverlo.
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Por: Petr Kratochvil
iempre quise leer una novela de Juan Marsé que se llama Si te dicen que caí, yo lleSENTÍ QUE S vaba en clase Perdidos con un solo juguete y Las últimas tardes con Teresa, pero siempre llevar la otra, pero no encontraba el libro o estaba demasiado grande para los ERA COMO quise alumnos, porque veían muchas más cosas. Ahora que fui a la entrega del Premio Cervantes con José Emilio Pacheco (me tocó hacer la antología para el Instituto Cervanantes de irme me alcanzó la editora del Fondo de Cultura Económica de España UN SIGNO tes), con un regalo y era que el libro de publicado por el Instituto Cervantes con la Universidad de Alcalá y el Fondo DE ALGO Marsé, de Cultura Económica de España, incluía las notas de censura, las cartas franquistas, fue un regalo inmenso.
Me lo llevé para leerlo en las vacaciones y cuando lo estaba terminando (la primera hoja, la camisa del libro estaba casi herméticamente cerrada por la cubierta), lo abro completamente porque el libro se me cae y me doy cuenta que el libro tiene una dedicatoria de Juan Marsé, la dedicatoria era para la hija de Marcelo Díaz, el director del Fondo de Cultura Económica de España, yo me divertí mucho con la anécdota, además sentí que era como un signo de algo, porque viene la letra de él y su firma, entonces el regalo traía doble carga afectiva. Por: Minerva Margarita Villarreal
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QUISIERA PENSAR QUE FUE UN OBSEQUIO Por: Stasia de la Garza onfieso que me siento culpable cuando recuerdo haberme quedado con un libro que me prestó amablemente, sin condiciones, una persona gentil y sonriente, sabia y generosa. Para no maltratarlo, forré el libro con papel de china rosa mexicano, de tal manera que siempre destacó en mi librero, en las cajas de la mudanzas al vaciarlas, en la mesa de noche junto con otros en espera de ser leído. No lo regresé, lejos de ello, lo atesoré como la extensión de quien me lo prestó, que sospecho, siendo esa persona una lectora voraz, siempre supo que no regresaría a ocupar su lugar entre sus elegantes y gastados libreros. Quisiera pensar que fue un obsequio. El lomo rosa mexicano es un recordatorio permanente de mi deliberada omisión. Fiel a mi educación judeo-cristiana, su color llamativo es un llamado permanente al sentimiento de culpa de una acción que todavía bautizó como “omisión” y que es, en realidad, un robo. Hay cierta perversión en no regresarlo.
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EN MEDIO DE LA MÁS INÉDITA SOLEDAD EN MI VIDA Por: María Clemencia Sánchez
Si hay mentiras piadosas, hay tam-
bién, digo, robos piadosos. Aunque el mío no fue propiamente un robo en el sentido estricto de la palabra, terminé siendo dueña de un objeto que, en ley, no era mío. Auggie Wren’s Christmas Story de Paul Auster llega a mí por una serie de eventos sucedidos como en un efecto dominó, abriendo la caja china del misterio que este autor ha representado en mi vida. Como en el cuento de Auster, es Navidad y afuera de mi ventana hay una temperatura de por lo menos 15 grados bajo cero. Leo entre tanto en internet una columna del escritor argentino Tomás Eloy Martínez, titulada “La vida interior de Paul Auster”. Termino de leer la columna y una sensación de ansiedad me hace mirar de nuevo por la ventana. Pronto se acabará esa escasa luz que acompaña los días de invierno en esta ciudad del norte de América. Voy entonces a la pequeña biblioteca de mi barrio poco antes de que cierren. Entro en el catálogo electrónico. Autor: Paul Auster. Resultados: one item. Estatus: disponible. Voy y tomo el libro, el hermoso y pequeño libro lleno de color y de unas ilustraciones fabulosas. Espero en la escasa fila para retirarlo mientras la sensación de felicidad me invade pensando vagamente que ese libro sería mi única compañía en esa noche desolada de Navidad en un país que no es el mío y en medio de la más inédita soledad en mi vida. La mujer que me recibe el libro, vaya uno a saber que vio en mi rostro, hace el gesto de registrar el préstamo del libro, me sonríe, y me dice “Mery Christmas”, me dice. “Mery Christmas” le digo. Salgo. 38 POSDATA
Esa noche devoro la hermosa historia de la historia que refiere a otra historia sucedida a Paul Auster, o al narrador que finge no ser Auster. La historia final, la última caja china, diríamos, de todas las cajas, es la historia de un ladrón inexperto que deja en su huída, los datos de su residencia y casi las piezas de su vida para ser armada por quien se encontrara su billetera al pasar. Este azar desata el conmovedor encuentro de dos seres solitarios en plena noche de Navidad: una anciana ciega y un vendedor de cigarrillos. Este último, al pretender devolver la billetera de su virtual ladrón, se encuentra con la anciana que parece ser la abuela del ladrón. Su indefensión y su ceguera sirven de pretexto para que el vendedor de cigarrillos, en su gesto de honestidad, termine desarrollando un gesto aún superior, la bondad. Los dos pasan la noche juntos en medio de una acogedora cena y una prolongada conversación. Al terminar de leer el texto de Auster recordé el texto de Tomás Eloy: Hace apenas 15 años, el presidente Bill Clinton abrió las puertas a todas las artes. Era un lector insaciable, alguien que podía citar de memoria párrafos enteros de Faulkner y el comienzo de Cien años de soledad. En el presidente George W. Bush y el vicepresidente Dick Cheney, el conocimiento pareciera en cambio equivalente a una pérdida de tiempo. ¿Para qué saber cuando se tiene el mundo en un puño? Esa indiferencia es contagiosa. Auster lo percibe y lo lamenta: “Los Estados Unidos se han ido aislando tanto, que ya sólo están interesados en ellos mismos. La curiosidad por los demás se ha reducido. La cultura de los otros no se entiende y esa ceguera se traslada también a la política”. Auster no ha dejado, de todos modos, que los conflictos del mundo se apoderen de sus personajes. El mundo los envuelve, como el capullo de una crisálida, pero los seres de sus novelas están sumidos en el amor y en los tropiezos con el azar. Sólo en Bro-
oklyn Follies los desgarramientos de la realidad ascendían a un primer plano. La novela se cerraba a las 8 en punto de la mañana del 11 de septiembre de 2001, 46 minutos antes de que el primer avión se estrellara contra la torre norte del World Trade Center, en Manhattan. La historia había dado vuelta a la página, pero en la ficción el aire seguía inocente y azul. PS: Quince días después de esa navidad leyendo a Auster, me disponía a devolver el libro a la biblioteca, pero antes quise verificar en mi cuenta en internet la fecha exacta para devolverlo. Para mi sorpresa el libro no había sido registrado por la mujer que, esa noche me sonrió, y vaya uno a saber si leyó en mi rostro, que ese libro me pertenecía desde siempre.
HUBIERA PREFERIDO MEDIA HORA DE CACHETADAS Por: Francisco Serrano
De niño me gustaba mucho leer “Video Risa”. En esa
revista de caricaturas parodiaban las películas y las series televisivas del momento. Nada más de mañoso robé dos o tres ejemplares. Mi técnica era traer un cuaderno mientras hurgaba en los estantes de esa revistería nicolaíta; luego guardaba con sigilo ese pasquín entre las hojas de la libreta; seguía curioseando despacito y luego me retiraba con toda naturalidad. Un día el truco no salió: me llamó una empleada de esa tienda para llevarme con la dueña a la caja. Revisó mi libreta y halló sin problema la edificante revista. Hubiera preferido media hora de cachetadas a escuchar su sermón hiperbólico. Salí muy avergonzado. Duré muchos años sin regresar a ese lugar. Pero no cambié mucho con el paso del tiempo.
HE SIDO APARTE DE LADRÓN UN MENTIROSO Por: Francisco Meza
Obviamente las bibliotecas municipales siempre han sido
objeto de todos los poetas pobres del país, aparte es un crimen que los mismos escritores y artistas consideran que no debiera perseguirse, sin embargo he sido aparte de ladrón un mentiroso al hablar de libros que no he leído y sobre todo presentar libros que no he leído, por respeto a esos autores no diré sus nombres, sin embargo he terminado con abrazos, apapachos y agradecimientos por mis comentarios puntuales sobre sus obras, entonces ahí hay robo y mentira.
Tuve una experiencia mutua con Mijail Lamas, una vez que estaban sacando los libros de la biblioteca de la Facultad de Letras, que eran las Lecturas de la UNAM, Mijail presto y rápido tomó unos 100 plaquetes y corrió con ellos, me dio la mitad, yo le dije, ¿qué estamos haciendo?, a lo que él me dice, corre y pues corrimos y ya cuando estábamos haciendo la repartición, yo no quería la parte del botín por una cuestión moral, pero Miajil me dijo que no fuera torpe, que me llevara lo que me correspondía, fue muy rico porque conocí a autores muy valiosos, Wallace Stevens, Rilke, Cuesta.
ME DABA MUCHA RABIA DEVOLVERLO Por: Eduard Sanahuja
Un tocayo, me prestó un libro de Seix Barral, titulado Lí-
ricos griegos arcaicos donde descubrí a un poeta llamado Arquíloco que me dejó absolutamente entusiasmado, ese libro lo tuve mucho tiempo, en una mesita de noche, tanto tiempo que al final me daba mucha rabia devolverlo, el amigo se dio cuenta y un día me dijo, ¿tienes de casualidad aquel libro que te regalé?
RAYUELA Y GARCÍA MÁRQUEZ Por: Margarito Cuéllar
Los primeros que me robé fue el de Rayuela y uno de García Marquez, uno de una librería y el otro era de la casa de algún amigo.
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VERDADERO BOTÍN DE GUERRA DESPUÉS DE LA RUPTURA Por: Liliana Pedroza
Abrió la puerta y entramos con cierto temor a ser descubiertas. No había muebles, pero allí estaba la sensación de desorden. Atravesé la sala arrastrando algo pegajoso en la suela del zapato. Miré hacia abajo, el piso podía medirse por capas geológicas. M encendió la luz del cuarto, allí estaban dos grandes libreros. M volteó a verme. “Comencemos”, le dije.
M había rentado el departamento que dejaba un antiguo profesor de la universidad. Por la dificultad y los precios para alquilar en el centro de la ciudad dicho profesor –que llamaré D– le hizo creer que le hacía un favor. Corría la primera semana de enero y D no terminaba de abandonar la casa aún cuando él ya no era quien pagaba la renta. Una de las condiciones era que M no podía mudarse hasta que él recogiera sus últimos objetos, a decir: un rebozo a lo Frida Kahlo, tieso por efectos del tiempo y el polvo adherido; una caja con latas para reciclar; una mesa y dos libreros repletos. ¿Pero por qué D no iba por el resto de sus libros? M me contó que D se había mudado a una casa de interés social con su nueva pareja, Z, de la misma profesión que él. Ambos habían juntado sus libros y sus genes y, aparentemente felices, estaban empezando una nueva vida. Los libros casualmente olvidados habían pertenecido a la anterior pareja, colega también, de D que, por razones desconocidas no volvió por ellos. Aquello era, lo que puede decirse, un verdadero botín de guerra después de la ruptura. Z lo sabía y no iba a permitir que entraran ninguno de esos libros a su nueva casa. D, entonces, debía tomar una decisión. Pero a mediados de enero D no daba ninguna señal y M estaba más que molesta. Supe de los libros mientras tomábamos unas cervezas en el bar de la esquina de su departamento. Eran las dos de la mañana y supe que teníamos que tomar venganza. O una pequeña retribución por las molestias, dicho de otro modo. Así que atravesando el frío de aquella madrugada salimos del bar y nos encaminamos al lugar de los hechos. M abrió con el juego de llaves que le había dado anteriormente el portero. El departamento, ya lo describí, era una cueva sucia. Aquello no tenía más ventaja que su ubicación en la ciudad. M encendió la luz y comenzamos a revisar. Como ella había estudiado otra disciplina los títulos que miraba no me eran atractivos. Sin embargo, sabía que como partícipe, debía llevarme por lo menos unos cuantos. En cambio, M, como niña en dulcería, no sabía qué elegir de entre todo ello. Sin bolsas donde llevarlos, cargamos más de una decena de libros hacia mi casa, calle abajo. Tambaleantes por el alcohol, la euforia y los zapatos altos, sabíamos que nuestro botín de guerra era también un homenaje a su propietaria primigenia. También sabíamos lo que nos esperaba con D, poco amante de la limpieza pero con una memoria impresionante. Imaginamos su ira y reímos. Esa noche, no sé M, pero al menos yo, dormí como una santa. 40 POSDATA
Por: Anna Cervova
A ROBARLO, POR UN PRINCIPIO ÉTICO Por: Juan Manuel Roca o he sido un muy mal ladrón de libros porque soy un tipo cobarde, pero es la mayor tentación que siempre siento al entrar a una librería, sin embargo una vez, recuerdo precisamente la fecha, Diciembre del 73, en Medellín, en la Librería Nueva, donde después iría a trabajar, eh, paseé, cuatro veces mirando en una vitrina un libro y no tenía ni un peso para comprarlo, por supuesto no lo compré, no me lo robé, pero cerraron esos días por Navidad y esperé a que pasara ese largo Diciembre, para llegar no a comprarlo, sino a robarlo, por un principio ético, y era Diario de un ladrón de Jean Genet, y yo pensaba que no podía comprar ese libro, que para hacerle un homenaje a Genet, tenía que robármelo. Me lo robé, y cuando salí le echaron la culpa del robo a un amigo poeta, que no quiero mencionar, porque a los tres días volví y dijeron: ese poeta amigo suyo, dio varias vueltas alrededor del libro que se desapareció. Confieso mi cobardía, nunca dije que era yo.
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LE PROMETÍ QUE NUNCA ROBARÍA MÁS QUE LIBROS Por: Valeria Luiselli
Antonio me enseñó a robar libros. Era sencillo: buscabas la etiqueta con chip, la despegabas mientras fingías hojear el tomo, y luego te lo metías en el bolsillo interno del abrigo. En caso de que tu abrigo no tuviera bolsillos internos, bastaba una bolsa, de preferencia sin cierre, terciada sobre un hombro. Había que tener cuidado porque en ocasiones los libros escondían más de una etiqueta con chip.
Antonio y yo compartíamos un departamento en un barrio más bien desolado de Barcelona. Un barrio desolado, pero modestamente alegre: alejado del barullo histérico de esa ciudad que parece estar siempre celebrando algo. Antonio me prestaba un cuarto en ese departamento a cambio de que yo me encargara de preparar los desayunos. Él pasó el verano filmando una película que no terminó porque se murió su personaje principal, y yo trabajaba en un bar lleno de posibles personajes principales de películas como las que quería filmar Antonio. Por las mañanas, antes de salir a trabajar, yo preparaba un licuado de frutas para ambos. Cuando se terminara el verano yo tenía que mudarme a Madrid. Estaba inscrita en los cursos de filosofía de la universidad. Tenía una casa. Tenía maletas en esa casa. No tenía ningún libro y eso le preocupaba a Antonio más que a mí. Un día robamos tres libros en FNAC para mi futura biblioteca. Sonó una alarma y seguimos caminando. No nos pasó nada. Seguimos robando en
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FNAC, y luego en otras librerías. Teníamos suerte y teníamos diecinueve años. Hacia el final del verano, éramos dueños de una de biblioteca de más de treinta libros, que nos íbamos a dividir por la mitad cuando yo me fuera a Madrid. Había un par de clásicos: El buscón don Pablos y un tomo de sonetos de Shakespeare. Había otros que nos habíamos robado porque nos gustaban los títulos, pero entonces ni siquiera conocíamos a sus autores: Un aprendizaje o el libro de los placeres, Cómo me hice monja, Las pequeñas virtudes. A veces, Antonio se avergonzaba de sus prácticas bibliopiratas, porque le había enseñado a su hermana cómo robar libros y ella había empezado a robar ropa y perfumes en el Corte Inglés. Le prometí a Antonio que nunca robaría más que libros. Antes de irme a Madrid, elaboramos una lista de restricciones: 1) Ningún autor vivo 2) Ninguna editorial independiente 3) Ninguna librería chica Antonio me acompañó a la estación el último día del verano. Nos dimos un abrazo, y él me extendió una bolsita de plástico que abrí a medio camino. Adentro encontré un sándwich, una manzana, un yogurt, y Cómo me hice monja, que él se había robado y le había tocado a él en el reparto final de libros. Abrí el tomo y leí la dedicatoria: “Para Valeria, este autor vivo, en editorial independiente.” El primer libro que me robé en Madrid fue la Crítica de la razón pura, que costaba mucho dinero y yo necesitaba para un curso de epistemología. Estaba publicado por Alfaguara, se conseguía en las librerías grandes y su autor y
hasta sus nietos habían muerto hacía mucho tiempo. El segundo fue un ejemplar del Quijote. Pero el tercero fue un libro de poemas de Tomás Segovia publicado en Pretextos. Lo leí entero, copié dos poemas que me gustaron en un cuaderno, y se lo envié a Antonio por correo postal. Han pasado muchos años desde todo aquello y ya no me robo libros. Y no porque ahora sea una persona más honesta que antes, sino por puro miedo a ser descubierta y por alguna clase de pereza biblioespiritual: después de los veinte años, ya nadie se atreve a hacer nada. No sé si Antonio siga robando libros. Pero hace algunas semanas se publicó un libro mío en Barcelona, en una editorial independiente, y estoy esperando ansiosamente que me lo mande.
DESPUÉS DE LEERLO, DEVUÉLVALO Por: Vidal Medina e encanta que las visitas dejen libros olvidados en mi casa. Especialmente cuando uno los quiere leer. Raras veces pasa pero hay que agradecerlo y aprovechar hasta antes de que se den cuenta del olvido. Entonces regresarán o programarán una cita, lo cual es poco probable. Más bien regresarán y habrá que devolverles el ejemplar. También habrá que ser francos y pedirlo prestado apenas lo terminen de leer. Aquí empieza la odisea del lector urgido. Habrá que esperar a que lo lean. Con los lectores rápidos no hay problema, puede ser cosa de unos días antes de que terminen su lectura y entonces lo podremos leer (lo más probable no será que vengan a dejarlo, ni que concertemos una cita, sino que tendremos que ir por él). A los lectores perezosos es muy peligroso devolverles un libro, corremos el riesgo de tener que esperar meses e incluso años hasta que se decidan a terminar de leerlo. Siempre lo están leyendo, lo que es un tanto misterioso, ya que nunca acaban. Yo recomiendo en cualquier caso aprovechar de inmediato la presencia del extraño objeto, tratarlo de la mejor manera y acudir sin titubeos a las páginas que más nos satisfagan. Sin afán de conocerlo todo, con la voluntad de servir y dejarse acariciar por un capítulo completo cuando menos. No recomiendo la lectura fragmentaria, esto es, ir de un párrafo a otro en la siguiente página, a menos que el libro lo pida o el lector esté buscando algo específico. La lectura de un capítulo es lo adecuado. La frase: La parte contiene al todo, opera en los capítulos completos. Yo recomiendo ser cauteloso con los lectores perezosos a la hora de devolver el libro. Es necesario postergar lo más posible su retorno. Si éste es irremediable desviar el tema de la conversación, hablar de otras lecturas, de otras cosas, si el interlocutor es femenino el tema puede ser el baile o la música, si el interlocutor es masculino el tema puede ir hacia las mujeres. Inténtelo, es algo sencillo. El objetivo es indagar si nuestro amigo o amiga, lector perezoso, está realmente interesado en ese libro; recordemos la frase de Borges, “Hay libros que no son para uno”. No todos los libros son para todas las personas. Indague en eso y tal vez pueda conseguir leer el libro sin causar un gran daño en el colega lector. Después de leerlo devuélvalo. Si tiene suerte ese libro será suyo para siempre, si no, lo será su amigo. En fin que yo aprovecho y agradezco a una excelente amiga que olvidó su libro en una mesa de mi casa y me dispongo a leer un fragmento del libro Gog de Giovanni Papini: Las máscaras
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ALGUIEN ME DIJO QUE QUIZÁ SEA MEJOR ASÍ Por: Jaime Mesa
Recuerdo esta escena en una librería
de viejo en Guadalajara: Mario González Suárez y yo peleándonos educadamente por una copia de Os sertoes del brasileño Euclides da Cunha. Ambos teníamos en mente, por supuesto, que aquel libro era uno de los pilares más sólidos para una de las grandes novelas latinoamericanas: La guerra del fin del mundo. Luego de un empate técnico, González Suárez se quedó con el libro. La decisión a favor la otorgó el librero, a quien Mario conocía de toda la vida. En su lugar, desempolvó una primera edición de El Apando de Revueltas que estaba debajo de nuestras narices y me la dio. Tan contento estaba de su primer hallazgo que vio aquel otro lujo como algo menor. Sucedió de nuevo en Guadalajara en otra librería de viejo: durante todo el viaje, en un encuentro de becarios, fui contando las tres o cuatro veces que había tenido ejemplares distintos de Morirás lejos de José Emilio Pacheco. La tragedia, les decía, era que nunca había podido conservar uno para mí y que aquella primera lectura de un ejemplar de la biblioteca de la universidad debió haber desencadenado en un robo, y que ahora la no acción me mantenía frustrado. Al cruzar el umbral de una de las cuatro librerías que visitamos por mera costumbre relaté, de nuevo, la maldición que se cernía sobre mí. Mis dos amigos, compañeros de beca, reían un tanto cansados de mi queja-mantra. Con parsimonia caminé hacia el estante de “literatura mexicana” y, como es mi costumbre, empecé la revisión alfabéticamente. Los otros dos dieron la vuelta buscando joyas ex44 POSDATA
tranjeras y al cabo de 10 minutos uno de ellos volvió y se puso a mirar a mi lado. Yo iba cerca de la letra “h” cuando vi de reojo que W alcanzaba un libro que estaba a la altura de su cabeza. Y luego la expresión triunfal: “miren qué encontré”.
la persona que fue por mí. Había dos opciones: inocente, y debía silenciar mi enojo y desazón, conservando la amistad con W; o culpable, que desataría la enemistad porque la avaricia y el no atender las señales del destino eran imposibles de sobrellevar.
Para presionar el drama diré que ese mismo día aquel amigo había contado que en una clase que impartía en la universidad estaban leyendo esa novela sobre la edición de Lecturas Mexicanas. Yo desde siempre había consignado la edición de la serie del Volador de Joaquín Mortiz como la deseada por mí. Fue cinematográfico el momento en que me volví hacia él, miré sus ojos asombrados, vi el objeto reposando sin abrir por sus dedos temblorosos y entendí la mala broma del destino. Por unos segundos nos miramos en silencio, nerviosos, sin saber qué decir. La civilidad, pensé en ese instante difícil, dictaba que debía cederme el ejemplar porque, aunque él también lo buscaba, sus fines (académicos) estaban por debajo de los míos (una búsqueda tipo Moby Dick). Vi su duda. La tensión anunciaba la posibilidad de que me extendiera el libro y nos abrazáramos o algo por el estilo. Pero no pudo hacerlo. Hizo una broma, y en medio de risas nerviosas salimos de la librería luego de que yo interrogara a la vendedora acerca de la posibilidad de conseguir otro ejemplar.
Hasta ahora no tengo un ejemplar de Morirás lejos. Recuerdo esa novela como una de mis favoritas de la literatura mexicana. Pero, de cierto, no puedo corroborar lo que mi memoria guarda. Alguien me dijo que quizá sea mejor así. He consultado los buscadores de libros en Internet y un ejemplar oscila entre 500 y mil pesos. Dudo en comprarlo de esa manera. También estoy convencido de que los libros llegan cuando deben hacerlo. Por las dudas, adopté la costumbre de ir a cazar joyas en solitario. Además, tiene un año que ya no hablo con W. Le deseo toda la suerte del mundo.
Por la tarde, luego de revisar el libro, W se dio cuenta que aquel Morirás lejos era muy distinto a la versión de Lecturas Mexicanas por la sana (insana para los editores) de Josemilio de corregir hasta el absurdo sus textos. Eran, entonces, dos libros diferentes. Ni siquiera W estuvo en la posibilidad de cederme el ejemplar que tenía porque, entonces, su clase debería llevar ambas versiones. Cuando fueron por mí al aeropuerto ya de regreso en mi ciudad, relaté la anécdota y traté de sacarle un veredicto a
PORQUE LO NECESITO MUCHO Por: Almudena Grandes
Bueno, yo me he quedado con varios libros que me han prestado en la vida, el último
es un libro muy raro que se llama El fin de la esperanza, un libro que un comunista español hizo llegar a Jean Paul Sartre clandestinamente, salió en los 40, un libro que es anónimo, que lo escribieron contando la crónica de lo que pasó en España antes de la invasión del 46, hicieron una edición muy difícil de encontrar, una amiga me lo prestó y no se lo he devuelto. Pero le dije: Oye, me lo voy a quedar porque lo necesito mucho. Y ella dijo: Pues vale.
COMO GATOS Y RATONES Por: Antonio ramos
Le dije: cada que vaya a tu librería te voy a robar un libro. Gilberto, que entonces
atendía una librería en el centro de la ciudad, la famosa librería que había sido del maestro Alfredo Gracia Vicente, entornó los párpados y me amenazó con que no lograría quitarle ni un solo libro. Pues vamos a ver, le contesté. No pasaron ni dos semanas para que me apersonara en la librería. Apenas me vio, Gilberto dejó de atender la caja y dejó ahí a su mujer y salió a mi encuentro. Me saludó cordialmente, por supuesto, y yo sonreí a media bandera antes de decirle que iba a ver los libros. Durante todo el recorrido sentía la mirada de Gilberto auscultando mis manos. En más de dos ocasiones me entregó libros que tal vez podrían gustarme, pero yo los dejaba sobre las pilas que formaban otros que no me llamaban la atención. Era imposible quitarse la marca personal de Gilberto que era como un mastín sobre los lomos suaves de Las mil y una noches o El coronel no tiene quien le escriba. Unos quince minutos después me aburrí y me despedí. Desde la puerta Gilberto no dejó de mirarme, como si supiera que algo le había quitado. Sólo entonces sonreí. Para robar un libro uno tiene que ser no sólo astuto, sino precavido, pero también, hay que invitar al otro a que te espere. Nunca le robé un libro a Gilberto, pero desde entonces, cada que nos vemos en una librería sé que él está al tanto de mis movimientos, como gatos y ratones.
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KARMA SUBLIME MI DOC Por: José Luis Solís
Desde mi súbita y precoz adolescen-
cia descubrí que la única forma éticamente válida de robarle libros valiosos a mi padre era un proceso realmente sencillo: tan sólo debía tomar un volumen de su colección de primeras ediciones latinoamericanas y aprovechar que algún literato llegará a la ciudad para que me la dedicara. De esta manera el libro tendría mi nombre en la portada y el dolo intelectual perpetuaría el atraco incólume. Cuando García Marquez visitó la metrópoli tomé la primera edición de Cien años de soledad y me dirigí al museo donde daría su charla, en el camino escuché en mi carro “Pequeña serenata diurna” de Silvio Rodriguez y supe que al Doc Solís le rompería el corazón al ultrajar su libro sagrado. Lo anterior me hizo preguntarme qué libro realmente quisiera que me dedicaran, mi ego desde entonces era vasto y sin duda decidí que si Cortazar o Rulfo vivieran hubiera tomado Rayuela o Pedro Páramo. Aunque para ser realmente sincero, esas eran novelas que había leído originalmente por obligación, al saber que eran clásicos imprescindibles. Hurgué en mi emotividad sin filtros intelectualoides y la imagen del supermayebstrazodeljoséagustín me abordó, en efecto, birlarle a mi jefe La tumba y De perfil sería sublime, además de que el ultraje se convertiría en el mejor homenaje al más iconoclasta de los atizados onderos. Por aquel entonces otro mayebstraso tapatío avecinado en Monterrey, el buen José Eugenio Sánchez, organizó 46 POSDATA
junto a la Dirección de Cultura del Municipio de Guadalupe un encuentro homenaje por los 25 años de publicación de La Tumba, algunos escritores decidimos crear un pseudo performance para recibir al Agustín en el aeropuerto. El músico Luis Carlos López “Maico” y un servidor fuimos personificados de guaruras norteños que lo escoltaríamos durante sus días en la Sultana del Norte, Pablo Candal dejó su investidura de pintor y se transformó en sacerdote y junto a José Luis Cendejas le entregarían simbólicamente las llaves de la ciudad; al Agustín le cautivó el recibimiento, a tal grado de que nos dijo que jamás le habían dado una recepción tan chingona. Pasadas unas horas, platicábamos en el espacio de nuestro colectivo “La Mano” y bajo el influjo de unos Chivas Reagal (bebida favorita del mayebstro) desenfundé el par de libros que había tomado de casa de mi padre. El Agustín al ver la portada de La Tumba reaccionó con su acentito acapulquense chilangozo: - ¡No mames! esta versión con la portada mamona que lleva el subtítulo de “Revelaciones de un adolescente” es dificilisisisisima de conseguir master, ni yo la tengo… ¿A quién se la chingaste? - Ya ves, extrañezas que psicoanalistasfreudianosobsesivoscompulsivos coleccionan. Cuando estaba terminando de firmarla, le reviré con De perfil, me miró con una sonrisa de brujo de Catemaco y a la raza que estaba en “La Mano” le profirió. - El tocayo es un pinche delincuente, no lo inviten a sus casas; alejen a este padrote de primeras ediciones de sus virginales estantes de libros. Cuando todavía no me recuperaba que José Agustín me honrara llamándome tocayo, seriamente y en voz baja me dijo.
- Esta es una de mis favoritas. - Coincido master. Gracias a Queta Johnson aprendí a jalármela en serio. Brindamos con el escocés en las rocas, y luego hablamos de cosas realmente trascendentes como la pinche forma tan exquisita en que el Parme García Saldaña combinaba perfectamente a eros y tánatos en su forma de agarrar el pedo. Pasaron algunos años y José Garza organizó desde la Universidad Autónoma de Nuevo León un nuevo homenaje para festejar los 40 años de la publicación de La tumba. Cuando tuve oportunidad de saludar nuevamente al tocayo, le pedí que me hiciera el favor de volver a dedicarme el ejemplar para de esta manera sellar por siempre el espléndido robo del volumen. - Pinche José Luis, sigo sin tener esta versión. - Es el karma, brother, sólo el karma - Le respondí, para posteriormente agregar -Lo importante es que volvamos a hacer el ritual cuando la novelita cumpla el tostón. Me dio un abrazo chingón y junto a David Toscana platicamos de los chismes de vecindad del Sistema Nacional de Creadores y de las jugosísimas becas Guggenheim; no hubo Chivas ni desmadre, tan sólo una cena oficial y los años que nos estaban alejando cada vez más de la bohemia y que nos hacían añorar con más ganas el mundo hedonístico de Queta Johnson. A mi padre, “El Doc” Solís, siempre le enorgulleció ver que regresaba a casa con alguno de sus libros dedicado, disfrutaba enormemente que le contara la reacción de los escritores ante las primeras ediciones que metódicamente buscaba en recónditos lugares de la ciudad de México, Buenos Aires, San Antonio o Nueva Orleans. Nuestras charlas siempre concluían cuando el
Doc colocaba nuevamente el libro en su biblioteca, y acto seguido recibía un abrazo grande de él, acompañado de una sonrisa donde sin mencionarlo me daba a entender que algún día ese libro podría ser mío. El Doc falleció hace algunos meses, a la familia nos legó mucho más que una impresionante colección de libros; sin embargo es fecha que sigo sin consumar el atraco para tener La tumba” o De perfil en mi biblioteca personal; lo anterior no se debe a rencillas de herencias familiares entre mis hermanos o a otro tipo de calamidades igualmente complicadas. La cuestión del por qué no pude hacerme de los volúmenes es simple y bella. En consenso con mi madre, el Doc decidió antes de morir donar a su amada Universidad Autónoma de Nuevo León su biblioteca literaria y psicoanalítica; de esta ritual manera mi padre terminaría de consolidar su pensamiento liberal humanista, no sólo otorgando novelas insignes de la narrativa mexicana contemporánea a la UANL, sino donando volúmenes tan trascendentales como la primera edición de Fervor de Buenos Aires con correcciones a mano del propio Borges y dedicada por el insigne autor argentino al pensador dominicano Pedro Enríquez Ureña. Jamás me atrevería a retirar mis amadas novelas del Agustín de la colección de mi padre. Todo había terminado: La tumba y De perfil ahora eran patrimonio público universitario.
dique por tercera vez. Posteriormente regresaré con mi hija Luz Almudena al acervo universitario, caminaremos en la colección explorando los libros de su abuelo y finalmente colocaremos conjuntamente La tumba en su estante. Sucedido esto me sentaré con ella en el diván donado por mi madre, y le contaré esta anécdota de cómo nunca pude robarle un libro a mi padre. Karma mi Agustín, karma sublime mi Doc, tan sólo dulce karma mi Almudena.
En el 2014 La tumba cumplirá 50 años de vida, espero que cuando esto ocurra pueda encontrarme con el ondero universal nuevamente, y ahora sí poder tomarnos unos Chivas. Para esta ocasión tendré que ir al Acervo-Colección Hernán Solís Garza de la Biblioteca Magna Raúl Rangel Frías de la UANL y pedir un permiso especial para que me permitan sacar la novela La tumba con el objetivo de que el autor la de-
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EL EXTRAORDINARIO CASO DE LATROCINIO EN CONTRA DE SALOMÉ RUEDAS, TRAFICANTE DE JOYAS (FRAGMENTO) Por: Manuel R. Montes
Salomé Ruedas deslizó la tarjeta de saldo en el teléfono
público y colocó Austerlitz, de W.G. Sebald, en la banca vacía de aquel parque solitario. Marcó el número de un lector olvidadizo que ofrecía, en los anuncios del periódico, una recompensa inverosímil por su ejemplar extraviado de Museo de la Novela de la Eterna, de Macedonio Fernández, que el traficante de joyas encontrara en los compartimentos del autobús destinados al resguardo del equipaje frágil. Tardó nada en aturdir el auricular una voz de mujer, cuyas frases apremiantes transpiraban humo de tabaco y expectoraron dos bocanadas de asombro cuando se le avisó del paradero “¿de mi libro –había dramatizado, como todos los fanáticos del argentino– de mi libro inconseguible?” Salomé Ruedas especificó, afirmando con desenfado el hallazgo, el cruce de calles donde se ubicaba, y al intentar describir un dato inconfundible de la ubicación del parque inhóspito notó, al momento de observarla, que sobre la banca ya no reposaba la novela elegíaca del alemán, y de la que pudo sólo leer, quizá, algunas doce páginas de las más de trescientas que lo maravillarían, como le aseguró uno de sus proveedores. –¿A dónde dice que puedo pasar a recogerlo? –urgió la tos, con impaciencia. –Asegúreme primero que la cifra de su recompensa no es una mala broma –atajó Salomé Ruedas, casi amable. –Mi recompensa es el Austerlitz que acaba de perder… La situación es ésta: le apunto desde un balcón que no ve. Sé que usted se robó primero mi Eterna; ahora, para recuperar su libro, tiene que depositarla en la parte superior de la caseta y lentamente regresar por donde vino, subirse al autobús que los dos abordamos hace una semana y en el cual debió de haberse aprovechado de que yo dormía para luego localizarme e intentar chantajearme. Me privó de mi Macedonio; lo privo a usted, ahora, de su Sebald. Salomé Ruedas fingió no aturdirse. Retiró su tarjeta del aparato. Extrajo de su mochila el mamotreto y quiso proceder a deshojarlo, como táctica de intimidación. No había podido arrancar o fingir que arrancaba la página legal, siquiera, cuando un disparó de falible puntería le voló de 48 POSDATA
las manos el volumen, que al estallar estrepitosamente al contacto con la bala desconcertó a la francotiradora, por no ser más que una vulgar copia falsificada: en realidad, una bomba oculta que, sin embargo, despejaría cualquier duda que albergaran los escépticos respecto de las conspiraciones sangrientas que se suscitaban últimamente entre ladrones de ladrones de libros. La mujer no se percató de que su inalámbrico permanecía descolgado. Pulsó el botón rojo e inmediatamente otra serie de timbrazos la previno, por lo que atendió con frialdad, sin otorgarle al segundo anónimo los indicios de que comenzaba, como hacía unos momentos, a entusiasmarse: –Leí su anuncio y tengo en mi poder el ejemplar auténtico de Museo de la Novela de la Eterna…
HURTOS IMAGINARIOS
illes no sabía en qué momento su biblioteca se había vaciado. No sólo faltaban ejemplares de sus hermosas colecciones de libros, tanto heredadas como adquiridas a lo largo de toda su maldita vida, sino que los libros, en desorden, eran imposibles de ubicar a primera vista. Mientras buscaba el libro de Riegl para hacer anotaciones sobre sus cursos de pintura, maldecía con encono la manía de Félix de tomar prestadas sus cosas sin permiso. A decir verdad, aquella cuestión de escribir a cuatro manos lo desesperaba en momentos como éste, y no dudaba que el cinismo de Félix llegara hasta el punto de dormir con su esposa, salir con sus hijos de paseo y dominar, en suma, el balcón por el que se complacía en observar París de noche. Ahora no podía estudiar y, por consiguiente, tampoco podía dar su clase. La cuestión de escribir con un psicoanalista, que se preciaba de tener las más sanas conductas, ahora le cobraba el precio: una biblioteca destartalada con los pretextos oscuros de la mente siniestra de su par en la escritura. Gilles se sentó en el sillón devastado por el volumen perdido y pensó con insatisfacción en los estados hipnóticos a los que se sometía cuando escribía algún texto con Félix. Las discusiones prolongadas con un par de botellas de un buen tinto, las cicatrices en su pensamiento gracias a su talentoso amigo. ¿Cómo era posible que aquel ser entrañable, fundamental en su existencia, tuviera el descarado acto de robarle hasta los libros? En ese momento lo odiaba. Podía contemplar sus cabellos rizados cayéndole sobre la frente, los anteojos redondos enmarcando el rostro, los ángulos de aquella nariz puntiaguda frunciéndose cuando alcanzaban a pensar lo insospechado. Gilles se miró en el espejo y comprobó que a últimas fechas, los periodistas tenían razón, se parecían mucho físicamente y cierta cólera súbita lo invadió con ese calor inusitado con el que sólo podía pensar en Félix. Ni siquiera una mujer le producía aquello. Tan sólo él que conocía su más profunda intimidad y la hondura de su mente. Pensó entonces en mil formas de vengarse, por ejemplo, en aquel mezquino acto que lo haría firmar todo lo escrito del Antiedipo con su nombre únicamente. Se imag-
inó a Félix retorciéndose de rabia, rompiendo los jarrones y aventando los ceniceros contra él cuando mirara el ejemplar en librerías y fuera a reclamarle; también lo pensó postrado en un sillón en la clínica de La Borde, en un silencio prolongado, triste y melancólico, mientras Gilles, en conferencias, cátedras y viajes por el mundo, se vanagloriaba con los enormes hallazgos en torno al psicoanálisis y las ciencias humanas. Aquello logró domeñar su ira, pero una vez que pasaron los espasmos del imaginar, volvió a arder la flama. Gilles dio vueltas alrededor de la habitación; encendió un cigarrillo pese a su condición precaria de salud y decidió tomar el teléfono. Lejana e insólita, la voz de Félix parecía venir de ultratumba; había dormido más de diez horas, la borrachera del día anterior había sido terrible. Aprovechaba las estancias de trabajo en París para pasar noches relajadas y bohemias y poder estar al cien por ciento, una vez que llegaba el momento del trabajo con Gilles. Aquella afonía estúpida irritó a Gilles mucho más. Así que utilizó ese tono sádico con el que intentaba herir, aunque éste tan sólo lo convertía en un adulto más bien viejo y entrañable. Su amargura era una picadura de amor. Su sadismo, las pataletas contra el tiempo de la vejez. —Félix, tú sabes que yo trabajo ¿no? Pues bien, como no me la paso en borracheras y ocupo mi tiempo en conseguir dinero para mí y mi familia, necesito dar esos insufribles cursos en la universidad. Hoy me he levantado dispuesto a desquitar mi sueldo, tú sabes que esta asquerosa enfermedad me mutila, y al tratar de preparar las clases me doy cuenta de que me falta un volumen; un libro precioso, insustituible, me va a servir para explicar lo de los planos egipcios y el bajo relieve. ¿Sabes algo de esto? ¡Ayer te hablé específicamente de la obra de Riegl! Te lo digo, Félix, no soporto tu fanfarronería y tu cinismo, ¿cómo puede ser que vengas a mi casa; la casa que te alberga cada vez que vienes de paseo a París, porque vienes de paseo, porque te recuerdo que no eres más que una tibia sombra de mi talento, y que si se publican los libros es únicamente porque yo… Detrás de la bocina, se escuchaba un silencio profundo y casi líquido. Gilles podía advertir el vaho alcohólico expresado en ronquidos breves y mustios; aquello era la apoteosis del asunto, así que Gilles, desesperado, azota la bocina frenéticamente contra la mesilla del teléfono. Puede sentir la presión de sus mandíbulas ante el esfuerzo descomunal, pero aquello no es suficiente. Antes de colgar la bocina maltrecha, escucha un “Gilleeees” muy lejano y poroso que lo hace tomar su abrigo, salir de casa y correr hasta el hotel donde Félix se alberga, para no dar más inconvenientes en la casa de su amigo. Con la acostumbrada fiereza que lo caracterizaba, Gilles logró que la mucama le abriera la puerta de la habitación. En la cama, amodorrado y semidesnudo, Félix lo miraba estupefacto mientras se tallaba los ojos para despertar de aquel sórdido sueño. A Gilles no le importó soltar imPOSDATA 49
precaciones mientras se daba a la tarea de revolver todos los objetos tirados en el suelo, la ropa de Félix que adornaba el desorden y los empaques de comida chatarra que su excelso amigo había olvidado tirar. Al no encontrar ningún vestigio intelectual, Gilles sentía cómo la indignación se le estancaba en la boca y sus insultos se expulsaban incontrolables impregnando todos los rincones con sus venenos. Félix, en cambio, acostumbrado a los ciclones, permanecía en la cama, acostado sobre la cabecera, tapándose la mitad de la cara, mientras esperaba pacientemente y en silencio, a que las aguas se calmaran por tantas fatigosas acciones. Gilles encontró pronto la maleta y entonces Félix, temblando de terror, decidió taparse por completo y no mirar aquello. Mientras Gilles aventaba la ropa, fue sacando uno a uno, los hurtos que Félix había realizado durante toda la semana. Encontró libros de Spinoza, un volumen de Freud, un librito de Blanchot agotado y el colmo, una Biblia. Cuando Gilles miró sus libros, una imagen de su biblioteca vaciada transitó por su mente exactamente el mismo tiempo que una tortuga asciende sobre una roca. Permaneció así, inmutado, en el centro de la habitación ante la epifanía. Miró el bulto sobre la cama y se acercó empuñando la Biblia. Debajo del edredón, se notaban los temblores del indefenso cuerpo. Cuando estuvo junto a la cama, pidió con serenidad que el rostro se descubriera. Poco a poco, Félix bajo las sábanas y lo miró asustado. Gilles le preguntó dónde estaba el libro que más le importaba, el de Riegl. Casi con pánico, Félix le indicó que estaba en el baño. Había tenido un pequeño accidente con él, así que ahora se secaba en el lavabo. Gilles suspiró y se contuvo, se dirigió al baño, tomó el libro entre sus manos y al hojearlo podía sentir cómo aquellos manchones de vino tinto se le pegaban en el cuerpo, deseando marcarlo, a la manera de un tatuaje; cómo aquellos hermosos pensamientos que admiraba, se iban quedando secos e in50 POSDATA
ertes como una ciruela pasa; cómo, en suma, una parte de su interior quedaba triturada por aquella ignominia. Contrario a todos los pronósticos, Gilles tomó los libros con firmeza, salió de la habitación y se marchó. Félix, angustiado, por fin pudo levantarse y ya sabía el día que le esperaba. Pasaron tres días separados, Félix no se atrevía a llamarlo porque buscaba con desesperación adquirir un ejemplar del libro dañado; Gilles no había terminado de mascar su rabia y el esfuerzo de aquella mañana le mereció la cama; tampoco había ido al seminario. El trabajo de ambos, la escritura a cuatro manos, había quedado suspendida. En esa ausencia, ambos pudieron calibrar el profundo amor que se profesaban: sólo con la distancia es posible adquirir la claridad y mirar el panorama completo. De ahí que fuera así como la idea de la escritura como un simulacro, un espacio compartido y soberano, volviera a ellos con el tintineo de una campanada religiosa. Después de todo, materializar el pensamiento a través de la escritura, consolidar conceptos mediante una serie de lenguajes prestados, configurar en suma, una arqueología crítica del saber, se cimentaba nada más y nada menos que en el robo. Así surgían las grandes ideas; la teoría de la relatividad basada en las precarias ideas de Newton, el pensamiento de Kant surgido de la articulación de miles de saberes en el campo de la fenomenología y la ciencia, la literatura empapada de su propia tradición e innumerables contextos. La palabra se instalaba perfectamente cruda en el interior de los amigos, palpitaba allí, desnuda, contraída en su cinismo, mientras laceraba su conciencia. En realidad, era una cuestión que abarcaba todo en su trabajo. Sí, en efecto, —se decía Gilles—, Félix me ha robado, como yo también le he robado sus pensamientos en torno al psicoanálisis y peor aún, los he firmado con mi nombre. Me los he agenciado como me apropié del Quijote y los libros de Kafka, finalmente somos un timo: hemos robado todo lo que hemos escrito.
Si bien estos pensamientos no los desilusionaban, tan sólo alentaban una reconciliación. Al cuarto día, Félix hacía su entrada triunfal en casa de Gilles. Llevaba tres paquetes de libros, bombones y hojas mecanografiadas, avance pertinente en la investigación dado el tiempo perdido. Gilles se encontraba en cama, pero se despertó para recibirlo. Hablaron muchísimas horas, rieron, casi hasta lloraron juntos por la separación. Compartieron bombones, leyeron pasajes del libro de Riegl que Félix logró reponer, y avanzaron en sus discusiones sobre la esquizofrenia. Nadie podría imaginar que aquellos hombres canosos y afables eran un lobo esquizoide y violento a la hora de escribir. Mirándolos así, sumidos en aquella urbanidad, se podría pensar que la amistad, esa posibilidad casi absurda y excepcional del ser humano por no responder a absolutamente nada más que al deseo de amar, es el bien más preciado con el que un hombre se vanagloria. Esa noche, los amigos escribieron a cuatro manos: la mejor forma que tenían de sublimar el profundo amor que se tuvieron. Por: Ingrid Solana
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