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falta de acuerdo) Obtener una segunda opinión médica

algunos casos, antes del fallecimiento, dicha vida se va apagando y se puede pasar por una situación de agonía, definida como el período en el que el organismo va perdiendo progresivamente su vitalidad y sus funciones básicas: estado de conciencia, actividad motora, capacidad y necesidad para comer y que termina con alteraciones del ritmo respiratorio hasta que se produce una parada cardiaca; con un pronóstico vital de horas o días. No debemos esperar un proceso de agonía para que integremos los CP; ya se ha descrito que deben iniciarse al momento del diagnóstico y continuar durante el transcurso de una enfermedad crónica, grave, que amenace la vida.

A pesar lo anterior, es sorprendente cuántos niños con patologías crónicas llegan a las puertas de la unidad de cuidados intensivos (UCI) en insuficiencia respiratoria o con agudizaciones graves, cuyos padres claman que nunca se les ha dicho antes que su niño pueda tener una muerte prematura. Es por esto que las conversaciones de fin de vida, aunque difíciles e incómodas, deben ser iniciadas por los profesionales tratantes (neurólogos, gastroenterólogos, cardiólogos, oncólogos o pediatras de cabecera, entre otros), ya que son ellos en quienes tienen confianza y forma parte de su deber el iniciar este proceso para que sea menos doloroso y traumático.

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Los extremos en el esfuerzo terapéutico

Todo niño, independientemente de sus capacidades y de su condición, es un ser humano que se debe tratar como tal y a quien se deben reconocer sus derechos bajo toda circunstancia. Mientras exista una esperanza razonable, el tratamiento de sostén de la vida es ineludible como obligación médica y moral.

Definir que un niño enfermo se encuentra en la fase final de su vida tiene muchas implicaciones. En lo posible, el concepto debe ser emitido por personas con experiencia y como una opinión de grupo, para así evitar caer en juicios unipersonales. Previamente en este PRECOP, se habló de terminalidad, fragilidad y punto de inflexión, resaltando la importancia de darnos cuenta de que el niño está pasando por alguno de estos períodos críticos: el lograr el reconocimiento de las circunstancias de vida de cada niño nos permitirá evitar las conductas excesivas y adaptar el enfoque terapéutico. Si no logramos armonizar nuestros esfuerzos con el momento y la trayectoria del niño con sus necesidades y las de su familia, estaremos en riesgo de caer en alguno de los extremos del esfuerzo terapéutico.

Por un lado, está la obstinación terapéutica o distanasia: cuando se intenta curar lo incurable, no reconociendo la finitud de la vida y las limitaciones de la medicina y del actuar humano; más aún, cuando se piensa que la muerte es sinónimo de fracaso. Existen algunos factores que favorecen estas conductas: exigencia de la familia para que se actúe con todo el arsenal terapéutico, respaldada a veces por nuestra propia actitud y por el sofisma de la tecnología sobre la humanidad; el defender la vida biológica a toda costa, pensando que el principal valor es la vida, no la persona (vitalismo), lo que aumenta si existen sentimientos de culpa; una inadecuada comunicación; centrarnos en la enfermedad y no en el enfermo (tecnicismo); la juventud del paciente; y la falta de consenso dentro del equipo tratante.

Por otro lado, al sentirnos frustrados y con la sensación de haber fallado, podemos caer en la mistanasia o abandono terapéutico: luego de haberlo intentado con ahínco, les damos la espalda, nos interesamos en otros pacientes y se sigue viendo que se le ofrece a una familia quebrantada la frase no hay nada más que hacer, tan dolorosa y errónea, ya que siempre hay algo para hacer: mejorar síntomas, cuidar, acompañar, brindando más vida a los días y no más días a la vida. La principal consecuencia de cualquiera de las dos es el sufrimiento, del niño y su familia (figura 1).

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