La esquina
DAVID SIMON ED BURNS
LA ESQUINA EL AÑO QUE DAVID SIMON PASÓ EN LAS TRINCHERAS DEL NEGOCIO DE LA DROGA
Traducción de: Andrés Silva Lorenzo Díaz Carlos Valdés Inga Pellissa María del Puerto Barruetabeña
Primera edición en este formato: febrero de 2021 Título original: The Corner © David Simon y Ed Burns, 1997 Broadway Books, una división de Bantam Doubleday Dell Publishing Group. Publicado inicialmente en Reino Unido en 2009 por Canongate Books Ltd. © del epílogo, David Simon y Ed Burns, 2009 © de la traducción, Andrés Silva, Lorenzo Díaz, Carlos Valdés, Inga Pellissa y María del Puerto Barruetabeña, 2011 © de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2021 Todos los derechos reservados. Este libro se ha publicado mediante un acuerdo con Canongate Books Ltd., 14 High Street, Edimburgo EH1 1TE Diseño de cubierta: Taller de los Libros Imagen de cubierta: © David Lee / HBO Publicado por Principal de los Libros C/ Aragó, n.º 287, 2.º 1.ª 08009, Barcelona info@principaldeloslibros.com www.principaldeloslibros.com ISBN: 978-84-18216-11-4 THEMA: DNXC Depósito Legal: B 911-2021 Preimpresión: Taller de los Libros Impresión y encuadernación: Black Print Impreso en España — Printed in Spain Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www. conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).
Para mis padres, Bernard y Dorothy Simon Para Anna Burns
«Puedes apartarte del sufrimiento del mundo. Tienes permiso para hacerlo y está de acuerdo con tu naturaleza. Pero quizá ese apartarse sea precisamente el sufrimiento que podías haber evitado». Franz Kafka
ÍNDICE Invierno . . . . . . . . . . . . . 13 Primavera . . . . . . . . . . . . 243 Verano . . . . . . . . . . . . . . . 373 Otoño . . . . . . . . . . . . . . . 503 Epílogo . . . . . . . . . . . . . . 662 Nota de los autores . . . . . . . . 682 Posfacio . . . . . . . . . . . . . 690
INVIERNO
UNO El Gordo Curt está en la esquina. Se inclina pesadamente sobre su bastón hospitalario de aluminio, obcecado en el antiguo empeño de sobrevivir. Sus manos gordezuelas y repletas de pinchazos jamás conocerán el fondo del bolsillo de un pantalón. Sus antebrazos son como cuero hinchado y sus piernas abotargadas brotan del cemento como dos troncos. Este puñado de miembros obesos converge en un torso mustio. Allí donde late el corazón del hombre, el Gordo Curt ya no es gordo. —Eh, Curt, tío. Curt se vuelve ligeramente y observa a Junie deslizarse desde el otro lado de Fayette, dirigiéndose a lo de Blue para el último pinchazo de la tarde. Curt se detiene a unos pocos pasos de la puerta de Blue y he aquí que aparece el señor Blue en persona, de pie en el porche de lo que una vez fue la pulcra casa adosada de su madre. Se rasca la barba entre un cliente y el siguiente, y cobra dos billetes a cada uno, aunque cuesta dos más si necesitas una jeringuilla nueva. No cobra si compartes. Desde la colina cerca de Gilmor llega una corta ráfaga de disparos, demasiado igualados y deliberados como para ser petardos. Blue se endereza un poco y deja que Junie suba los peldaños de mármol delante de él. Junie es cliente habitual, no le cobra por chutes. —Ya están disparando otra vez —dice Blue. —Los hijos de puta no saben ni qué hora es —gruñe Curt. Blue sonríe con suavidad, se vuelve y entra en la casa detrás de Junie. El Gordo Curt se mueve con lentitud hacia Monroe, y sus ojos enrojecidos distinguen a un chico blanco que se acerca a la esquina en una furgoneta traqueteada. No hay nada que hacer: uno de los captadores más jóvenes de Gee Money ya está manos a la obra con la venta. 15
Curt avanza por la esquina hacia Vine y se cruza con Bryan, que le saluda con un gesto de la cabeza. Tampoco hay negocio aquí, no con Bryan Sampson currándose la zona cansinamente, con su detergente en polvo de tres al cuarto. Curt sacude la cabeza. Bryan logrará que vuelvan a pegarle un tiro en el culo si se empeña en colocar detergente a sus clientes. Al final de la colina, desde Hollins y Paysons, llegan más ruidos sincopados. Es el principio de la avalancha, aunque no son ni las once. Curt se encoge de hombros y da la vuelta hacia Fayette. Sabe que tiene tiempo suficiente como para ganarse unas perras. —¿Qué pasa, tío? Finalmente, un rostro conocido en la calle Mount, un drogadicto de cara chupada y piel olivácea que se desliza colina arriba con la esperanza de conseguir mierda de mejor calidad. Va directo a Curt. —¿Qué pasa? Curt gruñe un asentimiento. La tienda está abierta. —¿Tienes mierda buena? El Gordo Curt, el oráculo. Veinticinco años de servicio en las calles y todo el mundo sabe que no hay mejor captador que él en la esquina de Fayette con Monroe. Curtis Davis, con su voz gutural, es el proveedor de información fiable, un adalid inflexible del control de calidad y de la defensa del consumidor. Sin trucos, sin porquería cortada, sin mezclas asquerosas. El Gordo Curt es el rey entre los captadores. —Prueba ahí —dice, señalando con el bastón hacia la entrada de la calle Vine. El adicto se va con su ansia a cuestas manzana abajo mientras Curt hace una señal al vigilante que está en la boca del callejón. Lentamente, el viejo captador vuelve a la esquina arrastrándose con ayuda de su bastón, bajo el brillo amarillento del vapor de sodio. Es como si el ayuntamiento quisiera dotar al barrio de candilejas teatrales: duras y directas, desprecian abiertamente la escena que iluminan. El Gordo Curt está sempiternamente expuesto al feo brillo de las lámparas nuevas pero aún se acuerda de cuando las farolas arrojaban una apagada luz azul, más amable, sobre sus trapicheos; cuando el barrio gozaba de un poco de privacidad. Ahora, a menos de una hora para la medianoche, la esquina se ve claramente a una manzana de distancia. Droga y coca, coca y droga. Veinticuatro horas al día, siete días a la semana. 16
Más disparos. Desde Fulton con Lex, por cómo suenan. Curt sigue firme en su sitio, de guardia, esperando la próxima venta mientras los agentes uniformados del distrito oeste se congregan para un último recorrido. Los coches patrulla avanzan lentamente por Monroe, pero no es una redada, al menos no esta vez. Solo se trata del repaso ceremonial de la esquina y una exhibición malhumorada de uniformes y pistolas. Desde Hollins y Payson llega una larga retahíla de disparos entrecortados. Diez o doce de golpe, y parecen de una nueve milímetros. Los policías no hacen caso y se concentran en escanear los rostros de los paseantes; siguen con las luces de freno encendidas. Los vigilantes se levantan y se largan. Los captadores, clientes y correos se esfuman, se evaporan como si fueran una niebla humana, bajan por la calle Fayette o se meten en los callejones aledaños. También el Gordo Curt se aleja de los coches policía, bastón y paso, paso y bastón, tan lentamente que su movimiento es más implícito que real. Lo justo para indicar una cortés retirada territorial. Por experiencia, Curt sabe que la visita de los agentes será corta. En quince minutos no quedará en las calles del barrio ningún policía que esté en su sano juicio. Por encima del hombro observa que las luces de freno se apagan y los coches avanzan en silencio, más allá de los semáforos. Primero uno, luego su compañero, se dirigen Monroe abajo. Curt apenas ha cubierto media calle hacia Lexington; se da la vuelta y deshace el camino andado. Sigue vendiendo, pero las ráfagas llegan ahora con segundos de diferencia, y desde todos los puntos de la brújula. Seis de golpe desde la zona del hospital; un disparo de calibre 22 desde Lexington; y finalmente el rugido de lo que sin duda es una escopeta se oye desde algún punto de Fairmount. Es hora de largarse, piensa Curt. Antes de que alguien meta una bala en mi solitario culo negro. Se tambalea hacia la esquina y sube los peldaños de la casa de Blue. Llama a la puerta con su bastón. Blue abre la puerta y le deja pasar. Curt se desliza en el interior de la casa. Los habitantes de la esquina observan al viejo sabio del lugar. La retirada del Gordo Curt les dice que es hora de largarse y los últimos soldados toman nota y le siguen hacia la casa. Primero Eggy Daddy, luego Hungry, Bryan y Bread y finalmente el hermano de Curt, Dennis, que también tiene un bastón para él solo desde que se pinchó en el cuello con tal mala suerte que se dio en una vértebra. Uno por uno cruzan el umbral de la casa de Blue y se apiñan cerca 17
de las ollas, las velas y las jeringuillas. La mayor parte espera que Rita empiece su ronda. Es la médica de la esquina, la maga, la que encuentra venas en cuerpos fríos y moribundos, donde los vasos sanguíneos que palpitan de vida ya no tienen derecho a existir. Fuera, las calles están vacías. No quedan captadores ni correos ni clientes. Tampoco hay policías, como Curt ha predicho. Falta un cuarto de hora para la medianoche y todos los coches patrulla reposan en algún rincón del distrito oeste, aparcados muy juntitos detrás de altos muros y almacenes y escuelas, o mejor aún, protegidos en un aparcamiento, bajo techo. Por toda la zona oeste suenan disparos individuales que se funden en una cacofonía. Por la calle Fayette hasta el puerto, y en Fulton hacia el metro, los restallidos de color naranja brillante espolvorean el barrio, en los porches, las ventanas y los tejados. Son como luciérnagas entre el crescendo, hermosas a su manera. Una ventana se rompe en pedazos en la calle Monroe. Otra en Lexington. Y una manzana al norte de Penrose, un imbécil que no tiene el sentido común de protegerse de la lluvia esboza una mueca de dolor, se agarra el brazo y corre hasta el porche más cercano para examinar su herida. Se acerca la hora y la gran melodía disonante, compuesta de incontables capas, se oye más y más claramente; los estallidos de luz que recorren enloquecidos las calles son la prueba visible de la percusión explosiva. Es un sonido ajeno y a la vez familiar: es la señal de nuestro tiempo, el cañonazo orgulloso y henchido de este siglo fracasado. Shanghái. Varsovia. Saigón. Beirut. Y ahora, en este peculiar momento de celebración, el oeste de Baltimore. En la avenida Fulton dos muchachas están de pie en el porche de su casa adosada, listas para echar a correr hacia el apartamento de una amiga en Lexington. Empiezan a bajar los peldaños, riéndose, adentrándose en la vorágine, pero ni siquiera llegan a la esquina. El vecino aparece en el umbral de su puerta y esboza una sonrisa borracha mientras sostiene una pistola del 38 de cañón largo con ambas manos, en una postura crudamente militar, y apunta al éter. Seis destellos iluminan la calle; las chicas buscan refugio en su porche, todavía ríen. Sacan la cabeza por detrás de una columna y observan al juerguista volver a su propio porche, recargar y disparar otras seis campanadas en una secuencia perfecta. Como una estatuilla en un reloj suizo bastardo, el tirador deja caer su brazo y se retira para recargar de nuevo. Las chicas, que ya saben cuánto tardará en 18
hacerlo, se arriesgan a salir corriendo hacia Fulton. Corren hasta quedar sin aliento, devoradas por la risa adolescente, tapándose las orejas para no oír el ruido. La hora bruja llega con un vacío perfecto, una extraña medianoche sin que ningún camello recorra las esquinas de la calle Monroe o Fayette. No hay vendedores ni captadores ni yonquis en la calle Mount. Ninguna banda controla la intersección de Baltimore con Gilmor. Y, desde luego, a estas horas no quedan ciudadanos despistados en la calle. La mayoría de los contribuyentes honrados y con dos dedos de frente hace tiempo que se largaron del barrio. Los pocos que aún quedan se refugian en sus pasillos y sus dormitorios, tan lejos como pueden de las trayectorias de las balas perdidas. Unas veinte manzanas al este, hay miles de personas paseando por el muelle y en los vestíbulos de los hoteles del centro, contemplando fuegos artificiales muy distintos en un cielo nocturno. Pero aquí, en el oeste de Baltimore, el espectáculo de luz y sonido tiene lugar en un escenario desierto. El crescendo persiste durante unos diez minutos antes de que puedan distinguirse salvas concretas en el estruendo. Al cabo de otros diez minutos el tempo se reduce notablemente, y transcurrida algo más de media hora solo se oyen algunos tiros dispersos aquí y allá. Luego, lentamente, la vida de Fayette se despereza. Un borracho navega por la calle Vine hasta el callejón y se dirige a Lexington. Un traficante se materializa en Mount, y un coche patrulla se desliza frente al maltrecho paseo comercial de la calle Baltimore. Un adicto llega con su monopatín cruzando Fayette y golpea la puerta de la casa de Blue. Este abre, toma los dos billetes y mira al exterior, observando la repentina calma, mientras el hombre entra sin decir palabra. Un par de instantes después, aparece el Gordo Curt. Bastón paso, paso bastón; cruza el patio de Blue, se detiene frente a las escaleritas del porche, y allí recupera el aliento. Con la cabeza ladeada, sus ojos inyectados en sangre recorren las esquinas de Monroe a Mount, y el Gordo Curt vuelve a ser el oráculo, el guardián del conocimiento acumulado de este mundo perdido, la premonición de lo que aún pasa por verdad aquí fuera. Se queda inmóvil en el umbral, como el chamán del poblado, leyendo la calle y adivinando las hordas paganas atrincheradas tras los cristales, con las antenas sintonizando Dios sabe qué frecuencia. Si el Gordo ve su sombra, quizá, todos se quedarán dentro y se inyectarán droga durante media hora más. Si no, quiere decir que el negocio vuelve a estar abierto. 19
Desde un punto lejano cerca de las marisquerías llega el largo quejido de una semiautomática, pero Curt no le presta atención. Demasiado poco, tarde y lejos: la marea ha culminado y se ha retirado. De nuevo gira hacia Fayette con Monroe y conquista el pavimento. El Gordo Curt está en la esquina. Gradualmente, es como si todo el barrio obedeciera la señal de su entrada. Solos o en parejas, el picadero de drogadictos vomita sus espectros. Junie, Pimp y Bread se deslizan hasta la acera y vuelven a concentrarse en el negocio. Los captadores sacan la cabeza en la boca de la calle Vine. La venta también se reanuda en la calle Mount, donde la mejor oferta es la de Diamante en Bruto. Y a la vuelta de la esquina de Fulton, los de la banda de Bolsas de Arañas vuelven a instalarse en su zona. Al final de Baltimore con Gilmor se encuentran las Grandes Blancas y los del Corredor de la Muerte, además del nombre que los de Nueva York estén utilizando esa semana para vender droga. Los drogadictos se acercan a las esquinas. Son monstruos colgados de la droga, chupados como un raíl, llenos de abscesos y con los brazos cosidos a pinchazos. Se acercan apretando temblorosamente los billetes de cinco dólares en el puño, los entregan y luego hacen cola mientras esperan al correo que da la vuelta al callejón. Allí los vendedores trabajan con alijos escondidos en neumáticos viejos, tras los montones de ceniza, o entre la hierba alta que crece al borde de un muro trasero. Chicos blancos sin dientes, tatuados profusamente, vienen desde Pigtown en furgonetas zarrapastrosas y Dodge Dart envejecidos y esperan nerviosos en Mount, mirando el retrovisor en busca de un motivo para salir pitando, deseando que el negro que se ha llevado sus veinte dólares vuelva con la droga. Pronto todos se irán a alguna de las casas abandonadas, en un estado de excitación absoluta, similar al preámbulo sexual, y dejarán a un lado los pedazos rotos de su vida para llegar a la habitación de las agujas, los tubos y los tapones quemados. Abrirán la bolsita con dedos temblorosos, patearán el puto sofá en busca de cerillas y se agujerearán una docena de veces en busca de una vena. Por fin se meterán el chute, y esperarán que llegue esa oleada de felicidad mejor-que-el-sexo. Y después, volverán a la esquina. El Gordo Curt está en su sitio y los ve llegar. Cada año es lo mismo. Les dice la verdad, les cuenta quién vende porquería y quién no, les indica el camino del buen producto. Como siempre, el Gordo solo otorga su añeja credibilidad a un grupo de soldados jóvenes. 20
—¿Quién mueve la «Estrella dorada»? —Aquí hay. —¿Es tan buena como ayer? —Esa mierda es la bomba. —Vale. Hacia la una de la madrugada, esta noche es como cualquier otra, y Curtis Davis sabe que siempre serán así, que el dinero y el deseo siempre se impondrán. Sabe cómo va la historia desde hace un cuarto de siglo, desde que le tocó traficar en estas mismas esquinas, cuando el negocio empezaba. Por aquel entonces tenía dinero, y Dios sabía que también albergaba deseo. Lleva en esta esquina todas las noches desde entonces, y ya solo le queda eso, su propio deseo. Estuvo aquí ayer y estará mañana, en Monroe con Fayette, contemplando la misma escena. No sirve de nada pensar en cambiar, o parar, o bajar el ritmo. En el fondo de su corazón de soldado, Curt sabe que todos hablan de esa mierda y nadie se la cree ni por un segundo. Como Blue, que corre y dispara esta noche, y dice que lo dejará mañana. Es una decisión tomada, declara Blue. Ni hablar, se dice Curt para sus adentros. Esta mierda es para siempre. —Eh, Curt. —Hola, hola. —¿Qué pasa, señor Curt? Curt sonríe con tristeza y luego gruñe la pura verdad: —Tío, nada nuevo. La locura de siempre. Sigue durante una hora en Fayette con Monroe y luego se retira a lo de Blue para el último chute de la noche. La jeringa se abre paso hasta uno de los hinchados miembros del gordo. Cuando se va del picadero, lleva un buen subidón y un poco de whisky barato en la mano; una concesión líquida poco habitual a las tradiciones de la noche. Bastón paso, paso bastón. Lucha por subir la calle Monroe y no se dirige a ningún sitio en concreto. Vaga un poco más allá de los límites de su pequeño territorio. La calle Penrose. Saratoga. Curt sigue cojeando, mordisquea la botella y bastonea la acera hasta que su excursión, breve y espontánea, alcanza el paso de tren y se convierte en una modesta declaración de libre albedrío. Esta noche, en el oeste de Baltimore, por ninguna razón en particular, el Gordo Curt ya no está de guardia. Se le ha visto por última vez dejando la esquina en dirección al norte. Está andando. Joder, el viejo gordo está dando un paseo. 21
En la calle Mulberry, un coche patrulla reduce la marcha al verle. Quizá el policía se plantea detenerle por infringir la ley que prohíbe beber alcohol en la vía pública; en este barrio, eso equivaldría a multar a la gente por tirar la basura a la calle en medio de un huracán. Lo más probable es que el policía, igual de viejo que Curt, sepa quién es el dueño de Fayette con Monroe, y se haya quedado boquiabierto al ver al guardián de las esencias tan lejos de su guarida, varias manzanas al norte y con una botella entre sus dedos gordezuelos. Curt nota que lo mira y esconde la botella en la palma de su hinchada mano. Es un gesto de sumisión implícita y basta para el policía, que saluda con la cabeza y sigue conduciendo. Curt sigue avanzando y casi consigue sonreír. Feliz día de Año Nuevo. Gary McCullough espera frente al tugurio coreano que hay justo al lado de la esquina de la calle Mount, pasando su peso de una pierna a otra mientras aguanta el frío de la mañana. Con una mano juguetea con la pulsera de plástico que lleva en la otra muñeca. Entona una canción de Curtis Mayfield, y las notas llegan suaves y casi no se distinguen, entre el vaivén de los captadores y vendedores cercanos. Gary está en segundo plano, apenas es parte del decorado. Está y no está. Se le da bien esperar. Tony Boice llega desde la esquina de la calle Mount, de vuelta del mercado, y saluda a Gary con una sonrisita. Emocionado hasta el tuétano, Gary esboza una sonrisa beatífica en dirección a su compañero de picos. Pues sí, se engancharon juntos desde la serie de televisión Mis adorables sobrinos. Sí, oh, sí. Los dos hombres giran juntos, suben por Fayette con la cabeza baja, luchando contra una ráfaga del gélido viento de enero. Gary se tapa la boca con la mano y tose profundamente. —Mierda. —¿Qué pasa? —dice Tony Boice, mirando a su alrededor. —Hace frío —replica Gary. —Oh, sí —afirma Tony—. El jodido viento baja como un halcón. Gary mira furtivamente hacia Fayette y luego al otro lado de la calle, distingue a la banda de Corredor de la Muerte, ocupada en sus trapicheos y sin prestarle atención. Pasan delante de los cubos de basura frente al solar vacío, justo donde la semana pasada encontraron muerto a uno de los chicos de la cuadrilla de Nueva York, con la cabeza reventada de un disparo y aún cubierta con una gorra de los 22
White Sox. Metida entre el pantalón y la cintura tenía una pistola con el cargador lleno que no le había servido de nada. Gary pasa frente a ese punto y, sin poder evitarlo, echa un vistazo a su pesar. Distingue el óvalo de color rojo oxidado que aún mancha los hierbajos y la tierra sucia. Mierda. Dejan atrás la parcela y se acercan a una casa adosada de ladrillos rojos, la puerta del número 1717 de la parte oeste de Fayette, una dirección que siempre hace que Gary recuerde su pasado. —Aquí —decide, subiendo los peldaños. —Por detrás —dice Tony, discretamente. —No, tranquilo, con eso basta —Gary insiste, con repentina impaciencia. Llega hasta la puerta delantera de la casa abandonada, echa una ojeada a Fayette y deja caer su peso contra la barrera de contrachapado, doblándola lo suficiente para deslizarse hacia el interior. Tony le sigue, y Gary se preocupa de devolver la puerta a su forma original. Los dos escuchan atentamente, en la oscuridad, para asegurarse de que la casa está vacía de verdad, aunque el hedor a orina del pasillo principal revela que no siempre ha sido así. —¿Y estuvo de acuerdo? —pregunta Gary. Tony Boice gruñe y asiente. Las negociaciones no fueron mal del todo. El chico de la esquina le dio dos bolsitas de Corredor de la Muerte por dieciocho pavos, que era todo lo que Tony llevaba encima. Tony le ofreció lastimosamente al chico comprar más material la próxima vez, a cambio de los dos dólares que faltaban, y el traficante accedió para quedarse con la pasta que le ofrecían en firme, sabedor que todo lo demás era dinero que jamás vería. Siguiendo sus recuerdos, Gary encabeza el camino hacia la parte de atrás, por el oscuro pasillo. Gira y extiende la mano para guiarse por la barandilla de la escalera principal. Se detiene ahí un instante, recordando lo hermosa que era y la suavidad de la redonda madera pulida. —Victoriana —dice, saboreando la palabra—. Es de época. Tony no dice nada. —Mira esas tallas. Son originales. Tony sigue en silencio mientras suben las escaleras. —¿Sabes qué significa eso, Mo? —Gary se detiene en el rellano del segundo piso—. Dinero. Esta casa vale un buen puñado de dólares. Dos peldaños por detrás, Tony observa un pedazo avejentado del panel de madera de color mierda, preguntándose sin duda cuántos dólares le quedan a esa pobre casa. La han repasado dos docenas 23
de veces, le han arrancado hasta la última tubería de cobre y toda la carpintería de aluminio de las ventanas. Han canibalizado el buque en el que navegó la vida anterior de Gary McCullough en su persecución diaria del chute perfecto. Todo el dinero que una vez contuvo la casa lo han arrastrado, pieza por pieza, diez manzanas al sur, hasta los almacenes de la United Iron, donde han pesado, pagado y fundido los pedazos. Pero Gary asciende hasta el tercer piso, y su aliento helado emborrona el aire mientras habla, divagando acerca de restauraciones, paletas y el valor de una casa victoriana. —Lo digo en serio, Mo, tan en serio como un ataque al corazón. Esta casa puede dar mucho dinero si uno sabe cómo enfocarlo. Pero es que tú… Tony gruñe mientras sigue subiendo las escaleras. —… es como lo de la bolsa. Acciones de empresas de tecnología, ordenadores y cosas así. Tío, hazme caso. Diez mil dólares se multiplican por diez en menos de seis meses si uno sabe lo que hace. —Ya —dice Tony. —De verdad —insiste Gary. —No, si ya —replica Tony, sin expresión—. Tienes razón. —Tío, no sabes nada. Y Gary McCullough, quizá la única persona viva en un radio de veinte manzanas que sabe qué diferencia el ratio entre el precio de una acción y su beneficio y el rendimiento de capital a corto plazo, sacude la cabeza frustrado. Lo pasado, pasado está, y Gary no puede reconciliarlo con un tipo como Tony Boice, que solamente vive al día, al momento, al segundo. —No sabes nada —repite. No hace mucho, Gary lo tenía todo claro. Era un adicto al trabajo con dos empleos y su propia empresa constructora. Tenía varias casas en la calle Vine. Conducía un Mercedes. Cada día estudiaba las columnas de cifras del Daily Investor husmeando tratos, adquisiciones, negociando la conversión de una cuenta de inversión en Charles Schwab en ciento cincuenta mil dólares a tocateja. Y Gary también tenía un plan para la casa adosada de tres plantas que había comprado, no como una inversión más, sino como la pieza central de la vida ordenada y perfecta que tan ocupado estaba construyendo. Planeaba renovarla, devolverle su belleza original, convertirla en su castillo. Tony se le acerca en el rellano. Solo le preocupa lo que se traen entre manos. 24
—¿Dónde? —pregunta. —En la parte de atrás —dice Gary, señalando el dormitorio. Gary encuentra dos chapas en una repisa y su compañero se ocupa de todo lo demás. Tony se mueve con rapidez y eficiencia: abre las bolsitas de cristales de heroína y los reparte en dos dosis. Agua para la jeringuilla, una llamita y luego la lenta absorción de líquido en los cilindros de plástico. Hasta la marca de treinta en la jeringuilla, y listos. No tienen cocaína con que rematarlo, pero será suficiente para un buen viaje. Tony se da suaves palmaditas en la parte interior del brazo, y una gotita roja bajo la piel marca la zona de aterrizaje. Gary escoge en su antebrazo izquierdo un punto intermedio de una franja marrón oscuro que utiliza frecuentemente. Tony se lo mete de golpe, indiferente frente a la posibilidad de una sobredosis. Gary ve una nubecita rosa en la punta de su aguja, se inyecta y se queda a medias, gozando del subidón, esperando con cautela. Unos momentos más con la jeringuilla descansando entre su pulgar y su dedo índice, y luego la carrera hasta la meta final. —Es buena —murmura Tony, vagamente decepcionado—, pero no como la de ayer. —La de ayer era la bomba —dice Gary. Tony se acerca a la luz del sol que entra por los ventanales traseros y que mide con su calidez resquebrajada la alfombra manchada del comedor. Sin importarle el frío, Gary se sienta en la sombra, contra la pared opuesta, mientras observa un universo de polvo suspendido que flota por la habitación, bailando sobre los rayos de sol. Tony asiente. —Es mejor de lo que creías, Mo —se ríe Gary. —Estoy en ello. Durante un rato se limitan a quedarse sentados mientras la química explota y el subidón les reconforta con su propia calidez. Una escapada. Esa es la palabra que Gary utiliza, y también su forma de pensar. Para él, para cualquier drogadicto, hay que ponerle nombre a la cruda valentía del asunto, y en cierto modo también hay que disfrutarla como tal. En el oeste de Baltimore, uno puede enorgullecerse de una buena escapada. Joder, una escapada viable por la que dejarse la piel, eso hay que celebrarlo. Y aunque un fiscal con el código de Maryland en la mano no lo entienda, todos los que viven de la esquina comprenden y aceptan la diferencia entre una 25
escapada y un delito. Clavar una pistola en la cara de un desgraciado y robarle la cartera es un delito, y vaya, no hay más que hablar, si lo haces eres un criminal. Pero robar las tuberías de cobre de una casa en ruinas y venderlas a cambio de cuatro chavos, eso es una escapada. Si le disparas a un traficante en la rodilla y le robas su alijo, eres un ladrón y los polis o la banda de tu víctima pueden cazarte cuando les dé la gana. Pero si te pasas dos horas observando al mismo traficante mientras vende su mercancía y cuando se da la vuelta aprovechas para robarle el alijo, no es más que una escapada. Desde luego, asaltar una casa donde duermen ciudadanos honestos es un delito de tomo y lomo. Pero asaltar aparcamientos para llevarte las radios de los coches es una inofensiva escapada. En opinión de Gary, no es solamente la severidad de un acto lo que le confiere carácter de delito, sino la posibilidad de que otro ser humano, aparte de uno mismo, resulte herido. En la vida moral de Gary McCullough, ese es un punto esencial. Seguirá chutándose, eso seguro. Y si no tiene dinero para hacerlo, robará para comprar su dosis. Y luego, si se ve obligado, y no hay ninguna otra alternativa sensata, soltará una trola sobre su adicción y sobre los robos, aunque en la práctica Gary es un alma demasiado honesta como para mentirle a nadie de su barrio. El límite está claro: ni crímenes, ni crueldad, nada excepto una pequeña escapada. Lo más hermoso y triste de Gary McCullough, un hombre nacido y criado en el gueto más brutal y despiadado que ha creado América, es que es incapaz de hacerle daño a nadie. Como esa mañana, cuando la escapada casi terminó mal, en el sótano de la casa de Fairmount. Gary y Tony estaban sumidos en la oscuridad, agarrando el tubo del agua fría mientras media docena de drogatas se peleaban por un chute de cocaína un piso más arriba. Él y Tony daban tumbos a ciegas, hasta que Gary encontró la llave y cortó el agua. Luego arrancaron la tubería de cobre tan silenciosamente como pudieron, mientras las voces se elevaban encima de sus cabezas, en una cadencia pagana. —Me toca. —Joder, me toca a mí. —Tío, es mi turno. Esto no es legal. —Cabrón, lo entiendes todo al revés. Tony empezó a mearse de risa, tratando de contenerse. A Gary se le pegó la risa tonta y procuró no mirar a Tony, para no perder 26
el control. Juntos, en la oscuridad, se agarraban las costillas para no soltar una carcajada, mientras serraban el tubo tratando de no arrancarle ni un quejido de más al cobre. Luego, desde arriba llegó un maullido de gata enloquecida, la voz de una mujer. —MAU-RICE… ¡MAU-RIIIIICEE! —¿Qué? Gary y Tony se quedaron helados, asustados e inmóviles al oír el grito de la mujer. Gary supo que Tony estaba dispuesto a pelearse por el cobre, pero en el fondo de su corazón también sabía que él solamente se apuntaba a una escapada, nada más. Si Maurice bajaba las escaleras, sería Gary quien llevase las de perder. Tony fue quien se recuperó primero, le dio un último empujón a la sierra y otro pedazo de cobre cayó al suelo del sótano con un ruido sordo. —¡MAU-RIIII-CEEE! —¿Qué pasa? —NO HAY AGUA. —¿Qué dices? Los dos salieron disparados hacia la puerta del sótano, riendo como idiotas por el subidón de adrenalina. Gary se detuvo un segundo para recoger los pedazos de cobre que habían acumulado en la pared del fondo. En algún lugar del piso de arriba, Maurice abroncaba a su mujer por fumarse el dinero que tenía que haber utilizado para pagar la factura del agua. En el callejón del patio trasero se soltaron por fin y se echaron a reír a carcajada limpia. —¡Mierda! —exclamó Gary, empleando su interjección más dura. Sonriendo y sacudiendo la cabeza, agarró un pedazo del cobre que pronto terminaría fundido y lo sostuvo con la mano extendida, como un cetro real. Lo levantó a la luz del día para examinarlo más de cerca. —Al menos nos darán treinta. —Eso, treinta —asintió Tony. La realidad alterada. La alegría de una escapada hace que, robes lo que robes, ya sean tuberías de cobre, chapas de aluminio o carpintería del porche, a primera vista siempre te parezca que vale más de lo que luego terminas sacando. En ese momento, Gary y Tony estaban convencidos, mirando la tubería de cobre, que sacarían fácilmente treinta dólares. Suficiente para dos buenos chutes de droga y un poco de cocaína de postre. La dulce anticipación hizo que los diez bloques que tardaron en llegar a United Iron fuera un paseo por el parque. —¡Hurra! —exclamó Gary, resplandeciente. 27