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Natualeza
Naturaleza
Fabiola P. M.
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Desde que entré de nuevo a la universidad, tengo la costumbre de prender la radio en cuanto suena mi despertador. El martes 19 de septiembre mi acostumbrado ritual no podía faltar. Al sintonizar la estación, que de dos años para acá escucho, los conductores hablaron de la conmemoración número 32 del terremoto que había sacudido a la Ciudad de México.
Dos de los conductores, que por el año del 85 tenían entre 19 y 22 años, narraron lo que habían vivido durante y después del temblor de aquel entonces. Justo antes de que acabara el programa, los conductores informaron que aquel martes 19 de septiembre se llevaría a cabo el simulacro. Recuerdo que aquel martes tenía clase de 07:00 a 10:00 h de la mañana, fui a la escuela y regresé a mi casa. No participé en el simulacro, pues estaba en el metro. Llegué a mi casa y decidí que me dormiría un rato antes de hacer mi tarea, que debía entregar ese mismo día a las 19:00 h de la noche.
Eran las 11:05 h de la mañana. Me quité los lentes de contacto, acomodé las almohadas y me recosté. Decidí poner la alarma del reloj a las 13:05 h. Me dormí y a la hora marcada sonó la alarma. Era la hora de despejarme y comenzar mi tarea. Me quedé recostada en la cama mirando el techo. Pasaron los minutos. De pronto sentí una vibración. Primero no le tomé importancia, pues desde que nos mudamos mi mamá y yo al cuarto piso de un edificio de cinco niveles, estamos acostumbradas a que el inmueble vibre un poco cuando pasa un camión o tráiler. No fue extraño aquel movimiento, pero en cuanto vi que se repetía me levanté en chinga, tomé mis lentes, mi celular y mientras lo hacía escuché la alerta sísmica. Todo se empezó a mover más. Corrí hacia la puerta y la abrí. Recordé que hace mucho, cuando iba a la primaria, decían que si empezaba a temblar y uno se encontraba en planta alta lo mejor era no bajar, pues las escaleras son lo primero que se cae. Me puse a lado del muro de carga de mi departamento. Le hablaba al temblor, lo regañaba y al mismo tiempo le rogaba que terminara. Fueron los minutos más largos de mi vida. Oí gritos, rezos y cosas que caían. En cuanto terminó, me puse los lentes de contacto, tomé las llaves y mi bolsa. Bajé las escaleras. Vi a varios de mis vecinos. Uno en toalla, otro descalzo, uno más sucio de café y con la taza en mano, y al último con su mascota en brazos. Nos preguntamos si estábamos bien. En la cara teníamos la preocupación y el miedo juntos. En la esquina había una nube de polvo. Caminé hacia ella y vi que el muro de un estacionamiento estaba caído. Le marqué a mi mamá, pero no salían llamadas de mi celular. Decidí ir a buscarla al centro. Ella trabaja en la calle de Uruguay. Vivimos muy cerca del centro, en la colonia Doctores. Caminé hacia el Eje Central, quería saber si mi madre se encontraba bien. Me llegó un mensaje de mi mamá, decía que se encontraba bien. Seguí caminando y cuando levanté la cara, noté que había bastante polvo y a mi lado vi pasar a un vecino con su hija. La niña estaba llena de polvo, como si le hubieran echado toda la harina de la colonia. El padre de la niña se detuvo. Quienes venían atrás de mí le preguntaron qué se había derrumbado. Él, con la cara desencajada, respondió que el edificio de al lado se había caído en la escuela a la que asistía la niña. “¿Cuál edificio?”, preguntó una mujer. “El de la tienda de ropa”, contestó él.
Al escuchar cuál había sido el edificio, caminé hacia el lugar en la calle de Chimalpopoca, que está a tres cuadras de donde vivo. Una semana antes, como era mi costumbre, fui a curiosear las muestras de ropa que vendían en esa tienda. Llegué a la esquina y al dar vuelta me sorprendí al ver el edificio derrumbado. Aún no cerraban la calle, así que otras personas y yo pudimos entrar. Vi zapatos impares en el piso y monitores de computadoras, como si los hubieran aventado; ganchos, etiquetas de una marca de ropa, juguetes y varios papeles, todos esparcidos entre escombros.
Alguien dijo: “hay que ayudar”, y sin pensarlo me formé en una de las cadenas que se hicieron. Empezamos a mover piedras. No sé en qué momento pasó, pero la cadena ya era bastante larga. La gente del edificio de al lado sacó botes, cubetas, lo que tenían a mano para sacar más piedras y que todo fuera más dinámico. Había mucha gente. Oficinistas cuyos trajes se iban llenando de polvo. No les importó, siguieron ayudando. La gente se seguía sumando. El calor de aquella tarde era insoportable. Los gerentes de los restaurantes cercanos, Vips y Toks, comenzaron a repartir agua. Pasó como una hora. De la escuela salieron unos chavos a decir que necesitaban gente que les ayudara a hacer una cadena adentro. Diez chicas y yo entramos. Mientras caminábamos por la entrada de la escuela, sentí frío y más tierra. Los árboles estaban atrapados entre el escombro en el patio de la escuela. Miré alrededor, como cuando uno llega por primera vez a un lugar y gira la cara hacia todos lados para verlo bien. Me sorprendió ver los vidrios rotos de los salones de la planta alta y la escuela llena de escombros y de material escolar tirado por doquier. Quien estaba al lado de mí preguntó por los niños y un muchacho dijo: “De esta escuela salen a las 12:00 h”. Me quedé una hora más. El polvo me estaba causando mucha alergia a pesar del cubrebocas que nos dieron.
Caminé a mi casa, mi mamá ya estaba ahí. Fuimos a comer. Cuando me preguntó cómo estaba, le dije que después de ver Tiburón, hoy había sido el día que más miedo había tenido en mi vida. Mi mamá, mi tía, mi prima, mi primo y yo volvimos a Chimalpopoca por la noche. Llevamos víveres, fuimos a ver en qué podíamos ayudar. Ya no nos dejaron pasar a la zona. Me di cuenta de la cantidad de comida y cosas que llevaba la población civil. Eran vecinos de los alrededores e incluso personas que llegaron desde Ecatepec a dejar herramientas, medicinas y comida. Quien nos entregó las cosas nos dijo que su vecina de toda la vida trabajaba en esa fábrica, en la parte de la tienda, y que salir a comer a la una la salvó. Antes de abandonar el lugar, vimos llegar a los soldados. Nos quedamos un rato más. Una señora nos pidió que lleváramos café, agua y tortas a los militares, quienes las aceptaron y nos pidieron que también repartiéramos en el estacionamiento, pues ahí estaban algunos familiares de las trabajadoras de la fábrica. Sus caras me impactaron, parecían intuir que sus parientes estaban muertas.
Me fui a mi casa. Esa noche le pedí a mi mamá dormir con ella. Según yo ya no tenía tanto miedo, pero era mentira. Tenía miedo y tristeza. Jamás imaginé vivir algo así: saber que somos nada ante la naturaleza y que en cualquier momento nos puede desaparecer.